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Published by snullbug20, 2019-02-03 14:46:41

Seveneves -Neal Stephenson

Había pasado largas horas sin cruzar palabra con


otro ser humano, había leído mucho y había visto


todo tipo de espectáculos en las pantallas. Había


dormido con normalidad, lo que confirmaba que



cualquier cambio epigenético que hubiera


empezado la semana pasada se había abortado.




Todo eso le había hecho desear llegar al lugar


de reunión y oír la explicación de Doc, conocer al


dinano y al aïdano que faltaban, y ponerse manos


a la obra en lo que fuera que se suponía que tenía


que hacer el Siete.




Mantuvo un paso vivo hasta la cima del arco,


pero allí se concedió unos pocos minutos de


pausa. En el ápice, la vía se ensanchaba hasta



convertirse en un mirador al que la gente llamaba


los Altos del Huracán. El viento era tan fuerte allí


arriba que le lloraban los ojos. Se giró de espalda


y caminó pasito a pasito hacia la barandilla este,


al socaire. Parpadeó para aclararse la vista y se


permitió unos minutos de contemplación


pasmosa de las calles y complejos del valle. El sol


se ponía detrás de ella. Como estaba en el


ecuador, se pondría rápidamente. El valle ya



estaba en sombras, pero las paredes de piedra de


los complejos y las fachadas de los edificios



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desprendían un mágico brillo rosa‐dorado. Las


luces empezaban a encenderse a lo largo de calles


sombreadas en violeta.




Era un lugar real. No como los entornos


artificiales del anillo hábitat. Algunos de los



hábitats de mayor tamaño se acercaban a poseer


esa cualidad: la sensación de que estabas en algo


parecido a un entorno planetario de verdad. Pero


la ilusión siempre se desvanecía cuando alzabas


la vista y veías el lado contrario del hábitat


girando a unos pocos kilómetros por encima de tu


cabeza. Pero allí donde estaba levantaba la vista y



veía el cielo inabarcable, las estrellas que salían, el


resplandeciente collar del anillo hábitat que se


elevaba perpendicularmente desde el horizonte


oriental. Lo que lo hacía real era el aire, el enorme


volumen que había, la interminable variedad de


sus movimientos y olores. En aquel momento le


hubiera gustado tener un planeador para poder


bailar en él.




SEGÚN UNA LEYENDA QUE CASI


SEGURO que era falsa, el mirador donde estaba


Kath Two, en el centro del puente, era la



ubicación donde había detonado la carga de


demolición de Eva Dinah, cuando tomó su



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decisión y la lanzó al espacio.




El compromiso que Dinah había forzado


colocando aquella bomba contra la ventana de la


Banana pareció elegante y sincero durante el


tiempo que tardó la bomba en estallar.




En cierto sentido, los intentos de jugar contra


el sistema habían empezado incluso antes de que



pensaran en ello, cuando Eva Julia señaló que


tendría pocos hijos y Eva Aïda profetizó que ella


tendría muchos.




No pasó mucho tiempo antes de que las


demás Evas hicieran cálculos similares. Al ser


arquinas elegidas por el Gran Cleroterion, Camila


y Aïda eran más jóvenes que las demás, con dos o


tres décadas de fertilidad por delante. Si decidían


convertirse en fábricas de criaturas, y si tenían



suerte, cada una podía tener hasta veinte hijos


antes de la menopausia. Dinah, Ivy, Moira y


Tekla, todas ellas de treinta y pocos años, podrían


tener unos pocos cada una. Dicho de otra manera,


estas cuatro tenían todas juntas la misma


capacidad reproductora, aproximadamente, que


el par más joven formado, por Camila y Aïda.




Julia, como había señalado, con suerte tendría




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un hijo antes de entrar en la menopausia; y no


necesitaba que Doob le explicara la función


exponencial en las matemáticas. Los julianos se


verían superados por los demás; serían meras



curiosidades. La gente del futuro lejano, al volver


a casa del trabajo, le contaría a su pareja: «¿A que


no adivinas qué he visto hoy…? ¡Un juliano de


carne y hueso!».




Tales fueron los rudimentos matemáticos del


nuevo Gran Juego y la raíz de mucho de lo que


había ocurrido desde entonces. Muchos estudios


históricos posteriores llegaron a la conclusión de



que la mayoría de las Evas no sabían que estaban


jugando a un juego hasta que no pasaron unos


cuantos años haciéndolo. Teniendo en cuenta lo


que dijo en su maldición, puede que Aïda fuera la


excepción a la regla. Pero decidir cuántos hijos


tendrá es una de las decisiones más personales


que uno puede tomar y ninguna madre en su


sano juicio admitiría para sí, en aquel momento,


que competía en una especie de juego contra las



demás madres.



En cierta forma hubiera sido mejor si se



hubieran puesto a ello de una manera más


calculadora.



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Conscientemente o no, las Siete Evas se


dividieron en Cuatro Evas, Dos Evas y Una Eva.


Las Cuatro eran Dinah, Ivy, Tekla y Moira. Las


Dos eran Camila y Aïda. La aritmética sugería



que los descendientes de las Cuatro serían casi


tan numerosos como los de las Dos. La amistad y


la afinidad ya vinculaban a las Cuatro y creaban


un pacto no escrito, que nadie expresó hasta


mucho después de su muerte, para que sus


descendientes tuvieran cualidades


complementarias. Los dinanos, en cierto sentido,



no tenían por qué ser humanos completos


siempre que hubiera ivynos alrededor para hacer


lo que a ellos no se les daba bien. Era una forma


brutal de decirlo, razón por la cual quedó


implícito durante mucho tiempo, pero cientos de


años después los descendientes de las Cuatro


podían mirar atrás y ver que siempre había sido


así. Para entonces ya estaba tan arraigado en el


ADN y en sus respectivas culturas que ya no



había vuelta atrás.




Las Dos, por el contrario, no tenían afinidad


natural entre sí ni relación preexistente. Camila y


Aïda no se habían conocido hasta poco antes del


Consejo de las Siete. Todo lo que tenían en





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común, y no era gran cosa como base, era la


aversión por Julia. En un momento u otro las dos


habían caído bajo el embrujo de Julia y las dos


acabaron decepcionadas. En el caso de Camila, la



seducción había ocurrido durante una cena en la


Casa Blanca. A Aïda, Julia la había convencido de


unirse al Enjambre, cuya facción rebelde lideró,


para acabar deponiendo y mutilando a Julia.


Teniendo en cuanta cómo habían salido las cosas,


era bastante improbable que Camila, o cualquiera


en sus cabales, quisiera alinearse conscientemente



con Aïda; y, sin embargo, la aritmética de las


Cuatro y las Dos creaba una especie de gravedad


que la arrastró de manera invisible por ese


camino. La brecha que se abrió entre Camila y


Dinah durante el Consejo de las Siete Evas no se


iba a olvidar.




Pensándolo con tranquilidad, las palabras de


Camila habían tenido un poder de persuasión


innegable. Simplemente, que sus descendientes


tendrían que vivir apretujados en espacios



confinados durante muchas generaciones. Como


había demostrado Luisa mediante sus


investigaciones, y como la gente del Arca Nube


había acabado demostrando, esa no era forma de





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vivir para los humanos normales sin


modificaciones. Si la supervivencia de la especie


dependía de adaptarlos para ese estilo de vida,


entonces mejor sería ponerse a ello.




En cierta forma, Camila les había arrebatado



el poder de tomar esa decisión, al hacer patente su


elección, y solo necesitaba discutir los detalles con


Moira. De hecho, ella había realizado la primera


jugada visible en el gran juego genético y, en


contra de sus principios, era la jugada más


agresiva posible: les había hecho saber que sus


descendientes, los de Moira, que posiblemente



fueran muy numerosos, se las arreglarían bien en


las condiciones a las que todos se enfrentarían


durante las primeras diez, veinte o cien


generaciones. Así que las otras seis tenían que


seguir su ejemplo o reaccionar en contra.




Dinah, Ivy y Tekla reaccionaron en contra, y al


final Moira tomó otra decisión; pero el hecho


histórico era que los descendientes de Moira


estaban más veces en el bloque de las Cuatro que


fuera de él.




Aïda jugó de manera más abierta. Había


esperado a ver qué hacían las otras y luego hizo






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su contrajugada. Las otras Evas se decidieron


pronto y se mantuvieron fieles a su decisión.


Todos los descendientes de Dinah, que acabaron


siendo cinco, eran de un tipo reconocible. Lo



mismo era cierto para los tres de Ivy y los seis de


Tekla. Julia solo pudo elegir una vez. Los dieciséis


de Camila iban variando, ya que ajustaba sus


decisiones según los comportamientos que veía


en los primeros, si bien nunca renegó de la


plantilla general que había expuesto durante el


Consejo de las Siete.




Sin embargo, las siete criaturas de Aïda



fueron todas diferentes. Solo Moira, la Guardiana


de los Secretos y Madre de las Razas, sabía en qué


pensaba Aïda. Las otras Evas le contaron a Moira


lo que querían en secreto y ella se llevó esos


secretos a la tumba. Pero era evidente, y en todo


caso se convirtió en la versión aceptada de la


historia, que los cinco primeros descendientes de


Aïda habían sido concebidos como reacción a lo


que las demás Evas, excepto Moira, estaban



haciendo.



La postura de Aïda hacia las demás había



quedado bien estipulada en su maldición. Sabía


que las otras seis Evas le tenían un odio personal



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y que ese sentimiento inevitablemente se


transferiría a su descendencia. Siendo la


naturaleza humana como era, los niños dinanos


de un millar de años después les tirarían piedras a



los niños aïdanos en los parques de juego y harían


bromas sobre canibalismo; los aïdanos nunca


serían asimilados en la sociedad que descendiera


de las Cuatro.




Así que como Dinah iba a tomar una decisión


sobre las virtudes que encarnaría su progenie, y


por tanto hacía su jugada, Aïda buscaba una


contrajugada: su criatura sería como la de Dinah,



pero más; o un antidinano, un tipo de humano


especialmente dotado para aprovecharse de las


debilidades del tipo dinano.




Y así con los cinco primeros descendientes de


Aïda. Sin embargo, había sido incapaz de emplear


la misma estrategia contra Moira, por la sencilla


razón de que Moira sabía exactamente lo que


Aïda estaba haciendo; incluso sabía qué pares de


bases de ADN había alterado en sus óvulos. Si era


un juego, entonces Eva Moira siempre hacía la


última jugada. Los fracasos de sus primeros ocho



embarazos solo habían ahondado el misterio. Ya


que nunca había declarado públicamente su



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elección, nadie sabía en realidad lo que había


hecho, lo que convertía a los moiranos en una


raza enigmática, no solo para las demás razas,


sino para ellos mismos. Pero estaba claro que los



moiranos eran la única raza capaz de volverse epi.




El genoma de Kath Two, como el de cualquier


otro ser vivo, estaba fijado. Había una copia en


cada célula de su cuerpo; pero cuáles de esos


genes se expresaban en un momento determinado


y cuáles estaban inactivos era algo mutable y


escapaba al control que los humanos podían


ejercer. Hubiera supuesto una especie de



superpoder y, aparte de lo que podían contar


viejas leyendas, no había manera de controlarlo.


Kath Two nunca sabía cuándo podía quedarse


dormida una semana entera y despertar siendo


una persona diferente llamada Kath Three. A


veces los resultados eran brillantes; rara vez eran


dañinos, como mucho, inconvenientes o


embarazosos; esto último solía tener que ver con


lo que ocurría, gustara o no, cuando un moirano



se enamoraba. En cualquier caso, esa fue la


elección que realizó Eva Moira y el don que le


había conferido a su hija, Cantabrigia. Se decía


que lo había hecho porque Moira creía que ese





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grado de plasticidad de alguna forma le daría


equilibrio al mundo frente a las elecciones que


había estado haciendo Aïda.




Julia, la Una, buscó sacar el mejor partido a


una mala situación dotando a su descendencia de



cualidades que los hicieran útiles e importantes


pese a que fueran pocos. Ya había expresado,


durante el Consejo de las Siete, la idea de que


había un valor intrínseco en la capacidad para


concebir posibles futuros; y lo había vinculado al


liderazgo o, a falta de eso, a la capacidad de dar


consejo valioso a los líderes. Cuando ese rasgo se



descontrolaba y recorría senderos oscuros,


conducía a la depresión, la paranoia y otras


formas de enfermedad mental. El desafío


entonces consistía en encontrar una forma de


combinar ese rasgo con una mentalidad más


positiva. Las investigaciones de Julia, que hizo


muchas, tendían a centrarse en la historia de


sabios, profetas, místicos, chamanes, artistas,


depresivos y paranoicos a lo largo de la historia, y



hasta qué punto esos rasgos se podían reducir a


pares de bases concretos en la secuencia del ADN


y potenciados por aculturación.




Mucho después aparecieron los historiadores



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y desarrollaron su propio vocabulario para contar


la historia de los cinco mil años posteriores a las


Evas. Los primeros embarazos fueron llamados


las Gestaciones; sin contar los numerosos abortos



espontáneos, hubo treinta y nueve, distribuidas


entre las Siete Evas, hasta que Camila, la más


joven, llegó a la menopausia. De ahí salieron


treinta y cinco niñas viables. Treinta y dos


pasaron a tener hijos propios. Para entonces Eva


Moira había descubierto cómo sintetizar


cromosomas Y, por lo que parte de la segunda



generación había sido masculina. El resultado


habían sido treinta y dos variedades. Cada una de


las nuevas siete razas incorporaba más de una


variedad. Las diferencias entre las variedades se


reconocían bien y, además, era fácil adjudicarlas a


una raza u otra, de manera similar a como la


gente de África oriental difería de la de África


occidental a pesar de que los europeos los veían a


todos como africanos.




La Corrección fue el nombre dado a la fase



que empezó después de la primera ronda de


Gestaciones, en la que Eva Moira corrigió los


errores que habían conducido a varios infantes


inviables. En cierto sentido, la Corrección se





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implantó de manera continua durante la primera


ronda de Gestaciones y empezó a abandonarse


cuando las hijas de las Evas empezaron a


producir vástagos de segunda generación. Se



fundió con la siguiente etapa, la Estabilización,


que duró las diez generaciones siguientes,


aproximadamente, mientras se iba parcheando el


cromosoma Y, al tiempo que se corregían los


errores genéticos restantes. Los miembros de las


diferentes variedades empezaron a entrecruzarse


y a producir híbridos dentro de sus propias razas.



Durante esta etapa se pusieron en práctica las


lecciones aprendidas del turón de pies negros, de


manera que se emplearon varias técnicas para


aumentar la heterocigosidad.




En realidad había un vasto archivo de


secuencias genéticas humanas en forma digital, y


una vez que las primeras generaciones de Cuna


hubieran sobrevivido y formado cientos de


jóvenes brillantes para que fueran ingenieros


genéticos, podrían, en teoría, haber resecuenciado



la especie humana original desde cero; que era lo


que había hecho Eva Moira en cierto modo al


sintetizar el primer cromosoma Y artificial. Pero


no fue esa la decisión colectiva que se tomó. La





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elección fue completamente cultural, no científica.


Las decisiones se habían tomado durante el


Consejo de las Siete Evas. Se habían fundado


razas que para entonces ya tenían varias



generaciones de antigüedad y habían empezado a


desarrollar sus propias culturas distintivas.


Anular esas decisiones y volver a la especie


humana original era visto como una especie de


autogenocidio y la competencia que se había


desarrollado entre las diferentes razas lo hacía


impensable. Por tanto los archivos genéticos de la



humanidad original se emplearon para añadir un


grado saludable de heterocigosidad a las razas ya


existentes en vez de ir hacia atrás.




Así se desarrolló la Estabilización, que


continuó hasta la duodécima generación,


aproximadamente, momento en el cual la raza


juliana fue lo bastante numerosa como para


reproducirse por medios normales sin la


necesidad de ajustes en laboratorio.




La Estabilización había conducido a la


Propagación, la siguiente fase según el proceso


que reconocían los historiadores. El nombre lo



decía todo: los descendientes de las Siete Evas


habían seguido teniendo relaciones sexuales los



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unos con los otros y produciendo más niños. Así


había transcurrido gran parte de la primera mitad


del Primer Milenio y se llegó a unas condiciones


de superpoblación tan graves que tuvieron que



formar más colonias lejos de Cuna, ya que había


otros lugares quizá no tan privilegiados como


Hoyuelo, aunque adecuados para la construcción


de nuevos hábitats. Para entonces ya eran capaces


de construir máquinas para moverse por el


espacio. Era el momento; o en eso insistían los


descendientes de las Cuatro, que sentían que las



condiciones se habían vuelto intolerables para


ellos en los abarrotados recintos de Cuna.




Camila había sido franca en cuanto a su


estrategia de crear nuevos humanos bien


adaptados a la vida en espacios reducidos; y


había tenido éxito. Por tanto, cuando los hábitats


de Cuna se vieron superpoblados, su estrategia


empezó a parecer buena. Ya fuera una expresión


de sus propias mitologías raciales o por pura


necesidad biológica, las cuatro razas se



expandieron y fundaron nuevos hábitats, al


principio en otras ubicaciones de Hoyuelo, pero


luego en otros fragmentos de Hueso de


Melocotón. Los descendientes de Aïda hicieron lo





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mismo, a veces cohabitando con los descendientes


de las Cuatro, pero, con más frecuencia, en


solitario.




No se trataba tanto de que Aïda hubiera


hecho cosas que no podían deshacerse como que



había dicho cosas que no se podían borrar. En ese


sentido su maldición tuvo un efecto real. Un


aïdano del Segundo Milenio era un individuo


producto de una cultura racial mixta que tenía


algo más de mil años de antigüedad. Había


crecido con personas de todas las razas,


queriendo a unas y odiando a otras, y llevándose



bien con determinados teklanos y moiranos al


tiempo que se peleaba con ciertos aïdanos. Sus


experiencias personales no lo llevaban a juntarse


solamente con miembros de su propia raza; pero


lo cierto es que cada raza tenía una historia que


para entonces ya era imposible erradicar, puesto


que estaba codificada en una cultura que era


antigua. La historia de los aïdanos era que su Eva


no había engendrado una raza, sino una raza de



razas, un mosaico, una prueba de que sus


descendientes podían hacer todo lo que hacían los


de las demás Evas y más. Y si eras descendiente


de Aïda, lo cual quedaba patente en marcadores





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genéticos que ella había elegido con ese


propósito, entonces la inexorable fuerza de la


historia te impulsaría hacia colonias pobladas


exclusivamente por otros aïdanos.




Como los aïdanos eran menos numerosos que



los descendientes de las Cuatro, sus colonias del


Segundo Milenio tendían a ser más pequeñas y


espartanas, lo que llevó a una relación simbiótica


con los camilianos, que tendían a prosperar en


tales entornos. Los aïdanos construían colonias


pero los camilianos las hacían funcionar.




En cualquier caso, la formación de las nuevas


colonias y hábitats durante el Segundo Milenio


había conducido a una fase que los historiadores



llamaban el Aislamiento: la formación de


poblaciones racialmente puras. El Aislamiento


llevó a la Caricaturización: la crianza selectiva,


conscientemente en algunos casos e


inconscientemente en otros, que tuvo el efecto


durante muchas generaciones de intensificar las


diferencias raciales. El ejemplo citado más a


menudo era el cambio gradual del color de los


ojos entre los moiranos. Los ojos de Eva Moira



fueron castaños: más claros de lo habitual en las


personas negras, pero nada inusual. Hacia finales



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del Segundo Milenio los ojos de muchos moiranos


eran tan claros que parecían dorados bajo una luz


fuerte. En las paredes de las tiendas de moda de


la Gran Cadena, aumentados diez veces, los



rostros de modelos moiranos te miraban con unos


asombrosos ojos felinos amarillos. Como los ojos


pálidos eran una característica distintiva de Eva


Moira, se consideraban hermosos y deseables, y


los moiranos con ojos pálidos habían tenido más


facilidades para aparearse y reproducirse, lo que,


a su vez, expandió ese rasgo a lo largo del tiempo.



La propia Kath Two, que no era modelo, recibía


frecuentes cumplidos por sus ojos claros, que


estaban más cerca del verde que del amarillo.


Pero los moiranos modernos que estaban


pendientes de su imagen se sorprendían cuando


veían fotografías de su Eva, donde se veía que


eran de color marrón verdoso.




El cambio en el color de los ojos moirano era


obvio y estaba bien documentado, pero se habían


producido procesos similares en muchos rasgos



del fenotipo de todas las razas. El apareamiento


selectivo tenía el poder de causar cambios


impresionantes con el tiempo, sin necesidad de


intervención artificial. En algunos casos, sin





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embargo, las poblaciones monorraciales aisladas


habían adquirido laboratorios genéticos propios,


que habían usado para muchos propósitos, por lo


general benignos. En algunos casos se habían



usado para Aumento, un proyecto de


manipulación genética deliberada que tenía el


propósito de hacer que las características raciales


fueran más pronunciadas; la aceleración artificial


de lo que ya estaba ocurriendo de forma natural


con la Caricaturización. A veces eso conducía a


rarezas, monstruos y desastres; pero a menudo



funcionaba. Y cuando los resultados se apareaban


dentro de grupos aislados, esos grupos se


convertían en encarnaciones más y más


pronunciadas de sus razas.




El resultado de todo aquello eran poblaciones


inviables claramente identificables como


endogámicas. Así, cuando el Aislamiento, la


Caricaturización y el Aumento arraigaban y


seguían su curso conducían o bien a la extinción


de las colonias o bien a un proceso meliorativo



llamado la Cosmopolitización, que consistía en


que grupos que estaban aislados se reunían con


parientes largo tiempo perdidos de la misma raza


y volvían a cruzarse para dar variedades híbridas





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sanas y fértiles.




No era sorprendente, pues, que la


Cosmopolitización floreciera durante la creación


del anillo hábitat en el último milenio y con ello


se creara en poco tiempo un vasto volumen de



espacio habitable mucho más atractivo que los


abarrotados y oscuros toros en los que la gente


había estado viviendo los últimos cuatro mil años.


De algunos aislados no se había oído hablar


durante siglos; algunos aislados ni siquiera sabían


anglisky, como se llamaba entonces el inglés


mezclado con ruso que compartían todos los



humanos. Muchos de esos aislados emergieron de


su agujero y se recombinaron con su familia


extensa en una explosión poblacional de tal


magnitud que solo era comparable a la ocurrida


en el siglo XX de la Vieja Tierra. La mayor parte


de la población de todas las razas convergió por


tanto en un conjunto de perfiles raciales


renormalizados, al mismo tiempo que se


preservaban unas pocas variedades tribales,



algunas muy valoradas, otras temidas y otras


perseguidas por los demás miembros de la misma


raza.




Al menos así eran las cosas en Azul. Rojo



1270

tenía las mismas tendencias generales entre su


mosaico aïdano, sus cientos de millones de


camilianos y su ochenta por ciento,


aproximadamente, de julianos que había decidido



unir su suerte a la de Rojo. La situación entre las


barreras solo podía ser objeto de elucubración, ya


que durante casi doscientos años no se había


recibido más comunicación de aquella parte del


anillo hábitat que señales de inteligencia


extraviadas y un canal de propaganda que la


mayoría de la gente ignoraba.




DURANTE UNOS POCOS MINUTOS la



última luz del sol había pintado las agujas, las


estatuas y la piedra labrada de las fachadas de


kupoles antiguos, que parecían colgados del


precipicio vertical que se abría ante ella: el flanco


de la colina del Capitolio. Pero de repente era ya


casi de noche. Kath Two se volvió, aceptando el


embate del viento contra su costado derecho y


descendió por el extremo sur del puente. Por


mucho que le gustara la fuerza del viento, aceleró



el paso en los últimos escalones para llegar al


refugio de los edificios. La colina del Capitolio era


más alta que la colina del Cambio, así que en vez


de desembocar en un parque, como hacía en su





1271

extremo norte, el puente en ese lado apuñalaba la


ladera. Kath Two se precipitó directamente a una


maraña de calles iluminadas solo por las luces


que escapaban ocasionalmente de los umbrales y



las lámparas que los propietarios de algunos


complejos habían decidido poner en lo alto de sus


muros. «El paisaje urbano de Burdeos


superpuesto a la topografía de Río de Janeiro»,


era la descripción de la ciudad que había hecho su


diseñador, un cruce de juliano y moirano que


había nacido más de cuatro mil años después de



que esas ciudades fueran aniquiladas.




En su bolsillo tenía un aparato que sabía su


posición exacta en latitud y longitud. Esos


números eran, por supuesto, inútiles en una


ciudad que se arrastraba por los aires colgada en


el extremo de una cuerda. No obstante, su


renuencia a sacar el aparato y mirarlo era más


profunda. Estar allí la había llevado a una especie


de ensoñación en la que recorría una ciudad de la


Vieja Tierra. La ensoñación no era menos



absorbente por mucho que fuera, evidentemente,


producto de la fantasía; una fantasía que no


quería romper hasta que estuviera definitiva e


irremediablemente perdida. Así que dejó que sus





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pies la guiaran por las calles de piedra roja.


Intentó subir la colina tanto como la bajaba y para


ello usaba las torres de los grandes kupoles como


referencia. Cuando no estaba segura, volvía atrás



hacia el contrafuerte del puente, ya que le habían


dicho que el lugar de reunión no estaba lejos del


puente. Hubiera preguntado la dirección, pero la


temperatura había bajado, el reluciente arco del


anillo hábitat quedó oscurecido por nubes altas y


había empezado a llover con un siseante telón de


pequeñas gotas cálidas. Los peatones habían



desaparecido en los lugares a los que sabían


llegar. Le habían advertido que la colina del


Capitolio quedaba desierta después del anochecer


y parecía doblemente cierto cuando se acercaba


una tormenta.




Había pasado varias veces por delante del


mismo edificio, o lo había visto desde otro punto


de la calle. Se alzaba en un lugar donde se unían


varias vías en un abarrotado asterisco de


adoquines mojados, así que tenía varias visiones



repentinas del cruce en su visión periférica


mientras deambulaba por los callejones cercanos.


La intersección estaba allí a causa del bloque de


piedra del tamaño de una casa que emergía de la





1273

ladera y obligaba a todas las calles a su alrededor


a rodearlo. Supuso que la roca era un trozo del


manto de la Luna que había acabado empotrado


en el núcleo de hierro. Puede que llevara allí mil



millones de años o puede que fuera un bólido


suelto que se hubiera estrellado contra el metal


fundido. Hoyuelo y sus hermanos tenían muchos


de esos. Habitualmente se trataban como


impurezas en la fundición, pero aquel lo habían


dejado en su lugar, y presentaba una superficie


gris y escabrosa a las calles que lo rodeaban. En lo



alto, a diez metros sobre el nivel de la calle,


habían construido una torre redonda de piedra.


Abriéndose hacia atrás, como el casco de una


nave tras la proa, salía proyectado un edificio


triangular que parecía tener un estupendo recinto


en el centro.




La tercera o cuarta vez que Kath Two vio la


torre estaba a unos cien metros. La miraba


directamente desde una de las calles estrechas.


Disponía, en la parte superior, de una fila de



ventanas arqueadas que miraban en todas


direcciones. De las ventanas surgía luz cálida, y


podía ver gente sentada a la mesa, bebiendo,


charlando, comiendo y leyendo, actividades que





1274

le parecían tan estupendas que tuvo la esperanza


de que se tratase de algún tipo de instalación


pública y no de un club privado.




La entrada no resultaba evidente, pero dio con


ella a la derecha, donde habían cortado una



ratonera en la matriz metálica que sujetaba la


piedra. El túnel se inclinaba hacia arriba y se


retorcía, transformándose en una escalera en


espiral parcialmente obstruida por formaciones


de herrumbre del tamaño de pequeños árboles.


Había velas de verdad ardiendo en hornacinas.


Un giro helicoidal la sacó del metal y la llevó a la



piedra; dos giros la llevaron hasta una puerta de


madera de verdad coronada por un arco, sin


ninguna señal distintiva excepto una aldaba de


metal forjado con la forma de un pájaro de pesado


pico curvo, al que las plumas forjadas a mano a


partir de hierro negro y paladio le daban un


aspecto cano. A través de la puerta podía sentir el


calor y oír la conversación.




Alargó la mano para tomar la aldaba, sin estar


segura de si era un lugar público o privado. De


pronto fue consciente del trozo de papel que



llevaba en la mano. Lo estiró bajo la luz de la vela


más cercana.



1275

EL NIDO DEL CUERVO




CUNA SUR




Empujó la puerta y pasó. Lo primero que vio


fue una barra de bar de cobre viejo, una fila de


tiradores de bebida y una ventana detrás que


daba a una cocina con mucho trajín. De la sala del


fondo surgía la música, no tan fuerte como para



interferir con la conversación, pero sí lo suficiente


para hacerle seguir un poco el ritmo con la


cabeza. No reconoció el estilo pero sí que conocía


el tipo: algo concebido por gente aislada en una


colonia minera o un hábitat original, gente que


sabía bailar.




Atendiendo la barra había un hombre dinano


de aspecto saludable, de unos cuarenta y tanto


años. Parecía no ser consciente de que era muy



guapo. Limpiaba un vaso mientras examinaba un


papel que tenía números escritos a manos: una


cuenta. Allí de pie, solo, mirando directamente a


la fila de ventanas con su vista asombrosa de


Cuna, bien podría haber sido el capitán de un


barco de la Vieja Tierra.




Un rato después de entrar —ni demasiado


pronto como para hacerla sentir llamativa ni tan




1276

tarde como para dar la impresión de que no le


hacía caso— el hombre la miró y alzó ligeramente


las cejas. O, mejor dicho, la ceja, porque ahora


podía comprobar que tenía un lado de la cara



muy dañado.




—¿Qué vas a beber, Kath Amaltova Two?



LOS JEJENES ORIGINALES se desarrollaron



en los talleres de Expediciones Arjuna en Seattle y


fueron al espacio poco después de Cero, donde


habían recorrido la superficie de Amaltea bajo la


vigilancia de Eva Dinah. Más tarde, durante los


dos primeros años de la Épica, el diseño original


fue modificado para trabajar sobre el hielo y en su


interior. Todo niño conocía la historia de cómo



esos jejenes se habían empleado primero para


reunir la Ymir con Izzy y luego para combinar


esos dos objetos para formar Endurance. Por tanto,


los jejenes resonaban con mucha más intensidad


en la cultura Azul que en la Roja, pero los


empleaban en ambos lados de las barreras; o, para


ser más precisos, las dos culturas empleaban un


vasto árbol familiar de especies y subespecies de


jején, todos descendientes del primer modelo de



Arjuna y compartiendo todos, en mayor o menor


grado, el código base creado originalmente por



1277

programadores como Larz Hoedemaeker y Eva


Dinah.




Así que la cantidad de usos diferentes y, por


tanto, de enjambres, que habían tenido los jejenes


a los largo de los milenios era casi infinita. Eran



tan ubicuos y tan variados como los martillos y


los cuchillos en la era anterior a Cero.




Y al igual que martillos y cuchillos, se les


podía dar un uso constructivo o destructivo. Esa


última categoría contenía toda una taxonomía de


jejenes diseñados para salir proyectados a gran


velocidad de un dispositivo parecido a una


pistola. En su mayoría estaban diseñados para


doblarse y mantener la forma compacta, como un



dardo o una bala, para poder meterlos en


cargadores, bandoleras y similares, y poder pasar


por las recámaras de los mecanismos de disparo.




Solo una pistola, aquellas armas de fuego


anteriores a Cero, había sobrevivido a la Lluvia


Sólida y había llegado hasta Hoyuelo. Era,


evidentemente, el revólver que Julia retiró de la


pistolera de Pete Starling y llevó encima en


secreto hasta el momento en que intentó


dispararle a Tekla. Camila intervino,






1278

probablemente salvando así la vida de Tekla;


sufrió quemaduras que la dejaron deforme y


padeció dolores el resto de sus días. Más tarde,


esa misma arma cayó en manos de Aïda. Se la



había entregado a un miembro de su banda,


quien había disparado la Última Bala de la Última


Pistola para matar a Steve Lake. El arma se


encontraba en la colección del museo histórico de


la Gran Cadena. Que se exhibiese o no al público


era un indicador muy fiable del estado de las


relaciones entre Rojo y Azul.




Como la tecnología metalúrgica necesaria



para fabricar pistolas se había perdido, y como en


Hoyuelo habían pasado muchas generaciones


antes de que alguien concibiese la necesidad de


un objeto de ese estilo, cuando recuperaron la


industria del armamento, empezaron de nuevo.


Los resultados tenían más que ver con las pistolas


de electrochoque, algunas de las cuales habían


llegado hasta Hoyuelo, que con las armas de


fuego tradicionales. Estas últimas habían sido



diseñadas para lanzar un objeto inerte de metal a


gran velocidad y con el paso del tiempo se habían


optimizado para aumentar la velocidad de


disparo. Pero lanzar trozos inertes de metal en el





1279

interior confinado de un hábitat espacial no era


buena idea como objetivo para los ingenieros que,


cientos de años después de la llegada a Hoyuelo,


se habían puesto a pensar en cómo fabricar armas



de proyectiles. Durante los siglos anteriores, la


violencia había sido una cuestión de agarrar,


golpear y usar armas manuales como barras de


metal, mientras que las armas realmente


peligrosas, como cuchillos y espadas, solo se


empleaban en contadas ocasiones y con personas


muy trastornadas política o psicológicamente; de



hecho, las primeras armas de proyectiles se


diseñaron para usarlas contra esas personas. El


alcance máximo era de unos diez metros, por lo


que el proyectil no tenía que viajar a mucha


velocidad. Los proyectiles tenían que ser


inteligentes, en el sentido de que si fallaban el


blanco —si le daban a algo que no fuese un ser


humano— deberían causar el menor daño


posible. Eso generalmente significaba que



desplegaban lo que a todos los efectos eran


diminutos paracaídas de frenado, para perder


velocidad todo lo rápido que fuese posible


mientras se preparaban para fragmentarse contra


lo que chocase, en lugar de penetrar. Por otra


parte, todo proyectil con la suerte de dar en el



1280

blanco debería intentar hacer algo útil, que en


general consistía en incapacitarlo, dañarlo o


matarlo. Estaba claro que decisiones de ese tipo


escapaban a cualquier trozo inerte de metal, por



lo que en su lugar se usaban jejenes. No eran tan


densos como el plomo, así que su coeficiente


balístico era reducido y no podían llegar muy


lejos. Sin embargo, una vez más, esa era una


característica positiva dadas las circunstancias de


un hábitat espacial.




Tras una especie de edad oscura durante la


que la colonia Hoyuelo no había tenido los



recursos necesarios para progresar en el arte de la


robótica, y hubo que contentarse con arreglar y


copiar los modelos originales, llegaron nuevos


recursos de ingeniería a esa rama de la tecnología.


Los programadores más audaces se atrevían a


trabajar con código modificado por última vez


por Eva Dinah. Los ingenieros mecánicos


descubrían cómo volver a ejecutar viejo software


CAD y examinaban los planos digitales creados



por Larz. Sus esfuerzos iniciales fueron bastante


simples, como crear un jején que desplegase


automáticamente un paracaídas de frenado tras


recorrer cierta distancia sin darle a nada. Se





1281

dedicaron más esfuerzos a los proyectores que a


los proyectiles. Los usuarios policiales y militares


tendían a ser teklanos, cuyo anglisky contenía


más palabras rusas que el de otras razas y usaban



muchas letras del alfabeto cirílico. Así, katapulta


era el término que preferían para el dispositivo


que lanzaba los proyectiles jején. Lo acortaban y


usaban varios términos como kata y katya. La


segunda mitad de la palabra, pulta, parecía tener


algo que ver con pulya, pronunciada con una u


larga, que era la palabra rusa para bala. Tras una



breve fase de confusión en la que se intentaron


combinar de distintas formas los términos jején y


pulya, a fin de dar con una palabra que significara


«robot bala», al final aceptaron pulya, sin más, que


era una palabra suficientemente precisa en un


universo en el que ya no había balas de las


antiguas. Otras palabras relacionadas con las


pistolas antediluvianas llegaron sin cambios,


como disparar y disparo, pero los oficiales que



daban la orden de disparar tendían a decir pul,


recordando lo que los tiradores habían gritado en


su época cuando querían que les lanzasen una


paloma de cerámica.




El uso del término pulya sin modificación solía





1282

irritar a los interlocutores informados, de la


misma forma en que reaccionaban los fanáticos de


las armas de antes de Cero cuando alguien


normal usaba la palabra bala, ya que la gama de



tamaño y tipos de las pulyas era mucho mayor


que el de la munición antigua. No se podía hacer


mucho con un trozo de metal; en cambio los


ingenieros que trabajaban con pulyas tenían


muchas más opciones. También se empleaba el


término munibot, según el contexto. Los soldados


de infantería, que las veían como una carga que



tenían que llevar, cargar en katas, desatascar de


los mecanismos de lanzamiento y demás, tendían


a llamarlas pulya. Pero cuando el proyectil se


disparaba y empezaba a ejecutar su programa, era


más común llamarlas munibot. Y cuando se


hablaba de suministros en masa, la gente tendía a


usar botción, por analogía con la munición de la


Vieja Tierra.




Era muy poco probable que una persona a la


que las autoridades tuviesen que disparar porque



usaba un arma con filo para cometer algún acto


violento, o porque estuviese amenazando con


hacerlo, se sometiese sin resistirse a los avances


tecnológicos para mantener el orden social. De





1283

hecho, fue inmediato que se pusieran a


desarrollar contramedidas, que, a su vez, como es


lógico, los ingenieros tuvieron que tener en


cuenta. Por ejemplo, si se podía engañar a un



munibot para hacerle creer que había fallado el


blanco o que había dado con algo que no fuese


humano, podría ser casi inocuo. El camuflaje


cambió su intención de engañar al ojo humano a


engañar a los cerebros electrónicos de los


munibots. Ya no se fabricaban armaduras para


detener trozos de plomo a gran velocidad; su



propósito pasó a ser proteger de los intentos de


invasión de los munibots. Los guerreros se


convirtieron en fortalezas móviles y vivas


sufriendo el asalto de munibots, los cuales muy a


menudo empleaban tácticas de enjambre para dar


con una forma de entrar antes de que se les


agotasen las baterías. Los antiguos cálculos


tácticos de la guerra de proyectiles también


cambiaron. Era posible emplear métodos digitales



para dejar inertes e inútiles las katapultas y la


botción capturadas por el enemigo o que habían


caído al suelo. Algunas de esas armas intentarían


encontrar la forma de volver con sus dueños, por


lo que las zonas de batallas donde se habían


empleado mucha botción tendían a parecer



1284

infestadas por hormigas a medida que los


munibots empleados intentaban regresar con el


combatiente que los había disparado.




Las autoridades habían tenido el monopolio


de la producción y el uso de esas armas hasta



algún momento del Segundo Milenio, cuando la


cantidad de hábitats muy separados y la


fragmentación política resultante llevaron a


situaciones en las que las autoridades civiles de


un hábitat podían tener motivos para disparar a


las de otro hábitat. Se produjo una explosión de


los tipos de katapultas y munibots, así como de



las medidas defensivas empleadas contra ellos,


hasta el punto de que había exposiciones en


museos donde se veían docenas, e incluso


centenares, de tipos de munibots ya inertes y


expuestos con una placa debajo que explicaba en


qué milenio se habían inventado, quién lo había


hecho y en qué hábitat se habían empleado para


perseguir esta o aquella alteración del orden; pero


todos sabían que esas exposiciones solo



presentaban las muestras que habían llegado


aleatoriamente hasta el cajón de un coleccionista


concreto.




La palabra alteración se empleaba más a



1285

menudo que guerra, incluso en el caso de hechos


relativamente grandes, como el conflicto que se


había producido en los últimos siglos entre Rojo y


Azul. Como los hábitats espaciales eran tan



vulnerables, era impensable una guerra tal como


se concebían en el siglo veinte en la Vieja Tierra.


No se habían vuelto a inventar las armas


nucleares porque no eran necesarias. Una piedra


lanzada por el anillo a un hábitat espacial mataría


a tanta gente como una bomba de hidrógeno. Por


tanto, se aplicaba el mismo cálculo estratégico que



en la Vieja Tierra durante la Guerra Fría, de


manera que de ninguna forma ni Rojo ni Azul se


arriesgarían a mantener una guerra abierta y real.


En su lugar, se producían muchos pequeños


conflictos en lugares donde se considerarían,


desde el punto de vista de la mayoría de la


población que seguía las noticias, como poco


importantes y, por tanto, no despertarían


preocupación. Los dos únicos conflictos



clasificados, retroactivamente, como guerras eran


los que se habían producido a la antigua, en la


superficie del planeta: la Guerra en las Rocas,


4878‐4895, y la Guerra en los Bosques, 4980‐4985.




Cuando Kath Two entró en el Nido del





1286

Cuervo y recibió el saludo del dinano con el


rostro dañado, estaban en 5003, unos veinte años


después del momento álgido de la Guerra en los


Bosques. El dinano parecía tener unos cuarenta



años. Hacía mucho tiempo que tenía aquellas


cicatrices en la cara.




—Una de esas —dijo ella, indicando un


tirador cercano adornado con una etiqueta escrita


a mano que lo identificaba como sidra.




—Marchando —dijo él—. Como estás en


desventaja, me llamo Ty Lake.




—¿Contracción de Tycho o…?




—Tyuratam. No es fácil de decir.




El acento era de Aborigen. Por tanto, de esa


breve conversación pudo deducir algo de su


historia. Probablemente sus padres fuesen


Adelantados, es decir, gente tan deseosa de


escapar de la vida acomodada de los hábitats


espaciales que habían encontrado la forma de



llegar a la superficie de Nueva Tierra tan pronto


como TerReForma la había dejado marginalmente


habitable. Hacerlo era una violación del Primer


Tratado, que unos decenios antes había cerrado la


Guerra en las Rocas, así que se intentaba disuadir


1287

a los que pretendían marcharse. Las autoridades


podían controlar con facilidad las idas y venidas


desde los hábitats más antiguos y más grandes


del anillo, por lo que los Adelantados solían partir



desde las zonas liminares en los bordes de los


osarios y cerca de las dos barreras. En el bando


Azul, los dinanos eran una buena fracción de los


Adelantados. Entre los teklanos había muchas


autoridades de estilo policial a las que se les daba


la responsabilidad de perseguirlos y acabar con


sus grupos de tráfico de humanos, lo que en la



cultura popular provocaba la representación de


los dinanos como piratas carismáticos y la de los


teklanos como personas directas sin sentido del


humor. O al menos así había sido hasta que las


transgresiones de Adelantados habían llevado a la


Guerra en los Bosques, en la que las fuerzas


armadas, predominantemente teklanas, habían


tenido que rescatar a muchos aventureros


dinanos. Las representaciones actuales de



aquellos movimientos eran un poco más sutiles y


hacían que las antiguas pareciesen muy


exageradas.




Por tanto, Kath Two podía deducir


razonablemente que los padres de Ty habían sido





1288

Adelantados y que se habían asentado el tiempo


suficiente en la superficie como para tener un hijo


nativo. La conexión con los osarios implicaba que


los Adelantados solían ser personas con cierta



habilidad para fabricar cosas y, por tanto, muchas


de las primeras comunidades de Adelantados se


habían construido con una buena base de


ingeniería, a pesar de que su cultura política era


más bien de la versión tosca e improvisada. Era


de suponer que Ty habría crecido en ese entorno


y acabó, cuando era adolescente o con unos veinte



años, implicado en la Guerra en los Bosques. Un


munibot de algún tipo, daba lo mismo cómo


fuera, debió de atravesar sus protecciones —


suponiendo que las llevase— y le había dañado la


cara. Era una de esas cosas que a los munibots se


les daba bien. En combate resultaba más útil


inutilizar que matar, por lo que los munibots


luchaban como chimpancés, apuntando a la cara,


las manos y los genitales. Las caras eran fáciles de



identificar y difíciles de falsear, así que eran el


blanco preferido. Ty podría haber sufrido esas


heridas en muchas circunstancias diferentes, por


ejemplo, un altercado Rojo‐Azul entre dos


comunidades rivales de Adelantados, pero algo


en su postura y sus modales daban a entender



1289

que había tenido algo que ver con los militares.


Supuso que lo habían reclutado para luchar en el


bando Azul y había sufrido las heridas en una


batalla real entre formaciones militares



organizadas.




Era evidente que era el jefe del local. Quedaba


claro por la forma en que trataba a los clientes y al


personal. No era raro que un veterano retirado


abriese un bar; por el contario, era tan común que


casi se había convertido en un estereotipo.


Resultaba algo más complicado explicar cómo


una persona así podía acabar controlando aquel



local en concreto, que puede que fuese más caro


que algunos hábitats espaciales enteros.




El nombre de la marca en el tirador, junto con


el hecho de que estuviese escrito a mano, daba a


entender que la bebida la habían producido a


partir de manzanas de árboles que crecían en el


suelo de Nueva Tierra. Según los términos del


Segundo Tratado, con el que había concluido la


Guerra en los Bosques, las únicas personas a las


que se les permitía vivir en la superficie y


dedicarse a tareas como el cultivo de manzanos



eran los descendientes de Adelantados, ahora


llamados Aborígenes. El hecho de vender allí esa



1290

sidra indicaba que o bien se trataba de una


campaña de marketing muy bien orquestada con


la intención de crear esa impresión, o bien que Ty


Lake mantenía estrechos lazos con, al menos, una



comunidad Aborigen e importaba sus productos


directamente desde su ZAR, su Zona Aborigen


registrada, lo que lo convertía en un artículo de


lujo deseable, porque la mayoría de la comida se


producía, mucho más barata y con más


seguridad, en los hábitats. Las bebidas y la


comida producidas en una ZAR eran para



entendidos muy ricos. Quizá para aliviar


cualquier preocupación que Kath Two pudiese


tener al respecto, Ty al dejar la jarra sobre el


posavasos dijo:




—Invita la casa.




—Muy amable —dijo Kath Two, mirando la


pizarra negra que había sobre la barra y viendo la


cifra horrible del precio.




—En absoluto —contestó Ty—. La cortesía


habitual para un miembro de mi Siete.




Así que Tyuratam Lake era su dinano.




Tenía sentido, si el Siete iba a hacer algo en la


superficie, algo que implicase a una ZAR.


1291

—Llegas algo pronto —continuó Ty—.


Algunos ya están aquí. —Echó la cabeza hacia


atrás. Parecía uno de esos bares que se extendían


sin fin, con anexos y reservados que ningún



arquitecto planearía, a menos que fuese un


arquitecto muy ladino. Dedujo que se refería a


alguna habitación o reservado que ella no podría


encontrar sola—. Entraron por detrás —añadió.




—¿Hay una entrada trasera?




—Siempre hay una entrada trasera.




—¿Doc?




—Se presentó hace media hora.




Que el más importante arquitecto vivo de


TerReForma entrase por la puerta principal de un


bar repleto de gente en la colina del Capitolio


crearía todo tipo de distracciones innecesarias.


Reconocerían a Doc. La gente querría dárselas de


importante acercándose y presentándose, o


saludándolo. Sería cansado y acabaría



agotándolo. La gente hablaría, quizás hasta el


punto de hacer fracasar la misión para la que el


Siete se estuviese organizando. Por tanto, Doc


había usado la entrada trasera.






1292

—¿Alguien más? —preguntó.




—¿Además de la enfermera? Solo el grande.




Por tanto Beled también había llegado. O eso


supuso hasta unos minutos después, cuando


Beled entró por la misma puerta que Kath Two.


Tal como miró el local estaba claro que no había


estado nunca allí. Enseguida reconoció la cara de



Kath Two. No reaccionó, pero se dirigió


directamente hacia ella. Kath Two había ocupado


el último taburete libre, pero Beled atravesó la


multitud, un proceso fácil para él porque la gente


tendía a apartarse de su camino, y se quedó de


pie a su lado, tan cerca que Kath pudo sentir el


calor en su espalda. Pidió a otro miembro del



personal una marca popular de cerveza barata. El


empleado era un cruce, probablemente


camiliano/juliano, mujer, algo exótica. Ty se había


vuelto a ir y había retomado lo que fuera que


estuviese haciendo con las cuentas. Kath Two


comprobó su cronógrafo y supuso que Ty estaba


preparándose para dejar las cosas del bar listas y


llevarlos al reservado donde se fuesen a reunir.


Mientras la mujer tras la barra pasaba la cerveza



de sus diminutas manos a las zarpas enormes de


Beled, Kath Two se giró hacia él, chocó los vasos



1293

de bebidas y brindó:




—Por el Siete.




Beled estuvo ocupado un momento dando las


gracias a la camarera con un estilo excesivamente


formal, pero luego asintió y bebió con Kath Two.


Kath Two le explicó lo que sabía de Tyuratam


Lake y Beled invirtió los siguientes minutos en



valorar al dinano en la distancia y sacar quién


sabe qué conclusiones.




Al cabo de un rato Ty acabó el papeleo y salió


por una esquina de la barra, mirando a Kath Two


a los ojos mientras. Kath se dio cuenta de que


para él, abandonar la sociedad del Nido del


Cuervo no era una tarea sencilla, ya que era muy


conocido y mucha gente quería saludarlo. Pero


parecía haber aprendido a adoptar una postura y



un paso que indicaban que estaba demasiado


ocupado y no admitía interrupciones.




A Kath Two le resultó difícil mantenerse a la


altura de Ty en el recorrido laberíntico por las


distintas salas y pasillos, y acabó dejando que


Beled abriera el paso. Como Beled era mucho más


alto y corpulento que ella, le resultaba difícil ver


lo que tenían por delante, pero se daba cuenta de




1294

que se encontraban en un largo pasillo cuesta


abajo con suelo de piedra y paredes también de


piedra y recubiertas de madera para producir una


sensación más cálida. En el pasillo se abrían



varias puertas, una de ellas justo al final, que fue


la que Ty les abrió. Vio que surgía una luz cálida,


que se reflejaba en la roca pulida entre las piernas


de Beled y los paneles de madera que los


rodeaban.




—Bienvenidos al Refugio —dijo Ty.




Kath Two siguió a Beled al interior de la


estancia; chocó con su espalda, rebotó y dio un


paso atrás. Al entrar, Beled se había detenido de


pronto y había adoptado una postura algo



agachada, con un pie por delante del otro,


apuntando directamente al frente. Kath Two se


desplazó un poco, y siguió la mirada de Beled y la


dirección marcada por los pies de Beled, hasta el


otro extremo de la habitación.




El Refugio era una pequeña habitación


acogedora con una mesa ovalada del tamaño


justo para siete. Doc estaba sentado más cerca de


la puerta, flanqueado por Memmie y su robot.


Delante de él estaba Ariane Casablancova. Al otro






1295

lado de la mesa, mirando a la puerta, estaba el


hombre al que Ty debía de referirse con lo de «el


grande». Al estar situado detrás de la mesa, solo


se le veían la cabeza, los hombros y los brazos,



que parecían largos y pesados; pero lo que


realmente llamaba la atención era la arquitectura


del cráneo del tipo grande. Su cabeza tenía el


aspecto que tendría una normal si siguiese


creciendo más allá de la fase adulta y alcanzara


una fase de desarrollo más pronunciada. Las


gruesas cejas, entre rojizas y castañas, no podían



ocultar el reborde prominente del hueso sobre los


ojos. Cuando Kath Two lo miró, el hombre


agotaba una pinta de cerveza, que en sus manos


parecía todavía más pequeña que en las de Beled;


pero al bajar la jarra y dejar al descubierto la parte


inferior de su cara bien afeitada, vio la mandíbula


y el tamaño de los dientes, y comprendió que el


séptimo miembro de los Siete no era cualquier


aïdano, sino un neoánder.




LA EVA AÏDA HABÍA FUNDADO siete



variedades en trece embarazos. La tasa de fallos


había sido tan enorme porque le había exigido a


Eva Moira alteraciones muy extremas. Estaba más


que dispuesta a tolerar que algunos embarazos no





1296

llegaran a término, porque se veía con tiempo de


sobra hasta la menopausia en comparación con el


resto de las Evas, exceptuando a Camila. Y a esta


no la consideraba competencia porque deseaba



crear una raza de gente que no tuviese la


inclinación de competir con nadie.




Las Evas, confinadas por el resto de sus días al


pequeño volumen habitable en Hoyuelo, carecían


de muchas cosas, pero de información poseían


una cornucopia inagotable. Tenían a su


disposición todo documento que se hubiese


digitalizado, al menos hasta que empezaran a



fallar los chips de memoria donde estaban


almacenados; esa degeneración había empezado


pero tardaría decenios en tener efectos


importantes.




Aïda se puso a investigar la genética humana.


En la medida en que su genoma era la expresión


final de un largo proceso histórico —una


codificación densa y críptica de todo lo que


habían aprendido sus antepasados tras lograr


sobrevivir el tiempo suficiente para


reproducirse—, debía también conocer la historia



de la evolución humana. Su genoma, al igual que


el de los otros arquinos, había sido secuenciado y



1297

evaluado antes de abandonar la Tierra. Tenía a su


disposición una copia del informe, que detallaba


de qué zonas del mundo habían llegado sus


antepasados. En buena medida era lo que se



esperaría de una mujer italiana, pero había


aspectos que desconocía, como unas conexiones


genéticas con judíos del norte de África, con una


tribu aislada del Cáucaso y con pueblos nórdicos.


Según algunos marcadores genéticos, también


quedaba claro que, como muchos europeos, era


en parte neandertal.




El análisis posterior, realizado por



historiadores, de los rastros dejados por Aïda en


los registros informáticos, daba a entender que


había pasado casi el mismo tiempo estudiando los


genomas de las Cuatro, a las que consideraba sus


competidoras directas; y le había dedicado el


mismo tiempo a estudiar el genoma de Moira


como al de Dinah, Tekla e Ivy juntos. Moira


descendía de África y a Aïda le fascinaba la idea


de que los africanos portaban en los genes más



diversidad genética que los no africanos, como


resultado de que la especie humana se había


originado en aquel continente y se había


extendido desde allí. Las razas no africanas





1298

habían surgido a partir de grupos aislados de


aventureros, que al reproducirse entre ellos,


tenían un acervo genético limitado: un


subconjunto de todo lo que se podía encontrar en



África. Esa idea se había usado para explicar, por


ejemplo, que África tuviese la gente más alta y la


más pequeña del mundo, y que tantos atletas de


élite fueran africanos; no es que fuesen mejores


atletas por naturaleza, sino que la distribución de


las variaciones genéticas aleatorias era más


amplia. Era de suponer que por cada gran atleta



africano había otro que tenía la peor coordinación


del mundo, pero a estos últimos nadie les


prestaba atención. Fuese o no una teoría válida, lo


importante es que Aïda se la tragó por completo y


la empleó para dar sentido a su estrategia


genética en el Gran Juego. Y en la medida en que


las Cuatro se tomaron la molestia de desarrollar


contramedidas, también debieron de tenerlo en


cuenta. La existencia misma de los moiranos



como raza era el resultado último. En lugar de


intentar aplicar las maquinaciones de Aïda en


detalle, par de bases a par de bases, Eva Moira


había decidido alterar los aspectos del genoma


que controlaban la epigenética, de manera que


había hecho de sus descendientes auténticas



1299

navajas suizas.




Para Aïda, Tekla fue un blanco más fácil, ya


que la rusa había sido explícita sobre lo que


consideraba deseable en una raza futura. Era fácil


darse cuenta de que los hijos de Tekla serían



guerreros fuertes, disciplinados y formidables. Y


no hacía falta ser un genio militar para


comprender que la lucha, durante el previsible


futuro —varios milenios encerrados en colonias


espaciales—, sería cuerpo a cuerpo y personal.


Todo apuntaba a que la violencia seguiría estando


presente en la historia humana y estaría



condicionada por el tamaño, la fuerza y la


resistencia. Si la historia servía de guía, aquellos


que pudiesen desplegar más violencia acabarían


dominando a los demás. Aïda no estaba dispuesta


a consentir que sus propios hijos fueran


dominados por los hijos e hijas de Tekla.




Podría haberse limitado a hacer lo mismo que


Tekla: crear versiones de sí misma modificadas


con ciertos rasgos atléticos. En vez de eso,


fascinada por los extraños detalles de su informe


genético, se había embarcado en un programa



para volver a despertar el ADN neandertal que,


eso imaginaba, llevaba decenas de miles de años



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