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Published by snullbug20, 2019-02-03 14:46:41

Seveneves -Neal Stephenson

enseguida recordó lo que pasaba.




Atravesó la puerta que llevaba al Tanque.




La puerta la flanqueaban dos personas que no


hacían nada… se limitaban a estar allí. Raro.




Vio que las dos llevaban en el cinturón


dispositivos que no reconoció.




Se dio cuenta de que eran pistolas eléctricas.




Antes de asumir lo que estaba pasando, una


de las personas —que reconoció como Tom van


Meter, ingeniero y fortachón— asintió


amablemente y le abrió la puerta.




El espacio del Tanque era como un cuarto del


de la Granja. No era más que una sala de



conferencias de tamaño medio donde, en ese


momento, había seis personas sentadas alrededor


de la mesa trabajando con portátiles y tabletas. Al


fondo estaba la puerta que llevaba al despacho de


Markus. Estaba entreabierta. Ivy la cruzó y, por


primera vez desde que tres años antes había


llegado a Izzy, se sintió inquieta por hacerlo,



como si alguien fuese a saltarle encima para darle


una descarga eléctrica. Pero Markus estaba


sentado hablando con Doob como si nada.




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—¿Has estado siguiendo Paramebulador? —le


preguntó Markus.




—Sí. Después del cambio de rumbo, hace


unos minutos.




—El comportamiento de la nube no fue como


esperábamos.




—Había algunos rezagados.




—Todavía los hay —dijo Doob y le señaló una


proyección en la pared.




—Parecía que eran todos recién llegados —


dijo Ivy—. Módulos de carga, transportes de


pasajeros del Derroche. Doy por supuesto que



todavía no se han conectado con la nube y no van


con el programa.




—Todo eso es cierto. E igualmente es


peligroso —dijo Markus.




—Por supuesto.




—Me desconcentra.




—Me ocuparé de todo.



—En lo que se refiere a los bólidos, los



sistemas funcionan bien y Doob sigue las





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anomalías. Pero tengo que delegar en ti, Ivy, el


problema de los rezagados.




—Dalo por hecho.




—Los destruiremos si es necesario.




—¿Cómo lo haríamos, Markus? No tenemos


torpedos de fotón.




—Tenemos un módulo lleno de muertos


congelados —respondió Markus— de los que


tenemos que deshacernos de todas formas. Yo


estaría encantado de lanzarlos en dirección a



cualquier rezagado que ponga en peligro el Arca


Nube.




—Lo tendré en cuenta —dijo Ivy—, como


elemento de negociación.




Entró Luisa, algo trastornada, con la cara


bañada en lágrimas.




—¿Luisa? —dijo Markus amablemente—.


¿Descubriste lo que pasaba en la Cápsula


Crédula?




—Algunas personas están muy emocionadas


—dijo Luisa—, como es de esperar. Nada


peligroso. El que dijo que era un altercado estaba





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un poco paranoico.




—Gracias por ir a mirar.




—Por cierto… ¿tienes guardias armados en la


puerta del Tanque?




—Seré breve porque estoy ocupado —dijo


Markus—. Mi impresión es igual que la tuya.


Pero no estoy aquí para expresar mis ideas sino


para llevar a cabo ciertas operaciones lo mejor que


pueda. No quería ser el rey del universo, pero



ahora lo soy. Todo lo que he estudiado de la


historia de la civilización humana, por


desagradable que pueda resultar, me dice que


alguien en mi posición debe tener seguridad.




El rostro de Luisa dio a entender que podría


presentar todo tipo de objeciones. Pero se


controló y dejó escapar un suspiro.




—Lo hablaremos más tarde —dijo.




—Bien.




—¿Sabes lo que pasa ahí abajo?




—Puedo imaginármelo. No es asunto mío.




—Vale, pero creo que el rey del universo


pronto tendrá que ofrecer un comunicado.



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—Ya lo he preparado —dijo Markus.




—¡Ah, sí, claro!, que ya lo tendrías preparado.


¿Cuándo pensabas emitirlo? Porque hay muchas


personas a las que tranquilizar.




—¿Una de esas personas eres tú, Luisa? —


Markus hizo la pregunta seco, pero no sin


cortesía.




Luisa se puso tensa. Ivy se preparó para verla


saltar, pero la expresión del rostro de Luisa



cambió al darse cuenta de que Markus no


pretendía ofender sino que pedía información.




—Sí —respondió—. Hace unos minutos, un


muro de agua de treinta metros de alto golpeó


Manhattan. Asumo que lo mismo ha pasado en


toda la costa este. Estaba oyendo el servicio


religioso en la catedral de San Patricio cuando


dejó de emitir.




Markus asintió y cambió la imagen de la


proyección a una de la Tierra en directo.




A Ivy le impresionó ver lo mucho que se



había extendido el fuego en los pocos minutos


que llevaba ahí dentro.




Sacó el teléfono del bolsillo y descubrió una


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serie de mensajes que Cal había enviado en los


últimos minutos.




«Eh».




«¿Estás ocupada?».




«OK Asumo que te han reclamado».




«Por si nos cortamos Te quiero».




«Buscaré una sirena como dices pero no será


sustituta para ti».




«Perdí contacto con Norfolk. No tengo cadena


por encima».




«Caramba se está poniendo caliente».




«Inmersión».




«Adiós».




Y el último mensaje de la serie era una


fotografía tomada con la cámara del móvil. Ivy


tuvo que entretenerse en ampliarla y moverla


para entender qué veía. Cal había hecho la foto de


pie en la torreta del submarino, mirando escalera


arriba hacia la escotilla abierta, de modo que se


veía una porción de cielo como si padeciera de



visión túnel.





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El cielo estaba en llamas.




En la otra mano Cal sostenía el anillo de


compromiso, una sencilla banda de titanio pulido.


Lo sostenía entre el pulgar y el índice y había


hecho la foto a través del anillo, que quedaba



concéntrico con el disco de cielo ardiente.



Alzó la vista. Habían pronunciado su nombre.




—La mía acaba de desaparecer —le dijo Doob.




—¿Disculpe, doctor Harris? —dijo Ivy, los


buenos modales de la Orma podían más que las



circunstancias.



—He estado preparándome para la despedida



final con Amelia y con los niños —dijo Doob.


Hablaba tranquilamente, sin emoción visible,


como si contase una anécdota ligeramente


sorprendente—. Pero ya sabes que la


comunicación se ha ido deteriorando durante los


últimos días y lo cierto es que no nos hemos


despedido.




—Muy bien —dijo Markus—. Emitiré el


comunicado.




«CALIENTE COMO PARA TOSTAR



PATATAS EN EL CAPÓ DEL CAMIÓN»


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«ENTRA PAPÁ»




«NO BROMEABAN CON LOS EFECTOS


TÉRMICOS. PINTURA BURBUJEA»




«YO TAMPOCO BROMEO TIENES QUE


ENTRAR»




«TENGO UNA MANTA ESPACIAL PARA


PROTEGERME CUANDO SALGA


CORRIENDO»




«POR AMOR DE DIOS ÚSALA PAPÁ»




«AH PERO ENTONCES YA NO PODRÉ


CHARLAR CONTIGO DINAH»




«Y SI EXPLOTA EL TANQUE DE


COMBUSTIBLE»




«JA JA LO VACIAMOS PARA EL


GENERADOR. NOS ADELANTAMOS»




«DIOS ERES UN LISTILLO»




Dinah estaba mandándolo, dando gracias


porque el código morse todavía funcionase, con la



visión cubierta por las lágrimas y la voz tomada


por los sollozos, cuando sonó una voz por un


altavoz. Era Markus.







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—Soy Markus Leuker.




—Sé quién eres —respondió Dinah, pero


enseguida se dio cuenta de que Markus hablaba


para todo el Arca por el sistema de comunicación


pública, que se suponía llegaba a todas las



esquinas de Izzy y todos los arquetes. Lo habían


probado varias veces con mensajes grabados con


antelación, pero nunca lo habían usado de


verdad. Markus lo consideraba una reliquia del


siglo XX y lo odiaba; la comunicación debería ir


dirigida a alguien en concreto, la gente ocupada


no tenía por qué sufrir la interrupción de una voz


incorpórea que salía por los altavoces.




—La Constitución del Arca Nube ha entrado



en vigor.



Dinah tomó aliento, sabiendo lo que eso



significaba. Markus lo explicó.




—Eso significa que todas las naciones‐Estado


de la Tierra, y sus Gobiernos y Constituciones, ya


no existen. Sus cadenas de mando civil y militar


ya no existen. Los juramentos de cargos que


hubiéramos podido hacer, las lealtades anteriores,


las fidelidades que creyéramos tener, la


ciudadanía que tuviésemos, todo eso ha




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desaparecido para siempre. Los derechos


concedidos por la Constitución del Arca Nube, ni


más ni menos, son vuestros derechos. Ahora


estáis sometidos a las leyes y responsabilidades



de la Constitución del Arca Nube. Ahora sois


ciudadanos de una nueva nación, la única nación.


Que dure largo tiempo.




Le dio a la palanca:




«MARKUS ACABA DE ANUNCIARLO»




«¿QUIÉN LO NOMBRÓ JEFE?».




La transmisión de Rufus empezaba a fallar.


Dinah se limpió los ojos y miró por la ventana


para ver la Tierra rodeada por un cinturón de


fuego. Las estelas de los meteoritos, que antes


habían formado un patrón de líneas brillantes, se


habían combinado para formar un continuo


cegador de aire supercaliente que había prendido



fuego a todo lo que hubiese en la superficie y


pudiese arder. Como la mayoría de las rocas


llegaban por el ecuador, el cinturón de luz y


fuego era más intenso allí; pero al norte y al sur


había grandes zonas de la superficie en llamas, y


el cinturón se ensanchaba hasta alcanzar las


latitudes altas de Canadá y Sudamérica.




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Envió:




«A PUNTO DE PERDERTE. DILE BOB, ED,


GT Y REX QUE LOS QUIERO. Y BEV»




«YA LO HE HECHO LO HARÉ OTRA VEZ.


DIOS HACE CALOR»




«ENTRA PAPÁ»




«NO TE PREOCUPES ESTOY JUSTO EN LA


PUERTA. PUEDO OÍRLOS CANTAR “PAN DEL


CIELO”»




«ENTONCES VE A UNIRTE AL CORO


PAPÁ»




«VALE BOB Y ED VIENEN A AGARRARME.


ADIÓS CARIÑO HAZ QUE NOS SINTAMOS



ORGULLOSOS QRT»



«QRT QRT QRT QRT»




No se dio cuenta de cuántas veces lo enviaba.




Más tarde dejó de sollozar imaginando lo


sucedido: sus hermanos, Bob y Ed, vestidos con



trajes ignífugos de bombero, saldrían corriendo


por la entrada de la mina para sacar a papá de la


camioneta, lo envolverían en la manta espacial


para evitar que el cielo lo cociese y lo arrastrarían



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al interior. Una placa de acero de dos centímetros


y medio cerrando la puerta, los soldadores


trabajando para colocar gruesos remaches que


aguantasen cinco mil años. Después, la



maquinaria pesada se puso en marcha y colocó


toneladas de piedra y gravilla contra la placa de


acero para reforzarla contra ondas expansivas que


pudieran sacarla de su marco.




Luego el silencio, excepto quizá por los golpes


distantes de los impactos de los meteoritos.


Sentarse alrededor de la mesa para dar gracias y


comer la primera de unas quince mil comidas,



más o menos, que los MacQuarie y sus


descendientes tendrían que preparar y comer si


alguna vez querían escapar de aquella tumba.


Tenían quinientas personas y, al menos sobre el


papel, suficiente capacidad de cultivar comida


como para mantenerlas con vida. Dinah no tenía


claro que eso fuera sostenible. No había


incordiado a Rufus preguntando por los detalles


de su plan.




Markus seguía hablando. Les decía lo que ya


todos sabían, que la Tierra ya no existía, y que la



gran destrucción que llevaban dos años


esperando ya era cosa del pasado. Todos lo



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sabían, pero alguien tenía que decirlo.




Pidió 704 segundos de silencio: un segundo


por cada día transcurrido desde Cero. Unos doce


minutos. Durante ese tiempo quedarían


suspendidas todas las actividades que no fuesen



esenciales, y la única responsabilidad de los


supervivientes sería pensar, recordar y llorar.


Después, la Tierra tendría que quedar en el


pasado, como algo que una vez fue, y


concentrarse en lo que tenían.




Encogida en posición fetal, Dinah flotó a solas


en medio del taller, oyendo los extraños gemidos


y silbidos que salían del altavoz de la radio. Era la


única en toda el Arca Nube que sabía que su



familia seguía con vida, y que podría seguir con


vida durante mucho tiempo. No le quedaba claro


si eso era mejor o peor que saber que habían


muerto. Solo le quedaba el «haz que nos sintamos


orgullosos» de la transmisión final de su padre. El


código morse no quedaba registrado en papel o


en forma de hilo de mensajes en la pantalla de tu


tableta. Jamás podría volver atrás y releer la


conversación que acababa de mantener con



Rufus. Esperaba haber estado acertada con lo que


había dicho y que él lo recordase bien, y que esa



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noche, durante la cena, se lo contase a los demás.




Intentó llorar por todos los demás que habían


muerto, pero era excesivo. Desde el punto de


vista del sentimiento personal no era muy


diferente a leer sobre una gran guerra acontecida



cien años antes. Puede que eso fuera lo que quería


decir Markus. Aunque la catástrofe estaba


candente, tenían que obligarse a pensar en ella


como la gran hambruna de la patata en Irlanda, o


como lo que le había pasado a la gente del Nuevo


Mundo cuando llegó Colón y les contagió todo


tipo de enfermedades mortales. Había que



lamentarse, incluso horrorizarse, pero era


necesario distanciarse. Disponían de 704


segundos para lograr esa distancia.




Así que Dinah se puso a pensar cómo hacer


que Rufus MacQuarie se sintiese orgulloso. Había


una respuesta simple, que consistía en hacer lo


que tenía que hacer, ser honrada, obrar con


arreglo a unos principios éticos concretos. Una


especie de código de conducta de la frontera. Lo


cual era fácil de comprender, aunque no tan fácil


de poner en práctica. Pero Rufus no era un



vaquero ni, desde luego, un predicador. Era


minero: un excavador, un demoledor, un



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constructor, un hombre de negocios. Si vivía


siguiendo un código ético sencillo, no era como


fin en sí mismo, sino una forma de lograr algo sin


vender su alma ni destruir su reputación. Era una



herramienta que tenía que emplear, como una


pala o la dinamita. Las herramientas servían para


construir; y después había que sentirse orgullo,


cuando dabas un paso atrás para contemplar lo


construido y dejárselo a tus hijos. Dinah podría


pasar el resto de su vida cumpliendo su palabra,


siendo justa con todos, y demás. Sin duda Rufus



lo aprobaría, pero no era la tarea que le había


encomendado. Le había dicho, aunque no


explícitamente, que se pusiese a trabajar para


construir el futuro.




—¿Ya has acabado?




Se volvió y vio a Ivy colgada en MERC,


mirando a Dinah desde el otro lado de la escotilla.




—Solo llevamos unos doscientos segundos…




—Markus dijo que podía saltármelo. Me ha


asignado una misión. Necesito tu ayuda —dijo


Ivy.




—Zorra.






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—Puta.




—¿Vamos?




—¿RECUERDAS CUANDO INTERNET era


nueva y conocías gente que no la entendía? —


preguntó Ivy. Guiaba a Dinah por el


aparentemente interminable laberinto de módulos


atracados y tubos de hámster, en dirección a la



periferia de Izzy.



—La gente de mi mundo la pilló muy rápido.



No conoces a muchos mineros, ¿verdad?




—En mi mundo no fue así. Teníamos gente


que hacía cosas como imprimir los correos en


papel para leerlos, o quien te pedía el maldito


número de fax veinte años después de que


hubieses tirado el aparato de fax a la basura.




Se movían por una estación espacial en


perfecto silencio, que solo llevaba cinco minutos


de los doce de velatorio. Los rostros,


conmocionados tras las escotillas abiertas, se



giraban a mirarlas; las reconocían y seguían con


su duelo, sus plegarias, su meditación o lo que sea


que estuviesen haciendo.




Dinah comprendía que el periodo de reflexión




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era terriblemente importante, pero se alegraba de


que Ivy la hubiese dispensado y de tener permiso


para ponerse a trabajar.




—¿Cómo se corresponde eso con…?




—El sistema funciona, Paramebulador y


demás, siempre que todas las naves del Arca


Nube sigan las reglas: entrar en el sistema,



comunicarse siguiendo los protocolos aceptados,


obedecer los dictados del enjambre. Si hay alguna


vagando por ahí a su aire, puede ser igual de


destructiva que un meteoroide.




—¿Tenemos de esos?




—Unos pocos. Pero hay uno en concreto


incordiando de verdad.




—Alguna colisión o…




—No, pero cada vez que se acerca provoca


una explosión de rojo en Paramebulador y un


centenar de arquetes tienen que quemar


combustible para alterar sus trayectorias. Es como


si todo el Arca Nube estuviese pegando saltos



mortales alrededor del movimiento de esa nave.



—¿Qué es?







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—A simple vista, una X‐37.




—Eso tiene sentido —dijo Dinah.




—Sí —dijo Ivy.




Traducción: alguien había mirado a la nave a


través de un telescopio y le había parecido que


era como un vehículo orbital de prueba Boeing X‐


37, que se parecía a un transbordador espacial en


miniatura. De hecho, tan en miniatura que no


podía llevar tripulación. Su muelle de carga



ocupaba la mayor parte del fuselaje. Lo había


desarrollado DARPA a finales de los noventa y


principios del siglo veintiuno, cuando quedó


claro que retirarían el transbordador espacial y


que les haría falta un pequeño vehículo, fácil de


lanzar, que pudiese subir y, por control remoto,


realizar tareas de mantenimiento en la flota de



satélites militares de Estados Unidos. Desde


entonces lo habían usado muy poco, pero cuando


lo utilizaran sería para misiones muy secretas de


espionaje de las que Ivy y Dinah no sabrían nada.


Era una nota al pie en la historia, obsoleto, sin


ninguno de los requisitos del Arca Nube.


Probablemente lo había lanzado algún equipo


dispuesto a enviar al espacio todo lo que tuviesen






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disponible. Si se ponían a buscar en viejos


correos, probablemente pudiesen determinar


quién lo había lanzado y qué carga, si la había,


llevaba a bordo; pero por el momento lo más fácil



era ir y echar un vistazo. Casi todos los esfuerzos


de ingeniería en su diseño los habían dedicado al


problema de la reentrada. Por tanto, casi todas


sus mejores características les eran totalmente


inútiles.




Acercándose al final de un camino lateral,


pudieron mirar a través del orificio redondo de


un puerto y vieron el vehículo atracado al otro



lado: un vifyl, o vehículo intranube flexible y


ligero. Habían empezado a aparecer unos meses


antes; eran los jeeps del Arca Nube, los pequeños


vehículos prácticos empleados para llevar


personas y objetos de un arquete a otro, o entre


un arquete e Izzy. Como no tenían que operar en


la atmósfera, tenían el mismo diseño utilitario que


los arquetes. Pero el diámetro del casco de


presión era más pequeño y en lugar de un casco



exterior hinchable, el vifyl tenía algo más práctico:


dos estilos diferentes de puertos de atraque, una


esclusa lo suficientemente grande para un ser


humano vestido con un traje orlan, un brazo





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robot, luces e impulsores. A sugerencia de Dinah,


habían salpicado el casco de presión de puntos de


agarre donde podía fijarse un Garro; eso hacía


que cada vifyl pudiese llevar también un conjunto



de Garros, Crótalos, Canicas y Jejenes, que se le


agitaban encima como cangrejos, rémoras y


parásitos. En lugar de estar limitado por las


decisiones de ingeniería de un brazo robótico, el


vifyl solo estaba limitado por la imaginación y el


ingenio del programador que tuviese dentro


diciéndole a los robots lo que debían hacer.




El corte de pelo de Tekla surgió frente a ellas;



por lo visto, la habían enviado a ayudar con el


cierre de la escotilla y el desatraque del vifyl.


Había estado esperando en el compartimento de


atraque adyacente, que no era más que un


pequeño módulo lateral encajado para servir de


esclusa y, en casos como aquel, dejar un poco más


de espacio para el personal. Retiró la cabeza para


dejar sitio a Ivy y luego pasó Dinah. Tan pronto


como estuvieron dentro del vifyl, Tekla salió e



intercambió un gesto con Ivy.



—Lamprea está en la esclusa y activa —dijo



Tekla y cerró la escotilla. Dinah tenía sentimientos


encontrados en cuanto a Tekla, pero en una



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situación como esa no se le ocurría nadie mejor


con quien trabajar. Era muy profesional; cumplía


con la tarea sin conversaciones inútiles ni


tonterías. Dinah cerró la escotilla del vifyl e inició



la secuencia de desatraque mientras Ivy, fijada al


asiento del piloto, repasaba la lista de salida.


Como era propio de un vehículo diseñado a toda


prisa para ser flexible y ligero, la lista no era larga.


Y así, vifyl 3 —uno de una flota de ocho— se puso


en marcha antes de que expirasen los 704


segundos de Markus. Dinah se acomodó en un



asiento junto a Ivy. La parte abovedada delantera


del vifyl era casi todo ventana, reforzada por una


red rígida de aluminio curvo, detrás de la cual Ivy


parecía una bombardera sentada en el morro de


vidrio de un avión de combate de la Segunda


Guerra Mundial. Tocó los controles e hizo que la


nave girase de tal forma que la Tierra pasara por


debajo, y entonces aún pareció más un piloto de


guerra. Dinah recordó una imagen que le había



mostrado Rufus, la de un bombardero volando


sobre una ciudad en llamas, con la luz roja


entrando desde abajo en el avión. Ese era el


efecto, solo que la tormenta de fuego cubría gran


parte de la superficie de la Tierra.







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—Puedo sentir el calor en la cara —dijo Ivy.




A Dinah no se le ocurrió nada que decir.


Durante el trayecto del taller hasta el vifyl había


logrado olvidar que la Tierra ardía y no le


agradaba que se lo recordasen. En su lugar,



intentó concentrarse en la luz roja y fría que


emanaba de la pantalla de la tableta, que


mostraba Paramebulador. Vifyl 3 aparecería en la


colectividad del enjambre y estaba identificado


como un cuerpo añadido que podría colisionar


con hasta cien arquetes diferentes si seguía con el


rumbo que llevaba. En lugar de controlar



directamente los propulsores, que en el mejor de


los casos provocaría confusión y en el peor un


desastre en cadena, Ivy negociaba una solución


con el resto del Arca Nube; para ello indicó


adónde quería ir y la forma de llegar que veía


para minimizar la necesidad de que los otros


maniobraran.




No era una forma muy rápida de moverse y,


de hecho, era casi lo opuesto al pilotaje de


muchos antiguos militares que ahora pertenecían


al cuerpo de astronautas y cosmonautas. Pero al



alejarse de Izzy pudieron pasar a órbitas que


alterasen lo mínimo al resto de la nube y les



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permitiera ir de forma más directa a encontrarse


con el caprichoso X‐37.




Quien lo hubiese lanzado lo había colocado en


una órbita con el mismo periodo y plano que el


Arca Nube, pero con una excentricidad algo



mayor. La órbita de Izzy y, por tanto la del Arca


Nube, era casi perfectamente circular. La del X‐37


era más ovalada, por lo que durante la mitad del


tiempo estaba debajo del Arca Nube y el resto del


tiempo encima, pero durante cada órbita de


noventa y tres minutos la atravesaba dos veces, y


las dos provocaba el caos y malgastaba



propelente, lo que irritaba a Markus. En aquel


momento estaba encima y volvería a cruzar al


cabo de veinte minutos.




—¿Algún bólido del que tenga que


preocuparme antes de centrarme en la nave? —


preguntó Ivy.




—Nada concreto. —Dinah quería decir que no


había nada tan grande como para provocar un


cambio de rumbo completo del Arca Nube.




—Entonces, vamos a hacerlo rápido —dijo Ivy


y pasó a control manual. Ahora estaban lo


suficientemente lejos del Arca Nube como para




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realizar maniobras manuales sin hacer que


Paramebulador se volviese de un rojo sólido—.


¿Puedes verlo?




Dinah empleó un minuto en familiarizarse de


nuevo con la interfaz de usuario del telescopio



óptico montado en el morro del vifyl; se trataba


de un ojo electrónico como del tamaño de una


naranja. Los controles eran intuitivos, pero


llevaba trabajo hacer que se fijase en un cuerpo


concreto. Enseguida vio algo blanco y reluciente.


Lo fijó y amplió la imagen.




Vista en aumento, se trataba claramente de


una nave alada con un morro negro, como el


antiguo transbordador, pero parecía tener otras



partes. Ampliando más pudo comprobar que las


puertas del muelle de carga que formaban gran


parte de la «espalda» del X‐37 se habían abierto


después de llegar al espacio. El brazo robótico


había sacado la carga del muelle y todavía la


sostenía, inmóvil. La carga era casi igual de


grande que el propio X‐37; otro cilindro con las


puntas abovedados. Pero al contrario que un vifyl


o un arquete, no tenía propulsores ni fuente



evidente de energía. No era más que una cápsula


de aluminio pulido, uno de cuyos lados brillaba



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por la luz del Sol mientras que en las partes que


reflejaban la tormenta de fuego planetaria


aparecía roja.




Ivy también lo miraba, dividiendo la atención


entre la pantalla de estatus del vifyl y la ventana



donde aparecía la señal óptica.



—¿Podemos obtener más detalles de la punta



de delante? Allí hay algo que podría ser…



—Sí —dijo Dinah, ampliando y moviendo la



imagen para centrarla—. Es un puerto de atraque,


efectivamente.




—Pues supongo que nos invitan a atracar —


dijo Ivy.




—Es raro. No me gusta.




—Ya —dijo Ivy—, pero no podemos volver


luego. Es diminuta. Poco más de un metro de


diámetro. Si hay seres humanos ahí dentro, se les


está acabando el aire.




—¿Por qué iban a mandar humanos en algo


así?




—Un plan que salió mal, un correo que no


tuvo respuesta, una transmisión mal recibida. El





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asunto es que hay gente, probablemente


esperando a morir. —Ivy habló con brusquedad,


algo molesta por las preguntas de Dinah.




Dinah sintió el disparo de los propulsores y la


presión a su alrededor cuando Ivy maniobraba.



Sabía que no debía distraer a su amiga cuando el


cerebro le había pasado a modo mecánica orbital.


Se soltó del asiento y fue hasta el puerto de


atraque en la superficie superior del vifyl. Alargó


la mano para cogerse a una manilla y sujetarse


mientras Ivy realizaba pequeños ajustes.




A los pocos minutos Ivy había igualado las


órbitas, había situado el vifyl en la altitud correcta


y lo había llevado directamente al puerto de



atraque de la cápsula.



—Atraque positivo —informó Dinah. Activó



una válvula que llenó de aire el pequeño espacio


entre la escotilla del vifyl y la cápsula—. Vamos


allá.




Abrió la escotilla del vifyl. Miraba al exterior


de la cápsula, que, hasta hacía unos segundos,


había estado expuesta al espacio.




Un detalle extraño: fijada a la escotilla de


aluminio había una hoja de papel. La habían


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usado para imprimir una imagen: un anillo


amarillo que rodeaba un disco azul bordeado de


estrellas. En el centro, un águila con un escudo de


bandas rojas y blancas. A la impresora le había



faltado cian, por lo que la imagen tenía algunas


bandas irregulares y estaba descolorida. Tampoco


le había ido bien la exposición al espacio.




Aunque Estados Unidos apenas había dejado


de existir unos minutos antes —que Markus había


declarado extinto bajo la autoridad que le


concedía la Constitución del Arca Nube— a


Dinah la imagen ya le parecía vieja y anticuada



como la de un peregrino o un mosquetero.



Oyó el mecanismo activarse al otro lado.




—¡Está viiiiva! —gritó. Luego, a pesar del


intento de ser graciosa, contuvo el aliento.




La escotilla se abrió y apareció un rostro de un



verde enfermizo, ojeroso y hinchado por el


espacio, con el pelo flotando caóticamente. Pero


los ojos del rostro eran tan fríos y duros como


siempre, y estaban fijos en Dinah.




—Dinah —dijo la mujer. Dinah reconoció


sobre todo su voz, más que la cara—. Incluso en


circunstancias tan trágicas, qué alivio ver un


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rostro conocido.




—Señora pres… —empezó a decir Dinah,


pero se corrigió—. Julia.




Julia Bliss Flaherty puso cara de que no le


gustaba que la llamasen por su nombre.




Ivy tenía los propulsores con bastante


potencia. Con el vifyl, la cápsula y el X‐37


conectados mecánicamente formando un único


objeto, era posible —aunque complicado—



maniobrarlos en sincronía con el Arca Nube y


eliminar todo el rojo de Paramebulador. Daban


bandazos. Julia se dio algún golpe y se dio cuenta


de que era mejor agarrarse. En el interior de la


diminuta cápsula rebotaba material de todo tipo,


desde bolsas para el mareo llenas hasta gran


cantidad de lo que parecían canicas rojas. Dinah



miró al interior un momento cuando Julia se


movió a un lado y vio un hombre flotando al


fondo. Estaba cubierto de sangre y también


parecía algo flácido. Vestía los restos de un traje


azul. No era el antiguo Primer Caballero.




—Lamento tu pérdida —dijo Dinah.




—¿Quién demonios es? —gritaba Ivy—.


Markus quiere saber si hay supervivientes.


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—¿Mi pérdida? —preguntó Julia.




—Tu marido —contestó Dinah.




—Se tomó la pastilla —anunció Julia—, en la


limusina.




—¡Ay, Dios mío!




—Necesitaré ayuda para sacar al señor


Starling. Es demasiado grande para moverlo yo


sola.




—No, no lo es —dijo Dinah.




—¿Disculpa? —dijo Julia con aspereza.




—Estamos en gravedad cero —dijo Dinah—.


No es demasiado grande para moverlo. Pero si


quieres puedo ayudarte.




—Si tuvieses la amabilidad —dijo Julia.


Colocó una mano en el borde de la escotilla


mientras que con la otra cogía un bolso de


bandolera y miró expectante a Dinah, que todavía



le bloqueaba el paso.




Dinah miró a la nuca de Ivy.



—Julia Bliss Flaherty solicita permiso para



subir a bordo.





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Julia emitió un siseo de exasperación.




—Concedido —dijo Ivy.




—También hay una fatalidad —dijo Dinah,


dejando paso a Julia.




Julia atravesó la escotilla con demasiada


fuerza, voló por el vifyl y chocó con codo y


hombros contra el otro lado.




—¡Ahhh! —gritó.




Pero a Dinah no le pareció que se hubiese


hecho daño y entró en la cápsula. Una de las


canicas rojas le voló hacia la cara y alargó la mano


para apartarla antes de darse cuenta de que era



sangre.




Pete Starling sufría varias heridas, como si se


hubiese metido en una pelea a palos o hubiese


tenido un accidente de coche. Estaba desorientado


y se atragantaba con la sangre —probablemente


tuviese la nariz rota—, que escupía


explosivamente cuando no le permitía respirar.


Dinah le agarró las solapas de la chaqueta



intentando sostenerlo. Al tirar, la parte delantera


de la chaqueta se separó del pecho de Starling


durante un momento y dejó ver una pistolera




630

vacía.




No importaba. Metió los pies, se apoyó con la


espalda y lo enderezó en medio de la cápsula, con


la cabeza apuntando hacia el puerto de atraque,


derivando lentamente en esa dirección. Esperaba



que Julia alargase la mano y la ayudase a pasar a


su compañero por el agujero. Pero Julia, dolorida


tras su primer intento de moverse, todavía no


sabía controlarse y estaba aprendiendo a golpes lo


básico de la locomoción en gravedad cero.




Dinah estaba al fondo de la cápsula, mirando


los pies de Pete, que se movían sin fuerza. Uno de


los pies llevaba puesto un calcetín, mientras que


el otro todavía llevaba un zapato de aspecto caro.



Agarró un pie con cada mano e intentó empujarlo


hacia el puerto de atraque, pero él reaccionó en


contra. No tenía ni idea de qué pasaba, no


comprendía que estaba en el espacio, no le


gustaba que le agarrasen los pies. Ella avanzó,


metió la cadera entre las rodillas del hombre, lo


agarró por las caderas, juntando las piernas a


ambos lados de su propio cuerpo e intentó volver


a situarlo hacia el puerto.




Oyó un restallido y sintió sobre los brazos una






631

sustancia cálida y húmeda. Le llegó a la garganta


y hasta la barbilla. Sintió olor de mierda y oyó un


silbido potente. Pete Starling dio una sacudida y


luego quedó inerte.




Alzó la vista hacia la fuente del silbido y vio



luz estelar a través de un agujero irregular en la


piel de la cápsula. El agujero tenía el tamaño del


pulgar de un hombre. Había triángulos de metal


doblados hacia el interior.




Se fijó mejor: el silbido llegaba de dos lugares


a la vez. Al otro lado de la cápsula había otro


agujero. El cuerpo de Pete Starling se encontraba


entre los dos agujeros. En medio del torso tenía


un cráter bordeado por las costillas. La sangre



salía aceleradamente de ambos agujeros.



A Dinah ya le habían estallado los oídos en



varias ocasiones.




Miró al otro lado de la cápsula, a Julia, que al


final había logrado orientarse y miraba a la


escotilla, con los ojos desorbitados, totalmente


confundida.




—Julia —dijo Dinah—, hemos recibido el


impacto de un pequeño bólido. Perdemos aire,


pero no muy rápido. Pete está muerto y me


632

bloquea el paso. Si alargas las manos, lo agarras


por el cuello y tiras de él…




La conversación y su visión de la cara de Julia


se cortaron al cerrarse la escotilla del vifyl.




CUALQUIER CURVA QUE SE PUEDA


construir cortando un cono con un plano —un


círculo, una elipse, una parábola o una



hipérbola— puede ser la forma de una órbita.


Pero a efectos prácticos, todas las órbitas eran


elipses y la mayoría de las que se daban de forma


natural en el sistema solar —las de los planetas


alrededor del Sol y las de las lunas alrededor de


los planetas— eran elipses tan redondas que a


simple vista no se distinguían de un círculo. No



era porque a la naturaleza le gusten


especialmente los círculos, sino porque las órbitas


elípticas muy alargadas tendían a no durar


mucho. Cuando un cuerpo en una órbita muy


excéntrica se dirigía hacia el cuerpo central y


ejecutaba un giro en el periastro —el punto de


mayor aproximación— se veía sometido a fuerzas


de marea que podían romperlo. Podría rozar la


atmósfera del cuerpo central o, en el caso de



órbitas heliocéntricas, acercarse demasiado al Sol


y sufrir daños térmicos. Si sobrevivía al paso por



633

el periastro, saldría volando en una órbita larga


que lo haría atravesar las órbitas de otros cuerpos.


Tras pasar por el apoastro —el punto de mayor


distancia—, volvería a pasar por el mismo



conjunto de órbitas y regresaría hacia el centro. El


sistema solar estaba poco poblado, por lo que la


probabilidad de impactar en un planeta o en un


asteroide, incluso de pasar cerca, era pequeña.


Pero a escala de tiempo astronómico, la


probabilidad de un encuentro cercano o una


colisión era grande. La colisión provocaría, claro



está, el impacto de un meteoro contra el planeta y


la destrucción del objeto orbital. Un simple


encuentro cercano cambiaría la órbita del cuerpo


para adoptar una elipsis nueva y diferente, o


posiblemente una hipérbola, lo que lo haría salir


del sistema solar. Alrededor del sol todavía había


una gran cantidad de cometas y asteroides en


órbitas muy excéntricas, pero el número se


reducía con el tiempo y para los astrónomos eran



acontecimientos poco habituales. Al principio, el


sistema solar había sido un lugar mucho más


caótico, con mayor rango de órbitas, pero todos


esos procesos lo habían ido limpiado y, en una


especie de selección natural, había quedado un


sistema en el que casi todo se movía en una órbita



634

circular.




Lo que era cierto para el sistema solar en su


conjunto también valía para el sistema Tierra‐


Luna. La Luna había dado vueltas alrededor de la


Tierra siguiendo una órbita casi circular. De vez



en cuando, una piedra vagabunda del espacio


profundo entraba a través de un punto de


libración y quedaba capturada en órbita


geocéntrica, pero tarde o temprano chocaría con


la Luna o con la Tierra, o sería expulsada tras un


encuentro cercano con uno de esos dos cuerpos.


Así que durante miles de millones de años la



Luna había limpiado el cielo de la Tierra y la


había protegido de grandes impactos meteóricos;


gracias a eso había sido un lugar adecuado para el


desarrollo de civilizaciones y ecosistemas


complejos.




Todas las rocas que formaban el Cielo Blanco


habían compartido la órbita de la Luna y, por


ahora, la mayoría de ellas permanecían a una


distancia segura de unos cuatrocientos mil


kilómetros. Sus órbitas eran de baja excentricidad,


es decir, casi circulares. Sin embargo, el enorme



número de interacciones caóticas en el Cielo


Blanco había provocado una gran diversidad de



635

órbitas. Algunas eran muy excéntricas, es decir,


que sus apogeos podrían estar muy lejos, pero sus


perigeos eran muy cercanos a la Tierra: lo


suficiente como para quedar atrapadas en la



atmósfera o impactar en ella directamente.


Cualquier roca con una órbita cuya excentricidad


le permitiera acercarse a la Tierra podía también


acercarse a Izzy. En general, las rocas con esas


órbitas se movían a unos once mil metros por


segundo al acercarse a la Tierra. Un bólido del


tamaño de un grano de pimienta que se moviese a



esa velocidad tendría la misma energía cinética


que una bala de rifle de alta potencia.




Claro está, las balas de alta potencia estaban


diseñadas para impactar con gran fuerza y


producir un daño predecible, mientras que las


rocas lunares no estaban diseñadas para nada. Así


que el resultado de las colisiones era


impredecible.




Lo que había ocurrido, con toda probabilidad,


era que una roca del tamaño de un garbanzo,


aproximadamente, y con la energía de varias


balas de rifle, había atravesado la pared de la



cápsula y se había roto en varias piezas que se


dispersaron por la cápsula formando un cono



636

estrecho, que golpeó el cuerpo de Pete Starling


como si fuese un disparo de escopeta pero con


mucha más energía cinética. La mayor parte de


esa energía se transfirió a la carne y la hizo



explotar. El trozo más grande de la roca original


había seguido atravesando el cuerpo, o quizá ni le


había dado, y había abierto otro agujero al otro


lado de la cápsula.




De haber pasado a un par de metros a cada


lado, no habría habido ningún problema y ni se


habrían enterado de que estaba allí. En la


atmósfera de la Tierra, claro, la cosa habría sido



diferente. La roca se habría disuelto en forma de


rayo brillante y su energía cinética se habría


convertido en calor, por lo que a su alrededor el


aire se habría calentado un poco. De haber


sucedido de noche, los observadores más atentos


podrían haber visto la línea de luz. Cuando eso


mismo sucedía a gran escala, por toda la Tierra, el


aire se volvía tan caliente que brillaba, como


estaba ocurriendo en aquel momento.




El caso es que Dinah se encontraba atrapada


en una cápsula, iluminada por unas pocas bandas



de led oscurecidas por la sangre y el aire


escapaba. Llevaba buena parte de su vida



637

entrenándose para situaciones así. Una de las


primeras cosas que te enseñaban es que el aire, en


realidad, no se escapa tan rápido como parece;


hay un límite al aire que puede salir por un



agujerito. No obstante, tapar los agujeros era


cuestión de vida o muerte, así que lo primero que


hizo, una vez recuperada de la sorpresa, fue


lanzar los restos de Pete Starling hacia el más


grande de los dos agujeros: por donde había


entrado el bólido. Con un sonido húmedo de


absorción, la carne sanguinolenta selló aquel



agujero y Dinah pudo oír dónde estaba el agujero


de salida, más pequeño, del tamaño de su


meñique, más o menos. Lo tapó con su mano


manchada de sangre. El silbido paró y notó que


de inmediato empezaba a formarse una especie


de chupetón espacial a medida que la Gran


Aspiradora intentaba succionarla hacia el vacío.


Dolía, pero no era insoportable. Prestó atención


unos segundos para cerciorarse de que no había



más silbidos; no había más fugas.




Pasó flotando una venda ensangrentada. La


agarró, sacó su mano del agujero y metió la


venda. Una parte fue absorbida por el espacio,


pero el resto formó un gurruño que no se movió





638

más. No obstante, el agujero seguía siseando, así


que cogió una bolsa de plástico vacía y la encajó


sobre el gurruño de gasa húmeda. La succión del


vacío la convirtió en un sello hermético.




Del fondo de la cápsula emanaba un silbido



más suave, como un zumbido. Los oídos de


Dinah sintieron el cambio de presión, pero no le


estallaron, lo que daba a entender que aumentaba


la presión. No sabía nada sobre aquella cápsula,


pero el funcionamiento de los sistemas de soporte


vital era sencillo y sabía que debía de haber un


almacén de oxígeno comprimido; ese oxígeno



tenía que entrar para compensar el que


consumían los ocupantes convirtiéndolo en


dióxido de carbono, que, a su vez, absorberían los


limpiadores. Probablemente el mecanismo


estuviese intentando compensar el aire que


acababa de escapar al vacío y eso normalizaría la


presión.




Si era así, podría abrir la escotilla que daba al


vifyl. Dinah flotó hacia ella, pasó la escotilla


abierta de la cápsula y llamó sobre el metal,


donde dejó marcas de sangre.




Durante un momento no pasó nada, así que






639

golpeó un SOS: tres puntos, tres rayas, tres


puntos.




La escotilla se abrió y apareció el rostro de


Ivy.




—Por. Amor. De. Dios —dijo.




—Gracias, hermana —dijo Dinah, y entró de


un salto en cuanto Ivy se apartó, para dejarla


pasar pero también, se imaginaba Dinah, para no


mancharse con los fluidos corporales del que



había sido consejero científico de Julia. Julia


estaba fijada a uno de los asientos, atada en


posición fetal con arcadas, y vigilando a Dinah


por el rabillo del ojo.




«¡Bienvenida al espacio!», estuvo a punto de


decir Dinah, pero logró contenerse.




—Mientras estabas… ehhh, ocupada,


volvimos a volar a través del Arca Nube. Ahora


estaremos unos cuarenta y cinco minutos en su


nadir —le informó Ivy.




—Debería ser suficiente —dijo Dinah. Se fijó



al otro asiento, se limpió las manos en los muslos


y acercó el portátil. Reteniéndolo con la base de la


mano, para que no se escapase volando, abrió la




640

ventana de la interfaz que empleaba para


comunicarse con los robots. En unos segundos el


portátil abrió la comunicación con todos los


robots a su alcance, es decir, los que iban en el



exterior del vifyl.




Mientras tanto, hizo bajar un brazo plegable


que tenía al final algo parecido a un guante. Era la


interfaz para el brazo robot del vifyl.




—¿Te encargas de la esclusa por mí, cariño?


—dijo.




—Ya está hecho, cielo —respondió Ivy.




Por su visión periférica veía que los ojos de


Julia iban de un lado a otro, siguiendo la


conversación. Intentó pasar de Julia a pesar de su


extraña capacidad para exigir atención —o quizá


por ella— y se concentró en la imagen de vídeo


que venía desde la cámara que estaba al final del



brazo robótico.



El orificio redondo de la esclusa se agrandó al



acercar el brazo y dejó a la vista el dispositivo que


Tekla había puesto dentro.




La lamprea era una caja con una luz


parpadeante. En el lado que daba a la puerta de la




641

esclusa tenía un asa. Dinah la agarró sin problema


con el brazo robot y sacó el dispositivo a la luz.




—¿Alguna razón para no limitarse a pegarla


al brazo del X‐37? —preguntó.




—No se me ocurre ninguna.




—¿Qué hacéis? —preguntó Julia.




—Desorbitar ese montón de basura espacial


antes de que mate a nadie.




—Resulta que ese montón de basura espacial


lleva los restos de un hombre valiente que entregó


su vida en nombre de…




Dinah la interrumpió:




—Ivy, ¿te encargas tú o lo hago yo?




—Lo hago yo. Tú estás ocupada —le contestó


Ivy. Dinah la oyó girarse en el asiento del piloto


para mirar a Julia—. Julia, cállate. Si sueltas otra


puta palabra te hundo la puta cabeza y saco tu



cuerpo por la escotilla. Esto es inaguantable;


empezando por el hecho de que con tu cotorreo


distraes a Dinah, que realiza una difícil operación


de la máxima importancia para proteger el Arca


Nube. Acabas de intentar saltarte una orden





642

directa de Markus, que está al mando de todo


bajo la cláusula PPEAS de la Constitución del


Arca Nube. Has venido ilegalmente. El Acuerdo


del Lago del Cráter prohíbe específicamente la



llegada de líderes nacionales al Arca Nube. Aun


así, violaste ese compromiso y diste con la forma


de llegar al espacio, con turbios manejos, por lo


que parece. Tu vehículo se aproximó al Arca


Nube saltándose todos los protocolos de


seguridad, lo que puso en peligro la vida de todos


y obligó a los arquetes, y a la propia Izzy, a



malgastar un precioso y escaso combustible para


ejecutar maniobras evasivas. Tuvimos que salir en


misión de emergencia, poniéndonos nosotras en


peligro y malgastando más recursos valiosos para


resolver el desastre que has creado con tus actos


cobardes e indecentes. Por todo eso te ordeno, con


la autoridad que tengo como capitana de esta


nave, que guardes silencio hasta que hayamos


atracado en Izzy.




—Muy bien —dijo Julia.




Dinah alzó la vista para ver cómo las dos


mujeres se miraban furiosas.




—Lo siento —dijo Julia.






643

—La verdad es que te has ganado la bronca —


le dijo Dinah. Y volvió al trabajo.




Durante el sermón de Ivy ya había avanzado


mucho. La tarea consistía en fijar, de alguna


forma, la lamprea al X‐37. No hacía falta que la



conexión tuviese buen aspecto, pero debía ser


sólida. En la época en la que la NASA planificaba


todas las maniobras con años de antelación,


habría sido un procedimiento de varias horas con


artefactos diseñados específicamente para ello.


Pero la gente del Arca Nube tenía que mejorar el


proceso de atrapar basura espacial flotante de



cualquier tipo, por lo que Dinah acabó empleando


una versión muy evolucionada del truco que se le


había ocurrido a Rhys para atrapar el luk de


Tekla. Entonces Dinah había construido un látigo


uniendo Crótalos. Había salido bien, pero era


mucho más pesado y complicado de lo necesario.


Tras terminar T3, Rhys se había quedado con algo


de tiempo libre y se había puesto a jugar con los


Jejenes sobrantes. Al ser antiguos y obsoletos,



eran grandes, torpes, lentos y estúpidos


comparados con los nuevos modelos, lo que para


Rhys era perfecto. Los había convertido en un


nuevo tipo de robot que bautizó como Eslavol, el





644

eslabón volador, y les enseñó a ser expertos en


unirse formando cadenas para luego ejecutar en el


espacio el tipo de maniobras que no aparecerían


ni en las fantasías de su tátara‐tátara‐tataratío‐



abuelo John y de Herr Professor Kucharski de


Berlín. Había margen para la creatividad, pero él


había concentrado la mayor parte de su esfuerzo


en los problemas que había que ir resolviendo.




Como el que Dinah tenía que resolver en


aquel preciso instante. El brazo robot del X‐37


salía torpemente al espacio, un blanco evidente.


Una cadena con un extremo libre se enrollaría en



torno a él con facilidad, igual que aquella vez que


Rhys atrapó el índice de Dinah usando su cadena.


Solo hacía falta la cadena adecuada y resulta que


la tenía: una cadena de Eslavoles de tercera


generación dispuesta alrededor del casco del


vifyl, lista para ser usada. Un extremo ya estaba


conectado a la lamprea. Invocando cierta


programación informática, puso el resto en


movimiento: hizo que se desenrollase del vifyl y



serpentease al espacio, formó un codo en forma


de U, un knickstelle, y apuntó al brazo robot del X‐


37.




—Lista para soltar —dijo.



645

Ivy regresó al puerto por el que había entrado


la invitada.




—Soltando —dijo y se puso a ejecutar la lista


de pasos para separar el vifyl del X‐37.




Mientras tanto Dinah fue a la consola del


piloto y programó una serie de disparos de los


propulsores. Tan pronto como Ivy confirmó la



separación, ella ejecutó el programa, lo que


produjo una pequeña variación de velocidad que


hizo que se alejasen del X‐37. La knickstelle se puso


en marcha, como si recorriese una polea invisible,


y empezó a alejarse del vifyl hacia el X‐37.


Finalmente la cadena dio vueltas alrededor del


brazo robot y giró varias veces antes de que los



agarres en los Eslavoles se encontraran unos a


otros, se activaran y fijaran la cadena.




Dinah soltó la lamprea del brazo robot del


vifyl. La cadena de Eslavoles, que todavía seguía


el programa, tiró de la lamprea y la pegó al X‐37.


La cadena de Eslavoles, el X‐37 y la lamprea


formaban un único objeto y así seguirían hasta su


destrucción. Ella activó la interfaz de control de la


lamprea. Se trataba de un dispositivo que


activabas y luego olvidabas, pero alguien tenía






646

que activarlo. Giró un control que ajustaba la


inclinación de la caja hasta una dirección segura.




Sacar algo de órbita era casi tan complicado


como ponerlo allí. Cuando algo ocupaba una


órbita válida y estable, no podías limitarte a



lanzarlo hacia la Tierra. Se quedaría en órbita


indefinidamente a menos que lo desacelerases. Lo


normal es que hacerlo requiriese el uso de


propulsores, lo que implicaba gastar combustible.


La lamprea era una alternativa sencilla.




—Listo —anunció Ivy, moviéndose deprisa


hacia el asiento del piloto—. Vamos a liberarnos.




Un par de estallidos de los propulsores les


indicaron que se alejaban del X‐37. Ivy hizo girar


el vifyl y así podían mirar el X‐37, que estaba a


unos cien metros de distancia, flotando boca abajo



sobre la Tierra ardiente, con el codo del brazo


sobresaliendo hacia nadir, y la lamprea pegada y


parpadeando.




—Vale, la lamprea me da todo verde. No veo


cosas rojas. Así que la activaré en tres… dos…


uno… ahora. —Dinah le dio al botón.




La mayor parte de la lamprea, toda la caja,


saltó hacia delante, en dirección a la Tierra,


647

impulsada por la estela blanca del cohete de


combustible sólido. Tras unos segundos, los


motores se quemaron y la caja siguió avanzando,


tirando de un cable, el cual se detuvo un minuto



más tarde, colgando medio kilómetro por debajo


del X‐37, tensado por la fuerza de marea.




—Tenemos corriente positiva en el cable —


informó Dinah—, así que funciona. —Aquel cable


que había quedado colgando adquiría una débil


corriente eléctrica al recorrer el campo magnético


de la Tierra, lo que creaba una fuerza que iría


reduciendo la velocidad del X‐37. El efecto era



pequeño, pero a las pocas horas su órbita


cambiaría lo bastante como para no ser un peligro


para el Arca Nube, y tras unos días o semanas


bajaría tanto que la atmósfera lo aniquilaría.




Quedaban veinte minutos para que la órbita


del vifyl volviese a cruzar la de Izzy, pero la


separación física se medía en el orden de decenas


de kilómetros y seguía en enjambre; es decir, el


ordenador del vifyl seguía comunicándose con la


red del Arca Nube y buscaba en parámetros


espaciales la forma más eficiente de reintegrarse y



atracar. Con eso y con el éxito que habían tenido


en apartar el X‐37, la mayoría de los rojos



648

deberían haber desaparecido de Paramebulador.


Pero cuando miraron, Ivy y Dinah comprobaron


que la situación era todavía peor que antes; y no


entendían por qué. Había que admitir que



Paramebulador era una creación hermosa desde


el punto de vista de la matemática y la


visualización de datos, pero a veces solo querías


saber qué demonios pasaba; querías una


explicación.




El teléfono de Ivy recibió un mensaje. Markus.


Lo leyó en voz alta.




—Aproximaos usando la observación visual y


el control manual. Advertencia: restos de colisión.




—¡¿Ya?! —exclamó Dinah. El impacto de un


bólido apenas un par de horas después de


desencadenarse la Lluvia Sólida no era empezar



muy bien.




—Fue un fratricidio —dijo Ivy todavía


leyendo—. Parece que un arquete quedó


arrinconado.




En las simulaciones ya había surgido ese


problema. El enjambre en conjunto buscaría


soluciones para evitar el choque entre arquetes


minimizando el gasto de propelente, pero, por


649

supuesto, en caso de necesidad, no había duda en


gastar todo el que hiciera falta para evitar una


colisión. No obstante, en algunas situaciones la


colisión iba a producirse de todas formas, y como



mucho se podía intentar escoger el resultado


menos malo. Se suponía que la situación de ser


arrinconado no iba a ocurrir; se suponía que


Paramebulador debía evitarlo. Pero el número de


posibles situaciones era infinito y no había


manera de preverlo todo.




—Una colisión controlada —dijo Ivy—, sin


muertes. Pero quedan algunos, todavía en



proceso de evaluación. Es posible que haya restos


vagando por ahí; por eso quieren que operemos


en manual.




—¿Qué tipo de restos? —preguntó Dinah—.


Duro o…




—Parece que protecciones térmicas —dijo


Ivy—. Eso está bien.




Por lo visto, uno de los módulos o de los


arquetes había perdido parte de las capas de


aislamiento que se usaban para protegerlo del


calor del sol. Era un material ligero como una


pluma y probablemente no fuese un peligro para




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