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Published by snullbug20, 2019-02-03 14:46:41

Seveneves -Neal Stephenson

y mirar al campo de batalla. Quedaba acotado en


un sumidero ancho y poco profundo donde el


agua que descendía por las laderas de la


cordillera costera quedaba atrapada contra el



borde del cráter. Estaba muy cubierto por la


vegetación y su naturaleza cenagosa no era


evidente hasta que no se ponía el pie. Bard, Beled


y Roskos Yur habían avanzado con agresividad,


demostrando fuerza, para luego retirarse y dejar


que el grupo de Rojo se empantanase


literalmente. A favor de Azul jugaba la dificultad



para comunicarse entre, por un lado, tropas de


Rojo de alta tecnología y muy bien organizadas y,


por el otro, exploradores nativos que solo sabían


de la existencia de las comunicaciones


inalámbricas porque una larga sucesión de Cices


llamadas Proboscidea Rubber habían


memorizado la entrada radio de la enciclopedia.




En cualquier caso, Kathree estaba bien por


delante de sus compatriotas, en lo que ellos


llamarían el lado derecho de la ciénaga. Para



llegar al otro lado podía intentar cruzarlo recto,


pero eso la colocaría en el camino de las fuerzas


de Rojo y se quedaría atrapada en el pantano.


También podría retroceder hacia el mar y correr





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por el campamento donde había dormido, pero


ya sabía que allí estaba la mayoría de las canicas.


O podía entrar más en tierra firme y correr por el


bosque de pinos que crecían al otro lado del



pantano; pero entonces tendría que atravesar


justo la línea de avance de Rojo, lo que sonaba a


mala idea. No obstante, Rojo solo había enviado


un pelotón aislado, no la vanguardia de un grupo


mucho mayor. Así que no tenían líneas de


comunicación con su retaguardia; una vez que


dejaban atrás el terreno, ya no era suyo, ya no



tenían poder allí. Teniendo en cuenta que ella


podía moverse sobre terreno abrupto incluso más


rápido que Beled y que podía oír a los neoánderes


a un kilómetro, no lo tenía tan mal. Así que siguió


subiendo, en lugar de bajar, quedándose en el


flanco todo lo posible hasta ganar algo de altitud


para luego concentrarse hacia el interior.




Los neoánderes de Rojo eran claramente


audibles. Todos menos uno estaban por debajo y,


al detenerse y esperar, oyó las pisadas del



rezagado, que pasaba a su lado. Siguiendo la


costumbre de su raza, recibían órdenes de su B, o


beta. En un gesto que la honraba, la B no se


quedaba atrás dando órdenes desde la





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retaguardia, sino que parecía estar metida en


medio de la acción, lo que la situaba allá abajo,


justo donde el suelo era tan pantanoso que puede


que pensara en cambiar de camino. Seguramente



ya se habían dado cuenta de que el explorador


nativo a la izquierda había desaparecido, lo que


podría animarlos a ir hacia la derecha. En


cualquier caso, durante un momento se quedaron


atascados. Estaban todos más abajo que Kathree.


Y todos miraban hacia el otro lado.




Al mirar al otro lado, solo veía los pinos


formando una cubierta arbórea que dificultaba el



desarrollo del sotobosque. Sería fácil ir por allí.


Con una carrera campo a través estaría


rápidamente al otro lado del campo de batalla,


donde podría seguir la pista del otro Excavador y


darle con un munibot antes de que el tipo pudiese


hacer algo heroico y estúpido.




Desde abajo le llegó el estruendo de un látigo


neoánder, y oyó a alguien gritar y el clamor a


medida que los munibots iban hacia sus blancos.




De pronto sintió que era muy tarde y se echó a


correr por entre los árboles, moviéndose sin


esconderse. Allí donde aparecía un hueco miraba






1603

hacia la ciénaga. Desde donde estaba tenía


bastante ventaja. Así que casi chocó con un


hombre solitario que se había situado en uno de


los lugares despejados, perfectamente ubicado



para ver el pantano y la cala que había más abajo.


Su única compañía era un robot: un crótalo con


cámara de vídeo por cabeza, capaz de elevarse


como una cobra saliendo del cesto y apuntar la


lente en cualquier dirección. El hombre estaba de


espaldas a la pelea, mirando al crótalo, que


grababa colina abajo. Al llegar allí, Kathree estaba



muy cerca del crótalo, por lo que, al verlo,


comprendió exactamente la escena, como la


comprenderían millones de espectadores de Rojo


en unos pocos minutos: en primer plano, el


hombre, entre piedras y vegetación silvestre, que


provocaría en los habitantes de los hábitats el


deseo intenso de ir a colonizar la superficie. De


fondo, pero cerca, el pantano donde peleaban.


Más allá, la cala entre las pinzas de rocas



castigadas por las olas; para completar la escena,


la barcaza de eslavoles con su columna de luz,


que hacía que fuese de día, y el Arca Darwin más


lejos, agitándose lentamente en el mar somero,


con el cielo añadiendo luz a medida que se


acercaba el amanecer.



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El hombre no esperaba su aparición. Tuvo la


impresión de que había estado ensayando,


repasando el texto, aclarándose la garganta,


preparándose para la actuación. Así que tuvo un



momento para mirarlo fijamente.




Las tres encarnaciones de Kath Amaltova, a lo


largo de toda su vida en conjunto, habían visto un


aretaico en tres ocasiones, y solo en la distancia.


Así que no se hacía una idea precisa de lo que se


consideraba impresionante o hermoso en esa raza.


Pero aquel tenía que ser uno de sus mejores


ejemplares. Debía de tener más de dos metros de



altura. Su largo pelo, profundamente oscuro,


estaba peinado hacia atrás, de manera que


despejaba al máximo su noble frente, su nariz


prominente, los ojos profundos y también


oscuros. Algunas arrugas en la cara lo dotaban de


un aire de sobria madurez.




Los aristócratas habían muerto cinco mil años


antes, junto con casi todos los demás, y sin


embargo la idea de la aristocracia —las


aspiraciones que, al menos de forma idealizada,


surgían de la psique humana— habitaba



totalmente la apariencia de aquel hombre, su


ropa, su postura y su forma de mirar a Kathree al



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recuperarse del asombro y darse cuenta de lo que


sucedía. La expresión de la cara indicaba que el


encuentro inesperado le resultaba fascinante, así


como un poco gracioso, uno de esos giros de la



fortuna que de vez en cuando les sucedían a las


personas sofisticadas y que, dejando de lado las


diferencias políticas, los dos podrían algún día


comentar el incidente con cierta ironía mientras


bebían una copa de buen vino tinto de Antimer; al


menos fue así hasta que el munibot de Kathree le


dio justo en medio de la frente.




Al sentir el movimiento, y oír la descarga de



la katapulta, el crótalo —que parecía tener cierta


habilidad elemental para seguir lo interesante—


giró en su dirección, pero ella le dio en el cuello


por detrás. Cedió bajo el impacto del talón y se


esforzó mucho por seguir de pie, pero tuvo que


dejarse caer y chocó contra el suelo. Desde allí


podría haberla seguido a los árboles, de haber


estado programado para seguir. Pero no era más


que una plataforma de vídeo moderadamente



inteligente, así que se quedó donde estaba,


intentando sin descanso centrar la cara del


aretaico en el encuadre. Como el aretaico se


retorcía y se estremecía como un hombre en





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llamas, el algoritmo tuvo que esforzarse como


nunca.




Kathree retomó la carrera por entre los


árboles. Giró hacia el mar, entrando en la fase


final de una carrera en forma de U alrededor del



pantano. Redujo la velocidad. Si había calculado


bien, debía de estar acercándose al otro


Excavador. Y al contrario que Bard, Beled y


Roskos Yur, no tenía nada que pudiese protegerla


de aquellas flechas de acero.




Oyó una rama rota colina arriba, a su espalda.


Se giró y vio un Excavador pelirrojo y de ojos


azules, a no más de cinco metros de distancia, que


la apuntaba con una flecha. Los bordes recién



afilados del arma de guerra forjada en acero


emitían brillantes arcos al reflejar la luz que


llegaba de la cala. Kathree había guardado la


katapulta para tener las dos manos libres y poder


apoyarse. No tenía nada.




En realidad, Cantabrigia Five no le había


ordenado que inutilizara a los dos exploradores


de los Excavadores; solo tenía que impedir que


causaran daños y que su cadáver apareciese en las


pantallas de vídeo de todo el anillo.






1607

—Estáis cometiendo un terrible error —dijo.




El Excavador no se movió pero parpadeó


lentamente. Se lo tomó como permiso para seguir


hablando.




—Esa gente, Rojo, solo finge ser vuestros


amigos para aprovecharse de vuestra reclamación


de la superficie terrestre. Quiere quedársela



entera.



—¿Y vosotros? —preguntó.




—En ciertos aspectos, Azul no es mejor.




—En ese caso, ¿por qué deberíamos prestar


atención a vuestros consejos?




—No deberías seguir ningún consejo a ciegas.



Ni el mío ni el suyo. —Un pequeño movimiento


de la cabeza hacia al aretaico.




Silencio para que él lo pensara.



—¿Conoces a Ceylon Congreve?




—Por supuesto.




—¿Ceylon Congreve os ha hablado del


ajedrez?




—No hace falta que una Cic nos lo cuente —




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dijo el Excavador—. Jugamos continuamente.




—Entonces sabes que los peones son débiles,


excepto cuando obtienen poder por su posición


sobre el tablero. Al principio del juego se los


sacrifica alegremente. Al final del juego es posible



que hagan jaque mate al rey.



La interrumpió otro latigazo desde abajo, al



que siguieron otros dos rápidamente. Se resistió a


la tentación de darse la vuelta y mirar. Los ojos


azules del Excavador se dirigieron al campo de


batalla, evaluaron la situación, y volvieron a ella.


La punta de la flecha no tembló en ningún


momento.




Kathree siguió hablando:




—Sois peones. No podéis ni empezar a


imaginar lo débiles y pequeños que sois


comparados con las fuerzas del cielo. Si permitís



que Rojo juegue con vosotros, os sacrificarán tan


pronto como le sea conveniente. Pero si aspiráis a


una partida larga, podéis ganar poder; llegar a ser


tan poderosos como el resto de las razas


humanas.




Con un ímpetu que provocó una mueca de


Kathree, el Excavador levantó el arma y relajó el


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brazo que mantenía tirante la flecha; la separó de


la cuerda y la guardó.




—Me tomo tus palabras con las debidas


precauciones —dijo.




—Haces bien.




—Pero algunas de las cosas que has dicho


confirman las sospechas que crecen en mi pecho


desde que llegó la gente de Rojo, por lo que he


decidido regresar y hablar de estos asuntos con



los demás.




Le dio la espalda a Kathree y se puso a subir


de nuevo a las montañas de Beringia.




—CONOZCO TU HISTORIA, TYURATAM


LAKE —dijo Cantabrigia Five—, o al menos la


parte de esa historia que ha llegado hasta los


registros oficiales.




—En ese caso, la mitad.




—Sea como sea, entiendo la situación desde tu


punto de vista. —Hizo un amago de mirar hacia


arriba. A pesar de que tenía los ojos cubiertos por


las lentes del elegante reprov, el tono dorado


amplificó el gesto—. Una parte de ti desea unirse



a la batalla. Eso te honra, pero te necesito aquí; el


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Propósito te necesita aquí.




—Vale. Tienes mi atención —dijo Ty.


Impertinente y sin que viniera a cuento, estaba


intentando determinar la edad de la mujer. Los


cambios epigenéticos podían reducir mucho los



efectos del envejecimiento. Al menos una


moirana, Jamaica Hammerhead Twelve, había


vivido hasta los doscientos años. Ty estimaba que


cada vez que se veía con ella, la edad de


Cantabrigia Five se incrementaba en diez años. En


aquel momento pensaba que debía de tener unos


ochenta años.




—¿Qué sabes de los Pingos? —le preguntó


ella.




—Sinceramente, suenan más a mito que a


realidad.




—En momentos como este, los mitos son más



convincentes.



—¿Qué sabes tú de ellos? —exigió Ty.




Por una vez, Cantabrigia Five pareció



inquieta. Lo miró directamente, se levantó el


reprov y se lo colocó sobre la cabeza.




—Necesito saber —dijo Ty—, si salieron de


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algún laboratorio genético de Rojo.




—Rojo ni siquiera sabe que existen —dijo


Cantabrigia Five.




—¿Los creamos nosotros?




—¿Azul? No, tu hipótesis era la correcta, Ty.




—¿Y cómo puedes saber cuál era mi


hipótesis?




Los ojos de la mujer pasaron a la caja de pizza


que estaba apoyada sobre una piedra que salía de


la playa.




—Sé lo que hay ahí dentro.




—Gracias —dijo Ty. Se giró y caminó en


dirección a un joven ivyno alto, que estaba de pie


en la playa y miraba nervioso hacia el sonido de


la batalla—. ¡Einstein! Préstame atención. Es hora



de que hagas historia.



RESTALLAR UN LÁTIGO FORMADO por



pequeños robots unidos entre sí para formar una


cadena larga y flexible no era una forma


especialmente mala ni especialmente buena de


enfrentarse al enemigo en un combate de


munibots. Los amplios estudios realizados en los





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laboratorios de investigación militar de Azul


habían concluido que, de media, era algo menos


eficiente que emplear el procedimiento evidente


de disparar munibots individuales con una



katapulta. Una opinión contraria sostenía que


tales estudios cometían el error de no tener en


cuenta dos factores muy importantes en una


batalla real: uno, el impacto psicológico sobre el


defensor al saber que el ataque podría dar un


latigazo de verdad y volver desde cualquier


dirección, incluso superar esquinas o barricadas;



dos, la habilidad, difícil de medir científicamente;


los sujetos experimentales que manejaban


aquellos látigos en un laboratorio no poseerían la


misma maestría que un neoánder que hubiera


crecido usándolos, con acceso a un corpus


antiguo de conocimiento de artes marciales que


no estaría muy dispuesto a compartir. Si se


permitía que el látigo se disociase a mitad de


camino, los munibots que lo componían podrían



volar a velocidad supersónica hacia el objetivo,


que era equivalente a lo que se podía lograr


disparándolos desde una katapulta. Si el látigo


entraba en contacto con el objetivo, se causaba


daño físico directo y los munibots que lo habían


producido podían separarse y ejecutar su



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programa habitual; y si el látigo no daba en el


blanco, el atacante podría recuperar la cadena


completa sin malgastar munición. Todos los


munibots volvían para intentarlo otra vez, lo cual



no ocurría con los disparados desde una


katapulta.




Si salían de aquella, en la lista de cosas que


hacer de Kathree estaba sentarse con Langobard a


disfrutar de un pinot noir y preguntarle dónde


había adquirido su habilidad con el arma, porque


hasta hacía muy poco había mantenido una


tapadera bastante creíble de pacífico comerciante



de vinos en Cuna. Ya sospechaba que esquivaría


las preguntas diciendo que los neoánderes de


Antimer, al igual que otras muchas culturas a lo


largo de la historia, tenían la tradición de enseñar


artes marciales a los jóvenes.




Un escéptico argumentaría que pelear con


látigos formados por diminutos robots era útil en


los confines limpios y bien ordenados de un


hábitat espacial o en un asteroide ahuecado, o


durante un duelo con trajes espaciales en el vacío,


o en un lugar razonablemente despejado, como



desiertos o regiones de hielo en la superficie del


planeta; pero que en un pantano repleto de



1614

vegetación alta y espesa, hacerlo era un error. Los


oídos de Kathree estaban recibiendo una enorme


cantidad de datos que su cerebro no sabía bien


cómo procesar. Alguien que hubiese crecido



practicando esa disciplina, como al parecer era el


caso de Langobard, percibiría detalles de aquellos


choques repetidos. Un latigazo que diese en el


blanco tendría un sonido diferente a uno que se


disociase en un estallido de munibots voladores,


que a su vez tendría un sonido diferente de otro


que hubiese regresado con el atacante o que se



hubiese enredado con la vegetación. Pero no era


nada de eso; solo sabía que allá abajo se peleaban.


Para cuando completó el circuito alrededor del


pantano y regresó a la línea de defensa original


por encima de la cala, llevaban pegándose


bastante tiempo, lo que interpretó como una


buena noticia. Intentaba pensar como Cantabrigia


Five, que probablemente no se preocuparía


demasiado por cuestiones triviales como las bajas



o el control del campo de batalla. Lo más


importante era la historia de la batalla. Por el


momento parecía que un pequeño grupo de Azul,


que realizaba en su lado de la frontera


operaciones de topografía sancionadas por el


Tratado, había sufrido la sanguinaria persecución



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de neoánderes de Rojo; el grupo de Azul quedó


atrapado contra el océano, donde estaba


ejecutando un último esfuerzo heroico y


sorprendentemente prolongado por proteger a



unos pocos civiles. A Kathree no le apetecía ser


tan cínica, porque Cantabrigia Five era de verdad


una persona fantásticamente atractiva y


carismática, pero sospechaba que, de alguna


manera, un muerto o dos de Azul en el pantano, y


quizás una entrevista frente a la cámara con un


superviviente herido y afligido, podía ser la



perfecta respuesta al golpe de propaganda


logrado unos días antes por los aretaicos.




No se permitió el lujo de pensar en eso hasta


no llegar a una posición sobre la cala, muy por


detrás de la zona de batalla. Y, por supuesto,


también detrás de una línea de canicas con


cámara que grababan la heroica acción de


retaguardia.




Miró al campamento abajo. Que saliese el sol,


en un tiempo como aquel, era mucho pedir, pero


el cielo iba ganando brillo progresivamente y ya


iluminaba la playa mucho más efectivamente que



el elevado bucle Aitken de la barcaza. Quizá


como respuesta al sonido de la batalla, del casco



1616

inundado del Arca Darwin surgió media docena


de botes hinchables que iban aproximándose,


cada uno con algunas personas que parecían


llevar cascos. Bien. Pero, para disgusto de



Kathree, se mantenían a distancia. Sonar Taxlaw


estaba de pie en la piedra haciéndoles señales


para que no se acercasen. Einstein estaba a su


lado, haciendo lo mismo. Aquel peñasco iba a


estar abarrotado a más no poder enseguida,


porque Tyuratam Lake vadeaba hacia ellos con la


caja de pizza bajo el brazo. Había logrado



equiparse con un traje de inmersión, lo que


probablemente hiciese que toda la experiencia


fuese mucho más cómoda.




Cantabrigia Five y Arjun estaban en la orilla,


mirando al mar, como si detrás de ellos no se


librase una batalla.




Dos de las canicas situadas por encima de


Kathree se separaron y fueron rodando colina


abajo como pedruscos formados por alambres. Al


principio parecía un descenso descontrolado,


como una avalancha, pero luego se estiraron y


deformaron para acomodar el suelo rocoso que



tenían debajo y lograron reducir la velocidad


hasta el punto de bajar con elegancia. Una de las



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canicas se situó en un punto donde podía tener


una visión clara de toda la cala y la otra siguió


hasta la playa y pareció situarse para lograr


primeros planos. Cantabrigia Five se giró hacia la



segunda y avanzó unos pasos. Mirando


directamente a la cámara, empezó a decir algo


que Kathree no podía oír a tanta distancia.




Kathree observaba apoyada contra la muy


inclinada pared interior del cráter. Justo por


encima tenía la vegetación que había enraizado en


el borde, donde el suelo estaba plano y la luz del


sol llegaba con toda la intensidad posible en esas



regiones. Se extendía unas decenas de metros a


derecha e izquierda y separaba la cala del


pantano y de los territorios que quedaban más


allá.




Unos potentes gruñidos y el sonido de un


montón de palitos quebrándose hizo que mirara


rápidamente a la izquierda; vio dos hombres


grandes, enzarzados, atravesar la pared de


maleza y llegar al espacio abierto. Como la


pendiente era muy inclinada, rodaron juntos


varios metros hacia la playa antes de que el más



grande —Beled— pudiese clavar un pie, lo que


detuvo el descenso de los dos. Al mismo tiempo,



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empujó con las manos a su oponente —un


neoánder— para tirarlo de espaldas y que


siguiera rodando más, pero el neoánder se dio


cuenta y echó los largos brazos alrededor del



torso de Beled con la intención de agarrarse a las


costillas.




Alrededor del cincuenta por ciento del cuerpo


de Beled todavía estaba cubierto por munibots


que formaban un caparazón irregular. La mano


derecha del neoánder acabó en un grupo de


munibots que protegían la axila de Beled y que


ayudaron a su dueño soltándole una descarga



audible a la mano intrusa. Eso alteró la maniobra


que intentaba hacer el neoánder. Aun así, la


jugada de Beled había fallado y acabó cayendo de


espaldas derribado por el impulso de su


oponente. Al darse cuenta, dejó de resistirse y


dobló las rodillas, con lo que convirtió lo que


podría haber sido una caída torpe en una especie


de salto mortal en que empleó el estómago del


neoánder como cojín de impacto. Kathree oyó un



crujido, pero tardó un poco en darse cuenta de


que era una costilla que se había roto. El


neoánder, de espaldas, intentó adoptar una


posición fetal, con su cabeza bajo el puño





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descendente de Beled. El contacto entre las


estructuras delicadas de la mano moderna y los


pesados huesos del cráneo neandertal fue muy


desigual y se oyeron más crujidos, para desgracia



de Beled. No obstante, el golpe bastó para


desconcertar al neoánder, lo que le dio a Beled


tiempo suficiente para sacar un cuchillo y


presionarlo contra la garganta de su oponente.


Siguió presionando hasta que la cabeza del


neoánder descansó en el suelo.




La pelea —al menos esa parte— había


concluido y Kathree pudo realizar por primera



vez una evaluación completa del estado de Beled:


ensangrentado, medio desnudo, escupiendo


dientes, respirando mucho más rápido que


cuando corría por la cinta del gimnasio. En


cualquier caso, estaba vivo y para él la pelea había


acabado, a menos que decidiese neutralizar a su


oponente cortándole la garganta, lo que no era


aconsejable, porque estaba a la vista de una canica


con cámara. Podía ser que en las legendarias



peleas entre teklanos y neoánderes alguien


acabase con el cuello rebanado, pero en aquel


caso no iba a ser así.




En el pantano sucedieron más cosas que no



1620

vio. Langobard apareció con Roskos Yur a la


espalda, como un bombero cargando a un


rescatado, y se puso a descender la pendiente con


bastante prisa, sin mirar atrás. Beled, mirándolo,



le lanzó un aviso. Al mismo tiempo, Kath oyó


movimiento en el pantano y vio que una silueta


humana —que no era un neoánder— atravesaba


el hueco dejado por Beled y su oponente, y corría


tras Bard. Era una mujer bajita de pelo muy corto,


con equipamiento militar: una B clásica. Kathree


apuntó la katapulta y le disparó un munibot,



luego dos más, pero fallaron. Era evidente que la


B llevaba algún tipo de protección muy buena


para engañar a aquel modelo en concreto, por lo


que podría estar disparándole todo el día y no


lograría nada. Aun así, la B oyó el sonido de la


katapulta y sintió los munibots volando a su


alrededor, lo que bastó para pararla un momento.


Se volvió hacia Kathree. La expresión de la cara


daba a entender que no había esperado



encontrarse con una moirana. Mientras se hacía a


la idea de presenciar un espectáculo tan


extraordinario, una piedra del tamaño de un


puño le dio en la parte inferior de la cabeza y la


mató.







1621

Kathree miró pendiente abajo y vio a Beled,


que había lanzado la piedra, para lo cual se había


pasado el cuchillo limpio a la mano rota y ahora


volvió a cambiarlo. Cerca estaba Bard, que había



detenido su tremenda carrera hacia la playa y se


había girado para ver a quién le lanzaba piedras


Beled. Parecía estar sangrando.




No, ahora que prestaba más atención, el


sargento mayor Yur era el que sangraba.




El neoánder que Beled había estado


reteniendo se puso en pie. Volvió a caer con la


misma rapidez y el estallido de una katapulta


llegó al oído de Kathree. Cuando Langobard se


dio la vuelta comprobó que Roskos Yur, muy



herido pero todavía consciente, había hecho uso


del arma con la mano libre.




Si había más fuerzas de Rojo, habían muerto,


estaban inconscientes o se habían retirado hacia


las montañas.




Por primera vez en lo que les parecía un rato


largo —aunque probablemente no habían pasado


más que unos segundos— Kathree dirigió su


atención a lo que sucedía en la playa.




Los botes hinchables del arca tomaron la


1622

decisión de evitar el punto medio de la cala. En


vez de eso se dividieron a ambos lados para llegar


a las puntas formadas por el borde del cráter.


Desde allí, si era necesario, podrían llegar a pie.




Una persona salía caminando del agua.




TY LE PASÓ LA CAJA DE PIZZA a Einstein y


le dijo que la abriese, y que mantuviese a mano y



seco lo que había dentro. El traje de inmersión


estaba cumpliendo bastante bien con su labor de


mantenerle las piernas calientes, así que decidió


quedarse allí, junto al islote, metido hasta las


caderas en el agua. Su pasado en la guerra le


había dejado con una sensación de desconfianza,


muy cercana al desprecio, hacia gente como



Cantabrigia Five, que siempre pensaban en cómo


contar la historia. Pero esa forma de pensar


resultaba contagiosa. Vio la escena del islote no a


través de los ojos de Tyuratam Lake, sino de una


cámara de vídeo que lo difundiese por el anillo. Y


le pareció que estaba perfecta: la pequeña punta


cónica de vidrio, mugrienta en el borde del agua


por la arena acumulada, que sostenía a dos


personas: Einstein con su caja de pizza y, a su



lado con un dedo metido en el cinturón del chico,


la Cic con los auriculares, uno puesto y el otro no.



1623

De hecho, prestó tanta atención a la imagen que


casi se pierde lo importante. La expresión de las


caras le dejó claro que mejor se daba la vuelta y


miraba al mar.




De las olas solo salían la cabeza y los



hombros. El Pingo subía la superficie inclinada


del cráter como si volviese de un paseíto


submarino. Él, o ella, respiró pesada y


profundamente durante un momento, para luego


adoptar un ritmo más normal. ¿Dónde vivían?


¿De dónde había salido aquella persona? Debían


de tener campanas de buceo para moverse bajo el


agua.




El Pingo no tenía pelo y la piel era lisa, y,



como quedó claro enseguida, carecía de genitales


externos. Entonces ¿una mujer? Pero en ese caso


era una mujer sin pechos; y por lo que Ty sabía,


todavía eran mamíferos.




Unos pasos por detrás había un objeto


redondeado que luego resultó estar sostenido por


un cuello, que a su vez estaba anclado en un par


de hombros. Tenía pechos. Y detrás de ella, una


tercera persona más o menos igual.




Mientras el primero ascendía a las aguas




1624

menos profundas, la forma de su cuerpo fue


quedando más clara: redondeado y, en general,


con el aspecto de un proyectil. El cerebro de Ty


insistía en que estaba gordo. Y quizás así fuese, de



la misma forma que lo está una nutria o una foca;


una capa subcutánea de grasa retenida bajo una


piel tensa y de aspecto bastante grueso. Pero de


ninguna forma parecía fofo o blandengue. La


forma de moverse daba a entender una potente


musculatura bajo la chaqueta de… grasa, no tenía


una palabra mejor para describirla. Estaba casi



desnudo, pero llevaba una especie de arnés


alrededor del torso, con bastantes artículos fijados


en él como para dejar claro que era algún tipo de


ser tecnológico. Al principio los Pingos parecían


negros, pero al salir del agua quedó claro que la


piel era de color gris oscuro, con manchas de gris


claro, que pasaban a azules y verdes. El vientre


tenía un tono más claro que la espalda, y las


manchas tendían a estar en los laterales.




A Ty no le gustaba mirar tan fijamente, pero



no podía evitarlo. Entre las piernas no se veía


nada, excepto un conjunto concéntrico de


pliegues donde, supuso Ty, debían de ocultarse


unos genitales bastante normales. Quizás





1625

esperasen la invitación adecuada para aparecer.




Estaban tan cerca que podía mirarles la cara.


El cráneo probablemente tuviese el mismo


aspecto que el de los humanos originales. Pero los


ojos, los oídos y las fosas nasales estaban



protegidos por sistemas de cubiertas musculares


que parecían siempre en movimiento. El


comentario de Sonar Taxlaw sobre criar lobos


para convertirlos en caniches no había sido muy


delicado, pero la analogía era buena. Aquellas


personas eran a los humanos normales lo que un


bulldog a un perro de caza. Todo estaba allí. Pero



había que prestar algo de atención para darse


cuenta.




Ty se volvió para mirar a Einstein y Sonar.


Como era lógico, solo tenían ojos para los Pingos.




—Einstein —dijo. Luego en voz más alta—.


¡Einstein!




Sorprendido, Einstein casi se cae al agua. Miró


a Ty.




—¿Lo quieres? —dijo moviendo la boca


mientras indicaba el rectángulo que tenía entre las


manos.






1626

—No —dijo Ty—, tiene que ser un hijo de Ivy.




—¿Ahora?




—Ahora.




Einstein sostuvo el objeto por las esquinas


inferiores y lo levantó sobre la cabeza para que los


visitantes pudiesen verlo bien.




Era una fotografía, ampliada hasta medio


metro cuadrado. Cualquier Espacial la


reconocería como una imagen icónica de la Épica.


Era la última fotografía que el prometido de Ivy,



Cal Blankenship, le había enviado desde el


submarino, momentos antes de cerrar la escotilla


y sumergirse para escapar del comienzo de la


Lluvia Sólida. Dos círculos concéntricos


dominaban la imagen: en la distancia media, la


apertura de la escotilla, enmarcando un disco de


cielo que la feroz estela de un bólido ya había



divido en dos. Rodeándolo, mucho más cerca de


la cámara, el anillo de compromiso que acababa


de quitarse del dedo.




La pregunta era si los descendientes de Cal


reconocerían la imagen. La cara del Pingo


principal se desplegó un poco, sus ojos grises


parecían hacerse mayores, las orejas pasaron de


1627

ser simples ranuras a algo más parecido a orejas


humanas normales, solo que más pequeñas y


lisas. Dejó de moverse en el agua. Los otros dos se


pusieron a su altura. Los tres contemplaban la



fotografía que el ivyno tiritando de frío sostenía


en alto. Los oídos de Ty se estremecieron al


percibir vocalizaciones agudas que eran casi


reconocibles como palabras en inglés. Los Pingos


hablaban entre sí, giraban la cabeza para


intercambiar comentarios, señalaban la imagen y


gesticulaban. Naturalmente, unas personas que



pasaran mucho tiempo bajo el agua aprenderían a


hablar muy bien con las manos.




La mujer Pingo dijo algo con énfasis,


llamando la atención de los otros dos. Ty no


comprendía las palabras, pero el tono y el


lenguaje corporal eran rotundos: «Callaos,


escuchad. Lo reconozco».




Levantó la mano izquierda delante de su


cuerpo. La palma era alargada. Los dedos cortos


y, al extenderlos, algo palmeados. Con la mano


derecha rodeó el anular de la izquierda e hizo el


gesto de sacar un anillo. Sostuvo el anillo



imaginario en lo alto, luego se llevó la mano


izquierda a la cara y flexionó el dedo índice,



1628

fingiendo hacer una fotografía.




MIENTRAS CONTEMPLABA TODO ESO,


Kathree se sintió descendiendo de culo la


pendiente de una forma más o menos controlada,


casi temiendo que un movimiento súbito pudiese



asustar a los Pingos. Bard había llegado antes al


campamento y había dejado al sargento mayor


Yur en un saco de dormir, donde Hope se


ocupaba de él tras cogerle una vía intravenosa.


Kathree pasó junto a Beled, que estaba subido


encima del indefenso neoánder de Rojo,


poniéndole unas enormes abrazaderas de plástico


en los tobillos y las muñecas.




Llegó a la playa y se quedó a buena distancia



de Cantabrigia Five, que le hablaba a la cámara, y


de Arjun, que se limitaba a mirar y a murmurarle


a un reprov.




A las zonas menos profundas habían llegado


varios Pingos más. Uno de ellos, un macho,


cargando con más equipo que el otro, se acercó


hasta Ty y parecía estar intentando comunicarse.


Ty sonreía, pero no dejaba de colocarse la mano


alrededor de la oreja mientras negaba con la


cabeza. El Pingo alargó la mano, agarró con






1629

delicadeza la muñeca de Ty y tiró del material


negro del traje de inmersión. Ty respondió


imitando el mismo gesto en la piel lisa del brazo


del Pingo. Los dos se rieron. Los dientes del Pingo



eran blancos y afilados.




Los primeros tres Pingos habían subido al


islote y examinaban la fotografía que Einstein


sostenía frente al pecho, en parte invitación y en


parte escudo. Sonar Taxlaw, que no tenía que


sostener nada, miraba indecisa a la mujer Pingo,


que de pronto avanzó y la abrazó.




En la playa, Cantabrigia Five intercambió una


mirada de satisfacción con Esa Arjun y miró a los


cielos.

















































1630

Epílogo






—EN LAS SEMANAS ANTERIORES a la


Lluvia Sólida, Cal le envió a Ivy más de una foto


—dijo Esa Arjun—. Diecisiete en total, incluyendo


esta. —Señaló la fotografía, ya algo deteriorada


por el uso, que estaba apoyada contra la pared


interior del fuselaje del Arca Darwin al final de la


mesa donde Ty y él almorzaban.




Él, Ty y Deep. Deep era el Pingo que se había


acercado a Ty y se había hecho su amigo con un


chiste gestual sobre su traje de inmersión. Estaba



sentado en la misma mesa, a un par de sillas de


distancia. No quedaba del todo claro si se


consideraba a sí mismo parte de la conversación.




—¿Entiende lo que digo? —preguntó Arjun.




—Cada vez mejor. A ellos les sonamos como


música de tuba.




—¿Se llama realmente como dices?




—Es lo más que puedo acercarme a


pronunciarlo —dijo Ty— y responde a ese


nombre.




Deep había estado dando buena cuenta de un



1631

filete de pescado crudo, servido en un plato con


algunas algas de guarnición. Pareció entender que


hablaban de él y se tensó de una forma que


resultó muy humana. Al faltarle las palabras,



agarró el vaso de sidra y lo levantó hacia ellos.


Ellos hicieron lo mismo como respuesta y todos


bebieron.




—Creo que es técnico o científico —dijo Ty—.


Por todo eso que lleva en el arnés.




—Sí —dijo Arjun mirando con curiosidad al


Pingo—. Óptica. Electrónica. Conservaron más


tecnología que los Excavadores.




—Tenían más espacio —comentó Ty—; y


podían recoger todo lo que se hundiese hasta el


fondo. —Volvió a prestarle atención a Arjun—.


¿Qué decías de la decimoséptima fotografía?




—Sí. La mayoría era lo que en esa época



llamaban selfies. Bueno, técnicamente, era un


delito de violación del secreto militar. Muy


extraño, teniendo en cuenta que en lo demás Cal


cumplía escrupulosamente con su deber.




—Sí —dijo Ty, recordando una escena de la


Épica—. Me acuerdo de Eva Ivy conmocionada


cuando Eva Julia le ordenó a Cal lanzar una


1632

bomba nuclear contra Venezuela.




—Es un ejemplo perfecto. Aquel fallo, si lo


fue, ha llamado bastante la atención de los


estudiosos. Con el tiempo se recuperaron las


diecisiete fotos del teléfono de Ivy, y en torno a



ellas surgió toda una recóndita


subsubsubdisciplina histórica.




—Esas cosas que solo interesan a los ivynos —


dijo Ty.




—Recluidos en alguna biblioteca de


Stromness. Justo.




El Arca Darwin seguía anclada en el exterior


de la cala y el fuselaje seguía inundado; lo que la


convertía en el lugar ideal para lo que pasaba en


aquel momento: una conferencia diplomática


entre los Pingos y una delegación de importantes


dignatarios de Azul que había descendido en



cápsulas directamente desde Greenwich unas


pocas horas después de que terminase la batalla


en la playa.




Einstein, Sonar Taxlaw y todos los demás de


Azul habían evacuado la cala y se encontraban a


bordo del arca. Beled había sido el último en


partir: antes de subir al bote que lo esperaba


1633

liberó al neoánder capturado y le dejó provisiones


suficientes para sobrevivir sin problemas hasta


que lo rescatasen los suyos. Los suyos aparecieron


en masa unas pocas horas después. Pero según el



acuerdo al que ellos mismos habían llegado con


los Excavadores, solo reclamaban la superficie


terrestre; y el Arca Darwin no estaba en tierra. Así


que un campamento militar Rojo crecía en las


orillas de la cala, mirando a sus homólogos de


Azul a través de algunos cientos de metros de


agua salada.




El casco inundado del arca estaba frío, por lo



que los diplomáticos de Azul tuvieron que


abrigarse. Ty, Deep y Arjun se encontraban en un


espacio seco más arriba y más adelante, una


especie de entreplanta medio expuesta donde


habían colocado mesas y sillas plegables a fin de


que sirviese de comedor para el creciente número


de personal de Azul… y para cualquier Pingo que


sintiese ganas de subir por la rampa. Tomaban


sopa caliente y trasegaban una sidra fétida pero



bastante sabrosa llegada desde las laderas


septentrionales de Antimer.




—Bien —dijo Arjun, disfrutando como solo


podía disfrutar un ivyno de la oportunidad de



1634

actuar como profesor—, lo que debes de estar


preguntándote acerca de esta gente es…




—¿Cómo demonios sobrevivieron con un


único submarino?




Arjun asintió.




—Resulta que si prestas atención al trabajo de


esos estudiosos, el más reciente murió hace


doscientos años. Hay pistas.




—Pero si los selfies se tomaron antes del inicio


de la Lluvia Sólida —objetó Ty—, ¿cómo podría



haber pistas sobre lo sucedido después?



—Me refiero a pistas que Cal se aseguró de



que aparecieran de fondo en las fotografías. Pistas


destinadas exclusivamente a los ojos de Ivy, para


que entendiera que sus posibilidades eran


mejores de lo que podía imaginar.




—Sigue. —Ty se recostó y cogió el vaso de


sidra.




—Todos conocemos el proyecto Arca Nube,


porque de ahí surgimos. Es nuestra historia.


Nuestros archivos están llenos de sus registros.


Bien, lo que Cal daba a entender con esas



fotografías, es que había otro programa, quizás


1635

igual de ambicioso, del que nunca supimos nada.




—¿Un programa para mantener a la gente


viva bajo el mar? —preguntó Ty.




—Exacto. En el fondo de esas fotos hay


detalladas cartas batimétricas de algunos de los


cañones submarinos más profundos del mundo.


Hay documentos, archivadores en un estante, con



títulos que dan a entender esos preparativos. Hay


más pistas; todo información pública. Te la


enviaré si quieres.




—Vale —dijo Ty solo por ser cordial. Sabía


que jamás leería esas investigaciones—. Pero lo


importante es que el pueblo de Deep —señaló al


compañero de mesa— no sobrevivió solo porque


Cal tuviera suerte.




—Tienen una Épica propia que bien podría


compararse con la nuestra —dijo Arjun.




Sonar y Einstein habían estado recorriendo el


servicio de comida y se aproximaban, mirando los



dos sitios vacíos de la mesa. Arjun se lo tomó


como indicación de que debía excusarse. Deep le


dijo adiós con un cortés gesto de la cabeza. Al


poco, Ty y su amigo Pingo recibieron la compañía


del joven ivyno y la Cic. Durante un minuto o dos


1636

los recién llegados se limitaron a comer


vorazmente, con la única conversación de las


preguntas de Sonar por los nombres y orígenes de


los alimentos que tenía en la bandeja y que para



ella eran todos nuevos. Ty se ocupó de responder


para que Einstein pudiese llenarse la boca. Tras


un rato fue incluso motivo de diversión hasta


para Sonar Taxlaw, que lo miraba comer e incluso


le pasó algo de su bandeja cuando empezó a


acabarse lo suyo.




—En algún momento me tenéis que contar


cómo es —comentó Ty.




—¿Cómo es… —empezó a preguntar Einstein


antes de que la comida le impidiese hablar.




—… qué? —dijo Sonar completando la


pregunta.




—Compenetrarse tan absolutamente con



alguien. Como os ha pasado a vosotros.



—¿Nunca te ha pasado a ti? —preguntó



Einstein. No era descortesía, sino que jamás se le


habría ocurrido la idea de experimentar una


situación vital sobre la que Tyuratam Lake no


supiese nada.






1637

—No. Nunca me ha ocurrido.




Einstein empezaba a acercarse a la saciedad.


Se recostó en la silla y contempló los restos de su


almuerzo, buscando algún resto que mereciese


más atención.




—Tengo una pregunta —dijo.




—Qué curioso —respondió Ty.




—¿Qué es el Propósito? No dejan de


mencionarlo.




—Me gustaría saberlo.




—Muy simpático, pero sabes a qué me refiero.


Roskos Yur lo mencionó. Cantabrigia Five lo


mencionó. Propósito con p mayúscula.




—Mi respuesta es la misma —dijo Ty—.


Nadie me lo ha explicado jamás. Solo tengo



conjeturas que hago observando a la gente que


actúa como si supiese lo que es.




—¿Gente como los Propietarios de tu bar?




—Evidentemente.



—¿Y qué supones?




Sintiendo otro par de ojos que lo miraban, Ty




1638

miró hacia Deep, que mordía con fuerza,


intentando dominar un testarudo montón de


algas, pero parecía seguir la conversación.




Ty se encogió de hombros.




—Los humanos siempre… —Estuvo a punto


de decir se han engañado a sí mismos, pero no


quería causarle mala impresión a Deep—… han



preferido creer que el universo tiene un


propósito. Hasta la explosión de la Luna, tenían


teorías. Después de Cero, todas las teorías


resultaron un poco estúpidas. Cuentos de hadas


para niños mimados. Durante algunos miles de


años nadie pensó en la globalidad. Estábamos


demasiado ocupados en sobrevivir. Como



hormigas después de que destruyan su nido. En


esas ocasiones poco habituales en las que


pensábamos en el significado de todo, nada


parecía de verdad tan importante: Rojo contra


Azul o lo que fuese. Sorprendentemente, no se


pensaba mucho en el Agente; de dónde vino; si


era natural, artificial o incluso divino.




Einstein, la Cic y Deep asentían como


diciendo ¡Sigue, sigue!




Pero no tenía nada con lo que seguir.




1639

—Algunas personas, algunas de Rojo, algunas


de Azul, algunas ambiguas como los Propietarios


de mi bar, incluso puede que algunos de este tipo


de gente —señaló a Deep—, parecen pensar que



saben algo.




—¿Lo saben? —preguntó Sonar Taxlaw.



—No tengo ni idea —dijo Ty—. Pero por lo



que he visto, no son tontos. Incluso si… —Una


pausa buscando palabras.




—Incluso si —repitió Einstein—, ¡¿qué?!




—Es una forma… el Propósito es una forma


de decir que hay algo mayor que esta mierda con


la que hemos estado lidiando durante la última


semana de nuestras vidas.




—¿La mierda de Rojo contra Azul?




—Sí. Y aunque nadie lo comparte conmigo,


todavía, me gusta esa sensación. La gente que


afirma estar motivada por el Propósito acaba


comportándose de otra forma, casi siempre mejor,


que la gente que sirve a otros amos.




—Así que es como creer en Dios.




—Quizá sí. Pero sin la teología, las escrituras,





1640

las certezas testarudas.




Einstein y la Cic asintieron y adoptaron una


expresión pensativa; pero también, o eso le


pareció a Ty, se sentían algo decepcionados.




—Lamento no haber respondido a tu


pregunta —dijo Ty.




—¿Qué harás ahora? ¿Ahora que tu Siete ya


no existe? —preguntó Sonar.




—Volveré al bar.




—¿En Cuna?




—En Cuna. En su época, una asombrosa


maravilla de capacidad tecnológica. Ahora poco


más que un antiguo y pasado de moda precursor



del muy superior Gnomon.



—Me gustaría ver Cuna —dijo Sonar.




—Tenemos habitaciones. Apartamentos para


que se quede la gente. Alrededor del patio. En la



parte de atrás.




—Deben de ser muy caros.



—Son gratis —dijo Ty.




—¿Cómo se consigue una de esas habitaciones




1641

gratuitas? —preguntó Einstein.




—Ni idea. Los Propietarios se las ceden a las


personas que ayudan al Propósito.




—Entonces, gente muy importante.




Ty se encogió de hombros.




—No pueden matarte por pedir. Tenéis razón


con lo del Siete. Ya no existe. Nuestro ivyno


murió. Tú ocupaste su lugar.




Einstein se rio nervioso.




—¡Yo no puedo reemplazar a Doc!




—No tienes que reemplazarlo. No en ese


sentido. Pero piensa en lo que has hecho. Primer


contacto con estos tipos —señaló a Deep—. Y


primer contacto de otra clase con los Excavadores.




Tanto Einstein como Sonar Taxlaw se


pusieron como un tomate.




—La Cic vino y reemplazó a Memmie. Eso no


es un Siete tradicional. Pero si podemos separar a



Beled y Kathree, y si podemos dar con una juliana


y una camiliana que no se odien a muerte,


tendremos un Nueve. El primer Nueve de la


historia.



1642

Ty se limitaba a abrir la boca y dejar que


hablara la sidra. Sin embargo, Sonar estaba


tomándoselo muy en serio.




—Pero solo estará representada una de las


subrazas aïdanas —comentó.




—Bard es más que suficiente.




—Deberías incorporar las otras cuatro —dijo


Einstein.




—Eso daría trece. Un número que da mala


suerte. Y una multitud, la verdad. —Los jóvenes



del otro lado de la mesa eran totalmente sinceros.


Ty apartó la vista—. Estoy seguro de que podríais


conseguir que los Propietarios os cediesen


algunas habitaciones gratis para una ocasión tan


importante.




—¡¿De verdad que vas a pedírselo?! —


exclamó Sonar.




—No. Como reza un viejo dicho, es más fácil


pedir perdón que pedir permiso. Sois bienvenidos


en el Nido del Cuervo. —Ty miró a Deep—. Pero



no te pases con los baños fríos. Las tuberías han


vivido momentos mejores y yo soy el único que


sabe arreglarlas.




1643

Agradecimientos






LA PRIMERA IDEA DE ESTE LIBRO me llegó


allá por 2006, cuando trabajaba a tiempo parcial


en Blue Origin y me interesé por el problema de


los restos espaciales en la órbita baja de la Tierra.


Los investigadores de ese ámbito habían


manifestado su preocupación ante la posibilidad


de una reacción en cadena de choques que


produjesen fragmentos de metralla orbital que, a


todos los efectos, hiciesen imposible el viaje



espacial. Mis estudios sobre el tema resultaron


tener muy poco interés práctico para la empresa,


pero el novelista que hay en mí olía la idea de un


libro. Durante ese mismo periodo fui consciente


de la inmensa cantidad de materiales útiles


presentes en los asteroides cercanos a la Tierra.


Por tanto, a finales de 2006 ya tenía la idea básica



de Seveneves. Así que mi primer agradecimiento


es para Blue Origin, que Jeff Bezos fundó allá por


el 2000 con el nombre de Blue Operations LLC y


donde mantuve muchas e interesantes


conversaciones iniciales con él y otras personas


implicadas en la empresa, como Jaime Taaffe,


Maria Kaldis, Danny Hillis, George Dyson y Keith






1644

Rosema. A través de Keith supe de la idea de una


burbuja refugio de emergencia con muchas capas


que en este libro aparece bajo el nombre de Luk.


Parte del material de Baikonur está libremente



adaptado de los recuerdos y fotografías de


George Dyson, Esther Dyson y Charles Simonyi.




Hugh y Heather Matheson me ofrecieron


información sobre la minería —la industria, la


cultura y el estilo de vida—, que me ayudó en la


creación de Dinah. Si he forzado la verdad al


tratar la mina de los MacQuarie en Alaska o su


uso de la radio amateur, la culpa es mía y no



suya. Para que quede claro, Hugh me recomendó


que la operación de Rufus se situase en la mina


Homestake cerca de Lead, Dakota del Sur, o en la


comarca minera de Coeur d’Alene, Idaho, pero yo


la situé en Alaska para alejarla todo lo posible de


la zona ecuatorial.




Chris Lewicki y el personal de Planetary


Resources me proporcionaron ideas muy valiosas


cuando les hice una visita informal a sus oficinas


en noviembre de 2013. Muchos miembros del


personal de ingeniería fueron muy generosos con



su tiempo. (Más tarde, Chris me comentó que él y


otros miembros de la empresa se habían quedado



1645

agradablemente sorprendidos al saber que


alguien iba a escribir ciencia ficción en la que, por


una vez, la empresa de minería de asteroides


estaba del lado de los buenos).




Marco Kaltofen me ayudó a refinar los



detalles técnicos del sistema de propulsión a


vapor de la Ymir y leyó cuidadosamente la


primera versión de esa parte. Seamus Blackley


también me dio consejos muy útiles durante esa


fase. Tras haber invocado el buen nombre de esas


personas, recalco una vez más que si me he


tomado alguna libertad —ya sea por accidente o a



propósito— con los hechos científicos, la culpa es


enteramente mía y no de ellos.




Tola Marts y Tim Lloyd ayudaron a definir y


visualizar algunos de los detalles del equipo


espacial descrito en el libro, un proyecto que


todavía está en marcha. A los lectores les alegrará


saber que gracias a Tola, distintos aspectos del


Ojo y del sistema de cables asociado se han


diseñado teniendo en cuenta los factores de


seguridad adecuados en ingeniería.




El trabajo de Kris Pister sobre pequeños


robots en enjambre, que he estado siguiendo más






1646

o menos de cerca durante años, fue muy


ilustrativo en el caso de los Jejenes.




Karen Laur y Aaron Leiby contribuyeron con


su tiempo y su esfuerzo a imaginar un juego


basado en TerReForma, y aunque los esfuerzos



quedaron limitados por los problemas habituales


para obtener capital, los dos me ayudaron a


precisar mis ideas sobre distintos aspectos de la


historia. Como parte de un proyecto de juego


diferente, Tim Miller de Blur Studio, con algunas


aportaciones de Jascha Little, Zoe Stephenson,


Russel Howe y Jo Balme, concibió ideas y el



diseño conceptual (producido por Chuck


Wojtkiewicz, Sean McNally, Tom Zhao y Joshua


Shaw de Blur) para distintos robots. Ed Allard


dedicó muchas horas a un prototipo de ese mismo


juego. Una vez más, ese trabajo todavía no se ha


materializado en un juego de verdad, pero tuvo el


efecto secundario de ayudarme a añadir detalles a


mi historia. También tengo que darle las gracias a


James Gwertzman por presentarme a Ed y por



sus consejos e ideas en estos asuntos.



Ben Hawker, de Weta Workshop, leyó el



manuscrito y comentó que Cuna estaría oxidada,


un detalle que por alguna razón se me había



1647

pasado; el resultado fueron algunos cambios de


última hora.




Stewart Brand y Ryan Phelan, por medio de


su conexión con la Revive and Restore Initiative


de la Long Now Foundation, me ofrecieron



mucha información útil sobre los problemas


genéticos asociados con revivir especies a partir


de una pequeña población inicial.




Aunque las dos primeras partes de la historia


son el relato de un desastre global absoluto y de


tecnología improvisada a toda prisa, siempre


consideré que la tercera parte era una


oportunidad para destacar muchas de las ideas


más positivas surgidas durante el último siglo



entre el conjunto de personas interesadas en la


exploración espacial. Los lectores veteranos de


ciencia ficción reconocerán como viejos amigos


muchas de las grandes ideas de ingeniería


presentadas en la última parte del libro.




Un reconocimiento y agradecimiento especial


para Rob Hoyt, de Tethers Unlimited. Siguiendo


los pasos del difunto Robert L. Forward, Rob ha


desarrollado varias ideas en el ámbito de las


grandes máquinas espaciales. Una de ellas es el






1648

Hoytether, una versión muy ampliada del cual ha


acabado en este libro como el diseño básico del


sistema que conecta el Ojo con Cuna. Otra es la


Remora Remover, que, en principio, es el mismo



dispositivo que la Lamprea. Rob es también


coautor de un estudio del año 2000 sobre cables


rotatorios de gran altitud, fundamentado en


trabajos anteriores de Forward y otros, que sirve


de base para la transferencia de planeador a


órbita que se describe en las páginas iniciales de


la tercera parte. Merece reconocimiento por tales



contribuciones y el agradecimiento por leer


atentamente el manuscrito.




La primera fase del viaje de Kath Two, desde


la superficie hasta el hangar, está inspirada en las


conversaciones que mantuve con Chris Young y


Kevin Finke sobre las tendencias actuales en la


tecnología de planeadores. Por hablar con ellos,


volar con ellos y seguir sus referencias acabé


comprendiendo que la atmósfera contiene toda la


energía que necesitamos para volar y que lo único



que nos impide implementar algo similar al


planeador de Kath Two es dedicar recursos al


desarrollo de sensores y software… quizá


combinado con algunas mejoras en el tratamiento





1649

del mareo.




Arthur Champernowne leyó un primer


borrador y planteó dudas sobre la estabilidad


dinámica del sistema Ojo‐Cuna, que yo, con todos


los respetos, decidí dejar de lado por completo.



Pero los lectores con más interés por los asuntos


técnicos estarán encantados de saber que


presentaría un serpenteo interesante cuyo


tratamiento he decidido posponer para una obra


posterior. En la versión que leyó Arthur, el vifyl


de Kath Two ejecutaba su última inserción en


órbita geosíncrona empleando una vieja y sencilla



ignición de cohete. Arthur objetó, no por razones


técnicas, sino estéticas. Lo que finalmente me


animó a emplear una idea que llevaba en la


cabeza desde hacía tiempo: hacer que el vifyl se


encontrase con el extremo de un látigo en


movimiento. Aunque la bibliografía científica


sobre el tema es escasa, se remonta hasta la época


victoriana. La referencia técnica más antigua que


he podido localizar trata sobre la física de cadenas



en movimiento en un artículo de John Aitken en


la década de 1870, aunque él atribuye parte de su


contenido a sus amigos los hermanos Thomson,


William (posterior lord Kelvin) y James. El trabajo





1650


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