encontrarse con el aire alto, frío y perfumado de
Bután y se había ido de paseo en el Land Rover
del rey, para luego caminar por una montaña
cubierta de niebla que parecía sacada de la
portada de un disco de los setenta. Y había hecho
algo de introspección, pensando que no era capaz
de contemplar aquellos lugares tan auténticos tal
y como eran en sí mismos, sino que lo relacionaba
con referencias de la cultura popular. Unas horas
después ya estaba de vuelta en el portaaviones
con Dorji, Jigme y como cien arqueros más
recogidos de forma similar en Myanmar,
Bangladés, Nepal y distintas provincias de la
India, Sri Lanka y grupos dispersos de islas. Le
había llamado la atención el contraste entre lo
centrados, naturales y autóctonos que resultaban
los jóvenes butaneses cuando los vio por primera
vez junto al acantilado de su país natal, y lo
perdidos que parecían en los pasillos pintados del
portaaviones, mezclados con otros jóvenes del
sudeste asiático vestidos con prendas igualmente
llamativas, todos igual de desgajados de su tierra
natal, todos buscando un lugar en el que
almacenar sus preciados artefactos culturales.
Regresó a casa con la idea en la cabeza de que
401
él mismo necesitaba algo de tierra natal antes de
que lo mandasen a un lugar donde estaría tan
perdido y desgajado como Dorji y Jigme a bordo
del USS George H. W. Bush. La idea le parecía muy
razonable, pero al comentar sus planes con Tav,
mientras tomaban una taza de café naval en la
cantina del portaaviones, Tav puso reparos.
—Te estás pasando con esa nostalgia de la
tierra.
A Tav le gustaba hacer de abogado del diablo.
Él y Doob habían mantenido muchas
conversaciones similares. Doob se encogió de
hombros y dijo:
—Admitamos que tienes razón. ¿Qué es lo
peor que podría pasar si me ensucio un poco de
tierra mientras todavía tengo acceso a ella?
—¿El tétanos?
—Antes de mandarme a lugares como este, se
aseguraron de que tenía puestas todas las
vacunas.
—No, en serio, simplemente no me lo trago,
Doob.
—¿Pero el qué? ¿Qué crees que intento hacerte
402
tragar?
—Intentas convencerme de que hay un estado
natural en el que se supone que deben vivir los
seres humanos. Es la hipótesis de la «la suciedad
es bella».
—Pero es evidente que evolucionamos en un
entorno natural, en el exterior. En cierto sentido,
esos lugares nos son naturales.
—Pero evolucionamos, Doob. No somos
animales. Evolucionamos para convertirnos en
organismos que pueden fabricar cosas como esta.
—Tav agitó la mano libre para señalar el entorno
pintado de acero del portaaviones—. Y esto. —
Levantó la taza de café y la chocó con la de Doob.
—Y eso es bueno, según tú.
—¿En comparación con permitir que las
hienas te despedacen? Sí, evidentemente es
bueno.
—Vale, no van a despedazarme las hienas.
Solo me voy de acampada.
Tav sonrió de una forma que resultó algo
forzada. «No entiendes lo que quiero decirte,
¿no?». Dijo:
403
—Mira, ya conoces mis opiniones sobre la
singularidad. Sobre el ascenso.
—Escribí una recomendación para tu libro
sobre ese tema.
—Sí, gracias por el detalle. —Tav se refería a
la idea de que sería posible digitalizar el cerebro
humano y colocarlo en un ordenador. Algún día
algo así se haría a gran escala. Si no había
sucedido ya; podía ser que, de hecho, todos
estuviesen viviendo en una gigantesca
simulación.
Doob cayó en la cuenta de algo.
—¿Por eso interrogabas al rey acerca de sus
ideas sobre la reencarnación?
—En parte —admitió Tav—. Mira, solo digo
que si hubieses llegado adonde he llegado yo;
quiero decir a pensar que…
—Si me hubiese tragado todo el rollo de la
singularidad, ¿no?
—Sí, Doob, como sabes que es mi caso.
Entonces ya habrías roto definitivamente con la
idea de ser hijo de la naturaleza. Nunca seré un
hijo de la naturaleza. Creo que la mente humana
404
es casi infinitamente maleable y que la gente se
adaptará, en días o semanas, a la vida en el Arca
Nube. Simplemente se convertirán en una
civilización diferente a aquella en la que crecimos
nosotros. Olvidarán todo nuestro concepto de lo
natural. Y dentro de mil años, la gente hará
acampadas que consistirán en dormir en un
arquete, beber zumo sintético y mear en tubos
igual que sus antepasados.
—Para ellos —dijo Doob—, esa será la
experiencia de volver a la naturaleza.
—Sí, creo que es así como lo entenderemos…
Doob pensó en soltar la última frase de un
famoso chiste: «¿Quién es nosotros, hombre
blanco?», pero se lo pensó mejor.
Durante las siguientes semanas, sus
obligaciones lo llevaron a otras partes del mundo
a hacer lo que Mario, el fotógrafo, llamaba
abducciones, para luego llevar a las víctimas a los
campamentos de entrenamiento para arqueros,
donde pasarían lo que les quedaba de vida en la
Tierra jugando a complejos vídeojuegos sobre
mecánica orbital. Tavistock Prowse participó en
algunas de aquellas abducciones. Cuando no era
405
así, escribía en las redes sociales sobre los temas
que había expresado en el portaaviones. Y cuando
Doob los leía siempre le parecía asombroso que lo
siguiera tanta gente. Tav estaba ganando muchos
seguidores y una fama como pensador
importante sobre la sociología de la venidera
civilización espacial.
Doob, en cuanto lograba unos días de
permiso, corría a la región del país donde vivía
uno de sus hijos y se lo llevaba de acampada.
Henry residía permanentemente en Moses
Lake, o todo lo permanentemente que podía ser
algo dadas las circunstancias. Hadley, la mediana,
estaba en Berkeley; había estado trabajando de
voluntaria para una organización de Oakland y
tenía mucho tiempo libre. Doob se la llevaba de
excursiones de un día al monte Tam o, si podían
ser más largas, a Las Sierras. Hesper, la mayor,
vivía con su novio, un militar que trabajaba en el
Pentágono, en las afueras de D. C.
La última acampada fue en octubre. A Doob
todavía le quedaban unas semanas libres, pero
sabía que la mayor parte del tiempo lo pasaría
entrenándose o hablando en televisión sobre el
406
entrenamiento. Era posible que en las siguientes
semanas pudiese escaparse y realizar alguna
excursión corta por la tarde, pero sabía que la
próxima vez que se metiese a dormir en un saco
sería en gravedad cero, en el acogedor entorno de
una lata de aluminio sin ventanas.
Quizás al presentir esa situación, Amelia
había volado de repente para estar con él. Por lo
general, a esas alturas del año estaba dando clase,
pero las cosas se habían vuelto más flexibles. Era
difícil mantener la fantasía de que la educación
era valiosa cuando los niños no vivirían el tiempo
suficiente para darle uso. Jamás harían las
pruebas de acceso para las que se estaban
preparando. En cierta forma, le había dicho
Amelia, la situación había provocado una especie
de renacimiento de la pedagogía. Liberados de la
necesidad de sacar buenas notas o de ir a la
universidad, los alumnos podían aprender por el
placer de aprender; como debería ser. El temario
estricto se había evaporado y lo habían
reemplazado con actividades que los profesores y
padres improvisaban cada día: excursiones a las
montañas, proyectos artísticos sobre el Arca
Nube, hablar con psicólogos sobre la muerte, leer
407
los libros preferidos. En cierto sentido, en ningún
momento habían sido Amelia y sus colegas tan
necesarios, nunca habían tenido mejor
oportunidad de demostrar su valía. Al mismo
tiempo, la rutina se había relajado mucho, de
forma que Amelia podía tomarse un par de días
libres, saltar a un avión con destino D. C.,
sorprender a Doob e ir a las montañas con él,
Hesper y Enrique para disfrutar del follaje.
Doob nunca había logrado una conexión real
con Enrique: medio negro, medio puertorriqueño,
todo americano, del Bronx, sargento del ejército.
Pero ahora, sentados en la parte de atrás de un
monovolumen alquilado, metido bajo la manta
con Amelia, mirando cómo pasaban
espectaculares vistas de las montañas pintadas de
los colores del otoño y esperando a que las
salchichas se calentasen en el hibachi, Doob se
sintió tan cerca del tipo como de cualquier ser
humano. Enrique pareció percibir esa
proximidad.
—¿Qué vas a construir allá arriba? —
preguntó.
Que no lanzara un bufido de desprecio era
408
una prueba de lo mucho que Doob había
cambiado en el último año. Ni siquiera cambió de
expresión, o eso se dijo a sí mismo. Miró a
Amelia, sentada a su lado, para obtener
confirmación. Había estado intentando ayudar a
Doob. Por los niños, había dicho ella. «No
importa lo que pienses o creas, Dubois. No somos
los importantes. La ciencia no es importante.
Ahora mismo, lo importante consiste en decirle a
los niños de mi clase a qué pueden aspirar. Así
que cierra el pico y hazlo».
Era importante. No solo se trataba de ocultar
cómo te sentías. Si ocultabas muy bien tus
sentimientos, al final cambiabas de actitud. Unos
meses antes, el comportamiento de Doob habría
sido cínico, hasta el punto de que Enrique se
percatara de la realidad; y todavía antes lo más
seguro es que se hubiera lanzado a explicar en
detalle por qué se sentía cínico y habría dejado
claro que el Arca Nube iba a ser un experimento
en supervivencia improvisado a toda prisa y con
una escasa probabilidad de servir para algo.
No sucedió nada de eso. Miró a Enrique y a
Hesper, con las caras iluminadas a un lado por el
crepúsculo azul y al otro por el resplandor del
409
carbón, y respondió. Respondió como si estuviese
de pie frente a una cámara de televisión
emitiendo en directo para internet.
—Allá arriba los recursos son básicamente
infinitos. Era cierto incluso antes del estallido de
la Luna. Ahora se ha abierto como una piñata. Lo
único que hace falta es darles la forma correcta:
habitáculos cerrados que podamos llenar de aire y
fertilizar con la herencia genética de la Tierra.
Llevará tiempo y al principio pasaremos por
momentos difíciles. Será emocionalmente
complicado cuando llegue la Lluvia Sólida y
tengamos que decir adiós a todo lo que fue.
Luego será complicado cuando los arqueros
tengan que aprender a colaborar y tomar
decisiones complicadas. Es, con diferencia, el
mayor desafío al que se ha enfrentado la
humanidad. Pero sobreviviremos. Usaremos lo
que hay allá arriba para construir incubadoras de
forma que Nuestra Herencia pueda vivir, crecer y
mejorar lo que llevamos. Y con el tiempo llegará
el día de regresar. La Lluvia Sólida no durará
siempre. Sí, durará muchas vidas… durará tanto
como ha existido la civilización humana hasta
ahora. Y lo que quedará será un desierto caliente
410
y rocoso. Pero para entonces serán muchas las
generaciones que habrán dedicado sus esperanzas
y su genio creativo al problema de recrear el
mundo tan bien como lo vemos ahora; o mejor.
Volveremos. Y esa es la respuesta real, Enrique.
¿Sobreviviremos? Sí. Será muy complicado, pero
sobreviviremos. ¿Construiremos hábitats
espaciales? Por supuesto. Primero pequeños y
luego más grandes. Pero no es esa la meta. La
meta real nos llevará miles de años. La meta real
es volver a construir la Tierra y hacerlo mejor.
Fue la primera vez que lo expresó de esa
forma. Pero no sería la última. Durante las
siguientes semanas —sus últimas semanas en la
Tierra— lo repitió, frente a cámaras de televisión,
a la presidenta, a estadios rebosantes de arqueros
que se preparaban. Lo único que sabía en aquel
momento en el bosque era que Enrique asentía de
una forma que daba a entender que estaba
pensando: «Saldrá bien, Doob se ocupa de todo»,
y Hesper apoyaba la cabeza contra el fuerte
hombro de Enrique, con los ojos brillantes,
contemplando el futuro que su padre había
conjurado con aquellas palabras.
Detrás de Hesper, un meteoro atravesó el cielo
411
crepuscular y explotó sobre el Atlántico.
412
Arca Nube
DÍA 365
—HOY HABLAREMOS DE LO QUE
IMPLICA realmente tener un enjambre de
arquetes en órbita —dijo el famoso astrónomo y
divulgador científico Doc Dubois.
Flotaba en el centro del arquete 2, que estaba
atracado en Izzy. Vestía un traje presurizado y
llevaba el casco bajo el brazo. Le hablaba a la
cámara de alta definición instalada en el arquete,
confiando en que en algún lugar un ordenador
estuviese guardando el vídeo.
—Corten —dijo. Estaba un poco avergonzado.
Ahora producía y editaba sus propios vídeos, así
que se había dicho «corten» a sí mismo. En el
espacio no había personal de vídeo, fotógrafos,
ayudantes de producción o maquilladores para
seguirte a todas partes. Le gustaba más así. Pero
la verdad es que tenía sus ventajas tener a otro ser
humano en el mismo espacio para ver cómo
reaccionaba a lo que decías. Le hacía falta Amelia,
negando silenciosamente con la cabeza o
asintiendo. Como no podía ser, se imaginaba que
413
le hablaba a los niños de la clase de Amelia en el
sur de Pasadena, un martes soleado por la
mañana. Repasó lo que había dicho tal y como lo
oirían ellos.
«Lo que implica realmente» sonaba escéptico.
Como si todo lo dicho antes sobre ese tema fuese
un montón de mentiras. Y «en órbita» no hacía
falta. Todos sabían que estaban en órbita.
—Hoy hablaremos de lo que implica tener un
enjambre de arquetes —dijo—. En el espacio
normal, como la Tierra, empleamos tres números
para saber dónde está algo. Izquierda‐derecha,
delante‐detrás, arriba‐abajo. Los ejes X, Y y Z de
la clase de geometría del instituto. Resulta que no
son muy útiles en órbita. Aquí arriba nos hacen
falta seis números para describir por completo la
órbita en la que se encuentra un objeto, como un
arquete. Tres para posición. Pero otros tres para
velocidad. Si hay dos objetos con los mismos
números, están en el mismo sitio. Ahora mismo,
mis seis números son los mismos que los del
arquete en el que floto, por lo que nos movemos
juntos por el espacio. Pero si uno o más de esos
números cambiase, me veríais desplazarme.
414
Doob se había llevado una pequeña lata de
aire comprimido, un artículo habitual usado por
los técnicos de electrónica para limpiar el polvo
durante el trabajo. Lo apuntó abajo hacia el
extremo posterior del arquete y presionó. El aire
salió silbando y él empezó a desplazarse hacia
arriba, en dirección a la puerta principal. Levantó
la mano sobre la cabeza a tiempo de parar el
movimiento hacia el mamparo delantero, para
luego girarse y mirar a otra cámara.
Bien. Era la tercera vez que lo intentaba y
empezaba a acabarse el aire comprimido.
—No puedo desplazarme mucho, porque
estoy confinado por el casco. Pero podéis
imaginaros que de no haber podido parar, si
hubiera estado en un paseo espacial, podría
haberme movido mucho. Y lo que la ciencia de la
mecánica orbital nos dice es que dos objetos no
pueden tener los mismos seis número excepto en
el caso especial que acabo de mostraros: dentro de
un arquete hueco, de forma que nuestro centro de
gravedad coincide. Un arquete, o cualquier otro
objeto, que esté a babor de Izzy, o a estribor, o al
cenit o al nadir, o a proa o a popa, tiene por
definición números diferentes. Es una órbita
415
diferente y, por tanto, va a derivar.
Repasó mentalmente las notas. Su intención
era explicar con más detalle la naturaleza de esa
deriva. Si es una órbita más alta, se quedará atrás;
si es una órbita más baja, se adelantará; si es a un
lado o al otro, convergerá, para luego divergir, en
ciclos de noventa y tres minutos; solo si es
directamente a proa, o directamente a popa, se
mantendrá la posición relativa. Pero se le ocurrió
que podría enlazarlo con otro vídeo diferente,
uno con más gráficos. Mejor ir a lo esencial.
—¿La conclusión de esta historia? En el
espacio no existe el vuelo en formación. La física
hará que dos objetos próximos se alejen o se
acerquen. Para mantener una formación, como la
de un enjambre, solo hay dos opciones: conectar
los arquetes físicamente, de forma que sean un
único objeto, o emplear los impulsores para
corregir la deriva.
Había una opción más: situarlos en fila, como
un tren en el espacio. Pero esa solución no parecía
muy propia de un enjambre, así que la dejó de
lado de momento. Minutos después de subir el
vídeo los comentaristas de YouTube iban a
416
echársele encima, señalarían el error y lo
atribuirían a la voluntad de engañar o a la
incompetencia o a alguna conspiración.
Su última tarea era hacer la grabación de voz
para superponerla a imágenes de jóvenes
arqueros entrenándose en enorme salones
industriales de vídeojuegos, montados para ese
propósito en lugares como Houston y Baikonur.
—No es difícil de aprender; cualquier jugador
lo pillaría en unos minutos. No hay más que
preguntarles a los jóvenes arqueros, llegados de
todo el mundo, que han estado entrenando sus
habilidades de pilotaje de arquete usando
simuladores de precisión. Por supuesto, la mayor
parte del tiempo los arquetes volarán por sí solos,
con el piloto automático. Pero cuando sea
necesario que un ser humano tome el control, esos
jóvenes estarán preparados.
Cuando acabó con la grabación de voz,
conectó su tableta y la red inalámbrica del arquete
y pasó unos minutos moviendo archivos de vídeo
para poder editarlo más tarde. Viéndose en las
imágenes en miniatura, le llamó la atención la
redondez de su cara, un síntoma típico de
417
gravedad cero, ya que el cuerpo tenía que volver
a aprender a distribuir los fluidos por los tejidos.
Aquí era la marca de un novato. Doob llevaba seis
días en el espacio; estaba en A+1.0, un año justo
desde que en el Athenaeum había visto la Luna
desintegrarse.
El arquete 2, ya obsoleto por nuevos modelos,
estaba atracado al final del tubo hámster en el
lado babor del gran armazón. Tarde o temprano
lo usarían como almacén extra o como
dormitorio. Doob atravesó el puerto de atraque y
fue recorriendo el tubo hámster. Había
descubierto que eso le llevaba un rato, ya que el
tubo apenas tenía el tamaño justo para que pasara
un ser humano esbelto con un mono de poliéster.
Sin embargo era más fácil hacerlo con el traje
puesto que intentar arrastrarlo, o empujarlo,
como un asesino de gravedad cero que intentase
deshacerse de un cuerpo.
Siguiendo el eje central de Izzy, unos minutos
después llegó a un nodo, donde tenía más espacio
para maniobrar, y empezó a quitarse el traje. No
era un traje espacial completo, que, con su
enorme mochila de soporte vital, habría sido
demasiado voluminoso para el tubo de hámster.
418
No era más que un mono con casco, como los que
llevaban los pilotos de gran altura. Tenía una
fuga, así que solo valía de disfraz. Escapar de él
acabó siendo una especie de pelea de lucha libre,
con muchas maldiciones, movimientos y golpes
contra las paredes.
En el momento oportuno sintió en el cuello
del traje un tirón hacia abajo, y pudo agitarse y
liberar los brazos.
—Gracias —dijo, mirando por encima del
hombro para ver un rostro conocido que lo
miraba burlonamente.
—¿No eres un poco bajito para ser un soldado
imperial?
—¡¿Moira?! —exclamó Doob. Se cogió a un
agarre de la pared para poder girarse y mirar
mejor. Durante la pelea con el traje las gafas se le
habían torcido, así que se las volvió a colocar. Era
ella en persona, sufriendo un caso evidente de
rostro lunar.
Había visto a la doctora Moira Crewe por
última vez durante la declaración en el Lago del
Cráter, donde ayudaba a su mentor, Clarence
Crouch, el genetista ganador del Nobel, el pobre
419
diablo que habían escogido para explicar al
mundo el Gran Cleroterion. Clarence había
muerto de cáncer en su casa de Cambridge,
rodeado de muestras biológicas y recuerdos
científicos que no sobrevivirían la llegada de la
Lluvia Sólida. Sin duda para él había sido una
bendición. Doob había perdido la pista de Moira,
pero de todos los habitantes de la Tierra, ella era
una de los candidatos más idóneos para su
inclusión en el Arca Nube. Era de origen indio,
del oeste. Llevaba el pelo con rastas largas como
dedos que se habían adaptado muy bien a la
gravedad cero, mejor que el pelo de los blancos,
eso seguro. El rostro lunar le había sumado
algunos años a la edad que aparentaba, pero
Doob sabía que no había cumplido los treinta.
Criada en una zona bastante chunga de Londres,
había estudiado en un buen colegio gracias a una
beca y se licenció en Biología por Oxford. Había
hecho el doctorado en Harvard, trabajando en un
proyecto sobre desextinción. Su carisma general y
un acento que a los americanos les resultaba
encantador, la habían convertido en la
representante más conocida de aquel proyecto.
Había tenido apariciones públicas, como charlas
TED y otras, describiendo los esfuerzos de su
420
laboratorio por revivir el mamut lanudo. Tras una
breve estancia en Siberia, trabajando con un
multimillonario del petróleo ruso que quería crear
una reserva natural poblada por megafauna
extinta, había vuelto al Reino Unido para hacer el
posdoctorado con Clarence.
No era la primera vez que Doob se sentía
agradablemente sorprendido por toparse con un
colega que, sin que él lo supiese, habían enviado a
Izzy. Lo que provocaba un pequeño problema de
conducta. La tentación era expresar alegría y
darle un gran abrazo a la persona, como te saldría
hacer si te los encontrases en una fiesta de
Cambridge o en las calles de Nueva York. Pero
nadie había ido a la estación para hacer un recado
como si tal cosa. Moira, en particular, tenía cierto
comportamiento solemne, una forma de mantener
la distancia.
Además, abrazar a la gente en gravedad cero
resultaba más difícil de lo que parecía. Primero
hay que acercarse.
Doob abrió los brazos.
—Abrazo —dijo.
—¿Es lo que se hace aquí? —preguntó ella,
421
haciendo lo mismo.
—Solo a veces. Moira, DLC, es agradable
verte aquí arriba.
DLC era la abreviatura de, «dejando a un lado
las circunstancias», y se había convertido en
habitual en Facebook, Twitter y demás.
—Sabía que habías subido —dijo Moira—,
pero no lo tenía muy en cuenta porque estaba
terriblemente ocupada.
—Ya me lo imagino —dijo Doob—. Seguro
que tú estabas haciendo ciencia de verdad
mientras yo corría por ahí vendiendo el Arca
Nube, ¿no?
—Sería más preciso decir que me preparaba
para hacerla —respondió. Sus grandes ojos
castaños, tras una gafas de empollona pero
elegantes, miraban a cierto punto—. ¿Eso es lo
que llaman delante? —preguntó.
—Sí.
—Vale. El lugar donde trabajo está todo lo
delante que se puede estar, porque quieren que
mi laboratorio esté protegido por la gran piedra.
422
—Amaltea.
—Sí. Si vamos allí, puedo mostrarte algo de lo
que he estado haciendo. Tengo la sensación de
que también debería ofrecerte té, pero no sé
prepararlo aquí arriba.
Doob sonrió por su forma de hablar. Había
estado en el grupo de teatro en Oxford y podría
haber sido actriz. Extremadamente consciente de
la diferencia en la forma de hablar de la gente de
Londres y la que tenían en su escuela y Oxford,
había aprendido a aprovechar su capacidad para
cambiar de acento e impresionar a su interlocutor.
—Estaré encantado de echar un vistazo. Creo
que sé a qué módulo te refieres. Lo vi atracar hace
unos días y sentí curiosidad.
COLGÓ EL TRAJE DE PRESURIZACIÓN en
la pared del laboratorio de Moira y allí se quedó,
como observador inanimado mientras Moira le
daba un paseo. Como nunca lo había atraído la
biología, Doob no podía comprender todo lo que
le decía, pero le daba igual. Poder relajarse y dejar
que otra persona le explicase ciencia era un
cambio agradable.
—¿Has oído hablar del turón de pies negros?
423
—preguntó.
—No —dijo Doob—. Creo que puedes dar por
supuesto que todas mis respuestas a preguntas
sobre biología y genética serán negativas.
—El noventa por ciento de su dieta eran
perrillos de las praderas. Los agricultores
mataron a casi todos los perrillos de las praderas,
por lo que la población de turones de pies negros
se redujo hasta quedarse en siete individuos. Era
preciso recuperarlos a partir de esa muestra.
—¡Ostras!, solo siete. La endogamia debía de
ser un problema.
—Lo llamamos heterocigosidad, que es la
cantidad de diversidad genética que tiene una
especie. En general, es bueno que sea grande. Si es
muy pequeña, hay problemas asociados con la
endogamia.
—Pero si solo tienes siete, no tienes más, ¿no?
—No exactamente. Bueno, técnicamente sí,
supongo. Pero manipulando algunos genes
podemos crear heterocigosidad artificial y,
también, eliminar algunos de los defectos
genéticos que se propagarían por toda la
424
población.
—En cualquier caso, es un asunto relevante en
estos momentos.
—Si el Arca Nube tiene la población que dicen
que tendrá, y si la gente llega con muestras
congeladas de semen, óvulos y embriones,
probablemente no haya ese tipo de problemas
para la población humana. Habrá suficiente
heterocigosidad para intentarlo. Mi trabajo aquí
se ocupará más de las poblaciones no humanas.
—Con lo que te refieres a…
—Puede que hayas oído que vamos a hacer
crecer algas para generar oxígeno. No es más que
el principio de un ecosistema simple que
tendremos que desarrollar y hacer bastante
menos simple durante los próximos años. Muchas
de las plantas y los microorganismos que
formarán ese ecosistema los cultivaremos a partir
de poblaciones iniciales muy pequeñas. No
queremos que se repita la hambruna irlandesa de
la patata, o algo parecido, con las plantas de las
que dependamos para respirar.
—Así que tu trabajo será repetir con esas
plantas lo que se hizo con el turón de pies negros.
425
—Parte de mi trabajo, sí.
—¿Cuál es la otra parte?
—Ser una especie de conservadora de museo
victoriano. ¿Estuviste en la casa de Clarence en
Cambridge?
—Lamento decir que no, pero oí decir que su
colección naturalista era excelente.
—Estaba atiborrada de pájaros disecados,
escarabajos en cajas y cabezas disecadas, todo
reunido por coleccionistas victorianos con su
salacot, poniendo su granito de arena por la
ciencia en los límites del imperio. No eran
científicos, tal como hoy lo entendemos, pero sí
contribuían al ideal científico. Eran cosas que no
cabían en ningún museo y Clarence las compraba
al peso, sobre todo después de la muerte de
Edwina, porque ya no había nadie que se lo
prohibiera. En cualquier caso, ahora yo soy la
encargada, solo que las muestras son digitales y
están dentro de estas cosas. —Tocó una memoria
portátil que flotaba agarrada a una cadena que
llevaba al cuello—. O su equivalente resistente a
la radiación. —Pronunció las últimas palabras con
tono dubitativo e irónico, lo que daba a entender
426
que pasaría un tiempo antes de que ella y la
Estación Espacial Internacional se
compenetrasen—. Ya conoces la idea general; te
he visto comentarla en YouTube. —Pasó a una
imitación creíble de las vocales planas típicas del
medio oeste que usaba Doob—. «No podemos
mandar secuoyas o ballenas azules al Arca Nube.
E incluso si lográramos hacerlo, no podríamos
mantenerlas con vida. Pero podemos enviar su
ADN, codificado en cadenas de unos y ceros».
—Me vas a dejar sin trabajo —dijo Doob.
—Puede; te pondré a trabajar aquí. Esto
requiere mucho tiempo y no me van a mandar
suficiente ayuda.
—Pensaba que era automático.
—Si el Agente nos hubiese dado veinte años
más para mejorar nuestra tecnología de síntesis
genética, bien podría serlo —le explicó Moira—.
Tal y como están las cosas, nos pilló en una
especie de incómoda fase adolescente. Sí,
podemos coger un archivo —tocó la memoria al
cuello— y usarlo para crear una cadena de ADN a
partir de unos pocos precursores químicos, pero
sigue siendo ridícula la cantidad de intervención
427
humana que es necesaria.
—Asumo que se trata de intervención
humana de muy alto nivel.
—Mi abuelo jamaicano trabajó en la sala de
calderas de un barco de la Marina —dijo Moira—,
y por eso mi familia acabó en Inglaterra. Cuando
era pequeña me llevó a visitar uno de aquellos
barcos. Bajamos a la sala de máquinas y vi el
motor, con todas las piezas expuestas; aquella
monstruosidad estaba desnuda; los hombres
tenían que arrastrarse por su interior llevando
latas de aceite para lubricar a mano los
rodamientos. Y cosas así. Más o menos esa es
nuestra situación con la síntesis de un genoma
completo.
—Pero eso queda en el futuro lejano, ¿no? —
preguntó Doob.
—Sí, gracias a Dios.
—Por ahora vamos a jugar con organismos
intactos.
—Eso. Sigue siendo difícil, pero es posible. —
Miró a su alrededor. El módulo en el que flotaban
no se parecía en nada a un laboratorio. Todo
428
estaba sellado en cajas de plástico o aluminio,
etiquetadas con pósits amarillos—. Lo siento —
dijo—. No impresiona demasiado. Casi no
compensa el paseo, ¿verdad?
—¿Cómo puedo ayudar?
—Consígueme algo de puta gravedad —le
contestó Moira. Se rio—. ¿Te imaginas manejar
líquidos en gravedad cero? Porque eso es lo que
se hace en un laboratorio.
—Ahora debe de ser muy frustrante —dijo
Doob—. Todo en cajas sin gravedad para hacerlo
funcionar.
—Lo sé, lo sé; estoy quejándome. Lo pondrán
en un bolo, ¿no?
—Quizás un tercer toroide. Lo bastante
grande para obtener algo similar a la gravedad
terrestre. Mucho espacio para trabajar. Un equipo
de arqueros ansiosos.
—Ese es tu trabajo ahora, ¿no? —preguntó
Moira—. Animadora del Arca.
—Fue mi billete hasta aquí —dijo Doob. Sintió
cierta calidez en la cara y se advirtió a sí mismo
que no tenía que decir nada de lo que pudiera
429
arrepentirse—. A todos nos hacía falta un billete.
Ahora que hemos pagado el precio de la entrada,
tenemos que hacer que funcione.
Moira, quizá sintiendo que se había pasado
un poco con el comentario de la animadora,
guardó silencio y no lo miró a los ojos.
—Tenemos un año a contar desde hoy —dijo
él.
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Segunda parte
Día 700
EN DÍA 700, TAMBIÉN CONOCIDO como
A+1.335 (un AÑO y 335 días después de la
destrucción de la Luna), el Arca Nube, vista desde
la Tierra, parecía una cuenta reluciente engarzada
en una cadena de plata. Por las razones que el
doctor Dubois Jerome Xavier Harris había
intentado expresar durante su soliloquio a bordo
del arquete 2, allá en A+1.0, era caro, por el
combustible, mantener un enjambre real
alrededor de Izzy. Era mucho más barato y fiable
que se adelantasen o siguiesen a la Estación
Espacial en la misma órbita, como una fila de
patitos con mamá en medio. Una vez que un
arquete había dado con su lugar en el tren,
cambiar su posición era una maniobra cuyas
complicaciones seguían siendo una fuente
perenne de sorpresa y consternación para los
miembros recién llegados de la Población
General.
Los arquinos —personas seleccionadas
durante el Gran Cleroterion, que habían pasado
hasta dos años entrenándose para la misión, y a
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los que habían mandado para mantener los
arquetes y vivir en ellos— lo sabían
implícitamente. En Día 700 eran mil doscientas
setenta y seis personas, y llegaban dos docenas
cada día durante la tanda final de lanzamientos.
A los recién llegados se les asignaban arquetes
vacíos que los esperaban a la cabeza o al final de
la cola. Los lanzaban cuatro veces al día en
distintos cohetes pesados. Como el arquete era,
básicamente, espacio vacío, no pesaba casi nada
en comparación con la capacidad de carga de un
cohete grande, así que los llenaban, desde la sala
de calderas hasta la puerta principal, de
vitaminas. Había que sacarlas y almacenarlas
antes de ocupar el arquete.
Cada arquete tenía su inventario de carga.
Algunos iban llenos de gas comprimido, como
nitrógeno, que se usaría para fertilizar los
cultivos. Otros podrían llevar suficientes bienes
variados y aparentemente azarosos como para
abrir un bazar espacial: medicinas, artefactos
culturales, micronutrientes, herramientas,
circuitos integrados, piezas de repuesto para
motores Stirling, efectos personales de los
arquinos y, en un caso, un polizón al que habían
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encontrado muerto. Con la excepción del polizón
—que acabó en la morgue con el resto de los
muertos—, había que extraer, catalogar y
almacenar adecuadamente todos los artículos.
Cada arquete contaba con algo de espacio de
almacenamiento, así que, en cierto modo, el
almacenaje era distribuido, ya que ese era un
principio fundamental de la arcatectura de
enjambre. Los materiales voluminosos como los
gases se podían bombear a cámaras y tanques
externos: los pequeños, colgando de los arquetes,
los grandes, repartidos alrededor de la periferia
de Izzy, donde podían servir de escudo extra
contra la radiación y los micrometeoroides. Los
llamados artículos secos se almacenaban en bolsas
de redecilla que permanecían fuera hasta que se
necesitasen. El escaso y ya muy ocupado espacio
interior quedaba reservado para organismos y
artículos que requiriesen aire o calor. Por tanto,
comparado con el aspecto que había tenido un
año antes, Izzy estaba libre y limpia en el interior.
Todo el que no había sido elegido en el Gran
Cleroterion y entrenado como arquino se
consideraba Población General. Había ciento
setenta y dos personas en esa situación. El
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número crecía lentamente, ya que la mayoría de
las personas cualificadas, y necesarias, tenían que
haber subido hacía tiempo. Añadir nuevos
miembros era un asunto muy controvertido en la
Tierra. El Acuerdo del Lago del Cráter establecía
la idea general de un Arca Nube poblada por los
elegidos en el Gran Cleroterion. Siempre se había
admitido, sin discusión, que también serían
necesarios especialistas con experiencia y, por
tanto, nadie había puesto objeción a que se
mandaran los exploradores y los pioneros. De
hecho, el concepto de Población General se había
incluido en el Acuerdo del Lago del Cráter
precisamente para permitirlo. Gente como Rhys
Aitken, Luisa Soter, Dubois Harris, Moira Crewe
y Markus Leuker habían sido enviados bajo la
cláusula PoGen porque sabían hacer cosas. Sin
embargo, por cada uno que mandaban, había
cientos igual de cualificados que quedaban
atrapados en la superficie, y algunos llamaban a
sus congresistas, cancilleres, presidentes o
dictadores para protestar. La política se había
vuelto tan compleja que el flujo ya era un goteo.
Los Gobiernos nacionales se aferraban a los
puestos de PoGen que quedaban. Estaban
adjudicándolos a regañadientes pensándose
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mucho a quién se los daban.
Para los arquinos y los miembros de PoGen
era fácil subestimar la distancia efectiva que
separaba Izzy de un arquete que solo se
encontraba a unos pocos kilómetros por delante o
por detrás de su órbita.
Era posible mitigar las dificultades de pasar
de un arquete a otro atracándolos físicamente en
una estructura común y obligándolos a volar en
una formación rígida. O eso debía de pensar la
gente que no conocía las leyes de la mecánica
orbital. Pero el hecho era que un arquete atracado
en un extremo de un armazón, muy lejos a babor
o estribor de Izzy, no estaba en la órbita propicia.
Por sí solo, libre, es decir, sin las limitaciones
impuestas por el armazón ni las fuerzas ejercidas
por este, convergería con Izzy y cruzaría su
órbita, divergiría de ella, regresaría, y convergería
de nuevo siguiendo el mismo ciclo de noventa y
tres minutos que seguía la órbita de Izzy
alrededor de la Tierra. Un arquete montado sobre
Izzy en el cenit querría ir más lento y quedarse
atrás; uno montado debajo en nadir querría ir por
delante. Como la estructura de armazón evitaba
que pasase todo eso —en otras palabras, como
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cumplía su función básica de mantener los
módulos y los arquetes en una configuración
fija—, sufría estrés y ejercía fuerzas sobre los
arquetes para evitar que hiciesen lo que tendían a
hacer. Los humanos que estuvieran dentro del
arquete irían de un lado al otro golpeando las
paredes, tal y como exigía sir Isaac Newton, ya
que la estructura de Izzy perturbaba sus
trayectorias naturales. Cuanto más crecía Izzy, y
cuantos más módulos y arquetes se conectaban
con ella, más grandes eran esas fuerzas y más
cerca de romperse estaba la estación.
Había otra razón más inmediata para limitar
la extensión de Izzy: Se refugiaba tras Amaltea.
Habían escogido con mucho cuidado la órbita
original de la estación espacial. Si la hubieran
elegido más baja, el aire más denso haría que la
órbita se deteriorase demasiado rápido. Si fuera
más alta, aumentaría el riesgo de
micrometeoroides. Eso se debía a que las rocas
zumbando por el espacio se veían sometidas al
mismo deterioro orbital que Izzy. Lo que estaba
bien, ya que las llevaba hacia la atmósfera y las
destruía, y así quedaba un espacio despejado por
el que podía pasar Izzy. Su altitud orbital de
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cuatrocientos kilómetros era un compromiso, en
plan ni contigo ni sin ti, entre demasiado
deterioro orbital para Izzy y suficiente deterioro
orbital para limpiar el cielo de rocas peligrosas.
Todo eso había cambiado para mejor unos
años antes, cuando habían fijado a Amaltea en el
extremo delantero de Izzy. El deterioro orbital era
menos problemático gracias al gran coeficiente
balístico de la piedra, y la masiva escoba de
níquel y hierro tendía a parar los
micrometeoroides.
Sin embargo, el Cielo Blanco iba a poner
muchas piedras en su camino. Era posible
detectar a distancia las más grandes y evitarlas,
pero las pequeñas podían causar muchos daños;
por eso había que poner las partes más
importantes de Izzy a cubierto de Amaltea,
apretujándose contra su superficie trasera. Aun
así, podía ocurrir que alguna roca llegase de una
dirección inesperada, pero, en general, habría un
viento dominante en la deriva de los restos
lunares. Amaltea apuntaba en ese sentido.
Pero Amaltea no podía proteger ninguna
parte de Izzy que sobresaliese de su silueta. Dinah
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y el resto del personal de Expediciones Arjuna
habían avanzado en el agrandamiento del
asteroide, a base de extraer láminas de metal que
luego elevaban como los alerones del ala de un
avión para extender el área de protección, pero el
tamaño máximo estaba limitado. Hubo un
momento en el que fue necesario trazar una línea
bajo la expansión y fijar la envoltura de
protección, por lo que Izzy adoptó una forma y
un tamaño definidos. Tal cosa sucedió en
A+1.233. Desde entonces habían dado con formas
de encajar más módulos bajo la envoltura o, allí
donde no era posible, de meter bolsas y depósitos
de material en los huecos. Y habían puesto
espacio de almacenaje en el volumen sin proteger
fuera de la envoltura. Pero a partir de aquel
momento, ya no habían añadido nada. No podía
crecer hacia popa porque la sombra protectora de
Amaltea tenía un límite hacia atrás: los bólidos
podían llegar desde cualquier dirección, ya que
no seguían trayectorias perfectamente paralelas.
En cualquier caso, los propulsores eran necesarios
allá atrás y encontrarse en la trayectoria del tubo
de escape de un cohete hacía que, por
comparación, las llamas del infierno sonaran
como un agradable día de verano.
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Ahora Amaltea estaba rodeada de andamios,
unidos directamente al hierro y el níquel por
puntos de conexión soldados, o taladrados, por
los robots de Dinah. De aquella nube de
armazones hacia delante se extendía una trompa
que sostenía unas cuantas antenas de radar y de
comunicaciones. Delante de ese punto, siete
arquetes, los más cercanos, atracados en una
estructura hexagonal, mantenían la estación a un
kilómetro de distancia, aproximadamente, lo
bastante lejos para que al activarse los
propulsores no quemasen las antenas con chorros
de gas caliente. Después de aquella héptada,
como llamaban a los grupos de siete arquetes,
había otras, todas con el mismo espacio de
separación entre ellos. A partir de cierto punto se
reducían y eran reemplazados por tríadas —tres
arquetes en estructura triangular—; más allá los
había solitarios.
A popa de Izzy la situación era similar,
aunque la distancia de la primera héptada era
mayor para evitar el peligro que representaban
los motores de Izzy. Las héptadas y tríadas eran
un poco como piezas de un juguete de
construcción, lo que hacía posible juntar arquetes
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sin muchos problemas; había tubos de hámster
entretejidos por sus armazones de forma que una
vez que el arquete atracaba, las personas y el
material se pudiesen mover fácilmente por los
otros arquetes de la misma estructura. También
flotaban adaptadores que permitían
acoplamientos de morro contra morro, pero
habían descubierto que no resultaban tan útiles
como las estructuras en héptada y tríada.
No era raro ver bolos más lejos todavía de los
extremos del tren. Los bolos giraban con el centro
de gravedad —el agarre que unía los dos cables—
siguiendo el camino orbital compartido de Izzy y
los otros arquetes, pero de momento la mayor
parte de los acoplamientos se dedicaba a
aprendizaje. Quedaban unas tres semanas antes
del Cielo Blanco. Los arquinos podrían sobrevivir
durante ese periodo en gravedad cero. La
formación de bolos y la simulación de la
gravedad normal de la Tierra era una práctica que
querían que se usara a largo plazo, cuando la
gente pasase toda la vida en arquetes y
requiriesen gravedad para formar y mantener los
huesos, la vista y otras partes del cuerpo que se
deterioraban en su ausencia.
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Cada noventa y tres minutos el Arca Nube
pasaba por un ciclo completo de día y noche. En
el espacio el tiempo era arbitrario, por lo que la
ISS hacía mucho que se había ajustado al horario
de Greenwich, tiempo UTC, como compromiso
razonable entre Houston y Baikonur. El Arca
Nube había heredado ese sistema, así que Día 700
comenzó a medianoche en el Real Observatorio
de Greenwich, o en A+1.335.0 en tiempo del Arca
Nube. Alrededor de un tercio de su población
despertó a esa hora para empezar un turno de
dieciséis horas. Otros se despertarían a A+1.335.8,
o punto‐8, y luego a punto‐16. El sistema
garantizaba que en cualquier momento estaban
despiertos dos tercios de la población. Una
persona despierta requiere más oxígeno y genera
más calor que cuando duerme, así que la carga
del sistema de soporte vital era menor y, por
tanto, el Arca Nube podía mantener a más
personas si los ciclos de sueño y vigilia se
escalonaban. Una razón de que las tríadas
tuvieran tan buena acogida era que cada arquete
podía operar en un turno diferente y así seguir su
propio sistema artificial de oscuridad y silencio.
En una héptada, se podía poner en práctica la
misma idea básica, con dos arquetes dormidos en
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un momento determinado y el del medio de la
estructura hexagonal siempre activo.
Doob había solicitado, y se le había concedido,
un puesto en el tercer turno, lo que significaba
que operaba en la misma zona horaria que
Amelia, Henry y Hadley en la costa oeste de
Estados Unidos. Se había despertado a punto‐16
del día anterior, o a las cuatro de la tarde en
Londres, que eran las ocho de la mañana en
Pasadena, así que al llegar A+1.335.0, cuando
empezaba el primer turno del día, llevaba ocho
horas despierto y empezaba a pensar que una
siesta le sentaría bien; pero sabía que si se la
echaba, le resultaría más difícil dormir a punto‐8,
por lo que decidió, como era habitual, aguantarse.
Al darse cuenta de que tenía el cerebro
demasiado adormilado como para dar sentido a
las últimas cifras de Caltech sobre la
fragmentación exponencial permanente de los
restos lunares, fue al gimnasio, que era un
módulo en el que había varias cintas continuas.
Para evitar que los usuarios saliesen disparados
en gravedad cero, las máquinas estaban
equipadas con cinturones y cuerdas elásticas que
mantenían al ocupante con los pies fijos contra la
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cinta de manera que las piernas tenían que hacer
algo de trabajo. Se suponía que era bueno para los
músculos y los huesos. Amelia no dejaba de
mandarle correos preguntándole todos los días si
había hecho ejercicio. A él le gustaba hacerla feliz
respondiendo que sí.
Pocos minutos después de empezar la tanda
de ejercicios se le unió Luisa Soter, que acababa
de despertarse, ya que hacía el primer turno. Le
gustaba correr a primera hora, así que no era la
primera vez que se cruzaban. En las paredes de
aquel módulo cilíndrico habían montado seis
cintas; los pies apuntaban hacia fuera y la cabeza
se proyectaba hacia el centro, así que estaban
como los radios de una rueda, convergiendo en el
eje, lo que los juntaba y facilitaba la conversación.
Para gente extrovertida y social como Doob y
Luisa, era una maravilla; los más solitarios se
ponían auriculares y no apartaban la vista de una
tableta o un libro.
—¿Fuiste a Venezuela cuando recogías a los
arquinos? —le preguntó Luisa.
Su forma de dar énfasis a fuiste daba a
entender que Venezuela era un tema de
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conversación trivial, algo de lo que una persona
bien informada hablaría de forma natural a
primera hora de la mañana. Doob no sabía por
qué. Había oído a varias personas hablar sobre
Kourou, que era un lugar en la Guayana Francesa
desde donde los europeos, y a veces los rusos,
lanzaban los cohetes grandes. En los dos últimos
años se había convertido en el punto de
lanzamiento más importantes para arquetes y
naves de suministro. Era vagamente consciente de
que allí pasaba algo que preocupaba a aquella
gente.
Había estado concentrado en la otra dirección,
en Hueso de Melocotón y sus hijos ricos en hierro.
Seguían siendo visibles a través de nubes cada
vez más densas de restos rocosos. Cuando se
produjese el Cielo Blanco, se desvanecerían tras
una nube de mugre, y podría pasar un tiempo
antes de que pudiese volver a verlos. Por tanto
había estado observando HM1, HM2 y HM3
mientras todavía podía para fijar sus parámetros
orbitales exactos y sacar fotografías de alta
definición. HM3 resultaba especialmente
interesante. Era un pegote sólido, sobre todo de
hierro, similar en composición a Amaltea. De
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unos cincuenta kilómetros de diámetro, tenía una
profunda hendidura a un lado, comparable en
tamaño al Gran Cañón, que por lo visto se debía a
una colisión que había retirado la piel exterior
mientras todavía estaba blando. Doob había
empezado a llamarlo Hoyuelo HM3.
—¿Doob? ¿Me escuchas? —preguntó Luisa—.
Iba a decir «Tierra llamando a Doob, Tierra
llamando a Doob», pero aquí no nos vale.
—Lo siento —respondió. Se había perdido en
sus fantasías pensando en la enorme fisura de
Hoyuelo, imaginando el aspecto que tendría
desde dentro—. ¿Cuál era la pregunta?
—Venezuela —dijo—. ¿Hiciste una abducción
allí?
—No —dijo—. Lo más cerca que estuve fue en
Uruguay, que no está tan cerca, y para entonces
yo ya estaba bastante quemado.
—¿Por qué estabas quemado?
¡Típico de Luisa!
—¿Demasiadas tareas? Es decir, ¿era un
agotamiento físico o más bien
emocional/espiritual?
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—Me harté —contestó Doob—. Es muy difícil.
Apartar a los jóvenes, los mejores y más listos, de
sus familias.
—Pero era con un buen propósito, ¿no?
—Luisa, ¿qué pretendes con todo esto?
—¿Eres consciente de lo que sucede en la
costa de Kourou? —preguntó a su vez.
—No.
—Te has desconectado —le dijo ella.
—Hablo todos los días con mi familia, pero
aparte de eso, sí, Luisa, me he desconectado de la
Tierra. Buen lugar. La gente es encantadora; pero
tengo que concentrarme en lo que viene a
continuación.
—Eso decimos todos —objetó ella—, pero se
puede argumentar que lo que suceda en las
últimas tres semanas de la Vieja Tierra tendrá
repercusiones en la Nueva Tierra.
—¿Qué está pasando?
—Parece ser que ninguno de los setenta y
cinco venezolanos elegidos en el Gran Cleroterion
ha llegado al espacio —dijo.
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—Sabes que la tasa global acabó siendo, más o
menos, de uno de veinte —dijo Doob—. Es decir,
que por cada veinte candidatos escogidos en el
sorteo global y llevado a centros de
entrenamientos, solo uno acaba en el Arca Nube.
No es una cifra para estar orgullosos, pero es lo
mejor posible y tienen la esperanza de hacer que
sea uno de quince, incluso uno de diez para
tandas de lanzamiento en el último momento.
—Claro. Y los venezolanos también lo saben,
por eso dicen que tres o cuatro de sus setenta y
cinco ya deberían estar aquí.
—Estadísticamente, no es válido…
—No me parece que esa gente se dedique a la
estadística.
—Política —Doob suspiró.
Luisa se rio.
—Comparto tu dolor, cielo. No voy a decir
que te equivoques. Pero debo advertirte que esa
es la palabra clave: política, que usan los
empollones cuando se impacientan ante las
realidades humanas de una organización.
—Y he asistido a las suficientes juntas de
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facultad de Caltech para saber hasta qué punto
tienes razón —dijo Doob—. Pero la usaba de una
forma diferente. Fue muy política la forma en que
los venezolanos llevaron a cabo su programa de
selección. En la mayoría de los países se tomaron
lo del Gran Cleroterion con las debidas pinzas. Sí,
había un elemento aleatorio, pero también se
aplicó el filtro de la capacidad. Los venezolanos
no lo hicieron, de manera que acabaron enviando
chicos del quinto pino, escogidos realmente al
azar. Muchos de ellos tenían extraordinarias
características personales. Si fuese por mí,
algunos de ellos acabarían aquí arriba, pero no
soy yo el que elige. La gente que elige, lo hace
basándose en la capacidad para las matemáticas y
aspectos similares. Por tanto, me entristece que
otros ocupen puestos por delante de los
venezolanos, pero tampoco me sorprende.
—Hace tres semanas, hubo una ocupación en
la isla del Diablo por parte de gente que llegó en
barco; y se niegan a irse.
—¿No era una prisión colonial? —preguntó
Doob—. ¿Por qué alguien iba a…?
—Sí, fue una prisión francesa —dijo Luisa—,
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aunque hace mucho tiempo que no lo es. Allí
apenas vive ya nadie, pero está justo bajo la
trayectoria de vuelo de los lanzamientos desde
Kourou, por lo que cuando hacen un lanzamiento,
la evacuan.
—Entonces, deben de evacuarla
continuamente, teniendo en cuenta el tráfico.
—Así ha sido durante los dos últimos años,
pero entonces apareció un montón de gente.
Acamparon y se negaron a moverse.
—Me imagino que los franceses y los rusos
siguieron con los lanzamientos. —De hecho, Doob
sabía que así era, porque desde Kourou llegaban
continuamente arquetes y naves de suministros.
—Claro, la ocupación era más que nada un
gesto simbólico.
—Entiendo que los ocupas eran venezolanos.
—Sí. Es muy fácil llegar desde la costa de
Venezuela hasta la Guayana Francesa, apenas
unos cientos de kilómetros.
Algo se agitaba en la memoria de Doob.
—¿Tiene alguna relación con la nave de
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suministro que no apareció ayer?
—Y el día anterior. Los lanzamientos de
Kourou llevan dos días interrumpidos, para tres.
—Eso no se explica con unos ocupas en la isla
del Diablo —dijo Doob—. A menos que tengan
misiles tierra‐aire —bromeó.
Luisa no dijo nada.
—¿Estás de coña? —preguntó Doob.
—No se trata de los que ocupan la isla sino de
los que la asedian —respondió Luisa. Le pasó su
tableta a Doob. Le mostró lo que parecía ser una
fotografía aérea, probablemente tomada desde la
ventanilla de un helicóptero. De fondo se veía el
complejo de lanzamientos de la Agencia Espacial
Europea, que él ya había visto antes. Un par de
kilómetros de terreno llano lo separaban del
Atlántico y estaba delimitado por una franja de
vegetación de playa. En la distancia había un trío
de pequeñas islas, a unos kilómetros de la costa;
supuso que una de ellas era la isla del Diablo.
El agua entre la playa y las islas estaba
atestada de embarcaciones, en su mayoría
pequeñas, pero también algunos cargueros
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