indicó lo contrario.
—¡Está dentro! —exclamó Ivy.
—¡Cierra la escotilla! —gritaba Bo.
Dinah giró la llave a tope y la colocó en
posición de cerrado. No se ajustaba del todo bien,
pero al menos estaba cerrada.
Mientras tanto, Margie activaba la válvula que
llenaba de aire la esclusa. Se suponía que se
trataba de un proceso gradual, pero dejó que
entrase explosivamente, con un movimiento
súbito del aire que les tiró de los diafragmas y les
hizo estallar los oídos.
—Sale sangre —dijo Bo pesarosa—. Escapa
por la escotilla.
—¡Mierda! —exclamó Dinah. Aquello
indicaba que había dos grandes problemas
simultáneos: la escotilla externa no se había
cerrado de verdad y Tekla estaba herida.
—Vamos a abrir —dijo Margie.
Tuvieron que aplicarse las cuatro: Dinah,
Margie, Bo e Ivy, todas metidas en el mismo
espacio con los dedos bajo el borde de la escotilla,
201
empujando contra la pared con toda la fuerza de
las piernas y la espalda, para romper el sello.
Entonces el aire escapó del compartimento y la
escotilla se abrió de golpe, como cuando rompes
el cierre de un tarro al vacío y la tapa sale
volando.
Allí estaba Tekla, en la posición fetal que le
habían indicado, una masa completa de rojo.
La miraron en silencio.
Movió la cabeza. Se volvió a mirarlas y vieron
una enorme mancha roja donde tenía que haber
un ojo.
Lo único que le impidió a Dinah gritar como
una niña pequeña fue el nudo que tenía en la
garganta. Bo respiró profundamente y se puso a
murmurar algo.
Tekla abrió las manos y agarró el borde de la
cámara. El cordón de la navaja todavía seguía
alrededor de la muñeca y la empuñadura iba
detrás. Dinah pensó que la hoja se había roto
hasta que se dio cuenta de que estaba encajada en
el antebrazo de Tekla.
Tekla salió unos centímetros y se detuvo.
202
Tenía la cabeza fuera.
Abrió un ojo, inyectado en sangre en medio
de la cara ensangrentada, pero era un ojo normal
y funcional.
Los oídos de Dinah volvieron a funcionar y se
dio cuenta de que oía un silbido agudo. Era el
sonido del aire escapándose de la Estación
Espacial Internacional, no a través de una enorme
fuga sino a través de pequeños huecos en el sello
exterior de la esclusa. El aire fluía tras el cuerpo
de Tekla y creaba un vacío a su espalda, un vacío
contra el que tendría que luchar para poder entrar
en el taller.
En aquel momento se sintió avergonzada,
como una anfitriona que ha olvidado recibir
adecuadamente a una invitada. Cogió a Tekla de
una mano, Margie se ocupó de la otra y, con un
ruido final de succión, sacaron la forma cubierta
de sangre de Tekla de la cámara de la esclusa y la
metieron en la estación espacial.
Dinah medio cerró la escotilla interna de la
esclusa. La Gran Aspiradora, como los
astronautas de la vieja escuela llamaban al vacío
del espacio, se encargó del resto y la cerró con
203
una violencia aterradora.
Había perdido un porcentaje apreciable de la
atmósfera de aquel módulo. No lo suficiente para
provocar privación de oxígeno, pero sí más que
suficiente para disparar alarmas por todo Izzy; y
hasta en Houston.
Margie se puso a trabajar en el brazo de Tekla,
que sangraba bastante, mientras Ivy y Bo, con las
manos enfundadas en guantes azules, le
limpiaban la cara con toallitas. Cada vez se le veía
más. La idea básica había funcionado, el uso de la
navaja por parte de Tekla había sido preciso y
bien dirigido, y quizá más efectivo de lo que le
convenía. Una gran fuerza la había escupido
desde la capa externa del luk hasta la cámara de
la esclusa, por lo que se había golpeado la cara
contra un ajuste de metal y se había hecho
alrededor del ojo unas cuantas heridas que habían
sangrado considerablemente. Al mismo tiempo, la
hoja de la navaja había chocado contra algo, se
había vuelto hacia ella y se le había clavado en el
antebrazo. Durante un momento había quedado
confundida, con la pierna colgando por la
escotilla abierta cuando Dinah intentaba cerrarla;
luego se había recuperado y se había colocado
204
como estaba planeado. Durante unos momentos
de todo el proceso había quedado expuesta al
vacío, lo que no era bueno para las heridas, pero
como entró aire y equilibró la presión no iba a
sufrir daños irreparables.
Tal como se temía Dinah, en la junta de la
escotilla exterior quedaron atrapados fragmentos
de plástico, lo que explicaba las fugas. Pero la
mayoría de los trozos escaparon al espacio en
cuanto volvió a abrirla, y los que quedaron en la
junta pegados por la sangre congelada de Tekla
pudo limpiarlos empleando un enjambre
programado de Jejenes. Al final dejó el proyecto
como un ejercicio para Bo, que avanzaba a
asombrosa velocidad en el aprendizaje del manejo
de robots.
Recorrió la longitud de Izzy hasta Nexo y de
allí al toroide, donde Margie, recibiendo consejo
de cirujanos expertos en Houston, trabajaba en el
brazo de Tekla. Era mucho más fácil en la
gravedad débil del toroide: no salían glóbulos de
sangre flotando por ahí. Lina Ferreira y Jun Ueda,
también biólogos, hacían de ayudantes.
Ivy estaba en su despacho, lidiando con una
205
tormenta de reacciones airadas de la gente en
Houston.
Operaban a Tekla con anestesia local, así que
estaba despierta. Habían limpiado las heridas
alrededor del ojo y habían usado vendas y
pegamento médico para cerrarlas. El corto pelo
rubio que le cubría el cráneo estaba oscuro en los
laterales por la sangre coagulada. El blanco de los
ojos era rojo y por toda la cara tenía miles de
diminutas marcas rojas. Ya le habían advertido a
Dinah que eso pasaría. Se llamaban petequias:
capilares rotos justo bajo la piel, como resultado
de la exposición al vacío. Pero por el movimiento
de los ojos en su cuenca y cómo se fijaba en las
cosas, Dinah sabía que su vista estaba intacta.
—Fue innecesario —le dijo Tekla.
—Cierto —respondió Dinah.
—Tendré problemas.
—Nosotras también —dijo Dinah, señalando
en dirección a la oficina de Ivy—. Todas
tendremos problemas… problemas con un
montón de gente muerta.
Tekla apenas reaccionó, pero Margie, Lina y
206
Jun inspiraron todas a la vez; una pausa
momentánea en la acción.
—Margie —dijo la voz tejana desde la
superficie—, a este cirujano muerto le gustaría
que cerrases esa arteriola antes de que vuelva a
sangrar.
—Los que vamos a vivir —dijo Dinah—,
tendremos que empezar a hacerlo guiados por
nuestra propia luz.
207
Pioneros y prospectores
—AQUÍ LLEGA EL VENDEDOR DE HIELO.
—¡Ah! —Rhys suspiró—. Me preguntaba
quién sería el primero en hacer ese chiste. —Se
retiró, se apartó flotando y ejecutó la operación de
retirar y anudar el condón con tal habilidad que el
corazón de Dinah se agitó con tenebrosa envidia.
Pero al menos no soltaba nada en su taller.
—Puede que sea la última entrega —dijo
Dinah—; de hielo, quiero decir.
—¿Tienes el congelador?
—Vendrá mañana desde Kourou.
—¿Alguna posibilidad de que envíen
cocteleras para preparar martinis?
—Para eso usamos bolsas de plástico.
—Bien, espero que mis entregas, de hielo
quiero decir, hayan contribuido positivamente a
lo que sea que estás tramando.
—Mira esto —dijo. Se había envuelto en una
manta, y empujó la pared con un dedo del pie y
flotó hasta la estación de trabajo. Con varios
208
movimientos puso en marcha un vídeo. La
primera escena era dura: un cubo de hielo en una
cámara negra, iluminado por leds brillantes pero
fríos.
—¿De la central de Arjuna? —Rhys, todavía
desnudo, se colocó detrás y le pasó los brazos por
la cintura. A Dinah le gustó pensar que era un
gesto de afecto y, en parte, lo era, pero había
pasado suficiente tiempo en gravedad cero como
para saber que lo que pasaba era que Rhys no
quería salir flotando mientras miraba la película.
—Sí.
Un hombre con barba de color rubio rojizo
entró en escena cargando con una lámina de
cartón ondulado, como la tapa de una caja de
pizza.
—Ese es Larz Hoedemaeker, creo, uno de los
tipos con los que más he trabajado.
Larz orientó la tapa de pizza ligeramente
hacia la cámara. En su mayor parte estaba
cubierta por objetos iridiscentes del tamaño de
uñas, como escarabajos de silencio. Cientos.
—Son muchos Jejenes —comentó Rhys.
209
—Claro, la idea es crear un enjambre.
—Lo comprendo, pero parece que han dado
con la forma de acelerar la producción.
Larz dobló el cartón diagonalmente para
formar una parte más honda y lo inclinó hacia el
bloque de hielo. Los Jejenes cayeron y formaron
un montón. Unos cuantos se desplazaron y
cayeron al suelo. Larz salió de la imagen durante
un momento y volvió empujando una silla de
oficina con ruedas. La colocó tras el bloque de
hielo, volvió a desaparecer y regresó con un reloj
que parecía que acababa de quitar de la pared de
un despacho. Lo colocó en equilibrio sobre el
asiento de la silla, contra el respaldo, de forma
que fuese claramente visible en el vídeo. Luego se
fue.
Momentos después la luz se volvió mucho
más brillante.
—Simula la radiación solar —explicó Dinah—
. Los Jejenes se alimentan del sol, así que la única
forma de probarlos es con una fuente de luz tan
brillante como la luz solar.
La manecilla de los minutos se puso a avanzar
con rapidez.
210
—¿Vídeo acelerado? —preguntó Rhys.
—Sí. Como ves, todo pasa muy despacio.
Los Jejenes dispersos en el suelo corrieron
alocadamente durante un rato, luego parecieron
dar con el bloque de hielo y se pusieron a escalar
sus paredes verticales.
—Ya ves que la adhesión es muy buena —dijo
Dinah.
Mientras tanto, el montón de Jejenes que
estaba arriba se extendió como un trozo de
mantequilla sobre una tortilla, se distribuyeron
sobre el bloque en una capa algo aleatoria pero
básicamente uniforme. Algunos parecieron
hundirse en el hielo.
—¿Lo funden para entrar? —preguntó Rhys.
—No. Eso requeriría demasiada energía y
además no serviría en gravedad cero. Es un túnel
mecánico. ¿Ves los montones que se forman? —
Señaló la parte superior del bloque de hielo,
donde alrededor de los túneles habían empezado
a formarse montones blancos—. Son los restos
expulsados por los Jejenes que cavan.
—En gravedad cero tampoco puedes hacer
211
montículos —comentó Rhys.
—¡Cada cosa en su momento! —dijo Dinah,
dándole un codazo—. Los otros se ocupan de eso,
¿ves? —Empleó el cursor para señalar hacia un
Jején que recorría la superficie. Cogió algunos
granos de hielo de un montículo, retrocedió y se
dirigió al borde del bloque de hielo.
—¿Cómo lo hace? —preguntó Rhys.
—¿Sabes que cuando tienes la mano húmeda,
si la metes en el congelador y coges un cubito de
hielo, se te queda pegado a la piel? No es más que
eso —dijo Dinah—. Y así es también como
caminan sobre el hielo sin caerse.
El minutero se puso a avanzar más rápido;
incluso era apreciable el movimiento de la
manecilla de las horas. La superficie del bloque de
hielo se llenó de hoyos y empezó a hundirse hacia
el suelo a medida que retiraban el material. Al
mismo tiempo, un borde del bloque formó un
abultamiento que creció hasta convertirse en un
saliente, como el cuerno de un yunque.
—¿Qué construyen? —preguntó Rhys.
—No importa. No es más que una prueba
212
para demostrar que funciona.
El crecimiento se detuvo. El reloj fue
ralentizándose hasta la normalidad y entró otro
ingeniero a hacer fotos del resultado. Luego el
vídeo pasó a negro.
—Interesante —dijo Rhys.
Dinah le cogió la mano antes de que pudiese
alejarse.
—Espera. Mira la versión superrápida.
Empezó un momento después. Era la misma
película, mostrada diez veces más rápido, de
manera que no duraba más que unos segundos. A
aquella velocidad de movimiento, los Jejenes eran
invisibles; no más que una niebla agitada que iba
y venía en grupos. Por tanto la vista se
concentraba en el bloque de hielo, que en esas
condiciones no parecía un fragmento cristalino,
sino más bien una ameba hundiéndose por un
lado mientras por el otro proyectaba
elegantemente un seudópodo al espacio.
—Hay que dar por supuesto —dijo Rhys—
que hay una razón para que Sean Probst tenga
tanto interés en hacer que el hielo se siente y haga
213
trucos.
—Sí, pero no me la cuenta.
—¿Hay alguna forma —comentó Rhys— de
unir esos Jejenes extremo a extremo?
—¿Para formar una cadena?
—Eso es. Los Crótalos son adecuados, pero
bastante más complicados de lo que es necesario.
—Tienes las cadenas metidas en la cabeza. Sí,
es posible. Y puedes unirlos de lado para formar
una lámina
—El tío John me llama desde más allá de la
tumba para decirme que aproveche su afición.
—Bien, si sigues cayéndome bien —dijo
Dinah—, te dejaré jugar con ellos.
DÍA 56
Para A+0.56, el módulo Nexo alrededor del
que giraba el toroide ya no era la parte más a proa
de Izzy. Ahora lo llamaban N1. Un nexo mayor,
llamado N2, había subido desde Cabo Cañaveral
impulsado por un cohete pesado y ahora estaba
unido al anterior.
214
El plan original de N2 era ser la base de una
gran operación de turismo espacial. La misión
original de Rhys, con dos años de planificación y
entrenamiento, había sido montarlo y hacerlo
funcionar. Ahora, como era lógico, el propósito
era otro, pero funcionalmente tenía el mismo
aspecto: N2, el gran módulo central, con un
toroide nuevo y más grande girando a su
alrededor. El nuevo toroide, que no podían sino
llamar T2, se ensamblaría en el espacio a partir de
un conjunto de piezas rígidas e hinchables,
algunas de las cuales habían guardado dentro de
N2 antes de subirlo, mientras que otras llegarían
en lanzamientos posteriores. Por el momento, N2
tenía cuatro radios gruesos que salían de él para
terminar en puntas, donde más adelante
añadirían las partes que formarían el borde de la
rueda.
Para entonces los exploradores habían
logrado su misión básica, que consistía en
emplear la Estructura de Armazón Integrada
como columna vertebral para sostener un árbol de
tuberías huecas, cada una de unos cincuenta
centímetros de diámetro, con puntos anchos más
o menos cada diez metros. Un ser humano,
215
siempre que estuviese razonablemente en forma,
no sufriese de claustrofobia y no tuviese
demasiadas cosas en los bolsillos, podría moverse
por un tubo de ese diámetro, algo así como un
hámster correteando en su jaula por una tubería
de plástico. Los puntos anchos servían para que
dos personas que iban en dirección opuesta
pudiesen cruzarse. De conectores y puntos de
desvío hacían unos módulos esféricos. Los tubos
terminaban en puntos de atraque donde podían
anclarse a la Estación Espacial Internacional
distintos tipos de naves espaciales mediante
cierres sólidos y herméticos.
Porque desde el principio había quedado
claro que los puntos de atraque iban a ser, en la
jerga de Pete Starling, «el elemento limitante», «el
cuello de botella», «el punto crítico». No era fácil
construir cohetes, naves y trajes espaciales, pero
al menos eso lo podían hacer en tierra, donde se
podía emplear una colosal cantidad de recursos
para acelerar la producción. Sin embargo, un
ejército de cápsulas enviadas al espacio no
tendrían adónde ir a menos que pudiesen atracar
en algún lugar. Y había que construir los puntos
de atraque a las bravas: allí mismo, en órbita.
216
La maniobra de atracar no era un juego de
niños; exigía tecnología concreta, pero se conocía
bien y se había hecho muchas veces. El programa
espacial chino se había estandarizado en el mismo
sistema empleado por los rusos, así que su nave
espacial, al igual que la rusa, podía atracar en la
ISS. Hasta ahí, bien. Pero era un hecho que toda
nave tripulada puesta en órbita debía alcanzar un
destino concreto en un par de días, antes de que a
los ocupantes se les acabase el aire, la comida y el
agua. Por tanto, la tarea de los exploradores había
sido aumentar enormemente el número de puntos
de atraque de la forma más rápida y barata que
fuese posible. No podían estar demasiado cerca,
por lo que debía haber tubos de hámster entre
ellos. Fijados a la superficie exterior de dichos
tubos —que las nuevas oleadas de exploradores
seguían instalando— había tuberías y cables, y
refuerzos estructurales conectados a los
armazones adyacentes.
El árbol de tubos inicial, construido entre
A+0.29 y A+0.50 por Tekla y los otros miembros
de la primera tanda de exploradores, ofrecía
media docena de puntos de atraque. Los
emplearon de inmediato la primera oleada de los
217
llamados lanzamientos de pioneros: tres naves
Soyuz, dos Shenzhous y una cápsula de turismo
espacial de Estados Unidos.
Envalentonados por el éxito del lanzamiento
que había transportado a Bo y Rhys, los rusos
habían encontrado la forma de encajar cinco o seis
pasajeros en cada Soyuz.
La nave Shenzhou estaba basada en el diseño
de la Soyuz, pero era más grande y mejor en
muchos aspectos. Al igual que la Soyuz, se
suponía que llevaba tres tripulantes, pero eso era
dando por supuesto que los tres querrían regresar
a la Tierra con vida. Modificadas para viajes solo
de ida, cada Shenzhou llevaba media docena de
personas; y la cápsula de turismo americana llevó
un complemento de siete astronautas.
Así que en total, la primera oleada de
pioneros transportó tres docenas de personas a
Izzy, lo que era más del doble de su población.
No les quedaba más remedio que vivir en sus
cápsulas espaciales, que tenían su propio baño,
limpiador de CO2 y sistema de expulsión de calor.
Estaban apretujados, pero al menos era algo
mejor que los luks.
218
En A+0.56, cuando el módulo N2 llegó en el
gigantesco cohete pesado Falcon, Tekla y los otros
exploradores supervivientes invirtieron un día en
sacar todo lo que habían metido dentro del cohete
y anclarlo temporalmente al exterior del módulo.
Luego se mudaron a N2 y lo convirtieron en
dormitorio de exploradores, así que se
despidieron de sus cada vez más maltrechos luks,
que se desinflaron, se repararon, se doblaron y se
almacenaron para algún uso posterior durante las
emergencias.
Unos dos tercios de los pioneros tenían
experiencia previa en EVA o los habían entrenado
a toda prisa en las últimas semanas. No había
trajes espaciales suficientes —la Tierra los
producía tan rápidamente como era posible—,
pero podían compartir los existentes. Los turnos
de trabajo se redujeron de quince a doce horas, y
luego a ocho, para poder pasar cuerpos frescos
por los trajes espaciales dos o tres veces al día.
Los que salían al espacio dividían el tiempo entre
montar el toroide T2 y extender el árbol de tubos
para tener atraques disponibles para la siguiente
oleada de lanzamientos.
El resto de los pioneros, los que no salían al
219
exterior, se dedicaron a actividades en el interior
de las zonas presurizadas de la estación espacial.
Dinah acabó con dos ayudantes: Bo, que por lo
visto se había asignado ella misma la tarea, y Larz
Hoedemaeker, el tipo del vídeo. Larz era un joven
holandés que al parecer estaba haciendo el
doctorado en Robótica en la Universidad de Delft
y que Expediciones Arjuna había reclutado.
Dinah lo conocía como prolífico autor de correos
electrónicos, siempre deseoso de responder a sus
preguntas y de ofrecer correcciones de código casi
de inmediato. Debido a ciertas lagunas en las
comunicaciones, Dinah ni siquiera había sabido
que sería uno de los pasajeros en la cápsula
turística americana que había llegado en Día 52.
La gente ya empezaba a pasar de la notación A+ y
se refería a los días por su número.
Lo único que sabía es que un tipo enorme de
pelo rubio rojizo había aparecido de pronto en su
taller con grandes deseos de abrazarla. Lo que era
muy raro. La verdad, hasta ese momento la
Estación Espacial Internacional no había sido el
tipo de sitio donde se producían visitas sorpresa.
Larz llevaba un puñado de tabletas de
chocolate en una mano y una cámara en la otra, y
220
de los bolsillos del mono le salían todo tipo de
cosas: ampollas de morfina, antibióticos, rollos de
microchips fijados a cintas de papel, lentes de
contacto desechables, condones, paquetes de café
deshidratado, tubos de lubricante exótico, minas
de repuesto para lápiz, manojos de abrazaderas
de plástico. Parecía que la política era que había
que meter en las naves todas las vitaminas que
fuera posible apretujar, hasta el punto de no
poder moverse.
Larz era agradable y su primer día en Izzy fue
para Dinah una delicia total, ya que llevaba un
año sin poder mantener una conversación cara a
cara con un colega. Le enseñó el taller, pequeño
como era, y le dejó guiar robots por la superficie
de Amaltea, e hizo venir a algunos de sus robots
«Cosa» para que Larz pudiese admirarlos.
Porque, inspirada por un comentario que Rhys
había hecho unas semanas antes, Dinah había
dado uso a sus robots ociosos para fabricar
armaduras para los otros robots. La forma
canónica de hacerlo habría sido traer trozos del
asteroide a su fundidor de gravedad cero, y
fabricar bonitos y diminutos lingotes de acero
puro, que luego se podrían soldar a la estructura
221
de los Garros. Pero eso era demasiado
complicado. Amaltea ya estaba formada por
material más que adecuado. Quizá no fuese acero
del mejor, pero sí que valía como protección
contra la radiación. Así que se había dedicado a
cortar láminas, dejándolas con su forma rugosa
original, y a cubrir los Garros con capas
superpuestas de ese material. Parecían asteroides
ambulantes.
—Es un proyecto artístico —dijo Larz. A
Dinah se le pasó por la cabeza que pretendía
insultarla, porque había conocido algunos
ingenieros que jamás habrían combinado el arte
con la ingeniería, pero su rostro irradiaba alegría
e inocencia, y estaba claro que se trataba de un
elogio.
Cuando se acostumbró un poco a su
presencia, sacó el tema que le ocupaba la cabeza
desde hacía semanas: ¿por qué hielo? Teniendo
acceso a un enorme trozo de hierro, ¿por qué
Arjuna dedicaba todos sus esfuerzos a trabajar
con un material que a todos los efectos prácticos
no existía en Izzy?
—Hay cosas que no me explican —dijo Larz—
222
, pero sabes que durante un tiempo hemos
hablado de ir tras el núcleo de un cometa.
—Sí —dijo Dinah—. Lo hemos comentado.
Pero son enormes. ¿Qué íbamos a hacer con
gigatoneladas de agua?
Larz parpadeó, ligeramente incómodo.
—¡Llevaría una eternidad mover algo tan
grande! —siguió Dinah—. ¡Es como un proyecto
de diez o veinte años! No tenemos tanto tiempo.
—Sí, según las condiciones anteriores.
—¿A qué te refieres con las condiciones
anteriores?
—En su época, antes del Agente, cuando
pensábamos en mover cometas, hablábamos de
enviar un enorme telescopio. Dirigir la luz solar
sobre el núcleo del cometa, hervir un poco de
agua y, lentamente, desplazarlo a otra trayectoria.
Sí. Llevaría mucho tiempo. Como empujar una
bola de bolos con una pluma.
—¿Y qué ha cambiado? —preguntó Dinah—.
La física es la física.
—Sí —contestó Larz—, y hay una parte de la
223
física que es física nuclear.
—¿Van a usar nucleares? Pensaba que…
¡Dios! No puedo ni…
—No eres consciente de cómo han cambiado
las cosas en la Tierra.
—¡Ya veo que no!
—Los arcatectos vinieron y dijeron: «A ver,
esto no puede funcionar usando células solares.
No podemos fabricar las necesarias a la velocidad
suficiente, para miles de arquetes. Son enormes e
incómodas».
—He estado pensando en eso.
—Tenemos que usar nucleares, dicen.
—¿GTR?
Los generadores termoeléctricos de
radioisótopos eran las unidades de energía que se
usaban en la mayoría de las sondas espaciales. En
su corazón llevaban un disco de isótopo tan
radiactivo que se mantenía caliente durante
decenios. Había varias formas de extraer la
energía de ese calor.
—No son ni de lejos lo bastante potentes —
224
afirmó Larz.
LARZ RECIBÍA MENSAJES DE LA TIERRA
en forma de correos cifrados, un aluvión de letras
mayúsculas en grupos de cinco que parecían
haber salido directamente de una máquina
Enigma. En la gran bolsa de nailon que a Larz le
servía de cartera había un montón de páginas. En
cada una se veía impresa una rejilla diferente de
letras mayúsculas aleatorias. Para descifrar un
mensaje se requería como media hora de
laborioso trabajo con lápiz y papel. Dinah no
podía creer lo que veía. Evidentemente, siempre
se usaba criptografía para mandar mensajes y la
práctica habitual en las comunicaciones de
Expediciones Arjuna era cifrar todos los correos.
Pero por lo visto para Sean Probst eso ya no era
suficiente. Dinah se acostumbró a ver a Larz
atareado sobre aquellas hojas. Escribió un
pequeño programa en Python para facilitar un
poco la tarea, pero seguía escribiendo los
mensajes a mano.
Dos semanas después de su llegada, descifró
un mensaje con noticias sorprendentes. El jefe
venía. Ni más ni menos que Sean Probst, el
fundador y director general de Expediciones
225
Arjuna.
—¿Cómo es posible? —preguntó Dinah—.
¿Cómo puede alguien venir a Izzy así sin más?
¿No necesita un vehículo de lanzamiento? ¿Una
nave espacial? ¿Un lugar para atracar? ¡¿Permiso?!
Eran preguntas retóricas. Antes de dedicar sus
energías a la minería de asteroides, Sean había
ganado siete mil millones de dólares con una
empresa de internet. Por el camino había
invertido mil o dos mil millones en otras
empresas de viajes espaciales privados.
—Viene solo —dijo Larz—, en una Drop Top.
A Dinah le llevó un momento, y una rápida
búsqueda en Google, acceder a sus recuerdos.
También llamada la Descapotable, la Drop Top
era una de las ideas más imaginativas en el
mundo del turismo espacial. Su base era que lo
que de verdad querían los turistas era
experimentar directamente la visión de la Tierra
desde el espacio, las estrellas y (hasta que había
dejado de existir) la Luna, pero las ventanillas de
las cápsulas espaciales habituales eran muy
pequeñas. En realidad, el turista quería meter la
cabeza en una burbuja transparente para disfrutar
226
de una visión perfecta en todas las direcciones. En
otras palabras, quería estar metido en un traje
espacial, flotando libremente en el espacio. La
Drop Top era una cápsula pequeña y sencilla,
capaz de albergar cuatro astronautas, vestidos
con un traje espacial a medida y con un casco que
era una burbuja. Durante el ascenso por la
atmósfera, y la reentrada, los protegía una concha
resistente, pero mientras orbitaban la Tierra, la
concha se retiraba, como el techo de un
descapotable y quedaban expuestos al espacio;
incluso les ofrecían dar un paseo espacial.
—No creo que una Drop Top pueda llegar a
una órbita tan alta, ¿no? —preguntó Dinah.
—Sean viene solo. Es algún tipo de modelo
espacial para un único pasajero; la masa extra se
usa para combustible.
—¿Y luego qué? ¿Se acercará a una esclusa y
llamará a la puerta?
—Algo así —dijo Larz—. ¿Qué le van a decir?
¿Que se dé la vuelta?
DÍA 68
—Todo esto es una sandez —dijo Sean Probst
227
tan pronto como se quitó el casco.
Dinah sonrió. No es que lo de la sandez la
hiciese feliz. Cuando la cuestión era preservar la
especie humana y la herencia genética de la
Tierra, todo tufillo a sandez era una mala noticia.
Pero sí que sintió algo de alivio; en el fondo de su
cabeza ya llevaba semanas haciendo un recuento
de las sandeces. Allí nadie estaba dispuesto a
hablar, y había muchos que parecían más listos y
mejor informados que ella.
Conocía a Sean Probst por la información que
corría sobre él, por su firma en los cheques de su
sueldo y por los correos que le enviaba a las tres
de la mañana desde la zona horaria adonde lo
hubiese llevado su avión privado. Sean no se
inclinaba ante nadie en lo que a conocimientos
sobre el espacio se refería. Cuando entraba en una
estación espacial y gritaba «sandez» es que la cosa
iba a ser entretenida.
Uno de sus pocos aspectos atractivos era que
había llegado a la conclusión de que su
personalidad era un problema y, siguiendo el
clásico estilo «que lo arreglen», había contratado a
un entrenador que le enseñase a ser menos
228
mamón. Se le podía ver en la cara.
—No tu parte… eso es maravilloso —admitió.
—Supuse que de no ser así ya me lo habrías
comentado hace tiempo —dijo Dinah.
Sean asintió. Hecho.
Su llegada a la estación espacial había sido
muy poco convencional y muy indirecta. No
había punto de atraque para la Drop Top.
Tampoco podría haberlo, ya que la Drop Top ni
siquiera tenía esclusa. No había forma de fijarla a
Izzy. Había guiado la pequeña nave descapotable
manualmente, activando los propulsores uno a
uno, y había lanzado al espacio balas de
combustible gastado, para luego detenerse uno,
cinco o diez minutos a pensar en las
consecuencias. Como era un empollón del
espacio, sabía muy bien que la mecánica orbital
no obedecía a las reglas de la física terrestre. Tenía
humildad suficiente, y oxígeno de sobra, para
tomárselo con calma. Con el tiempo logró
acercarse lo suficiente a Amaltea, de forma que un
tren de tres Crótalos con un Garro en la cabeza
puedo acercarse y atrapar un punto del borde de
la cabina. A continuación había salido del
229
vehículo, flotando en el espacio, y había dado una
vuelta de inspección. Le mandó algún mensaje a
Dinah para que supiese dónde estaba. Al no
haber conexión directa de radio, los mensajes
tenían que ser reenviados desde un servidor en
Seattle.
Vestía un traje tubo: un producto turístico que
en ciertos aspectos era menos útil, y en otros más,
que los trajes oficiales que el Gobierno les daba a
cosmonautas y astronautas. No tenía perneras,
porque las piernas eran inútiles en el espacio.
Parecía un tubo de ensayo con un par de brazos y
en lo alto una bóveda en forma de burbuja. Los
brazos tenían hombros y articulaciones de codo,
pero no manos como tales. Los guantes eran
famosos por ser la parte más problemática de un
traje espacial. En su lugar, los brazos del traje
tubo terminaban en muñones redondeados.
Desde allí surgía una mano esquelética
compuesta por un pulgar y tres dedos, y activada
por cables de acero que pasaban por uniones
herméticas hasta llegar al brazo muñón. El
ocupante metía la mano en un ingenio en forma
de guante, colocado en el muñón, que tiraba de
los tendones metálicos a medida que él movía los
230
dedos; así activaba los dígitos externos, lo que le
permitía asir cosas y realizar algunas operaciones
simples. No era nada que un inventor ingenioso
no hubiese podido construir en su laboratorio de
1890, o 1690 ya puestos. La gente que los había
empleado decía que funcionaban
sorprendentemente bien, incluso mejor en ciertos
aspectos que los guantes espaciales
convencionales, que eran rígidos y cansaban las
manos.
En el interior de los muñones había espacio de
sobra y, por tanto, cuando no usaba las garras que
tenía por mano, liberaba los dedos del guante
interno y los colocaba sobre pantallas táctiles y
joysticks, donde podía teclear y desplazarse todo
el tiempo que quisiese. El traje poseía pequeños
propulsores que permitían volar por ahí. Sean les
dio buen uso: vagó por el exterior de Izzy y
comprobó el trabajo de los robots, las
modificaciones realizadas en el armazón y otros
detalles interesantes.
Finalmente llegó a una esclusa en el extremo
trasero de N2, donde Dinah le dejó entrar y él
soltó su opinión.
231
Su aspecto era el de un empollón de treinta y
ocho años bastante normal, que podría asistir a un
seminario sobre física o a una convención de
ciencia ficción, con pelo rubio apelmazado que el
sudor mantenía pegado a la cabeza y barba de
algunos días algo más oscura. En las fotos
oficiales llevaba lentillas, pero aquel día llevaba
unas gafas de lente gruesa. Sacó un brazo y
después el otro, y luego salió por la enorme
abertura en la parte superior donde había estado
fijada la cabeza abovedada.
—He tenido problemas para entender el
mantenimiento a largo plazo —admitió Dinah,
que no podía dejar escapar la ocasión de lanzar el
anzuelo.
—¡¿Te parece?! —gritó él—. ¿Alguien se ha
puesto alguna vez a hacer los cálculos mínimos
de equilibrio de masa para esta idea del Arca
Nube? —Sean era de Nueva Jersey.
Dinah no tenía claro de qué hablaba, así que
ganó tiempo.
—Todos hemos estado muy distraídos. No
sabría decirte.
—¡No te lo contarían! —gritó—. ¡Porque de
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inmediato te darías cuenta de que es una sandez!
—¿Qué es una sandez? —preguntó Ivy,
flotando hacia ellos con expresión de interés—. ¿Y
quién demonios eres tú?
Antes de que Sean pudiese explicar quién
demonios era, lo distrajo, por decirlo de alguna
forma, la aparición de una amazona de metro
ochenta de alto con la cabeza rapada y visibles
cicatrices faciales, que se dirigió hacia él desde el
otro lado de N2 como si la hubiesen lanzado con
un cañón. Tekla le clavó el hombro en el vientre a
Sean y lo hizo chocar contra el mamparo. Al
instante se le puso encima. Le bloqueó un brazo y
lo puso de tal manera que parecía imposible
escapar.
A esas alturas Dinah había pasado tiempo
suficiente con Tekla para saber que practicaba
sambo, un arte marcial soviético muy parecido al
jiujitsu. Por pura curiosidad, Dinah había visto
algunos vídeos en YouTube de luchadores de
sambo en acción y no se imaginaba que se podía
hacer en gravedad cero.
Sean había entrado por N2 porque allí había
un conjunto útil de esclusas y puertos de atraque
233
en su lado posterior. Pero, sin que él lo supiese,
N2 también servía como dormitorio donde vivían
los exploradores supervivientes. Su llegada había
despertado a Tekla, que estaba de descanso y
dormía en una bolsa.
Dinah intentó imaginar cómo debió de ser el
encuentro para Tekla. Sean se presentó sin avisar.
La misma Dinah no había sabido en realidad
cuándo, o cómo, llegaría hasta que la Drop Top
apareció en el campo de visión de su ventana. Por
tanto, desde el punto de vista de Tekla, el tipo era
un intruso. Y cuando oyó a Ivy decir «¿Quién
demonios eres?», interpretó de inmediato que su
presencia en Izzy no estaba autorizada.
—¡Vaya situación! —exclamó Dinah.
—¡Toque! ¡Toque! —insistía Sean. Con la
mano libre le daba a Tekla en la pierna.
—Comandante, ¿quiere que lo retenga? —
preguntó Tekla—. ¿Qué ordena?
—No es peligroso —dijo Dinah.
—Suéltale, Tekla —ordenó Ivy.
Con renuencia, Tekla aflojó y le permitió a
Sean que flotase. Él se apartó de ella, pensando,
234
con cierta perplejidad, quién sería.
—Sean —dijo Dinah—, ya conoces a Tekla.
Quiero presentarte a Ivy Xiao, comandante de
esta instalación. Ivy, di hola a Sean Probst.
—Hola, Sean Probst —dijo Ivy para luego
volverse a mirar a Dinah—. ¿Sabías que vendría?
—Había oído rumores —dijo Dinah—. Pero
no me parecieron lo bastante convincentes como
para distraerte. Lo siento.
Ivy miró a Sean el tiempo suficiente para
hacer que el hombre se sintiese incómodo. Tekla,
que flotaba muy cerca, hizo todo lo posible por
que el ambiente fuera tan hostil como —
sospechaba Dinah— Ivy quería.
—La analogía más cercana a mi papel en este
lugar es la de capitán de barco —dijo Ivy—.
¿Conoces las formalidades para subir a bordo,
Sean?
Sean se lo pensó.
—Comandante Xiao —dijo—. Humilde y
respetuosamente, solicito permiso para subir a la
nave.
235
—Permiso concedido —dijo—. Y bienvenido a
bordo.
—Gracias.
—Pero…
—¿Sí?
—Si alguien te pregunta, por favor, cuenta
una mentira inocente; di que primero pediste
permiso y luego subiste a bordo.
—Encantado de hacerlo —respondió.
—Supongo que más tarde desarrollaremos
algún tipo de ley común. Una Constitución para
estas cosas.
—Ya hay gente trabajando en ello —comentó
Sean.
—Qué bien. Sin embargo, ahora mismo no
tenemos nada así y hay que andar con cuidado.
—Lo tendré en cuenta —dijo Sean.
—Bien —dijo Ivy—, cuando te interrumpí
comentabas algo sobre una sandez.
—Comandante Xiao —dijo Sean—, no tengo
sino el mayor respeto por tus logros pasados y
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por el trabajo que desarrollas.
—¿Se aproxima un pero? —le preguntó Ivy a
Dinah—. Yo oigo que se aproxima un pero. —
Sean calló—. Continúa —siguió Ivy. Lo cierto era
que Sean quería seguir hablando, así que casi
sería mejor ponerse a ello.
LO DESARROLLÓ EN LA PIZARRA de la
Banana a partir de principios fundamentales.
Empezando con la ecuación de Tsiolkovski, una
exponencial sencilla, desarrolló algunas
estimaciones simples, que luego convirtió en la
prueba irrefutable de que el Arca Nube era una
sandez.
O al menos había sido una sandez hasta que
él, Sean Probst, se había presentado a resolver los
problemas que había encontrado. Problemas que
solo podía resolver él en persona.
A Dinah se le ocurrió preguntarse si Sean
seguía siendo rico.
Los ricos ya no conservaban su fortuna en oro.
La fortuna de Sean estaba en forma de acciones,
sobre todo acciones de sus propias empresas. No
había seguido el mercado de valores desde el
anuncio en el Lago del Cráter, pero había oído
237
que no era tanto que se hubiese hundido como
que había dejado de existir. En aquel momento,
tener acciones no significaba mucho, al menos si
se pensaba como una forma de almacenar valor.
Pero las estructuras legales, la policía, las
agencias gubernamentales y demás todavía
existían y todavía hacían cumplir la ley. Según la
ley y teniendo en cuenta que era el socio
mayoritario, Sean controlaba Expediciones
Arjuna. Y por distintas relaciones con otros
emprendedores espaciales, todavía tenía
influencia suficiente para lograr que lo lanzasen a
Izzy. Eso se podía considerar una forma de
riqueza.
Habiendo resuelto mentalmente ese asunto,
volvió a concentrarse en las palabras de Sean.
—El Arca Nube es un enjambre distribuido:
bien. Lo entiendo. Me apunto. Mucho más seguro
que poner todos los huevos en el mismo cesto.
¿Qué hace que sea más seguro? Los arquetes
pueden maniobrar para esquivar las rocas. ¿Otra
ventaja? Pueden emparejarse para formar un bolo
y girar uno alrededor del otro simulando
gravedad. Mantiene a la gente más sana y más
238
feliz. ¿Cómo lo hacen? Volando uno contra el otro
y uniendo sus cables. ¿Qué sucede cuando
quieren romper el bolo e ir en solitario?
Desacoplan los cables y salen volando en
direcciones opuestas, a menos que usen sus
motores para eliminar la fuerza centrípeta. ¿Qué
tienen en común todas esas actividades?
Se habían acostumbrado a su hábito de hacer
preguntas que contestaba él mismo, así que les
pilló por sorpresa que esperase una respuesta,
como parecía ocurrir.
A Dinah e Ivy las acompañaban Konrad
Barth, el astrónomo; Larz Hoedemaeker; y Zeke
Petersen. Este último acabó mordiendo el
anzuelo.
—El uso de los propulsores —contestó.
Sean asintió.
—¿Y qué sucede cuando usamos los
propulsores?
Dinah jugaba con ventaja, porque ya sabía que
a Sean le preocupaba el equilibrio de masas.
—Que expulsamos masa. En forma de
combustible usado.
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—Expulsamos masa —repitió Sean
asintiendo—. Tan pronto como el Arca Nube se
quede sin combustible, pierde toda capacidad de
hacer lo que la convertiría en una arquitectura
viable para la supervivencia a largo plazo. Se
convierte en un blanco fácil.
Dejó que la imagen permaneciese un
momento en la cabeza de los presentes y
continuó.
—Vamos a ver, casi todo lo demás que
hacemos aquí arriba se puede hacer con un efecto
mínimo sobre el equilibrio de masas. Reciclamos
la orina para producir agua potable y los
excrementos para fertilizantes. Muy pocas
actividades implican lanzar masa al espacio y no
poder recuperarla. Este caso es una excepción. No
he dejado de llamar la atención sobre este punto
desde que se anunció la idea del Arca Nube.
Hasta ahora, lo único que he logrado de los
poderes superiores son respuestas vagas y mucho
optimismo.
Ivy y Dinah se miraron de una forma que
presagiaba, tras la reunión, una sesión, mano a
mano, de tequila.
240
Dinah pensó que Ivy había estado pensando
en el mismo asunto, preocupada, intentando leer
las hojas del té durante aquellas teleconferencias
con la Tierra.
Ahora se daba cuenta de que se trataba de
algo relacionado con Pete Starling. Lo que
implicaba que tenía alguna relación con J. B. F.
Zeke era una de esas personas básicamente
optimistas, transparentes y dispuestas a jugar en
equipo. Una de esas personas con las que te
encuentras entre los oficiales más jóvenes de los
militares.
—Es tan evidente —comentó— que tienen que
haberlo pensado. —Era la forma que tenía Zeke
de decir: «Estoy seguro de que hay alguien en un
nivel superior ocupándose de este detalle».
—Eso sería lo lógico —dijo Sean, asintiendo.
Konrad se removió incómodo en la silla y
ocultó la cara barbuda entre las manos. Al
contrario que Zeke, no era de los que veían la
interpretación más feliz de un problema.
—Si el mundo lo controlasen científicos e
ingenieros —dijo Sean—, sería tan fácil como eso:
241
conseguir más masa y acumularla para que no se
nos acabe.
—Tiene que ser agua. Hablas del núcleo de un
cometa —dijo Dinah.
—Tiene que ser agua —admitió Sean—. No se
puede fabricar combustible de cohetes con el
níquel. Pero con agua puedes fabricar peróxido
de hidrógeno, adecuado para un propulsor, o
podemos separarla en hidrógeno y oxígeno para
los grandes motores.
—Estoy esperando la mala noticia en todo lo
que acabas de decir —murmuró Ivy, que siguió
con más claridad—. Pero el mundo no lo llevan
científicos e ingenieros, ¿es lo que pretendes
decir?
Sean levantó las manos y se encogió
teatralmente de hombros.
—No se me da bien tratar con la gente. No
dejan de repetírmelo. Puede que algunas
personas a las que se les da bien tratar con los
demás estén concentradas en ese asunto.
—El asunto de la gente —apostilló Konrad
para dejarlo claro.
242
—Sí. El asunto de siete mil millones de
personas. Siete mil millones de personas a las que
hay que mantener felices y dóciles hasta el final.
¿Cómo lo logras? ¿Cuál es la mejor forma de
tranquilizar a un niño asustado para que vuelva a
dormirse? Le cuentas un cuento. Alguna mierda
sobre Jesús o lo que sea.
Zeke hizo una mueca. Konrad puso los ojos en
blanco; a continuación miró al techo e hizo como
que no lo había oído.
La idea con la que elucubraba Sean era en
cierta forma tan monstruosa que resultaba casi
inconcebible: que todo lo que hacían en el espacio
no era más que una canción de cuna para los siete
mil millones de personas de la Tierra. Que en
realidad no podía funcionar. Que solo fingían
prepararse. Que la gente del Arca Nube solo
viviría unas semanas más que la gente que se
quedase en la superficie.
En ese punto Ivy, Dinah, Konrad y Zeke
deberían haberse sentido aterrorizados.
Pero ninguno de ellos, ni siquiera Zeke,
reaccionó más allá de lo normal.
—Todos lo habéis pensado —dijo Sean—.
243
Incluso un medio Asperger como yo puede verlo
en vuestras caras.
—Vale, quizá lo hayamos pensado —admitió
Dinah—. ¿Cómo podríamos no pensarlo? Pero,
Sean, puede que, como estabas en la superficie, no
hayas pensado en que aquí arriba todos estamos
decididos a hacer que funcione. Si no fuese más
que una aldea Potemkin, veríamos algo diferente.
Sean levantó las manos con las palmas hacia
delante en un gesto que pedía calma.
—¿Podemos asumir que en la superficie debe
de haber todo un espectro de puntos de vista? ¿Y
que algunas personas, quizá de muy alto nivel,
consideran que la función principal del proyecto
es ser el opio del pueblo? Como el disco que
metes en el DVD del coche para mantener a los
niños tranquilos durante un largo viaje.
—Esas personas no estarán entre nuestros
amigos cuando llegue el momento de conseguir
los recursos que nos hacen falta —dijo Ivy.
—La estrategia de gente así siempre será un
poco extraña, un poco fuera de lugar. Opaca.
Frustrante.
244
Claramente hablaban de Pete Starling.
Sean añadió:
—Tenemos un problema porque gente así es
la que controla los puntos de lanzamiento y su
política. Por suerte, no lo controlan todo.
Ahora hablaba de sí mismo y su círculo
informal de amigos multimillonarios que sabían
fabricar cohetes.
—Hay muchos detalles sobre el Arca Nube
que mis socios y yo no conocemos. No podemos
quedarnos parados esperando a saberlo todo.
Debemos actuar de inmediato y poner en marcha
tareas de largo alcance que resuelvan lo que sí
sabemos. Y lo que sabemos es que debemos traer
agua al Arca Nube. La física y la política
conspiran para dificultar la tarea de traerla desde
la Tierra, pero, por suerte, tengo una empresa de
minería de asteroides. Ya hemos identificado
algunos núcleos de cometas que se encuentran en
órbitas fáciles de alcanzar. Hemos reducido la
lista y estamos preparando una expedición.
Konrad se hacía una idea precisa de los
tiempos que requería una misión de ese estilo.
245
—¿Cuánto tiempo, Sean?
—Dos años.
—Bien —dijo Ivy—. Entonces supongo que es
mejor que nos pongamos a ello. ¿Cómo podemos
ayudar?
—Entrégame todos tus robots —dijo Sean,
volviéndose hacia Dinah.
—YA QUE HEMOS DECLARADO ABIERTA
la temporada de caza de la sandez… —dijo Dinah
en cuanto estuvo a solas con Sean Probst en su
taller.
Sean le ofreció las manos como si fuese un
fugitivo que se entregase al FBI.
—Dices haber identificado algunos cometas;
que estáis reduciendo la lista. ¡Gilipolleces! No
habrías venido aquí sin un plan concreto.
—Vamos a ir a por Greg Esqueleto.
—¿Qué?
—El cometa Grigg‐Skjellerup. Lo siento. El
cachorro de alguien lo llamó Greg Esqueleto y el
nombre gustó. —Sean llamaba cachorros a los
hijos.
246
Dinah había oído hablar de ese cometa.
—¿Qué tamaño tiene?
—Dos kilómetros y medio; tres.
—Eso es un montón de combustible para
arquetes.
Sean asintió, cruzó los brazos sobre el pecho y
miró el taller.
—Es difícil mover algo tan grande.
No hubo respuesta.
—Le vas a encajar un reactor nuclear y vas a
convertirlo en un cohete, ¿no es así?
Sean alzó una ceja. Como era la única forma
plausible de mover algo tan enorme, ni siquiera
consideró que valiese la pena dar una respuesta
amplia.
—Hemos tenido mucha suerte con los
tiempos —comentó.
—Vamos a traer volando hasta aquí una bola
radiactiva de hielo del tamaño de la Estrella de la
Muerte justo cuando empiece lo peor… ¿luego
qué?
247
—Dinah, tengo que contarte algo en
confianza.
—¡Bien!, solo puedo decir que ya era la puta
hora.
DÍA 73
Doob, diez años antes, estuvo a punto de ir al
espacio. Un conocido suyo había ganado mucho
dinero en fondos de cobertura y pagó veinticinco
millones de dólares por un viaje de doce días a la
Estación Espacial Internacional a bordo de una
cápsula Soyuz. Era costumbre que el cliente
nombrase un sustituto —como un actor
suplente— que ocupase su puesto en caso de
enfermedad o de accidente. Como el sustituto
podía ocupar el puesto en cualquier momento
casi hasta el lanzamiento, tenía que superar el
mismo entrenamiento que el cliente. Y esa era,
desde el punto de vista del magnate, la idea. Era
muy introvertido, así que necesitaba a alguien
que hiciese de conexión con el público normal y
que mostrase un rostro agradable durante toda la
operación y escogió a Doc Dubois como suplente.
Montaron una web y un blog, y dispusieron que
los fotógrafos siguiesen los avances de Doob
248
durante todo el entrenamiento, con alguna
imagen del tipo de los fondos de cobertura allá en
segundo plano. A todos los efectos Doob actuaba
de reclamo publicitario. A nadie le había pareció
mal y Doob quedó encantado de hacerlo. El
entrenamiento fue muy divertido, el tipo de los
fondos fue muy generoso con la financiación de la
web y Doob logró producir un montón de buenos
vídeos explicando anécdotas divertidas sobre el
viaje espacial.
E incluso quedaba la remota posibilidad de
hacer el viaje. Una semana antes del lanzamiento
voló a Baikonur, llevando con él a su esposa e
hijos, seguido de un equipo de grabación de
vídeo. Observó con cierto asombro que el
vehículo de lanzamiento, un Soyuz‐FG ancho por
debajo, recorría horizontalmente la estepa sobre
un tren especial, que tenía hasta una locomotora
que echaba humo, de camino a la plataforma de
lanzamiento. Más que plataforma era una losa,
una lámina de cemento sobre la superficie casi
lunar de la estepa de Kazajistán, rodeada de
algunos aparatos para levantar el cohete del tren
y llenarlo de combustible. El contraste con el
modo de operar de la NASA era tan bestia que
249
casi daba risa. El hijo pequeño de Doob, Henry,
que en aquel momento tenía once años, no había
prestado atención al proceso de elevar el
imponente cohete hasta su posición vertical
porque se distrajo viendo un par de perros
callejeros copulando a unos cien metros del punto
de lanzamiento. El búnker de lanzamiento,
sorprendentemente cerca de la plataforma, tenía
delante un pequeño huerto en el que los técnicos
cultivaban pepinos y tomates; le contaron que el
muro de cemento absorbía la luz del sol de día y
ayudaba a mantener las verduras calientes de
noche.
Tres días antes del lanzamiento, al tipo de los
fondos de cobertura le mordió un perro callejero
mientras entrenaba la huida de la plataforma de
lanzamiento. Se produjo el caos con los militares
siguiendo al perro por la estepa en vehículos y los
habitantes locales a caballo. Hasta había un
helicóptero con ametralladora. Tras capturarlo lo
mandaron a un veterinario para ver si tenía la
rabia. Hasta tres horas antes del lanzamiento no
supieron que el perro estaba limpio. Ya habían
corregido el documento para quitar el nombre del
magnate y poner el de Doob. Aliviado y
250