—¿Cuándo se supone que llegan a L1?
—En cualquier momento… pero va a ser un
encendido largo, puede que prefieran ir
acelerando durante varios días en vez de
provocar un impulso brusco.
—Tiene sentido —dijo Doob—. Una maniobra
de muchas ges podría hacer que el hielo se
rompiese. ¿Cuándo se comunicaron por última
vez?
—¿Por la banda X? ¿La radio real? Unas
semanas después de partir. Hace casi dos años.
Pero está claro que siguen vivos, así que debieron
de sufrir un fallo de la radio.
—Bien, aceptemos esa teoría —propuso
Doob—. Intentar montar una radio nueva que
transmitiese a tanta distancia sería imposible.
Como mucho tendrían que contentarse con
montar algo que pudiese funcionar al acercarse…
y optar por un ancho de banda reducido.
—Mi padre siempre hablaba de los
transmisores de chispas —dijo Dinah—. Una
tecnología que usaban…
—Antes de los transistores y los tubos de
501
vacío. ¡Sí! —dijo Doob.
Dinah telegrafió:
¿TE SUENA QET COMO UN VIEJO
TRANSMISOR DE CHISPAS?
Rufus respondió:
SÍ AHORA QUE LO DICES
—Se llevaron algunos de mis robots —dijo
Dinah—. No tendrían más que apuntar las
direcciones de hardware de las tarjetas de esas
unidades para tener un tosco certificado de
identidad. De hecho… —Se puso a buscar los
registros de dos años antes, de robots y piezas
asignadas a Sean y su tripulación. A los pocos
minutos pudo verificar que la dirección enviada
por morse unos minutos antes se correspondía a
un robot enviado con la Ymir.
—¿Quién tiene acceso al archivo que acabas
de consultar? —preguntó Doob, que seguía en
modo abogado del diablo.
—¿Estás de broma? ¿Sabes cómo se pone Sean
con el cifrado y todo eso? Esta información está
más que herméticamente cerrada. Estoy segura de
que la NSA podría leerla, pero no un bromista
502
cualquiera.
—Era por eliminar opciones —dijo Doob—. Es
que suena demasiado complicado. ¿Por qué no se
limita a emitir algo como «Oye, Dinah, aquí Sean,
se me ha roto la radio»? Sería mucho más sencillo.
—Tienes que conocer a Sean —dijo Dinah—.
Mira. Todo lo que envía por este canal lo emite a
toda la Tierra. Acabará en internet y todos sabrán
lo que trama. No tiene ni idea de cuál es la
situación. Allí no tienen internet y hace tiempo
que perdieron la radio. De hecho, ni siquiera
saben si aquí arriba estamos vivos. O si se ha
producido un golpe militar o similar. No quiere
volver si nos hemos convertido en el imperio
Klingon.
—Creo que tienes razón —dijo Doob—. Va a
tomárselo con calma; esperará a ver cómo respira
el personal.
Cuarenta y cinco minutos más tarde Dinah
apuntaba un nuevo mensaje de QET. Empezaba
con RTFM5, luego el número 00001, y luego una
serie de letras aleatorias que parecía no tener
sentido.
—Lo único que entiendo es RTFM, «lee el
503
puto manual» —dijo Dinah—, seguido del
número 5.
—¿Se trajo algún manual cuando vino aquí?
—Se trajo un montón de cosas de los
ingenieros de Seattle y algunas las dejó aquí…
—Dinah…, te has quedado pensando en
algo…
—Recuerdo haberle preguntado «¿Por qué
imprimes todo eso?, ¿por qué no usas memorias
portátiles como todo el mundo?». Su respuesta
fue: «Tener tu propia empresa espacial tiene sus
ventajas».
Los encontró tras unos minutos de rebuscar:
media docena de archivadores de tres argollas,
volúmenes uno al seis del manual de empleado
de Expediciones Arjuna. En total, treinta
centímetros de grosor.
Doob silbó.
—Teniendo en cuenta el coste por kilo de
mandar algo al espacio, puede que esto sea más
valioso que la Biblia Gutenberg que recibimos la
semana pasada.
504
Fueron directamente al volumen cinco, que,
por lo demás, parecía ser como cualquier otro
manual corporativo para empleados. Pero entre la
política sobre acoso sexual y el código de
vestimenta había un montón como de dos
centímetros de páginas que no tenían contenido
legible. Tenían impresas secuencias aleatorias de
letras mayúsculas, en grupos de cinco, columna
tras columna, fila tras fila, hasta completar cada
página. Cada página tenía un número diferente
en la parte superior, empezando con 00001.
—Esta es la mierda de código secreto sacada
de una novela para niños que Larz usaba siempre
—dijo Dinah—. Pero no me puedo creer que…
—Me avergüenza decir que sé qué es esto —
dijo Doob—. Es el código libreta de un solo uso.
Es el código más simple posible, pero el más
difícil de romper si lo usas bien. Claro que
necesitas tener esto —añadió, agitando la página
00001.
Tras explicarle Doob cómo funcionaba, Dinah
pudo ponerse a descifrar el mensaje a mano, pero
a los pocos minutos Doob había escrito un
programa en Python que facilitó terminar la tarea.
505
—Vine aquí a beber algo y charlar sobre
minería de asteroides —dijo.
—¡Venga, deja de quejarte… esto es mucho
más interesante! —le contestó Dinah.
El mensaje decía:
DOS CON VIDA. PROPULSIÓN A TODA
POTENCIA. ENVÍA INFSIT.
—La tripulación era de seis, ¿no? —preguntó
Doob.
—Debió de pasar algo —dijo Dinah—. Quizá
chocaron contra algo, la antena quedó dañada,
perdieron gente. Quizá fue la radiación.
—Da la impresión de que vuelven —dijo
Doob.
—Sí, a menos que…
—¿A menos que qué?
—A menos que quiera quedarse en L1. Eso
sería mucho más seguro. No creo que ningún
fragmento lunar llegue hasta allí.
Doob volvió a leer el mensaje.
—Tienes razón —dijo—. Solo dice que han
506
activado la propulsión. Nada sobre pasar a la
órbita baja de la Tierra. Luego pide un informe de
situación. —Se frotó la cara con las manos—.
Estoy agotado. Ahora mismo debería estar en
Skype con mi familia.
—Vete —le indicó Dinah—. Yo puedo trabajar
en el informe. Y puedo cifrarlo, ahora que me has
enseñado a hacerlo.
Doob se empujó y flotó hasta la salida. Se paró
y se volvió.
—Podría calcularlo yo, pero estoy cansado y
puede que tú lo sepas de memoria: Si Sean pasa a
la órbita de transferencia de L1 hasta aquí,
¿cuánto tardaría en llegar?
—Treinta y siete días —respondió Dinah.
—O sea, unos diecisiete días después del
comienzo de la Lluvia Sólida —dijo Doob—. Un
momento complicado.
Dinah lo miró. No dijo nada, pero Doob sabía
lo que pensaba: «Como si el hecho de que sea un
momento complicado fuese el peor de nuestros
problemas».
—Vale. Gracias, Dinah.
507
—La próxima vez —dijo, haciendo con la
mano un gesto de beber.
—La próxima vez —respondió Doob y
atravesó la cortina.
Dinah miró la hora. Ahora que sabía
aproximadamente dónde se encontraba la Ymir,
comprendió por qué la transmisión se había
producido en aquel momento. Durante cierta
parte de la órbita de noventa y tres minutos, Izzy
se encontraba en el lado incorrecto de la Tierra y
no podía recibir la señal de Sean. Tras cada
periodo de silencio se abría un intervalo que les
permitía hablar. Acababa de emplear un intervalo
en apuntar la transmisión y descifrarlo, y estaban
a punto de entrar en otro periodo de silencio.
Durante ese tiempo Dinah debería poder preparar
un pequeño mensaje y cifrarlo en el código de la
libreta de uso único.
No tenía muy claro qué escribir. Podía dar
algunos datos evidentes, como el número de
arquetes que había en órbita, la cantidad de
personas o cuántos robots tenía en
funcionamiento. Pero tenía la impresión de que
Sean buscaba otro tipo de información. Quería
508
saber qué sucedería cuando se presentase, dentro
de treinta y siete días, cargando con una montaña
de hielo. En el Arca Nube podrían darle buen uso,
eso estaba claro. De la misma forma, Sean
precisaba del Arca Nube; dos tipos metidos en
una nave espacial que empuja una bola de hielo
no es una civilización que vaya a salir adelante.
Pero Sean se mostraría cauteloso. Querría algo.
Querría llegar a algún acuerdo.
Quería llegar a un acuerdo con el novio de
Dinah.
Cada cosa en su momento. De momento,
mandarle unos datos básicos ya ocuparía el
siguiente intervalo apto para transmitir. En lugar
de volverse loca pensando en la jugada a largo
plazo, Dinah se concentró en el mensaje durante
el periodo de silencio, para ser lo más escueta
posible y cifrarlo usando el programa Python de
Doob.
El punto L1 del sistema Tierra‐Sol se
encontraba en una línea recta entre los dos
cuerpos. La Ymir, a efectos prácticos, se
encontraba en L1. Por tanto, hablando en general,
cuando Izzy atravesase el lado oscuro de la Tierra
509
y apareciese en el lado iluminado, podría ver L1 y
comunicarse con la Ymir. Eso sucedería a las 7:30
a.m., hora de Greenwich, el amanecer en Londres.
Al mirar por la ventanilla Dinah podía ver la
línea terminador —la que separa el día de la
noche en la Tierra— que se desplazaba sobre el
estuario del Támesis e iluminaba algunas de las
altas torres de la City, el barrio de los negocios de
Londres. Se volvió hacia la palanca de
transmisión de mensajes, estableció contacto con
la Ymir y mandó el mensaje. El proceso duró todo
el intervalo apto para la transmisión. Tuvo que
enviar los caracteres muy lentamente porque a
Sean no se le daba bien leer el código morse y,
como el mensaje iba cifrado, no podía valerse del
contexto para adivinar las letras que faltaban, así
que todas tenían que estar bien claras.
Cuando Dinah terminó, Izzy ya casi había
recorrido la mitad del mundo y estaba a punto de
hundirse de nuevo en la oscuridad. Concluyó la
transmisión con un «TBC» y esperaba que
entendieran que significaba «continuará». Luego
se puso a escribir y cifrar un suplemento.
Estaba a punto de abrirse otro intervalo de
510
emisión, un poco antes de las 9:00 a.m., hora de
Londres o punto‐9 en la jerga de Izzy, cuando Ivy
entró flotando sin llamar.
—Quiero mirar por tu ventana —anunció.
—Vale —dijo Dinah—. ¿Qué pasa? —Porque
era evidente que pasaba algo. Ivy tenía una
expresión rara. Y había dicho «tu ventana», no «tu
ventana»—. ¿Qué tiene de especial mi ventana? —
preguntó Dinah.
—Está junto a ti —dijo Ivy.
—¿Va todo bien? —preguntó Dinah. Porque
estaba claro que algo iba mal. Se le ocurrió que
habían interceptado su transmisión morse y que
se había metido en un lío. Pero si fuese eso, Ivy no
estaría allí pidiéndole permiso para mirar por la
ventana.
Miró a su amiga. Ivy se acercó a la ventana y
se colocó para ver la Tierra. En aquel momento la
línea terminador había avanzado hasta iluminar
la punta más occidental de Sudamérica. Izzy
estaba a punto de cruzar el ecuador, que tenían
casi directamente debajo.
—He tenido noticias de Cal —dijo Ivy sin el
511
habitual regodeo en su voz.
—¡Qué bien! Creía que estaba sumergido.
—Hasta hace un par de horas.
—¿Han emergido?
—Han emergido.
—¿Dónde?
—Ahí abajo —dijo Ivy.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Dinah—. No
creo que te mande sus coordenadas.
—Lo sé —dijo Ivy—. Sumando dos y dos.
—¿Qué dijo?
—Me dijo que me preparase para los
lanzamientos desde Kourou.
—¿Van a volver a abrir el puerto espacial?
Ivy resopló.
Dinah flotó y se colocó justo detrás,
abrazándola y apoyando la barbilla en el hombro
de Ivy para poder compartir el mismo ángulo de
visión.
Sabían dónde estaba Kourou; miraban
512
continuamente y a veces incluso veían las
brillantes estelas de los cohetes al despegar.
Ivy vio algo diferente. Por la costa aparecían
chispas de luz, que se extendían y se apagaban.
Toda una ráfaga, salpicadas por el espacio entre la
playa y la isla del Diablo.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Dinah—
. ¿Bombas nucleares?
—No lo sé —dijo Ivy.
La respuesta llegó en forma de una luz mucho
más brillante que destelló a lo largo de la costa,
hacia el noroeste, y que, perdiendo algo de brillo,
se convirtió en una bola que se elevó hacia el
espacio.
—Creo que eso ha sido una bomba nuclear —
dijo Ivy.
—¿Acabamos de realizar un bombardeo
nuclear contra… Venezuela?
Los ojos tardaron un poco en adaptarse. No
era problema, porque la mente también tenía que
hacerse a la idea. Cuando la luz se desvaneció,
pudieron ver que la nube en forma de hongo
estaba fuera de la masa terrestre de Venezuela,
513
unos kilómetros mar adentro.
—¿Una prueba? ¿Visible desde Caracas? —
preguntó Dinah.
—Puede —dijo Ivy—. Pero ayer decían que
toda la marina de Venezuela se dirigía a Kourou
para restablecer el orden. Yo creo que ya no
existe.
—¿Y esos resplandores más pequeños? ¿Están
cerca del espaciopuerto?
—Yo diría que eran bombas termobáricas.
Provocarían casi tanto daño como una bomba
nuclear táctica pero sin contaminar el lugar del
lanzamiento.
Ivy se había soltado del abrazo de Dinah y se
volvió de espaldas a la ventana. Flotaban muy
cerca.
Dinah comprendió al fin.
—Dijiste que el submarino de Cal había
emergido. Que estaba en la superficie. Que sabía
algo. Crees que…
—Estoy segura —dijo Ivy.
Cal había recibido la orden directamente de J.
514
B. F. de lanzar la bomba nuclear. Puede que
también hubiese lanzado misiles crucero con
bombas termobáricas.
La gente daba por supuesto que Ivy y Dinah
se habían distanciado a lo largo del último año,
pero también había gente que pensaba que
siempre habían estado enfrentadas. No tenía
sentido intentar saber todo lo que la gente
imaginaba. Que Ivy perdiese su puesto ante el
novio de Dinah no simplificaba nada y nunca
habían tenido problemas entre ellas. Las cosas
eran complicadas, sin más.
Ivy se expresaba con soltura, pero en aquella
situación no había mucho de lo que hablar. Aun
así, al cabo de unos minutos se le ocurrió algo y
dijo:
—Supongo que lo peor es que de él solo me
quedan recuerdos e intentaba tener algunos
buenos para llevármelos. —No estaba llorando,
pero tenía la voz tomada.
—Sabes que no tenía elección —dijo Dinah—.
La cadena de mando si no deja de funcionar.
—Claro que lo comprendo —dijo Ivy—, pero
eso no cambia nada. No era lo que yo quería.
515
—Sabíamos que las cosas se pondrían
desagradables —dijo Dinah.
Empezó a sonar la radio.
—Hablando de ponerse desagradable…
¿Quién demonios es? —preguntó Ivy.
—Sean Probst —dijo Dinah—. Ha vuelto.
Ivy se quedó un rato en el taller de Dinah,
mientras esta enviaba trabajosamente la segunda
mitad del informe de situación. Cuando pasó
Sudamérica, se veían largas estelas de humo
negro moviéndose al noreste desde los restos
ardientes del Bloqueo Popular por la Justicia y
proyectando sombras sobre la piel arrugada del
Atlántico. Volvía a haber chispas brillantes sobre
Kourou, pero ahora eran las estelas
incandescentes de los lanzadores sólidos
enviando vehículos pesados al espacio.
—Volvemos a estar en activo —dijo Ivy—.
Supongo que será mejor que repase esas hojas de
cálculo.
—¿Crees que Cal sigue en la superficie? ¿Que
todavía puedes comunicarte?
—Lo dudo —respondió Ivy con un tono de
516
voz que daba a entender que no sabría qué
decirle—. No creo que el procedimiento habitual
sea lanzar un misil nuclear y luego quedarse por
los alrededores.
PARA LA DOCTORA MOIRA CREWE había
ciertos aspectos de la cultura del Arca Nube más
inaceptables que otros. No le parecía decente vivir
en un lugar sin cafeterías en las que desayunar
tras despertar y sin pubs en los que socializar al
acabar el día. Se debía en parte al exceso de
población y en parte a que la gente vivía en tres
turnos diferente, por lo que no había mucho
consenso sobre lo que era mañana y noche;
también en parte porque había sido diseñada a
toda prisa por ingenieros americanos y rusos, que
no comprendían la importancia de esos detalles.
Había mantenido varias conversaciones con
Luisa, que la entendía perfectamente, sobre ese
asunto y habían tomado la vaga determinación de
hacer algo una vez que la Lluvia Sólida hubiese
comenzado y el Arca Nube hubiese pasado a una
rutina a largo plazo. El sueño de Moira era ser la
propietaria de un establecimiento, quizá montado
en un arquete, que sirviese a ese propósito. Pero
todavía no había descubierto cómo hacerlo en el
517
momento justo.
Evidentemente, era consciente de que tenía
obligaciones mucho más importantes: la
responsabilidad de perpetuar la especie humana,
y otras muchas especies, recaía en gran parte
sobre sus espaldas. No estaría bien que invirtiese
varias horas al día preparando cafés y limpiando
la barra. De hecho, todavía no eran capaces de
hacer crecer café o cebada en el espacio, por lo
que el suministro de consumibles se agotaría con
rapidez y su pub acabaría sirviendo zumo
rehidratado. Pero era un sueño. Y mientras tanto,
podía hacer uso de la sala de café junto a la
Granja como una especie de laboratorio de
investigación. Todos los días, se levantaba a
punto‐8, llegaba a N2, descendía un radio hasta
T3, se preparaba una taza de un repugnante café
liofilizado y un cuenco de cereales liofilizados
igualmente malos, y luego iba a una pequeña
mesa de reuniones en el centro de la Granja para
sentarse un rato. Lo más habitual es que se le
uniesen otros adormilados miembros del tercer
turno. Markus Leuker era uno de ellos, en general
demasiado ocupado para limitarse a sentarse y
beber café, pero a veces le hacía caso a Moira.
518
Konrad Barth la acompañaba de tanto en tanto,
igual que Rhys Aitken, y de vez en cuando
aparecía Tekla.
De todo ellos, Tekla era el caso más curioso e
interesante en muchos aspectos. Sin rodeos:
pertenecía a una casta social totalmente diferente.
Moira, Doob, Konrad, Rhys, y muchos otros
miembros de la Población General, eran del tipo
de personas que podrías haberte encontrado en
una charla TED o en Davos, o aparecer juntas en
el debate de un grupo de expertos. Tekla, no. Su
curiosa carrera como una de las mejores mujeres
del ejército ruso, atleta olímpica, piloto de
pruebas y cosmonauta hacían que fuese lo
suficientemente interesante como para ser invitada
a una conferencia del estilo de TED, pero su falta
de fluidez con el inglés y cierto grado de
incomodidad social le habría impedido dar una
charla. Los cortes que se hizo cuando se estropeó
su luk y se debatía por salir de él, se los cosieron
aficionados. En la Tierra habría pasado de
inmediato a manos de un cirujano plástico, pero
en Izzy se había limitado a aceptar el resultado. A
Moira le hubiera gustado hablar ruso mejor para
poder charlar con Tekla sobre lo que pensaba de
519
la apariencia y de arreglarse. Las cicatrices
faciales la dejaban muy excluida del canon de
belleza femenina y ella misma reforzaba la
situación con su corte de pelo militar. Pero a pesar
de eso, o quizá justo por eso, resultaba, por ser
claros, sexy. A Moira le daba rabia admitirlo, pero
el atractivo sexual era parte de la condición
humana y no tenía sentido hacer como que no
existía. Moira era fundamentalmente
heterosexual. De joven se había acostado con dos
mujeres, con una en el Cambridge de Inglaterra y
con otra en el Cambridge de Massachusetts.
Había estado muy bien y no lo lamentaba en
absoluto, pero había necesitado pensar mucho.
Aquellos breves momentos de pasión habían
estado precedidos y seguidos de muchas
reflexiones sobre género y teoría queer, y esas
relaciones habían desaparecido de su vida.
Se le había ocurrido, a pesar de todos sus
esfuerzos por controlar tales pensamientos, que
Tekla sería una compañera de un estilo
totalmente diferente y tenía que reconocer que le
resultaba bastante interesante. Había toda una
historia sobre la sexualidad de Tekla, que empezó
a circular unas pocas semanas después de su
520
rescate, como una especie de culebrón
enrevesado, con un triángulo o cuadrángulo
amoroso en el que había hombres y mujeres y se
recordada vagamente en la historia oral de Izzy,
pero Moira nunca se había molestado en saber
más. El resumen era que tras unos meses, Tekla
había empezado a acostarse con mujeres sin
disimulo, lo cual había dado lugar a un montón
de análisis, comentarios y drama. Los análisis
solían correr a cargo de teóricos del género que
hablaban sobre el algo incómodo hecho de que
Tekla era una atleta que ya parecía bastante
machona cuando se arreglaba para las olimpiadas
y más allí. Su salida del armario, aunque en
realidad nunca lo había hecho formalmente,
tendía por tanto a reforzar los estereotipos que
corrían sobre las atletas femeninas. Los
comentarios los hacían millones de idiotas en
internet. Y el drama se produjo en la relación de
Tekla con los otros rusos, que en la estación
espacial eran un grupo bastante poderoso. El
drama había desaparecido al irse acostumbrando
los rusos, cuando gente de distintas
nacionalidades e inclinaciones sexuales se unieron
al Arca Nube y a medida que todos se fueron
concentrando en problemas más importantes.
521
Pero para entonces Tekla se había convertido en
una curiosa criatura solitaria, alejada de las únicas
personas con las que podía mantener una
conversación fluida. La expectación entre los
observadores políticamente correctos de
izquierdas es que sufriría una transformación
personal y se volvería más parecida a una
académica de izquierdas. Pero no había sido así;
parecía conservar la misma actitud básica hacia el
orden y la disciplina que la había convertido en
exploradora y que la había llevado a hacerle una
llave a Sean Probst y a ofrecerse a ahogarlo.
Sentada al otro lado de la mesa, bebiendo café
y comiendo cereales, Moira se preguntó si Tekla
era consciente de que en internet había todo un
género de pornografía de aficionados dedicada a
relaciones, más o menos sadomasoquistas, entre
ella y Sean Probst.
En cualquier caso, la tendencia de Tekla a
sentarse de vez en cuando con Moira durante el
desayuno, si no era una invitación directa, al
menos parecía una maniobra de aproximación.
Preocupada con esas reflexiones, al principio
Moira no fue consciente de que la Granja se había
522
llenado de pronto de gente que miraba el monitor
de situación global al extremo de la mesa donde
ella y Tekla desayunaban. El ángulo de visión era
incómodo, así que tuvo que cambiar de posición
para ver bien. Era un canal de noticias que
mostraba fragmentos de vídeos tomados con
teléfonos móviles y que habían unido para formar
algo parecido a una noticia. Al principio de la
historia, el Bloqueo Popular por la Justicia estaba
anclado en las aguas entre la playa y la isla del
Diablo y empezaba a recibir la luz rosada del
amanecer. Al final de la historia, el sol iluminaba
un revoltijo de fragmentos aplastados del casco y
cuerpos flotantes visibles entre las columnas de
humo. En medio había manchas negras que
llegaban desde el mar y enormes burbujas de
llamas que abarcaban una zona grande antes de
reventar y desaparecer, dejando atrás restos que
parecían golpeados con un mazo y rociados con
napalm.
Luego el vídeo pasó a imágenes yermas y en
tres dimensiones de submarinos y misiles de
crucero, y a otras de la sala de prensa de la Casa
Blanca, donde la presidenta había realizado una
breve declaración antes de pasarle la cuestión al
523
jefe del Estado Mayor. Otros líderes mundiales
hablaban desde Downing Street, el Kremlin y
Berlín.
Todo aquello no resultaba muy interesante,
pero justo cuando Moira volvía a centrarse en los
cereales, algo brillante le llamó la atención y se
volvió para ver en el vídeo una nube en forma de
hongo elevándose sobre el océano.
—¿Me he perdido algo? No parecía el choque
de un meteorito.
—Nuclear —dijo Tekla.
Moira la miró. La mirada de Tekla, que a
algunos les daba escalofríos, pero no a Moira,
estaba fija en la cara de esta. Por una vez, Tekla
apartó tímidamente la vista.
—Venezuela —dijo—. Marina ya no es
problema. Cohetes se lanzan de nuevo. —Se
encogió de hombros. Llevaba un top. Moira no
podía dejar de admirar sus deltoides. Tenía que
parar—. En playa bombas termobáricas —añadió
Tekla—. Muy destructivas. —Tekla se reclinó
sobre la silla y pasó el brazo sobre el respaldo de
la silla vacía que tenía al lado—. ¿Qué opina,
doctora Crewe?
524
—Por favor, llámame Moira.
—Lo siento. Formalidad rusa.
Quizá Tekla fuese más astuta de lo que
parecía. Había previsto que alguien como la
doctora Crewe se horrorizaría al ver que lanzaban
bombas nucleares a la gente. Quería soltarlo ya,
cuando el asunto estaba fresco.
Perdida en la contemplación del brazo de
Tekla, Moira se sorprendió cuando un hombre
grande y corpulento se dejó caer en una silla a su
lado. Giró la vista y vio a Markus Leuker. El
hombre dejó la taza de café en la mesa y la
contempló durante un momento, casi dejando
claro que no miraba a las pantallas de vídeo con
sus infinitas repeticiones desde muchos ángulos
de nubes con forma de hongo y salas de prensa.
Después se giró para mirar a Moira, la saludó
levantando una ceja y con un cabeceo, para luego
dedicar los mismos gestos a Tekla.
Y de tal suerte, Moira quedó absuelta de
responder a la pregunta de Tekla.
Markus respondió, a pesar de que nadie le
había preguntado.
525
—Sé que parto con cierta desventaja por ser
hablante nativo de alemán y por tener cierto
bagaje. Y sí, el bagaje es conocimiento.
Comprendo que puede ser incómodo. La
delicadeza. Pero…
—¿Sabías que iba a suceder? —le preguntó
Moira.
—No, para mí ha sido una sorpresa total. —
Moira asintió—. Pero, si me hubieran pedido mi
opinión, habría dicho que sí —dijo Markus.
—De todas formas, todos van a morir —dijo
Tekla asintiendo.
En ese momento Moira se dio cuenta de que
Markus y Tekla se sentían muy cómodos cada
uno en presencia del otro. Tenía sentido. A
Markus no le importaría absolutamente nada la
sexualidad de Tekla; al contrario, para un hombre
como él sería mucho más fácil saber que Tekla no
estaba disponible. Él había sido piloto militar, al
igual que ella. Era natural que compartiesen el
mismo punto de vista en muchos temas. Por un
tiempo, durante el primer año del Arca Nube,
Tekla había sido una especie de trabajadora
itinerante. Podría resultar extraño que la estación
526
espacial pudiese tener espacio para una persona
sin trabajo concreto, pero nadie había imaginado
en serio que los exploradores sobreviviesen, así
que los habían enviado sin plan a largo plazo. Su
aislamiento de los otros rusos, que se ocupaban
de la mayor parte de los paseos espaciales, había
hecho que Tekla probase distintas tareas. Conocía
el interior de Izzy mejor como nadie, pero
también sabía operar los controles de un arquete
y podía ponerse un traje espacial, salir al espacio
y soldar algo. Su peregrinación por el desierto
pareció concluir cuando Markus tomó el mando.
Moira ya no estaba completamente segura de qué
hacía Tekla para ganarse la vida, pero le daba la
impresión de que trabajaba directamente para
Markus, que él le había confiado una tarea.
—Sí, todos van a morir —dijo otra voz—, pero
nosotros no —era Luisa.
Apareció detrás de Tekla y, sin palabras, pidió
permiso para sentarse en la silla que la rusa tenía
rodeada con el brazo. Tekla no solo se lo
concedió, sino que se puso en pie y le retiró la
silla por cortesía.
—No todos vamos a morir, al menos eso es lo
527
que espero —añadió Luisa—, y todos hemos visto
lo que ha pasado. Ahora es parte de nuestros
recuerdos. Y no solo eso. En unas horas
recibiremos envíos desde Kourou, con lo que nos
beneficiará el uso de bombas termobáricas y
armas nucleares contra gente a todos los efectos
indefensa. Ahora es parte de nuestro ADN —
movió la vista hacia Moira—. Si me perdona la
imagen poética, doctora Crewe.
Moira sonrió un poco y asintió.
Markus dijo:
—Entonces ¿no estás de acuerdo?
—No —dijo Luisa—. Seamos claros, Markus.
Yo también tengo pasado. Vengo de Sudamérica,
tengo la piel más oscura, hablo español. He
pasado unos cuantos años de mi vida trabajando
con refugiados que llegaban en botes. Y soy judía.
Ese es mi pasado, ¿vale?
—Comprendido —dijo Markus.
—Yo no estoy ahí abajo. No sé qué consejos le
daban a J. B. F., no sé qué sabía ella que nosotros
desconocemos.
—¿A qué te refieres? —preguntó Markus, algo
528
irritado pero con amabilidad.
—No tenemos leyes. No tenemos derecho. No
tenemos constitución. No tenemos sistema legal
ni policía.
Markus y Tekla se miraron a través de la
mesa. No era una mirada furtiva, ni de culpa ni
de confabulación, pero era una mirada
importante.
—Están trabajando en esos asuntos —dijo
Markus. No bromeaba; desde la firma del
Acuerdo del Lago del Cráter, todo un comité de
expertos constitucionales estaba reunido en La
Haya intentando avanzar. Y uno de ellos residía
allí arriba en aquel momento.
—Lo sé —respondió Luisa— y para mí es
muy importante que atrocidades como las que
vemos en esas pantallas no acaben infectando el
proceso. Esto no puede ser lo habitual.
Markus y Tekla, que todavía se miraban,
parecieron ponerse de acuerdo en no decir nada.
El teléfono de Moira vibró. Miró a la pantalla
y vio que tenía una reunión quince minutos
después. Se disculpó ante lo que se había
529
convertido en un momento de café de lo más
extraño. Bien, quizá la había curado de cierto
idealismo. Hacía un rato, al llegar aspiraba a
recrear la experiencia de la pausa para el café en
una acera de Europa y en su lugar había sufrido
media hora de guerra nuclear, incineración pasiva
de disidentes y algunas consideraciones éticas
bastante importantes, mezclado todo con la
tensión sexual entre ella y Tekla. Como bastantes
personas en el Arca Nube, no habían tenido
relaciones sexuales desde su llegada. Muchos,
cuyas conciencias no cargaban con una pareja
condenada a morir en la Tierra, habían logrado
que sucediese, pero otros muchos estaban a dos
velas. Aquello no se aguantaba. Se habían
asignado un par de cápsulas atracadas para las
visitas conyugales y todos conocían lugares
tranquilos por toda la estación donde podías
hacerlo. Moira no tenía nadie allá abajo. Se había
abstenido por falta de alguien aquí arriba y
porque era el lugar menos sexy que pudiera
imaginarse. Pero empezaba a afectarle.
La verdad es que uno de los puntos en su
larga lista de tareas a largo plazo era
precisamente establecer la política para tratar los
530
embarazos a bordo del Arca Nube. Como una
persona embarazada no era fundamentalmente
diferente de otra que no lo estuviera, la cuestión
importante era cómo ocuparse de los bebés. La
suposición de los arcatectos era que se trataría de
un proceso ordenado y que toda mujer que se
quedase embarazada lo haría con la intención de
congelar el embrión para poder implantarlo
posteriormente, cuando las condiciones para criar
niños fuesen mejores. Habiendo pasado ya casi
un año arriba Moira dudaba de que fuese así. Los
arcatectos, le parecía, subestimaban la diferencia
cultural entre la Población General y los arquinos.
Hasta unos meses antes los habían llamado
arqueros, y así era en todas las comunicaciones
oficiales. Luego alguien había creado el término
arquino y, en uno de esos fenómenos virales que
solo se daban en internet, el nombre había
recorrido el planeta en apenas veinticuatro horas
y se había vuelto universal. Algunas personas se
habían quejado, pero sin éxito.
Los arquinos no eran más que niños y,
sorprendentemente, mantenían muy poca
relación con la PoGen. Los arquetes en los que
vivían no podían cambiar de posición dentro del
531
enjambre. Pasar de un arquete a otro era casi
imposible: un viaje épico en traje espacial, que
exigía algunos complicados trucos con la
mecánica orbital. Había unas pequeñas naves
espaciales utilitarias, llamadas vifyles, que podían
mover personas de un lado a otro, pero eran
pocas y los pilotos cualificados, muy escasos.
Markus, siguiendo los consejos de Luisa, había
intentado solucionarlo revolviendo el caldero, es
decir, se trataba de hacer que en cualquier
momento el diez por ciento de los arquinos
viviese y trabajase en Izzy. Pero la mayoría de
ellos estaban la mayor parte del tiempo atrapados
en arcas individuales, o en tríadas o héptadas, con
la vídeoconferencia (Scape), las redes sociales
(Spacebook) y otras tecnologías transplantadas de
la Tierra como única conexión con la Población
General. A Moira le sorprendería que no hubiera
ya algunas chicas embarazadas, pero nadie le
había pedido congelar un embrión.
Cualquier persona normal que siguiese a
Moira hacia delante, a través de Zvezda, y hacia
abajo, hasta las instalaciones de refrigeración,
comprendería la razón. En aquel lugar no había
nada que estimulase las terminaciones nerviosas
532
de alguien que quisiese empezar una familia. El
ambiente allí era de una frialdad industrial que
casi daba risa; pero, por la misma razón, esperaba
que para los nuevos fuese un estímulo.
Los nuevos que se presentaron a tiempo para
su cita. Habían llegado varias horas antes, en una
cápsula enviada desde Cabo Cañaveral: tiempo
de sobra para que hiciese efecto la medicación
contra el mareo y para que recuperasen un poco
la compostura. Se trataba de un pequeño grupo
de Filipinas: un científico que trabajaba en
variedades del arroz modificadas genéticamente,
una socióloga que había estado trabajando con
marineros filipinos que se pasaban la vida a
bordo de buques de carga —se suponía que
trabajaría con Luisa— y un par de arquinos que, a
juzgar por su aspecto, pertenecían a grupos
étnicos tan diferentes entre sí como los islandeses
de los sicilianos. Uno de ellos cargaba con la
inevitable nevera portátil. Moira sabía muy bien
—porque lo hacía al menos una vez al día— que
contendría semen, óvulos y embriones recogidos
de donantes de todo el país de origen, en este caso
Filipinas. La aceptó con toda la ceremonia, como
un hombre de negocios japonés recibiendo una
533
tarjeta de visita, y abrió la tapa para su
inspección. Al fondo todavía se veían trozos de
hielo seco; bien. Los viales del tamaño de un dedo
estaban encajados en celdas hexagonales.
Comprobó algunos con un termómetro infrarrojo
en forma de pistola y verificó que no se habían
descongelado. Luego, tras ponerse unos guantes
de algodón para proteger los dedos del frío, sacó
algunos y comprobó que estaban sellados,
etiquetados y con el código de barras
correspondiente, tal y como especificaba el
procedimiento detallado en el Tercer Suplemento
Técnico del Acuerdo del Lago del Cráter,
volumen III, sección 4, párrafo 11. Así era. No
esperaba otra cosa del doctor Miguel Andrada, el
genetista.
También suponía que el doctor Andrada
sospechaba, con más o menos seguridad, que
ninguna de aquellas muestras tenía ni la más
mínima oportunidad de acabar convertida en una
forma de vida consciente, pero no era el momento
de tratar ese asunto. Para tranquilizar a los otros,
Moira dio su discursito estándar, intentando que
sonase espontáneo, con el que les daba las gracias
a los presentes y, por extensión, a la gente de
534
Filipinas, por confiarle a ella y al Arca Nube su
valiosa contribución. También daba a entender,
sin prometer nada, que habría un futuro en el que
una cornucopia de vital humanidad surgiría de
cada uno de aquellos tubos de plástico. Se
suponía que tras el discurso irían a sus arquetes y
enviarían por mensaje de texto o Facebook la
buena noticia a sus amigos y familiares de la
Tierra. La promesa que transmitían aquellas
palabras tenían por propósito evitar que la gente
de la Tierra se inquietase mucho mientras
esperaba el final; y si no funcionaba, como había
pasado en el caso de Venezuela, pues bien, J. B. F.
siempre podía recurrir al bombardeo nuclear.
—¿Puedo ver cómo es todo el proceso? —
preguntó el doctor Andrada, cuando hubo salido
el resto de la delegación. Estaban solos, flotando
en un largo y delgado módulo de atraque que
sobresalía por el lado nadir. Abajo, el extremo
estaba sellado por una escotilla con teclado
numérico. La mayor parte de Izzy estaba abierta a
todo el que quisiese pasarse y echar un vistazo;
no venía mucha chusma a la estación. Pero el
AGH, el Archivo Genético Humano, tenía un
estatus casi sagrado y se mantenía bajo el
535
equivalente digital de un candado.
El doctor Andrada era un hombre pequeño y
enjuto, de pómulos marcados. Como otros
genetistas agrícolas que Moira había conocido,
tenía la piel curtida y bronceada, resultado de
pasar mucho tiempo en parcelas experimentales,
removiendo tierra de verdad. De no ser por las
bonitas gafas, podría haber pasado por agricultor
en cualquier lugar del sudeste asiático. Pero se
había doctorado en la UC Davis y antes de la
intervención del Agente iba camino del premio
Nobel.
—Por supuesto —dijo Moira—. De todas
formas me apetece charlar sobre cómo vamos a
hacer crecer algo más que seres humanos.
—De eso tenemos que hablar —estuvo de
acuerdo el doctor Andrada.
Moira derivó hacia abajo, ejecutando un lento
salto mortal para poder mirar el teclado. Le dio al
botón que activaba el escáner ocular. Tras unos
momentos, el dispositivo admitió que se trataba
de la doctora Moira Crewe y desbloqueó la
escotilla. Se agarró a un soporte de la pared para
mantenerse firme, abrió y se dejó ir al otro lado,
536
hasta el siguiente módulo. Allí apenas había sitio
para ella y el doctor Andrada. Los leds blancos se
encendieron automáticamente. Colgado de la
pared había un sencillo cinturón de nailon con
forma de red que sostenía algunos pequeños
aparatos electrónicos. Moira lo cogió y se lo pasó
por la cintura.
Habría atravesado la escotilla por el lado cenit
del módulo. Las aberturas de babor y estribor las
habían sellado con escudos redondos de plástico.
Cada uno tenía una manija que salía del centro.
La más cercana a Moira era la de babor, así que la
agarró, presionó para soltar un cerrojo y luego
apartó el escudo.
El doctor Andrada se estremeció ante el aire
frío que entró en el módulo. Miraban un tubo
recto de unos diez metros de longitud, con
tamaño suficiente para que una persona pudiese
trabajar con comodidad, o para que dos pudiesen
pasar si no les importaba rozarse. Las paredes
estaban cubiertas por filas perfectas de escotillas
más pequeñas, como del ancho de una mano
humana, cada una con su propia manija. Cientos.
En las más cercanas a la entrada se exhibían
etiquetas y códigos de barras impresos a
537
máquina; en las más lejanas estaban en blanco.
Junto a cada una había un led azul; era la única
iluminación.
—¿Le gustaría hacer los honores? —dijo
Moira.
—¡Si no muero congelado antes! —dijo el
doctor Andrada.
—El espacio es frío —dijo Moira—. En eso
confiamos.
Le concedió un minuto para ponerse los
guantes de algodón, luego abrió la nevera portátil
y se la ofreció. Él retiró el soporte que contenía las
muestras. Moira leyó el código de barras con el
escáner de mano que llevaba en el cinturón. El
doctor Andrada se metió en el módulo frío y
derivó hacia el fondo, tocando delicadamente las
paredes de una forma que indicaba que estaba
recién llegado a la gravedad cero.
—El primero que no tenga etiqueta —dijo
Moira—. Deja la puerta abierta, por favor.
El doctor Andrada tosió porque el aire frío le
picaba en la garganta. Abrió una de las pequeñas
escotillas y metió el soporte de muestras.
538
Mientras tanto, Moira usaba la impresora de
mano para generar una pegatina que identificase
la muestra en inglés, filipino y con un código de
barras legible para una máquina. Cuando el
doctor Andrada regresó al módulo central, ella
fue hasta la escotilla abierta, verificó que el
soporte de muestras estuviese bien colocado en la
cavidad tubular, cerró la escotilla y le fijó la
etiqueta. Impreso en la escotilla había un número
de identificación y un código de barras con la
misma información, que leyó con el escáner para
verificarlo.
El led junto a la escotilla se había puesto rojo,
lo que indicaba que su temperatura interna era
demasiado alta. Pasó a amarillo mientras Moira lo
comprobaba todo, lo que indicaba que el frío iba
entrando. Más tarde comprobaría en la pantalla
de la tableta que hubiese pasado a azul.
Voló de vuelta al módulo de atraque y cogió
la protección redonda que cerraba el almacén
refrigerado.
—Ahora sabe para qué sirven —dijo—.
Aislamiento térmico. —Colocó la protección en su
sitio—. Puedo abrir el otro —dijo—, pero vería lo
539
mismo.
—Gracias de todas formas —dijo el doctor
Andrada—, ¡pero jamás he pasado tanto frío en
mi vida!
Volvieron a subir a Zvezda y se dirigieron al
complejo de módulos donde se almacenaba casi
toda la maquinaria genética. Solo se podían ver
cajas. Igualmente podrían haber ido a popa, a uno
de los toros, pero Moira sabía por experiencia que
a los recién llegados no les sentaba nada bien ir
cambiando entre gravedad cero y la gravedad
simulada.
A través de sus bonitas gafas, el doctor
Andrada le dedicaba una mirada amable pero
escéptica. Muy bien. Se decidió a sacar el tema
que probablemente él tenía en mente.
—Perdóneme la ceremonia —dijo—. Llevo
haciéndolo una o dos veces al día durante un año.
Soy tanto sacerdotisa como científica. Se supone
que ahora lo difundirá, claro. Le contará a la
gente de la superficie que trajo en persona las
muestras desde Manila hasta el almacenamiento
frío de Izzy.
—Sí, lo comprendo. Lo haré —hizo una pausa,
540
indicando un cambio de tema—. No es
exactamente descentralizado.
Moira asintió.
—Si una roca choca contra ese almacén en los
próximos diez minutos, perderemos todas las
muestras.
—Sí. Es lo que me preocupa.
—A mí también. Al final se reduce a
estadística y matemática. Por ahora no hay
muchas piedras, y si es necesario las vemos y las
evitamos. Todos los óvulos en un mismo cesto…
—Y semen —dijo el doctor Andrada, en lo
que se había convertido en el chiste más viejo en
el universo personal de Moira.
—… es, en realidad, una apuesta más segura
durante las próximas dos semanas que intentar
distribuirlos entre los arquetes. Pero tenemos un
plan, doctor Andrada, para distribuirlos, que se
activará cuando el TFB pase de cierto límite.
Él asintió.
—Miguel, por favor.
—Miguel. Moira.
541
—Sí. Bien, sabes por qué me escogieron para
venir aquí.
—Encontraste la forma de hacer que la
fotosíntesis del arroz fuese más eficiente
incorporándole genes del maíz. Greenpeace
destruyó tu centro de investigación en Filipinas,
pero mantuviste el proyecto con vida en
Singapur. Muy poco después de Cero empezaste
a desarrollar una variedad de arroz adaptada al
cultivo en entornos hidropónicos de gravedad
reducida.
—Esparroz —dijo Miguel haciendo un gesto
de exasperación con los ojos. El término,
combinación de espacio y arroz, era producto de la
imaginación de un periodista entusiasta de Straits
Times y se había convertido en inmortal en los
titulares de tabloides y en los foros de internet—.
¿Eres consciente, Moira, de que no puede crecer
sin cierto grado de gravedad simulada? Debe
haber un arriba y un abajo para que el sistema de
raíces se desarrolle. En ese aspecto, es más difícil
que las algas, que no tienen esa limitación.
—¡Vaya! Vamos a estar comiendo algas
bastante tiempo —dijo Moira—. El esparroz
542
vendrá más tarde, cuando hayamos creado más
entornos rotatorios para simular gravedad. Y
entonces, Miguel, ¡entonces!
—¿Entonces qué? —preguntó Miguel.
—Esbirra.
—¿Esbirra?
—Espaciobirra —dijo Moira—. No sabe tan
rica como la de cebada, pero se puede producir
cerveza a partir del arroz.
—TOQUE —DIJO MARKUS. Lo dijo porque
no podía hacerlo. La forma tradicional de un
combate de lucha para indicarle al entrenador que
su llave irrompible había logrado su objetivo era
tocarle en la mano, el brazo, la pierna o cualquier
otra parte disponible del cuerpo. Pero Markus no
podía alcanzar ninguna. Tekla le había bloqueado
ambos brazos.
Le soltó momentos antes de chocar contra las
paredes acolchadas del Circo, un módulo grande
y en su mayoría vacío que se reservaba para hacer
ejercicio. Levantaron las manos para absorber el
impacto.
Mirando con interés desde el otro lado del
543
Circo estaban Jun Ueda, un ingeniero llamado
Tom van Meter, Bolor‐Erdene y Vyacheslav
Dubsky. Los tres hombres estaban taciturnos.
Bolor‐Erdene, que era todo entusiasmo, se
permitió tres aplausos, para parar en cuanto
comprobó que nadie lo seguía.
—Vale —dijo Vyacheslav—. Ver es creer. El
sambo en gravedad cero es posible. —Miró a los
otros—. O el jiujitsu, la lucha libre o el bökh,
supongo.
—Evidentemente, no hay derribos. Nada de
aprovechar el peso del otro que es tan importante
en la Tierra —dijo Markus.
Jun asintió.
—Es un subconjunto. Un poco como luchar en
la superficie. Pero sin la superficie.
Tom van Meter, que se había dedicado a la
lucha libre en la Universidad de Iowa de camino a
su titulación en ingeniería, se volvió para mirar a
la pared acolchada e intentó darle un golpe. A
pesar de que tenía un tamaño y una fuerza
considerables, el golpe fue muy débil y lo lanzó
flotando al otro lado del módulo.
544
—También hemos experimentado con eso —
dijo Markus—. Los golpes dan problemas.
Justo antes de dar con la pared opuesta, Tom
alargó los dos brazos y golpeó la colchoneta para
absorber energía.
—Si está en un toroide o en un bolo, todo lo
habitual sigue siendo válido —dijo—. Pero tienes
razón, las artes marciales en gravedad cero son
una nueva frontera.
—Una vez logrado el agarre —dijo Tekla—,
no tan diferente.
—El Arca Nube está equipada con una docena
de pistolas de electrochoque —dijo Markus—. No
las pedí. Ya estaban aquí cuando llegué. Nadie
sabe que existen. No me resulta agradable que
haya gente paseándose con armas por ahí, aunque
solo sean de electrochoque, mientras todos los
demás están desarmados. Pero la población es de
unos dos mil y ningún lugar de la Tierra con esa
población carece de policía. Se cometerán delitos
y habrá disputas.
—¿Qué dice la Constitución sobre la policía?
—preguntó Bolor‐Erdene—. No la he leído.
545
Todos los demás se rieron en señal de apoyo.
—Nadie ha leído ese maldito texto, Bo; ¡es un
tocho así de gordo! —dijo Markus, marcando
entre el pulgar y el índice cinco centímetros de
distancia—. Escrita por un comité, como te
imaginarás.
—Para tenerlo claro, Markus —dijo Jun—. No
estás proponiendo…
—No, Jun, no digo que pasemos de la
Constitución. Créeme, todos los días les grito para
que la simplifiquen, que nos den, cómo se llama…
—Un resumen —dijo Tom.
—Sí. Antes de que caigamos en el abismo. Un
sencillo manual de usuario. En algún punto tiene
que hablar de una fuerza policial. Hice una
búsqueda. Al principio tendrá que ser una policía
ciudadana, nada de profesionales. He estado
revisando vuestro pasado. Sé que todos tenéis
conocimientos de algún tipo de lucha. La lucha
cuerpo a cuerpo es la única forma de violencia
organizada que realmente se puede usar a bordo
de una estación espacial, dejando de lado alguna
locura.
546
—¿Qué tal la lucha con palos? —preguntó
Tom.
—Sé que lo preguntarías porque tu
currículum dice que sabes esgrima —dijo
Markus—. Es una idea razonable. Pero tengo una
pregunta.
—¿Sí?
—¿Ves algún palo?
—Quizá podamos cultivar árboles —propuso
Bo.
—Eso llevaría tiempo —respondió Markus—.
Así que solo os pido lo siguiente: que cada día
paséis un rato juntos en este módulo, entrenando.
Puede que nos ayude.
DOOB HABÍA DORMIDO TAN MAL que
sospechaba que no había dormido nada. Pero el
reloj decía que eran alrededor de las punto‐15. Al
entrar en el saco decía punto‐9. Debió de
quedarse traspuesto durante un rato. Pero no
sabía cuándo.
Su vídeoconferencia nocturna con Amelia no
había ido bien. No es que hubiera ido mal —no se
habían gritado, ni habían llorado—, pero al
547
principio habían hablado de lo sucedido en
Kourou y después se había caído la conexión. Y lo
mismo le pasó con Henry.
Se les acababan las cosas que contarse. Los
miembros de su familia se preparaban para
reunirse con su creador en dos, tres o cuatro
semanas. El Gobierno había repartido pastillas de
eutanasia gratis para todo el que las quisiese; ya
se las habían tomado miles de personas y los
cuerpos no cabían en los depósitos de cadáveres,
así que cavaban tumbas en masa con excavadoras.
Mientras tanto, Doob se preparaba para —
hablando claro— la mayor aventura de su vida.
Deseaba, en cierta forma, que ya estuviesen
muertos.
Unos días antes le había dicho a Luisa eso
mismo, que sonaba tan horrible. Ella había
asentido y había dicho:
—Siempre es así con los que cuidan de
pacientes terminales de alzhéimer o
enfermedades similares. Va acompañado de una
enorme sensación de vergüenza y culpa.
—Pero Amelia no sufre de alzhéimer. Ella…
548
—No importa. Verla, hablar con ella, te hace
sentir mal. Y hay una parte de tu cerebro que
quiere que lo que te hace sentir mal desaparezca.
Es la reacción más simple del mundo. Pero no por
eso eres mala persona. No quiere decir que tengas
que entregarte a esa sensación.
Tales ideas lo habían tenido dando vueltas y
tirones —si tales eran las palabras adecuadas
cuando no podías dormir metido en un saco en
gravedad cero— mientras no dejaba de pensar en
la pregunta: ¿Cuándo? Predecirlo para Día 720,
día arriba día abajo estaba bien cuando era Día
360. Pero al llegar a Día 700 se acercaba el fin y el
día arriba día abajo empezaba a ser insoportable.
Recientemente lo había dejado en «más menos
tres días», pero fue en respuesta a presiones
políticas. No era un dato científico; de hecho, para
los científicos su significado era diferente. Para los
no científicos significaba «seguro que ocurre entre
717 y 723». En cambio, los científicos dirían que si
se pudiese repetir el experimento de volar la Luna
un gran número de veces y registrar en cada caso
el tiempo hasta el Cielo Blanco, los números
adoptarían una distribución normal, una curva en
forma de campana, con unos dos tercios de los
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casos situados en ese margen.
Lo que significaba que el resto caería fuera de
ese rango, y algunos muy fuera de él. No se podía
descartar que sucediese mañana; podría estar
pasando en aquel mismo instante mientras Doob
flotaba en el maldito saco.
Así que cuando Dinah fue a despertarlo justo
después de punto‐15, no se enfadó con ella. Más
bien se sintió aliviado.
La mínima cortesía le impedía decirle nada,
pero estaba hecha un guiñapo. No es que
pareciera agotada mentalmente, sino agotada y
molida físicamente.
—¿Sabes lo de Guayana? —le preguntó ella
por encima del hombro mientras iban a la Colonia
Minera.
—Sí.
—Vale.
No le dijo nada más hasta llegar al taller.
Doob podía ver por todas partes los restos de
antiguos sistemas de comunicación; muchas hojas
de papel pegadas con cinta adhesiva a todas las
superficies disponibles, lápices sin punta flotando
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