trozos originales, con la esperanza de determinar
por qué Hueso de Melocotón era tan resistente a
la fragmentación y llegaron a la conclusión de que
era el núcleo interno de la antigua Luna. Lo
confirmaron con el análisis de su masa: Hueso de
Melocotón era mucho más denso que los demás
trozos, lo que daba a entender que estaba
formado por hierro, sobre todo, y no por roca. La
Luna había tenido un núcleo de hierro, pero, en
relación con el tamaño total, mucho más pequeño
que el de la Tierra; la mayor parte de la Luna era
piedra fría y muerta.
Y sin embargo allí estaba el núcleo; creían que
era una bola de hierro sólido rodeado por una
cubierta algo más caliente de hierro fundido
mezclado con otros elementos. El Agente lo había
desnudado y lo había expuesto al espacio.
Durante las primeras horas, Hueso de Melocotón
había brillado por el calor; o eso habían deducido,
porque el polvo del cataclismo lo había ocultado
durante un tiempo. Parte de la cubierta exterior
de metal fundido del núcleo debió de
desaparecer, dispersa por la nube de restos en
forma de fragmentos, gotas y goterones que se
enfriaron y endurecieron con rapidez, tal como
351
demostraban los bólidos ricos en metales que
desde entonces caían sobre la Tierra y que habían
conseguido recuperar y analizar. Para cuando el
polvo se asentó y pudieron observar a Hueso de
Melocotón, y a sus hermanas, ya había
desarrollado una costra superficial, compuesta
por metal fundido que se había enfriado
rápidamente al irradiar su calor al espacio. El
enfriamiento había continuado y en aquel
momento, casi un año después, Hueso de
Melocotón, o HM1 como la llamaban ahora,
seguía más caliente que los otros trozos de la
Luna. Estaba claro que tenía mayor resistencia a
la fragmentación. Las otras rocas rebotaban al
impactar o se rompían. Los primeros días, cuando
todavía estaba reblandecida, se habían soltado
algunos trozos importantes —HM2, HM3 y
otros—, pero ahora estaba asegurado por una
armadura de kilómetro y pico de grosor, de hierro
solidificado que la protegía de cualquier
calamidad que no fuese un segundo Agente.
Doob estaba tan absorto en aquellas ideas que
casi se perdió el tránsito de Izzy por el cielo.
Cruzó sobre la nube de restos, como si se abriera
paso por entre los grandes trozos, aunque era una
352
ilusión, claro. Durante mucho tiempo había sido
el objeto de creación humana más brillante en el
espacio y ahora que la habían ampliado lo era
todavía más. El esfuerzo había sido
impresionante, incluso emocionante, pero verla
frente a la escala del desastre que tenía detrás le
hacía preguntarse qué sentido tenía. ¿Cuál era el
plan a largo plazo para el Arca Nube? La idea del
enjambre era buena, mucho más segura que la
propuesta de Una Gran Nave, pero ¿adónde iría?
Nadie parecía planteárselo; le parecía lógico.
Lo primero era la supervivencia. La estrategia a
largo plazo vendría después.
A efectos prácticos, la cantidad de hierro en
HM1 era infinita. A los humanos les llevaría miles
de años dar con usos para tanto metal.
Pero estaba muy alto. Era difícil llegar. Y aun
así tendrían que llegar.
Estaba más cerca, y era más fácil de alcanzar,
que los asteroides Arjuna que tanto emocionaban
a Sean Probst.
Se dio cuenta de que estaba dándole vueltas a
aquella idea, como un núcleo de hierro
concentrándose en las profundidades de la Luna,
353
y la apartó para obligarse a prestar atención a
asuntos más inmediatos. Unos días antes, en el
Despacho Oval, había tomado la decisión de subir
al espacio y hacer que allí pasasen cosas. Bien.
Pero le quedaban tres meses en tierra firme. No
podía dejar de lado sus responsabilidades, entre
ellas, las más importantes eran sus hijos, Amelia y
el embrión congelado. Encima le habían asignado
otros trabajos y si los hacía muy mal (por ejemplo,
por estar de pie en el balcón de un hotel de
madrugada pensando en la cantidad de hierro
que había en HM1) era posible que no lo
mandasen al Arca Nube. Al principio no quería ir,
pero una vez que había aceptado, había
empezado a desearlo más que nada y ahora temía
que se lo quitasen. Si se le notaba ese miedo,
podían usarlo para controlarlo. Era mejor pasarse
de bueno, superar lo que se esperaba de él, actuar
como si no le importase nada.
SETENTA Y DOS HORAS DESPUÉS miraba
por la ventanilla de un helicóptero de la Marina
que volaba por un valle neblinoso del Himalaya
preparando la aproximación a una pista de
aterrizaje en Bután. O quizá sería mejor decir la
pista de aterrizaje de Bután.
354
Era un país de setecientas cincuenta mil
personas, lo que significaba que podían enviar
dos candidatos al Arca Nube. La aritmética no era
del todo exacta; si se aplicase la misma tasa a todo
el mundo, habría unos veinte mil candidatos. Si
en un arquete podían vivir cinco personas,
entonces el enjambre necesitaría cuatro mil
arquetes. Cada uno de ellos requería un cohete
pesado para llegar a la órbita, más las
consiguientes maniobras de ensamblado y
preparación al llegar a Izzy.
¿Podía hacerse? ¿Si toda la capacidad
industrial del planeta se empleaba en la
producción de cohetes, arquetes, trajes espaciales
y todo lo demás que fuese necesario? Quizá, pero
probablemente no. Doob conocía algunas
estimaciones confidenciales recientes que
situaban los números cerca de una cuarta parte de
la cifra teórica.
Y en cualquier caso, ¿un arquete podía de
verdad mantener a cinco personas con vida? Sin
duda cabían cinco personas, pero no estaba nada
claro que las cinco pudiesen ser autosuficientes en
la producción de comida. No era tan fácil crear un
ecosistema sostenible en un tubo del tamaño de
355
un vagón cisterna. Biosfera 2, un famoso
experimento en el desierto de Arizona, había
intentado mantener ocho personas en un
ecosistema del tamaño de un par de campos de
fútbol y al final no lo había logrado; pero aquella
misión había estado embarrada por luchas
políticas y extraños factores casi metafísicos. Un
proyecto mucho más racional realizado por los
soviéticos había concluido que ocho metros
cuadrados de algas —o sea, un estanque del
tamaño de dos mesas de pinpón— bastaba para
producir el oxígeno que necesitaba un ser
humano. Había sitio de sobra entre el casco duro
interno y el caso exterior hinchable de un arquete,
pero haría falta bastante más espacio si el arquete
tenía que producir comida. Y esos cálculos ni
siquiera planteaban los problemas reales de
mantener a miles de personas con vida en el
espacio durante muchos años. No bastaba con no
asfixiarse y no morir de hambre. Necesitarían
medicinas, micronutrientes, entretenimiento,
estímulo. Los ecosistemas se volverían locos y
habría que repararlos con pesticidas, antibióticos
y otros productos químicos difíciles de producir.
Habría que repostar combustible para los
propulsores que evitaban que los arquetes
356
tuviesen problemas y, además, requerirían
mantenimiento y reparación. La idea de un Arca
Nube completamente descentralizada era una
quimera; no era sostenible sin una nave nodriza,
un suministro central y lugares para hacer
reparaciones. La única candidata plausible era
Izzy. Pero Izzy no estaba diseñada para nada de
ese estilo. Habían intentado compensarlo
llenándola de vitaminas, pero con eso no hacían
más que retrasar el momento en que se acabaría
todo lo que no pudiesen producir en el espacio y
en el que empezaría a morir un montón de gente.
El hecho de que no le contestaran cuando
planteaba preguntas incómodas le hacía pensar a
Doob que los arcatectos también se planteaban
esos problemas y no querían comentarlos porque
airear en público las dudas y la controversia no
serviría de nada. Estaba claro que la tarea de
Doob era hacer como que todo estaba bien. Ese
día le tocaba recoger a dos jóvenes del reino de
Bután, en el Himalaya.
¿La actuación que estaba a punto de
representar indicaba que realmente veinte mil
personas de todo el mundo acabarían felizmente
viviendo en el Arca Nube? Tendría que acallar al
357
Rain Man de su cabeza —«Doob, como en dub‐
itativo»— y no pensar en ellos.
Habían partido dos horas antes desde el
George H. W. Bush, un superportaaviones situado
en la bahía de Bengala. Doob había contemplado
la nave con los ojos de un hombre que en unos
pocos meses se trasladaría de forma permanente a
su equivalente orbital. Era una isla artificial, con
miles de personas densamente encajadas en un
envoltorio de pura tecnología. Resultaba
asombrosa la profesionalidad de la tripulación y
lo bien que iba todo. ¿Se podía reproducir algo así
en el espacio, con gente elegida por todo el
mundo y entrenada en campamentos durante un
año? En media hora sabría algo más.
El helicóptero se metió por un hueco entre la
niebla que rodeaba las montañas y durante unos
minutos atravesó vapor y neblina. Apareció la
única pista del aeropuerto, aterradoramente cerca.
El helicóptero ejecutó un aterrizaje perfecto a casi
un palmo de la terminal. Doob se dio cuenta de
que tenía la mandíbula tensa e intentó relajarla.
Había cometido el error de buscar información
sobre aquel lugar y descubrió que estaba encajado
entre picos de más de cinco mil metros de altura,
358
que en todo el mundo había ocho pilotos con
certificación para aterrizar allí y que ni siquiera
ellos lo intentaban si la pista no estaba bien
iluminada por el sol. Estaba claro que los pilotos
de helicóptero de la Marina seguían sus propias
reglas, pero aun así, a Doob la aproximación casi
lo mata de miedo y no pudo evitar preguntarse
cómo se sentiría cuando lo lanzasen al espacio en
un tubo construido a toda prisa y lleno de
productos químicos explosivos.
Al moverse en el asiento se le cayó un grueso
sobre que llevaba en el regazo y chocó contra el
suelo con un golpe tan fuerte que casi despierta a
Tavistock Prowse. Tav, sentado delante de él
durante el vuelo, había dormido la última media
hora: el jet lag había ganado la batalla. Era un
hombre voluminoso, no especialmente alto, pero
con la estructura de un luchador de lucha libre.
La calva de la parte posterior de la cabeza, que era
vagamente visible ya cuando estaba en la
universidad, se había extendido sin piedad y
había dejado en la parte posterior de su cabeza en
forma de bala una tonsura como de monje entre el
pelo muy corto. Quizá para desviar la atención de
la calva llevaba aquellas gafas de gruesa montura
359
negra. Aunque en algún momento de su vida se
había tomado en serio el levantamiento de pesas,
en los últimos diez años se había abandonado y
había engordado un poco; todavía más desde
Cero. En cierta forma resultaba extraño verlo
inconsciente, porque parecía que nunca dejaba de
moverse.
Doob se imaginaba la razón: Tav esperaba que
lo escogiesen. Si trabajaba lo suficiente, producía
suficientes noticias y conseguía suficientes
seguidores en Twitter, quizás alguien importante
decidiera que el Arca Nube necesitaba un
comunicador profesional: el primer periodista; o
el último. A Doob no le parecía que tuviese
muchas posibilidades. En la fila delante de Tav
había muchas personas con doctorados e incluso
premios Nobel, pero uno nunca sabe, y no podía
echarle en cara que lo intentase.
Se inclinó y recuperó el sobre. Tenía un
centímetro de grosor. Ponía paro, bután en
bonitas letras mayúsculas. No lo había abierto.
Debería haber dedicado las dos últimas horas a
leer su contenido para familiarizarse con las
tareas que tenía que realizar; pero en vez de eso,
había estado mirando por la ventanilla las
360
húmedas llanuras verdes y los ríos ociosamente
entretejidos de Bangladés.
Con la esperanza de avanzar algo en los dos o
tres minutos que faltaban para abrir la puerta del
helicóptero, lo cogió, lo abrió y sacó las hojas. Fue
suficiente para despertar a Tav, pero no tanto
como para hacer que se moviese. Miró a Doob y
lo observó leer.
—Si viste de rojo, amarillo o ambos, es un
lama —leyó—. Inclínate ante él.
—¿Un lama no es un camello de Sudamérica?
—Con una ele. Un hombre santo. Juntas las
manos y te inclinas un poco.
—No creo que…
—No te vas a morir por hacerlo, ¿no? Si sobre
el hombro izquierdo lleva una enorme bufanda
amarilla, entonces es el rey. En ese caso la
inclinación tiene que ser mayor.
—Gracias. ¿Algo más?
Sentado junto a Doob estaba Mario, el
fotógrafo: un hombre de unos treinta años con un
bigote pequeño y oscuro, acento de Nueva York,
361
que no tenía ni la más mínima esperanza de que
lo escogiesen para el Arca Nube. Durante el vuelo
había repartido el tiempo entre leer su copia del
mismo informe y jugar a un juego de su teléfono.
Había participado en muchas más misiones como
aquella que Doob y Tav. Entrando en situación, se
guardó el teléfono y dijo:
—La gente te dará cosas. Algunas muy
asquerosas, viejas y con un olor raro.
Probablemente sean cosas muy importantes;
importantes de verdad.
—Entonces por qué me…
—Porque creen que las llevarás al espacio
para salvarlas.
—¡Ah!
—Así que si alguien te da algo, aunque no
tengas ni la más remota idea de qué pueda ser,
pon cara de estar impresionado, cógelo con todo
cuidado, admíralo y pásaselo al niño asistente.
—¿Niño asistente?
—Han escogido gente para seguirte y
ayudarte a llevar los inestimables tesoros
nacionales que te entregarán. Cuidarán todas esas
362
cosas y las traerán al helicóptero para que así
tengas las manos libres para inclinarte, saludar al
rey y demás. En cuanto lleguemos al portaaviones
lo tiraremos por la borda.
—Ya lo has hecho antes, ¿no?
—Esta es mi abducción número setenta y tres.
Vamos. —Mario se puso en pie con cuidado, con
las cámaras y las bolsas colgando y chocando
entre ellas. Tav y Doob soltaron los cinturones de
seguridad y lo miraban para saber qué hacer.
Mario dio dos pasos hacia la puerta que el piloto
acababa de abrir. Entró aire frío y húmedo, que
olía a pino y humo de carbón.
Doob casi chocó con Mario cuando este se
detuvo de pronto y se volvió para mirarlo a los
ojos.
—Una cosa más.
—¿Sí? —dijo Doob.
—Lo que está a punto de pasar será muy
triste. Probablemente lo más triste que hayas
presenciado en tu vida. Intenta no derrumbarte —
le dijo Mario, mirándolo fijamente hasta que
Doob asintió.
363
—Gracias.
Mario se volvió, saltó por la portezuela para
poder sacar algunas buenas fotos del doctor
Harris saliendo del helicóptero.
El doctor Harris se detuvo en la portezuela
abierta. Había al menos dos docenas de personas
vestidas de rojo y amarillo, preparadas para
recibirlo.
Juntó las palmas delante del pecho y se
inclinó. Frente a él empezó a sonar el obturador
de Mario. Detrás sonaban los tenues chasquidos
digitales en el teléfono de Tav, que lo tuiteaba en
directo.
EL REY CONDUCÍA MONTAÑA ARRIBA en
su Land Rover personal, Doob de copiloto a la
izquierda… porque resultaba que Bután era uno
de esos países donde se conducía por la
izquierda. Mario estaba sentado detrás,
intentando hacer una foto de los dos, y Tav estaba
junto a Mario murmurándole al teléfono. El rey se
disculpó por el tiempo neblinoso, que bloqueaba
la vista espectacular de las montañas que los
rodeaban.
—Pero supongo que es un asunto menor en el
364
gran conjunto de las cosas —concluyó.
Se detuvieron en un cruce de la ciudad de
Paro para dejar que tres niños chutaran una
pelota de fútbol delante del vehículo. Detrás
venía una pequeña comitiva de Toyotas llenos de
lamas.
—Se divierten mucho con un juego tan simple
—reflexionó el rey—. Saben la verdad, por
supuesto. Todos conocen el desastre que se
avecina. Cuando lo piensan, se ponen tristes, pero
en otros momentos, como pueden ver, les es
indiferente.
Los chicos se apartaron y el rey entró en el
cruce. La ciudad tenía aspecto de lugar de
montaña, con estructuras de madera sobre
cimientos de piedra, de un marrón intenso y
castigadas por el tiempo.
—Hasta hace unos días —añadió el rey—,
podrían haberse consolado pensando que serían
los elegidos.
—En el Gran Cleroterion —dijo Doob.
—Sí. —El rey le dedicó una mirada
entusiasta—. Yo fui el responsable de la elección,
365
ya sabe. —Miró a Tav—. Eso es off de record.
—No, su alteza, no lo sabía —dijo Doob.
—Recibimos unas indicaciones, supongo que
podemos llamarlas así, diciendo que no se trataba
de una elección estrictamente aleatoria. Es mejor
no dejar la elección a la suerte… solo debemos
enviar a los mejores candidatos. Bután solo
dispone de dos plazas en el Arca Nube; sería una
estupidez malgastarlas en alguien que no
representase a nuestro pueblo, así que tuvimos
que hacer una selección.
—La mayoría de la gente ha llegado a la
misma conclusión —dijo Doob—. Se identifica un
conjunto de candidatos prometedores y luego se
elige entre ellos usando algún procedimiento que
podría ser aleatorio… de forma que un único
individuo no tenga toda la responsabilidad.
—Si eres rey, tienes esas responsabilidades,
las quieras o no, pero en este caso, pude recurrir a
algunos de los lamas. Hay precedentes de
procedimientos similares de selección en la
identificación de ciertos lamas reencarnados. A
veces se echa a suertes con una urna.
Tav, desde el asiento trasero, no pudo
366
resistirse a preguntar.
—¿Qué dice la doctrina de la reencarnación
sobre la situación en la que nos encontramos
ahora?
El rey sonrió.
—Señor Prowse, este camino solo tiene diez
kilómetros. Me lo estoy tomando con calma. Si el
viaje que tuviésemos por delante fuese de diez
mil kilómetros, una idea agradable, quizá podría
proporcionarle suficiente información sobre lo
que significa la reencarnación para mi gente de
forma que pudiésemos mantener una
conversación inteligente sobre ese tema.
—Entendido. Lo siento —dijo Tav, apartando
la vista del teléfono cuando su cerebro detectó
una pausa en el discurso del rey—. Comprenda
que mi trabajo consiste en comunicarme con
empollones. Gente a la que le gusta la
matemática. Así que intentaba imaginarme…
—Cuando mueren siete mil millones de
personas y solo quedan unos miles, ¿adónde van
esos siete mil millones de almas?
—Sí.
367
Abandonaron lo que Doob supuso que era la
carretera principal y se desviaron por un camino
que rodeaba una cabaña de madera sobre el río.
El camino conectaba con un puente que los llevó
sobre una corriente rápida, que parecía muy fría,
verde y blanqueada por la roca disuelta y
arrastrada por los glaciares que se descongelaban
a miles de metros sobre sus cabezas. Doob seguía
siendo incapaz de aceptar la idea de que en poco
más de un año tales glaciares habrían
desaparecido, que, por primera vez en millones
de años, quedaría expuesta la roca que había
debajo y que no habría ningún científico para
registrar el hecho.
—No creemos en algo tan simple como la
metempsícosis… el paso de un alma individual
de un cuerpo a otro. No es a eso a lo que nos
referimos con reencarnación.
—Entonces, ¿en qué creen? —preguntó Doob.
Tav había perdido el interés y andaba en el
teléfono con los pulgares.
—La mejor analogía sería una vela casi
consumida que se usa para encender otra nueva.
Pero no podré darle una respuesta satisfactoria,
368
doctor Harris. Las enseñanzas son esotéricas,
ocultas deliberadamente a los no iniciados, para
evitar falsas interpretaciones. Cómo contempla un
lama iluminado la cuestión de los siete mil
millones está tan lejos de mi comprensión como lo
están las teorías de gravedad cuántica que usted
estudia.
A aquel lado del río el suelo se elevaba casi
verticalmente. La barrera montañosa estaba
dividida por un valle hundido que se alejaba de
ellos en zigzag; la carretera se adentró en el valle
y subió por un precipicio de piedra, rematado
aquí y allá por robustos matojos de una
vegetación que se aferraba a las grietas. Sobre las
rocas flotaban penachos y velos dispersos de
neblina, que dejaban intermitentemente una alta
torre blanca construida en el precipicio. Era uno
de esos edificios, como algunos monasterios de
Grecia y España, que tenían como único propósito
proclamar a quien estuviera abajo: «Hasta este
punto estamos decididos a apartarnos del
mundo».
Subieron por una carretera entre extensas
terrazas verdes hasta que la pendiente fue
excesiva para las ruedas. El rey detuvo el Land
369
Rover y echó el freno.
—¿Cómo tiene el corazón?
—Podría estar mejor —contestó Doob—, pero
no tengo trastornos ni defectos.
—Estamos a unos tres mil metros sobre el
nivel del mar. Si lo desea, puede esperar a los
elegidos en mi vehículo o…
—Me vendrá bien el paseo, gracias —dijo
Doob y miró a Mario, que, indiferente, se encogió
de hombros, y a Tavistock Prowse, que parecía
morderse la lengua.
Mientras caminaban por el sendero, seguidos
a una distancia respetuosa por un séquito de
lamas, niños, fotógrafos y oficiales del ejército de
Bután, el rey le dijo a Doob que se dirigían a un
lugar llamado el Nido del Tigre, uno de los
lugares más sagrados de su religión porque era
adonde Guru Rinpoche, el segundo Buda, había
llegado volando desde el Tíbet, en el siglo octavo,
a lomos de un tigre. Posteriormente habían
construido un complejo de templos alrededor de
las cuevas donde Padmasambhava (que por lo
visto era otro nombre para el mismo individuo)
había permanecido meditando.
370
Doob se aguantó las ganas de decirle al rey
que los tigres no volaban; en parte porque le
faltaba el aire. En realidad no le importaba la
plausibilidad de la historia, teniendo en cuenta la
sobrecogedora belleza del lugar por el que
caminaban. Una cosa era que te soltasen una
tontería religiosa en un desierto perdido que no
tenía ningún elemento que pudiese recomendarse
al turista. Pero por pasar unas horas caminando
con el rey de Shangri‐La estaba dispuesto a
soportar todos los cuentos de hadas y todas las
tonterías metafísicas que hiciese falta.
Cada poco rato aparecían templos y lugares
de devoción de entre la niebla. A medio camino se
detuvieron para disfrutar de un té en un pequeño
establecimiento con buenas vistas del Nido del
Tigre. Tav, ya definitivamente agotado, anunció
que no seguía. Doob, Mario y el rey atravesaron
una pasarela cada vez más precaria hasta las
puertas del monasterio. Como ya le había
informado el rey, no se podía visitar y, en
cualquier caso, tampoco sería un buen lugar para
una ceremonia, ya que era poco espacioso, oscuro,
laberíntico y antiguo. Los monjes ermitaños que
habitaban en las grietas de las montañas no solían
371
construir lujosos patios ceremoniales.
En cambio, había un espacio amplio en el
saliente justo antes de la entrada al templo blanco.
Allí esperaban dos arqueros, un chico y una chica,
ambos de veintipocos años, vestidos con lo que
Doob supuso que era el traje tradicional: para el
chico, una túnica que le llegaba a las rodillas, con
una enorme bufanda blanca sobre el hombro y
alrededor de la cintura. La chica, envuelta en una
exquisita tela de colores llamativos, que le
rodeaba la cintura y le caía hasta los tobillos
formando una especie de falda de tubo, con una
chaqueta de seda amarilla por encima, adornada
con muchos collares de turquesas y otras piedras
de colores.
De haber estado allí, Amelia habría apreciado
de un vistazo cien detalles sobre el tejido, el
bordado, las joyas, la caída de la tela y los colores.
Habría embelesado al rey. En Paro se habría
bajado del Land Rover para hacer amistad con los
niños que jugaban al fútbol. Era Amelia, no Doob,
la que debería estar haciendo todo aquello.
Pero Amelia no iba al Arca Nube, y Doob, sí.
El chico y la chica —Dorji y Jigme,
372
respectivamente— iban acompañados de unos
curtidos ancianos vestidos de forma similar pero
más sencilla; supuso que serían familiares o
lamas. Las ruedas de oración giraban, las
campanas resonaban en el interior del
monasterio, los monjes cantaban.
Todos lloraban.
Todos se inclinaron ante su rey.
Doob se alegraba de que Tav no hubiese
llegado hasta allí.
Hubo una conversación en la lengua local,
que Doob ni siquiera sabía cómo se llamaba.
Mario, pasando del tono emotivo de lo que
sucedía, se movía con rapidez haciendo fotos; se
arrodillaba e incluso se tumbaba en el suelo para
poder sacar algún pico o el tejado de un templo
de fondo de una imagen.
Doob, que no tenía ni idea de lo que estaba
pasando, no podía apartar la vista de los rostros
de los ancianos, que hacían lo posible por no
desmoronarse en presencia de su monarca, pero
que, claramente, sufrían un tremendo dolor
emocional al prepararse para despedirse para
siempre de Dorji y Jigme. Doob pensó que era casi
373
peor que ver morir a un hijo. En ese caso había
cierto punto final, una certidumbre, una tumba
que visitar, mientras que aquellos dos jóvenes se
iban caminando entre la niebla. El trueno de las
hélices del helicóptero anunciaría su partida y
después su familia recibiría vagas garantías de
que Dorji y Jigme irían al espacio para preservar
el legado cultural de Bután. Garantías que eran,
Doob estaba bastante seguro, falsas. Dentro de
quince meses aquella gente iría a la muerte
consolándose con esa creencia.
Ahora comprendía su trabajo con claridad.
¿Por qué la gente condenada de la Tierra no se
volvía totalmente loca? Por supuesto que se
habían producido algunos estallidos de
desobediencia civil, pero, por lo general, la gente
se lo estaba tomando con una tranquilidad
sorprendente.
Era porque actos como aquel se celebraban en
todas las ciudades y provincias con más de
algunos centenares de miles de personas, y
estaban organizándolos tan bien como para
convencer a la gente de que el sistema
funcionaba.
374
De niño había leído el mito griego de Teseo y
el minotauro, que se fundamentaba en la premisa
de que por alguna razón habían convencido a la
gente de Atenas de elegir siete doncellas y siete
muchachos al azar cada pocos años para ir a Creta
y servir de alimento para el monstruo. Siempre le
había parecido el punto débil de una historia
estupenda. ¿Quién haría algo así? ¿Quién
escogería a sus hijos al azar para enviarlos a
semejante destino?
La gente de Bután, por ejemplo. Y la gente de
Seattle, y la del distrito Canelones del sur de
Uruguay y la del Gran Ducado de Luxemburgo, y
la de la isla Sur de Nueva Zelanda, lugares que
Doob visitaría durante las dos semanas siguientes
para recoger a las doncellas y a los chicos
escogidos al azar. Lo harían si creían que eso iba a
protegerlos.
Como le había dicho Mario, Doob recibió
algunos artefactos de aspecto muy extraño de
manos de monjes igual de raros que, tras recoger
Doob entre las manos las ruedas de oración, los
sutras y las tallas que le ofrecían, le sonreían entre
lágrimas y retrocedían inclinándose.
375
El rey tomó de la mano a Dorji y a Jigme, de
espaldas a los dolientes, o lo que fueran aquellas
personas que les expresaban sus buenos deseos, y
le hizo un gesto a Doob como diciendo «te toca».
Doob se inclinó una última vez. Luego se
volvió y los dirigió montaña abajo.
DÍA 306
El arquete 1, enviado en Día 285, resultó tener
algunos problemas con sus propulsores de
maniobra; por tanto, el primer bolo en la historia
del Arca Nube lo formaron los arquetes 2 y 3. Los
mandaron en Día 296 y 300, respectivamente. Los
diseños de aquellos tres primeros todavía
competían entre ellos, por lo que todos tenían un
aspecto algo diferente. No importaba; estaban
destinados a ser manufacturados en distintas
fábricas y enviados en diversos cohetes pesados
desde diferentes espaciopuertos, por lo que era de
esperar que hubiese pequeñas variaciones de
estilo. Pero todos tenían en general una forma
igual: un cilindro con extremos abovedados. Eso
se debía a que para cumplir con su función básica
de mantener con vida a seres humanos era
ineludible presurizarlos y, tarde o temprano, la
376
presión hacía que todo se volviese redondo.
Dinah pensó que los cascos de presión se parecían
a los grandes tanques de propano líquido que se
veían junto a las cabañas y habitáculos móviles
que había en los campamentos mineros rurales de
cuando era niña. Otros los comparaban con los
vagones cisterna de los trenes o con perritos
calientes cortos.
No eran más que grandes latas de aluminio
con bóvedas soldadas en los extremos. El espesor
de las paredes de la lata era de alrededor de un
milímetro. Las bóvedas eran algo más robustas.
La parte más gruesa y resistente del casco se
encontraba allí donde las bóvedas conectaban con
los extremos de la lata. Eran como una botella de
plástico de las de refresco, cuyas delgadas
paredes se podían aplastar con una mano al
quitar el tapón, pero que resultaba rígida y fuerte
cuando estaba presurizada. O al menos eso era lo
que la NASA contaba a la gente alarmada por la
idea de vivir a un milímetro de distancia del vacío
del espacio.
Los primeros arquetes se enviaron desnudos y
lisos, pero los cientos que se lanzarían después
estarían vestidos con chaquetas de tejido
377
translúcido, doblado y arrugado durante el paso
por la atmósfera, protegidos bajo cubiertas de
fibra de vidrio. Una vez en el espacio, la cubierta
se hincharía para formar un casco externo flexible
algo mayor que el interior. En ese espacio entre
cascos es donde iban a producir la comida,
empleando la luz del sol que entraría difusa por
la tela. No estaba claro todavía si cada arquete
sería autosuficiente en cuanto a la comida —
probablemente no—, pero producir algo de
comida era mejor que no producir nada. Tener
algo verde a bordo ayudaba a reducir la carga de
los limpiadores de CO2, y tener agua entre los
humanos y el espacio ayudaba a reducir la
radiación entrante.
Uno de los extremos tenía un punto de
atraque, que la jerga de relaciones públicas de la
NASA llamaba puerta principal. El nombre no era
del todo preciso, porque era la única puerta. Una
vez sellados en el interior del casco presurizado,
los ocupantes solo podrían salir atracando el
arquete en algo que al otro lado tuviese aire
respirable.
El lado opuesto del arquete era la sala de
calderas. En el exterior estaba el generador
378
nuclear del tamaño de un cubo de basura que
suministraba energía eléctrica. A su alrededor
había varios puntos para conectar tuberías, tomas
eléctricas, sistemas de enfriamiento y demás,
ninguno de los cuales se usaría a menos que
varios arquetes decidiesen unirse y formar un
grupo semipermanente.
Los anillos gruesos y resistentes donde las
bóvedas se unían al cuerpo principal servían
como puntos de unión para cualquier cosa de
naturaleza estructural, todo lo que pudiese
producir fuerzas significativas sobre el cuerpo del
arquete. De los anillos salían ocho radios cortos y
gruesos que se extendían hasta piezas en forma
de halo donde estaban fijados los propulsores y el
equipo de anclaje. Esas partes se enviaban dentro
del arquete y, una vez en el espacio, los
astronautas los sacaban por el punto de atraque y
los encajaban en gravedad cero. Los halos
también servían para tensar y estabilizar el casco
externo hinchable en los arquetes que lo tuviesen,
pero en las tres primeras unidades de prueba
salían al espacio como ruedas de bicicleta,
marcados con las pequeñas toberas de los
propulsores y enmarañados de tuberías.
379
Cubriendo la distancia entre el halo de la
puerta principal y el halo de la sala de calderas
había una única pieza larga y delgada, con una
articulación en el extremo delantero, de forma
que, cuando fuese necesario, podría abrirse y
extenderse hacia un lado del arquete hasta una
distancia de unos diez metros. Montado en los
extremos de ese brazo había una cámara, un
objetivo y un dispositivo electromagnético de
sujeción, que solían llamar la zarpa. Un cable iba
desde la zarpa, recorriendo el largo del brazo,
hasta una bobina cerca del punto de atraque,
donde había doscientos cincuenta metros de cable
enrollado como en un carrete de pescar. El brazo,
la zarpa, el cable y el carrete estaban destinados a
realizar una maniobra concreta, nunca intentada
antes, que los documentos oficiales de ingeniería
de la NASA llamaban operación de acoplamiento
de bolo, pero que para todo el mundo era el
«choca esos cinco».
En Día 306, después de montar y comprobar
los arquetes 2 y 3, se inició la primera operación
de acoplamiento de bolo. Se realizó a varios
kilómetros de distancia de Izzy. Se hizo en
secreto, por si fallaba, pero se grabaron muchos
380
vídeos, por si tenía éxito. La operación tiene
muchos modos posibles de fallo, que en la jerga
de ingeniería quería decir que podía fallar de
tantas formas que intentar pensar en todas
resultaba imposible. Por tanto, cada arquete
necesitaba un piloto cualificado: alguien que
supiese de mecánica orbital y propulsión de
naves espaciales lo bastante como para poder
pasar a modo manual y controlar una nave
desbocada. En la historia había habido muy pocas
personas con esas características y solo cuatro de
ellas estaban a bordo de Izzy. En aquel momento,
en la superficie, miles de jóvenes seleccionados en
el Gran Cleroterion aprendían a pilotar arquetes
virtuales en simulaciones de vídeojuego, pero
ninguno de ellos estaba preparado o en órbita.
Así que Ivy acabó controlando el arquete 2, con
Dinah de pasajero y ayudante. El piloto del
arquete 3 fue un recién llegado, Markus Leuker,
un piloto de las fuerzas aéreas suizas
reconvertido en astronauta y veterano de dos
misiones anteriores en la ISS. Su pasado de piloto
de aviones de combate de gran potencia por los
valles alpinos era un buen currículum para el
trabajo. Su ayudante era Wang Fuhua, uno de los
primeros taikonautas chinos en llegar a Izzy unos
381
meses antes, durante los primeros días de los
pioneros.
Tras una buena noche de sueño y un
desayuno ligero, los cuatro participantes se
reunieron en la Banana para repasar por última
vez los detalles con los ingenieros de la Tierra,
luego ascendieron por un radio hasta el entorno
ingrávido de N1 y flotaron subiendo por el
Rimero —el eje central de la estación espacial—,
esquivando plataformas de trabajo y zonas
temporales de almacén para llegar a un nodo de
atraque que, tras algunos giros y otras maniobras,
los llevó hasta un tubo de hámster. Uno tras otro
se metieron por él. Dinah, que iba la tercera, tras
Markus, tuvo dificultades para mantenerse a su
altura; las suelas del hombre no hacían sino
alejarse cada vez más.
—¡Es como escalar el Daubenhorn —dijo él en
cierto momento—, pero sin el incordio de la
gravedad!
—¿Eso es una montaña? —preguntó Dinah. El
tubo de hámster era largo y le pareció que algo de
conversación intrascendente la ayudaría a
deshacer el nudo del estómago.
382
—Sí, un famoso klettersteig donde crecí. Uno
de estos días deberías ir a verlo.
Una falta de delicadeza habitual entre la gente
que había llegado hacía poco a Izzy era hablar de
la Tierra como un lugar al que era posible
regresar. Como si estuviesen en una misión
temporal como cualquiera de las anteriores.
Dinah no dijo nada. Markus se daría cuenta del
error si no lo había hecho ya.
—¡Ah, vale! —reaccionó. Sí, se había dado
cuenta.
—¿Qué es un klettersteig? —preguntó Dinah
mientras intentaba avanzar.
—Es subir una montaña que ya está
preparada con cables, escaleras y demás.
—Para que sea más fácil —supuso Dinah.
—No, no. No es fácil. Es la forma de poder
realizar una ascensión imposible y lograr que solo
sea extremadamente difícil.
—Vale —dijo Dinah—. Entonces es una buena
metáfora de lo que intentamos hacer aquí.
—¡Sí, supongo! —dijo Markus con bastante
383
alegría.
Llegaron a un cruce de tubos y tras examinar
las anotaciones a rotulador que habían dejado en
las paredes otros viajeros, se separaron. Dinah
llevó a Ivy hacia la derecha, y Fuhua y Markus
siguieron de frente. Tras pasar tres puntos de
atraque ya ocupados, e intercambiar saludos
rápidos con los que vivían en las cápsulas al otro
lado, llegaron al final del tubo y pasaron por el
puerto de atraque.
Entraron flotando en un espacio tubular de
cuatro metros de diámetro y doce de largo,
iluminados con leds de un azul helado. La pared
era un cilindro liso de aluminio, marcado con
códigos de barras y con el número de referencia
de la fábrica. Una soldadura larga y recta lo
recorría de un lado a otro. La curva de la sala de
calderas, al otro lado y atravesada por múltiples
tuberías y conexiones eléctricas, era visible a
través de una rejilla plana de fibra de vidrio, un
disco de material industrial para pasarelas que
tenía un desagradable tono de verde. Una
escalera, fabricada con el mismo material, subía
desde la puerta principal, por la que entraron
Dinah y luego Ivy. Dinah pensó de inmediato en
384
Markus y su klettersteig. No hacía falta una
escalera a menos que fuera a haber gravedad o
algo parecido. La rejilla al otro lado del arquete
acabaría sirviendo de suelo.
O como un suelo… el piso inferior. El arquete
era lo suficientemente largo como para dividirse
verticalmente hasta en cinco pisos por el simple
procedimiento de encajar más rejillas. Para tal
propósito, a intervalos regulares había tacos
fijados a las paredes, pero todavía no habían
instalado las rejillas.
Dinah se empujó contra el travesaño más alto
de la escalerilla y voló hacia abajo hasta poder
parar el impulso contra la rejilla de la sala de
calderas. Luego se giró, de forma que tocaba la
rejilla con los pies y la cabeza apuntaba hacia
arriba, hacia la puerta principal. Se quedó así,
mirando varias pantallas planas, montadas en las
paredes a la altura de los ojos. Servían como
indicadores de estado y paneles de control para el
equipo montado en el exterior de la bóveda. En
aquel momento solo le importaba la pequeña
instalación nuclear. Había una pantalla para ella
sola. La tocó para activarla. Apareció una interfaz
gráfica que indicaba la temperatura de la bolita de
385
plutonio en el núcleo, el nivel de suministro, los
parámetros de estado y de revoluciones por
minuto del motor Stirling que convertía el calor
en energía eléctrica, y el nivel de carga de las
baterías y supercondensadores que servía como
depósito intermedio para almacenar la energía
cuando no era necesaria y suministrarla cuando lo
era. Todo parecía normal. La verdad es que no
podían fallar. Estaba recién fabricada.
Pasó a otra pantalla que ofrecía información
sobre el conjunto de impulsores montados en el
halo que había justo fuera. Los arquetes no tenían
muchas ventanas; solo podías mirar al exterior en
el extremo delantero, donde habían dejado un par
de pequeños ojos de buey adyacentes al equipo
de atraque. Justo debajo de uno de ellos estaba lo
que los ingenieros llamaban un sofá y que un
observador normal probablemente habría descrito
como una cara silla de jardín que, de alguna
forma, había logrado llegar al espacio. Ivy ya se
había atado al sofá y despertaba otro panel de
pantallas planas allí situado. Dinah la oía
murmurar a través del micrófono fijado en la
cabeza que había conectado al conjunto de cajas
de plástico que ejercían de panel de control de
386
aquel peculiar sistema. Iba repasando una lista de
verificación con la ayuda de control de misión y
hablaba con Markus, que ya debía de estar fijado
a los controles del arquete 3.
Mirando a su alrededor, Dinah vio el destello
de la lente de una cámara, no más grande que el
ojo de un cuervo, encajada en un pequeño
reborde de plástico en la pared, en medio del
arquete.
Luego, sin motivo ni razón, se puso a llorar.
Era sorprendente lo poco que había llorado.
Ciertos mensajes en código morse de Rufus
hacían que se abriesen las compuertas. Ivy y
Dinah se permitían derramar lágrimas en
compañía y alguna otra persona, como Luisa, se
había unido hacía poco al club. Pero siempre
había algo que hacer, alguna emergencia de la
que ocuparse, siempre gente por los alrededores
mirándote. No había intimidad. Aquel arquete
vacío era el volumen más grande de espacio
ininterrumpido y desocupado en el que Dinah
había estado desde que embarcó, año y medio
antes, en la cápsula Soyuz, allá en Baikonur. Le
resultaba grande y en su interior se sentía sola,
387
por eso no pudo controlarse. Sabía que la cámara
la miraba, que la grababan en vídeo digital y que
almacenarían las imágenes. En ese mismo instante
los psicólogos de Houston podían estar
evaluando su capacidad para cumplir con sus
obligaciones. Pero le daba igual; hacía tiempo que
le daba igual lo que pensasen los de Houston.
Una vez que empezó a llorar, el llanto adoptó un
impulso imparable y tuvo que dejar que saliera
durante un rato. Sus pensamientos abandonaron
el tema de su familia y su situación, y pasaron a
los arqueros que vivirían y morirían en latas
como aquella. Si no salía bien, si la propia idea del
Arca Nube no era más que un engaño, como
decían algunos, entonces era posible que las
últimas ideas e impresiones grabadas por un alma
humana se produjeran en un entorno exactamente
igual a aquel. Y quizá Dinah fuese esa alma.
El problema de llorar en gravedad cero es que
las lágrimas no te corren por las mejillas. Se
acumulan formando sacos que se balancean
alrededor de los ojos y tienes que soltarlas con la
mano o limpiarlas. Dinah no tenía nada con lo
que limpiarse y los monos de plástico que
llevaban eran famosos por lo poco que absorbían,
388
así que flotó hasta el fondo del arquete, mirando a
la luz de las pantallas de control a través de
bolsas de agua tibia y salina.
—¡Pues sí que me ayudas! —le gritó Ivy
después de que pasasen unos minutos.
—Lo siento —soltó Dinah—. Era necesario
para la misión.
—Intenta no cortocircuitar nada. Las lágrimas
conducen la electricidad.
—Creo que todo es a prueba de pis. Recuerda
que lo han diseñado para no profesionales.
—¡Y que lo digas! —bufó Ivy—. La interfaz de
usuario es tan sencilla que no puedo hacer nada.
Algo blando chocó contra la cabeza de Dinah.
Por entre las lágrimas entrevió un objeto blanco
que iba hacia el panel de uso fácil que servía para
controlar el reactor nuclear. Al cogerlo en el aire,
reconoció un paquete de pañuelos de papel. Un
artículo muy valioso en el mercado negro. Lo
abrió, sacó unos pocos e inició el delicado proceso
de absorber globos de lágrimas sin convertirlos en
chorros de gotitas capaces de cortocircuitar el
equipo.
389
—Buenooo, ¡ay Dios! ¿Qué pensaría Markus si
te viese? —dijo Ivy.
A Dinah le llevó un momento entenderlo.
—¿Él y yo? ¿Tú crees?
—Es tan evidente… —Después de unas
primeras semanas emocionantes, las cosas se
habían ido enfriando con Rhys. No había
problema. Fácil viene, fácil se va. Nunca lo había
contemplado como una pareja estable. Los
momentos que habían estado viviendo, y el lugar
donde habían estado viviendo, no eran
precisamente los más adecuados para producir
parejas estables. Luisa, en su modo de
antropóloga, había observado los acoplamientos
espontáneos y en general cortos de los habitantes
de Izzy con una combinación de diversión irónica,
fascinación científica y envidia sincera e hilarante.
—No sabría decirte —dijo Dinah—.
Comprendo a qué te refieres, pero se me antoja
un poco capitán Kirk.
—Te hace falta un poco de capitán Kirk en
tu…
—¿En mi qué?
390
—En tu vida. Rhys es demasiado
introspectivo.
—¿Es un eufemismo?
—Está deprimido.
—Vaya, ¿por qué será?
—No, no por eso. No por el fin del mundo y
la muerte de todos. Me refiero a que cuando está
trabajando en un proyecto rebosa energía pero en
cuanto acaba… como que se desmorona.
Dinah tenía en la punta de la lengua un
comentario porque esa observación se ajustaba
muy bien a la forma de hacer el amor de Rhys,
pero se contuvo.
—¿Eres consciente de que lo están grabando
todo?
—Acostúmbrate —le dijo Ivy. Dinah sintió
que se encogía de hombros a doce metros de
distancia—. Agárrate, voy a darle un poco de vida
a los propulsores delanteros… Vamos a salir
marcha atrás del aparcamiento.
No bromeaba. Los propulsores emitieron
como una pequeña explosión al activarse. Dinah,
391
que no estaba agarrada a nada, sintió un
momento de desorientación cuando el arquete
entero se movió hacia atrás mientras ella seguía
inmóvil. La rejilla verde se alejó de ella y la puerta
principal se acercó, pero tan despacio que solo
tuvo que alargar la mano y moverla por la
escalera para controlar su movimiento relativo.
En unos segundos el extremo delantero del
arquete llegó hasta ella y Dinah se detuvo
presionando contra un soporte del sofá de Ivy.
Junto a él había un nudo de cintas y almohadillas,
como un arnés de escalada, en el que Dinah
invirtió unos minutos para desenredarlo y
meterse dentro. Las explosiones de los
propulsores, los silbidos y los chasquidos de las
tuberías asociadas, e Ivy murmurando al
micrófono acompañaban a Dinah mientras se
aseguraba y se colocaba un auricular. Así podía
oír las transmisiones entrecortadas de estilo
militar entre Ivy, Markus y el control de Izzy.
Cada pocos minutos intervenía un ingeniero de
Houston con una pregunta o un comentario.
Cuando estuvieron bien lejos de Izzy,
iniciaron un encendido programado de unos
segundos que las llevó a una órbita ligeramente
392
superior. Durante un momento por las ventanillas
solo pudieron ver espacio vacío. El Sol debía de
haber salido sobre el borde de la Tierra, porque en
la pared aparecieron brillantes puntos redondos.
Ivy dijo:
—Tengo a Tres en el radar y activo PAM. —El
acrónimo de tres letras para piloto autónomo
monitorizado. La operación que estaban a punto
de ejecutar —el «choca esos cinco»— se
consideraba demasiado delicada para permitir
que la hiciesen pilotos novatos. Tendría que ser
una operación completamente robótica, pero los
algoritmos y los sensores que indicaban lo que
estaba pasando eran nuevos, así que a los
controles tenían que ir pilotos experimentados,
para mirar por la ventana y tomar el control si el
piloto robot empezaba a comportarse mal.
Los propulsores se pusieron a restallar a un
ritmo diferente, un tamborileo de pequeñas
igniciones muy diferente a como los operaría un
ser humano. El campo estelar pasó por las
ventanas, las manchas de luz solar se movieron
por las paredes, y de pronto el arquete 3 apareció
a unos cien metros de distancia. También volaba
393
bajo PAM y se situó de forma que su puerta
principal las mirase a ellas. Dinah contuvo el
impulso de saludar con la mano a Markus y
Fuhua. No sería profesional y en cualquier caso
no la verían a través de las diminutas ventanillas.
Un delgado brazo blanco surgió de un lado
del arquete 3 y se ajustó en su posición, extendido
a un lado. Poco después oyeron y sintieron que su
brazo hacía lo mismo y siguieron una animación
en la pantalla plana.
—Activando la cámara de zarpa —murmuró
Dinah. Tocó un control que llenó la pantalla con
un vídeo de alta resolución en el que se veía el
teleobjetivo montado al final del brazo. Al
principio solo mostró una punta azul de la
atmósfera terrestre en una esquina. Luego se
movió en la pantalla un patrón del objetivo, que
se hizo más lento y retrocedió. Todo eso
acompañado de un ruidito fino de los
propulsores. La imagen era asombrosamente
cercana y clara. Comparada con la vista directa de
la portilla, Dinah podía ver el objetivo al final del
brazo extendido del arquete 3, diminuto a aquella
distancia. Pero el sistema de visión artificial que
controlaba la pequeña nave ya lo había
394
encontrado, lo había reconocido y…
—Objetivo fijado —dijo Ivy—. Os vemos,
Tres.
—Os vemos, Dos —respondió Markus—.
Seguimos.
Procedió con un disparo más largo de los
propulsores delanteros, que los hizo avanzar lo
suficiente para que Dinah sintiese la presión en el
trasero, como si las correas del arnés se tensaran.
El objetivo se movió un poco, pero enseguida
volvió a fijarse. Dinah podía ver cómo crecía el
arquete 3. Iban bajando en una pantalla números
que indicaban la distancia entre naves o, para ser
exactos, entre las respectivas zarpas extendidas.
—Todo va según lo previsto —dijo Ivy, pero
una voz digital que surgió del rudimentario
sistema de altavoces del arquete ahogó la última
palabra:
—La operación de acoplamiento de bolo entra
en su fase final. Prepárense para la aceleración. —
Luego, siguiendo el estilo clásico de la NASA, la
cuenta atrás—: Cinco, cuatro, tres, dos, uno,
sujeción iniciada.
395
Al llegar a uno, el patrón de la pantalla
desapareció oculto en la sombra, porque estaba
demasiado cerca para que la cámara lo viese. Las
zarpas del arquete 2 y del arquete 3 se juntaron,
como corredores que intercambian un saludo
entrechocando las manos al pasar en sentidos
opuestos. Por el brazo se propagaron extraños
ruidos hasta la concha dura del arquete.
—Sujeción lograda —dijo la voz.
Por fin Dinah identificó el ruido agudo como
el sonido del cable desenrollándose del carrete.
Sintió un tirón en el estómago cuando el arquete
ejecutó medio salto mortal e invirtió la dirección,
de forma que apuntaba a su compañero de bolo.
Como llevaba semanas estudiando la
maniobra sabía que los dos arquetes estaban
ahora unidos por un cable. Habían volado
pasando uno junto al otro, pero la tensión de ese
cable los había girado de forma que ahora se
apuntaban entre sí. Verificó esa situación echando
un vistazo por la ventana, lo que le permitió ver el
morro del arquete 3 retrocediendo al alejarse de
ellas. El rollo de cable colocado cerca del puerto
de atraque estaba en movimiento y se
396
desenrollaba a medida que las dos naves se
alejaban. Justo en el centro, los cables de los
arquetes 2 y 3 estaban unidos por medio de un
dispositivo de acoplamiento que podían soltar
remotamente cuando tomasen la decisión de
separarse.
—Enhorabuena, bolo uno —dijo un ingeniero
desde Houston—. El primer acoplamiento
autónomo de dos naves espaciales para crear un
sistema rotatorio que produce una gravedad
simulada igual a la de la Tierra.
La Tierra apareció bajo la otra mitad del bolo
uno y Dinah notó una sensación en la garganta
que al cabo de cinco minutos acabó en vomitona.
Los dos arquetes ya se movían lentamente uno
alrededor del otro y producían una pequeña
cantidad de gravedad simulada, incluso menos de
la que podían experimentar en la Banana. Pero el
sistema PAM no se contentó con eso. Cuando los
dos arquetes estuvieron lo suficientemente
separados, de forma que no pudiesen hacerse
daño el uno al otro con los gases de salida de los
propulsores, el sistema inició un encendido más
largo que, en combinación con el lento despliegue
del cable, hizo que sus oídos internos pasasen por
397
algunos cambios inquietantes. El sonido de los
cables cambió cuando los frenos automáticos se
activaron para ralentizar el despliegue y evitar un
tirón al final. Durante unos momentos se hizo el
silencio; luego, otro encendido de propulsor, más
largo y en dirección lateral, para aumentar la
velocidad de rotación del bolo.
—¡Joderrr! —fue lo único que Dinah pudo
decir durante el primer minuto o dos.
Experimentaban la gravedad normal de la
Tierra, por primera vez en más de un año.
Markus, que solo llevaba unos días en órbita,
sonaba genial. A juzgar por lo que oían en los
auriculares, se había soltado del asiento del piloto
y se movía por todo el arquete 3 como si fuese el
Daubenhorn.
Pasaron varios minutos antes de que Ivy y
Dinah pudiesen moverse. Y por momentos a
Dinah le pareció que podía estar muriéndose.
—¿Es posible desmayarse si ya estás tendida?
—preguntó.
—Quedaos en posición —decía una voz de
Houston, remota, distante, como si gritase por un
398
megáfono a cuatrocientos kilómetros de
distancia—. La caída al fondo del arquete es larga.
Una caída larga. Dinah ya había dejado de
pensar en términos de arriba y abajo. Para ella la
idea de caer había perdido todo sentido. En órbita
siempre estabas cayendo, pero nunca chocabas
contra nada. Se arriesgó a girar la cabeza para
mirar la rejilla de abajo y eso fue lo que la llevó a
coger la bolsa para el mareo.
DÍA 333
Doob sabía desde hacía un tiempo que no era
el pariente más cómodo del mundo. Sin embargo,
durante sus últimas diez semanas en la Tierra
temió que con su afición por acampar estaba
forzando la paciencia de su familia más allá de
cualquier límite humano.
Hasta aquel momento, su idea de una
escapada había sido tenderse en la terraza de un
hotel europeo fumando un puro y bebiendo
brandy. A menudo sus obligaciones de astrónomo
lo llevaban a lugares remotos, como la cumbre del
Mauna Kea, donde hacía el esfuerzo de salir al
exterior, congelarse durante unos minutos,
comentar lo asombrosa que era la vista y lo claro
399
que estaba el aire, y entrar para sentarse tras el
ordenador y mirar imágenes en la pantalla.
Acampar y, en general, la vida en la naturaleza,
no formaba parte de la cultura de su familia, que
tendía a considerar mucho mejor estar bajo un
buen techo, en un espacio calentito, con las
puertas cerradas, con comida abundante
friéndose y asándose en una cocina moderna y
bien equipada. Siempre había admirado a sus
colegas biólogos y geólogos, que podían echarse
al camino casi de inmediato con la mochila bien
cargada y vivir vidas aventureras en lugares
exóticos. Pero los había admirado en la distancia.
Su excursión a Moses Lake con Henry lo había
transformado en un converso tardío a la vida en
la naturaleza y le había dejado con una cantidad
considerable de material moderno que,
curiosamente, se moría por usar. También le
había hecho efecto la visita a Bután, a la que
habían precedido unos cuantos largos vuelos por
el Pacífico y una breve estancia en un
portaaviones: lugares artificiales, reducidos y
atestados, no muy diferentes del lugar donde
pasaría el resto de sus días. Luego, durante unas
benditas horas, había bajado del helicóptero para
400