Había pasado largas horas sin cruzar palabra con
otro ser humano, había leído mucho y había visto
todo tipo de espectáculos en las pantallas. Había
dormido con normalidad, lo que confirmaba que
cualquier cambio epigenético que hubiera
empezado la semana pasada se había abortado.
Todo eso le había hecho desear llegar al lugar
de reunión y oír la explicación de Doc, conocer al
dinano y al aïdano que faltaban, y ponerse manos
a la obra en lo que fuera que se suponía que tenía
que hacer el Siete.
Mantuvo un paso vivo hasta la cima del arco,
pero allí se concedió unos pocos minutos de
pausa. En el ápice, la vía se ensanchaba hasta
convertirse en un mirador al que la gente llamaba
los Altos del Huracán. El viento era tan fuerte allí
arriba que le lloraban los ojos. Se giró de espalda
y caminó pasito a pasito hacia la barandilla este,
al socaire. Parpadeó para aclararse la vista y se
permitió unos minutos de contemplación
pasmosa de las calles y complejos del valle. El sol
se ponía detrás de ella. Como estaba en el
ecuador, se pondría rápidamente. El valle ya
estaba en sombras, pero las paredes de piedra de
los complejos y las fachadas de los edificios
1251
desprendían un mágico brillo rosa‐dorado. Las
luces empezaban a encenderse a lo largo de calles
sombreadas en violeta.
Era un lugar real. No como los entornos
artificiales del anillo hábitat. Algunos de los
hábitats de mayor tamaño se acercaban a poseer
esa cualidad: la sensación de que estabas en algo
parecido a un entorno planetario de verdad. Pero
la ilusión siempre se desvanecía cuando alzabas
la vista y veías el lado contrario del hábitat
girando a unos pocos kilómetros por encima de tu
cabeza. Pero allí donde estaba levantaba la vista y
veía el cielo inabarcable, las estrellas que salían, el
resplandeciente collar del anillo hábitat que se
elevaba perpendicularmente desde el horizonte
oriental. Lo que lo hacía real era el aire, el enorme
volumen que había, la interminable variedad de
sus movimientos y olores. En aquel momento le
hubiera gustado tener un planeador para poder
bailar en él.
SEGÚN UNA LEYENDA QUE CASI
SEGURO que era falsa, el mirador donde estaba
Kath Two, en el centro del puente, era la
ubicación donde había detonado la carga de
demolición de Eva Dinah, cuando tomó su
1252
decisión y la lanzó al espacio.
El compromiso que Dinah había forzado
colocando aquella bomba contra la ventana de la
Banana pareció elegante y sincero durante el
tiempo que tardó la bomba en estallar.
En cierto sentido, los intentos de jugar contra
el sistema habían empezado incluso antes de que
pensaran en ello, cuando Eva Julia señaló que
tendría pocos hijos y Eva Aïda profetizó que ella
tendría muchos.
No pasó mucho tiempo antes de que las
demás Evas hicieran cálculos similares. Al ser
arquinas elegidas por el Gran Cleroterion, Camila
y Aïda eran más jóvenes que las demás, con dos o
tres décadas de fertilidad por delante. Si decidían
convertirse en fábricas de criaturas, y si tenían
suerte, cada una podía tener hasta veinte hijos
antes de la menopausia. Dinah, Ivy, Moira y
Tekla, todas ellas de treinta y pocos años, podrían
tener unos pocos cada una. Dicho de otra manera,
estas cuatro tenían todas juntas la misma
capacidad reproductora, aproximadamente, que
el par más joven formado, por Camila y Aïda.
Julia, como había señalado, con suerte tendría
1253
un hijo antes de entrar en la menopausia; y no
necesitaba que Doob le explicara la función
exponencial en las matemáticas. Los julianos se
verían superados por los demás; serían meras
curiosidades. La gente del futuro lejano, al volver
a casa del trabajo, le contaría a su pareja: «¿A que
no adivinas qué he visto hoy…? ¡Un juliano de
carne y hueso!».
Tales fueron los rudimentos matemáticos del
nuevo Gran Juego y la raíz de mucho de lo que
había ocurrido desde entonces. Muchos estudios
históricos posteriores llegaron a la conclusión de
que la mayoría de las Evas no sabían que estaban
jugando a un juego hasta que no pasaron unos
cuantos años haciéndolo. Teniendo en cuenta lo
que dijo en su maldición, puede que Aïda fuera la
excepción a la regla. Pero decidir cuántos hijos
tendrá es una de las decisiones más personales
que uno puede tomar y ninguna madre en su
sano juicio admitiría para sí, en aquel momento,
que competía en una especie de juego contra las
demás madres.
En cierta forma hubiera sido mejor si se
hubieran puesto a ello de una manera más
calculadora.
1254
Conscientemente o no, las Siete Evas se
dividieron en Cuatro Evas, Dos Evas y Una Eva.
Las Cuatro eran Dinah, Ivy, Tekla y Moira. Las
Dos eran Camila y Aïda. La aritmética sugería
que los descendientes de las Cuatro serían casi
tan numerosos como los de las Dos. La amistad y
la afinidad ya vinculaban a las Cuatro y creaban
un pacto no escrito, que nadie expresó hasta
mucho después de su muerte, para que sus
descendientes tuvieran cualidades
complementarias. Los dinanos, en cierto sentido,
no tenían por qué ser humanos completos
siempre que hubiera ivynos alrededor para hacer
lo que a ellos no se les daba bien. Era una forma
brutal de decirlo, razón por la cual quedó
implícito durante mucho tiempo, pero cientos de
años después los descendientes de las Cuatro
podían mirar atrás y ver que siempre había sido
así. Para entonces ya estaba tan arraigado en el
ADN y en sus respectivas culturas que ya no
había vuelta atrás.
Las Dos, por el contrario, no tenían afinidad
natural entre sí ni relación preexistente. Camila y
Aïda no se habían conocido hasta poco antes del
Consejo de las Siete. Todo lo que tenían en
1255
común, y no era gran cosa como base, era la
aversión por Julia. En un momento u otro las dos
habían caído bajo el embrujo de Julia y las dos
acabaron decepcionadas. En el caso de Camila, la
seducción había ocurrido durante una cena en la
Casa Blanca. A Aïda, Julia la había convencido de
unirse al Enjambre, cuya facción rebelde lideró,
para acabar deponiendo y mutilando a Julia.
Teniendo en cuanta cómo habían salido las cosas,
era bastante improbable que Camila, o cualquiera
en sus cabales, quisiera alinearse conscientemente
con Aïda; y, sin embargo, la aritmética de las
Cuatro y las Dos creaba una especie de gravedad
que la arrastró de manera invisible por ese
camino. La brecha que se abrió entre Camila y
Dinah durante el Consejo de las Siete Evas no se
iba a olvidar.
Pensándolo con tranquilidad, las palabras de
Camila habían tenido un poder de persuasión
innegable. Simplemente, que sus descendientes
tendrían que vivir apretujados en espacios
confinados durante muchas generaciones. Como
había demostrado Luisa mediante sus
investigaciones, y como la gente del Arca Nube
había acabado demostrando, esa no era forma de
1256
vivir para los humanos normales sin
modificaciones. Si la supervivencia de la especie
dependía de adaptarlos para ese estilo de vida,
entonces mejor sería ponerse a ello.
En cierta forma, Camila les había arrebatado
el poder de tomar esa decisión, al hacer patente su
elección, y solo necesitaba discutir los detalles con
Moira. De hecho, ella había realizado la primera
jugada visible en el gran juego genético y, en
contra de sus principios, era la jugada más
agresiva posible: les había hecho saber que sus
descendientes, los de Moira, que posiblemente
fueran muy numerosos, se las arreglarían bien en
las condiciones a las que todos se enfrentarían
durante las primeras diez, veinte o cien
generaciones. Así que las otras seis tenían que
seguir su ejemplo o reaccionar en contra.
Dinah, Ivy y Tekla reaccionaron en contra, y al
final Moira tomó otra decisión; pero el hecho
histórico era que los descendientes de Moira
estaban más veces en el bloque de las Cuatro que
fuera de él.
Aïda jugó de manera más abierta. Había
esperado a ver qué hacían las otras y luego hizo
1257
su contrajugada. Las otras Evas se decidieron
pronto y se mantuvieron fieles a su decisión.
Todos los descendientes de Dinah, que acabaron
siendo cinco, eran de un tipo reconocible. Lo
mismo era cierto para los tres de Ivy y los seis de
Tekla. Julia solo pudo elegir una vez. Los dieciséis
de Camila iban variando, ya que ajustaba sus
decisiones según los comportamientos que veía
en los primeros, si bien nunca renegó de la
plantilla general que había expuesto durante el
Consejo de las Siete.
Sin embargo, las siete criaturas de Aïda
fueron todas diferentes. Solo Moira, la Guardiana
de los Secretos y Madre de las Razas, sabía en qué
pensaba Aïda. Las otras Evas le contaron a Moira
lo que querían en secreto y ella se llevó esos
secretos a la tumba. Pero era evidente, y en todo
caso se convirtió en la versión aceptada de la
historia, que los cinco primeros descendientes de
Aïda habían sido concebidos como reacción a lo
que las demás Evas, excepto Moira, estaban
haciendo.
La postura de Aïda hacia las demás había
quedado bien estipulada en su maldición. Sabía
que las otras seis Evas le tenían un odio personal
1258
y que ese sentimiento inevitablemente se
transferiría a su descendencia. Siendo la
naturaleza humana como era, los niños dinanos
de un millar de años después les tirarían piedras a
los niños aïdanos en los parques de juego y harían
bromas sobre canibalismo; los aïdanos nunca
serían asimilados en la sociedad que descendiera
de las Cuatro.
Así que como Dinah iba a tomar una decisión
sobre las virtudes que encarnaría su progenie, y
por tanto hacía su jugada, Aïda buscaba una
contrajugada: su criatura sería como la de Dinah,
pero más; o un antidinano, un tipo de humano
especialmente dotado para aprovecharse de las
debilidades del tipo dinano.
Y así con los cinco primeros descendientes de
Aïda. Sin embargo, había sido incapaz de emplear
la misma estrategia contra Moira, por la sencilla
razón de que Moira sabía exactamente lo que
Aïda estaba haciendo; incluso sabía qué pares de
bases de ADN había alterado en sus óvulos. Si era
un juego, entonces Eva Moira siempre hacía la
última jugada. Los fracasos de sus primeros ocho
embarazos solo habían ahondado el misterio. Ya
que nunca había declarado públicamente su
1259
elección, nadie sabía en realidad lo que había
hecho, lo que convertía a los moiranos en una
raza enigmática, no solo para las demás razas,
sino para ellos mismos. Pero estaba claro que los
moiranos eran la única raza capaz de volverse epi.
El genoma de Kath Two, como el de cualquier
otro ser vivo, estaba fijado. Había una copia en
cada célula de su cuerpo; pero cuáles de esos
genes se expresaban en un momento determinado
y cuáles estaban inactivos era algo mutable y
escapaba al control que los humanos podían
ejercer. Hubiera supuesto una especie de
superpoder y, aparte de lo que podían contar
viejas leyendas, no había manera de controlarlo.
Kath Two nunca sabía cuándo podía quedarse
dormida una semana entera y despertar siendo
una persona diferente llamada Kath Three. A
veces los resultados eran brillantes; rara vez eran
dañinos, como mucho, inconvenientes o
embarazosos; esto último solía tener que ver con
lo que ocurría, gustara o no, cuando un moirano
se enamoraba. En cualquier caso, esa fue la
elección que realizó Eva Moira y el don que le
había conferido a su hija, Cantabrigia. Se decía
que lo había hecho porque Moira creía que ese
1260
grado de plasticidad de alguna forma le daría
equilibrio al mundo frente a las elecciones que
había estado haciendo Aïda.
Julia, la Una, buscó sacar el mejor partido a
una mala situación dotando a su descendencia de
cualidades que los hicieran útiles e importantes
pese a que fueran pocos. Ya había expresado,
durante el Consejo de las Siete, la idea de que
había un valor intrínseco en la capacidad para
concebir posibles futuros; y lo había vinculado al
liderazgo o, a falta de eso, a la capacidad de dar
consejo valioso a los líderes. Cuando ese rasgo se
descontrolaba y recorría senderos oscuros,
conducía a la depresión, la paranoia y otras
formas de enfermedad mental. El desafío
entonces consistía en encontrar una forma de
combinar ese rasgo con una mentalidad más
positiva. Las investigaciones de Julia, que hizo
muchas, tendían a centrarse en la historia de
sabios, profetas, místicos, chamanes, artistas,
depresivos y paranoicos a lo largo de la historia, y
hasta qué punto esos rasgos se podían reducir a
pares de bases concretos en la secuencia del ADN
y potenciados por aculturación.
Mucho después aparecieron los historiadores
1261
y desarrollaron su propio vocabulario para contar
la historia de los cinco mil años posteriores a las
Evas. Los primeros embarazos fueron llamados
las Gestaciones; sin contar los numerosos abortos
espontáneos, hubo treinta y nueve, distribuidas
entre las Siete Evas, hasta que Camila, la más
joven, llegó a la menopausia. De ahí salieron
treinta y cinco niñas viables. Treinta y dos
pasaron a tener hijos propios. Para entonces Eva
Moira había descubierto cómo sintetizar
cromosomas Y, por lo que parte de la segunda
generación había sido masculina. El resultado
habían sido treinta y dos variedades. Cada una de
las nuevas siete razas incorporaba más de una
variedad. Las diferencias entre las variedades se
reconocían bien y, además, era fácil adjudicarlas a
una raza u otra, de manera similar a como la
gente de África oriental difería de la de África
occidental a pesar de que los europeos los veían a
todos como africanos.
La Corrección fue el nombre dado a la fase
que empezó después de la primera ronda de
Gestaciones, en la que Eva Moira corrigió los
errores que habían conducido a varios infantes
inviables. En cierto sentido, la Corrección se
1262
implantó de manera continua durante la primera
ronda de Gestaciones y empezó a abandonarse
cuando las hijas de las Evas empezaron a
producir vástagos de segunda generación. Se
fundió con la siguiente etapa, la Estabilización,
que duró las diez generaciones siguientes,
aproximadamente, mientras se iba parcheando el
cromosoma Y, al tiempo que se corregían los
errores genéticos restantes. Los miembros de las
diferentes variedades empezaron a entrecruzarse
y a producir híbridos dentro de sus propias razas.
Durante esta etapa se pusieron en práctica las
lecciones aprendidas del turón de pies negros, de
manera que se emplearon varias técnicas para
aumentar la heterocigosidad.
En realidad había un vasto archivo de
secuencias genéticas humanas en forma digital, y
una vez que las primeras generaciones de Cuna
hubieran sobrevivido y formado cientos de
jóvenes brillantes para que fueran ingenieros
genéticos, podrían, en teoría, haber resecuenciado
la especie humana original desde cero; que era lo
que había hecho Eva Moira en cierto modo al
sintetizar el primer cromosoma Y artificial. Pero
no fue esa la decisión colectiva que se tomó. La
1263
elección fue completamente cultural, no científica.
Las decisiones se habían tomado durante el
Consejo de las Siete Evas. Se habían fundado
razas que para entonces ya tenían varias
generaciones de antigüedad y habían empezado a
desarrollar sus propias culturas distintivas.
Anular esas decisiones y volver a la especie
humana original era visto como una especie de
autogenocidio y la competencia que se había
desarrollado entre las diferentes razas lo hacía
impensable. Por tanto los archivos genéticos de la
humanidad original se emplearon para añadir un
grado saludable de heterocigosidad a las razas ya
existentes en vez de ir hacia atrás.
Así se desarrolló la Estabilización, que
continuó hasta la duodécima generación,
aproximadamente, momento en el cual la raza
juliana fue lo bastante numerosa como para
reproducirse por medios normales sin la
necesidad de ajustes en laboratorio.
La Estabilización había conducido a la
Propagación, la siguiente fase según el proceso
que reconocían los historiadores. El nombre lo
decía todo: los descendientes de las Siete Evas
habían seguido teniendo relaciones sexuales los
1264
unos con los otros y produciendo más niños. Así
había transcurrido gran parte de la primera mitad
del Primer Milenio y se llegó a unas condiciones
de superpoblación tan graves que tuvieron que
formar más colonias lejos de Cuna, ya que había
otros lugares quizá no tan privilegiados como
Hoyuelo, aunque adecuados para la construcción
de nuevos hábitats. Para entonces ya eran capaces
de construir máquinas para moverse por el
espacio. Era el momento; o en eso insistían los
descendientes de las Cuatro, que sentían que las
condiciones se habían vuelto intolerables para
ellos en los abarrotados recintos de Cuna.
Camila había sido franca en cuanto a su
estrategia de crear nuevos humanos bien
adaptados a la vida en espacios reducidos; y
había tenido éxito. Por tanto, cuando los hábitats
de Cuna se vieron superpoblados, su estrategia
empezó a parecer buena. Ya fuera una expresión
de sus propias mitologías raciales o por pura
necesidad biológica, las cuatro razas se
expandieron y fundaron nuevos hábitats, al
principio en otras ubicaciones de Hoyuelo, pero
luego en otros fragmentos de Hueso de
Melocotón. Los descendientes de Aïda hicieron lo
1265
mismo, a veces cohabitando con los descendientes
de las Cuatro, pero, con más frecuencia, en
solitario.
No se trataba tanto de que Aïda hubiera
hecho cosas que no podían deshacerse como que
había dicho cosas que no se podían borrar. En ese
sentido su maldición tuvo un efecto real. Un
aïdano del Segundo Milenio era un individuo
producto de una cultura racial mixta que tenía
algo más de mil años de antigüedad. Había
crecido con personas de todas las razas,
queriendo a unas y odiando a otras, y llevándose
bien con determinados teklanos y moiranos al
tiempo que se peleaba con ciertos aïdanos. Sus
experiencias personales no lo llevaban a juntarse
solamente con miembros de su propia raza; pero
lo cierto es que cada raza tenía una historia que
para entonces ya era imposible erradicar, puesto
que estaba codificada en una cultura que era
antigua. La historia de los aïdanos era que su Eva
no había engendrado una raza, sino una raza de
razas, un mosaico, una prueba de que sus
descendientes podían hacer todo lo que hacían los
de las demás Evas y más. Y si eras descendiente
de Aïda, lo cual quedaba patente en marcadores
1266
genéticos que ella había elegido con ese
propósito, entonces la inexorable fuerza de la
historia te impulsaría hacia colonias pobladas
exclusivamente por otros aïdanos.
Como los aïdanos eran menos numerosos que
los descendientes de las Cuatro, sus colonias del
Segundo Milenio tendían a ser más pequeñas y
espartanas, lo que llevó a una relación simbiótica
con los camilianos, que tendían a prosperar en
tales entornos. Los aïdanos construían colonias
pero los camilianos las hacían funcionar.
En cualquier caso, la formación de las nuevas
colonias y hábitats durante el Segundo Milenio
había conducido a una fase que los historiadores
llamaban el Aislamiento: la formación de
poblaciones racialmente puras. El Aislamiento
llevó a la Caricaturización: la crianza selectiva,
conscientemente en algunos casos e
inconscientemente en otros, que tuvo el efecto
durante muchas generaciones de intensificar las
diferencias raciales. El ejemplo citado más a
menudo era el cambio gradual del color de los
ojos entre los moiranos. Los ojos de Eva Moira
fueron castaños: más claros de lo habitual en las
personas negras, pero nada inusual. Hacia finales
1267
del Segundo Milenio los ojos de muchos moiranos
eran tan claros que parecían dorados bajo una luz
fuerte. En las paredes de las tiendas de moda de
la Gran Cadena, aumentados diez veces, los
rostros de modelos moiranos te miraban con unos
asombrosos ojos felinos amarillos. Como los ojos
pálidos eran una característica distintiva de Eva
Moira, se consideraban hermosos y deseables, y
los moiranos con ojos pálidos habían tenido más
facilidades para aparearse y reproducirse, lo que,
a su vez, expandió ese rasgo a lo largo del tiempo.
La propia Kath Two, que no era modelo, recibía
frecuentes cumplidos por sus ojos claros, que
estaban más cerca del verde que del amarillo.
Pero los moiranos modernos que estaban
pendientes de su imagen se sorprendían cuando
veían fotografías de su Eva, donde se veía que
eran de color marrón verdoso.
El cambio en el color de los ojos moirano era
obvio y estaba bien documentado, pero se habían
producido procesos similares en muchos rasgos
del fenotipo de todas las razas. El apareamiento
selectivo tenía el poder de causar cambios
impresionantes con el tiempo, sin necesidad de
intervención artificial. En algunos casos, sin
1268
embargo, las poblaciones monorraciales aisladas
habían adquirido laboratorios genéticos propios,
que habían usado para muchos propósitos, por lo
general benignos. En algunos casos se habían
usado para Aumento, un proyecto de
manipulación genética deliberada que tenía el
propósito de hacer que las características raciales
fueran más pronunciadas; la aceleración artificial
de lo que ya estaba ocurriendo de forma natural
con la Caricaturización. A veces eso conducía a
rarezas, monstruos y desastres; pero a menudo
funcionaba. Y cuando los resultados se apareaban
dentro de grupos aislados, esos grupos se
convertían en encarnaciones más y más
pronunciadas de sus razas.
El resultado de todo aquello eran poblaciones
inviables claramente identificables como
endogámicas. Así, cuando el Aislamiento, la
Caricaturización y el Aumento arraigaban y
seguían su curso conducían o bien a la extinción
de las colonias o bien a un proceso meliorativo
llamado la Cosmopolitización, que consistía en
que grupos que estaban aislados se reunían con
parientes largo tiempo perdidos de la misma raza
y volvían a cruzarse para dar variedades híbridas
1269
sanas y fértiles.
No era sorprendente, pues, que la
Cosmopolitización floreciera durante la creación
del anillo hábitat en el último milenio y con ello
se creara en poco tiempo un vasto volumen de
espacio habitable mucho más atractivo que los
abarrotados y oscuros toros en los que la gente
había estado viviendo los últimos cuatro mil años.
De algunos aislados no se había oído hablar
durante siglos; algunos aislados ni siquiera sabían
anglisky, como se llamaba entonces el inglés
mezclado con ruso que compartían todos los
humanos. Muchos de esos aislados emergieron de
su agujero y se recombinaron con su familia
extensa en una explosión poblacional de tal
magnitud que solo era comparable a la ocurrida
en el siglo XX de la Vieja Tierra. La mayor parte
de la población de todas las razas convergió por
tanto en un conjunto de perfiles raciales
renormalizados, al mismo tiempo que se
preservaban unas pocas variedades tribales,
algunas muy valoradas, otras temidas y otras
perseguidas por los demás miembros de la misma
raza.
Al menos así eran las cosas en Azul. Rojo
1270
tenía las mismas tendencias generales entre su
mosaico aïdano, sus cientos de millones de
camilianos y su ochenta por ciento,
aproximadamente, de julianos que había decidido
unir su suerte a la de Rojo. La situación entre las
barreras solo podía ser objeto de elucubración, ya
que durante casi doscientos años no se había
recibido más comunicación de aquella parte del
anillo hábitat que señales de inteligencia
extraviadas y un canal de propaganda que la
mayoría de la gente ignoraba.
DURANTE UNOS POCOS MINUTOS la
última luz del sol había pintado las agujas, las
estatuas y la piedra labrada de las fachadas de
kupoles antiguos, que parecían colgados del
precipicio vertical que se abría ante ella: el flanco
de la colina del Capitolio. Pero de repente era ya
casi de noche. Kath Two se volvió, aceptando el
embate del viento contra su costado derecho y
descendió por el extremo sur del puente. Por
mucho que le gustara la fuerza del viento, aceleró
el paso en los últimos escalones para llegar al
refugio de los edificios. La colina del Capitolio era
más alta que la colina del Cambio, así que en vez
de desembocar en un parque, como hacía en su
1271
extremo norte, el puente en ese lado apuñalaba la
ladera. Kath Two se precipitó directamente a una
maraña de calles iluminadas solo por las luces
que escapaban ocasionalmente de los umbrales y
las lámparas que los propietarios de algunos
complejos habían decidido poner en lo alto de sus
muros. «El paisaje urbano de Burdeos
superpuesto a la topografía de Río de Janeiro»,
era la descripción de la ciudad que había hecho su
diseñador, un cruce de juliano y moirano que
había nacido más de cuatro mil años después de
que esas ciudades fueran aniquiladas.
En su bolsillo tenía un aparato que sabía su
posición exacta en latitud y longitud. Esos
números eran, por supuesto, inútiles en una
ciudad que se arrastraba por los aires colgada en
el extremo de una cuerda. No obstante, su
renuencia a sacar el aparato y mirarlo era más
profunda. Estar allí la había llevado a una especie
de ensoñación en la que recorría una ciudad de la
Vieja Tierra. La ensoñación no era menos
absorbente por mucho que fuera, evidentemente,
producto de la fantasía; una fantasía que no
quería romper hasta que estuviera definitiva e
irremediablemente perdida. Así que dejó que sus
1272
pies la guiaran por las calles de piedra roja.
Intentó subir la colina tanto como la bajaba y para
ello usaba las torres de los grandes kupoles como
referencia. Cuando no estaba segura, volvía atrás
hacia el contrafuerte del puente, ya que le habían
dicho que el lugar de reunión no estaba lejos del
puente. Hubiera preguntado la dirección, pero la
temperatura había bajado, el reluciente arco del
anillo hábitat quedó oscurecido por nubes altas y
había empezado a llover con un siseante telón de
pequeñas gotas cálidas. Los peatones habían
desaparecido en los lugares a los que sabían
llegar. Le habían advertido que la colina del
Capitolio quedaba desierta después del anochecer
y parecía doblemente cierto cuando se acercaba
una tormenta.
Había pasado varias veces por delante del
mismo edificio, o lo había visto desde otro punto
de la calle. Se alzaba en un lugar donde se unían
varias vías en un abarrotado asterisco de
adoquines mojados, así que tenía varias visiones
repentinas del cruce en su visión periférica
mientras deambulaba por los callejones cercanos.
La intersección estaba allí a causa del bloque de
piedra del tamaño de una casa que emergía de la
1273
ladera y obligaba a todas las calles a su alrededor
a rodearlo. Supuso que la roca era un trozo del
manto de la Luna que había acabado empotrado
en el núcleo de hierro. Puede que llevara allí mil
millones de años o puede que fuera un bólido
suelto que se hubiera estrellado contra el metal
fundido. Hoyuelo y sus hermanos tenían muchos
de esos. Habitualmente se trataban como
impurezas en la fundición, pero aquel lo habían
dejado en su lugar, y presentaba una superficie
gris y escabrosa a las calles que lo rodeaban. En lo
alto, a diez metros sobre el nivel de la calle,
habían construido una torre redonda de piedra.
Abriéndose hacia atrás, como el casco de una
nave tras la proa, salía proyectado un edificio
triangular que parecía tener un estupendo recinto
en el centro.
La tercera o cuarta vez que Kath Two vio la
torre estaba a unos cien metros. La miraba
directamente desde una de las calles estrechas.
Disponía, en la parte superior, de una fila de
ventanas arqueadas que miraban en todas
direcciones. De las ventanas surgía luz cálida, y
podía ver gente sentada a la mesa, bebiendo,
charlando, comiendo y leyendo, actividades que
1274
le parecían tan estupendas que tuvo la esperanza
de que se tratase de algún tipo de instalación
pública y no de un club privado.
La entrada no resultaba evidente, pero dio con
ella a la derecha, donde habían cortado una
ratonera en la matriz metálica que sujetaba la
piedra. El túnel se inclinaba hacia arriba y se
retorcía, transformándose en una escalera en
espiral parcialmente obstruida por formaciones
de herrumbre del tamaño de pequeños árboles.
Había velas de verdad ardiendo en hornacinas.
Un giro helicoidal la sacó del metal y la llevó a la
piedra; dos giros la llevaron hasta una puerta de
madera de verdad coronada por un arco, sin
ninguna señal distintiva excepto una aldaba de
metal forjado con la forma de un pájaro de pesado
pico curvo, al que las plumas forjadas a mano a
partir de hierro negro y paladio le daban un
aspecto cano. A través de la puerta podía sentir el
calor y oír la conversación.
Alargó la mano para tomar la aldaba, sin estar
segura de si era un lugar público o privado. De
pronto fue consciente del trozo de papel que
llevaba en la mano. Lo estiró bajo la luz de la vela
más cercana.
1275
EL NIDO DEL CUERVO
CUNA SUR
Empujó la puerta y pasó. Lo primero que vio
fue una barra de bar de cobre viejo, una fila de
tiradores de bebida y una ventana detrás que
daba a una cocina con mucho trajín. De la sala del
fondo surgía la música, no tan fuerte como para
interferir con la conversación, pero sí lo suficiente
para hacerle seguir un poco el ritmo con la
cabeza. No reconoció el estilo pero sí que conocía
el tipo: algo concebido por gente aislada en una
colonia minera o un hábitat original, gente que
sabía bailar.
Atendiendo la barra había un hombre dinano
de aspecto saludable, de unos cuarenta y tanto
años. Parecía no ser consciente de que era muy
guapo. Limpiaba un vaso mientras examinaba un
papel que tenía números escritos a manos: una
cuenta. Allí de pie, solo, mirando directamente a
la fila de ventanas con su vista asombrosa de
Cuna, bien podría haber sido el capitán de un
barco de la Vieja Tierra.
Un rato después de entrar —ni demasiado
pronto como para hacerla sentir llamativa ni tan
1276
tarde como para dar la impresión de que no le
hacía caso— el hombre la miró y alzó ligeramente
las cejas. O, mejor dicho, la ceja, porque ahora
podía comprobar que tenía un lado de la cara
muy dañado.
—¿Qué vas a beber, Kath Amaltova Two?
LOS JEJENES ORIGINALES se desarrollaron
en los talleres de Expediciones Arjuna en Seattle y
fueron al espacio poco después de Cero, donde
habían recorrido la superficie de Amaltea bajo la
vigilancia de Eva Dinah. Más tarde, durante los
dos primeros años de la Épica, el diseño original
fue modificado para trabajar sobre el hielo y en su
interior. Todo niño conocía la historia de cómo
esos jejenes se habían empleado primero para
reunir la Ymir con Izzy y luego para combinar
esos dos objetos para formar Endurance. Por tanto,
los jejenes resonaban con mucha más intensidad
en la cultura Azul que en la Roja, pero los
empleaban en ambos lados de las barreras; o, para
ser más precisos, las dos culturas empleaban un
vasto árbol familiar de especies y subespecies de
jején, todos descendientes del primer modelo de
Arjuna y compartiendo todos, en mayor o menor
grado, el código base creado originalmente por
1277
programadores como Larz Hoedemaeker y Eva
Dinah.
Así que la cantidad de usos diferentes y, por
tanto, de enjambres, que habían tenido los jejenes
a los largo de los milenios era casi infinita. Eran
tan ubicuos y tan variados como los martillos y
los cuchillos en la era anterior a Cero.
Y al igual que martillos y cuchillos, se les
podía dar un uso constructivo o destructivo. Esa
última categoría contenía toda una taxonomía de
jejenes diseñados para salir proyectados a gran
velocidad de un dispositivo parecido a una
pistola. En su mayoría estaban diseñados para
doblarse y mantener la forma compacta, como un
dardo o una bala, para poder meterlos en
cargadores, bandoleras y similares, y poder pasar
por las recámaras de los mecanismos de disparo.
Solo una pistola, aquellas armas de fuego
anteriores a Cero, había sobrevivido a la Lluvia
Sólida y había llegado hasta Hoyuelo. Era,
evidentemente, el revólver que Julia retiró de la
pistolera de Pete Starling y llevó encima en
secreto hasta el momento en que intentó
dispararle a Tekla. Camila intervino,
1278
probablemente salvando así la vida de Tekla;
sufrió quemaduras que la dejaron deforme y
padeció dolores el resto de sus días. Más tarde,
esa misma arma cayó en manos de Aïda. Se la
había entregado a un miembro de su banda,
quien había disparado la Última Bala de la Última
Pistola para matar a Steve Lake. El arma se
encontraba en la colección del museo histórico de
la Gran Cadena. Que se exhibiese o no al público
era un indicador muy fiable del estado de las
relaciones entre Rojo y Azul.
Como la tecnología metalúrgica necesaria
para fabricar pistolas se había perdido, y como en
Hoyuelo habían pasado muchas generaciones
antes de que alguien concibiese la necesidad de
un objeto de ese estilo, cuando recuperaron la
industria del armamento, empezaron de nuevo.
Los resultados tenían más que ver con las pistolas
de electrochoque, algunas de las cuales habían
llegado hasta Hoyuelo, que con las armas de
fuego tradicionales. Estas últimas habían sido
diseñadas para lanzar un objeto inerte de metal a
gran velocidad y con el paso del tiempo se habían
optimizado para aumentar la velocidad de
disparo. Pero lanzar trozos inertes de metal en el
1279
interior confinado de un hábitat espacial no era
buena idea como objetivo para los ingenieros que,
cientos de años después de la llegada a Hoyuelo,
se habían puesto a pensar en cómo fabricar armas
de proyectiles. Durante los siglos anteriores, la
violencia había sido una cuestión de agarrar,
golpear y usar armas manuales como barras de
metal, mientras que las armas realmente
peligrosas, como cuchillos y espadas, solo se
empleaban en contadas ocasiones y con personas
muy trastornadas política o psicológicamente; de
hecho, las primeras armas de proyectiles se
diseñaron para usarlas contra esas personas. El
alcance máximo era de unos diez metros, por lo
que el proyectil no tenía que viajar a mucha
velocidad. Los proyectiles tenían que ser
inteligentes, en el sentido de que si fallaban el
blanco —si le daban a algo que no fuese un ser
humano— deberían causar el menor daño
posible. Eso generalmente significaba que
desplegaban lo que a todos los efectos eran
diminutos paracaídas de frenado, para perder
velocidad todo lo rápido que fuese posible
mientras se preparaban para fragmentarse contra
lo que chocase, en lugar de penetrar. Por otra
parte, todo proyectil con la suerte de dar en el
1280
blanco debería intentar hacer algo útil, que en
general consistía en incapacitarlo, dañarlo o
matarlo. Estaba claro que decisiones de ese tipo
escapaban a cualquier trozo inerte de metal, por
lo que en su lugar se usaban jejenes. No eran tan
densos como el plomo, así que su coeficiente
balístico era reducido y no podían llegar muy
lejos. Sin embargo, una vez más, esa era una
característica positiva dadas las circunstancias de
un hábitat espacial.
Tras una especie de edad oscura durante la
que la colonia Hoyuelo no había tenido los
recursos necesarios para progresar en el arte de la
robótica, y hubo que contentarse con arreglar y
copiar los modelos originales, llegaron nuevos
recursos de ingeniería a esa rama de la tecnología.
Los programadores más audaces se atrevían a
trabajar con código modificado por última vez
por Eva Dinah. Los ingenieros mecánicos
descubrían cómo volver a ejecutar viejo software
CAD y examinaban los planos digitales creados
por Larz. Sus esfuerzos iniciales fueron bastante
simples, como crear un jején que desplegase
automáticamente un paracaídas de frenado tras
recorrer cierta distancia sin darle a nada. Se
1281
dedicaron más esfuerzos a los proyectores que a
los proyectiles. Los usuarios policiales y militares
tendían a ser teklanos, cuyo anglisky contenía
más palabras rusas que el de otras razas y usaban
muchas letras del alfabeto cirílico. Así, katapulta
era el término que preferían para el dispositivo
que lanzaba los proyectiles jején. Lo acortaban y
usaban varios términos como kata y katya. La
segunda mitad de la palabra, pulta, parecía tener
algo que ver con pulya, pronunciada con una u
larga, que era la palabra rusa para bala. Tras una
breve fase de confusión en la que se intentaron
combinar de distintas formas los términos jején y
pulya, a fin de dar con una palabra que significara
«robot bala», al final aceptaron pulya, sin más, que
era una palabra suficientemente precisa en un
universo en el que ya no había balas de las
antiguas. Otras palabras relacionadas con las
pistolas antediluvianas llegaron sin cambios,
como disparar y disparo, pero los oficiales que
daban la orden de disparar tendían a decir pul,
recordando lo que los tiradores habían gritado en
su época cuando querían que les lanzasen una
paloma de cerámica.
El uso del término pulya sin modificación solía
1282
irritar a los interlocutores informados, de la
misma forma en que reaccionaban los fanáticos de
las armas de antes de Cero cuando alguien
normal usaba la palabra bala, ya que la gama de
tamaño y tipos de las pulyas era mucho mayor
que el de la munición antigua. No se podía hacer
mucho con un trozo de metal; en cambio los
ingenieros que trabajaban con pulyas tenían
muchas más opciones. También se empleaba el
término munibot, según el contexto. Los soldados
de infantería, que las veían como una carga que
tenían que llevar, cargar en katas, desatascar de
los mecanismos de lanzamiento y demás, tendían
a llamarlas pulya. Pero cuando el proyectil se
disparaba y empezaba a ejecutar su programa, era
más común llamarlas munibot. Y cuando se
hablaba de suministros en masa, la gente tendía a
usar botción, por analogía con la munición de la
Vieja Tierra.
Era muy poco probable que una persona a la
que las autoridades tuviesen que disparar porque
usaba un arma con filo para cometer algún acto
violento, o porque estuviese amenazando con
hacerlo, se sometiese sin resistirse a los avances
tecnológicos para mantener el orden social. De
1283
hecho, fue inmediato que se pusieran a
desarrollar contramedidas, que, a su vez, como es
lógico, los ingenieros tuvieron que tener en
cuenta. Por ejemplo, si se podía engañar a un
munibot para hacerle creer que había fallado el
blanco o que había dado con algo que no fuese
humano, podría ser casi inocuo. El camuflaje
cambió su intención de engañar al ojo humano a
engañar a los cerebros electrónicos de los
munibots. Ya no se fabricaban armaduras para
detener trozos de plomo a gran velocidad; su
propósito pasó a ser proteger de los intentos de
invasión de los munibots. Los guerreros se
convirtieron en fortalezas móviles y vivas
sufriendo el asalto de munibots, los cuales muy a
menudo empleaban tácticas de enjambre para dar
con una forma de entrar antes de que se les
agotasen las baterías. Los antiguos cálculos
tácticos de la guerra de proyectiles también
cambiaron. Era posible emplear métodos digitales
para dejar inertes e inútiles las katapultas y la
botción capturadas por el enemigo o que habían
caído al suelo. Algunas de esas armas intentarían
encontrar la forma de volver con sus dueños, por
lo que las zonas de batallas donde se habían
empleado mucha botción tendían a parecer
1284
infestadas por hormigas a medida que los
munibots empleados intentaban regresar con el
combatiente que los había disparado.
Las autoridades habían tenido el monopolio
de la producción y el uso de esas armas hasta
algún momento del Segundo Milenio, cuando la
cantidad de hábitats muy separados y la
fragmentación política resultante llevaron a
situaciones en las que las autoridades civiles de
un hábitat podían tener motivos para disparar a
las de otro hábitat. Se produjo una explosión de
los tipos de katapultas y munibots, así como de
las medidas defensivas empleadas contra ellos,
hasta el punto de que había exposiciones en
museos donde se veían docenas, e incluso
centenares, de tipos de munibots ya inertes y
expuestos con una placa debajo que explicaba en
qué milenio se habían inventado, quién lo había
hecho y en qué hábitat se habían empleado para
perseguir esta o aquella alteración del orden; pero
todos sabían que esas exposiciones solo
presentaban las muestras que habían llegado
aleatoriamente hasta el cajón de un coleccionista
concreto.
La palabra alteración se empleaba más a
1285
menudo que guerra, incluso en el caso de hechos
relativamente grandes, como el conflicto que se
había producido en los últimos siglos entre Rojo y
Azul. Como los hábitats espaciales eran tan
vulnerables, era impensable una guerra tal como
se concebían en el siglo veinte en la Vieja Tierra.
No se habían vuelto a inventar las armas
nucleares porque no eran necesarias. Una piedra
lanzada por el anillo a un hábitat espacial mataría
a tanta gente como una bomba de hidrógeno. Por
tanto, se aplicaba el mismo cálculo estratégico que
en la Vieja Tierra durante la Guerra Fría, de
manera que de ninguna forma ni Rojo ni Azul se
arriesgarían a mantener una guerra abierta y real.
En su lugar, se producían muchos pequeños
conflictos en lugares donde se considerarían,
desde el punto de vista de la mayoría de la
población que seguía las noticias, como poco
importantes y, por tanto, no despertarían
preocupación. Los dos únicos conflictos
clasificados, retroactivamente, como guerras eran
los que se habían producido a la antigua, en la
superficie del planeta: la Guerra en las Rocas,
4878‐4895, y la Guerra en los Bosques, 4980‐4985.
Cuando Kath Two entró en el Nido del
1286
Cuervo y recibió el saludo del dinano con el
rostro dañado, estaban en 5003, unos veinte años
después del momento álgido de la Guerra en los
Bosques. El dinano parecía tener unos cuarenta
años. Hacía mucho tiempo que tenía aquellas
cicatrices en la cara.
—Una de esas —dijo ella, indicando un
tirador cercano adornado con una etiqueta escrita
a mano que lo identificaba como sidra.
—Marchando —dijo él—. Como estás en
desventaja, me llamo Ty Lake.
—¿Contracción de Tycho o…?
—Tyuratam. No es fácil de decir.
El acento era de Aborigen. Por tanto, de esa
breve conversación pudo deducir algo de su
historia. Probablemente sus padres fuesen
Adelantados, es decir, gente tan deseosa de
escapar de la vida acomodada de los hábitats
espaciales que habían encontrado la forma de
llegar a la superficie de Nueva Tierra tan pronto
como TerReForma la había dejado marginalmente
habitable. Hacerlo era una violación del Primer
Tratado, que unos decenios antes había cerrado la
Guerra en las Rocas, así que se intentaba disuadir
1287
a los que pretendían marcharse. Las autoridades
podían controlar con facilidad las idas y venidas
desde los hábitats más antiguos y más grandes
del anillo, por lo que los Adelantados solían partir
desde las zonas liminares en los bordes de los
osarios y cerca de las dos barreras. En el bando
Azul, los dinanos eran una buena fracción de los
Adelantados. Entre los teklanos había muchas
autoridades de estilo policial a las que se les daba
la responsabilidad de perseguirlos y acabar con
sus grupos de tráfico de humanos, lo que en la
cultura popular provocaba la representación de
los dinanos como piratas carismáticos y la de los
teklanos como personas directas sin sentido del
humor. O al menos así había sido hasta que las
transgresiones de Adelantados habían llevado a la
Guerra en los Bosques, en la que las fuerzas
armadas, predominantemente teklanas, habían
tenido que rescatar a muchos aventureros
dinanos. Las representaciones actuales de
aquellos movimientos eran un poco más sutiles y
hacían que las antiguas pareciesen muy
exageradas.
Por tanto, Kath Two podía deducir
razonablemente que los padres de Ty habían sido
1288
Adelantados y que se habían asentado el tiempo
suficiente en la superficie como para tener un hijo
nativo. La conexión con los osarios implicaba que
los Adelantados solían ser personas con cierta
habilidad para fabricar cosas y, por tanto, muchas
de las primeras comunidades de Adelantados se
habían construido con una buena base de
ingeniería, a pesar de que su cultura política era
más bien de la versión tosca e improvisada. Era
de suponer que Ty habría crecido en ese entorno
y acabó, cuando era adolescente o con unos veinte
años, implicado en la Guerra en los Bosques. Un
munibot de algún tipo, daba lo mismo cómo
fuera, debió de atravesar sus protecciones —
suponiendo que las llevase— y le había dañado la
cara. Era una de esas cosas que a los munibots se
les daba bien. En combate resultaba más útil
inutilizar que matar, por lo que los munibots
luchaban como chimpancés, apuntando a la cara,
las manos y los genitales. Las caras eran fáciles de
identificar y difíciles de falsear, así que eran el
blanco preferido. Ty podría haber sufrido esas
heridas en muchas circunstancias diferentes, por
ejemplo, un altercado Rojo‐Azul entre dos
comunidades rivales de Adelantados, pero algo
en su postura y sus modales daban a entender
1289
que había tenido algo que ver con los militares.
Supuso que lo habían reclutado para luchar en el
bando Azul y había sufrido las heridas en una
batalla real entre formaciones militares
organizadas.
Era evidente que era el jefe del local. Quedaba
claro por la forma en que trataba a los clientes y al
personal. No era raro que un veterano retirado
abriese un bar; por el contario, era tan común que
casi se había convertido en un estereotipo.
Resultaba algo más complicado explicar cómo
una persona así podía acabar controlando aquel
local en concreto, que puede que fuese más caro
que algunos hábitats espaciales enteros.
El nombre de la marca en el tirador, junto con
el hecho de que estuviese escrito a mano, daba a
entender que la bebida la habían producido a
partir de manzanas de árboles que crecían en el
suelo de Nueva Tierra. Según los términos del
Segundo Tratado, con el que había concluido la
Guerra en los Bosques, las únicas personas a las
que se les permitía vivir en la superficie y
dedicarse a tareas como el cultivo de manzanos
eran los descendientes de Adelantados, ahora
llamados Aborígenes. El hecho de vender allí esa
1290
sidra indicaba que o bien se trataba de una
campaña de marketing muy bien orquestada con
la intención de crear esa impresión, o bien que Ty
Lake mantenía estrechos lazos con, al menos, una
comunidad Aborigen e importaba sus productos
directamente desde su ZAR, su Zona Aborigen
registrada, lo que lo convertía en un artículo de
lujo deseable, porque la mayoría de la comida se
producía, mucho más barata y con más
seguridad, en los hábitats. Las bebidas y la
comida producidas en una ZAR eran para
entendidos muy ricos. Quizá para aliviar
cualquier preocupación que Kath Two pudiese
tener al respecto, Ty al dejar la jarra sobre el
posavasos dijo:
—Invita la casa.
—Muy amable —dijo Kath Two, mirando la
pizarra negra que había sobre la barra y viendo la
cifra horrible del precio.
—En absoluto —contestó Ty—. La cortesía
habitual para un miembro de mi Siete.
Así que Tyuratam Lake era su dinano.
Tenía sentido, si el Siete iba a hacer algo en la
superficie, algo que implicase a una ZAR.
1291
—Llegas algo pronto —continuó Ty—.
Algunos ya están aquí. —Echó la cabeza hacia
atrás. Parecía uno de esos bares que se extendían
sin fin, con anexos y reservados que ningún
arquitecto planearía, a menos que fuese un
arquitecto muy ladino. Dedujo que se refería a
alguna habitación o reservado que ella no podría
encontrar sola—. Entraron por detrás —añadió.
—¿Hay una entrada trasera?
—Siempre hay una entrada trasera.
—¿Doc?
—Se presentó hace media hora.
Que el más importante arquitecto vivo de
TerReForma entrase por la puerta principal de un
bar repleto de gente en la colina del Capitolio
crearía todo tipo de distracciones innecesarias.
Reconocerían a Doc. La gente querría dárselas de
importante acercándose y presentándose, o
saludándolo. Sería cansado y acabaría
agotándolo. La gente hablaría, quizás hasta el
punto de hacer fracasar la misión para la que el
Siete se estuviese organizando. Por tanto, Doc
había usado la entrada trasera.
1292
—¿Alguien más? —preguntó.
—¿Además de la enfermera? Solo el grande.
Por tanto Beled también había llegado. O eso
supuso hasta unos minutos después, cuando
Beled entró por la misma puerta que Kath Two.
Tal como miró el local estaba claro que no había
estado nunca allí. Enseguida reconoció la cara de
Kath Two. No reaccionó, pero se dirigió
directamente hacia ella. Kath Two había ocupado
el último taburete libre, pero Beled atravesó la
multitud, un proceso fácil para él porque la gente
tendía a apartarse de su camino, y se quedó de
pie a su lado, tan cerca que Kath pudo sentir el
calor en su espalda. Pidió a otro miembro del
personal una marca popular de cerveza barata. El
empleado era un cruce, probablemente
camiliano/juliano, mujer, algo exótica. Ty se había
vuelto a ir y había retomado lo que fuera que
estuviese haciendo con las cuentas. Kath Two
comprobó su cronógrafo y supuso que Ty estaba
preparándose para dejar las cosas del bar listas y
llevarlos al reservado donde se fuesen a reunir.
Mientras la mujer tras la barra pasaba la cerveza
de sus diminutas manos a las zarpas enormes de
Beled, Kath Two se giró hacia él, chocó los vasos
1293
de bebidas y brindó:
—Por el Siete.
Beled estuvo ocupado un momento dando las
gracias a la camarera con un estilo excesivamente
formal, pero luego asintió y bebió con Kath Two.
Kath Two le explicó lo que sabía de Tyuratam
Lake y Beled invirtió los siguientes minutos en
valorar al dinano en la distancia y sacar quién
sabe qué conclusiones.
Al cabo de un rato Ty acabó el papeleo y salió
por una esquina de la barra, mirando a Kath Two
a los ojos mientras. Kath se dio cuenta de que
para él, abandonar la sociedad del Nido del
Cuervo no era una tarea sencilla, ya que era muy
conocido y mucha gente quería saludarlo. Pero
parecía haber aprendido a adoptar una postura y
un paso que indicaban que estaba demasiado
ocupado y no admitía interrupciones.
A Kath Two le resultó difícil mantenerse a la
altura de Ty en el recorrido laberíntico por las
distintas salas y pasillos, y acabó dejando que
Beled abriera el paso. Como Beled era mucho más
alto y corpulento que ella, le resultaba difícil ver
lo que tenían por delante, pero se daba cuenta de
1294
que se encontraban en un largo pasillo cuesta
abajo con suelo de piedra y paredes también de
piedra y recubiertas de madera para producir una
sensación más cálida. En el pasillo se abrían
varias puertas, una de ellas justo al final, que fue
la que Ty les abrió. Vio que surgía una luz cálida,
que se reflejaba en la roca pulida entre las piernas
de Beled y los paneles de madera que los
rodeaban.
—Bienvenidos al Refugio —dijo Ty.
Kath Two siguió a Beled al interior de la
estancia; chocó con su espalda, rebotó y dio un
paso atrás. Al entrar, Beled se había detenido de
pronto y había adoptado una postura algo
agachada, con un pie por delante del otro,
apuntando directamente al frente. Kath Two se
desplazó un poco, y siguió la mirada de Beled y la
dirección marcada por los pies de Beled, hasta el
otro extremo de la habitación.
El Refugio era una pequeña habitación
acogedora con una mesa ovalada del tamaño
justo para siete. Doc estaba sentado más cerca de
la puerta, flanqueado por Memmie y su robot.
Delante de él estaba Ariane Casablancova. Al otro
1295
lado de la mesa, mirando a la puerta, estaba el
hombre al que Ty debía de referirse con lo de «el
grande». Al estar situado detrás de la mesa, solo
se le veían la cabeza, los hombros y los brazos,
que parecían largos y pesados; pero lo que
realmente llamaba la atención era la arquitectura
del cráneo del tipo grande. Su cabeza tenía el
aspecto que tendría una normal si siguiese
creciendo más allá de la fase adulta y alcanzara
una fase de desarrollo más pronunciada. Las
gruesas cejas, entre rojizas y castañas, no podían
ocultar el reborde prominente del hueso sobre los
ojos. Cuando Kath Two lo miró, el hombre
agotaba una pinta de cerveza, que en sus manos
parecía todavía más pequeña que en las de Beled;
pero al bajar la jarra y dejar al descubierto la parte
inferior de su cara bien afeitada, vio la mandíbula
y el tamaño de los dientes, y comprendió que el
séptimo miembro de los Siete no era cualquier
aïdano, sino un neoánder.
LA EVA AÏDA HABÍA FUNDADO siete
variedades en trece embarazos. La tasa de fallos
había sido tan enorme porque le había exigido a
Eva Moira alteraciones muy extremas. Estaba más
que dispuesta a tolerar que algunos embarazos no
1296
llegaran a término, porque se veía con tiempo de
sobra hasta la menopausia en comparación con el
resto de las Evas, exceptuando a Camila. Y a esta
no la consideraba competencia porque deseaba
crear una raza de gente que no tuviese la
inclinación de competir con nadie.
Las Evas, confinadas por el resto de sus días al
pequeño volumen habitable en Hoyuelo, carecían
de muchas cosas, pero de información poseían
una cornucopia inagotable. Tenían a su
disposición todo documento que se hubiese
digitalizado, al menos hasta que empezaran a
fallar los chips de memoria donde estaban
almacenados; esa degeneración había empezado
pero tardaría decenios en tener efectos
importantes.
Aïda se puso a investigar la genética humana.
En la medida en que su genoma era la expresión
final de un largo proceso histórico —una
codificación densa y críptica de todo lo que
habían aprendido sus antepasados tras lograr
sobrevivir el tiempo suficiente para
reproducirse—, debía también conocer la historia
de la evolución humana. Su genoma, al igual que
el de los otros arquinos, había sido secuenciado y
1297
evaluado antes de abandonar la Tierra. Tenía a su
disposición una copia del informe, que detallaba
de qué zonas del mundo habían llegado sus
antepasados. En buena medida era lo que se
esperaría de una mujer italiana, pero había
aspectos que desconocía, como unas conexiones
genéticas con judíos del norte de África, con una
tribu aislada del Cáucaso y con pueblos nórdicos.
Según algunos marcadores genéticos, también
quedaba claro que, como muchos europeos, era
en parte neandertal.
El análisis posterior, realizado por
historiadores, de los rastros dejados por Aïda en
los registros informáticos, daba a entender que
había pasado casi el mismo tiempo estudiando los
genomas de las Cuatro, a las que consideraba sus
competidoras directas; y le había dedicado el
mismo tiempo a estudiar el genoma de Moira
como al de Dinah, Tekla e Ivy juntos. Moira
descendía de África y a Aïda le fascinaba la idea
de que los africanos portaban en los genes más
diversidad genética que los no africanos, como
resultado de que la especie humana se había
originado en aquel continente y se había
extendido desde allí. Las razas no africanas
1298
habían surgido a partir de grupos aislados de
aventureros, que al reproducirse entre ellos,
tenían un acervo genético limitado: un
subconjunto de todo lo que se podía encontrar en
África. Esa idea se había usado para explicar, por
ejemplo, que África tuviese la gente más alta y la
más pequeña del mundo, y que tantos atletas de
élite fueran africanos; no es que fuesen mejores
atletas por naturaleza, sino que la distribución de
las variaciones genéticas aleatorias era más
amplia. Era de suponer que por cada gran atleta
africano había otro que tenía la peor coordinación
del mundo, pero a estos últimos nadie les
prestaba atención. Fuese o no una teoría válida, lo
importante es que Aïda se la tragó por completo y
la empleó para dar sentido a su estrategia
genética en el Gran Juego. Y en la medida en que
las Cuatro se tomaron la molestia de desarrollar
contramedidas, también debieron de tenerlo en
cuenta. La existencia misma de los moiranos
como raza era el resultado último. En lugar de
intentar aplicar las maquinaciones de Aïda en
detalle, par de bases a par de bases, Eva Moira
había decidido alterar los aspectos del genoma
que controlaban la epigenética, de manera que
había hecho de sus descendientes auténticas
1299
navajas suizas.
Para Aïda, Tekla fue un blanco más fácil, ya
que la rusa había sido explícita sobre lo que
consideraba deseable en una raza futura. Era fácil
darse cuenta de que los hijos de Tekla serían
guerreros fuertes, disciplinados y formidables. Y
no hacía falta ser un genio militar para
comprender que la lucha, durante el previsible
futuro —varios milenios encerrados en colonias
espaciales—, sería cuerpo a cuerpo y personal.
Todo apuntaba a que la violencia seguiría estando
presente en la historia humana y estaría
condicionada por el tamaño, la fuerza y la
resistencia. Si la historia servía de guía, aquellos
que pudiesen desplegar más violencia acabarían
dominando a los demás. Aïda no estaba dispuesta
a consentir que sus propios hijos fueran
dominados por los hijos e hijas de Tekla.
Podría haberse limitado a hacer lo mismo que
Tekla: crear versiones de sí misma modificadas
con ciertos rasgos atléticos. En vez de eso,
fascinada por los extraños detalles de su informe
genético, se había embarcado en un programa
para volver a despertar el ADN neandertal que,
eso imaginaba, llevaba decenas de miles de años
1300