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Published by snullbug20, 2019-02-03 14:46:41

Seveneves -Neal Stephenson

decepcionado por igual, Doob se quedó en tierra


firme, muy cerca de volar al espacio. Tavistock


Prowse fue a informar sobre el lanzamiento.


Llegó equipado con todo tipo de artefactos



electrónicos, que en su momento parecían muy


sofisticados. Se colocó en medio de la estepa,


mirando a Doob y al cohete, lo enfocó con la


cámara y transmitió la narración de Doob


mientras el gigantesco vehículo encendía los


motores y partía hacia el espacio.




Más que cualquier otra cosa, aquella imagen


convirtió al doctor Harris en Doc Dubois y lanzó



su carrera. También provocó que, a los pocos días,


su mujer le pidiera el divorcio. La lista de quejas


sobre su esposo era bastante larga, muchas de


ellas antiguas y algunas que apenas sabía


expresar con palabras, y, de alguna forma, se


habían combinado todas y habían cristalizado


cuando, tras ignorar casi totalmente sus


responsabilidades como esposo y padre durante


varias semanas mientras se preparaba para el



viaje al espacio, en el momento del lanzamiento


no estaba en un lugar seguro con sus hijos, sino


en el exterior, peligrosamente cerca del cohete,


con su amiguito Tav, ganándose el favor de





251

millones de seguidores con sus comentarios


hilarantes y emocionados.




Desde entonces, de una forma u otra, Doob no


había dejado de pagar. En parte en el sentido


negativo de sufrir castigos adecuados por sus



pecados, pero también en el sentido más positivo


de estar con sus hijos cuando le era posible. Esto


se había vuelto más complicado al graduarse en la


universidad y entrar en el mundo. Ahora que


todos habían recibido una sentencia de muerte, lo


intentaba más que nunca.




En A+0.73, Doob voló a Seattle, alquiló un


monovolumen y condujo hasta el campus de la


Universidad de Washington. Por el camino paró



en un par de tiendas de deportes para comprar


equipo de acampada, un material que estaba muy


caro. La gente se había puesto a acumular esas


cosas preparándose para el colapso de la


civilización. Pero solo unos pocos; la mayoría


comprendía que cuando comenzase la Lluvia


Sólida, tendría poco sentido huir a las montañas.


Era difícil conseguir comida liofilizada y hornillos


de acampada, pero todavía había sacos de dormir



de tela y tiendas de campaña chulas.







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Henry estaba en primero de informática y


vivía en una casa alquilada con amigos cerca del


campus, el típico bungaló cutre de Seattle medio


devorado por los arbustos y la hiedra.




En cierta forma, ya no tenía sentido describir a



alguien como alumno de un curso determinado


de un programa educativo, pero la gente seguía


pensando en esos términos, un poco como quien


diagnosticado de una enfermedad terminal se


levanta por las mañanas para ir a trabajar. No se


trataba tanto de mantener las costumbres como


de, sabiendo el destino que los esperaba, querer


reafirmar la identidad.




Se sintió tentado de aparcar el monovolumen



en una zona prohibida, ya que, según sus


cálculos, era poco probable que fuesen a dar con


él y a exigirle que pagara antes del fin del mundo,


pero parecía que la mayoría de la gente de Seattle


seguía obedeciendo las reglas y él también lo


hizo.




Encontró a Henry, con sus cuatro compañeros


y cinco estudiantes más, todos en la planta baja


del bungaló. Mantenían a raya el frío de enero con


el calor emitido por sus cuerpos y el calorcillo que






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surgía de un amasijo de ordenadores, portátiles y


routers. Un censo rápido de las cajas de pizza


vacías sugería que llevaban toda la noche


trabajando.




—Te lo explicaré por el camino —le había



prometido Henry cuando la noche antes le había


preguntado por teléfono a qué se dedicaba.


Aquella mañana, aparte de levantarse de su sillón


reclinable, darle un abrazo y decir «te quiero», no


expresó más.




Todo padre de adolescente se acostumbra a


esa situación: el momento de la vida del hijo en


que te dice, sea chico o chica, que ciertos hechos


son demasiado complicados para explicarlos a su



padre o a su madre. Los padres no podían, ni


necesitaban, saber todos los pequeños detalles.


Debían aceptar ese hecho, darse por satisfechos


con lo que pudiesen deducir por sí mismos y


seguir con sus vidas. Henry, por supuesto, había


superado ese velo hacía unos años. Doob se había


tragado su orgullo y lo había aceptado como


hacía todo padre. Formaba parte del proceso de


crecimiento; pero en aquella época los temas



carecían totalmente de interés: el tamaño de la


colección que tenía Henry de cartas de Magic: The



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Gathering, la tabla de levantamiento de pesas que


le había asignado el entrenador de fútbol


americano y quién estaba enamorado de quién en


el instituto. Para Doob era fácil hacer como que no



le interesaban.




Lo que veía en aquella sala sobre el hombro


de los alumnos parecía bastante más interesante.


Y eso, en cierta forma, le dolía.




Por supuesto, todos ellos sabían que Henry


era hijo del famoso Doc Dubois. Aunque


intentaron no demostrar que estaban


impresionados, todos aprovecharon la


oportunidad de darle la mano y decirle hola.


Mientras charlaba con ellos, los ojos de Doob se



desviaban a lo que había pegado con cinta


adhesiva a las paredes: impresiones de dibujos


CAD, horarios, diagramas de Gantt, mapas. Era


evidente que estaban con un trabajo de ingeniería,


pero no podía deducir de qué se trataba en


concreto. Sobre la mesa de la cocina una


impresora 3D marca MakerBot producía una


pequeña pieza de plástico, bajo la atenta mirada


de una joven que hablaba por teléfono en una



combinación de inglés y mandarín.







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El bip bip bip de una alarma de vehículo


marcha atrás, que cada vez sonaba más fuerte,


interrumpió la conversación. Alguien abrió la


puerta principal, dejando pasar un soplo de aire



frío y húmedo del Pacífico, y se vio un camión de


mudanzas Ryder entrando marcha atrás en el


jardín, directamente hacia la puerta principal. Un


instinto todavía vivo en la cabeza de Doob le hizo


mirar contrariado las marcas de barro que dejaba


sobre el césped; estuvo a punto de reprobarles a


aquellos jóvenes irresponsables el daño



irreparable que le causaban a la hierba… hierba


que en dos años no sería más que una fina


mancha de carbón sobre una masa sin vida de


arcilla endurecida; eso si no recibía un impacto


directo y se convertía en parte de un cráter


vitrificado.




El camión no se detuvo a tiempo y destrozó


un pasamanos de madera junto a los escalones de


la entrada principal.




Todos rieron. La risa poseía un tono curioso,


una mezcla de deleite infantil teñido de algo más


tenebroso, el conocimiento de que lo que se



avecinaba iba a ser mucho peor.







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Aquellos chicos estaban adaptándose mucho


mejor que él.




No tenía ni idea de qué estaba pasando, pero


parecía consistir en echarlo todo a la parte


posterior del camión. Estuvo un rato de pie con



las manos en los bolsillos, porque no sabía qué se


quedaba y qué se iba. En cuanto metieron el sofá


le quedó claro que abandonaban la casa. Se puso


a ayudar. Llegó un momento en que el camión


estaba lleno, así que se dedicaron a sacar cosas de


él para meterlas de forma más ordenada. Doob al


fin encontró su sitio, en el papel de viejo



ingenioso muy habilidoso apilando cosas, así que


se dedicó a indicar la forma de usar el espacio con


más eficiencia.




Al final alguien se fue a buscar otro camión.


Por lo visto, la agencia de alquiler se los dejaba


gratis. Algunos jornaleros salieron a la calle desde


un centro de bricolaje y los ayudaron a cargar. El


mercado de las chapuzas caseras estaba


colapsado. Doob vio rastros de Amelia en sus


caras y se preguntó cuándo habían oído por


primera vez la noticia.




Seis de los chicos se metieron con sus






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ordenadores, ropa y tantas herramientas como


tenían o podían pedir prestadas en el


monovolumen que Doob había alquilado en el


aeropuerto. En la vaca ataron algunas bicicletas y



algo de material de acampada. Doob no tenía ni


idea de adónde iban ni para qué, pero daba la


impresión de que planeaban levantar una nueva


civilización a base de lona azul y abrazaderas de


plástico.




ACABARON EN UN ATASCO de veinte


minutos, saliendo en dirección este como a las dos


de la tarde. En aquella época del año, en la alta



latitud de Seattle, les quedaban dos horas de luz


solar.




La mayoría de ellos se quedaron dormidos de


inmediato. Henry, en el asiento del copiloto, hizo


un intento conmovedor por permanecer


despierto, pero al final también se durmió. Era un


buen chico y Doob sabía que se disculparía en


cuanto despertase. Pero Henry no era padre, y no


comprendía que cuando lo eres, pocas cosas


resultan más satisfactorias que ver dormir a tu


hijo. Así que Doob, sintiéndose todo lo satisfecho



que era humanamente posible dadas las


circunstancias, condujo en dirección a las



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montañas, ya anocheciendo, con un


monovolumen lleno de pasajeros dormidos. Poco


a poco la caravana se disolvió en el tráfico


general. La mayor parte de los coches se perdió



en las salidas a los suburbios, antes de que la


carretera empezase a ganar altitud en serio. Doob


se preguntó, como le pasaba a menudo, qué


demonios hacían: ¿seguían yendo a trabajar y a la


escuela solo para ocupar los días antes del final?


Pero no era asunto suyo.




Más allá de Issaquah, cualquier vehículo que


todavía estuviese en la carretera probablemente



se dirigiera al elevado y frío desierto al este de las


montañas. Algunas, pocas, personas seguían


interesadas en esquiar —¡esquiar!—, pero era fácil


identificar esos coches. La mayoría de los otros


vehículos encajaba en la descripción general de


los que habían formado parte de la caravana


desde la universidad: camiones bien cargados,


monovolúmenes y furgonetas con provisiones y


material de acampada.




Doob se dio cuenta de que, en cierto modo, se


había convertido en una especie de emigrante.




Solo que los emigrantes, al menos, sabían






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adónde iban.




La eterna llovizna de Seattle se convirtió en


una serie alternada de niebla y lluvia fría que lo


obligaba a tener una mano ocupada con el control


del limpiaparabrisas. Las gotas de lluvia se



hicieron opacas por el hielo al ganar altitud y


luego pasaron a ser nieve. El camino seguía


despejado, pero los arcenes se fueron perdiendo


bajo el aguanieve que gradualmente entraba en


los carriles. La velocidad pasó a sesenta, a


cincuenta, a treinta kilómetros por hora, y la


carretera acabó convertida en un riachuelo de



luces traseras cuando las nubes bajas de un gris


metálico acabaron con los últimos restos de luz


diurna.




En la vía lenta había algunos camiones


semiarticulados que se esforzaban en la


aproximación al paso de montaña. Algunos eran


camiones convencionales cerrados, por lo que no


había forma de saber qué llevaban, pero Doob


tuvo la impresión de estar viendo una cantidad


poco habitual de tráfico de mercancías bastante


raro: camiones cisterna con líquidos criogénicos,



camiones de plataforma con amasijos de tubos y


estructuras de acero.



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Las nubes destellaron, con brillo suficiente


para hacer que los estudiantes dormidos en el


asiento trasero se agitasen. Por pura costumbre,


Doob se puso a contar cero Mississippi, un



Mississippi, dos…. y al llegar a nueve o diez sintió,


tanto como oyó, el estallido sónico. De niño


habría dado por supuesto que se trataba de un


rayo. Ahora esos hechos los interpretaba como


fragmentos caídos de la Luna. Ese había pasado a


unos tres kilómetros. Un estallido secundario,


varios segundos más tarde, sugería que había



chocado contra el suelo en lugar de romperse,


como pasaba con la mayoría en la atmósfera. Por


tanto, había sido un trozo relativamente grande.




Hacía un día o dos, Doob había comprobado


la web donde sus alumnos del grado apuntaban


los bólidos observados en comparación con la


predicción de su modelo. No lo comprobaba muy


a menudo porque tras algunos errores iniciales,


habían refinado el modelo y las observaciones se


aproximaban a la predicción dentro de un rango



estadístico razonable. Claro está, eso era una


buena noticia para el modelo y muy mala noticia


para la especie humana, porque indicaba que iban


de camino al comienzo del Cielo Blanco y el inicio





261

de la Lluvia Sólida en los próximos veintiún o


veintidós meses. Si se fiaba de su memoria, era


probable que estuvieran produciéndose choques


como el que acababa de presenciar por todo el



mundo al ritmo de unos veinte al día, por lo que


resultaba relativamente asombroso haber visto


uno tan de cerca, aunque tampoco era tan raro.




Minutos después, las luces que tenía delante


destellaron cuando los conductores pisaron el


freno. Avanzaron un poco y el tráfico se detuvo


por completo, lo que despertó a algunos de los


estudiantes, que comentaron algo medio



dormidos. Después de diez minutos sin moverse,


Henry bajó del vehículo, se situó en el estribo del


monovolumen y empezó a aflojar las cuerdas que


sujetaban una bicicleta.




Doob se quedó seguro y calentito en el asiento


del conductor, observando a su hijo pedalear


entre las filas de vehículos parados con


exactamente la misma palpitación que cuando


Henry era niño y salió solo por primera vez en


bicicleta por las calles de Pasadena.




Henry regresó tres minutos más tarde.




—Un camión articulado resbaló justo antes de




262

llegar a lo alto del paso —dijo—. Una buena


carga, un trozo de grúa pórtico, me parece.




«Grúa pórtico». Un término que activaba


recuerdos enterrados en el cerebro de Doob. Solo


se empleaba en relación con las plataformas de



lanzamiento y por parte de presentadores como


Walter Cronkite y Frank Reynolds, con el tono


profundo de la nicotina en los días del proyecto


Apolo.




No había nada que hacer, así que cogieron los


chaquetones de invierno de la parte posterior, se


los pusieron y subieron a mirar. Había mucha


gente que hacía lo mismo. A Doob le resultó raro.


El comportamiento habitual era quedarse en el



coche, darle al iPhone, escuchar un audiolibro y


esperar a que llegasen los agentes de tráfico a


ocuparse del problema.




El camión accidentado estaba apenas un


kilómetro por delante. Daba la impresión de que


la derrapada había sido de infarto. El peso colosal


de la grúa pórtico —un armazón soldado de acero


que parecía un trozo de un puente para el


ferrocarril— había desplazado la parte trasera del


camión hacia delante y de lado, y había recorrido






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todos los carriles hasta detenerse al final, girando


de lado y arrastrando unos cien metros de barrera


de protección. Detrás, algunos coches se habían


quedado atravesados al pisar su conductor el



freno. También había quien se ocupaba de los


efectos de pequeñas colisiones entre


guardabarros, pero no parecía que nadie


estuviese herido de verdad.




Había bastante gente caminando hacia el


lugar del accidente, pero aun así Doob vio muy


pocas personas que parecieran mirones o


curiosos. ¿Adónde iban? A medida que se



acercaba, acompañado por Henry y los otros


estudiantes, veía coches moviéndose,


desplazando los faros por el accidente para


iluminarlo mejor. Luego vio un flujo de gente que


se metía por el hueco que daba al otro lado, o que


se escurría por el espacio entre la cabina y el


tráiler. En ciertos puntos críticos había personas


que habían decidido hacer de agentes de


seguridad y usaban potentes linternas de leds



para iluminar puntos complicados o buenas


zonas de agarre. Doob y los demás pasaron por


los huecos y salieron al otro lado del accidente. La


vista valía la pena. La interestatal mojada,





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completamente vacía, se prolongaba hasta el


infinito. Una zona de esquí, iluminada para el uso


nocturno, se extendía a la derecha montaña


arriba. En la distancia, a unos quince o treinta



kilómetros, una parte de la montaña parpadeaba


con un resplandor naranja a través de velos


intercalados de nieve y niebla: el punto de


impacto del bólido. Doob cayó en la cuenta de


cómo había sucedido. El meteoro había pasado


por encima. Para él no había sido más que un


destello sobre las nubes, pero la gente que subía



por el paso en aquel mismo momento debió de


verlo al llegar al suelo y acabar con una franja de


kilómetro y pico de bosque. Probablemente los


coches se despistaron y se salieron de los carriles.


Seguro que el conductor del camión se vio


obligado a frenar y las ruedas perdieron agarre


sobre el firme cubierto de aguanieve.




A este lado del accidente debía de haber más


de cien personas.




Veinte minutos después, eran suficientes para


levantar el camión y colocarlo sobre sus ruedas.


Como una cuadrilla de trabajo de esclavos



egipcios moviendo un enorme bloque de piedra,


todas esas personas con parcas, guantes de



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microfibra y pantalones para la nieve se metieron


debajo y se pusieron a levantarlo. Al otro lado


habían fijado cables de arrastre, sacados de las


cajas de herramientas, a los parachoques de varias



camionetas, que con la tracción a las cuatro


ruedas tiraron al mismo tiempo que la gente


empujaba. Con asombrosa facilidad el conjunto se


levantó y se mantuvo un momento sobre la mitad


de sus ruedas —con el único sonido de las ruedas


de las camionetas a todo girar mientras los


conductores le daban al acelerador—; luego ya



cayó a su posición original. Un rugido inmenso


gritó: ¡Biennn!, tanto por alivio como por


emoción. Doob intercambió choques de manos


enguantadas con unas veinte personas que no


había visto en su vida y que jamás volvería a ver.




Hacer que el camión volviese a apuntar en la


dirección correcta, para recuperar su camino por


la interestatal, sería una operación más tediosa


que probablemente llevase un par de horas más.


Pero al poco fueron al menos capaces de abrir un



carril. Para entonces, la gente con vehículos con


tracción a las cuatro ruedas ya había atravesado la


mediana para reclamar carriles del sentido


contrario, donde el escaso tráfico se transformó en





266

coches echándose a un lado y protestando


mediante el claxon y provocando un efecto


Doppler.




Sufrieron otro atasco una hora después al


entrar en un penacho bajo de espeso humo que



entraba en la autopista y reducía la visibilidad a


casi cero. De la humareda surgían galaxias de


luces rojas y azules parpadeantes; se trataba de


puntos donde se habían acumulado vehículos de


emergencia para apagar fuegos o ayudar a los


residentes afectados por el impacto. En cierto


punto, justo en medio de la carretera, adornada



con luces de emergencia, había una roca del


tamaño de un coche, que había golpeado el firme


con tanta fuerza que lo había roto y había


levantado gruesos trozos erizados de barras de


metal rotas. No era un meteorito en sí, sino


fragmentos que se habían disparado del punto de


impacto.




Hubo otra retención, esta solo para mirar, en


el lugar donde la interestatal atravesaba el río


Columbia, casi de un kilómetro y medio de


ancho, en Vantage. Pasaba algo, en el lado este del



río, bajo el puente, donde una pieza se levantaba


sobre el agua para permitir el paso de barcazas



267

grandes. Habían puesto unos cegadores focos


sobre enormes mástiles que lanzaban luz diurna


sobre el punto desde donde levantaban algo


enorme y cilíndrico de una barcaza.




Con tantas complicaciones, no llegaron a la



ciudad de Moses Lake hasta después de


medianoche. Entonces salieron de la interestatal


para seguir, como casi todos los coches, en


dirección al aeropuerto internacional Grant


County.




Ese era su nombre oficial. Cuando Doob


despertó al día siguiente, apretujado en la tienda


de campaña que había compartido con Henry,


bautizó aquel lugar como Nuevo Baikonur. Se



encontraba a la misma latitud que Baikonur y era


el mismo tipo de paisaje estepario.




Y al igual que la estepa de otros tiempos,


estaba poblado por nómadas.




Vagabundos espaciales. Debían de ser al


menos diez mil.




Eran bastante ordenados. En el fondo seco del


lago habían trazado con tiza largas filas rectas,


parecía que con la misma pintura que la que se


usaba para las líneas de los campos de fútbol. Así


268

delineaban calles y avenidas que, por lo general,


los recién llegados respetaban al colocar las


tiendas. Había váteres portátiles a intervalos


exactos, aunque la nariz le indicó a Doob que



algunos usaban letrinas u orinaban entre los


matojos.




Durante las últimas horas de camino Henry le


había contado algunas cosas. El lugar había


formado parte de una base de las fuerzas aéreas,


parte de la línea de instalaciones defensivas del


norte que Estados Unidos habría usado para


defenderse de una agresión comunista de haber



sido necesario. Su pista de más de cuatro mil


metros sugería que también tenía algún propósito


ofensivo. Había sido un punto de aterrizaje, jamás


utilizado, para el Transbordador Espacial. En


cualquier caso, su tamaño era ridículamente


enorme para Moses Lake y ya hacía tiempo que la


industria aeroespacial lo empleaba para pruebas y


entrenamiento. En 2005 Blue Origin lo había


usado para probar una nave de despegue y



aterrizaje vertical, que operaba desde un tráiler al


oeste del aeropuerto donde ahora se iba


levantando Nueva Baikonur y por donde Doob se


paseaba intentando localizar el origen de aquel





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olor a panceta frita.




Pasó un enorme avión sin ventanillas. Sacó de


su barriga toda una falange de ruedas, y ejecutó


un largo y lento aterrizaje en la enorme pista,


empleando cada uno de sus más de cuatro mil



metros. Un avión de carga.



Doob llegó hasta una avenida amplia que



conducía directamente hasta el centro del


campamento. No había duda de qué era el centro:


una plataforma de cemento, que todavía iban


vertiendo con un conjunto de grúas que se


elevaban desde un punto que a él le pareció que


era su centro.




Estaban montando un cohete.




Era uno bien grande.




Más o menos tenía sentido. No había carga


demasiado grande que una gabarra no pudiese


subir por el río Columbia para completar el viaje


hasta Moses Lake en camión. No había avión que



no pudiese aterrizar en esa pista. No había objeto


que los talleres aeroespaciales del área de Seattle


no pudiesen construir. Y desde aquella latitud, la


misma que Baikonur, un plan de vuelo ya bien


ensayado y conocido podía llevar cargas hasta


270

Izzy.




Solo cuatro días después, Doob estaba de pie


en la parte posterior oxidada de una camioneta


acompañado de un grupo variopinto de


entusiastas del espacio, lanzando al cielo una



botella de cerveza de cuello largo para emular al


cohete que se elevaba desde el punto de


lanzamiento. Todos aullaron y gritaron al verlo


ejecutar un grácil arco hacia su meta y partir más


o menos en dirección a Boise. A la mañana


siguiente, una vez sobrios, se pusieron a construir


otro cohete.




DÍA 80




—Hablamos de poner material en órbita,


como si órbita fuese un lugar, como Filadelfia,


pero en realidad es un conjunto de lugares,



muchas formas diferentes de estar en el espacio.


En teoría, dos objetos cualesquiera del universo


pueden estar en órbita uno alrededor del otro.




»Para nosotros, la mayoría de las órbitas


importantes implican algo diminuto alrededor de


algo enorme, como un satélite alrededor de la


Tierra o la Tierra alrededor del Sol. Por tanto, se


pueden etiquetar y clasificar las órbitas de forma




271

rápida en función de cuál sea el objeto enorme


que haya en medio.




»Si el objeto enorme en el centro es la Tierra,


decimos que es una órbita geocéntrica; si es el Sol,


una órbita heliocéntrica; y así sucesivamente.



Desde la fragmentación de la Luna, nos hemos


concentrado sobre todo en las órbitas


geocéntricas. La Luna, cuando existía, estaba en


órbita alrededor de la Tierra. La mayor parte de


los trozos siguen en órbita geocéntrica, pero unos


pocos atraviesan la atmósfera de la Tierra.


Cuando ocurre, tenemos un meteorito.




»Bien, eso es Introducción a Órbitas, pero hay


que tener en cuenta que hay niveles avanzados.



Así, el antiguo sistema Tierra‐Luna, en conjunto,


giraba alrededor del Sol, en órbita heliocéntrica,


por tanto. Y si ampliamos la imagen y miramos la


Vía Láctea, es fácil comprobar que el sistema solar


al completo gira lentamente alrededor del agujero


negro que hay en su centro, o sea, en órbita


galactocéntrica.




La voz pertenecía al famoso astrónomo y


divulgador científico Doc Dubois. Las imágenes


correspondían a una animación que se iba






272

alejando del sistema solar. Dinah la veía a trozos


por encima del hombro de Luisa Soter, una recién


llegada a Izzy y ganadora absoluta del concurso


«El menor parecido a una astronauta tradicional».




Nacida en Nueva York de padres huidos de la



represión política en Chile. Se había criado en un


hogar políglota y bohemio de Harlem y cruzaba


Central Park todos los días camino a la Ethical


Culture School en la Sesenta con la Tercera. Ese


camino vital continuó con una sucesión de títulos


en psicología y trabajo social en UCLA, Chicago y


Barcelona. Después de unos años trabajando con



refugiados económicos que intentaban llegar a


Europa a bordo de barcos de pesca llenos de


agujeros, le habían dado una beca por su


brillantez, con lo que había logrado la libertad de


viajar por el mundo durante unos años para


investigar a otros emigrantes económicos.




Hacía dos semanas la habían sacado de una


beca Fulbright en la Universidad de Saint


Andrews, en Escocia, la habían entrenado con lo


básico para vivir en el espacio, la habían atado a


un cohete y la habían lanzado en una cápsula



turística.







273

Dinah y todos los demás dieron por supuesto,


evidentemente, que Luisa iba a ser la primera


psicóloga y trabajadora social del espacio. A


juzgar por las interacciones personales que



aparecían a medida que la población y el estrés


crecían, iba a tener trabajo de sobra. Un montón


de personas desesperadas atrapadas, apretujadas


en un bote de pesca sin rumbo y sin timón era un


símil incómodamente cercano a la situación


actual.




Luisa actuaba con una seguridad tranquila


que le facilitaba admitir que no sabía nada sobre



mecánica orbital. Pero iba más allá: sabía emplear


su propia ignorancia para romper el hielo de una


conversación. Izzy estaba llena de gente que se


orientaba hacia el extremo Asperger del espectro


social y la mejor forma de hacerla hablar era


preguntarle por algún detalle técnico.




Pero cuando todos estaban ocupados, Luisa se


dedicaba a buscar respuestas en la Tierra, a través


de Google y viendo vídeos de YouTube, como


hacía en aquel preciso momento.




Dinah, flotando tras el hombro de Luisa, vio


que la animación era sustituida por una imagen






274

real de Doc Dubois y un hombre bajito y calvo,


blanco, juntos en una extensión de tierra entre


gris y marrón que reconoció como el


espaciopuerto de Moses Lake. De fondo se veía



otro cohete que montaban sobre la plataforma,


módulo a módulo, en medio de una maraña de


grúas y cables.




Dinah reconoció vagamente al que no era Doc


Dubois; era un especialista en tecnología que


aparecía con frecuencia en televisión y YouTube.


Se volvió hacia la cámara y habló:




—Me llamo Tavistock Prowse, desde el más


reciente espaciopuerto del mundo, aquí en Grant


County, Washington. Me acompaña un hombre



que no precisa presentación, Doc Dubois, para


hablar de algunos de los controvertidos hechos


recientes sobre los lanzamientos de Expediciones


Arjuna, muchos de los cuales tienen lugar en el


improvisado complejo de lanzamiento que ven


detrás de nosotros. Arjuna ha preparado una


animación que explica lo que hacen. Así que cojan


palomitas y tomen asiento.




La imagen cambió a una vista de la Tierra,


que se alejó, se inclinó y se desplazó, mostrando






275

su órbita alrededor del Sol. La habían dibujado


como una línea roja curva y delgada. La


animación se alejó. Aparecieron las órbitas de


Venus y Mercurio; luego las de Marte y Júpiter.




—Generalmente —dijo Doc Dubois—, cuando



hablamos de asteroides nos referimos al cinturón


de asteroides, que se encuentra entre Marte y


Júpiter.




Ahora se veía un anillo de polvo con algunos


trozos grandes esparcidos en medio del enorme


hueco que había entre las órbitas de esos dos


planetas.




—Allí hay mucho material y es posible que


algún día Nuestra Herencia pueda usarlo, pero


está demasiado lejos como para llegar hasta allá


con las naves que tenemos ahora.




Doc Dubois, haciendo gala de estar siempre al



tanto del zeitgeist, había adoptado la formulación


Nuestra Herencia, una expresión y un hashtag que


se había puesto muy de moda y que significaba


«lo que sea que logren en el lejano futuro los


descendientes de la gente que ocupe el Arca


Nube», o, para ser claros, «la única razón para


seguir viviendo durante los próximos veintidós




276

meses».




La animación volvió a reducirse y no se veía


nada más allá de la órbita de la Tierra.




—Pero hace tiempo que los astrónomos saben


que no todos los asteroides se encuentran más allá


de Marte. Hay una población más pequeña, pero


importante, de asteroides en una órbita



heliocéntrica no muy diferente a la de la Tierra.



Apareció un polvo más fino y disperso de



partículas que formaron una especie de halo


difuso alrededor de la línea roja que representaba


la órbita de la Tierra.




—Y de ahí viene Amaltea, ¿no es así, Doc?




—Sí, traer un trozo de metal de ese tamaño


desde el espacio entre Marte y Júpiter habría


llevado una eternidad. Fue mucho más fácil


porque lo encontramos en una órbita similar a la


terrestre.




—¿Qué quieres decir con una órbita similar a


la terrestre?




—Esas rocas giran alrededor del Sol igual que


la Tierra. Algunas se encuentran un poco más



adentro de la órbita terrestre, algunas un poco


277

fuera, otras cruzan dos veces la órbita de la Tierra


cada vez que damos una vuelta al Sol; estas


últimas nos preocupaban.




—Ahora no tanto —añadió Tav.




Doc hizo una pausa y pensó que era mejor no


seguir el chiste.




—Como nos preocupaban, nos esforzamos por


encontrarlas y conocer sus trayectorias exactas…


sus parámetros orbitales.




En la pantalla volvieron a aparecer Doc y Tav,



ahora recorriendo la tierra compacta del


espaciopuerto con un enorme camión de fondo


marcado con el logotipo de Expediciones Arjuna.




—En los últimos años, empresas como


Expediciones Arjuna han encontrado todavía más


asteroides de ese tipo y esperan extraer minerales


de ellos. Lo que hemos estado viendo en estas


últimas semanas es un esfuerzo concreto de


Arjuna y una alianza de otras empresas espaciales



privadas para acelerar esos trabajos.




—¿Qué planea en concreto Sean Probst, Doc?


—preguntó Tav.




—No lo cuenta. Pero la ciencia de la mecánica


278

orbital no deja demasiados detalles a la


imaginación. En la segunda parte de este vídeo


tienen más información sobre el baile de los


cuerpos en órbita y sobre la intrincada coreografía



necesaria para lograr que un asteroide se presente


en el momento justo y en el lugar preciso.




Luisa acercó el dedo al enlace que pasaría al


siguiente vídeo, pero antes de darle se volvió para


mirar a Dinah.




—Solo intento comprender tu trabajo —dijo


con un acento de todas partes en el que


predominaba Nueva York—. Trabajas para


Arjuna, ¿no?




—¡Calla! —le dijo Dinah en tono de broma—.


Todavía quiero ser amiga de los rusos.




—¿Qué está pasando? —preguntó Luisa.




Se refería a una serie reciente de tensas


reuniones, que a veces llegaban a ser


confrontación directa, entre los rusos, que todavía



pensaban y actuaban en bloque bajo el liderazgo


de Fyodor Antonovich Panteleimon, y el


contingente de Arjuna, que la verdad es que se


enorgullecía de ser «disruptivo». No era más que


una palabra habitual en la jerga empresarial, pero


279

intenta explicarle a un avezado cosmonauta que


ser disruptivo es bueno.




Dinah pensó en responder con algo en plan


«diferencias culturales», pero le dio vergüenza


usar una respuesta de charla de amigos con



alguien del bagaje de Luisa.



—A ver, en el espacio las sorpresas son casi



siempre malas noticias —le explicó Dinah—. Lo


habitual es que cada misión se planifique hasta la


enésima potencia y que tengamos un plan de


contingencia para todas las situaciones. No se


improvisa. No se puede improvisar, porque no


hay nada con lo que improvisar.




—Recuerdo la cinta adhesiva del Apolo 13.




—Sí, esa fue una de las muy pocas


excepciones —admitió Dinah—, y la gente


todavía lo comenta con el tiempo que ha pasado.



Por tanto, para los rusos, la idea de que alguien se


presente sin avisar y reclame nuestros recursos…




—¿Qué recursos? —preguntó Luisa.




—Respiran nuestro aire —dijo Dinah—.


Ocupan espacio, usan el ancho de banda, todo


eso. Se suponía que Larz permanecería en Izzy y




280

trabajaría para nosotros, y en vez de eso se va con


Sean; y se llevan casi todos mis robots.




—Pero envían más, ¿no?




—Por supuesto. Mira, solo digo que fue una


sorpresa. Y cuanto antes se vayan a otro sitio Sean


y Larz menos probable será que Fyodor los


estrangule.




—¿A qué otro sitio? —preguntó Luisa.




—Una órbita diferente.




—¿Heliocéntrica o geocéntrica? —preguntó


Luisa con la cara totalmente seria, para luego


dedicarle un guiño.




—Primero, geocéntrica; luego, heliocéntrica —



respondió Dinah con una ligera sonrisa.



—Pero pensaba que ya estábamos en órbita



geocéntrica.



—En lo que a Sean se refiere, no es la correcta.



La órbita de Izzy está en ángulo con respecto al


ecuador. Tiene que ser así para que se puedan


hacer los lanzamientos desde Baikonur…


Baikonur está tan al norte como Seattle. Pero


cuando te dedicas a cosas interplanetarias, que es





281

lo que Sean pretende, en cuanto quieres salir de la


órbita baja de la Tierra, quieres estar en una órbita


más cercana al ecuador. Porque más o menos ahí


es donde está el resto del sistema solar…



incluyendo el gran trozo de hielo que Sean


pretende atrapar y traer hasta aquí.




—Ymir —dijo Luisa, pronunciando como le


había oído a Sean: iimiir. Una palabra de la


mitología escandinava que se refería a gigantes de


hielo primigenios. Era el nombre en código que


Sean usaba para el trozo de hielo que su proyecto


había identificado y que pretendía traer.




—Sí. No es el nombre oficial. Sean no lo


cuenta a menudo.




—¿Y cómo pasas de una a otra? —preguntó


Luisa—. De una órbita geocéntrica… en esa



estamos ahora, ¿no?




—Sí.



—¿A una heliocéntrica?




—Bueno, primero tendrá que ejecutar un



cambio de plano, desde la órbita en ángulo de


Izzy, donde nos encontramos ahora, a una más


cercana al ecuador. Allí se encontrará con el resto




282

de su equipo.




—¿Por qué no lo mandó todo aquí?




—Las maniobras de cambio de plano son


costosas. No es un gran problema si solo cambian


de plano Sean, Larz y una Drop Top, pero sería


un gasto ridículo enviar aquí a toda la expedición


para luego cambiar de plano en otro momento. —



Dinah no mencionó la otra razón: que una buena


parte del equipo de Sean era tan absolutamente


radiactivo que nunca se permitiría que se acercase


a Izzy.




—Vale. Pero todavía estamos en geocéntrica,


¿no?




—Correcto, solo estamos a unos cientos de


kilómetros de altura.




—Vale. ¿Cómo pasamos del punto de


encuentro hasta una situación heliocéntrica?




—Hay varias formas de hacerlo —dijo


Dinah—, pero si conozco a Sean, pasará por el


pórtico de L1.




—No tengo ni idea de qué es eso —dijo Luisa,


para luego perder definitivamente la pelea de



evitar reírse—. Una vez más, me siento como si


283

me hubiesen soltado en medio de una película de


ciencia ficción en la que todos los que me rodean


hablan de esa forma.




—Doc Dubois probablemente lo explique en


el vídeo —dijo Dinah, señalando la tableta de



Luisa—, pero la idea es fácil. —Buscando a su


alrededor, vio una bolsa de redecilla llena de


ropa. La sacó del hueco y la dejó flotar en el


centro de la cabina—. El Sol —dijo. Luego,


palpándose con las manos, encontró en un


bolsillo una botellita de píldoras… medicación


contra las náuseas que había conseguido de uno



de los nuevos envíos. La abrió y sacó la bolita de


algodón de dentro. Dejó que el algodón flotase en


el aire un poco más cerca de Luisa—. La Tierra en


su órbita heliocéntrica. —Los miembros mareados


de la tripulación tendrían que esperar unos


minutos. Con cuidado Dinah sacó varias pastillas


y dejó que flotasen un momento mientras se


guardaba el frasco. Luego se puso a distribuir las


pastillas en el espacio ya reclamado por el Sol y la



Tierra.



—¿Asteroides? —aventuró Luisa.




—Son más bien puntos matemáticos






284

abstractos —dijo Dinah—. Se llaman puntos de


Lagrange, o puntos de libración, y alrededor de


todo sistema de dos cuerpos hay cinco de ellos.


Siempre en la misma geometría básica. Dos de



ellos, L4 y L5, están muy lejos a los lados. No voy


a intentar situarlos porque no hay espacio, pero


los otros tres se encuentran en la línea que hay


entre el Sol y la Tierra. —Se empujó y flotó hasta


el otro lado del Sol y allí colocó una pastilla, justo


en el punto opuesto a la Tierra—. Eso es L3, muy


lejos, invisible para nosotros porque el Sol



siempre está en medio, no es muy útil. —Flotando


de vuelta hacia la bola de algodón, se detuvo


contra un mamparo y colocó una pastilla.




»Esto es L2, fuera de la órbita de la Tierra. —


Finalmente colocó una pastilla entre el Sol y la


Tierra, pero mucho más cerca de esta—. Y eso


es…




—L1, por eliminación —dedujo Luisa con


seriedad y luego rio—. A los espaciales os gusta la


cuenta atrás. Conozco vuestras costumbres.




—Ahí se equilibran la gravedad del Sol y de la


Tierra —explicó Dinah—. A veces la gente lo


llama pórtico porque es un lugar fácil donde






285

efectuar el cambio de una órbita geocéntrica a una


heliocéntrica. En ocasiones sucede de forma


natural: un asteroide en órbita heliocéntrica se


acerca a L1 y la Tierra lo captura. O, a la inversa,



una vez, un módulo superior de un Apolo en


órbita alrededor de la Tierra pasó cerca de L1 y


durante años ocupó una órbita heliocéntrica. Más


tarde volvió a través del mismo pórtico… para


salir de nuevo.




Luisa asintió.




—Como cambiar del tren D al tren A en


Columbus Circle, si estuviéramos en Nueva York.




—Sí, mucha gente lo describe mediante la


analogía de cambiar en una estación de tren —


dijo Dinah.




—Así que crees que Sean y su tripulación van


ahí.




—Cuando consigan… —Dinah hizo una


pausa.




—¿Tener todas sus tonterías en orden? —



propuso Luisa.



—Gracias, sí —dijo Dinah, sonriendo—. Si



quieren llegar a L1 tendrán que empezar en una


286

órbita superior a la que tenemos ahora. Eso


implica encender sus motores, gastar un montón


de combustible en unos pocos minutos e ir


flotando durante unas cuantas semanas. Tendrán



que atravesar los cinturones de Van Allen y


absorber mucha radiación. Por desgracia, no hay


forma de evitarlo. L1 está cuatro veces más lejos


que la Luna.




—O lo que solía ser la Luna —dijo Luisa por


lo bajo.




—Sí, lo que significa que en unos pocos días


Sean y su tripulación estarán más lejos de la


Tierra que cualquier otro ser humano en toda su


historia. Cuando lleguen a L1, lo que les llevará



cinco semanas, tendrán que ejecutar otro


encendido para pasar del tren D al A; es decir,


situarse en una órbita heliocéntrica. Y de ahí


podrán trazar cualquier ruta que los lleve al


cometa.




Luisa se quedó con la idea de la primera


parte.




—Más lejos de la Tierra que cualquier persona


en toda la historia —repitió—. Me pregunto si la


reacción de Fyodor no tendrá algo de envidia, al




287

saber que a pesar de todo el tiempo que ha


pasado en el espacio…




—Aparece un patán multimillonario y le hace


quedar como un aficionado —dijo Dinah,


asintiendo—. Podría ser. Fyodor tiene la cara de



póquer de los rusos. Es difícil saber qué le pasa


por dentro.




—En cualquier caso —dijo Luisa—, van, pillan


la enorme bola de hielo y siguen los mismos


pasos de vuelta a lo que entonces, esperemos, será


el Arca Nube.




—No exactamente —dijo Dinah—. Y ahí es


donde todo se pone interesante.




—¡Oh, y yo que pensaba que ya era más que


interesante! —dijo Luisa.




Dinah no estaba autorizada a decir mucho


más.




—Maniobrar un vehículo espacial, que está


diseñado y fabricado para ser lo que es, por el


sistema solar es una cosa; mover una enorme bola



irregular de hielo es otra muy diferente.



—Va a llevar mucho tiempo —dijo Luisa



asintiendo—. Y podría no salir bien.


288

—Sí. Mira, yo solo fabrico robots.




—¿Y todos se irán de viaje?




—Sí —dijo Dinah—. Harán falta en la


superficie del cometa, para fijar los cables y la red.


Es un enorme trozo de hielo. Es quebradizo. No


queremos que, al aplicar el empuje, se deshaga


como una bola de nieve seca.




—Una bola de nieve seca —repitió Luisa—.


¿Eso existe en tu región?




—¿La cordillera Brooks? Sí. ¡Menudo lugar



para hacer bolas de nieve!



—A menos que seas la hermana pequeña —



dijo Luisa— y todos te las tiren a ti.




—Sin comentarios.



—En Central Park —dijo Luisa—, las bolas de



nieve eran húmedas y duras.



DÍA 90




Cuando Ivy arrancó la reunión de Día 27 con



las palabras «cinco por ciento», Dinah y la


mayoría de los ocupantes de Izzy echaron un


vistazo alrededor y encontraron una ausencia de


progreso que los inquietó, que era,



289

evidentemente, lo que Ivy pretendía. Aquel día


había veintiséis personas en el espacio, ocho de


las cuales apenas sobrevivían en refugios luk


temporales. En la Banana, apretándose un poco,



habrían entrado todas.




En Día 73, cuando Ivy arrancó otra reunión


con las palabras «diez por ciento», la situación se


había transformado. Ya resultaba imposible meter


a toda la población de Izzy en la Banana y la


mayoría tuvo que seguir la reunión por vídeo.


Gracias a Sean Probst y sus lanzamientos Arjuna


desde Moses Lake, ya nadie tenía claro cuál era la



cifra exacta de la población fuera de la Tierra. Se


suponía que había una hoja de cálculo en Google


Doc donde iban registrando los datos, pero nadie


se ponía de acuerdo sobre dónde encontrarla. Al


menos una semana antes la población había


superado los tres dígitos.




Durante sus dos primeras semanas de


operación, el nuevo espaciopuerto de Moses Lake


lanzó tres cohetes. Uno de ellos se estrelló contra


un viñedo cerca de Walla Walla, destruyendo una


gran extensión de vides que habrían producido



un vino excelente, si al reloj de la Tierra le hubiese


quedado tiempo suficiente para envejecerlo



290

adecuadamente. Los otros habían llegado hasta


Izzy.




Pero la mayoría de los grandes cargamentos


de Arjuna no partía de Moses Lake, sino de


puntos más próximos al ecuador, desde donde



podían alcanzar una órbita más cercana al plano


de la eclíptica. Al menos dos cohetes pesados, uno


desde Cabo Cañaveral y el otro desde Kourou,


habían ejecutado una maniobra de encuentro y


atraque en una órbita baja sobre los trópicos


terrestres. Se decía que había otros en camino,


pero se sabía muy poco sobre ese proyecto. La



comunicación no era precisamente el punto fuerte


de Sean Probst y en su fase de empresario


privado había adquirido el hábito de mantener las


cartas bien ocultas. En ese aspecto parecía


hermano de un pequeño grupo de personas a


bordo de Izzy, como Spencer Grindstaff y Zeke


Petersen, que poseían impresionantes


autorizaciones de seguridad. Comparando notas


y compartiendo fragmentos de pruebas



circunstanciales, Dinah e Ivy se habían hecho una


idea difusa de lo que estaba pasando. Parecía que


Sean Probst era un agente libre e incontrolado,


pero Arjuna llevaba semanas mandando Jejenes a





291

Sparky, y Sparky les había dado la prioridad más


alta en los lanzamientos hacia Izzy. Por tanto,


daba la impresión de que los resultados de Dinah


—los datos que enviaba a Arjuna sobre qué



Jejenes funcionaban en el espacio y cuáles no—


interesaban enormemente a la NASA. Y desde


luego era muy significativo que al menos una de


las cargas de Sean se hubiese enviado desde Cabo


Cañaveral, que era, evidentemente, el punto de


lanzamiento más importante de la NASA; y más


aún que otro se hubiera realizado en la base de las



fuerzas aéreas en Vandenberg, que había añadido


un pequeño módulo adicional al complejo Arjuna


en crecimiento. Sabían que era pequeño por el


tamaño del cohete y sabían que era algo de muy


alto secreto por las precauciones que habían


tomado en la superficie… al menos eso les había


quedado claro a los ciudadanos normales, a los


que un largo convoy militar los había obligado a


pasar al arcén de la autopista 101; además,



cuando enfocaron los prismáticos hacia el punto


de lanzamiento su curiosidad se vio frustrada por


lonas y redes de camuflaje que ocultaban lo que


allí había.




El siguiente cohete desde Moses Lake había





292

llegado sin problema a Izzy. Su módulo superior,


al no tener dónde atracar, voló en formación con


la estación espacial como un kilómetro por detrás.


Fyodor lo miró amenazadoramente y propuso,



una y otra vez, que se confiscase lo que contenía.


La declaración de carga era poco habitual:




Propelente a mansalva, junto con otros


consumibles, que permitirían que la Drop Top de


Sean ejecutara una maniobra de cambio de plano


y se encontrase con la Ymir en órbita ecuatorial


(ahora la palabra Ymir se usaba tanto para


referirse a la nave espacial que Sean montaba


como a su lejano destino).




Hielo.




Fibra para combinarla con el hielo y formar


un material más fuerte llamado pykrete.




Varios miles de Jejenes para el hielo:



diminutos robots optimizados para moverse


sobre el hielo.




Fyodor, y quizás otros, suspiraban por el


propelente y el hielo. Pete Starling había


empezado el ruido de sables, allá en la superficie,


amenazando con tomar el control del


espaciopuerto de Moses Lake; un plan que se


293

esfumó de la noche a la mañana en cuanto Sean


también agitó sus sables, amenazando con subir


un vídeo a YouTube en el que decía demostrar


que el Arca Nube era, en el mejor de los casos,



una panacea mal concebida. Resultaba extraño,


por decir poco, que un conflicto abierto como


aquel pudiese existir entre las manos izquierda y


derecha del Gobierno, pero el mundo se había


vuelto un lugar muy extraño. Hablando durante


la comida o cuando quedaban para tomar una


copa tras el trabajo, Dinah, Ivy y Luisa no podían



más que elucubrar sobre los gritos que se debían


de estar lanzando entre el Despacho Oval, los


militares, Expediciones Arjuna y los arcatectos.




Dinah se limitaba a mantener la cabeza gacha


y trabajar programando los robots que Sean se


llevaría en la expedición. El núcleo de un cometa


no era un trozo sólido de hielo, sino, más bien,


una agregación de fragmentos, que se mantenían


más o menos unidos por su propia gravedad, que


era muy débil. El simple hecho de tocarlo podría



hacer que se separasen grandes fragmentos. Hacía


años que Expediciones Arjuna lo sabía y había


invertido millones de dólares en inventar


tecnología para capturar ese tipo de objetos.





294

Aunque puede que tecnología fuese una palabra


demasiado elegante para definir técnicas que los


cazadores y recolectores de la Edad de Piedra


hubiesen reconocido: rodéalo con una red, cierra



la red con una cuerda.




En realidad, ejecutar tal hazaña en el espacio


era lo que Sean describía como «un problema


asimétrico», jerga informática para indicar que


había muchos detalles y contingencias, por lo que


no era posible resolver el problema con lo que


llamaba la Única Gran Solución. Probablemente


los robots acabasen recorriendo toda la superficie



del cometa Grigg‐Skjellerup fijando la red y


fundiendo hielo para reforzar puntos débiles.


Mezclarían el agua con fibra y dejarían que se


congelase de nuevo en forma de pykrete. Dinah


se había ofrecido a ayudar y se había emocionado


con la idea, hasta que Sean le hizo ver la realidad


de algunos detalles incómodos. La comunicación


entre Izzy y la Ymir estaría limitada por la radio;


no podrían enviar vídeos; y la latencia sería



enorme: durante gran parte del viaje el retraso


sería de varios minutos mientras las señales


recorrían distancias comparables a la que había


del Sol a la Tierra. Así que programar los robots





295

sobre la superficie del cometa sería totalmente


diferente a mirar por la ventana para ver lo que


hacían en Amaltea. Todo lo que Dinah pudiese


hacer, tendría que hacerlo antes.




En cualquier caso, había dos personas menos



en la población de Izzy. Cuando Sean y Larz


partieron en la Drop Top en A+0.82, la crispación


cayó en picado. La maniobra de cambio de plano


los llevó a un encuentro con la Ymir sobre el


ecuador. Tras varias operaciones de encuentro a


lo largo de una semana, y tras incorporar más


cargas enviadas desde Cabo Cañaveral, así como



desde espaciopuertos privados en Nuevo México


y el oeste de Tejas, la Ymir ejecutó un largo


encendido de su motor principal para situarse en


órbita de transferencia en dirección a L1. Pocos


días después batió el récord que tenían los Apolo


de distancia recorrida desde la Tierra.




Konrad Barth fue al taller de Dinah y llamó


educadamente, ya que en ese momento tenía la


cortina echada, y todos sabían que allí era donde


a veces ella y Rhys se acostaban. Entró, miró


nervioso a su alrededor y le preguntó si sabía qué



iba a hacer la Ymir. Antes de que pudiera


responder, él la interrumpió, sacó la tableta y



296

metió su clave. Luego se volvió para mostrarle


una fotografía.




A Dinah le llevó un rato comprender qué veía.


Estaba claro que era la imagen en el espacio de un


objeto de fabricación humana. Era una buena



imagen, pero estaba rodeada de una neblina de


píxeles que indicaban el paso por programas de


mejora de imágenes. Konrad había tomado la


imagen con uno de los telescopios ópticos de Izzy.


Lo había desviado de su objetivo habitual, el


sistema de fragmentos que se agitaba en lo que


antes había sido el centro de la Luna, y lo había



enfocado hacia ese objeto, que era grande y


complejo; parecía ser lo más grande que los


humanos habían montado en el espacio, con la


excepción de Izzy. Tomó la imagen a gran


distancia mientras Izzy y el objeto se movían uno


con respecto al otro y se había esforzado con los


programas de tratamiento de imágenes para


reducir el desenfoque. Dinah veía claramente que,


al igual que Izzy, estaba compuesto por varios



módulos, procedentes de distintos cohetes y


conectados entre sí. El de la cola tenía una enorme


tobera y estaba claro que se trataba de la unidad


principal de propulsión. Algunos parecían





297

tanques de propelente y otros, módulos para


vivir, pero el rasgo más llamativo y el más


extraño, con diferencia, era la larga vara, o sonda,


que surgía de delante y aumentaba la longitud a



diez veces más que si no lo tuviese. Era un


armazón, montado, estaba claro, de la misma


forma que los nuevos armazones de Izzy.




—¡Hala, una estación espacial con su propia


torre de radio! —dijo Dinah.




—Mira a la parte superior de la torre de radio —


dijo Konrad sin apenas sonreír. Extendió los


dedos sobre la tableta, amplió un conjunto de


píxeles en la punta. Parecía tener una vaga forma


de flecha, una pequeña punta negra sobre una



base blanca más amplia, que a su vez descansaba


sobre una placa base oscura.




Miraba a Dinah como si fuera evidente, como


si ella conociese todos los secretos.




Y así era. Pero no podía contarlos.




—No soy físico nuclear —dijo—, pero es más


que evidente que la gente a bordo de esa nave…


es la Ymir, ¿no?




—Por supuesto.




298

—Quiere estar todo lo lejos posible de lo que


sea eso y, por lo tanto, lo han colocado en el


extremo del palo más largo que han podido


fabricar.




—Es algo que produce muchos neutrones —



dijo Konrad.



—¿Cómo lo sabes?




—Esto —señaló la gruesa capa blanca en


medio de las dos negras, como la crema de una



galleta— probablemente sea polietileno o


parafina, que va muy bien para absorber


neutrones. El proceso podría producir rayos


gamma, así que esa placa base —señaló la oscura


galleta del fondo— debe de ser plomo.




Dinah ya sabía lo que era porque Sean se lo


había contado: el núcleo de una gran fuente de


energía nuclear, con un rendimiento térmico de



cuatro gigavatios, rediseñada a toda prisa para


ese propósito. Pero había jurado guardar el


secreto y, por tanto, solo podía dejar que Konrad


lo dedujese por sí mismo.




—Bueno —dijo—, serían precauciones


exageradas para lo que probablemente sea una


misión suicida.


299

—Quieren estar con vida y con la capacidad


de hacer algo cuando lleguen a su destino —dijo


Konrad.




—¿Crees que alguien lo ha fotografiado desde


la Tierra? —preguntó Dinah—. Porque no he



visto nada en los medios.



—Hasta que la encendieron para la



transferencia, lo ocultaba un carenado —


respondió Konrad—. La hice hace un par de horas


y fue la única oportunidad buena que he tenido.




Habían programado el encendido para


atravesar lo que había sido la órbita de la Luna en


el momento en que la mayor parte de la nube de


restos estaría en el lado opuesto de la Tierra, lo


que minimizaría la probabilidad de chocar con


una roca.




Pero unos pocos días después de haber



superado esa distancia y convertirse en los


viajeros que habían llegado más lejos en toda la


historia humana, habían dejado de comunicarse.




Hasta aquel momento, la Ymir había estado


usando potentes radios de banda X para


comunicarse con la Red del Espacio Profundo, un


complejo de antenas en España, Australia y


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