A pesar del consejo de Lio, no pude enfrentarme a los
libros que me habían dejado. Tenía el cerebro demasiado
trastocado. Intenté hojear las novelas. Eran más digeribles,
pero no podía ni imaginar por qué me habían asignado su
lectura. Llegué como a la página veinte de la tercera y el
héroe atravesó un portal a un universo paralelo. Las otras
dos novelas también trataban de universos paralelos, así
que razoné que se suponía que debía pensar en ese tema y
que los otros libros estarían dedicados a él. Pero de pronto
mi cuerpo decidió que era hora de dormir y apenas fui
capaz de llegar a la cama antes de sumirme en la
inconsciencia.
Me despertaron unos repiques extraños y Tulia diciendo
mi nombre. No lo hacía con alegría. Por un momento me
imaginé de vuelta en Edhar. Pero al abrir los ojos, un
poquito, sólo vi el tráiler.
—¡Dios mío! —exclamó Tulia, aterradoramente cerca.
Me desperté para encontrármela al pie de mi cama. No
llevaba traje aislante. Me miraba como si me hubiese
encontrado tirado en la cuneta, cerca de un burdel. Palpé
un poco y quedé satisfecho de estar razonablemente
cubierto por el paño.
—¿Qué demonios te pasa? —murmuré.
—¡Tienes que moverte, ahora mismo! ¡Rápido! ¡Van a
celebrar Prohijar para ti!
951
Parecía que lo decía en serio, así que salí de la cama y la
seguí al exterior. Habían retirado la esclusa de aire;
pisamos el plástico. Me guio por el patio, pasamos bajo un
arco y descendimos a una antigua catacumba cenobítica
cerrada al fondo por una reja de hierro… el tipo de reja
que se empleaba para separar un cenobio de otro. La reja
tenía una puerta, que un fille de aspecto nervioso
mantenía abierta y que cerró de golpe en cuanto cruzamos
a un largo camino recto protegido por filas gemelas de
árboles de páginas. Ese camino iba por el centro de un
bosquecillo.
Los pies se me habían reblandecido de llevar zapatos y
no hacía más que notar piedrecillas y raíces, así que Tulia
se me adelantó. El otro lado del bosque de árboles de
páginas estaba rodeado por un muro de piedra de treinta
y tantos pies de altura, con un arco pesado donde Tulia se
detuvo para recuperar el aliento y esperarme.
Cuando me acerqué, se volvió hacia mí y alzó los brazos.
Le di un tremendo abrazo, levantándola del suelo, y por
alguna razón los dos nos echamos a reír. La adoré por esa
reacción. Era la única persona con la que me había
encontrado que respondía a la muerte de Orolo con algo
que no fuese tristeza. No es que no estuviese triste, pero
estaba orgullosa de él, emocionada por lo que había hecho,
contenta de que yo hubiese sobrevivido y vuelto con mis
amigos.
952
Luego nos pusimos otra vez a correr: atravesando el arco
y por un césped con grupos de grandes y viejos árboles
que parecía tener millas de largo. Cada pocos cientos de
pies se alzaban edificios de piedra unidos por una red de
senderos. Debían de ser las taciones y sedes de las que me
había hablado Lio. Me impresionó el césped más que
nada; en Edhar no nos podíamos permitir el lujo de
malgastar así el espacio.
Las campanas sonaban un poco más cerca. Al doblar la
esquina de un edificio particularmente enorme, una
especie de complejo claustro/biblioteca, al fin vimos el
Precipicio. Tulia me condujo a un camino ancho
flanqueado de árboles que nos llevaría directamente hasta
allí. A continuación vi el complejo de la Seo, en la base del
Precipicio.
El Precipicio se había formado cuando una bóveda de
granito, de tres mil pies de altura, había perdido su cara
occidental. Los avotos habían limpiado el desastre y
empleado los trozos caídos para levantar edificios y
muros. Dado que ninguna torre de reloj artificial hubiese
podido competir con el Precipicio, habían levantado su
Seo en la base del mismo y excavado túneles, galerías y
plataformas en el granito, esculpiéndolo para formar su
Reloj. A lo largo de los milenios habían ido construyendo
esferas, cada una más arriba y mayor que la anterior, y
todas daban la hora: todas me indicaban que llegaba tarde.
—Prohijar. —Boqueé—. Eso es…
953
—Tu entrada oficial al Convox —dijo Tulia—. Todos
debemos pasar por ello, es el final formal a nuestra
peregrinación. Nosotros lo hicimos hace unas semanas.
—Muchas molestias para un único rezagado.
Rio una vez, con ganas, pero le faltó el aire.
—¡No te hagas ilusiones, Raz! Estamos haciéndolo una
vez por semana. Hay otros cien peregrines de ocho
cenobios diferentes… ¡todos esperando por ti!
Las campanas dejaron de sonar… ¡mala señal!
Apretamos el paso y corrimos en silencio unos cientos de
yardas.
—¡Creía que todos habían llegado hacía mucho! —dije.
—Sólo de los grandes concentos. No creerías lo aislados
que están algunos. ¡Incluso hay un contingente de
matarrhitas!
—Vengo entonces con los deólatras, ¿no?
Empezaba a comprender que las casas capitulares más
cercanas a la Seo eran las más antiguas: anillo alrededor
de anillo de claustros, galerías, paseos y patios. Visiones,
a través de puertas cenobíticas y arcos, de casas
capitulares tan diminutas, feas y viejas que debían de
remontarse a la Reconstitución. Torres nuevas aspiraban a
compensar con altura y esplendor lo que sus antiguas
vecinas poseían por edad, fama y dignidad.
—Una cosa más —dijo Tulia—, casi se me olvida. Justo
después de Prohijar habrá un Plenario.
—Arsibalt los mencionó… ¿Jesry fue a uno?
954
—Sí. Desearía que tuviésemos más tiempo, pero…
recuerda que es sólo teatro.
—¡Suena a advertencia!
—En cuanto metes a tanta gente en una misma sala no
hay diálogo que merezca ese nombre… todo es rígido.
Está filtrado.
—¿Política?
—Por supuesto. Simplemente… no intentes derrotar a
éstos en el juego político.
—Porque yo soy un completo idiota en lo que se refiere
a…
—Exacto.
Corrimos en silencio unos pasos más y Tulia se lo pensó
mejor.
—¿Recuerdas nuestra conversación, Raz? ¿Antes de
Eliger?
—Tú ibas a ocuparte del aspecto político —recordé—
para que yo pudiese memorizar más decimales de π.
—Algo así —dijo, soltando una risita para demostrar que
era mi amiga.
—¿Y cómo va el plan?
—Simplemente di la verdad. No intentes ningún truco.
Mentir no forma parte de tu naturaleza.
La mitad del universo visible era granito gris. Subimos
escalones cuyo único propósito era sostener escalones que
sostenían otros grupos, jerarquías y sistemas de escalones.
En cierto momento las cosas se allanaron. Justo delante
955
teníamos una entrada, pero no era la correcta. Se suponía
que los peregrines entraban procedentes de la Puerta de
Día, así que tuvimos que correr dando un cuarto de vuelta
a la Seo y entrar por la más impresionante de las entradas,
que yo habría admirado durante media hora si Tulia no
me hubiese agarrado el cordón como si fuese una correa,
tirando de mí. Atravesamos una especie de vestíbulo y
llegamos a una nave tan grande que creí que volvíamos a
estar en el exterior. En el centro había un pasillo. A tres
cuartos del mismo vi una procesión de avotos acercándose
lentamente al presbiterio. Tulia se quedó atrás, me dio una
palmada en el trasero que se podría haber oído desde lo
alto del Precipicio y susurró:
—¡Sigue a los tipos con taparrabos! ¡Haz lo que hagan
ellos!
Al menos treinta cabezas se giraron para mirar; en los
bancos había sentados algunos seculares.
Caminé rápido pero sin correr porque tenía que
recuperar la respiración, de tal forma que alcancé a la
media docena de «tipos con taparrabos» cuando
atravesaban la celosía del extremo del pasillo.
Siguiéndolos, me encontré en la enorme cámara
semicircular del presbiterio con una variopinta mezcla de
jerarcas, un coro, los del taparrabos y otros contingentes
de avotos.
Prohijar era otro de nuestros autos cenobíticos. Un
programa oficial, en distintas fases del cual se ejecutaban
956
movimientos rituales, se pronunciaban frases antiguas o
ciertos objetos simbólicos se manipulaban de cierta forma.
Todo ello amenizado por música y discursos de jerarcas
vestidos de púrpura. Un secular lo hubiese considerado de
una pomposidad ridícula e incluso como un ritual de
hechicería. Yo intenté meterme en el espíritu de la
situación y verlo como se suponía que debía verlo un
avoto. Ése, después de todo, era el sentido de Prohijar:
hacer que los peregrines retomasen el esquema mental
cenobítico. Por tanto, era más fabuloso e impresionante
que los autos diarios como Provenir. O quizás así era todo
en Tredegarh. Sus jerarcas sabían montar un buen
espectáculo, atrapar al público como los grandes actores
de teatro. Sus atavíos eran realmente impresionantes y su
número intimidaba; el Primado estaba flanqueado no sólo
por sus dos Guardianes sino por formaciones de otros
jerarcas, y no de segundo nivel, sino de los que tenían
séquito propio y daba la impresión de que podían ser
Primados. Comprendí que estaba viendo una especie de
alto consejo de Primados, todos Evocados desde sus
concentos, presumiblemente para dirigir el Convox. O al
menos su parte cenobítica. En algún lugar, al otro lado de
una celosía, debía de haber un gabinete de Panjandrumes
tan importantes en el mundo secular como aquellos
jerarcas en el cenobítico.
Me sentí como un mendigo lleno de costras, y me pareció
que había tenido un extraordinario golpe de suerte por
957
estar de pie junto a una orden de avotos que sólo vestían
pañuelo. Pero fijándome me di cuenta de que eran
realmente paños deshilachados casi en su totalidad. Las
fibras sueltas que colgaban de los extremos formaban
enredos que esos hombres, puesto que todos eran
hombres, usaban para atarse el trozo de tela restante
alrededor del cuerpo. Nuestra tradición en Edhar era
permitir que un extremo del paño se deshilachase. Sin
embargo, los miembros más antiguos de nuestra orden, al
sucumbir a la edad, se envolvían en paños con flecos de
unas cuantas pulgadas. No obstante, en aquella orden
parecía que un paño pasaba de un avoto de mayor edad a
otro más joven. Así que algunos debían de tener miles de
años. Uno de esos extraños fras semidesnudos tenía
barriga, y el resto estaban demacrados. Pertenecían a una
raza que tendía a vivir cerca del ecuador. Aparentemente
ajenos a todo, llevaban el pelo muy alborotado y tenían la
mirada perdida. Me dio la sensación de que no estaban
acostumbrados a encontrarse bajo techo.
Los otros seis contingentes llevaban el paño de tamaño
normal, dispuesto de formas complejas. Eso tenían en
común todos. Cada grupo llevaba como accesorio un
modelo completamente diferente de turbante, sombrero,
capucha, calzado, bajopaño, sobrepaño e incluso joyas.
Estaba claro que en Edhar nos encontrábamos en el
extremo más austero del espectro. Quizá sólo los valleros
958
y los tipos de los taparrabos fuesen más ascéticos que
nosotros.
Después de superar las rondas iniciales de pompa, el
Primado se adelantó para decir unas palabras. En la
oscuridad, al fondo de las naves se oía a la gente suspirar
y acomodarse. Me atreví a mirarme y vi unos pies
desnudos y sucios, un paño desteñido dispuesto del modo
más tosco posible (el especial «acabo de despertarme»),
cicatrices todavía rojas y cardenales que ya eran de un
tono amarillo verdoso. Yo era el representante
Asilvestrado.
Uno de los grupos de Prohijar, el más numeroso y mejor
vestido, avanzó y cantó. Disponían de voces
suficientemente fuertes para embarcarse en una polifonía
en seis partes sin esfuerzo. «Qué buen gusto», pensé.
Luego el grupo situado a su lado inició un canto
monofónico, empleando tonalidades que yo jamás había
oído. Vi a los del siguiente grupo sacar hojas de sus paños.
Y entonces, por fin, comprendí y sentí eso que sólo se
siente en una pesadilla especialmente sádica: me
encontraba en una trampa perfecta. ¡Cada grupo debía
cantar algo! Yo era un grupo… ¡de uno! Y no iba a poder
librarme agitando humildemente la mano y excusándome.
A nadie le parecería una monería; nadie lo consideraría
gracioso.
«No es para tanto —me dije—. No esperarán gran cosa.»
Yo era un cantante razonablemente competente. Si alguien
959
me hubiese puesto delante una pieza musical y me
hubiera dicho que adelante, habría podido cantarla…
leyéndola rápidamente. Lo difícil era decidir qué cantar.
Evidentemente, esos grupos lo habían decidido hacía
semanas. Habían escogido piezas que indicaban algo
sobre quiénes eran, qué opinaban de sus concentos, qué
tradiciones musicales habían desarrollado para glorificar
sus ideas más apreciadas. La herencia musical del
concento de Sante Edhar era comparable a la de concentos
mucho mayores. En ese aspecto no me sentía inseguro.
Pero ya había llegado un contingente numeroso desde
Edhar y había celebrado Prohijar. Sin duda Arsibalt y
Tulia se habían ocupado de todo, organizando una
representación basada en el sonsonete sísmico de fra Jad
que el resto del Convox todavía comentaba en sus
Mensales. Entonces, ¿qué me quedaba a mí? La armonía y
la polifonía quedaban descartadas. No era tan bueno como
para anonadarlos a base de pura habilidad. La simplicidad
era mejor… en lugar de intentar abarcar demasiado y
quedar como un tonto. Había muy pocos solistas tan
buenos como para que alguien quisiese oírlos durante más
de un minuto o dos. Sólo tendría que cumplir con mi parte,
demostrar respeto por la ocasión, dar un paso atrás y
callarme.
Pero no quería limitarme a soltar algún fragmento
aleatorio de una lección, lo que hubiera sido fácil y
suficiente, porque, y sé bien que va a sonar a locura, quería
960
llegar hasta Ala. Jesry tenía razón en algo: yo no la vería
hasta que tomase su decisión. Pero tenía que estar en
algún lugar de aquella Seo, y no podía dejar de oír lo que
saliese de mi boca. Que cantara una vieja lección
aprendida en Edhar tal vez despertara la nostalgia en su
pecho, pero sería aburrido y sería ir sobre seguro. Jesry
había salido al espacio. Yo era capaz de vivir aventuras
propias, aprendiendo cosas nuevas, adquiriendo
cualidades de las que Ala no sabía nada… todavía. ¿Había
una forma de expresarlo con música?
Podía haberla. Los orithenanos habían empleado un
sistema de canto computacional, claramente enraizado en
las tradiciones que sus fundadores se habían llevado
consigo desde Edhar. En ese aspecto, era reconocible para
cualquier edhariano. Era una forma de ejecutar cálculos
sobre patrones de información, permutando una
secuencia dada de notas a nuevas melodías. La
permutación se realizaba sobre la marcha, siguiendo
ciertas reglas, definidas empleando el formalismo de los
autómatas celulares. Después de las reformas del Segundo
Saqueo, los avotos, ya sin ordenadores, habían inventado
ese tipo de música. En algunos concentos había acabado
desapareciendo, en otros había mutado para convertirse
en algo diferente, pero en Edhar siempre se había
practicado con seriedad. Todos la habíamos aprendido
como una especie de juego musical para niños. Pero en
Orithena la había estado aplicando de forma novedosa,
961
empleándola para resolver problemas. O, más bien, para
resolver un solo problema cuya naturaleza yo no
comprendía todavía. En cualquier caso, sonaba bien…
pero, por alguna razón, los resultados tendían a ser más
musicales que la versión edhariana, que era adecuada para
computar cosas pero que como música era difícil de
apreciar. Yo había pasado el tiempo suficiente entre los
orithenanos para oír y familiarizarme con el sistema. Tenía
una pieza en particular metida en la cabeza desde el vuelo
a Tredegarh y la cuarentena. Quizá si la cantaba se
esfumase.
En cuanto lo pensé me pareció la elección obvia. Y por
tanto, cuando me tocó, di un paso al frente y canté la pieza.
La canté fácil y libremente, porque no me inquietaba
cualquier posibilidad de que no fuese lo correcto.
Al menos, no hasta que fue demasiado tarde. Porque,
cuando ya llevaba unas estrofas, un rumor de asombro
recorrió una sección del público. No fue muy fuerte, pero
era imposible no darse cuenta. No pude evitar mirar hacia
allí, y luego vacilé, casi hasta el punto de perder la
melodía, cuando comprobé que procedía de detrás de la
pantalla de los Milésimos.
Temiendo haberme metido en un lío, hice lo que hubiese
hecho cualquier fille culpable: miré furtivamente a los
jerarcas. Éstos me miraban. La mayoría con los ojos
vidriosos, pero algunos unían las cabezas para discutir.
962
Uno de ellos era, me di cuenta, mi viejo amigo Varax, el
inquisidor.
En cierta forma, me sentí aliviado de saberme indefenso.
Daba igual qué cesto de bichos hubiera volcado: ya no
podía modificar el resultado. La mayor parte del público
no le veía nada de particular a la pieza y prestaba atención
educadamente, así que me concentré en darle un buen
final. Pero, captando movimientos con el rabillo del ojo,
miré y vi que los tipos del taparrabos, que aparentemente
hasta ese momento habían pasado del auto, habían roto
filas y se habían situado para poder mirarme todos.
Cuando terminé debería haberse hecho el silencio… la
respuesta cortés a un buen canto. Pero algunos Milésimos
seguían murmurando. Incluso me dio la impresión de oír
un fragmento de música que se me cantaba en respuesta.
En las vastas regiones situadas tras las otras pantallas,
grupitos de fras y sures seguían hablando sobre mi música
y sus vecinos los hacían callar.
Los del taparrabos dieron un paso al frente e iniciaron su
propio cántico computacional. Sonaba extremadamente
extraño, porque estaba construido con modos
completamente distintos a los nuestros. Era difícil creer
que alguien pudiese entrenar sus cuerdas vocales para
emitir esos sonidos. Pero tenía la impresión de que como
computación era muy similar a lo que yo había hecho.
Cuando llegaron al final de la secuencia, el regordete cantó
una especie de coda que, si lo entendí correctamente,
963
afirmaba que no era más que la última fase de una
computación que su orden había estado realizando
continuamente durante los últimos tres mil seiscientos
años.
El último grupo era el de los matarrhitas: una de las
pocas órdenes cenobíticas que creían en Dios. Eran el
residuo de una orden centenaria que se había ido a la
centena en los siglos posteriores a la Reconstitución.
Llevaban el paño sobre la cabeza, ocultándoles por
completo la cara, con una abertura para los ojos. Cantaron
una especie de canto fúnebre… un lamento, según
entendí, por haber sido arrancados del seno de su
concento, y una advertencia, como si hubiera sido
necesaria: no iban a permanecer con nosotros más de lo
estrictamente necesario. La ejecución fue buena, pero lo
encontré quejica y algo descortés.
Esas representaciones fueron la parte penúltima del auto
de Prohijar. Aunque en su momento no lo había entendido
del todo, al principio del auto ya nos habían borrado del
registro de peregrines y nos habían apuntado oficialmente
en el Convox. Habíamos renovado nuestros votos y se
habían enviado a nuestros concentos de origen unos
documentos de pinta curiosa, escritos a mano sobre pieles
de animales, para anunciar nuestra llegada. Lo que
acabábamos de cantar no era más que nuestra primera,
aunque simbólica, aportación a lo que fuese que el Convox
estuviese haciendo. Sólo quedaba estar allí de pie mientras
964
todos los demás —los miles tras las pantallas— se ponían
de pie y cantaban cánticos afirmando que aceptaban
debidamente nuestra contribución y que se alegraban de
tenernos con ellos. Durante el verso final, los jerarcas
fueron saliendo por la pantalla para entrar en la nave
unaria. Nosotros, el grupo de Prohijar, los seguimos en el
mismo orden que antes. Yo iba el último. Habíamos
entrado (al menos simbólicamente) por la Puerta de Día y
la nave de los visitantes, como seculares, y ahora,
convirtiéndonos una vez más en avotos, salíamos a un
cenobio. Cuando salió el último de los jerarcas el cántico
fue perdiendo cohesión, y para cuando yo atravesé la
puerta, dejando a mi espalda el presbiterio vacío, la
melodía quedó ahogada por el movimiento de pies y
murmullos del Convox que se iba.
Tredegarh: Uno de los Tres Grandes concentos,
bautizado en honor a lord Tredegarh, un teor de entre
mediados y finales de la Era Práxica, responsable de
avances fundamentales en termodinámica.
Diccionario, 4ª edición, 3000 a.R.
Estaba solo, de nuevo en el mundo cenobítico,
descontaminado oficialmente, con libertad para hacer lo
que quisiese… durante unos dos segundos. Luego:
965
—¡Fra Erasmas! —me gritó alguien, como si me estuviese
arrestando.
Me detuve. Me encontraba en la parte delantera de la
nave unaria, que era inmensa y espléndida. Allí ya había
un par de cientos de avotos. Varios centenares más, junto
con algunos seculares, entraban por la puerta del fondo,
caminando rápidamente para ocupar los mejores sitios.
El espacio entre la primera fila y la pantalla, que debería
haber estado despejado para que se viera lo que pasaba en
el presbiterio, se hallaba ocupado por todo tipo de equipo
secular. Habían levantado un andamio de tubos de
neomateria que enmarcaba la pantalla sin taparla, y filles
fornidos iban llevando hacia el andamio piezas de
plataforma, encajándolas en su sitio, y uniéndolas para
formar un escenario elevado para que la gente pudiese
ver. Otros tiraron de cuerdas y una pantalla de proyecto
motus se desenrolló hasta ocupar casi todo el escenario.
Apareció brevemente una carta de ajuste y luego una
imagen en directo de un motucaptor situado en la nave
que ofrecía una panorámica magnífica del escenario.
Empezaron a encenderse luces muy potentes; era como si
dijeran: «¡Bajo ninguna circunstancia mires en esta
dirección!» Estaban montadas en torres situadas por todo
el espacio. Por delante de mí pasó una sur con paño y
cordón hablándole a un auricular inalámbrico.
El hombre que había gritado mi nombre era un joven
jerarca cuya única misión era llevarme junto a un tal fra
966
Lodoghir: un hombre en la sexta o séptima década de vida,
vestido con algo que parecía haber evolucionado tanto a
partir de mi paño como un ave de corral de sus
antepasados reptiles.
—¡Fra Raz, joven! —exclamó cuando el jerarca hubo
terminado la presentación formal—. No puedo expresar lo
mucho que me ha gustado tu canto. ¿De dónde sacaste esa
cancioncilla? ¿De tus viajes por el mundo?
—Gracias —dije—. La oí en Orithena y no me la podía
sacar de la cabeza.
—¡Fascinante! Dime, ¿cómo es la gente de allí?
—Se nos parecen bastante. Al principio me parecieron
muy diferentes. Pero ahora que veo aquí a tantos avotos
distintos…
—¡Sí, comprendo lo que dices! —dijo Lodoghir—. Esos
salvajes del taparrabos… ¿de qué árbol se han caído?
Me pareció que no sacaría nada de decirle que, a mí, fra
Lodoghir me parecía más raro que los «salvajes del
taparrabos», así que asentí.
—¿Alguien te ha explicado que vas a ser el invitado de
honor de un Plenario? —me preguntó fra Lodoghir.
—Me lo han dicho, pero no me lo han explicado.
Fra Lodoghir pareció un poco confuso por mi forma de
expresarme, pero tras una breve pausa añadió:
—Bien, entonces seré breve, yo seré tu loctor…
—¿Loctor?
967
—InterLOCuTOR —dijo fra Lodoghir, manifestando una
impaciencia que intentó ocultar con una risita—. ¡En
Edhar sois mucho más formales con las palabras! ¡Bravo
por resistir de esa forma! Dime, ¿todavía decís «sapiente»
o habéis adoptado el término «sante» como todos los
demás?
—Decimos «sante» —respondí. Fra Lodoghir hablaba
tanto que me parecía que yo no tenía que decir mucho.
—Espléndido. Bien, la idea es que el Convox ha estado
haciendo cálculos, analizando muestras y examinando los
motus de la Visitación de Orithena; pero hay cierto interés,
comprensible, en oír a un testigo… razón por la que estás
aquí. En lugar de hacerte pasar por el esfuerzo de preparar
una conferencia, emplearemos el formato de un diálogo
extemporáneo. Tengo varias preguntas que me han
pasado distintos grupos interesados. —Me mostró varias
hojas—. Además hay algunos temas que me interesan a mí
y que me gustaría tratar si tenemos tiempo.
Durante este diálogo, o más bien monólogo, el Plenario
tomó forma. La sur del auricular nos condujo por unos
escalones que había colocado y fra Lodoghir me siguió a
la plataforma. Nos fijaron micrófonos a los paños.
Colocaron dos vasos y una jarra de agua en una mesita.
Aparte de eso, no había muebles. Por alguna razón, no
estaba en absoluto nervioso y no pensaba en lo que diría.
Pensaba en la curiosa estructura sobre la que nos
encontrábamos mi loctor y yo: un fragmento de plano
968
geométrico retenido en una rejilla especial tridimensional.
Como la fantasía de un Geómetra, una versión moderna
del Plano donde los teores de Ethras solían mantener sus
diálogos.
—¿Tienes alguna pregunta, fra Erasmas? —me preguntó
mi loctor.
—Sí —dije—, ¿quién eres?
Me miró con algo de pesar porque se lo hubiese
preguntado, pero luego su rostro se endureció. Su
expresión, como pude comprobar echando un vistazo a la
enorme imagen en movimiento que había sobre nosotros,
quedaría mucho más impresionante en el motus. Al
menos, mucho más impresionante que la mía.
—El Primero Entre Iguales del capítulo centenario de la
Orden de Sante Proc en Muncoster.
—El micrófono se conecta… ahora —dijo un fra, dándole
a un interruptor del aparato que yo llevaba fijado al paño,
y luego ejecutó el mismo servicio para fra Lodoghir.
Lodoghir se sirvió un vaso de agua y tomó un trago,
mirándome por encima del borde, contemplando con fría
curiosidad cómo me tomaba yo la noticia de que mi loctor
era probablemente el prociano más eminente del mundo.
No sé lo que vio.
—Se inicia el Plenario —dijo, con una voz que de alguna
forma se había vuelto una octava más grave y que surgió
amplificada por toda la nave.
969
La multitud comenzó a callar y él esperó un momento
para que terminaran las conversaciones y tomaran asiento.
Yo, por culpa de las luces, no veía nada; fra Lodoghir bien
hubiese podido ser la única otra persona de Arbre.
—Mi loctor… —dijo fra Lodoghir, e hizo una pausa a la
espera de que se hiciera el silencio—. Mi loctor es Erasmas,
antiguamente del capítulo decenario de algo llamado la
Orden Edhariana, de un lugar que, a menos que me hayan
informado mal, se llama el concento de «Sapiente» Edhar.
Una risita recorrió la nave a causa de aquella palabra tan
ridículamente anticuada.
—Eh, me temo que, en efecto, te han informado mal… —
empecé a decir, pero mi micrófono no estaba en la posición
correcta o algo así y mi voz no se amplificó.
Mientras tanto, Lodoghir seguía hablando.
—Dicen que está en las montañas. Dime, ¿no os enfriáis
teniendo sólo ese paño contra los elementos?
—No, tenemos calzado y…
—Ah, para aquellos que no puedan oír a mi loctor, está
muy orgulloso de anunciar que los edharianos tienen
calzado.
Finalmente logré dirigir el micrófono a mi boca.
—Sí —dije—. Calzado… y modales. —Con lo que logré
un retumbar de atención por parte de la multitud—. Sigo
siendo un miembro del capítulo y la orden que has
mencionado y debes llamarme fra.
970
—¡Oh, disculpa! Lo he estado consultando y he
descubierto una historia diferente: que te volviste
Asilvestrado un día después del inicio de tu peregrinación
y recorriste el mundo durante un tiempo hasta que
llegaste a ese lugar llamado Orithena, donde supongo que
reciben a cualquiera.
—Se mostraron más hospitalarios que en algunos lugares
que podría comentar —dije. Pensé en lo que fra Lodoghir
acababa de decir, buscando alguna forma de aplanarle,
pero hasta la última palabra era totalmente cierta… como
él sabía muy bien.
Intentaba que yo pusiera en tela de juicio su forma de
expresarlo. Luego me aplastaría citando capítulo y
versículo. Probablemente tuviese en las manos los
documentos para demostrarlo.
Aquel día, en el Cerro de Bly, fra Jad me había dicho que
cuando llegase a Tredegarh se aseguraría de que todo
saliese bien… que evitaría que me metiese en líos.
¿Había fracasado? No. De haber fracasado, no se me
hubiese permitido celebrar Prohijar. Así que en algo debía
de haber tenido éxito. Quizá durante ese proceso se
hubiese ganado algunos enemigos.
Que ahora eran mis enemigos.
—Es todo cierto —dije—. Aun así, aquí estoy.
Fra Lodoghir se desconcertó un momento al ver que su
primera jugada había fallado, pero, como un esgrimista,
tenía respuesta para todo:
971
—Resulta extraordinario, para alguien que afirma saber
tanto sobre modales. En esta nave espléndida hay miles de
avotos. Hasta el último de ellos vino directamente a
Tredegarh una vez convocado. Sólo una persona de las
aquí presentes eligió el camino salvaje y ser fiel a una
sociedad, a una organización que no forma parte del
mundo cenobítico: el culto de Orithena. ¿Qué… o quizá
quién te indujo a tomar una decisión tan autodestructiva?
En ese momento en mi cabeza se produjo un cambio bien
curioso. Fra Lodoghir me había atacado por sorpresa. Se
le daba muy bien y tenía respuestas preparadas para
cuanto yo pudiese decir para defenderme. Mi primera
reacción, naturalmente, fue ponerme nervioso. Pero, sin
saberlo, Lodoghir había cometido un error táctico: dando
tanta importancia a mi peregrinación sin autorización y
«autodestructiva», me había traído recuerdos de Mahsht y
el ataque por sorpresa que había sufrido allí: algo tan
espantoso que fra Lodoghir no podía decir nada que fuese
peor. En comparación, sus más denodados esfuerzos
resultaban graciosos. Pensarlo me tranquilizó, y una vez
tranquilizado me di cuenta de que fra Lodoghir, con su
última pregunta, había revelado lo que quería. Quería que
yo acusase a fra Jad de todo. «Entréganos al Milésimo —
decía—, y lo olvidaremos todo.»
Sólo una hora antes, Tulia me había advertido que no
intentase jugar a la política… que simplemente dijese la
972
verdad. Pero una combinación de terquedad y cálculo me
impulsaba a no darle a Lodoghir lo que quería.
Pensé en cómo había terminado la escena de Mahsht, con
el ataque de los valleros. Habían observado la situación y
considerado que era una emersión. Yo no poseía su
entrenamiento, pero reconocía una emersión cuando la
veía.
—Lo hice por mi cuenta —dije—. Y acepto las
consecuencias de mi decisión. Sabía que una de esas
consecuencias era el Anatema. Creyéndolo así llegué hasta
Orithena, donde creía que podría vivir al estilo cenobítico
aunque fuese un expulsado. Que se me haya devuelto a
Tredegarh y se me haya permitido celebrar Prohijar es una
sorpresa y un honor para mí.
El Convox se mostraba tan silencioso como invisible. Sólo
estábamos Lodoghir y yo, flotando en el espacio sobre un
trozo de plano.
Fra Lodoghir había renunciado a pillar a Jad y pasó a
blancos secundarios.
—¡La verdad es que no comprendo tu forma de pensar!
¿Dices que tu objetivo era vivir de modo cenobítico? Eso
ya lo hacías, ¿no es así? —Se volvió para mirar a la
multitud de la nave—. ¡Quizá sólo quisieses hacerlo en un
lugar más cálido!
La chanza desencadenó algunas risas, pero más allá de
las luces también aprecié una vena de indignación.
973
—¡Fra Lodoghir malgasta el tiempo del Convox! —gritó
un hombre—. ¡El tema de este Plenario es la Visitación!
—Mi loctor me ha pedido que me dirija a él con lo que él
afirma que es el título correcto de fra —respondió
Lodoghir—, y como parece tomarse muy en serio esas
cuestiones, sólo intentaba aclarar la situación.
—Bien, me alegra haber sido de ayuda —dije—. ¿Qué les
gustaría saber sobre la Visitación?
—Ya que todos vimos el motus grabado por tu
colaborador Ati, creo que lo más productivo sería que nos
contases las partes de tu experiencia que no aparecen en el
motus. ¿Qué pasaba en los escasos momentos en los que
podías apartarte de tu amigo Ati?
Me estaba dando tantas cosas por las que protestar que
me vi obligado a elegir: por el momento tendría que dejar
pasar el cebo ati. Como mucho podía ponerle nombre al
Ati:
—Sammann llegó unos minutos después del descenso de
la sonda y se puso a grabar —dije—. Durante varios
minutos él vio lo que yo vi.
—¡No tan deprisa, no has empezado por el principio! —
se quejó fra Lodoghir, indulgente y paternalista.
—Muy bien —dije—, ¿cuánto debo retroceder?
—Por mucho que me fascinen los autos y costumbres del
culto de Orithena —dijo fra Lodoghir—, debemos
ceñirnos a la Visitación en sí. Por favor, empieza por el
974
momento en que fuiste consciente de que sucedía algo
extraordinario.
—Parecía un meteorito… lo que es muy poco habitual,
pero no extraordinario —expliqué—. No ardió al instante,
por lo que pensé que debía de ser grande. Al principio
costaba determinar su trayectoria… hasta que comprendí
que se dirigía hacia nosotros. No puedo precisar el
momento en que decidí que no era un objeto natural. Nos
pusimos a correr montaña abajo. De camino, el paracaídas
de la sonda se abrió.
—Bien, cuando dices «nos», ¿de cuántos estamos
hablando?
En lugar de que fra Lodoghir me lo sonsacase, se lo ofrecí
en bandeja:
—Dos. Orolo y yo.
—¡Sante Orolo! Sí, sabemos de él —dijo fra Lodoghir—.
Está en todos los motus, pero no habíamos sabido hasta
ahora cómo había llegado al lugar. Fue el primero en llegar
al fondo del agujero, ¿no es así?
—Si al decir «agujero» te refieres a la excavación del
templo de Orithena, sí —dije.
—¡Pero eso está al pie del volcán! —exclamó, en un tono
que daba a entender que yo era un idiota de tal calibre que
desconocía tal hecho.
—Soy consciente de ello —dije.
—Pero ahora descubrimos que Orolo y tú descendíais de
la cima del volcán mientras la sonda caía hacia el agujero.
975
—Sí.
—¿Qué hay de los otros? ¿Estaban tan hipnotizados por
la contemplación del Mundo Teorético de Hylaea que no
eran conscientes de que una nave espacial alienígena
descendía en medio de su campamento?
—Permanecieron en el borde de le excavación mientras
Orolo descendía, solo.
—¿Solo?
—Bueno, yo le seguí.
—¿Qué hacíais Orolo y tú en la cima del volcán después
de anochecer? —De alguna forma fra Lodoghir logró
preguntarlo en un tono que arrancó risitas del público.
—No estábamos en la cima… como es evidente, teniendo
en cuenta la forma del volcán.
Lo que provocó una risa de naturaleza diferente. Incluso
fra Lodoghir pareció algo divertido.
—Pero estabais a mucha altura.
—A un par de miles de pies.
—¿Sobre la capa de nubes? —preguntó, como si fuese
muy importante.
—¡No había nubes!
—Volveré a preguntar. ¿Por qué? ¿Qué hacíais?
En este punto vacilé. Nada me hubiese gustado más que
promover las ideas de Orolo y jamás iba a tener una
ocasión mejor, con todo el Convox prestándome atención.
Pero sólo había llegado a enterarme de una parte de su
argumentación. No comprendía por completo lo que me
976
había dicho, pero sabía lo suficiente como para entender
que provocaría comentarios sobre los Conjuradores.
—Orolo y yo subimos a hablar —dije—. Nos enfrascamos
tanto en el diálogo que no nos dimos cuenta de que
oscurecía.
—Que hayas usado la palabra «diálogo» me hace
suponer que el tema era algo de más sustancia que los
encantos de tu nueva novia orithenana —dijo fra Lodoghir
fríamente.
¡Maldición, era bueno! ¿Cómo podía saber con tanta
precisión lo que hacía falta para ponerme nervioso?
En lo alto del Precipicio empezaron a sonar las campanas.
La llamada de Provenir. ¿Cómo daban cuerda al reloj?
Recordé a Lio, unos meses antes, dando cuerda al reloj
con dos ojos a la funerala después de pedirme que le
golpease en la cara. Intenté recurrir a lo que Lio había
aprendido ese día: me obligué a proseguir como si el golpe
no me hubiese tocado.
—Es cierto, se trataba de una discusión teorética muy
seria.
—¿Y qué ocupaba tanto la mente de Orolo que tenía que
arrastrarte por un volcán para desahogarse?
Yo ponía los ojos en blanco y movía la cabeza
exasperado.
—¿Estaba relacionado con los Geómetras? —probó.
—Sí.
977
—Entonces, no comprendo tu reticencia a hablar del
asunto. Si está relacionado con los Geómetras, entonces
interesa al Convox, ¿no?
—Me muestro renuente porque sólo pude enterarme de
una pequeña parte de sus ideas y temo no hacerles justicia.
—¡Aceptado! Todos han oído y comprendido tu postura.
Por tanto, no hay razón para retener información.
—Debido al Anatema, Orolo perdió la capacidad de
reunir datos sobre los Geómetras. Ni siquiera llegó a ver
la única imagen buena de la nave que logró tomar. Así que
sus ideas sobre ellos, desde ese momento, debían
fundamentarse en los datos a los que todavía tenía
acceso…
—Has dicho que no tenía acceso a los datos.
—A ninguno que surgiese del icosaedro.
—Bien, ¿qué otros tipos de datos hay?
—Los que recibimos continuamente por el simple hecho
de ser conscientes, y que podemos observar y analizar por
nosotros mismos sin necesidad de instrumentos
científicos.
Fra Lodoghir parpadeó, fingiendo asombro.
—¿Dices que el tema de vuestro diálogo era la
conciencia?
—Sí.
—Específicamente, ¿la conciencia de Orolo? Ya que,
presumiblemente, es la única a la que tenía acceso.
978
—La suya y la mía —le corregí—, ya que yo también
formaba parte del diálogo, y estaba claro que las
observaciones de Orolo sobre su conciencia se
correspondían con mis observaciones sobre la mía.
—¡Pero nos has dicho hace un minuto que ese mismo
diálogo trababa sobre los Geómetras!
—Sí.
—¡Pero te contradices al admitir que trataba sobre las
características compartidas por tu conciencia y la de
Orolo!
—Y la de los Geómetras —dije—, porque es evidente que
son conscientes.
—Oh —exclamó fra Lodoghir con la mirada perdida,
como si estuviese intentando comprender algo totalmente
absurdo—. ¿Intentas decir que simplemente porque tú y
Orolo tenéis conciencia y los Geómetras también (hecho
que voy a aceptar para poder argumentar), entonces se
puede deducir algo sobre el funcionamiento de la mente
de los Geómetras simplemente mirándonos el ombligo el
tiempo suficiente?
—Algo así.
—Bien, estoy seguro de que los loritas van a pasárselo en
grande. ¡Pero a mí me parece que a la vez dices mucho y
muy poco! —se quejó fra Lodoghir—. Demasiado poco,
porque en Arbre llevamos seis mil años mirándonos el
ombligo y todavía no nos comprendemos. Por tanto, ¿qué
ganamos estando tan a oscuras sobre los Geómetras como
979
lo estamos sobre nuestras propias mentes? Y demasiado
porque realmente vas demasiado lejos al dar por supuesto
que los Geómetras piensan como nosotros.
—En referencia al último punto, se puede argumentar
muy convincentemente que todos los seres conscientes
deben compartir ciertos procesos mentales.
—Argumentos convincentes que estoy seguro de que
ningún discípulo de Halikaarn examinaría en detalle —
dijo fra Lodoghir secamente. Aquello hizo reír a todos los
procianos del Convox.
—En cuanto al primer punto —continué—, a saber, que
todavía no nos comprendemos a nosotros mismos tras seis
mil años de introspección, creo que Orolo pensaba que
ahora que tenemos acceso a seres conscientes de otros
sistemas estelares podríamos resolver la cuestión.
Lo que tranquilizó a la multitud. Y quedó tan claramente
tranquila que supe que debía estar concentrándose.
Habíamos llegado al fondo de la cuestión. Los sistemas
protano y esfénico mantenían un duelo desde hacía
milenios, y seguían enfrentándose allí, en esa nave, con los
procianos y halikaarnianos, con Lodoghir y Erasmas. En
lo único que estaban de acuerdo era en lo que acababa de
atribuir a la boca de Orolo: que los Geómetras podían
inclinar las cosas hacia un bando u otro. No
necesariamente porque supieran la respuesta, ya que
podían estar tan confundidos como nosotros, sino por los
nuevos datos que ahora podríamos obtener. Y ése era el
980
verdadero objetivo de muchos miembros del Convox.
Independientemente de la supuesta misión que el Poder
Secular nos hubiese asignado.
Incluso fra Lodoghir sabía que debía respetar la idea con
unos momentos de silencio, que debía honrarla como
debía. Luego dijo:
—Si fuesen enjambres inteligentes de insectos simples o
campos de energía pulsante, o plantas comunicándose con
un lenguaje químico, algo completamente diferente a
nosotros, entonces quizá las elucubraciones de Orolo
sobre la extinta pseudofilosofía de Evenedric podrían
ofrecernos algunos momentos de diversión. Pero los
Geómetras tienen nuestro aspecto. Orolo no podía saberlo,
así que podemos disculparle ese momento de locura
temporal.
—Pero ¿por qué tienen nuestro aspecto? —pregunté.
Comprendiendo, mientras lo hacía, que cometía un error
táctico al plantear una pregunta… aunque fuese retórica.
—Permíteme ayudarte —dijo fra Lodoghir, ofreciendo
magnánimamente a un fille desesperadamente confuso
una mano, su rostro gigantesco en la pantalla convertido
en la imagen de la benevolencia—. Sabemos que durante
muchos meses, antes de que nadie supiese que los
Geómetras estaban allá arriba, Orolo tramaba algo.
Empleaba los dispositivos cosmográficos de su concento
para seguir al icosaedro.
—Sabemos exactamente qué hacía —dije.
981
Fra Lodoghir me cortó:
—Sabemos lo que te contaron. ¡Una historia que muchos
de tus propios fras y sures se niegan a creer! Y sabemos
que Orolo fue expulsado. Que sus compañeros de culto,
un grupo clandestino llamado el linaje, le llevaron al otro
lado del mundo, a Ecba: por asombrosa coincidencia, el
lugar donde resulta que los Geómetras aterrizaron por
primera vez… y lo hicieron la misma noche que ese Orolo
había montado una larga y agotadora expedición
nocturna a las alturas enrarecidas de un volcán activo.
—No es larga, no es agotadora y no fuimos de noche. —
Intentaba defenderme pero, una vez más, había
conseguido que me quejara de los detalles y lo único que
logré fue darle tiempo para tomar aliento y beber agua.
—Ayúdanos, fra Erasmas —dijo fra Lodoghir en un tono
perfectamente razonable—. Ayúdanos a resolver el
enigma que nos confunde.
—¿Quién es «nos» en este caso? —pregunté.
—A aquellos de este Convox que tenemos la impresión
de que Orolo era algo más de lo que se nos ha permitido
ver en el motus.
No pude evitar manifestar cansancio al responder.
—¿De qué enigma hablas?
—¿Cómo se comunicaba Orolo con los Geómetras? ¿Qué
truco empleaba para enviarles mensajes secretos?
En este punto, de haber estado bebiendo, habría escupido
el agua. Las palabras de fra Lodoghir provocaron una
982
conmoción: oleadas de murmullos, asombro, furia y risas
de burla chocaron, retrocedieron y viajaron de un extremo
de la nave al otro. Yo, demasiado conmocionado para
hablar, me quedé allí mirándolo un buen rato, esperando
a que manifestase algún signo de vergüenza y retirase la
acusación. Pero la expresión de su cara era agradable y
normal. Y a medida que su confianza y su tranquilidad
crecían, las mías menguaban. ¡Deseaba desesperadamente
aplanarle!
Recordé las palabras de Orolo: «¡Han descifrado mi
analema!» Como si de alguna forma les hubiese enviado
una señal.
¿Por qué si no habían decidido aterrizar en Orithena…
precisamente el único lugar de todo el mundo en que
Orolo había buscado refugio? ¿Por qué otra razón hubiera
emprendido Orolo el largo y peligroso viaje a Orithena?
Volví a la realidad: no me atrevía a mantener un diálogo
serio con Lodoghir, allí, frente a ese público, sobre aquel
tema. Me aplanaría de tal forma que tendrían que usar
papel de lija para separar mis restos del suelo. Y Orolo
caería conmigo.
Los seculares presenciaban mi diálogo con fra Lodoghir.
Seculares importantes. Panjandrumes, como los llamaba
Orolo. Quizá sus trucos taimados estuviesen funcionando
con ellos.
983
¿Qué solía decir la gente sobre los Rétores? Que poseían
el poder de alterar el pasado y que lo empleaban en cuanto
tenían ocasión.
Yo no tenía poder para mantener un duelo con un Rétor.
Sólo podía decir la verdad con la esperanza de que la
oyesen amigos que tuviesen ese poder.
—Una sugerencia novedosa —dije—. No sé cómo se
hacen las cosas en la Orden de Sante Proc, pero, como
edhariano, yo buscaría pruebas.
—¿Ése es el famoso Brazo? —preguntó Lodoghir.
—El Brazo se inclina por la hipótesis más simple. Que
Orolo no enviase mensajes secretos a la nave espacial
alienígena es más simple que lo que propones.
—Oh, no, fra Erasmas —dijo Lodoghir con una risita de
indulgencia—, eso no lo voy a dejar pasar. ¡Debes recordar
que nos escuchan personas inteligentes! Si el hecho de que
Orolo enviase mensajes explica lo que es misterioso,
¡entonces ésa es la hipótesis más simple!
—¿Qué misterios crees que explica?
—Tres, para ser exactos. Primer misterio: que la sonda
aterrizase en las ruinas de Orithena, un lugar por lo demás
desolado y sin interés, cuyo rasgo más llamativo es un
analema claramente visible desde el espacio.
—Cualquier cosa es claramente visible desde el espacio
si uno dispone de la óptica adecuada —dije—. Recuerda
que los Geómetras decoraron su nave con una
demostración del Teorema Adrakhónico. ¿Qué podría ser
984
más razonable para ellos que aterrizar en el templo de
Adrakhones?
—Deben de saber que estamos aquí —dijo Lodoghir—.
Si querían hablar con teores, ¿por qué no limitarse a
aterrizar en Tredegarh?
—¿Por qué dispararse unos a otros? No puedo cargar con
la responsabilidad de explicar todo lo que hacen los
Geómetras —dije.
—Segundo misterio: el suicidio de Orolo.
—No hay ningún misterio. Escogió preservar un
espécimen inestimable.
—Sopesó el valor de su vida frente al del espécimen —
dijo Lodoghir, haciendo un gesto de balanza con las
manos—. Tercer misterio: en los últimos momentos de su
vida dibujó un analema en el suelo, y allí se quedó a
aguardar el destino que había escogido.
No tuve nada que decir. Para mí también era un misterio.
—Orolo aceptó su responsabilidad —dijo Lodoghir.
—Me he perdido por completo.
—De alguna forma, Orolo envió un mensaje a los
Geómetras durante los meses en que fue la única persona
de Arbre que sabía que estaban allá arriba. Supongo que
el mensaje adoptó la forma de un analema. Una señal para
indicar a los Geómetras que aterrizasen en el analema tan
claramente visible, o que al menos antes lo era, de
Orithena. Una vez expulsado, fue allí y esperó. Y
maravilla, los Geómetras aterrizaron allí. Pero no de la
985
forma que Orolo quizás ingenuamente había esperado.
Una facción de los Geómetras envió una sonda ilícita. La
mujer alienígena sacrificó su vida. La facción dominante
se vengó enviando la barra contra Ecba, con resultados
fatales para Orithena. Orolo comprendió su
responsabilidad en lo sucedido. Lanzar a la mujer muerta
en la aeronave fue la penitencia que él mismo se impuso,
y dibujar el analema en el suelo fue su forma de admitir la
responsabilidad de lo sucedido.
Mientras Lodoghir hacía esa acusación, su tono había
cambiado: al principio hablaba como un inquisidor, pero
fue suavizando el tono de forma que, al final, parecía
apenado. Emocionado. Yo estaba hechizado. Quizás ese
Rétor poseyese realmente el poder de meter mano y
alterar mi cerebro… de cambiar el pasado. Pero, lo que era
más, estaba casi completamente seguro de que Lodoghir
tenía razón.
—Sigues sin tener pruebas… sólo una buena historia —
dije al fin—. Incluso si encuentras pruebas y demuestras
tener razón, ¿qué nos indicaría eso realmente sobre Orolo?
¿Cómo hubiese podido prever una guerra civil entre los
Geómetras? El Geómetra que dio la orden de lanzar la
barra contra Ecba, ¿no es más responsable que Orolo de
las muertes causadas? Por tanto, aunque se demostrasen
algunos elementos de tu hipótesis, todavía quedaría
margen para un diálogo sobre el estado mental de Orolo
cuando le derribó la nube reluciente. Creo que sí, que
986
aceptaba alguna responsabilidad. Pero, al plantarse en el
analema y esperar la muerte, creo que pretendía decir algo
diferente a lo que intentas poner en su boca. Creo que
decía: «A pesar de todo, defiendo lo que hice.»
—Un poco descarado, ¿no te parece? ¿No crees que
debería haber recurrido al Poder Secular? ¿Que ellos
sopesasen las pruebas, que estimasen cuál era la mejor
forma de tratar con los Geómetras? —Lodoghir miró a un
lado, como si quisiese recordarme que los Panjandrumes
estaban allí, en la oscuridad, esperando mi respuesta.
Y en ese momento hice lo único, en todo el diálogo, de lo
que luego estuve orgulloso, no dije lo que pensaba: «El
Guardián del Cielo ya lo intentó, ¿recuerdas?» Pero no
tuve que hacerlo. Un murmullo bajo empezaba a recorrer
la multitud, transformándose en alegría. No tuve más que
aguardar en silencio y esperar a que todo el Convox
percibiese lo absolutamente ridícula que era la posición de
mi loctor. Y presentí que había sido una decisión meditada
por su parte.
—Eso depende —dije— de cómo acabe todo.
Lodoghir arqueó las cejas y se volvió parar mirar al
motucaptor.
—Y ése —dijo— es precisamente el propósito de este
Convox. Supongo que deberíamos ponernos a trabajar. —
Hizo un gesto. Los micrófonos se apagaron y la pantalla
motu se apagó. Todos los presentes en la nave se pusieron
a hablar a la vez.
987
Yo estaba solo en la plataforma, a oscuras. Fra Lodoghir
había salido corriendo escalones abajo, probablemente
para que yo no pudiese arrancarle la lengua con las manos
desnudas. El personal ya desmantelaba el escenario. Me
quité el micrófono, tomé un buen trago de agua y bajé,
sintiéndome como si hubiese estado una hora haciendo de
saco de arena para Lio.
Unas pocas personas parecían esperarme. Una en
especial me llamó la atención, porque era un secular
vestido con ropa de persona importante. Había decidido
que sería la primera persona en hablar conmigo, por lo
que, en lugar de esperar a que yo llegase al final de los
escalones, subió rápido a mi encuentro.
—Emman Beldo —se presentó, y luego soltó el nombre
de algún ministerio gubernamental—. ¿Te importaría
decirme qué demonios ha sido eso?
Me di cuenta de que era más joven de lo que parecía con
aquella ropa; sólo unos pocos años mayor que yo.
—¿Por qué no se lo preguntas a fra Lodoghir? —le
propuse.
Emman Beldo decidió que mi pregunta había sido una
muestra de ironía.
—Vine aquí esperando oír cosas sobre los Geómetras…
—dijo.
—Y en lugar de eso hablamos sobre la conciencia y el
analema.
988
—Sí. Mira. No te confundas. He pasado cinco años como
Unario…
—Eres un burgo educado e inteligente, lees y empleas el
cerebro para ganarte la vida, pero aun así no puedes
comprender lo que acaba de pasar…
—¡Cuando lo que tenemos que hacer es hablar de una
amenaza! ¡De cómo evitarla!
Perdí la concentración un momento, mirando al final de
los escalones, donde un grupo de fras y sures quería
hablar conmigo. Yo intentaba valorarlos sin mirarlos a los
ojos. Algunos, me temí, se consideraban miembros del
linaje y querían intercambiar conmigo sus saludos
secretos. Otros probablemente quisiesen pasar toda la
tarde diciéndome por qué Evenedric se equivocaba.
Habría algunos halikaarnianos del ala dura furiosos
porque yo no había logrado aplanar a fra Lodoghir, y
gente como sur Maroa con preguntas concretas sobre lo
que había visto en Orithena. Estaba pensando que hubiese
sido más fácil tener un trabajo normal como el de Emman
Beldo…
Fra Lodoghir me salvó… más o menos. Se abrió camino
hasta mí. Acaba de terminar una acalorada discusión con
un jerarca de alto nivel.
—Bien, ¡buena la has hecho, fra Erasmas! —dijo.
—¿Qué he hecho bien, fra Lodoghir?
—Has logrado que, en lo que a mí respecta, nos deleguen
al culo del mundo cenobítico.
989
—¿Eso no cae en el concento de «Sapiente» Edhar?
—No, queda un sitio aún peor —proclamó—. La Mensal
sobre la pluralidad de mundos, en la tación de Avrachon.
Allí es donde nos alimentaremos hasta que consiga que los
jerarcas atiendan a razones.
—¿A quién te refieres con «nos»?
—¡Tienes que prestar atención, fra Erasmas!
—¿Atención a qué?
—¡A tu posición en el Convox!
—¿Y cuál es mi posición?
—De pie detrás de mí mientras yo como. Doblando la
servilleta cuando me levanto para ir al baño.
—¿¡Qué!?
—Eres mi servitor, fra Erasmas, y yo soy tu decán. Antes
de la cena me gusta un paño húmedo para la cara, tibio
pero no demasiado caliente. Asegúrate de tenerlo… si no
quieres pasarte el resto del Convox estudiando el Libro. —
Se volvió y desapareció.
Emman Beldo me miraba con interés.
La noticia horrible debería haberme destrozado, pero
estaba estupefacto y me divertía ver a fra Lodoghir tan
irritado.
—Bien —le dije a Emman Beldo—, ahora puedes elegir.
Si quieres saber cosas sobre la amenaza de los Geómetras,
puedes ir a cualquier parte excepto al lugar al que voy yo.
Si quieres la respuesta a por qué durante el Plenario
990
hablamos de temas tan poco relacionados, puedes unirte a
fra Lodoghir y a mí en el culo del mundo cenobítico.
—¡Oh, allí estaré! —dijo—. Mi decán no se lo perdería.
—¿Y quién es tu decán?
—Tú y yo la llamaremos «Madame Secretaria» —me
advirtió—, pero se llama Ignetha Foral.
991
MENSAL
992
Lorita: Un miembro de la orden fundada por sante
Lora, que creía que todas las ideas que la mente
humana podía llegar a concebir ya habían sido
concebidas. Los loritas, por tanto, son historiadores
del pensamiento que ayudan a otros avotos en su
labor dándoles a conocer a otros que en el pasado
tuvieron ideas similares para evitar que reinventen la
rueda.
Diccionario, 4ª edición, 3000 a.R.
993
os Geómetras nos tienen inmovilizados como muestras
L biológicas sobre la mesa —dijo Ignetha Foral después de
servir la sopa—. Pueden pincharnos y cortarnos a
voluntad y ver cómo reaccionamos. Cuando fuimos
conscientes por primera vez de que orbitaban Arbre,
dimos por supuesto que algo pasaría pronto. Pero todo ha
ido exasperantemente despacio. Los Geómetras pueden
obtener de los cometas toda el agua que necesiten, y el
resto, de los asteroides. Lo único que, sospechamos, no
pueden hacer, es realizar viajes interestelares. Pero podría
ser que tampoco tengan prisa. —Una pausa para beber. En
su muñeca relució un brazalete. Parecía valioso, pero no
era llamativo. Todos los detalles de su persona
confirmaban lo que, meses antes, nos había dicho Tulia en
Edhar: que descendía de un clan burgo con dinero y
relaciones en el mundo cenobítico. Todavía no estaba claro
por qué se encontraba allí y, además, con un título tan
impresionante como «Madame Secretaria». Según la
información desenterrada por Tulia, el Guardián del Cielo
la había apartado de su trabajo secular. Pero eso era agua
pasada. Unas semanas antes habían lanzado al Guardián
del Cielo por la escotilla. Quizá mientras yo me distraía en
Ecba el Poder Secular se hubiese reorganizado y la hubiese
recuperado para darle un nuevo trabajo.
994
Tras refrescarse, Madame Secretaria miró a los otros seis
miembros de la mesa. —O al menos eso es lo que les
cuento a mis colegas que me preguntan por qué malgasto
mi tiempo en este Mensal —dijo con buen humor. Fra
Lodoghir se rio con ganas. Los demás lograron soltar
algunas risitas, excepto fra Jad, que miraba a Ignetha Foral
como si ésta fuese la muestra biológica mencionada
anteriormente. Ignetha Foral era lo suficientemente lista
para darse cuenta—. Fra Jad —dijo, inclinándose
ligeramente hacia él en un amago de reverencia—,
naturalmente, posee una visión a largo plazo de las cosas
y probablemente esté pensando que mis colegas tienen
una capacidad de concentración tan escasa como para ser
peligrosa. Pero mi especialidad, para bien o para mal, es el
funcionamiento político de lo que vosotros llamáis el
Poder Secular. Y en ese mundo, a muchos este Mensal les
parece una forma de malgastar muy buenas mentes. Lo
mejor que admiten es que resulta un lugar conveniente al
que exiliar a personas difíciles, irrelevantes o
incomprensibles, para que no se inmiscuyan en los
asuntos importantes del Convox. ¿Qué dirían los
presentes en esta mesa a los que me recomiendan que lo
deje? ¿Sur Asquin?
Sur Asquin era nuestra anfitriona: la actual Dicataria de
la tación de Avrachon, por tanto su propietaria a todos los
efectos menos de nombre. Ignetha Foral la había
nombrado primero porque parecía tener algo que decir,
995
pero además, sospechaba yo, porque era una cuestión de
etiqueta. Yo de momento le concedía a sur Asquin el
beneficio de la duda, porque nos había ayudado a
preparar la cena, trabajando con su servitora Tris. Aquél
era el primer Mensal sobre la pluralidad de mundos y, por
tanto, nos había llevado un tiempo hacernos a la cocina,
calentar los hornos y demás.
—Creo que disfruto de una ventaja injusta, Madame
Secretaria, ya que vivo aquí. Yo respondería a la pregunta
guiando a sus colegas por la tación de Avrachon, que
como puede ver es una especie de museo…
Yo estaba de pie detrás de fra Lodoghir con las manos a
la espalda. Sostenía el extremo anudado de una cuerda
que desaparecía en un agujero de la pared y recorría
treinta pies hasta la cocina. Alguien tiró suavemente del
otro extremo para llamarme. Me incliné para asegurarme
de que mi decán no precisaba que le limpiase la barbilla y
luego rodeé la mesa pasando por delante de otros
servitores. Mientras tanto, sur Asquin intentaba
argumentar que el simple hecho de mirar los viejos
instrumentos científicos dispersos por la tación
convencería hasta al extra más escéptico de que la
metateorética pura merecía el apoyo secular. A mí me
parecía evidente que estaba empleando la Transcuestación
Hipotroquiana para afirmar que la metateorética pura
sería la única ocupación de aquel Mensal, con lo que no
estaba nada de acuerdo… pero yo no debía hablar hasta
996
que no me hablasen y suponía que los demás podrían
ocuparse de sí mismos. Fra Tavener, también conocido
como Barb, estaba de pie detrás de fra Jad, mirando a sur
Asquin como un pájaro mira un insecto, deseando saltar
sobre ella y aplanarla. Al pasar le guiñé un ojo, pero ni se
enteró. Atravesé una puerta acolchada para aislar de los
ruidos y tomé un pasillo que hacía de esclusa de aire, o
más bien, de esclusa de sonido. Al final había otra puerta
acolchada, con bisagras en ambos sentidos. La crucé y
entré en la cocina, enfrentándome de súbito al calor, el
ruido y la luz.
Y al humo, porque Arsibalt había logrado incendiar algo.
Fui hasta el cubo de arena, pero, al no ver llamas, lo pensé
mejor. Por el altavoz oíamos a sur Asquin; el Poder Secular
había enviado a un Ati a montar un sistema de sonido
unidireccional para que en la cocina, y suponía yo que en
otros lugares más lejanos, pudiésemos oír todo lo que se
decía en el mensalán.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—No pasa nada. Oh, ¿esto? He quemado una chuleta. Da
igual. Tenemos más.
—Entonces, ¿por qué has tirado de la cuerda?
Dedicó una mirada de culpa a la tabla de la pared de la
que colgaban siete extremos de cuerda, cada una con el
nombre de un servitor.
—¡Porque estoy desesperadamente aburrido! —dijo—.
¡Esta conversación es estúpida!
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—Están empezando —comenté—. No son más que las
formalidades iniciales.
—No me sorprende que la gente quiera abolir el Mensal,
si esto es un ejemplo representativo…
—¿De qué te sirve tirar de mi cuerda?
—Oh, es una antigua tradición de este lugar —dijo
Arsibalt—. He estado leyendo. Si el diálogo se pone muy
aburrido, los servitores manifiestan su disgusto con los
pies… marchándose a la cocina. Se supone que los decanes
se dan cuenta.
—Hay tan pocas probabilidades de que algo así funcione
con este grupo como de que enfermen tomando la cena.
—Bien, hay que empezar por alguna parte.
Me acerqué a las cuerdas, cogí un trozo de tiza y escribí
«Emman Beldo» bajo la que todavía no tenía nombre.
—¿Así se llama?
—Sí. Hablamos tras el Plenario.
—¿Por qué no ayudó a cocinar?
—Una de sus tareas es conducir a Madame Secretaria de
un lado a otro. Ha llegado hace sólo cinco minutos. En
cualquier caso, los extras no pueden cocinar.
—¡Raz dice la verdad! —dijo sur Tris, que llegaba del
jardín con el paño cargado de leña—. Tampoco a vosotros
parece que se os dé muy bien. —Abrió la puertecita de la
caja de leña del horno y contempló las brasas con ojo
crítico.
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—Pronto demostraremos nuestra valía —dijo Arsibalt,
empuñando un enorme cuchillo como si fuese un guerrero
bárbaro llamado a un combate singular—. Esta cocina,
vuestros productos, vuestros cortes de carne… para
nosotros todo es extraño. —Luego, como si dijésemos
«hablando de extrañezas…», Arsibalt y yo miramos una
cazuela pesada, que habíamos relegado al extremo más
lejano de la cocina con la esperanza de que los vapores que
emitía apestasen menos si venían de más lejos.
Sur Tris removía las brasas y añadía trocitos de leña
como si estuviese dedicándose a la cirugía cerebral. Nos
habíamos burlado de ella hasta que nuestros intentos por
hacer lo mismo habían acabado con el resultado que uno
asocia con la guerra nuclear. Ahora la observábamos
contritos.
—Es un poco raro que Madame Secretaria empiece
diciendo que el Mensal es una trampa para perdedores —
dije.
—Oh, no estoy de acuerdo. ¡Lo hace muy bien! —
exclamó Tris—. Intenta motivarlos. —Tris era gordinflona
y no muy atractiva, pero al haberse criado en un cenobio
poseía la personalidad de una chica hermosa.
—Me pregunto cómo le sentará eso a mi decán —dije—.
Nada le gustaría más que que se cancelase para poder irse
a cenar con la gente importante.
Sonó una campana. Nos giramos para mirar. Había siete
campanillas montadas en la pared, una encima de cada
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cuerda, conectadas mediante una larga cinta que
atravesaba la pared y pasaba bajo el suelo con la parte
inferior de la mesa del mensalán, donde terminaba en un
tirador de terciopelo. Un decán podía convocar a su
servitor, en silencio y discretamente, usando el tirador.
La campanilla sonó una vez, se detuvo, volvió a sonar sin
parar, cada vez más violentamente, hasta que pareció a
punto de saltar de la pared. Debajo decía: «fra Lodoghir».
Regresé al mensalán, me situé detrás de él y me incliné.
—Deshazte de estas gachas edharianas —dijo entre
dientes—. Son incomestibles.
—¡Deberías ver lo que cocinan los matarrhitas! —
murmuré.
Fra Lodoghir miró al otro lado de la mesa, a un avoto.
Era uno de los que ese mismo día había celebrado Prohijar
conmigo. Tenía el rostro cubierto por un paño; no
sabíamos si era hombre o mujer. El tejido estaba estirado
a los lados de la cabeza, como para formar una capucha,
pero la capucha cubría por completo el rostro, a excepción
de una abertura para introducir la comida, si ésa es la
palabra adecuada para lo que los matarrhitas se metían en
la boca.
—Tomaré lo que esté tomando —siseó—. ¡Pero no esto!
Miré directamente a fra Jad, que se estaba metiendo ese
mismo plato en la boca sin ningún problema. Luego
confisqué la ración de Lodoghir y salí de allí, encantado de
tener una excusa para volver a la cocina.
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