por todas partes, páginas sueltas del manual de
empleados en las que habían tachado bloques de
caracteres.
—Tuve que decirle a Sean que lo dejase —
admitió—. Estoy agotada. No puedo más. Tengo
que dormir un poco. Esta mierda es muy difícil,
hay que ser preciso. Teclear con lentitud para que
Sean pueda copiar la transmisión es como
caminar despacio.
—¿Caminar despacio?
—Bueno, todo el mundo puede andar normal
—le contestó Dinah—; eso es fácil, pero caminar a
la mitad de velocidad, porque acompañas a
alguien con problemas para moverse, es agotador.
—Comprendo.
—Cuando empecé a resistirme, cambió de
tema. Hasta ese momento era todo «¡Hola!, ¿qué
tal? ¿Cuántas personas hay en el Arca?», pero en
cuanto empecé a presionar un poco, pidiendo
tiempo, se puso a hablar de análisis de
sensibilidad.
Doob rio.
—¡Hala! —dijo Dinah mirándolo
551
atentamente—. No era la reacción que esperaba.
—Llevo horas despierto pensando en eso —
dijo Doob.
—¿Así que sabes lo que significa? Porque yo
tuve que preguntárselo como si fuera idiota
integral.
—Asumo que se refiere a en qué medida
estamos seguros de si pasará en Día 720; y hasta
qué punto el sistema es inestable.
—Sí, a eso se refiere.
—Cuanto más nos acercamos más es como un
reactor nuclear que se aproxima a la fase crítica, o
bien…
—Usa la metáfora que necesites, ya la
entenderé —dijo Dinah.
—El desencadenante de cualquier cosa que
sea inestable puede ser el mero ruido aleatorio del
propio sistema; factores inherentemente
impredecibles. Pronto llegará el punto en el que
mirar la nube de forma rara podría
desencadenarlo. Es que ni siquiera sabemos qué
roca va a desencadenar la avalancha.
552
Dinah lo pensó un segundo. Apartó la vista y
miró hacia la radio.
—Sean lo sabe —dijo.
—No estoy seguro de haber oído
correctamente —dijo Doob, después de una larga
pausa valorativa.
—La bola ocho —dijo ella—. Así la llama
Sean. Una piedra que no conoces, que no puedes
ver venir. Es demasiado oscura, está demasiado
lejos.
—Dinah, no acabo de entenderlo… ¿estamos
hablando de un asteroide hipotético o…?
—No. Es uno concreto, real. Mira, Doob, sabes
que Expediciones Arjuna lleva años lanzando
cubesats. Tenemos cientos de ojos en el cielo; se
mueven y hacen fotos de asteroides cercanos a la
Tierra, y registran sus parámetros orbitales con
toda la precisión posible. Bien, por lo visto él
también ha estado despierto por las noches
pensando en lo mismo que tú: la inestabilidad
extrema de la nube de restos; su sensibilidad a
cualquier tipo de perturbación. Y tuvo una idea
genial: ¿por qué no buscar en la base de datos
secreta de Arjuna para ver si durante las dos
553
próximas semanas, cuando todo se pueda
disparar en cualquier momento, va a pasar algún
mal asteroide por en medio de los restos lunares?
—¿Tiene la base de datos?
—Claro, no es más que una hoja de cálculo.
—¿Así que abrió la hoja de cálculo y realizó el
análisis?
—Sí. Doob, presta atención, lo estoy
deduciendo todo a partir de pruebas
circunstanciales. Ya ves lo mala que es la
comunicación.
—Vale.
—Pero creo que analizó los datos y dio con un
asteroide, al que llama Bola Ocho. Asumo que
tiene un albedo bajo.
—Negro. Como son las bolas ocho —dijo
Doob.
—No sé nada sobre su tamaño ni sus
parámetros orbitales, nada de eso. Pero Sean cree
que en unas seis horas pasará justo por en medio
de la nube.
—¡¿Seis horas?!
554
—Y tiene suficiente energía cinética para…
para ser interesante.
Doob pensaba en Amelia y en las emociones
que lo habían desvelado. Parecía que todo se
había invertido y en aquel momento lo
aterrorizaba que ella, Henry, Hesper y Hadley
estuviesen a punto de morir.
Dinah creyó que estaba haciendo cálculos
astronómicos en su cabeza.
—Voy a irme a dormir seis horas —dijo—.
Buenas noches.
—Buenas noches, Dinah —dijo Doob.
ERA ALREDEDOR DE PUNTO‐16, hora de
cambio de turno, el equivalente a las cuatro de la
tarde para los del tercer turno. Por tanto, Markus
se acercaba al final de lo que, para cualquier
persona de la Tierra, sería su día de trabajo. Como
casi todos los ocupantes del Arca Nube, él
trabajaba continuamente mientras estaba
despierto. Incluso sus actividades recreativas,
como las artes marciales en el Circo, tenían un
propósito más allá de distraerse. Por tanto, la
llegada del turno de tarde y el final de su día de
trabajo no eran más que puras formalidades. Sin
555
embargo, tenía por costumbre hacer uso de ese
momento del día para encargarse de lo que antes
se llamaba papeleo; y como parte de ese proceso,
había invitado a su oficina privada al único
abogado en el espacio, Salvatore Guodian. Era
hijo de un chino de Singapur y de una condesa
italiana cuyos padres se habían mudado a la
ciudad Estado como exiliados fiscales. Estudió en
una escuela destinada sobre todo a expatriados
británicos, se matriculó en Berkeley, universidad
que abandonó al año y medio para unirse a una
empresa emergente de tecnología, lo perdió todo,
hizo la ronda por otras emergentes, al final ganó
algo de dinero, se interesó por la ley, compró la
admisión en el máster de derecho a pesar de no
tener ningún título, trabajó durante quince años
en las oficinas de Los Ángeles, Singapur, Sydney,
Pekín, Londres y Dubái de un bufete de abogados
de gran prestigio, en el que no lo hicieron socio,
por lo cual dimitió, recorrió China en bicicleta, se
trasladó a San Francisco y llegó a ser el abogado
principal de un bufete que negociaba con moneda
digital. Para entonces, en su tiempo libre
trabajaba como voluntario en una organización
sin ánimo de lucro dedicada a la defensa de los
ciberderechos e iba al desierto a lanzar cohetes
556
caseros muy grandes hasta el mismo límite del
espacio. Sal, como lo conocían en todo el mundo,
había sido una de las primeras personas
escogidas para trabajar en la Constitución del
Arca Nube, por lo que se había pasado año y
medio en La Haya antes de que lo arrancasen,
como decían, y lo lanzasen al espacio. Tenía
cuarenta y siete años, pero con poca luz pasaba
por treinta.
Como forma de lidiar con las exigencias de la
vida en gravedad cero, y también como señal de
rendición ante una línea capilar que retrocedía,
había optado por hacer un vacucorte muy corto.
Era lo más cómodo para el pelo en el espacio. El
vacucortador era una máquina que combinaba las
funciones de maquinilla de afeitar y aspiradora
industrial. Los cortes de pelo se los hacía cada
uno y llevaban treinta segundos si te preocupabas
de cómo quedaba. Se recomendaba usar tapones
para los oídos. En sus mejores momentos, Sal
llevaba una espléndida melena de pelo largo,
negro y ondulado, con un pico de viuda que
dejaba clara su herencia italiana, pero con el
vacucorte parecía casi totalmente chino. Hablaba
siete idiomas y era el ser humano que más se
557
acercaba a tener toda la Constitución del Arca
Nube —la llamaba CAN— en el cerebro. Si
Markus quisiera, y quería, Sal pronto reuniría en
su persona las funciones de fiscal del Estado,
fiscal jefe, juez de paz y presidente del Tribunal
Supremo.
Sal se rio. Tenía unos dientes estupendos.
—Eres consciente de que esos puestos son
totalmente incompatibles. Por muchas razones
están concebidos para ser adversarios entre ellos.
—Entonces, nombra a otras personas. Mira,
Sal, estamos hablando de un proceso inicial. Por
algún sitio hay que empezar.
—Vamos a pensar en una situación hipotética,
como experimento mental —propuso Sal—. Un
arquino de Extrañastán Exterior viola a una
arquina de Andorra. En el lugar donde sucede no
tenemos cámaras.
—Hay muy pocos sitios donde no tengamos
cámaras —apostilló Markus.
—Vale, bien. Sucede en un arquete; o eso dice
la víctima. Va a la enfermería y le toman
muestras.
558
—¿Tenemos kits de violación? —preguntó
Markus.
—¿Cómo voy a saberlo? —respondió Sal—.
Pero deberíamos tener unos cuantos. En cualquier
caso, con eso, en algunos países un juez podría
emitir una orden para acceder al vídeo del
arquete. Porque en algunos países, Markus, la
gente disfruta del derecho a la intimidad y no
puedes estar vigilando a una persona
continuamente.
—¿Y cuál es la situación aquí?
—Resulta fascinante que ni siquiera lo sepas,
pero te voy a decir que la CAN reconoce ciertos
derechos, que, sin embargo, pueden ser
abrogados y limitados durante periodos de
procedimientos estructurales y administrativos
simplificados.
—PPEAS —dijo Markus—; eso lo conozco. Es
un eufemismo para ley marcial.
Sal adoptó una expresión a medio camino
entre el dolor y la diversión.
—¿Puedo sugerir que dejes de pensar al
respecto con esa denominación? O, si no te es
559
posible, jamás decirla en voz alta.
—Pero aun así…
—Una analogía más conveniente sería la de la
autoridad de un capitán sobre un barco en alta
mar. El capitán puede hacer cosas, como casar a la
gente o confinar alguien en un camarote, que
serían inaceptables si el barco estuviese atracado
en un muelle de Manhattan.
—Mira, ahora no tengo tiempo de repasar
todo el procedimiento judicial de una violación
hipotética —dijo Markus mirando el reloj de
pulsera; suizo, por supuesto, que una firma
famosa de Ginebra había fabricado especialmente
para él como una especie de legado, una forma de
decir «una vez existimos, y aquí tienes una
muestra de los maravillosos objetos que éramos
capaces de crear»—. Quiero hablar de algo muy
básico, muy fundamental: ¿Cómo tengo
autoridad? Y si me reemplazan Ivy o Ulrika,
¿cómo tiene alguna de ellas autoridad?
Sal no acababa de entender lo que pretendía
decir.
—Autoridad en el sentido de… —Como por
toda respuesta solo tuvo murmullos de
560
impaciencia, Sal probó a reformularlo—:
Autoridad significa muchas cosas diferentes,
Markus.
—En este caso no hablo de autoridad moral o
cualidades de liderazgo, ni nada que se parezca.
No me refiero a la lealtad teórica que los arquinos
tienen con el capitán del barco. Quiero decir que
qué pasa si vamos a arrestar al violador de
Extrañastán Exterior, decide pelear y sus amigos
deciden ayudarlo a pelear.
Hasta ese momento, Sal se había tomado la
conversación como un agradable ejercicio de
teoría legal, pero entonces adoptó una expresión
más seria.
—Hablas del poder; de lo que significa de
verdad; de qué es en realidad.
—Sí.
—Es un debate antiguo. Han tenido que
pensar en ello los faraones, los reyes medievales y
el alcalde de Nueva York.
—Sí —repitió Markus.
—Cuando das una orden, ¿qué garantías
tienes de que se cumplirá? Esa es la pregunta
561
esencial del poder.
—¡Jawohl, letrado!
—Podría hablarte de la autoridad moral, la
lealtad y demás. Pero eso ya lo has descartado.
—Cuando las cosas se pongan duras de
verdad, como dicen…
—La respuesta estándar es que el rey tiene a
su guardia, el alcalde al jefe de policía, el
comandante a su policía militar, y así, porque la
capacidad de obligar a los demás físicamente es el
fundamento último del poder del líder.
—Ahora nos entendemos. Y según la CAN,
¿qué tengo yo?
—Comprendes —le respondió Sal— que, de
alguna manera, cuanto más invocas a esas fuerzas
para obligar a los otros, menos poder tienes. Estás
admitiendo el fracaso.
—Sal, ¿cuánto llevas aquí?
—Doscientos y pico días.
—¿Cuántas horas has dedicado a hablar sobre
la CAN?
562
—No tengo ni idea; probablemente unas cien
horas.
—Y de esas horas, ¿cuántas has dedicado a
este asunto?
Sal miró su reloj.
—Como unos quince minutos.
—Por el tiempo dedicado —dijo Markus—,
deducirás que para mí este aspecto no es muy
importante en el marco de la situación general.
Pero es importante, Sal. Cuando llegue el
momento de tener que arrestar a un delincuente
al que protegen sus camaradas, necesito tener una
respuesta. Tengo que saber qué hacer. Debo estar
preparado. A eso me dedico. Por eso tengo este
trabajo.
Llamaban a la puerta del despacho, lo que era
muy raro. Markus pasó.
—Según PPEAS, puedes nombrar personas
concretas para hacer cumplir tus decisiones
mediante un uso proporcionado de la fuerza.
Cuando salgamos de PPEAS…
—¿Cuándo crees que sucederá tal cosa? —El
tono de voz de Markus daba a entender que ya
563
tenía una opinión.
—¿Si tenemos suerte de sobrevivir? Años —
contestó Sal.
—Así que para seguir esta charla nos
centraremos en PPEAS —dijo Markus. Luego
gritó hacia la puerta—: ¡Un minuto! —Volvió a
dirigirse a Sal—: Uso proporcionado de la fuerza,
¿qué significa? ¿Quién lo decide?
—Bueno… —dijo Sal—, si me conviertes en
fiscal del Estado, fiscal jefe, juez de paz y
presidente del Tribunal Supremo, supongo que
yo.
—Si a una persona le aplican una descarga
eléctrica, se le para el corazón y muere, ¿eso es un
uso proporcionado?
—Por Dios santo, Markus, ¿qué se te ha
metido en la cabeza?
—Estoy siguiendo el experimento mental —
dijo Markus—. Intento prepararme. Tú también
deberías hacerlo. No con violaciones hipotéticas,
sino con lo que es probable que pase pronto. —
Sostuvo la mirada de Sal hasta que este asintió.
Luego dirigió la voz a la puerta—. ¡Venga! ¡Pasa!
564
Puerta era un término terrestre para lo que en
un barco o nave espacial era una escotilla. Se
había adoptado la convención de llamarlas
puertas allí donde Izzy simulaba gravedad. En las
partes flotantes seguía siendo escotilla.
La puerta se abrió para dejar ver a Dubois
Jerome Xavier Harris. La expresión de su cara,
junto con el hecho de que interrumpir una
reunión de Markus en el despacho privado, daba
a entender que pasaba algo muy importante. A la
mente de Markus acudió la idea más plausible.
—¿La presidenta ha vuelto a lanzar bombas
nucleares?
La pregunta cogió por sorpresa al doctor
Harris, que negó con la cabeza. No, no era eso.
—¿Esta reunión requiere confidencialidad? —
preguntó Markus mirando a Sal.
Sal se puso en pie e hizo amago de
desaparecer, pero el doctor Harris adoptó una
expresión de desconcierto.
—Se refiere a lo menos confidencial que ha
sucedido nunca, y sucederá jamás —respondió—.
Así que no, gracias. Tengo razones para creer que
565
las cosas se van a acelerar. Cabe la posibilidad de
que el Cielo Blanco se produzca dentro de seis
horas —miró el reloj—. Digamos cinco.
Markus miró a una pantalla de la pared.
—No veo que la TFB haya variado.
—Lo provocará el paso de un asteroide por la
nube.
—¿Lo sabe alguien de la superficie?
—Depende de si esta oficina tiene micrófonos
ocultos o no.
—Así que la información no viene de la
superficie.
—No. Viene del espacio profundo.
—¿Por una transmisión morse cifrada? —
preguntó Markus despreocupadamente.
Intercambió una mirada con Sal. Una hora antes,
la conversación se había iniciado leyendo una
comunicación de J. B. F., que se quejaba de esas
transmisiones y exigía que se tomaran acciones.
Aquella charla sobre cómo tomar esas acciones y
si la Casa Blanca tenía autoridad en el asunto
había llevado a Markus y Sal a la conversación
566
más general sobre el poder; que era como Markus
prefería que quedara de momento. Porque si
alguien en Izzy estaba enviando misteriosas
transmisiones morse cifradas, tenía que ser su
novia. Y a ella no estaba dispuesto a arrestarla. La
gente se quejaría del conflicto de intereses: gente
que pronto estaría muerta, gente que no tenía
forma de hacer cumplir su autoridad ahí arriba.
A menos que entre arquinos y Población
General hubiesen infiltrado quintacolumnistas
con la orden de ejecutar un golpe de Estado
llegada la ocasión.
—¿Markus? —preguntó Harris—. ¿Me prestas
atención? ¿Comprendes lo que acabo de decir?
—Disculpa, doctor Harris. Me distraje
pensando en las cosas en las que se supone que
debería pensar Sal.
—Siéntete con libertad de delegar algunas de
esas reflexiones —dijo Sal—. Sé que no se te da
bien, pero…
—Cierra la puerta, por favor —dijo Markus.
Harris lo hizo.
—Estoy razonablemente seguro de que no
567
vigilan esta oficina.
—Bien.
—Es Dinah, ¿no, Doob? —preguntó Markus.
Doob asintió.
—Habla con Sean Probst usando un canal
cifrado.
Markus agitó la cabeza como gesto de
admiración.
—¡Vaya chica! ¡Dios…!, sí que da problemas.
Doob y Sal guardaron silencio. Durante ese
silencio, Markus le envió a Tekla un mensaje de
texto con una única palabra.
—Sal —dijo Markus—, declaro PPEAS.
—No creo que tengamos todavía la
autorización…
—¿Quién va a impedirlo?
Una vez más, Doob y Sal guardaron silencio.
—¿Julia, ya no la llamo presidenta, nos va a
lanzar un misil nuclear? —mientras hablaba
seguía mandando mensajes.
568
—Ella, los rusos o los chinos podrían tener
otros medios para retirarte del cargo…
—Ya he pensado en la posibilidad de que
haya topos —dijo Markus—. Militares con
pistolas de electrochoque y demás esperando esa
orden. He hablado con Fyodor, Sheng, Zeke para
intentar descubrir si saben algo y ver cómo están
las cosas.
—Markus —le dijo Doob—, con todo mi
respeto, no creo que ahora mismo tengamos que
estar preocupándonos por eso.
—Razón por la que delego los aspectos
constitucionales en Sal y los aspectos operativos
en ella. —Markus hizo un gesto hacia la puerta,
que se abrió sin llamar. Tekla entró y la cerró al
pasar—. No tenemos que contarle a todo el
mundo que pasamos a PPEAS. Disponemos de
cinco horas para prepararnos discretamente. Me
pondré en contacto con Moira y le diré que hay
que empezar a prepararse para dispersar las
muestras genéticas por los arquetes. Le diré a
Ulrika que debe activar la Avalancha. —Markus
se refería a una ráfagas de lanzamientos planeada
desde hacía tiempo pensada para los pocos días
569
de gracia entre el Cielo Blanco y el inicio de la
Lluvia Sólida—. Podemos ser discretos por ahora.
Dentro de cinco horas o sucederá o no sucederá.
Si no sucede, volvemos al estado anterior y esto
nos lo tomamos como un ensayo general.
La puerta se abrió otra vez, esta vez después
de llamar, y entró un joven llamado Steve Lake,
precedido por su portátil y seguido por sus rastas.
Porque Steve, en su año y medio a bordo de Izzy,
no había sucumbido a los cantos de sirena de
vacucorte, pero se había cansado de cuidar de su
largo pelo y había permitido que se solidificase en
forma de cuerdas rojas. Antiguo empleado de una
consultoría de Virginia que contrataba hackers
para realizar trabajos secretos encargados por las
agencias de inteligencia, lo habían arrancado y
enviado para ayudar a Spencer Grindstaff, el
especialista en redes y comunicaciones que había
formado parte de la tripulación original de Izzy
en Cero. Spencer era un hombre de la NSA de
pies a cabeza, reclutado directamente del MIT
para trabajar con material criptográfico de espías.
Steve era un personaje totalmente diferente; en
aquel momento parecía algo perplejo.
—Steve —dijo Markus—. Es hora de que
570
charlemos sobre el poder.
—¿Te refieres a electricidad y esas cosas…? —
preguntó.
—El otro poder.
—Vale. ¿Y va a ser una discusión filosófica
abstracta o…?
—No, va a terminar conmigo ordenándote,
por mi autoridad PPEAS, que cambies todas las
contraseñas y claves de los sistemas de control de
Izzy.
—¡Hala! —dijo Steve—. ¿Entonces no deberías
hablar con Spencer? Porque él está por encima de
mí en el organigrama.
—Conozco el organigrama —dijo Markus—.
PPEAS me da autoridad para modificarlo.
—¿Qué es esa PPEAS de la que hablas,
Markus?
—Sal te lo explicará luego. Por ahora
podemos dejarla de lado. En el fondo hablamos
de tu lealtad, de tu fidelidad. Creo que Spencer es
extremadamente leal a los poderes fácticos de la
superficie. No quiero ponerlo en un brete del que
571
no pueda salir. Más tarde se alineará con nosotros
o no. Me parece que tú eres diferente. A todos los
efectos, te pido que seas leal al Arca Nube y solo
al Arca Nube. No a Washington. No a Houston. Y
que aceptes la autoridad del que sea jefe del Arca
Nube, que ahora mismo soy yo.
—Vale.
—Se supone que tienes que pensarlo, Steve;
no limitarte a decir vale.
—Llevo tiempo pensándolo. No obstante,
debo decirte que posiblemente haya puertas
traseras. Puedo cambiar los códigos que conozco,
pero otra cosa son los que no conozco.
—Entonces tendremos que estar atentos.
572
Cielo Blanco
DOOB NO PODÍA NI ESTIMAR cuántas
veces, a lo largo de su vida, había visto una
solitaria nube algodonosa en el cielo azul, para
alzar la vista horas después y descubrir que se
había convertido en una capa de nubes que
tapaba el sol y presagiaba un cambio de tiempo.
Fenómenos de ese tipo se producían tan despacio
que para la mente humana era muy difícil
percibir que estaba ocurriendo. Algo así sucedió
durante las últimas horas de A+1.335 con la nube
de restos lunares que ya llevaba setecientos días
colgando en el cielo. Más tarde verían las
películas aceleradas, con los cambios de un día
comprimidos en un minuto de vídeo, y sería
como una explosión; o una epidemia de
explosiones. Al examinar el vídeo con mucho
cuidado, fotograma a fotograma, se observaba su
progreso de una parte de la nube a otra mientras
Bola Ocho la atravesaba. Como si se tratase de
una partícula que cruza una cámara de niebla, era
invisible excepto por el rastro de consecuencias
que dejaba a su paso. Unos meses antes podía
haber pasado sin tocar nada, pero en aquel
573
momento la densidad de rocas en el cielo era tal
que no podía evitar chocar con algo.
Con un cálculo estadístico tosco, Doob situaba
el número probable de colisiones en diez, más o
menos cinco. No era un número muy grande para
una nube formada por millones de rocas, pero sí
lo suficiente para lanzar el sistema, que ya se
agitaba al borde del precipicio de una explosión
exponencial, al otro lado. El Cielo Blanco fue
ganando forma y furia alrededor de la ruta
invisible del asteroide. La nube floreció y
evolucionó como la crema en el café,
extendiéndose y empalideciendo, aunque aquí y
allá se apreciaban nuevos estallidos cuando las
rocas lanzadas por colisiones anteriores daban
con blancos distantes y provocaban pequeñas
reacciones en cadena adicionales. En algunos
puntos adoptó una estructura celular, de modo
que se extendía el frente curvo de una detonación,
se encontraba con otros y luego se mezclaban en
una espuma tupida de arcos blancos. Tenía una
belleza austera y monocroma. No había fuego ni
luz, excepto la fría luz del sol que las piedras
reflejaban. Más tarde, cuando empezara a entrar
en la atmósfera, iba a haber fuego, y en
574
abundancia, pero, por el momento, el mundo se
acababa con una floración fractal de polvo y
gravilla, un apocalipsis en una cantera de grava.
—Acertaste de pleno —le dijo alguien a
Doob—, cuando lo bautizaste como Cielo Blanco.
—Tener razón no siempre resulta satisfactorio
—respondió.
A las pocas horas de la llegada de Bola Ocho,
la tasa de fragmentación de bólidos superó todos
los límites razonables y Doob dejó de prestarle
atención. La cifra ya debía de ser errónea. No era
más que una estimación, resultado de un
consorcio de observatorios, basada en la cantidad
y distribución de la luz que surgía de la nube, y
todas las suposiciones empleadas para realizar
ese cálculo habían quedado obsoletas.
Intentó dirigir el telescopio al punto donde
deberían estar HM1, HM2 y Hoyuelo, los grandes
hijos ricos en metales de Hueso de Melocotón,
pero no vio nada, excepto, posiblemente, algunos
destellos entre la densidad de la nube, quizá
causados por rocas que se estrellaban contra la
superficie acerada de aquellos bólidos oscuros. Se
preguntó si volvería a verlos.
575
Ya carecía de un recuerdo visual fiable del
tamaño de la Luna colgada en el cielo, así que ya
no podía estimar cuánto más grande era la nube.
Evidentemente, podría consultar las cifras y
calcularlo, pero no le importaban los números. La
luna llena siempre había tenido el mismo tamaño,
aunque a veces aparecía enorme y otras, pequeña,
según lo cerca que estuviera del horizonte y en
función de factores puramente psicológicos y
estéticos. Excepto unas pocas personas, para
todos los que se encontraban en el lado oscuro de
la Tierra, esos factores eran los únicos
importantes. Quería saber cómo de grande les
parecía a ellos; quería saber lo que sentían. Quería
verla sobre Chino Hills desde el jardín del Caltech
Athenaeum, que era el lugar donde había visto la
Luna por última vez, pocos minutos antes de
Cero, y saber cómo era estar de pie en tierra
firme, contemplar la nube y saber que la muerte
ya llegaba.
Como la mayoría de la gente, había preparado
una lista con las personas de las que tenía que
despedirse. Al repasarla había quitado, sin
piedad, el noventa por ciento, porque no había
tiempo. Y luego, durante sus últimos meses en la
576
Tierra, había ido a visitar a los que tenía que ver
en persona para despedirse. Ya en órbita, se había
despedido de otros por vídeoconferencia o por
medio de mensajes de correo meticulosamente
escritos. Resultaba desconcertante salir una noche
de copas con un colega, recordar el pasado, llorar,
abrazarse y decir adiós, y luego encontrarte dos
meses más tarde escribiendo a la misma persona
para hacerle una consulta sobre sus observaciones
recientes. En consecuencia, la cantidad de
conocidos se había ido reduciendo a medida que
bajaba en la lista. Para entonces ya había llegado a
su mujer y sus hijos. Ponerse en contacto con ellos
era mucho más difícil tras la actuación de Bola
Ocho, ya que el volumen de comunicaciones entre
Izzy y la superficie estaba limitado por el ancho
de banda total de las antenas y radios de la
estación. Las comunicaciones personales tenían
menor prioridad que las operaciones, y las
operaciones se habían disparado al prepararse la
avalancha final de lanzamientos; o, como lo
llamaba Dinah, el Derroche. Doob mandaba
continuos mensajes de texto a Amelia y los chicos;
permanecían durante minutos u horas en la
bandeja de salida y la mitad no llegaba a
mandarse. Cuando ya estaba a punto de perder la
577
esperanza, recibía un mensaje de Henry, Hadley o
Hesper. Enviar los mensajes y recibir las
respuestas se volvió más importante que dormir,
así que rompió el turno, como decían, y
dormitaba cuando podía, tendido en el suelo de la
Granja o apoyando la cabeza sobre una mesa,
como si fuese un niño de párvulos, con el teléfono
pegado a la cara para sentirlo vibrar si recibía
algo.
Alrededor de veinticuatro horas después de
darle a Markus la noticia de Bola Ocho, fue
consciente de que jamás volvería a comunicarse
con sus seres queridos excepto a través de textos
esporádicos e impredecibles. Debería haberles
dicho en su momento todo lo que tuviese que
decirles. No es que acabara de descubrirlo; hacía
tiempo que se decía a sí mismo que debía actuar
como si cualquier conversación pudiese ser la
última. Eso no le impidió repasar, la noche de Día
700, las charlas en vídeo que había mantenido con
todos ellos y desear haber dicho ciertas cosas.
«¿Qué aspecto tiene desde ahí arriba?», le
escribió Henry.
Doob comprobó la hora. Era de noche en
578
Moses Lake. Se imaginaba a Henry sentado en el
viejo sofá que se habían llevado de Seattle,
bebiendo cerveza entre turnos de trabajo y viendo
llegar el Cielo Blanco como si fuese una mano
espectral.
Doob no sabía qué responder.
«Me parece apreciar cierta dispersión en los
ejes orbitales… los inicios de unos anillos»,
escribió.
«Me refería a la Tierra», respondió Henry.
Doob se fue a buscar un sitio desde el que
pudiese mirar a la Tierra. Una ventana de verdad,
no uno de esos malditos monitores de situación
global. Acabó en la Cápsula Crédula. Estaba llena.
Izzy estaba a punto de pasar sobre la línea
terminador, que separaba el día de la noche.
Incluso sobre el reluciente Pacífico podía ver los
que parecían delgados rasguños en la concha
diáfana de la atmósfera: las sendas blancas que
habían dejado los bólidos entrantes. En el lado
oscuro de la Tierra, esas líneas se transformaban
en arcos de fuego azul que en ocasiones se
dividían y en ocasiones se convertían en estallidos
rojos si daban contra el suelo. Es decir, tenía el
579
mismo aspecto que ayer y el mismo que antes de
ayer. Semejante actividad meteórica habría sido el
acontecimiento astronómico más asombroso de la
historia humana de haberse producido dos años
antes. Pero a partir de la primera piedra grande,
que había caído en Perú solo unos días después
de Cero, los impactos de bólidos habían ido
aumentando paulatinamente. La gente se había
acostumbrado. Había quien publicaba en las
redes sociales autorretratos con la cara roja,
resultado de sufrir «quemaduras de bólido», es
decir, un caso agudo de quemadura solar por
exposición a la luz ultravioleta emitida por las
colas de los meteoros en el cielo cercano.
«Ahora mismo estoy mirando», escribió Doob.
Quiso añadir «Me gustaría estar ahí», pero sería
una estupidez. «Da la impresión de que se
aproxima uno grande sobre el sur de la Columbia
Británica».
«Ya veo —respondió Henry—. Siento el
calor».
«¿Muy ocupado?».
«Ya sabes. Activando y montando a los
muchachotes, preparándonos para el Derroche».
580
Doob se preguntó cómo se organizaban. ¿Qué
impedía a la gente desesperada correr a los
puntos de lanzamiento para intentar subir a los
últimos de esos muchachotes? Como aquel último
helicóptero en salir de Saigón, con algunas
personas colgando de los patines y los soldados
golpeándolas en la cara. ¿O estaba subestimando
la naturaleza humana? Quizás allá abajo todo
fuese orden.
«Te necesito aquí». Un mensaje de Markus.
A regañadientes, Doob se apartó de la ventana
y se volvió hacia el tubo que lo llevaría de vuelta
al Rimero. Por allí llegaría a T3; suponía que
Markus estaría echando el rato en el Tanque.
Markus Leuker flotaba justo frente a él, con el
rostro iluminado por la luz azul del teléfono. Lo
apagó y se lo guardó en el bolsillo.
—No me refería a que te necesitara en el
mismo lugar físico que yo —dijo—. Quería decir
que necesito tu cerebro aquí, en el espacio, en el
Arca Nube, no allá abajo. Tu familia está muerta,
doctor Harris.
—Muerta. Pero sigue hablando —dijo Doob,
sintiendo el inicio de una furia lenta que hubiera
581
podido llevarlo a darle un puñetazo a Markus en
toda la nariz, si estuviera en un lugar con
gravedad.
—¿Qué crees que es lo que más desearían que
les dijeses? —preguntó Markus—.
¿Manifestaciones de cariño? Ya saben que los
quieres. Si yo estuviera en su situación, ¿sabes lo
que me gustaría oír? Me gustaría oír: «Lo siento,
cariño, pero ahora mismo estoy muy ocupado
garantizando la supervivencia de nuestra
especie». Te sugiero que les escribas algo de ese
tipo y que luego vengas al Tanque; tenemos
asuntos que discutir.
Y empleando una de las cuerdas que servían
de agarre en la Cápsula Crédula, Markus Leuker
se impulsó hacia la salida. Al atravesar el tubo,
Doob vio su silueta frente al círculo de luz, un
hombre de Da Vinci, durante un momento. Luego
pasaron otros dos y estropearon el efecto.
Registró el detalle: Markus tenía séquito. O quizá
fuesen guardaespaldas.
582
Lluvia Sólida
COMO CUALQUIER BUENA TORMENTA,
la Lluvia Sólida comenzó con un trueno súbito:
una roca de un kilómetro de ancho que iluminó el
este de Europa con destellos sobrenaturales y
silenciosos al rozar la atmósfera superior, antes de
hundirse en el aire espeso en algún punto sobre
Odessa. Su estela incendió las hojas secas y los
restos combustibles en Crimea. A continuación,
con un largo brochazo pintó de llamas edificios y
bosques por toda la orilla norte del Mar Negro.
Para acabar con un largo cráter elíptico en las
estepas entre Krasnodar y Stavropol. La primera
ciudad empezó ardiendo por el calor irradiado
desde el cielo y luego quedó aplastada por la
onda expansiva. La segunda ciudad solo recibió la
onda seguida de una lluvia de restos. Las dos
desaparecieron del conocimiento humano.
Tras unas horas de respiro, comenzaron a caer
bólidos más pequeños. Aterrizaron por todo el
mundo, pero sobre todo en latitudes más bajas,
cercanas al ecuador. En los últimos meses, porque
ya desde el principio habían advertido que eso
pasaría, muchas personas se habían trasladado
583
hacia los polos, lo que empujó a Rufus MacQuarie
y sus amigos, familiares y colegas a montar un
perímetro defensivo alrededor de sus trabajos en
la cordillera Brooks. En noviembre era un lugar
inhóspito. Los únicos refugiados que podrían
llegar tan lejos estarían bien equipados y bien
preparados, y ese, precisamente, era el tipo de
visitantes que Rufus no quería tener por allí. Sin
sufrir las limitaciones de ancho de banda que
padecían las otras radios del Arca Nube, Dinah y
Rufus habían continuado con la correspondencia
morse durante el periodo de tres días de gracia
entre el Cielo Blanco y la Lluvia Sólida. Rufus
seguía transmitiendo desde el camión, aparcado
frente a la entrada de la mina. Había pensado en
levantar una antena mayor en lo alto de la
montaña y conectarla al emisor subterráneo por
medio de cables bien protegidos, pero Dinah, tras
examinar los efectos que se preveía que tendría la
Lluvia Sólida, le dijo que era perder el tiempo.
Varios días antes Ivy se había despedido del
Organismo Materno, inmediatamente antes de
que la Orma se tragase la píldora de eutanasia
que había repartido el Gobierno. La única persona
de la Tierra con la que seguía en contacto era Cal,
584
a bordo de su submarino, situado en la superficie
frente a la base naval de Norfolk, allí donde las
aguas azules permitirían una buena inmersión
profunda cuando llegase el momento. Durante
esos días, la principal conexión de Ivy con su
familia era a través de la música; porque a los
cinco años la Orma le había dado a elegir a Ivy
entre ser la mejor pianista del sur de California o
la mejor violinista del sur de California, e Ivy se
había decidido por el violín. Nunca había logrado
ser la mejor del sur de California, pero había
tocado en varias orquestas jóvenes y conocía el
repertorio orquestal clásico. Tenía un violín en
Izzy, que de vez en cuando afinaba y tocaba.
Cuando en Día 700 la tasa de fragmentación
de bólidos superó el nivel que marcaba el inicio
oficial del Cielo Blanco, varias organizaciones
culturales emitieron programas que habían estado
planificando desde el anuncio del Lago del
Cráter. Muchos salían por radio de onda corta, así
que Ivy podía elegir entre Notre Dame, la abadía
de Westminster, la catedral de San Patricio, el
palacio imperial de Tokio, la plaza de Tiananmen,
el palacio de Potala, las pirámides de Egipto o el
Muro de las Lamentaciones. Después de pasar
585
por todas, dejó el dial de la radio en Notre Dame,
donde celebraban una Vigilia por el Fin del
Mundo; iban a seguir hasta que la catedral cayese
convertida en ruinas sobre la cabeza de los
intérpretes y acabase con toda vida entre los
restos del edificio. No podía verlo, porque el
ancho de banda de vídeo era escaso, pero se lo
imaginaba: la Orquesta Filarmónica de Radio
Francia, con sus secciones aumentadas con los
músicos más prestigiosos del mundo francófono,
todos vestidos de etiqueta, trajes de baile y tiaras,
tocando continuamente por turnos, interpretando
algunos clásicos de siempre pero con especial
énfasis en el repertorio sagrado: misas y
réquiems. Entre la múscia se colaba algún golpe y
supuso que sería el estallido sónico de algún
bólido. En la mayoría de los casos los músicos no
dejaban de tocar. Alguna vez una cantante se
saltaba una nota. Cuando había un estallido
especialmente grande, provocaba gritos y aullidos
de terror entre el público que se mezclaban con el
estruendo de las vidrieras rotas que llovían sobre
el suelo de piedra de la catedral. Pero en general,
la música sonó dulcemente, hasta que dejó de
sonar. Luego nada.
586
«París ya no existe», escribió. A través de los
sistemas militares, conectados con los de la
NASA, todavía se podía comunicar con Cal.
«Inmersión. Vp», respondió él. Un mensaje
enigmático, pero que entendía: el submarino tenía
que bajar para evitar algún peligro, pero Cal
esperaba volver pronto.
Aunque podía ser que estuviera equivocado.
Era posible que jamás volviese a tener noticias
suyas. Decidió que ya era hora. Le envió un
mensaje que se encontraría esperándole si volvía
a la superficie: «Te libero de tu promesa».
A continuación sintió una extraña agitación
recorriéndole el cuerpo, casi como si se encontrase
en un submarino en el Atlántico al llegar la ola de
presión de un impacto meteórico distante. Dio
por supuesto que era la reacción emocional a lo
que acababa de hacer, pero enseguida se dio
cuenta de que todos los objetos sueltos de su
espacio de trabajo flotaban en la misma dirección,
hacia la pared contra la que ella había apoyado la
espalda. Por toda Izzy se propagaron explosiones,
chirridos y crujidos. La Estación Espacial
Internacional aceleraba con suavidad, una
587
fracción de g. Debían de haber activado los
propulsores.
Las luces se habían puesto rojas. El sistema de
altavoces del módulo emitió un ligero estallido al
activarse.
—¡Alerta! —dijo la voz sintética—. Todo el
personal debe estar despierto y preparado en sus
puestos para una maniobra urgente de enjambre.
No es un simulacro.
Así que había sucedido. Llevaban meses
ensayándolo, pero era la primera alerta de
impacto real. Significaba que IS —el equipo de
integración de sensores— había detectado un
bólido que seguía una trayectoria que podría
poner en peligro a Izzy a menos que corrigiesen
ligeramente el rumbo.
Su primer impulso nervioso fue mirar por la
ventanilla hacia Amaltea. La roca seguía allí. La
maniobra no había hecho que se soltase.
Pero eso era pensar en modo nave; dar la
prioridad a Izzy. Ella, y todos los demás, tenían
que pasar al hábito mental de pensar en modo
nube: la mayoría de la población vivía en arquetes
y el propósito de Izzy era ayudar a la
588
supervivencia de los arquetes.
Así que apartó la vista de la ventana —un
impulso anticuado— y activó la pantalla de la
tableta, que mostraba la disposición de todos los
vehículos del Arca Nube. Se trataba de una app
llamada Paramebulador. No era una imagen
literal del aspecto de la nube, aunque podía
mostrarla usando el menú adecuado.
Paramebulador era una maravilla en la
visualización de datos que solo tenía sentido para
gente como Ivy, Doob y la mayoría de los
arquinos, es decir, personas que habían pasado
mucho tiempo estudiando mecánica orbital.
Empezando con las observaciones empíricas de
Lina Ferreira y otros biólogos que sabían de
matemática, matemáticos como Zhong Hu habían
extrapolado los algoritmos de enjambre de tres a
seis dimensiones. Y físicos como Ivy habían
descubierto cómo hacer que esos algoritmos
funcionasen dentro de las limitaciones concretas
de la mecánica orbital. En general, todo vehículo
de la nube aparecía como un punto en una gráfica
disperso en tres dimensiones y daba información
sobre su órbita. Para dar toda la información
sobre una órbita se necesitaban seis números: los
589
parámetros orbitales, o, como todos habían
empezado a llamarlos, los parames. En una
gráfica concreta solo se podían ver tres, y
entonces entraba en acción la destreza con la
interfaz de usuario; alguien como Ivy debía
prestar atención y hacer uso de todas sus
neuronas.
Pero lo fundamental es que cada arquete era
un proyectil que podía chocar contra Izzy o con
otro arquete si los parames eran incorrectos. En
un Arca Nube hipotética y extremadamente
simplificada, compuesta por dos arquetes nada
más, solo había que hacer un cálculo: ¿El arquete
1 chocará con el arquete 2 si ambos siguen como
están? En una nube de tres arquetes, también era
necesario calcular si el arquete 1 chocaría con el
arquete 3, y si el 2 y el 3 iban a chocar; o sea, tres
cálculos. Si la nube pasaba a cuatro arquetes,
hacían falta seis cálculos, y así sucesivamente. En
la jerga matemática se llamaban números
triangulares, y era un tipo de coeficiente binomial,
pero, en resumidas cuentas, la clave era que el
número de cálculos crecía rápidamente al
aumentar el número de arquetes. Para una nube
de cuatrocientos arquetes, eran cuatro mil
590
novecientos cincuenta cálculos, para una nube de
mil arquetes, alrededor de medio millón. El
problema habría dejado fuera de juego a los
ordenadores de los días del proyecto Apolo, pero
no era nada para los modernos, siempre que
dispusieses de información fiable sobre la órbita
de cada arquete. La aproximación centralizada a
la manera antigua habría sido que cada arquete
enviase sus parames a un ordenador en Izzy, que
haría los cálculos e informaría del resultado. La
fiabilidad del proceso mejoraría si los radares de
Izzy, que seguían a los arquetes y dibujaban sus
movimientos, estimaran los datos que faltaran.
Algo así sucedía continuamente, solo que no en
un único ordenador, sino en varios. Pero eso, una
vez más, era pensamiento nave. El pensamiento
nube dictaba que cada arquete realizase por
separado tales observaciones y tales cálculos. El
ordenador de un único arquete —llamémoslo
arquete X— podría no tener toda la información
necesaria para seguir a cada uno de los otros
arquetes de la nube, pero sí podía identificar
cuáles tenían más probabilidad de ser peligrosos
y centrarse en ellos. Otros, al igual que los
procesadores centrales de Izzy, podían ayudar
enviando mensajes del tipo: «Puede que no lo
591
sepas, pero corres peligro por el arquete Y y es
posible que tengas que pasarlo a la cabeza de la
lista de detalles importantes a tener en cuenta». A
lo que podría responder: «Gracias, pero no recibo
buenos parames del arquete Y porque Izzy me
bloquea esa parte del radar». En ese punto la
nube respondería, consciente, en cierta forma, de
que los arquetes X e Y tenían que saber más sobre
sus parames mutuos y haciendo que esa
necesidad fuese una prioridad.
La nube, por tanto, no era simplemente una
nube física de objetos volando en el espacio, sino
también una nube computacional, una internet
flotante que se regulaba a sí misma. La función de
Paramebulador era dar a sus usuarios una visión
olímpica de lo que pasaba en la red; para ciertos
usos, lo único que había que saber de su
funcionamiento era que lo peligroso salía en rojo.
Ivy lo miró, más por curiosidad que por alarma,
porque llevaban semanas practicando maniobras
y sabía qué esperar. Cuando Izzy disparaba los
propulsores y cambiaba sus parames, el color rojo
se propagaba por las gráficas de dispersión como
una gota de sangre en el agua. Todos los arquetes
libres y los conectados a bolos, tríadas y héptadas
592
debían evaluar sus parames y comprobar si
corrían peligro de chocar contra Izzy; o, lo que era
casi igual de malo, de alejarse tanto que no
pudiesen volver al enjambre, lo cual aparecía en
amarillo. Para cualquier arquete era fácil trazar
un nuevo rumbo que evitase esas dos
eventualidades. Mucho más complicado era que
los hiciesen trescientos arquetes al mismo tiempo
sin chocar unos contra otros. Por tanto, debía
producirse cierta negociación, no basada en la
espera de órdenes desde Izzy, sino en la
observación de lo que hacían los arquetes cercanos
y coordinar con ellos los disparos de los
propulsores para minimizar la cantidad de rojo
que aparecía en la gráfica.
La palabra cercanos debía aparecer con alguna
señal de advertencia, porque para ese enjambre
tenía un sentido diferente del que tendría para un
pájaro en una bandada; para el ave cercano
significa justo eso, pero para algo que maniobraba
en el espacio de seis parámetros de la mecánica
orbital, cercano significaba «cualquier conjunto de
parames que pueda ser potencialmente
interesante en los próximos minutos» y podría
aplicarse a objetos que en aquel momento estaban
593
demasiado lejos para ser perceptibles. Pero una
vez que se tenían en cuenta, los arquetes podían
hacer lo que hacían los pájaros al volar en
bandada. En las simulaciones que habían visto
poco después de que propusiesen la idea, el
resultado se parecía asombrosamente al
comportamiento de un banco de peces. Y la
realidad, que habían implementado en los
últimos meses de lanzamientos continuos desde
Kourou, Baikonur, Cabo Cañaveral y demás, se
ajustaba bastante bien a las simulaciones. Solo
que en tiempo real todo iba más lento.
En aquel preciso instante estaba sucediendo
en respuesta al cambio de rumbo de Izzy. El rojo
solo se extendió un poco y luego empezó a
retroceder, primero deshilachándose por los
bordes para luego ir desapareciendo por trozos.
Algunos puntos pasaron a amarillo, pero se
corrigieron. Lo que Ivy esperaba, guiándose por
los últimos meses de pruebas y ejercicios, era que
los últimos puntos rojos pronto pasarían a blanco
y dejarían de ser una preocupación. Pero no
sucedió. Siguieron testarudamente rojos. Girando
la gráfica, examinándola desde varios puntos de
vista, identificó esos puntos y los comprobó. Casi
594
todo eran cápsulas de pasajeros y módulos de
carga lanzados durante el Derroche: el esfuerzo
de última hora realizado por todas las naciones
espaciales del planeta por lanzar hasta el último
cohete capaz de llegar a órbita.
Sonó el teléfono. Un mensaje de Cal; el
submarino debía de estar en la superficie.
«¿Qué se supone que significa eso?».
Debía de haber visto el texto justo entonces.
«Significa que ya no estamos
comprometidos».
Le sonó un poco brusco, así que añadió:
«Tienes que buscarte una agradable sirena».
Después de un minuto, la respuesta:
«[llorando] Yo iba a hacer lo mismo. Tus
probabilidades mucho mejores».
Le respondió «Caca», que era un viejo chiste
común. Cuando lo conoció en Annapolis, él era
tan buen chico que era incapaz de decir la palabra
mierda.
«CFD = Cariño Flecha Directa», fue la
respuesta.
595
«CFD está triste: (¿Por qué la inmersión?)».
«Llegó gran ola de superficie. Malas noticias
para la costa este».
«¿Quién te lo dice? ¿Tienes cadena?», en
referencia a la cadena de mando.
«Me queda un eslabón por encima». Una
pausa, «POTUS está en silencio». Se refería a la
presidenta de Estados Unidos.
Escribió: «Demos gracias a Dios por eso», y
vaciló antes de enviarlo. Pero el mundo se
acababa; no tenía que preocuparse de las
repercusiones. Le dio a Enviar.
Había hablado con Cal de lo sucedido en Día
700: los dispositivos termobáricos, la bomba
nuclear. Ella estaba segura de que el dedo que
pulsó el botón había sido el de Cal.
«Que Dios tenga piedad de su alma»,
respondió Cal, y ella supo que también quería
decir: «y que tenga misericordia de mí».
Un mensaje de Markus interrumpió la
comunicación: «Te necesito».
Se guardó el teléfono para liberar las manos y
596
poder moverse por Izzy, maniobrando por el
laberinto de módulos de hábitat del Rimero, y se
dirigió a popa, en dirección al Tanque. El viaje
Rimero abajo no le llevó nada de tiempo. Una
semana antes habría tenido que maniobrar por
entre grupos de dos o tres personas que
charlaban. Desde que Markus había declarado
PPEAS, la situación había cambiado; en uno de
sus edictos había ordenado que el Rimero
estuviera libre para el movimiento rápido de todo
el personal importante. En ese momento estaba
más vacío de lo que lo había visto nunca. En el
módulo Zvezda vio algo de movimiento y
reconoció el perfil puntiagudo del pelo de Moira.
Estaría ocupada preparándose para dispersar el
Archivo Genético Humano por la nube, un
proyecto que en sí mismo era tan complicado
como todo lo que pasaba con enjambres y
parames. Persona esencial, ciertamente.
Luisa apareció en N1 y se lanzó por el Rimero
con toda intención. Tras casi chocar contra uno de
los asistentes de Moira, dejó que el impulso la
llevase hasta Zarya, para luego detenerse de
golpe en la entrada al tubo que llevaba a la
Cápsula Crédula. Miró un momento a su interior,
597
tomó una decisión y entró.
Poco después Ivy pasó por el mismo punto, se
demoró un instante y miró por el tubo. Era
posible ver la Tierra mirando a lo largo de él,
pasando a través de la cápsula esférica y por las
ventanas. Normalmente, eso implicaba ver la luz
azul de los océanos y la luz blanca de las nubes y
de los casquetes de hielo. A veces también se veía
mucho verde cuando pasaban sobre zonas bien
irrigadas del planeta, o algo de amarillo sobre el
Sahara.
En ese momento la luz era naranja porque la
Tierra ardía.
Había gente gritando en la cápsula. Seguro
que la habían mandado a ella para calmarlos. Ivy
casi entró, atraída por el poder magnético de la
fascinación. Era como si algún dios hubiese
atacado la Tierra con un equipo de soldadura a
modo de espada que dejaba delgadas líneas de
incandescencia. Algunas eran rojas y claras: cosas
que ardían en la superficie. Otras eran de un azul
blanco cegador y evanescente: las que los
meteoritos dejaban en la atmósfera.
Tuvo la impresión de que casi podía sentir el
598
calor que emanaba del planeta.
Markus necesitaba su ayuda. No podía
ayudar a los que gritaban en la cápsula. Giró la
cabeza a popa y siguió.
Mientras flotaba en la entrada de los módulos
de almacenamiento genético, Moira iba marcando
puntos en la tableta, escuchando, con el rostro
completamente hierático, algo que le llegaba por
un enorme par de auriculares. Vio a Ivy. Se retiró
uno de los auriculares y lo apuntó hacia ella. Ivy
reconoció la música vocal: polifonía medieval.
—King’s College aguanta bastante bien —
dijo—. ¿Conoces esta pieza?
—Estoy segura de haberla oído, pero ahora no
caigo —contestó Ivy.
—Miserere mei, Deus, de Allegri —dijo Moira.
Gracias a la insistencia de Orma en que estudiara
latín, Ivy entendía el nombre: Ten piedad de mí,
Dios.
—Es hermosa.
—La cantarán durante el oficio de tinieblas, al
caer la noche, a medida que apagan las velas una
a una.
599
—Gracias, Moira.
—Gracias, Ivy.
Un minuto después ya estaba en T3. Como
siempre, se quedó un momento inmóvil para
adaptarse a la gravedad simulada. Luego fue
hacia la Granja y el Tanque. Al pasar por la
sección de servicio pensó en prepararse una taza
de café. Luego se sintió avergonzada y abrumada
por haber pensado en tomarse un café mientras
su planeta ardía.
De todas formas se sirvió un café y entró en la
Granja. Estaba llena. La mayoría de los monitores
de situación global mostraban información sobre
las distintas funciones del Arca Nube; en el
grande que estaba al final de la sala aparecía la
Tierra vista por la cámara apuntada en esa
dirección. Pero la imagen de vídeo no provocaba,
ni de lejos, el impacto de verla directamente por
la ventana de la Cápsula Crédula. La intensidad
cegadora de los bólidos al atravesar la atmósfera
quedaba reducida, como mucho, a un destello
difuso de píxeles. Se preguntó por qué no
cambiaban a la CNN, Al Jazeera o cualquiera de
las otras cadenas de noticias 24 horas, pero
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