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Published by snullbug20, 2019-02-03 14:46:41

Seveneves -Neal Stephenson

Habían planeado que fuese uno. Llevó más


tiempo porque todo acababa rompiéndose y había


que arreglarlo. No siempre tenían herramientas y


los suministros requeridos para la reparación. En



ocasiones había que improvisar. Fueron


necesarios la fuerza del ingenio humano, el


trabajo duro y, cuando todo lo demás fallaba,


poner en riesgo algunas vidas e incluso


sacrificarlas, para poner en práctica algunas


alternativas complejas.




El capital humano de la Endurance fue


reduciéndose. Siempre andaban cortos de comida.



Los arquetes estaban diseñados para cultivar su


propia comida empleando los cascos exteriores


translúcidos. Pero los arquetes de la Endurance


estaban enterrados en hielo para protegerlos de la


Lluvia Sólida. Los que estaban cerca del exterior


recibían luz solar suficiente para producir algo de


comida, pero no la suficiente teniendo en cuenta


las bocas que había que alimentar. Había


empezado el viaje bien cargada de provisiones de



emergencia, que se racionaron pensando que se


trataría de una misión de un año. Cuando vieron


que llevaría más tiempo, recortaron las raciones.


La Endurance también tenía un buen almacén de





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vitaminas, la mayor parte del cual había


sobrevivido a la Ruptura. Estaban muy buscadas


entre la gente del Enjambre, porque habían


abandonado el nido sin acumular las suficientes.



Empezó a establecerse el comercio entre la


Endurance y el Enjambre. Pero no fue el libre


mercado que los Enjambristas habían imaginado.


Los acuerdos se negociaban por radio y se


consumaban por medio de intercambios entre


VMI y arquetes. Eran difíciles de ejecutar porque


había que igualar órbitas muy diferentes.




De la misma forma que habían hecho con la



Ymir, extrajeron hielo del volumen interno de la


Endurance, dejando la cáscara de la nuez como


apoyo estructural y primera línea de defensa


contra los bólidos. Pero como siempre habían


insistido en comentar J. B. F. y los demás


partidarios de tirar y correr, una nave tan pesada


carecía de maniobrabilidad. Cuando detectaban


una roca grande a la distancia suficiente, los


motores podían ejecutar un pequeño cambio de



rumbo, que habría provocado grandes efectos


para cuando llegase la piedra. Hacerlo era la


ocupación a tiempo completo de gran parte de la


tripulación de la Endurance, que trabajaba en tres





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turnos. Pero por debajo de cierto límite, no era


posible ver las piedras con la suficiente antelación


o maniobrar con la suficiente rapidez, y en ese


caso solo les quedaba la esperanza de que el



bólido golpease a Amaltea. Solía ser así, pero


algunos daban contra la pendiente inferior de


hielo, y de esos, algunos lo hacían con fuerza


suficiente para penetrar y matar.




Durante el viaje de tres años, el suicidio se


llevó a una de cada diez personas. En ocasiones


era por las razones tradicionales. Tras un periodo


intenso de creatividad en las semanas que llevó



diseñar y crear la Endurance, Rhys cayó víctima de


una profunda depresión y se quitó la vida al mes


de iniciar el viaje. En otras ocasiones, un


astronauta aceptaba salir en lo que era claramente


una misión suicida, o un paciente que sufría de


cáncer decidía acabar con su vida en vez de ser


una carga teniendo en cuenta que los recursos


eran limitados, tanto la comida, como el aire y las


medicinas. Y había muchos casos de cáncer,



porque la predicción de Dinah el día de la


Ruptura se había cumplido. A pesar de las


precauciones, las partículas de combustible


entraron en el aire y la comida, y se fijaron en los





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pulmones y los intestinos. Aunque no hubiese


sido así, un entorno espacial, con su radiación


ambiente, la ausencia de ejercicio, la mala dieta y


la exposición a productos químicos eran factores



de aumento de la tasa de cáncer. Las instalaciones


médicas de la Endurance no podían detectar ni


tratar el cáncer como se había hecho en la Tierra.




Las crisis periódicas en el suministro de


comida y aire, provocadas por errores en los


invernaderos o roturas de equipo, se llevaron a


personas que ya al empezar tenían las fuerzas


mermadas. El viaje implicaba miles de pasos por



los cinturones de radiación de Van Allen. En vez


de atravesarlos una o dos veces, como sería el


caso en un viaje espacial más convencional, ellos


lo hacían dos veces con cada órbita; y a todos los


efectos prácticos, durante el primer año nunca


estuvieron fuera. Se refugiaban todo lo posible en


las partes protegidas de la nave, pero ningún


refugio era perfecto. Parte de la tripulación se veía


obligada, ya fuese por deber o por accidente, a



permanecer en lugares expuestos. Y el simple


hecho de pasar mucho tiempo confinados en un


espacio reducido ya minaba la salud.




La proporción de sexos fue inclinándose cada



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vez más hacia las mujeres. La Población General,


cuyos miembros que habían sobrevivido a la


Ruptura habían formado más o menos una cuarta


parte de la tripulación original de la Endurance,



había estado formada sobre todo por hombres.


Era una consecuencia del hecho de que los


seleccionados procedían de profesiones


tradicionalmente dominadas por los hombres,


como militares, astronautas, científicos e


ingenieros. Los otros tres cuartos habían sido


arquinos. La población arquina original estaba



formada por el setenta y cinco por ciento de


mujeres y el veinticinco por ciento de hombres.


Los que habían decidido quedarse con la


Endurance en el momento de la Ruptura habían


sido sobre todo mujeres.




Los hombres tendían a ser mayores, en


muchos casos dos o incluso tres veces la edad de


los arquinos. Comparados con estos, a los que en


general habían mandado en el último momento,


lo normal es que esos hombres ya hubiesen



estado en el espacio y, por tanto, hubiesen sufrido


sus efectos durante más tiempo. Los habían


escogido por su cerebro, no por su capacidad


física. Al menos al principio, mientras los





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arquinos aprendían sus tareas, tendían a ejecutar


los trabajos más peligrosos, como los paseos


espaciales; pero los hombres no estaban tan bien


preparados para la vida en el espacio. Eran más



vulnerables biológicamente a la radiación.


Necesitaban más aire y comida. Y, ya fuese por


educación o por características genéticas, no


estaban preparados psicológicamente para la idea


de pasar el resto de su vida en espacios interiores


más que atestados. Muchos de ellos sentían el


deseo de salir y alejarse de la gente, que se



manifestaba como tendencia a ofrecerse


voluntarios para los paseos espaciales. La gente


que hacía paseos espaciales tenía más


probabilidades de morir por exposición a la


radiación, impacto de bólidos, fallos de equipo,


accidente o por contaminación de los restos del


reactor.




Además, se sobreentendía, aunque muy rara


vez se expresaba en voz alta, que los hombres no


eran un bien escaso. Sí lo eran las mujeres, para



decirlo claramente: los úteros funcionales y sanos.


Siguiendo esa idea, o quizá por el mero hecho de


escoger una forma de suicidio más socialmente


constructiva, los hombres siguieron ofreciéndose





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voluntarios para las tareas más peligrosas, y así


las mujeres fueron quedando en los espacios


interiores más protegidos de la nave; cuando


alguna de ellas presentaba una objeción, como



hacían algunas, se le hacía callar de inmediato con


el irrefutable argumento de que era preciso


preservar a toda costa su vida y su salud.




La comunicación con el Enjambre era


esporádica y tendía a producirse en ráfagas,


cuando el Enjambre necesitaba algo. Los grupos


se habían separado bajo condiciones que se


habrían considerado de guerra si la Ruptura no se



hubiese producido en medio de una catástrofe


más mortal de lo que un grupo le hubiese podido


hacer al otro con las armas. No era probable que


de pronto uno de los bandos fuese a confiar en el


contrario. Ambos bandos habían prohibido la


comunicación libre, al estilo internet, entre los


grupos, ya que podía tener usos dañinos o incluso


peores. El canal entre el Enjambre y la Endurance


se parecía más a la línea que había unido a las dos



capitales de la Guerra Fría. Pasaba meses sin uso.


No era tanto que cada grupo intentase pasar del


otro, sino más bien que ambos estaban muy


ocupados en permanecer con vida. Ivy y J. B. F.





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eran como las capitanas de dos naves dañadas,


separadas por muchos kilómetros de mares


tormentosos, con muchas otras preocupaciones en


sus cabezas. El canal se usaba para negociar los



términos de intercambio entre los dos grupos.


Ninguno de los bandos estaba muy dispuesto a


compartir información sobre su situación, pero


era posible deducir bastante de lo que el


Enjambre pedía con urgencia: sobre todo


propelente, pero también las medicinas


empleadas para tratar la radiación, variedades



resistentes de los cultivos, nutrientes, piezas de


repuesto para los limpiadores de dióxido de


carbono y los motores Stirling que daban energía


a los arquetes. A cambio, ofrecían, sobre todo,


comida, que era lo único que podían fabricar y


que la Endurance no tenía.




Once semanas después de la Ruptura se


produjo una llamarada solar, seguida de un hecho


llamado eyección de masa coronal: una vasta


emisión de partículas cargadas que el Sol



dispersaba por el sistema solar. Con su red de


sensores, algunos de los cuales ya vigilaban el Sol


precisamente por esa razón, la Endurance sabía


que la tormenta se acercaba y había enviado un





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mensaje de advertencia al Enjambre. En esa época


la Endurance estaba bien protegida en el interior


de la magnetosfera terrestre; eso, además de la


protección del hierro y el hielo, les había



permitido superar la tormenta sin apenas


exponerse a la radiación, pero no tenían forma de


saber si el Enjambre había recibido el aviso o lo


había comprendido. Los arcatectos habían sido


muy conscientes del peligro de una eyección de


masa coronal, por lo que en cada arquete había


protección para tormentas: sacos de dormir



diseñados de tal forma que era posible bombear


agua entre la pared interior y la exterior,


rodeando al ocupante con moléculas que


absorbían bien los protones de alta energía. En los


arquetes también había dosis de un fármaco


llamado amifostina, que protegía el ADN de los


daños causados por los radicales libres generados


en el cuerpo por la exposición a la radiación. El


plan era bueno, siempre que los arquinos tuviesen



al menos media hora y agua suficiente en el


arquete para llenar los sacos. Lo ensayaban


regularmente, de la misma forma que los


marineros ensayaban el uso de botes salvavidas.


Pero había muchas cosas que podían salir mal y


parecía muy poco probable que los ochocientos



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arquinos hubiesen superado la tormenta sin sufrir


daño.




Durante los tres años posteriores hubo otras


diez eyecciones de masa coronal lo


suficientemente potentes como para preocuparse.



En cada uno de esos espisodios, la Endurance


había enviado un aviso al Enjambre, pero nunca


recibieron confirmación.




Resultaba preocupante que el Enjambre


siempre quisiese más agua. Teniendo en cuenta


que en el ecosistema arquete el agua se reciclaba,


la única forma de perderla era usarla como


propelente: separarla en hidrógeno y oxígeno, y


usarla en los propulsores. Todos los arquetes de



un enjambre tendrían que hacerlo periódicamente


para mantener la formación. Era así aunque


nunca esquivasen una piedra y jamás cambiasen


de órbita alrededor de la Tierra. Pero daba la


impresión de que habían cambiado varias veces


de órbita, elevándola y volviéndola más circular


para apartarse de los cinturones de Van Allen. Era


de suponer que tuviesen razones para hacerlo.


Pero si les faltaba agua de forma que no podían



llenar los sacos de protección cuando era


necesario, entonces eran vulnerables a un desastre



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que podría matarlos a todos de golpe. Ivy solo


podía pensar que seguían siendo personas


razonables y que si la situación empeoraba hasta


ese punto, pedirían ayuda. Mientras tanto,



intentaba protegerse de la seductora idea de que


la Endurance tenía toda el agua que pudiera


necesitar. No habría más expediciones Ymir. El


agua que tenían bien podía ser la cantidad de la


que dependiese la humanidad durante cientos de


años.




Ya había decidido lo que diría si J. B. F. se


ponía en contacto con ella pidiendo urgentemente



agua para las protecciones: «Nada que hacer,


venid con nosotros, volved a la tripulación de la


Endurance y protegeos aquí». En ocasiones se


preguntaba si J. B. F. no anticipaba que esa sería la


respuesta de Ivy y estaba dispuesta a todo para


evitar una rendición incondicional.




—BIEN, ESO HA SIDO COMPLICADO —dijo


Doob. Se humedeció la garganta con un trago de


Ardbeg, mezclado con algunas gotas de agua de


asteroide de cinco mil millones de años.




Se encontraba en la Banana y le hablaba a una


sala vacía, mirando a la pantalla de proyección de






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la pared. Las gafas de cerca ya no le servían de


nada: la gravedad cero le había cambiado la


forma de los globos oculares. La gente que sabía


hacer usar la máquina de pulir lentes había



muerto o se había perdido, así que no había forma


de conseguir gafas nuevas hasta que alguien no


encontrase el escondite de la máquina y leyese el


manual de instrucciones. Como en la Endurance


solo quedaban veintiocho personas con vida, no


parecía que fuese a ocurrir pronto. Todavía veía


bastante bien de lejos, pero por el problema con



las gafas no le gustaba usar el portátil durante


mucho rato. En su lugar, se llegaba a la Banana, se


recreaba en la gravedad que había allí, conectaba


el ordenador al cable del proyector y trabajaba


con una buena distancia entre los ojos y la


pantalla.




Llevaba allí una hora, porque no quería


perderse el gran momento. Sabía exactamente


cuándo sucedería, con un margen de unos


segundos, pero mientras tanto no se podía



concentrar en nada más. Los otros veintisiete


dormían o estaban ocupados. Así que lo celebraba


a solas.




Una única ventana dominaba la pantalla que



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tenía delante. En ella se veían seis números con


letras grandes fáciles de leer. Eran los parámetros


orbitales de la Endurance. Se actualizaban varias


veces por segundo. Los números se difuminaban



y se agitaban. El que le llamaba la atención era el


etiquetado como R, de radio. La distancia entre la


Endurance y el centro de la Tierra. La distancia era


la mayor de la historia: 384.512.933 metros y


subiendo, lentamente, en los últimos dígitos. La


Endurance se acercaba al apogeo, el más largo


jamás alcanzado, y la altura de ese apogeo estaba



algo más lejos que la distancia a la que había


orbitado la Luna. Por primera vez, estaban tan


altos en el cielo como Hoyuelo.




Los objetos sueltos cambiaron de posición


cuando los restantes motores de la Endurance se


activaron. Les quedaban treinta y siete motores de


arquete en funcionamiento, de los ochenta y uno


con los que habían empezado. En un buen día


podían usar treinta y nueve. La otra mitad la


habían canibalizado para mantener a los otros



funcionando. Para compensar las pérdidas,


habían empleado todos los demás motores que


pudieron conseguir: el grande de Cola, todas las


unidades de propulsión que habían pertenecido a





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Astillero y algunos motores extra de arquetes


rezagados que se habían separado del Enjambre y


habían vuelto con ellos. A pesar de la reducción


de potencia de motor, la Endurance era al menos



igual de maniobrable en aquel momento que al


comienzo, cuando chapoteaba en el fondo del


pozo gravitatorio terrestre cargando con años de


propelente. Ahora pesaba la mitad que en aquella


época.




El encendido tardó un tiempo. Concluyó con


un cambio de inclinación y un encendido en la


otra dirección. A Doob no le hacía falta leer los



números de la pantalla para saber lo que pasaba.


Llevaban tres años planeándolo.




Se encontraba en una órbita muy excéntrica,


un par de horquillas cerradas conectadas por


tramos casi rectos de un tercio de un millón de


kilómetros de longitud. La Tierra permanecía en


el hueco de una de esas horquillas. El perigeo de


la Endurance no había cambiado en tres años; en


cada una de sus miles de órbitas habían rozado la


zona superior de la atmósfera terrestre mientras


activaban los motores a plena potencia. En el



último de esos roces, que habían realizado unos


cinco días antes, alcanzaron una velocidad de más



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de once mil metros por segundo. La simetría


visual de la órbita era engañosa: en su posición, se


acercaban a la horquilla opuesta, que se


encontraba algo por delante de la órbita de la



vieja Luna, a una velocidad que en su día podría


haber igualado un vehículo con ruedas en un


salar. Eran como un coche en una montaña rusa,


sube tranquilo y se agita justo antes de llegar al


fondo. La Tierra tenía el tamaño de una pelota de


pinpón a tres palmos de distancia. Pronto


empezarían a caer de nuevo y ganarían velocidad



hasta los once mil metros por segundo durante el


siguiente perigeo, dentro de cinco días.




Pero mientras tanto, durante esos minutos


cuando se movían más despacio, podían hacer


magia. Pequeños cambios de velocidad allá arriba


provocaba enormes transformaciones en su órbita


allá abajo. La Endurance, al haber aguantado tres


años perseverando en el plan, había alcanzado la


distancia entre Hoyuelo y la Tierra; pero su plano


siempre había sido incorrecto: el mismo plano con



el que había empezado la Izzy, el plano escogido,


parecía que hacía un millón de años, por la simple


razón de que era fácil de alcanzar desde el


cosmódromo de Baikonur. Allá abajo, en el fondo





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del pozo de gravedad, cambiar ese plano habría


sido una operación catastróficamente cara. De


haber tenido una Tierra a la que regresar, habría


sido más barato empezar de nuevo y construir



una nueva estación espacial, en lugar de llevar


Izzy al plano donde había orbitado la Luna. Pero


allí arriba, al encender los motores durante el


apogeo, podían ir ajustándolo poco a poco con un


coste mucho más reducido. Por tanto, durante


cada apogeo habían ejecutado esa maniobra de


cambio de plano. Llevaban meses haciéndolo.



Tenían que hacerlo si querían llegar a Hoyuelo,


pero a Doob le provocaba ardor de estómago y le


hizo desear no haberse tomado un par de tragos


del whisky tan celosamente guardado.




Porque en el plano de la vieja Luna, el lugar al


que debían ir para refugiarse en Hoyuelo, era


donde estaban todas las rocas. Allí habían


empezado las rocas, en Cero, y allí es donde se


habían quedado la mayoría de ellas. Las que


habían caído a la Tierra durante la Lluvia Sólida



no eran más que una fracción diminuta de la nube


de restos lunares: un polvillo comparado con lo


que seguía allá arriba. Durante gran parte del


viaje de la Endurance, los pilotos habían decidido





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mantenerla en ese plano inclinado compatible con


Baikonur, bien lejos del campo de restos lunares.


En caso contrario, no habrían podido sobrevivir


hasta aquel momento.




Pero volar a través de la nube de restos en la



que nadaba Hoyuelo era el riesgo que debían


asumir para intentar llegar a él. En los últimos


meses, cada vez que alcanzaban el apogeo y


encendían los motores para acercar su órbita al


plano de su destino, se acercaban a un espacio


más sucio y más peligroso.




La lentitud era parte del problema. Era como


si la nube de restos fuese una flota de coches


corriendo a toda velocidad por una pista de



carreras circular y la Endurance fuera un niño


metiéndose entre esos coches. Tal disparidad


extrema de velocidades persistiría hasta el


siguiente apogeo, diez días después, cuando


ejecutarían el encendido más potente y más largo,


a base de gastar todo el propelente que le


quedaba a la Endurance para acelerarla hasta la


misma velocidad que la nube de restos. Al


hacerlo, convertirían la órbita de dos horquillas



en un círculo casi perfecto y se quedarían para


siempre a 384.512.933 metros de la Tierra. Cuando



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ya se hubiesen unido al tráfico de la pista de


carreras circular, irían en busca de Hoyuelo. Doob


lo había visto varias veces en el telescopio óptico


y había calculado sus parámetros. Sabía dónde



encontrarlo.




Era el trabajo de su vida.



De habérselo preguntado varios años atrás,



antes de Cero, habría dicho otra cosa. Pero su


vida hasta Día 360 no había sido más que una


preparación para el plan de misión que había


diseñado y que en ese momento ejecutaba para la


Endurance. El día de la Ruptura —la llegada del


propelente necesario, la muerte de su amigo y


colega Konrad y el desgaje del Enjambre— había



dejado claro que era necesario hacerlo y quién


tenía que hacerlo. Así que estaba haciéndolo.


Faltaban diez días para nadar en la nube de


restos; quizá dos semanas antes de llegar a


Hoyuelo. Se preguntó si viviría para verlo. Era


más que evidente que tenía cáncer. Escaseaban las


instalaciones de diagnóstico, pero el aparato


digestivo había manifestado los primeros


síntomas imposibles de negar y el hígado se le



había hinchado por la metástasis. Ahora sentía


algo raro en los pulmones. Había crecido muy



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despacio. Podría tener causas naturales, como


ocurría en la Vieja Tierra antes de llegar al


espacio, o podía deberse a contaminación


radiactiva que hubiera ingerido con la comida.



No importaba. La pregunta importante para él era


si llegaría a vivir para ver Hoyuelo. En realidad


no se sentía tan mal, así que la respuesta ingenua


podría ser sí, por supuesto; pero el crecimiento


del cáncer era un fenómeno bastante exponencial


y sabía que todo podía salir mal.




Bolor‐Erdene pilotaba la nave y operaba


desde el Martillo, la sala de control bien protegida



que habían construido a sotavento de Amaltea. O


al menos, estaba en la lista como la piloto titular.


Las distinciones de rango y especialidad ya no


importaban mucho. Todos los supervivientes —


nueve hombres y diecinueve mujeres— sabían


hacerlo todo: pilotar la nave, arreglar el motor de


un arquete, salir en un paseo espacial, programar


un robot. El Doob de unos años antes habría


estado con ella en el Martillo, mirando por encima



del hombro, comprobando parames,


intercambiando comentarios ingeniosos en los


breves momentos de tranquilidad. El Doob que


estaba sentado en la Banana ya lo había visto todo





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antes, incluso miles de veces, y sabía que para Bo


era tan rutinario, igual que para los demás


supervivientes, como conducir hasta el lugar de


trabajo en el mundo anterior a Cero. Estar allí no



habría hecho más que revolverle el estómago.


Tenía que conservar las fuerzas.




Se dio cuenta de que se había adormilado.


Abrió los ojos y se esforzó en mirar la pantalla;


comprobó que casi había pasado una hora desde


el apogeo. Caían por última vez hacia la Tierra.




Sonó el teléfono. Lo sostuvo a distancia, con el


brazo extendido, para ver una imagen difusa. Una


parte primitiva de su cerebro podía reconocer


todavía la foto borrosa de Bo, tomada años antes.



Le dio con el dedo y contestó.



—Tenemos contacto del Enjambre —dijo Bo.




—¿De verdad? —respondió. De pronto estaba



despierto—. ¿Qué quiere J. B. F.?



—No es J. B. F. Es alguien que se llama… —



Una pausa—. A‐ida. O algo así. Dos puntos sobre


la i.




Doob intentó recordar el nombre. Aïda. La


recordaba vagamente de los primeros días del




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Arca Nube. Italiana. Joven arquina, no de la


Población General. Algo extraña socialmente.


Hiperperceptiva hasta el punto de ser agotadora.




—Se pronuncia Aiida —le dijo a Bo.




—Vale. Nos felicita por haber completado la


maniobra con éxito y solicita parlamentar.


¿Despierto a Ivy?




—Ahora voy yo —dijo Doob—. Déjala dormir.




Le daba rabia darle vueltas a que los del


Enjambre sabían perfectamente qué hora era y en



qué turno dormía Ivy. Pero era así: sabían que


estaría dormida. Sacarla de la cama mandaría un


mensaje muy claro: que la tripulación de la


Endurance pareciese ansiosa, y no era eso lo que


querían transmitir.




Lo que podría ser un exceso de cautela, un


ejercicio de pensamiento retorcido en plan J. B. F.


Eso pensó mientras recorría el Rimero. Se había


convertido en un lugar lóbrego, amarillento y



reluciente por la respiración humana, con la


humedad condensada en las paredes congeladas,


que no habían limpiado nunca. Se alegraba de no


poder ver muy bien.






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Sabían muy poco del Enjambre. Por los


arquetes perdidos que habían recogido en los


últimos tres años, sabían que J. B. F. había


actuado rápidamente para consolidar el poder.



Para ello había explotado la crisis de la primera


eyección de masa coronal —que había matado a


alrededor del diez por ciento de la población— a


fin de establecer su propia versión de la ley


marcial. Desde aquel momento los trenes habían


cumplido más o menos el horario, aunque con


una población cada vez más reducida, como hasta



un año antes, cuando algunos arquinos iniciaron


la rebelión y el Enjambre se dividió en dos partes,


que coexistían, porque no tenían elección, pero


sin hablarse.




La gente de la Endurance habían prestado una


asombrosa poca atención a todo lo relacionado


con el Enjambre porque al final tampoco


importaba demasiado. La suerte estaba echada


desde el día de la Ruptura; no tanto en el ámbito


político como en el de la física. Los que se habían



quedado en Izzy se habían comprometido a


seguir el plan de Doob, la labor de su vida: el


Gran Viaje. O estabas a bordo de la Endurance,


atrapado y a la vez protegido por su masa, o no lo





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estabas. Si lo estabas, no había forma de salir. Si


no lo estabas, tenías que encontrar la forma de


sobrevivir como parte del Enjambre, lo que


implicaba pasar a una órbita diferente y seguir un



plan incompatible, a efectos de la mecánica


orbital, con el Gran Viaje. Cuando las órbitas se


hubiesen separado, la única forma efectiva de


volver a conectar era producir una delta‐uve


enorme, lo que implicaba gastar una enorme


cantidad de agua que jamás se recuperaría.


Menos agua implicaba menos protección ante una



eyección de masa coronal, producción limitada de


comida y maniobras torpes ante la aproximación


de una roca. Lograr que todo un Enjambre se


pusiese de acuerdo en ese plan era imposible; y


podría haber sido una mala idea, ya que la


Endurance no podía dar cobijo a muchos


refugiados. Todo el plan dependía de la


capacidad de la nave para absorber impactos


importantes de bólidos sin sufrir daños graves.



Todos los arquetes que la siguiesen de cerca


acabarían muertos. Por tanto, la Ruptura había


sido irrevocable desde el punto de vista de la


física, incluso si los dos grupos querían volver a


juntarse.







973

Pero parecía que lo que quedaba del Enjambre


había estado observando la Endurance. Esperaban


su momento, aguardaban para comprobar si


ganaba.




La tal Aïda debía de darse cuenta de cuál era



el plan de Doob. Seguro que comprendía lo que


estaba en juego. Si los restos del Enjambre volvían


a la Endurance en los diez próximos días, antes de


que la nave desapareciese en el torbellino de la


nube, tendrían la esperanza de llegar a la


seguridad relativa de Hoyuelo. De lo contrario,


estarían condenados a dar vueltas a la Tierra



siguiendo una órbita relativamente limpia y


segura mientras la población y el suministro de


agua se consumían.




Doob entró flotando en el Martillo. Había


otras tres personas: Bo, Steve Lake y Michael


Park, un antiguo arquino, un coreano‐canadiense


gay de Vancouver que había dado con seis formas


diferentes de ser indispensable.




—Aïda Ferrari, según los archivos —dijo Bo


antes de que le preguntase—. Líder de la facción


contraria a J. B. F. Da la impresión de que J. B. F.


ha perdido.






974

Steve parecía estar ocupado. Era agradable


verlo activo. Sufría un trastorno intestinal


permanente, un desequilibrio de la flora


bacteriana del aparato digestivo. Había



conservado las rastas, que ya eran más grandes


que él. Debía de pesar menos de cincuenta kilos;


pero sus dedos todavía volaban sobre las teclas


del portátil.




Bo ya había vuelto a concentrarse en la tarea


de pilotar la nave, pero Michael le explicó:




—Steve está activando una conexión de vídeo.


Hace años que nadie lo hace.




Quería decir que nadie lo había hecho


recientemente empleando las antiguas radios de


banda S que se empleaban para la comunicación a


mucha distancia entre vehículos espaciales. Por



supuesto, en la red de comunicación de corto


alcance que los arcatectos habían montado para


mantener el Arca Nube unida, había conexiones


de vídeo continuamente a través de Scape. Pero


dependiendo de la posición en su órbita, los


restos del Enjambre podían estar a cientos de


miles de kilómetros de la Endurance, muy lejos del


alcance de la red, por lo que tenían que emplear la






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tecnología anterior a internet, la misma que los


astronautas del Apolo habían usado para mandar


la señal de televisión desde la Luna.




Finalmente Steve lo logró y recibieron una


imagen completa de la cara, algo pixelada, de una



mujer de ojos oscuros con rasgos delicados y


rapada al cero unas semanas antes sin que nadie


se hubiese ocupado de aquel pelo desde entonces.




Cuando Steve le hizo el favor de lanzar la


imagen a la gran pantalla donde poder verla,


Doob apreció las señales evidentes de


malnutrición que presentaba toda la tripulación


de la Endurance. Lo sorprendió un poco. Se habían


atormentado imaginando que el Enjambre era



agricultura por todas partes; pero quizá tuviesen


poca agua. La mujer miraba hacia abajo, es decir,


como comprendieron todos, se concentraba en la


pantalla de una tableta situada debajo de la


cámara. Cuando se dio cuenta de que se había


establecido la conexión, levantó la barbilla y


pareció mirar directamente al Martillo con un par


de enormes ojos oscuros. La baja calidad del


vídeo hacía que los ojos pareciesen totalmente



negros, sin distinción entre iris y pupila, y la


inanición los había dotado de una especie de



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resplandor cálido.




—Soy Aïda —dijo la mujer para presentarse—


. Lo veo, doctor Harris. —Iba a sonreír,


ofreciéndoles una imagen fugaz de dientes en mal


estado, pero se lo pensó mejor.




Sus ojos miraron un momento a algo o alguien


fuera del encuadre de la cámara y luego de nuevo



a ellos. Levantó la tableta más cerca de la cámara


para poder mirar la imagen de la Endurance. La


mano pasó rápidamente delante de la lente y


pudieron entrever uñas rotas y sucias, los puños


de la ropa gastados y el roto de una manga. Un


murmullo de fondo daba a entender que había


más personas en ese arquete. Estaba en gravedad



cero, por lo que no formaba parte de un bolo. Sus


ojos examinaban la imagen de la tableta,


intentando entender lo que veía. El Martillo no


existía en el momento de la Ruptura, por lo que


para ella era algo nuevo.




—Steve Lake —murmuró al reconocerlo.




—Bo —saludó Bo.




—Michael —se presentó Michael.




—¿Quién está al mando? —preguntó Aïda—.




977

¿Ivy…?




—Ivy sigue con vida y sigue siendo la


comandante como establece la Constitución del


Arca Nube —dijo Doob—. Pero este no es su


turno. Podemos despertarla si necesitas hablar



urgentemente con ella.



—No. No es necesario —dijo Aïda, reculando



un poco y entrecerrando algo los ojos. La


distancia que la separaba de la Endurance


introducía un retraso en el vídeo que hacía que la


conversación fuese entrecortada.




—¿Cuántos tenéis? —preguntó Doob.




—Once.




A Doob, que estaba acostumbrado por su


profesión a tratar con números enormes, le costó


procesar uno tan pequeño. Once. Diez más uno.




Se le ocurrió una idea.




—¿Quieres decir arquetes? —Eso mejoraría


las cosas, quizá unas cien personas.




Aïda adoptó una expresión de diversión.




—¡Ah, no!, arquetes tenemos muchos más.


Nos quedan veintiséis.



978

—Ah, entonces ¿qué son los once?




—Personas —contestó Aïda.




—Aïda —dijo Bo—, por dejarlo claro; por no


equivocarnos. Hablas de todo el Enjambre. Y


dices que en todo el Enjambre hay once


supervivientes.




—Sí. Más uno…




—¿Un qué?




La mirada en el rostro de Aïda era de


diversión. Apartó la vista. Casi pareció poner los


ojos en blanco. Doob recordó, no por primera vez,


que los arquinos al llegar eran adolescentes.




—Es complicado. Digamos que hay uno más



que bien podría estar muerto.



Los del Martillo no eran capaces todavía de



procesar la información. A Michael se le ocurrió


algo.




—Sabemos que el Enjambre se dividió en dos


facciones. Una comandada por J. B. F. ¿Tú


formabas parte de la oposición?




—Sí —Aïda se rio. Una vez más, Doob


recordó a una adolescente que finge hablar con



979

padres que no se enteran de nada de cosas que de


todas formas no podrían comprender.




Michael, algo desconcertado, continuó


hablando entrecortadamente:




—Y por tanto, cuando dices que hay once…


más uno que, entiendo, está muy mal… ¿te


refieres a la facción anti‐J. B. F.?




—Perdieron hace mucho tiempo. Meses.




—¿Quieres decir que hubo algún tipo de


conflicto? ¿Una guerra? —preguntó Doob.




Aïda se encogió de hombros.




—Hubo peleas. —No le parecía importante—.


Podéis llamarlo guerra si queréis. Más bien



trifulcas. La verdadera batalla fue en internet. Los


medios de comunicación.




Silencio. Aïda esperó a que le respondiesen.


Al ver que no lo hacían, se encogió de hombros y


continuó:




—¿Qué íbamos a hacer? ¿Estrellar los


arquetes? ¡No hay forma de ejercer violencia de


verdad en este entorno! Así que tuvimos una


guerra de palabras. —Sostuvo las manos delante,





980

imitando bocas, una frente a la otra, los pulgares


que hacían de mandíbulas moviéndose de arriba


abajo—. Ya sabéis, intentando convencer a otros


para que se uniesen a nuestro bando. Intentando



que el otro bando quedase mal. Como siempre ha


pasado en internet. —Se rio, se puso una mano en


la mejilla y se frotó el ojo—. A ver, es todo muy


complicado y no puedo explicarlo ahora mismo…


cómo pasó todo.




—Pero dices que la facción de J. B. F. perdió


—dijo Michael. De todos los presentes en el


Martillo, él parecía el más decidido a sostener la



idea de que todo aquello tenía una explicación


lógica y racional.




—Ella y Tav, sí.



—Con lo que quieres decir que los



derrotasteis con palabras. Ideas. Una campaña


social.




—Fuimos más persuasivos —dijo Aïda—. Yo


fui más persuasiva. Arquete a arquete. Fueron


pasando a nuestro bando. El Arquete Blanco


aguantó un tiempo. Luego se rindió.




—¿Qué fue de ellos?






981

—J. B. F. está bien. Tav, no tan bien.




—A él te referías. El doce que bien podría


estar muerto.




—Me temo que sí.




—Por tanto, volviendo a la pregunta anterior


—dijo Doob—. La cifra que nos das es para todo


el Enjambre. Las dos facciones.




Aïda, que parecía comprender al fin lo que le


preguntaban, se sentó más recta y adoptó una


expresión seria.




—Sí. No hay más supervivientes. De los


ochocientos, quedan once.




Un largo silencio mientras los cuatro



presentes en el Martillo aceptaban la idea. Todos


habían temido que las cosas estuviesen muy mal


en el Enjambre, pero era mucho peor de lo que


habían pensado.




Al final, Doob levantó las manos delante de él,


con las palmas hacia arriba, y se encogió de


hombros.




—¿Qué sucedió?




—Los cultivos fallaron por completo. —Aïda



982

giró la cabeza y durante un momento miró fuera


del encuadre—. Es decir, podría contar muchas


cosas, pero en esencia esa fue la clave. Entre las


EMC, las plagas de las algas, la falta de agua…



muy pocos arquetes siguen produciendo comida.




—¿De qué os habéis estado alimentando?



Aïda movió deprisa la cabeza, como si la



pregunta la hubiese tomado por sorpresa, y miró


inquisitivamente a la cámara.




—De los demás. Quiero decir, de los muertos.




Un largo silencio que Doob, Bo, Michael y


Steve aprovecharon para mirarse.




Lo más horrible era que ellos habían


contemplado muchas veces hacer lo mismo. Cada


cadáver congelado que habían lanzado al espacio


era una enorme acumulación de proteínas y


nutrientes que, desde cierto punto de vista, podía


hacerle la boca agua a cualquiera.




Como si le leyera los pensamientos, Aïda


preguntó:




—¿Y vosotros?




—¿Quieres decir si nos hemos dedicado a





983

comer personas muertas? No —aseguró Doob.




—Empezó Tav —dijo Aïda—. Se comió su


propia pierna. Canibalismo blando, lo llamaba.


Las piernas no sirven de nada en el espacio. Lo


puso en su blog. Fue viral.




Nadie pudo responder. Tras un segundo,


Aïda siguió hablando.




—Pero la Endurance está muy bien provista de


material y demás. Agua de sobra. No lo habríais



hecho.




—No, no lo hemos hecho —dijo Doob. Por el


lenguaje corporal de los otros tres sabía que en


ese momento estaban demasiado conmocionados


como para dejarlos hablar.




—En cuanto a nosotros —dijo Aïda—,


también debéis saber que hemos conservado los


suministros. Incluso cuando la gente moría y


perdíamos arquetes. Hemos trasladado lo que


teníamos a los arquetes supervivientes. Nuestros



veintiséis arquetes están bien provistos.




—De todo excepto de comida —dijo Doob.



—Sí.







984

—¿Tenéis agua suficiente para igualar nuestra


trayectoria?




—Sí —dijo Aïda. Era una joven hermosa,


pensó Doob, con una intensidad que ayudaba a


explicar su éxito en la campaña contra Tav y J. B.



F.—. Hemos realizado todos los cálculos. Si


expulsamos masa y metemos todo lo que tenemos


en una héptada, podremos encontrarnos más o


menos durante vuestro próximo apogeo; pero


necesitamos conocer vuestros parames exactos.




—Analizaremos vuestra propuesta —dijo


Doob— y realizaremos los preparativos que sean


necesarios. —Miró a Steve Lake, que cortó la


conexión justo cuando Aïda iba a hablar.




SE SENTARON EN LA BANANA y lo


analizaron, como si de verdad hubiese algo que



analizar. Todos dejaron claro su conmoción y el


desagrado por el estado al que había quedado


reducido el Enjambre. A Luisa todo le sonó a


huero. Al final habló. Eso era lo que hacía Luisa.


Eso esperaban de ella. Dependían de ella.




—Murieron siete mil millones. Comparado


con eso, esto no es nada. Y Dios sabe que todos


hemos pensado en comernos a los muertos, así




985

que no finjamos estar estupefactos por que ellos lo


hiciesen. La verdadera razón para sentirnos


conmocionados es que nuestras esperanzas se han


hundido. Creíamos que en el Enjambre había



cientos de personas en perfecto estado de salud,


mucha comida, mucha buena compañía. Vale,


racionalmente sabíamos que no sería así, pero lo


esperábamos. Ahora sabemos que son once


carroñeros. ¿Y vamos a dejarlos morir? No.


Vamos a hacerles sitio y también a esa héptada


llena de las escasas vitaminas.




—Esa Aïda me da mucho miedo —dijo


Michael Park.




Luisa suspiró.




—Voy a lanzar la idea de que tienes mucho


miedo porque te preguntas, en algún lugar de tu



cabeza, si podrías convertirte en Aïda si tuvieses


suficiente hambre.




—Aun así… dejarla subir a la Endurance.




—Y también a J. B. F. —añadió Tekla. Ella y


Moira estaban sentadas juntas, como siempre,


cogidas de la mano, los dedos entrelazados.




—Esperaba no tener que volver a ver a Julia




986

en mi vida —dijo Camila—. Sé que es egoísta y


mezquino por mi parte, pero…




—Comprendo todos vuestros recelos —dijo


Ivy—, porque los comparto. Ahora la duda es si


esos recelos van a influir en nuestra decisión. ¿De



verdad vamos a permitir que un tercio de la


especie humana muera porque Aïda nos inquieta


y odiamos a J. B. F.? Evidentemente no. Por tanto,


les transmitimos los parames y el plan de


ignición. Y durante el resto de esta órbita nos


preparamos para alojar algunos arquetes nuevos.




EFECTIVAMENTE, ESTUVIERON muy


ocupados el resto de la órbita, hasta el punto de


que para poder aumentar el consumo de calorías



sacaron raciones guardadas, con las que les


dieron combustible al cerebro y al cuerpo. Pero


hubo una pausa en medio de ese trabajo de diez


días. Dinah e Ivy, sin hablarlo, decidiron pasarla


en lo que Doob había bautizado como Cápsula


Crédula y que ahora llamaban Kupol.




Tras la Ruptura, cuando Rhys rediseñó Izzy y


la Ymir en forma de una única escultura de metal


y agua, había trasladado ese módulo a un lugar


diferente del Rimero y luego había permitido que






987

el hielo vivo fluyese a su alrededor, rodeando


completamente su hemisferio interno. Más tarde


le construyeron una cubierta que protegía parte


del mirador. Sobresalía del lateral de la Endurance



como si fuese un ojo y ofrecía un lugar al que ir


cuando querían mirar al universo. Por tanto, no


tenía ninguna función desde el punto de vista de


la ingeniería. De hecho, era una debilidad, porque


de vez en cuando recibía el impacto de pequeñas


rocas, perdía la presión y había que repararla. Allí


se recibía el impacto directo de la radiación



cósmica, por lo que estaba prohibido ir cuando


atravesaban los cinturones de Van Allen, lo que


sucedía a menudo. Pero aun así a la gente le


encantaba y seguían arreglándolo cuando se


rompía. Allí ibas cuando buscabas soledad o


cuando querías compartir un momento especial


con otra persona. Como diseñador, había sido una


de las mejores decisiones de Rhys. Dinah le daba


las gracias en silencio siempre que lo usaba. Tras



la Lluvia Sólida, el nombre que le había dado


Doob sonaba un poco de mal gusto, así que


durante un tiempo la gente lo llamó el Domo.


Pero dom tenía en ruso un significado diferente,


por lo que había acabado siendo la Cúpula, o el


Kupol, cuyos significados en las dos lenguas no



988

eran tan diferentes. En ruso tenía además cierta


vaga connotación religiosa, por su relación con las


catedrales.




Durante la pausa, Ivy y Dinah no tenían que


preocuparse de los rayos cósmicos, porque lo



habían arreglado de forma que el Kupol se


encontrase en el lado nadir de la Endurance,


mirando a la Tierra. Y la Tierra estaba tan cerca


que ocupaba todo el campo de visión. Por muy


inútil que fuese el planeta en lo que a mantener la


vida se refería, seguía siendo un material de


absorción muy eficiente de los rayos cósmicos.



Nada lo atravesaba, a menos que fuese otro


misterioso Agente que pudiese horadar todo un


planeta y seguir avanzando. Por tanto, Dinah e


Ivy flotaban en medio de la esfera, con los brazos


unidos para no alejarse, y bebían bourbon de unas


bolsas de plástico. Miraban su antiguo planeta


por última vez. En los seis años que llevaban


dando vueltas alrededor del mundo, se habían


acostumbrado al ángulo que el plano de la órbita



de Izzy mantenía con el ecuador y las vistas que


les ofrecía de las latitudes superiores. Sin


embargo, como resultado de los cambios que


habían ejecutado en el plano de la órbita de la





989

Endurance, estaban confinadas en un cinturón


alrededor de los trópicos.




No es que importase demasiado, teniendo en


cuenta el estado de la Tierra. El cielo seguía en


llamas, marcado por las incandescencias azules y



blancas de la Lluvia Sólida. El suelo, allí donde


podían ver a través del humo y el vapor, era un


machacado terreno de lava que fluía lentamente:


en parte producida por grandes impactos


meteóricos recientes, en parte saliendo de la


corteza por las fracturas de la Tierra. El mar


estaba oscuro como la noche, cubierto de niebla



por el día, con las costas casi imposibles de ver,


pero claramente más hundidas que antes. Florida


se acercaba a los Cayos, pero los bólidos la


recortaban y la fragmentaban, y los tsunamis le


pasaban por encima. Un año y medio antes, una


enorme roca había roto la tapa del supervolcán


largo tiempo dormido de Yellowstone. Desde


entonces había estado cubriendo de ceniza casi


toda Norteamérica. Los destellos de luz amarilla



en el extremo norte de lo que podían ver daban a


entender que el flujo de magma era enorme. Un


hábito suprimido hacía mucho tiempo hizo, por


absurdo que fuese, que Dinah pensara en ir a





990

encender la radio por si Rufus estaba


transmitiendo. La idea la hizo llorar, lo que a su


vez hizo llorar a Ivy, por lo que pasaron la mitad


de la pausa, desde el perigeo en adelante,



mirando a la Tierra por entre el agua. La verdad


es que no cambiaba mucho lo que veían. Pero


Dinah intentó conservar el recuerdo lo mejor que


pudo. Pasarían miles de años antes de que los


humanos volviesen a ver la Tierra desde tan


cerca.




El planeta ardiendo comenzó a alejarse. A


partir de ese momento no haría más que



reducirse. Tenían que volver al trabajo. Pero les


resultó difícil soltarse. En tiempos remotos, antes


de Cero, habían hablado con sinceridad sobre lo


que compartían: el miedo secreto a no estar


realmente cualificadas para ejecutar la misión


para la que las habían enviado, con gran gasto


para los contribuyentes, al espacio. Por supuesto,


hacía tiempo que esos temores habían


desaparecido, o puede que los hubieran superado



otros temores todavía mayores; pero desde el


mismo comienzo del proyecto Arca Nube, y


especialmente desde que tomaron la decisión


irrevocable de construir la Endurance y ejecutar el





991

Gran Viaje, habían regresado con frecuencia de


una forma más poderosa y temible. ¿Y si lo


estaban haciendo todo mal? Apenas podían


recordar la enorme civilización que se había



extendido por el planeta que tenían debajo y


resultaba doloroso el contraste entre lo que había


sido y el residuo orbital que quedaba. La chapuza


sucia y cansada que era la Endurance avergonzaba


a toda la especie humana. ¿De verdad no podían


haberlo hecho mejor? Tras un viaje de tres años —


tres años que habían sido una espiral imparable



de declive salpicada de catástrofes— todo se


reducía a una maniobra que se ejecutaría al cabo


de cinco días. Cuanto más lo pensaban más


desesperada parecía.




Si salía mal, sería culpa de ellas más que de


nadie.




Claro que no quedaría nadie para acusarlas.




Pasaban con frecuencia por esas crisis de


confianza, pero, por lo general, no


simultáneamente, por lo que una podía ayudar a


la otra. En ese instante lo sentían ambas a la vez y,


por tanto, tenían que superarla a la vez.




Dinah pensaba en el último mensaje de Rufus:




992

ADIÓS CARIÑO HAZ QUE NOS SINTAMOS


ORGULLOSOS




—Vale —dijo—. Venga, cariño. Vamos a


trabajar.




EL TRABAJO LES DABA LA


OPORTUNIDAD de hacer, durante la órbita final


del Gran Viaje, algo más que preocuparse de lo



que pasaría. El enorme encendido que ejecutarían


en el apogeo, combinando un cambio final de


plano con una aceleración para ocupar el «carril


rápido», donde Hoyuelo daba vueltas al mundo


como un rodamiento en una rueda, contenía


tantos detalles inconmensurables dejados al azar


que resultaba imposible hacer pronósticos. Pero el



detalle nuevo era que, como iban a pasar a una


oleada de rocas que se movían más rápidas que


ellos, las rocas vendrían por detrás, donde Amaltea


no podría protegerlos.




Al principio de la misión, Doob había soñado


con reconfigurar la Endurance en el último minuto


y trasladar todo lo vulnerable al otro lado del


asteroide. Con la gente que tenían entonces


hubiera sido posible; en aquel momento,


reducidos a una tripulación de veintiocho






993

personas hambrientas, no había forma. Fue


necesario que se empelaran todos en hacer sitio


para la gente que llegaría del Enjambre en la


héptada. Atracarían en medio del Rimero, se



fijarían con unos cables, con la esperanza de que


siguiese fijo durante las maniobras posteriores. La


escotilla quedaría cerrada. Los once miembros del


grupo de Aïda se quedarían en sus arquetes hasta


que todo pasase. La justificación era que allí


estarían seguros. La verdadera razón es que nadie


quería caníbales en el espacio compartido de la



Endurance.




El gran proyecto de Dinah, y del pequeño


grupo de jinetes de robots que solía trabajar con


ella, era prepararse para soltar Amaltea.




La idea resultaba casi impensable. Sin


embargo, llevaban mucho tiempo planeándolo.


Las maniobras finales de la Endurance tendrían


que ejecutarse con rapidez, destreza y en un


entorno en el que las rocas tendían a ser mucho


mayores que las de la Lluvia Sólida. En cierto


sentido, los peñascos de allá arriba eran los


progenitores de los diminutos fragmentos que



habían destruido la superficie de la Tierra. Cada


vez que chocaban dos de ellos, desde el punto del



994

impacto saltaban las lascas, de las cuales una


fracción acababa cayendo en la atmósfera de la


Tierra. La Lluvia Sólida continuaría hasta que


todos esos trozos hubiesen quedado reducidos a



arena y se organizasen en un ordenado sistema de


anillos. En cualquier caso, la capacidad de


Amaltea para proteger la Endurance de los


impactos de rocas del tamaño de una pelota de


béisbol, y hasta de baloncesto, no interesaba


mucho en un lugar donde una piedra del tamaño


de Irlanda sería de lo más normal. La nave al



completo, con Amaltea incluida, sería un insecto


en el parabrisas de algo de ese tamaño. La única


forma de permanecer con vida, una vez que


hubiesen pasado a la corriente de la nube


principal de restos, era maniobrar por entre las


grandes rocas con la esperanza de no recibir


demasiados impactos pequeños mientras


perseguían a Hoyuelo. Y esas maniobras serían


imposibles mientras estuviesen pegados a



Amaltea, que pesaba cien veces más que el resto


de la Endurance.




Además de Amaltea, la Endurance todavía


cargaba con una masa considerable de hielo. Era


una fracción importante del peso de Amaltea.





995

Pero podían usarlo de combustible y Amaltea no


servía para eso. La idea básica era descomponer


casi todo el hielo en hidrógeno y oxígeno para


usarlo en la aceleración final en el apogeo.



Durante unos frenéticos minutos, la Endurance


gastaría casi toda su masa de agua usándola de


propelente. Entre eso y soltar Amaltea, en unas


horas su peso total se reduciría a casi nada.


Después, la Endurance sí que sería como un


pequeño insecto moviéndose por entre un tráfico


denso, esquivando grandes rocas y recibiendo el



impacto de las pequeñas hasta llegar a Hoyuelo.




En cualquier caso, hacía tiempo que lo habían


tenido en cuenta. Dinah y el resto de los


miembros supervivientes de la Colonia Minera


habían empleado tres años en rehacer Amaltea


desde dentro. Visto desde delante, el asteroide


parecía ser el mismo de siempre. Sin embargo, lo


habían tallado por dentro sistemáticamente casi


en su totalidad. En cierto sentido, el proceso se


había iniciado en Día 14, cuando Dinah mandó



uno de los Garros a excavar un nicho en el que


almacenar los elementos electrónicos. Desde


entonces había avanzado de forma irregular.


Había desplazado mucho metal para hacer sitio al





996

equipo genético de Moira Crewe, que en cierto


sentido era la razón de ser de todo lo que habían


hecho durante los últimos tres años. Cuando el


material estuvo seguro, se pusieron a adecentar el



asteroide, ampliando los espacios protegidos,


tirando paredes y uniéndolas para formar en la


parte posterior de Amaltea una cápsula cilíndrica:


el Martillo, que debía su nombre a la forma en


que se situaba de través sobre el Rimero.




Gracias al considerable y delicado trabajo que


los robots habían realizado en los dos últimos


años, el Martillo estaba separado del resto de



Amaltea —el noventa y nueve por ciento del


volumen y de la masa del asteroide— por medio


de unas paredes de hierro y níquel que apenas


tenían el espesor de una mano plana. Todavía


seguían siendo muy gruesas para lo que era


habitual en la arquitectura espacial: más que


suficiente para resistir la presión atmosférica y


detener bólidos pequeños. Pero las decenas de


metros de metal añadido que había al otro lado de



las paredes estaban físicamente separadas de las


paredes de una mano de espesor, y podían


apartarlas usando aire comprimido.




O, más bien, teniendo en cuenta la disparidad



997

de masas, sería la Endurance la que se alejaría


empujada hacia atrás. La mayor parte de Amaltea


seguiría donde estaba, y la radicalmente aligerada


Endurance retrocedería, un poco como un



saltamontes que salta de una bola de bolos.




Cuando llegase el momento, tendrían que


retirar, usando cargas de demolición, las


conexiones estructurales que todavía quedaban.


Una de las tareas de Dinah durante la última


vuelta, al elevarse del pozo gravitatorio de la


Tierra para ir al encuentro de Hoyuelo, sería salir


con un traje espacial y revisar las cargas, para



asegurarse de que estaban donde debían y bien


conectadas. De los que quedaban, ella era la única


que sabía lo suficiente de explosivos y, por tanto,


era la única que podía asegurarse. Otra de esas


obligaciones que hace seis años la hubiesen


paralizado de miedo y que en aquel momento


parecían rutinarias.




—SÉ QUE NO NECESITAMOS MÁS malas


noticias —anunció Doob al veinticinco por ciento


de la especie humana sentada alrededor de la


mesa de reuniones de la Banana—, pero aquí hay



un poco para todos.







998

Nadie dijo nada. A aquellas alturas ya no les


impresionaba nada.




Faltaban cuarenta y ocho horas para el


apogeo, el encendido final, tirar de Amaltea, la


carrera hacia Hoyuelo. Si podían creer la



transmisión de Aïda de media hora antes, los


restos del Enjambre se encontrarían con ellos


antes de que sucediese todo eso.




—Venga, cuenta —dijo Ivy.




—He estado vigilando una mancha solar —


dijo Doob—. Parece muy enojada. Hace veinte


minutos lanzó una llamarada enorme. No la


mayor que hayamos visto, pero sí muy grande.




—¿Así que esperamos una EMC? —preguntó


Ivy.




—Sí. Dentro de entre uno y tres días. En


cuanto tenga más datos daré una estimación


mejor.




Lo pensaron. Hasta hacía poco, las eyecciones


de masa coronal no les habían importado



demasiado, salvo para preguntarse cómo les iría a


los del Enjambre. En cuanto a los pocos que


habían partido en la Esperanza Roja, se daba por




999

supuesto que cualquiera de los peligros y


calamidades que había provocado tantas muertes


en el Enjambre los habría eliminado hacía tiempo.


En el caso de la tripulación de la Endurance,



Amaltea y el hielo ofrecían protección de sobra.


Incluso las paredes comparativamente delgadas


del Martillo protegerían a cualquiera que


estuviese dentro del tipo de radiación que los


rodearía en el caso de una EMC. Pero la Endurance


se había quedado con los flancos expuestos. Los


Garros se habían ocupado de llevarse el resto del



hielo a los separadores que fabricaban el


combustible de cohete. Ahora almacenaban los


gases criogénicos allí donde podían,


bombeándolo a los cascos de arquetes vacíos y en


módulos sin usar. Había partes del Rimero que


veían por primera vez la luz del día desde la


Ruptura.




—Afectará a las operaciones —concluyó Ivy—


. Pero lo de la EMC lo tenemos bien practicado.


Tomad amifostina y no salgáis en paseos



espaciales. Deberíamos organizarlo de forma que


podamos tener en el Martillo a todo el personal


no esencial. Algunos tendremos que estar en otros


puntos, pero prepararemos refugios para la





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