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Published by snullbug20, 2018-07-30 19:54:34

Anatema - Neal Stephenson

no resultaba demasiado interesante, ya que, después de


algunos miles de años de ocupación humana, no había

paisaje sin ellas.

Dimos vueltas hasta llegar a un punto desde el que


podíamos ver Samble desde arriba y saludar a nuestros

amigos. El servicio del arca no daba señales de terminar.

Habíamos dado por supuesto que poco después de que


partiésemos, los vehículos nos darían alcance. Es decir,

que sólo caminábamos para hacer ejercicio, no para llegar

hasta arriba. Pero daba la impresión de que llegaríamos


antes que los vehículos. Lo que, por alguna razón,

despertó nuestros instintos competitivos y nos hizo andar


más rápido. Encontramos un atajo empleado por otros

caminantes y nos evitamos toda una vuelta a la montaña

trepando por la ladera unos cien pies.


—¿Conocías a fra Paphlagon? —le pregunté a Criscan

cuando nos detuvimos al final del atajo para beber agua y


maravillarnos de nuestros avances. La vista valía algunos

minutos.

—Yo era su fille —dijo Criscan—. ¿Tú lo eras de Orolo?


Asentí.

—¿Sabes que Orolo era fille de Paphlagon antes de que

Paphlagon recorriese el laberinto? —le pregunté.


Fra Criscan no dijo nada. Porque Paphlagon nunca había

mencionado a Orolo —ni ningún aspecto de su antigua

vida entre los Dieces—, ya que habría violado la







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Disciplina. Pero era algo que podía escaparse con facilidad


hablando de trabajo.

—Paphlagon y otro Diece llamado Estemard trabajaron

juntos y educaron a Orolo. Se fueron al mismo tiempo:


Paphlagon por el laberinto y Estemard por la Puerta de

Día. Estemard vino aquí.

Criscan preguntó:


—¿Qué reputación tenía Orolo? Es decir, antes de su

Anatema.

—Era el mejor de nosotros —dije, sorprendido por la


pregunta—. ¿Por qué? ¿Cuál era la reputación de

Paphlagon?


—Similar.

—¿Pero…? —Era evidente que se avecinaba un «pero».

—Su quehacer era algo extraño. En lugar de ocuparse de


algo manual como la mayoría de la gente, se dedicó a

estudiar…


—Lo sabemos —dije—. Estudiaba el policosmos. Y/o el

Mundo Teorético de Hylaea.

—Consultasteis sus escritos —dijo Criscan.


—Escritos de hace veinte años —le recordé—. No

tenemos ni idea de a qué se dedicaba últimamente.

Durante unos momentos, Criscan no dijo nada, para


luego encogerse de hombros.

—Parece muy relevante para el Convox, así que supongo

que no hay problema en comentarlo.


—No te delataremos —le prometió Lio.



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Criscan no pilló el chiste.


—¿Os habéis dado cuenta de que cuando la gente se pone

a hablar de la idea del Mundo Teorético de Hylaea

siempre acaba dibujando el mismo diagrama?


—Sí… ahora que lo dices —dije.

—Dos círculos o cajas —dijo Lio—. Una flecha que va de

uno a otro.


—Un círculo o caja representa el Mundo Teorético de

Hylaea —dije—. La flecha empieza en él y apunta al otro,

que representa nuestro mundo.


—Este cosmos —me corrigió Criscan—, o dominio

causal, si lo prefieres. ¿Y la flecha representa…?


—Un flujo de información —dijo Lio—. Conocimientos

sobre triángulos entrando en nuestros cerebros.

—Relación de causa y efecto —fue mi suposición.


Recordaba la charla de Orolo sobre la Desgarradura del

Dominio Causal.


—Ambas cosas resultan ser lo mismo —nos recordó

Criscan—. Ese tipo de diagrama afirma que la información

sobre las formas teoréticas llega a nuestro cosmos desde el


MTH y provoca aquí un efecto mensurable.

—Un momento, ¿mensurable? ¿De qué mensurabilidad

estamos hablando? —preguntó Lio—. No podemos pesar


un triángulo. No podemos clavar un clavo empleando el

Teorema Adrakhónico.










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—Pero podemos pensar en esas cosas —dijo Criscan—, y


pensar es un proceso físico que se realiza en el tejido

nervioso.

—Puedes encajar sondas en el cerebro y medirlo —dije.


—Exacto —dijo Criscan—, y la premisa fundamental del

Protismo es que esas sondas cerebrales mostrarían otro

resultado si no se produjese ese flujo de información desde


el Mundo Teorético de Hylaea.

—Supongo que así es —admitió Lio—, pero suena muy

impreciso cuando se expresa de esa forma.


—No nos preocupemos por eso ahora —dijo Criscan.

Nos encontrábamos en una parte inclinada de la pista,


jadeando y sudando por el castigo del sol, y no quería

gastar demasiadas energías—. Volvamos al diagrama de

las dos cajas. Paphlagon pertenecía a una tradición, que se


remontaba a sur Uthentine de Sante Baritoe, en el siglo

XIV a. R., que se plantea «¿por qué sólo dos?».


Supuestamente, todo empezó cuando Uthentine entró en

una sala de tiza y vio por casualidad el diagrama

convencional de dos cajas que había dibujado en la pizarra


un tal fra Erasmas.

Lio se volvió para mirarme.

—Sí —dije—, mi tocayo.


Criscan siguió hablando:

—Uthentine le dijo a Erasmas: «Veo que le hablas a tus

filles sobre los Grafos Acíclicos Dirigidos; ¿cuándo vas a


pasar a los más interesantes?» A lo que Erasmas



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respondió: «Disculpa, pero no es un GAD, es algo


totalmente diferente.» Lo que ofendió a sur Uthentine, que

era una teor que había dedicado toda su carrera al estudio

de los grafos. «Reconozco un GAD cuando lo veo», dijo.


Erasmas se exasperó, pero pensándolo mejor decidió que

podía valer la pena explorar la altavisión de la sur. Y así

fue como Uthentine y Erasmas desarrollaron el Protismo


Complejo.

—¿En oposición al Simple? —pregunté.

—Sí —dijo Criscan—, el Simple es el de las dos cajas. El


Complejo puede contener cualquier número de cajas y

flechas, siempre que las flechas no vayan en círculo.


Dimos la vuelta hasta el lado en sombra del cerro y

llegamos a una zona de la pista que las lluvias estacionales

habían embarrado… perfecta para dibujar diagramas.


Mientras descansábamos y bebíamos agua, Criscan se

dedicó a un calca sobre el Protismo Complejo. En
3

resumen, nuestro cosmos, lejos de ser el único dominio

causal al que llegaba la información de un Mundo

Teorético de Hylaea único y solitario, podía ser sólo un


nodo en una red de cosmos por la que fluía la información,

siempre en una misma dirección, como el aceite de una

lámpara empapa la mecha. Otros cosmos, quizá no tan


diferentes al nuestro, podían encontrarse mecha arriba del

nuestro y enviarnos información a nosotros. Y así mismo,

otros podrían encontrarse mecha abajo del nuestro, y





3 Véase calca (3).
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nosotros les estaríamos suministrando información. Una


probabilidad muy remota… pero que al menos explicaba

la Evocación de Paphlagon.

—Ahora tengo una pregunta para vosotros, Dieces —dijo


Criscan, cuando volvimos a ponernos en marcha—.

¿Cómo era Estemard?

—Se fue antes de que nos recolectasen —dije—, así que


no le conocimos.

—Oh, da lo mismo —dijo Criscan—, pronto lo sabremos.

Recorrimos en silencio unos pasos antes de que Lio,


mirando cautelosamente la cima del cerro, que ya no

estaba tan lejos, dijese:


—He estado investigando un poco a Estemard. Quizá

debería contaros lo que sé antes de que nos presentemos

en su casa.


—Has hecho bien. ¿Qué descubriste? —pregunté.

—Podría tratarse de uno de esos casos en los que alguien


se va antes de que le expulsen —dijo Lio.

—¿¡En serio!? ¿Qué hacía?

—Su quehacer eran las losetas —dijo Lio—. Esas


extremadamente complejas de la Nueva Lavandería son

obra suya.

—Las geométricas —dije.


—Sí. Pero parece ser que las usaba como tapadera para

seguir trabajando en un antiguo problema geométrico

llamado el Teglón. Es un problema de losetas y se remonta


al templo de Orithena.



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—¿No es el problema que volvió loca a mucha gente? —


pregunté.

—Metekoranes estaba de pie en el Decagón, delante del

templo de Orithena, contemplando el Teglón, cuando las


cenizas cayeron sobre él —dijo Criscan.

Yo dije:

—Era el problema que intentaba resolver Rabemekes en


la playa cuando el soldado baziano lo atravesó con la

lanza.

Lio dijo:


—Sur Charla, de las Hijas de Hylaea, creyó tener la

respuesta. La dibujó en el polvo del camino a Alto Colbon,


cuando pasó el ejército del rey Rooda que iba a ser

masacrado. Sur Charla jamás recuperó la cordura. Los

esfuerzos por resolverlo han dado como resultado


subdisciplinas enteras de la teorética. Y hay, siempre lo ha

habido, quien le presta más atención de la conveniente. La


obsesión pasa de una generación a la siguiente.

—Hablas del linaje —dijo Criscan.

—Sí —respondió Lio, con otra mirada nerviosa hacia


arriba.

—¿A qué linaje te refieres? —pregunté.

—El linaje lo llaman —dijo Criscan—, o en ocasiones el


antiguo linaje.

—Bien… necesito ayuda. ¿En qué concento está?

Criscan negó con la cabeza.







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—Crees que es como una orden. Pero el linaje se remonta


a antes de la Reconstitución… a antes incluso de sante

Cartas. Supuestamente, teores que habían trabajado con

Metekoranes lo fundaron durante el periodo Peregrín.


—Pero, al contrario que él, no acabaron bajo trescientos

pies de piedra pómez —añadió Lio.

—Entonces es otra cuestión completamente diferente —


dije—. Si realmente es cierto, no pertenece al mundo

cenobítico.

—Ése es el problema —dijo Lio—, el linaje existió


durante siglos antes de la idea de cenobios, fras y sures.

Así que no esperes que funcione según las reglas que se


asocian habitualmente a nuestras órdenes.

—Hablas en presente —dije.

Criscan volvió a parecer incómodo, pero no dijo nada.


Lio volvió a echar un vistazo arriba y aminoró el paso.

—¿De qué estamos hablando? ¿Por qué estáis tan


nerviosos? —preguntó.

—Algunos acabaron sospechando que Estemard era un

miembro —dijo Lio.


—Pero Estemard era edhariano —dije.

—Eso es parte del problema —dijo Lio.

—¿Problema? —pregunté.


—Sí —dijo Criscan—, al menos para mí y para ti.

—Porque… ¿somos edharianos?

—Sí —dijo Criscan mirando de reojo a Lio.







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—Bien, a Lio le confiaría mi vida —le dije—. Delante de


él puedes decir todo lo que le dirías a otro edhariano.

—Vale —dijo Criscan—. No me sorprende que nunca lo

hayas oído mencionar, ya que sólo llevas unos meses en la


Orden de Sante Edhar, y no eres más que un… eh…

—¿Sólo un Diece? —dije—. Adelante, no me ofendes. —

Pero sí que me ofendía un poco. A espaldas de Criscan,


Lio puso una cara graciosa que le quitó hierro a la

situación.

—En caso contrario habrías oído rumores. Comentarios.


—¿Como cuáles?

—Primero, que los edharianos en general están un poco


locos. Que son un poco místicos.

—Por supuesto, conozco a gente así —dije.

—Vale —dijo Criscan—. Bien, entonces sabrás que una


de las razones para que la gente mire con recelo a los

edharianos es que da la impresión de que nuestra


devoción por el Mundo Teorético de Hylaea podría ser

más importante que nuestra lealtad a la Disciplina y a los

principios de la Reconstitución.


—Bien —dije—. Pienso que es injusto, pero comprendo

por qué alguien podría pensarlo.

Lio añadió:


—O fingir pensarlo, para tener un arma que esgrimir

frente a los edharianos.

—Bien —dijo Criscan—, imagina que hubiese, o se


creyese que hay, un linaje de ultraedharianos.



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—¿Quieres decir que esa gente cree que hay una


conexión entre nuestra orden y el linaje?

Criscan asintió.

—Algunos incluso han llegado a presentar la acusación


de que los edharianos son una farsa… una tapadera cuyo

propósito real es actuar como cuerpo anfitrión de una

infección de adoradores del Teglón.


Considerando las notables contribuciones que a lo largo

de los milenios habían realizado los edharianos a la

teorética, no tuve problema en rechazar esas acusaciones


ridículas, pero una palabra me llamó la atención.

—Adoradores —repetí.


Criscan suspiró.

—La gente que difunde esos rumores… —empezó a

decir.


—Es la misma que piensa que nuestra creencia en el

MTH es equivalente a una religión —concluí—. Y


contribuye a su propósito difundir la idea de que en el

corazón de la Orden Edhariana hay un culto secreto.

Criscan asintió.


—¿Lo hay? —preguntó Lio.

Le habría dado un golpe de haber podido salirme con la

mía. Criscan no estaba al tanto del sentido del humor de


Lio y se lo tomó muy mal.

—¿Qué hizo realmente Estemard mientras ejercía su

quehacer? —le pregunté a Lio—. ¿Leía libros? ¿Intentaba







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resolver el Teglón? ¿Encendía velas y recitaba


encantamientos?

—Sobre todo leía libros… muy antiguos —dijo Lio—.

Libros muy antiguos que habían dejado otros que en su


época habían sido sospechosos de pertenecer al linaje.

—Parece interesante pero inofensivo —dije.

—Además, la gente se dio cuenta de que estaba


indebidamente interesado en los Milenarios. Durante los

autos, tomaba nota de lo que cantaban los Milésimos.

—¿Cómo encontrar sentido a sus cantos sin tomar notas?


—E iba mucho al laberinto superior.

—Bien —admití—, eso es un poco raro… ¿Forma parte


de la leyenda relativa al linaje que sus miembros violan la

Disciplina… que se comunican a pesar de la separación

entre cenobios?


—Sí —dijo Criscan—. Se ajusta a una teoría

conspiratoria. El insulto común contra los edharianos es


que consideran su trabajo más profundo y más importante

que el de los demás… que la búsqueda de la verdad en el

Mundo Teorético de Hylaea va por delante de la


Disciplina. Por tanto, si la búsqueda de la verdad requiere

que se comuniquen con avotos de otros cenobios, o con

extras, no tienen inconveniente en hacerlo.


Aquello me parecía cada vez más ridículo, y empezaba a

pensar que podía ser una de las locas modas de los

Centenos. Pero no dije nada, porque pensaba en Orolo







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hablando con Sammann en el viñedo y realizando


observaciones ilícitas.

Lio bufó.

—¿Extras? ¿Qué clase de extra se iba a preocupar de un


problema teorético y místico de hace seis mil años?

—La clase con la que llevamos dos días viajando —dijo

Criscan.


Nos habíamos detenido por completo. Seguí avanzando.

—Bien, si todo lo que me decís es cierto, no nos estamos

haciendo ningún favor estando aquí fuera.


Criscan me entendió de inmediato, pero Lio parecía

confuso. Seguí hablando:


—Sante Tredegarh se está llenando de avotos de todo el

mundo. Los jerarcas deben de estar registrando quién ha

llegado y procedente de qué concento. Y nosotros, un


grupo sobre todo de edharianos venidos de, entre todos

los lugares posibles, el concento de Sante Edhar, vamos a


llegar tarde…

—Porque hemos estado quebrantando las reglas…

paseándonos entre los deólatras —dijo Lio, empezando a


entender.

—… buscando a un par de fras caprichosos que se ajustan

a la perfección al estereotipo del que nos ha estado


hablando Criscan.

Unos minutos más tarde Lio y yo llegamos a la cima.

Habíamos dejado a Criscan atrás, resoplando. La


conversación nos había puesto nerviosos y prácticamente



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habíamos corrido durante el resto del camino… no por


necesidad de apresurarnos, sino simplemente para

quemar la energía.

La parte superior del Cerro de Bly daba la impresión de


que en tiempos de sante Bly había sido un lugar

encantador. Existía porque había una capa de roca dura

que se resistía a la erosión y protegía el material blando


que tenía debajo mientras todo lo demás, millas a la

redonda, se desmoronaba lentamente. En la parte superior

había espacio suficiente para construir una casa grande,


digamos del tamaño de la casa donde vivía la familia de

Jesry. A lo largo de los milenios habían levantado muchas


estructuras diferentes. El estrato inferior era de albañilería:

piedras o ladrillos colocados directamente sobre la

superficie dura del cerro. Las generaciones posteriores


habían vertido piedra sintética directamente sobre esos

cimientos para formar pequeñas casamatas, garitas,


fortines, almacenes de equipo y cimientos para antenas y

torres. Con el tiempo había habido cambios: conexiones

entre estructuras, envejecimiento, derrumbes, oxidación,


reemplazos o soterramiento bajo nuevas edificaciones. La

piedra —sintética y natural— estaba manchada de ocre

por el óxido de todas las estructuras metálicas habidas en


el lugar en algún momento. Para ocupar un área tan

pequeña, era un lugar muy complejo… uno de esos sitios

que los niños podrían explorar durante horas. Lio y yo


éramos todavía lo suficientemente niños para sentirnos



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tentados. Pero teníamos muchas cosas en la cabeza. Así


que buscamos señales de ocupación. La más evidente era

el telescopio reflector que se alzaba sobre un plinto alto

que en su día había sostenido una torre de antena. Lo


visitamos primero. El telescopio parecía un proyecto

artístico que Cord o uno de sus amigos hubiese montado

en el taller con restos metálicos. Pero mirando en su


interior vimos el espejo pulido a mano, de más de doce

pulgadas de diámetro, de aspecto perfecto, al que

supuestamente habían conectado un eje polar fabricado a


partir de motores, engranajes y cojinetes conseguidos

cualquiera sabía dónde. Desde allí nos resultó fácil seguir


el rastro de pruebas por la plataforma hasta una escalera

exterior que conducía a una plataforma inferior del lado

sureste del complejo. La habían equipado con una rejilla


para cocinar carne, polisillas y una polimesa impermeable,

y una enorme sombrilla. Una policaja contenía juguetes


infantiles guardados con una precisión muy poco infantil,

como si los niños anduviesen por allí a menudo pero no

todos los días. Una puerta conectaba ese patio con una


conejera de pequeñas habitaciones, poco más que

armarios de equipo, convertidas en un hogar. Quien

viviese allí no era Orolo. A juzgar por los fototipos de las


paredes, era un hombre mayor con una esposa algo joven

y al menos dos generaciones de descendientes. Los ikonos

eran casi tan numerosos como las instantáneas, así que


evidentemente se trataba de una familia de deólatras.



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Sacamos esa impresión en pocos segundos, antes de


comprender que habíamos entrado sin permiso en el

hogar de alguien. Luego nos sentimos estúpidos porque

era un error muy propio de avotos. Retrocedimos tan


rápido que casi tropezamos el uno con el otro.

El patio estaba formado por una losa lisa de piedra

sintética. Considerando que Estemard era un enlosador


tan ferviente, parecía raro que no lo hubiese mejorado.

Pero vimos que había una escalera que subía a una cornisa

donde había construido un horno de ladrillo. Dispersos a


su alrededor estaban los restos de muchos años de trabajo:

arcilla, moldes, losa vidriada y miles de losetas y


fragmentos de loseta con el mismo repertorio de formas

geométricas simples que decoraban la Nueva Lavandería

de Sante Edhar. Estemard todavía no había enlosado el


patio porque todavía no había encontrado la

configuración perfecta de losetas. No había resuelto el


Teglón.

—¿Locura manifiesta? —le pregunté a Lio—. ¿O va

camino de resolverlo?


Criscan llegó por otro camino. Al encontrarnos,

mencionó que había dado con otra construcción más

pequeña. Le seguimos recorriendo la parte sur del


complejo.

Instantáneamente supimos lo que era. Tenía todas las

características de un cenobio mínimo. Estaba en una


esquina. Sólo se podía llegar a él siguiendo un camino



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largo y algo tortuoso, al final del cual había una barrera


simbólica, improvisada recientemente con polilona y

chapa de madera, y una puerta. Al atravesar la puerta nos

encontramos en un entorno que nos resultaba


perfectamente natural. Era otra losa sin techo. Un agente

inmobiliario podría haberlo llamado patio. Para nosotros

era un claustro en miniatura. Con mucho cuidado habían


eliminado cualquier resto de lo secular; sólo quedaban la

antigua piedra limpia y algunos artículos necesarios,

todos fabricados a mano: una silla y una mesa protegidas


por una lona, dispuestas sobre una estructura de madera

que se mantenía unida con muchas vueltas de cuerda. En


una esquina había un bote de pintura oxidado con la tapa

sujeta por una piedra. Lio lo abrió, arrugó la nariz y

declaró que había encontrado la bacinilla de Orolo. El


lugar estaba vacío y seco. Las cenizas del fondo del brasero

estaban frías. La jarra de agua estaba vacía y un armario


de madera, que en su época se había empleado para

guardar comida, se usaba para especias, utensilios de

cocina y fósforos.


Una puerta en mal estado llevaba a la celda de Orolo,

decorada de forma bastante similar. El reloj, sin embargo,

era moderno, con una reluciente pantalla digital que


indicaba las centésimas de segundo. Los estantes,

fabricados con viejos escalones y bloques de albañilería,

soportaban algunos libros impresos a máquina y unas


cuantas hojas escritas a mano. Una pared estaba forrada



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de hojas: diagramas y notas que Orolo había clavado con


tachuelas. Otra pared estaba forrada de fototipos, en su

mayoría de los distintos esfuerzos realizados por Orolo

para capturar imágenes de la nave de los primos


empleando (suponíamos) el telescopio casero. La imagen

era poco más que una raya blanca y gruesa contra un

fondo de rayas más pequeñas: las estrellas. Pero en la


esquina de aquel mosaico, Orolo había pegado varios

fototipos sin relación que había arrancado de distintas

publicaciones o había impreso con un disposín. A primera


vista, en ellas no había más que un enorme agujero en el

suelo: quizás una mina abierta al aire libre.


El resto de las hojas se solapaban formando un mosaico,

con líneas trazadas de unas a otras formando un sistema

arbóreo de conexiones. La hoja situada más arriba decía:


ORITHENA. Cerca de su parte superior estaba escrito el

nombre «Adrakhones». Una flecha descendía


verticalmente desde éste hasta el nombre de «Diax». Era

un callejón sin salida. Pero una segunda flecha

descendente en diagonal apuntaba al nombre de


«Metekoranes» y, de ahí, el árbol se ramificaba hacia abajo

para incluir nombres de muchos lugares y siglos.

—Vaya —dijo Lio.


—No me da buena espina —admití.

—Es el linaje —terció Criscan.

La puerta se abrió y hubo violencia. No fue prolongada,


duró un segundo, ni intensa, pero fue violencia, y nos



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apartó tanto del sendero que habían estado siguiendo


nuestras mentes que no tenía sentido volver a él de

inmediato.

Simplemente: un hombre entró por la puerta de la celda


y Lio le derribó. Lio estaba sentado sobre el pecho del

hombre y examinaba, con gran fascinación, un arma de

proyectiles que acababa de sacar de una cartuchera que el


otro llevaba en el muslo.

—¿Tienes cuchillos o algo así? —preguntó Lio, y miró

hacia la puerta. Venía más gente. Barb el primero.


—¡Levántate! —gritó el hombre. Nos llevó un momento

darnos cuenta de que hablaba en orto—. ¡Devuélveme eso!


—Nos dimos cuenta de que era muy mayor, aunque

cuando había entrado por la puerta se movía con el vigor

de un joven.


—Estemard lleva pistola —anunció Barb—. Es una

tradición local. Nadie lo considera una amenaza.


—Bien, entonces estoy seguro de que Estemard no se

sentirá amenazado si yo llevo ésta —dijo Lio. Se levantó

del pecho de Estemard y se puso en pie, con la pistola en


la mano, apuntando al techo.

—Hoy no hay nada para vosotros —dijo Estemard—. Y

en cuanto al arma, será mejor que me dispares o me la


devuelvas.

Lio ni siquiera consideró la idea de devolvérsela.

Bien, durante toda la escena yo había estado tan


conmocionado, y luego tan confuso, que había



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permanecido inmóvil. Temía hacer nada por miedo a


equivocarme. Pero ver fuera las caras de mis amigos me

impulsó a actuar, ya que no quería dar la impresión de que

no sabía qué decir o de estar indeciso.


—Dado que afirmas que aquí no hay nada para nosotros

—dije—, una afirmación con la que no estamos de

acuerdo, no favorecería nuestros intereses suministrarte


armas.

Para entonces, otros miembros del grupo Peregrín

habían llegado al patio. Fra Jad entró, apartó a Estemard


con el hombro, asimiló el contenido de la celda de un

vistazo y se puso a examinar las hojas y fototipos que


Orolo había puesto en la pared. Eso, mucho más que ser

derribado por Lio o aplanado por mí, hizo que Estemard

comprendiese que le superábamos. Se desinfló y apartó la


vista. Al contrario que los demás, él sólo había tenido unos

minutos para acostumbrarse a estar en presencia de un


Milésimo.

—Lio, aquí mucha gente lleva armas de fuego —dijo

Cord—. Comprendo que te hayas llevado una impresión


equivocada, pero puedes aceptar mi palabra, no os iba a

disparar. —Nadie respondió—. Venga, montones de sacos

tristes, ¡es la hora del picnic!


—¿Picnic?—dije.

—Cuando termina el servicio —dijo Estemard—,

cocinamos en la zona verde, si el tiempo lo permite. —La


intervención de Cord parecía haberle animado un poco.



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Miré hacia la puerta y vi a Arsibalt en el patio. Arqueó


las cejas. «Sí. Estemard se ha convertido en un deólatra.»

En el concento, nos imaginábamos a los Asilvestrados

como hombres salvajes de pelo largo, pero Estemard


parecía un farmacéutico retirado de vuelta de una

excursión.

Estemard me miró con atención.


—Tú debes de ser Erasmas —dijo. Lo que pareció

resolver alguna duda mental suya. Respiró

profundamente, librándose de los últimos vestigios de la


conmoción sufrida cuando Lio le había derribado—. Sí.

Todos estáis invitados al picnic si prometéis no atacar a


nadie. —Al ver que la objeción iba pasando de mi cerebro

a mi cara, sonrió y añadió—: A la gente que no os haya

atacado primero, claro. Dudo que lo hagan; toleran mejor


a los avotos que vosotros a ellos.

—¿Dónde está Orolo?


Fra Jad, todavía dándonos la espalda, que miraba en ese

momento el fototipo de la mina abierta, nos tomó por

sorpresa haciendo uso de su voz subsónica:


—Orolo ha ido al norte.

Estemard quedó desconcertado; luego volvió a sonreír

lentamente cuando dedujo cómo lo había deducido el


Milésimo.

—Fra Jad tiene razón.










620

—Iremos al picnic —anunció fra Jad, pronunciando con


cuidado la palabra flújica—. Lio, Erasmas y yo bajaremos

los últimos, en el vehículo de Ganelial Crade.

La comitiva llegó al patio. La gente volvió a los vehículos.


Lio sacó el cargador de la pistola y devolvió a Estemard

ambos elementos por separado. Éste se fue, reacio,

acompañado de Criscan. Tan pronto como hubieron


cruzado la puerta improvisada, fra Jad se puso a arrancar

las hojas de las paredes. Lio y yo lo ayudamos y le

entregamos toda la cosecha. Fra Jad dejó la mayoría de los


fototipos, pero se llevó los que mostraban el agujero del

suelo y me los entregó.


El Milésimo salió al claustro de Orolo y metió todas las

hojas en el brasero. Luego buscó en el armario de Orolo y

sacó los fósforos.


—Deduzco por la etiqueta que se trata de praxis para

producir fuego —dijo.


Le enseñamos a usarlos. Prendió las hojas de Orolo. Allí

nos quedamos hasta que se convirtieron en cenizas. Luego

fra Jad revolvió las cenizas con un palo.


—Hora del picnic —dijo.

Mientras bajábamos del cerro, dando tumbos en la parte

trasera abierta del transbor de Ganelial Crade como


botellas en una caja, de vez en cuando podíamos mirar

abajo y ver cómo iban preparando el picnic en la zona

verde de Samble. Por lo visto aquella gente se tomaba los


picnics tan en serio como los servicios religiosos.



621

Fra Jad parecía tener otras cosas en la cabeza, y no dijo


nada hasta que casi llegamos a Samble. Luego golpeó el

techo de la cabina del transbor y, en orto, le preguntó a

Crade si no le importaría esperar unos minutos. En un orto


realmente salvaje y bárbaro, Crade dijo que no había

inconveniente.

Nunca se me había pasado por la cabeza que alguien


como Crade pudiese conocer nuestra lengua. Pero tenía

sentido. Los contrabazianos desconfiaban de los

sacerdotes y demás intermediarios. Creían que todos


debían poder leer las escrituras. Casi todos leían

traducciones al flújico. Pero no era tan descabellado


pensar que una secta especialmente ferviente y aislada,

como la de Samble, aprendiera orto clásico para no tener

que confiar su alma inmortal a los traductores.


Fra Jad me indicó que me apeara. Salté de la parte de

atrás del transbor y le ayudé a bajar, más por respeto que


por otra cosa, ya que no parecía precisar mucha ayuda.

Caminamos unos cientos de pasos hasta un recodo de la

carretera desde el que se disfrutaba de una vista


especialmente agradable del desierto hasta las montañas,

que en algunos puntos todavía estaban nevadas, moteadas

por las sombras de las nubes.


—Somos como Protas, mirando a Ethras —comentó.

Sonreí pero no me reí. Muchos consideraban que la obra

de Protas era vergonzosamente ingenua. Apenas se la


mencionaba, excepto para hacer una gracia o con ironía.



622

Pero desdeñarla de aquella forma era una moda que había


ido y venido cien veces, y yo no podía saber qué postura

tenía fra Jad, ya que su cenobio llevaba aislado 690 años.

Cuanto más tiempo pasaba allí de pie, mirándole a él y


siguiendo su mirada hacia las nubes y las sombras que

proyectaban en los flancos de las montañas, más me

alegraba de no haberme reído.


—¿Qué crees que vio Orolo, cuando miró desde aquí? —

preguntó fra Jad.

—Apreciaba enormemente la belleza y le encantaba


mirar las montañas desde el astrohenge —dije.

—¿Crees que veía belleza? Es una respuesta segura, ya


que es ciertamente hermoso. Pero ¿qué pensaba? ¿Qué

conexiones le permitía ver la belleza?

—No puedo responder a eso.


—No respondas. Plantéatelo.

—Concretamente, ¿qué quieres que haga?


—Ve al norte —dijo—. Sigue a Orolo y encuéntrale.

—Tredegarh está al sur y al este.

—Tredegarh —repitió, como si se despertase de un


sueño—. Allí iremos los demás después del picnic.

—Viniendo aquí ya he infringido bastante las reglas —

dijo—. Hemos perdido un día…


—Un día. ¡Un día! —A fra Jad, el Milésimo, le pareció

muy gracioso que a mí me preocupase un día.










623

—Perseguir a Orolo me llevaría meses —dije—. Podrían


expulsarme por llegar tan tarde. O al menos me asignarían

más capítulos.

—¿A qué capítulo has llegado?


—Al cinco.

—Al nueve —dijo fra Jad. Durante un momento creí que

me corregía. Luego temí que me estuviese sentenciando.


Al final comprendí que él era quien había llegado al

capítulo nueve.

Debía de haber invertido años.


¿Por qué? ¿Qué le había causado tantos problemas?

¿Le había vuelto loco?


Pero si estaba loco o era incorregible, ¿por qué le habían

Evocado a él de entre todos los Milésimos? Después de su

Voco, ¿por qué habían cantado así sus fras y sures… como


si les hubiesen arrancado el corazón?

—Tengo muchas preguntas —dije.


—La forma más eficaz de obtener respuestas es ir al

norte.

Abrí la boca para repetir mi objeción, pero levantó la


mano para detenerme.

—Haré todo lo posible para lograr que no te castiguen.

La verdad es que no tenía nada claro que fra Jad tuviese


tal poder en un Convox gigantesco, pero no tenía la fuerza

de voluntad para decírselo a la cara. A falta de esa fuerza,

sólo tenía una forma de terminar la conversación.







624

—Vale. Después del picnic partiré al norte. Aunque no


comprendo para qué.

—Entonces, no dejes de ir al norte hasta que lo

comprendas —dijo fra Jad.

















































































625

ASILVESTRADO
















































626

Retícula: (1) En proto orto, orto antiguo y orto

medio, una bolsa o cesta pequeña, como una redecilla.


(2) En orto práxico temprano, una rejilla de líneas o

cables finos de un dispositivo óptico. (3) En orto


práxico tardío y nuevo orto, dos o más dispositivos

sintácticos que se pueden comunicar entre sí.

Reticulum: (1) Si no está en mayúscula, una retícula


formada por la interconexión de dos o más retículas

pequeñas. (2) En mayúsculas, la mayor retícula, que


une lo preponderante de todas las retículas del

mundo. En ocasiones se abrevia como Ret.


Diccionario, 4ª edición, 3000 a. R.

























627

o tenía sentido intentar convencer a Cord de que no me
N
acompañase. Tan pronto como terminó el picnic nos


subimos a su transbor y nos pusimos en marcha. Tuvimos

que retroceder treinta millas para dar con una carretera en

dirección al norte que no desapareciese tras las montañas.


En el primer pueblo agoté mi tarjeta de dinero comprando

combustible, comida y ropa caliente. Luego agoté la de fra

Jad.


Mientras cargábamos el transbor, llegó Ganelial Crade. A

su lado iba Sammann. Los dos sonreían, lo que era una


novedad en ambos casos. No tuvieron que decirnos que

irían con nosotros y no tuvimos que discutirlo. Se

atarearon en comprar lo mismo que nosotros acabábamos


de comprar. Crade tenía una lata de munición llena de

monedas, y Sammann llevaba en su cismex información


que hacía el efecto del dinero; tuve la impresión de que los

dos habían conseguido fondos de sus respectivas

comunidades. No me alegraba de volver a ver a Crade. Si


era cierto que obtenía el dinero para el viaje de la gente de

Samble, se me plateaban muchas preguntas sobre lo que

tramaba realmente.


Crade había vuelto a colocar el triciclo en la parte

posterior de su transbor, así que no le quedaba mucho

sitio; cargamos la mayor parte de los suministros


voluminosos en el transbor de Cord. No teníamos ni idea



628

de adonde íbamos ni de qué nos encontraríamos, pero


aparentemente todos barajábamos la misma idea, a saber,

que Orolo había tenido alguna razón para ir a las

montañas. Allí haría frío y tal vez tuviésemos que


acampar, así que nos hicimos con sacos de dormir de

invierno, tiendas, fogones y combustible. Sammann creía

que podría seguir a Orolo, y Crade planeaba preguntar a


correligionarios suyos que encontrásemos por el camino.

Subimos a los vehículos y nos dirigimos al norte.

Tardaríamos dos horas en llegar al pie de las montañas,


donde Crade conocía lugares para acampar. Nos guio. Era

una compulsión en su caso, y yo estaba cansado de luchar


contra ella. Cord se contentaba con seguirlos. Crade,

sentado erguido a los controles, y Sammann, inclinado

sobre la pantalla luminosa de su supercismex, nos daban


la impresión de ocuparse ellos dos de todos los detalles.

No me hubiera sentido cómodo dejándome guiar por


ninguno de los dos, pero juntos jamás llegarían a ningún

acuerdo, así que lo consideré prudente.

Lamenté separarme de personas como Arsibalt o Lio, con


las que podía hablar. Pero una vez que avanzamos hacia

las montañas, dejé de lamentarme y sentí alivio. Durante

las últimas veinticuatro horas se me había revelado tanto


—no sólo sobre la nave de los primos sino todavía más

cosas sobre el mundo en el que había vivido durante diez

años y medio— que era incapaz de darle sentido de una


tacada. Por poner un ejemplo, los techos de hierba sobre



629

los cilindros de residuos nucleares… si me hubiese


enterado en el concento, me habría llevado un tiempo

hacerme a la idea. Era mucho más relajado sentarme junto

a mi frater, mirando por el parabrisas, con la única


responsabilidad de perseguir por el desierto a un fra

salvaje. La noche anterior, en el monasterio baziano, el

simple hecho de dormir había acomodado en mi mente


ciertos hechos extraños. Ahora estaba ejecutando un truco

similar: haciendo durante unos días algo completamente

diferente alcanzaría una comprensión mejor que


arrodillándome en una celda y concentrándome, o

manteniendo una conversación detallada en una sala de


tiza.

Y aunque me equivocase por completo, no me

importaba. Me hacía falta el descanso.


Cord pasó mucho tiempo hablando por el cismex con

Rosk. Le había dado un beso de despedida en la hierba de


Samble. Debía volver a casa, a trabajar. Ahora tenían otros

asuntos que resolver. No mantuvieron una única y larga

conversación por el cismex, sino que establecieron y


rompieron el contacto diez veces o más. Me exasperaba y

estaba deseando llegar a una zona remota donde no

funcionase su conexión. Pero con el tiempo me


acostumbré y comencé a preguntarme que, si Rosk y Cord

tenían que mantenerse en constante comunicación para

superar unos días de separación, ¿qué indicaba eso en lo


que a mí y a Ala se refería? No podía sacarme de la cabeza



630

la expresión desolada de Tulia cuando nos habíamos


separado la tarde anterior. Y en parte se debía, estoy

seguro, a que pensaba que me estaba portando mal con

Ala.


—¿Hay algún mecanismo para enviar cartas? —le

pregunté a Cord en una pausa entre microconversaciones

con Rosk.


—Desde aquí costará, pero la respuesta es que sí —dijo.

Luego sonrió de oreja a oreja—. ¿Quieres escribirle a una

chica, Raz?


Considerando que nunca le había mencionado a Ala y

que le había planteado la pregunta de una forma tan sosa,


me impresionó y luego me irritó que lo hubiese deducido

con tan poco esfuerzo. Cord todavía se mofaba de la

expresión de mi cara cuando su cismex pió otra vez y tuve


unos minutos para recuperar la compostura.

—Háblame de ella —me exigió Cord tan pronto como


desconectó.

—Ala. La conoces. Es la que…

—Me acuerdo de Ala. ¡Me gusta!


—¿En serio? No me había dado cuenta.

—De eso y de otras muchas cosas —dijo Cord, tan

despreocupadamente y con una voz tan inocente que casi


se me pasó. Luego tuve que pasar un minuto silencioso y

digno.










631

—Ella y yo nos habíamos odiado toda la vida —dije—.


Últimamente más que nunca. Luego empezamos algo. Fue

repentino, pero maravilloso.

Cord me sonrió agradecida y casi se salió de la carretera.


—Al día siguiente la Evocaron. Eso fue antes de que

supiésemos que aquello iba a convertirse en Convox, por

lo que desde ese momento a todos los efectos estaba


muerta para mí. Lo que fue, supongo, un gran trastorno.

Me dediqué al trabajo para quitármelo de la cabeza.

Luego, ayer, cuando me Evocaron, lo que ahora me parece


que pasó hace diez años, se me planteó la posibilidad de

volver a verla. Pero unas horas después decidí tomar este


pequeño desvío… que se acaba de convertir en un desvío

todavía mayor. De hecho, técnicamente ahora soy un

Asilvestrado y es posible que no vuelva a verla por la


forma en que he dejado que fra Jad me controle. Podría

decirse que la situación es complicada. No sé cuánto


tiempo tendríamos que pasar al cismex para aclararla.

Cord respondió a otra llamada de Rosk y, cuando

terminó, yo ya tenía más que decir:


—Que quede claro que no estoy quejándome de mi

situación. Todo es confuso. Estamos pasando por el mayor

trastorno desde el Tercer Saqueo. Están pasando tantas


cosas raras… casi es una burla de la Disciplina.

—Pero tu camino no es un simple conjunto de reglas —

dijo Cord—. Es quien eres… sigues ese camino por


razones más elevadas. Y siempre que seas fiel a esas



632

razones, la confusión de la que hablas acabará pasando


por sí sola.

Cosa que yo habría aceptado de no haber sido por un

problema: aquello era propio de la mentalidad que la


gente que creía lo del linaje que nos había contado Criscan

nos acusaba de tener a los edharianos. Así que el instinto

me indicó que no dijese nada.


Luego Cord cerró la trampa.

—Igualmente podrías volverte loco intentando resolver

todos esos detalles de tu relación con Ala, pero si le


escribes una carta, que es una idea estupenda, no debes

hablar de eso. Sáltatelo.


—¿Que me lo salte?

—Sí. Sólo dile lo que sientes.

—Me siento sacudido de un lado al otro. Así me siento.


¿Quieres que le cuente eso?

—No, no, no. Dile lo que sientes por ella.


Miré el cismex que descansaba en el asiento, entre

nosotros, en silencio por una vez.

—¿Estás segura de no haber recibido llamadas de Tulia?


Porque tengo la sensación de que vosotras tenéis una

retícula privada. Como…

—¿Como los Ati? —Lo que habría sido insultante de


haberlo dicho yo, pero a ella le pareció hilarante. Los dos

miramos la silueta de la cabeza de Sammann contra la

pantalla de su cismex—. Así es —dijo Cord—, ¡somos los







633

Ati de las chicas y, si no haces lo que te decimos, te vamos


a arrojar el Libro!

Cord tenía un cuaderno que empleaba como registro de

mantenimiento de su transbor, así que utilicé una hoja en


blanco para empezar una carta a Ala. Me salió tan mal

como puede salir un escrito. La arranqué y empecé otra.

No me acostumbraba al modo en que la polipluma


desechable soltaba tinta pastosa sobre el liso papel

fabricado a máquina. La arranqué y empecé otra vez.

Tuve que dejarlo en el cuarto borrador porque Ganelial


Crade nos había sacado de la carretera pavimentada e iba

por una pista de tierra más adecuada para su transbor que


para el de Cord. Las laderas inferiores de las montañas

estaban cubiertas de plantaciones de árboles de

combustible y llenas de pistas de tierra como aquélla, para


que transitaran los camiones de troncos que lo arrasaban

todo, polvorientas y peligrosas para nosotros. Invertimos


una media hora desagradable en recorrer la zona. Luego

ascendimos hasta donde la estación de cosecha era

demasiado corta y las cuestas demasiado empinadas para


aquella industria, o para cualquier otra actividad

económica excepto la recreativa.

Nos guio hasta un hermoso lugar de acampada a orillas


de un lago, en las colinas. En otoño la gente iba allí a cazar,

nos dijo, pero aquel día no había un alma. Todo nuestro

equipo era nuevo y tuvimos que sacarlo de las cajas y


deshacernos de envoltorios, etiquetas y manuales de



634

instrucciones, que usamos para encender la hoguera que


mantuvimos con leña. A medida que el sol bajaba, el fuego

se fue convirtiendo en un lecho de brasas sobre las que

cocimos las hamburguesas con queso. Cord se acostó en


su transbor y los tres hombres nos dispusimos a compartir

una tienda. Me quedé despierto hasta tarde para terminar

mi carta a Ala a la luz del fuego, que era una forma genial


de hacerlo; el séptimo borrador era corto y simple. No

dejaba de preguntarme: si el destino decidiese que no

podríamos volver a vernos, ¿qué tendría que decirle


imperiosamente?

El día siguiente empezó refrescantemente carente de


grandes acontecimientos, personas nuevas o revelaciones

asombrosas. Nos levantamos poco a poco en el ambiente

frío, encendimos el fogón, calentamos algunas raciones y


nos echamos a la carretera. Crade estaba encantado. No

era su naturaleza sentirse así, pero allí y en aquel momento


se sentía feliz, pavoneándose de un lado a otro,

indicándonos cuál era la mejor forma de guardar los sacos

y ocupándose de todos los detalles del fogón de acampada


como si de un reactor nuclear se tratara. Pero el trato con

él era mejor en esas circunstancias, ya que tenía algo a lo

que dedicar toda su energía. Decidí que era un hombre


demasiado inteligente para sus circunstancias y que

debería haber tenido la oportunidad de ser avoto. De

haber nacido entre los imizares habría acabado en un


concento. En lugar de eso, había caído en una secta que



635

valoraba demasiado su cerebro para dejarle marchar pero


donde su cerebro no servía para nada. En cualquier caso,

estaba acostumbrado a ser la única persona inteligente en

cien millas a la redonda y ahora que había acabado con


otras personas inteligentes ya no sabía cómo comportarse.

Sammann estaba completamente fuera de su entorno,

porque apenas podía recibir nada por cismex, pero se las


arreglaba bien, como si el sufrimiento prolongado formase

parte del conjunto de herramientas normales de un Ati.

Llevaba una bolsa al hombro, que era para él lo que el


chaleco para Cord, y no hacía más que sacar de ella

herramientas y artilugios útiles. O eso me parecía a mí,


que no estaba acostumbrado a poseer cosas.

Cord guardaba silencio a menos que yo la mirase,

momento en que se ponía gruñona. Estaba aburrido e


impaciente. Cuando al final nos pusimos otra vez en

marcha, estimé que debía ser como mediodía. Pero según


el reloj del transbor de Cord faltaban todavía tres horas

para mediodía.

Subimos las montañas. Era una novedad para mí.


Cualquier viaje hubiera sido una novedad para mí. Siendo

niño, antes de ser recolectado, abandoné la ciudad en muy

pocas ocasiones… acompañando a personas mayores en


viajes de visita a amigos o familiares de zonas cercanas.

Tras unirme al concento, claro está, no había viajado en

absoluto. Y no lo había echado de menos, porque


desconocía lo que hubiese podido echar de menos.



636

Subiendo por esas colinas y montañas, viendo vías


naturales de espacio abierto a través de bosques, prados

de un verde claro, viejas carreteras, fortalezas

abandonadas, cabañas decrépitas, palacios en ruinas,


empecé a pensar en otros lugares a los que podía ir si tenía

tiempo de parar y dar un paseo. En ese aspecto el paisaje

era completamente diferente al concento, ya que todos los


senderos de este último habían sido recorridos durante

miles de años y descender al sótano de la tación de Shuf

parecía un acto intrépido. Lo que me hizo preguntarme


adonde podría llevarme mi mente y adonde podrían

llevarme los acontecimientos ahora que las circunstancias


me habían obligado a abandonar el concento y

aventurarme a esos lugares.

Cord cambió la música. En aquel sitio no eran apropiadas


las canciones populares que había puesto el día anterior.

Sus partes hermosas no podían ni compararse con lo que


se veía por la ventanilla, y las partes toscas desentonaban.

Cord tenía una grabación de la música del concento que

vendíamos en el mercado, junto a la Puerta de Día, con la


miel y el aguamiel. Empezó reproduciendo fragmentos de

modo aleatorio, empezando por un lamento por el Tercer

Saqueo. Para Cord, no era más que la selección número 27.


Para mí era nuestra pieza musical más emotiva. La

cantábamos sólo una vez al año, al final de una semana

que pasábamos ayunando y recitando los nombres de los


muertos y los títulos de los libros quemados. En cierta



637

forma, era la sensación adecuada: si los primos resultaban


ser hostiles, podrían saquear el mundo.

Tomamos una curva y nos enfrentamos a una pared de

piedra púrpura que se alzaba hasta desaparecer en una


capa de nubes, a una milla por encima de nuestras

cabezas. Llevaba allí un millón de años. Viéndola mientras

oía el lamento, sentí lo que sólo puede describirse como


patriotismo por mi planeta. Hasta ese momento de la

historia semejante sentimiento no había sido necesario,

porque no había habido nada más allá de Arbre excepto


algunos puntos de luz en el cielo. La situación había

cambiado, y en lugar de pensar en mí mismo como


miembro del equipo Provenir, o del cenobio decenario, o

de la Orden Edhariana, me sentía ciudadano del mundo y

me enorgullecía estar poniendo mi granito de arena para


protegerlo. Me sentía cómodo siendo un Asilvestrado.

Casinos y motus no eran la única experiencia nueva que


se podía tener saliendo extramuros. También si viajabas

en solitario por lugares inhóspitos, incluso si jamás veías

un centro comercial y nunca oías una palabra en flújico,


obtenías información. No información sobre el mundo

secular, sino sobre el mundo que ya estaba allí antes de

eso, el estado fundamental del que surgían todas las


culturas y civilizaciones y al que volvían. La fuente de

mundo secular… pero también del mundo cenobítico. El

origen desde el cual, hacía siete mil años, ambos mundos


se habían separado.



638

Mar de Mares: Un cuerpo relativamente pequeño


pero complejo de agua salada que en tres puntos está

conectado, por medio de estrechos, con los grandes

océanos de Arbre. Se considera la cuna de la


civilización clásica.


Diccionario, 4ª edición, 3000 a.R.




Cruzando el paso llegamos a una pequeña ciudad,

Norslof. Me sorprendió. La había visto en la cartabla. Pero

en mi mapa de fantasía mental las montañas llegaban


mucho más lejos.

No habíamos encontrado a Orolo, pero sí dado un paso


sobre el paisaje. Por el camino habíamos ido apuntando

algunos lugares a los que podía haber ido. Para mí el más

prometedor era un pequeño cenobio ruinoso construido


en una torre de vigilancia originalmente usada para

localizar incendios forestales. Se encontraba a pocas millas

de la carreteras y a unos cuantos miles de pies de altura.


Lo habíamos visto una vez llegados a lo más alto del paso

de montaña. De haberse tratado de un concento de tamaño

normal, no habría querido tener nada que ver con alguien


como Orolo, pero un cenobio tan apartado podía dar la

bienvenida a un vagabundo que hablase orto y trajese

nuevas ideas.



639

Paramos para comer y usar los aseos de una enorme


estación de combustible para drumones, a varias millas

del centro comercial de Norslof. Se podían alquilar

habitaciones y estaba permitido dormir en el vehículo. Se


me ocurrió la idea de usarla como base desde la que volver

a las montañas y buscar a Orolo. Cambié de opinión

cuando entramos en el comedor lleno de vapor que


apestaba a carnes curadas y todos los operadores de

drumón de largo recorrido se volvieron para mirarnos.

Estaba claro que no tenían muchos clientes como nosotros


y que así querían que fuese. En parte se debía a que éramos

un grupo de cuatro en un local lleno de personas solas.


Pero habríamos atraído las miradas incluso de haber

entrado de uno en uno. Sammann vestía ropa normal de

extramuros, pero su barba y su pelo largos no eran lo


habitual y la estructura ósea de su cara le marcaba

étnicamente. Los hombres del local no hubiesen podido


identificarlo como Ati —suponiendo que supiesen qué era

un Ati—, pero tenían claro que no era uno de ellos. Cord

no se vestía ni se movía como sus mujeres. Su repertorio


de gestos y expresiones faciales era completamente

diferente al suyo. Ganelial, siendo extra, debería haber

encajado… pero de alguna forma no era así. Pertenecía a


una comunidad religiosa que hacía lo posible por

mantenerse alejada de la línea base cultural, y el porte y la

mirada de Ganelial así lo proclamaban. Y yo: no tengo ni


idea de qué aspecto tenía. Después de abandonar el



640

concento había pasado casi todo el tiempo rodeado de


extras que sabían que yo era un avoto en Peregrín. Allí

intentaba hacerme pasar por algo que no era, y por lo visto

se me daba fatal.


Podríamos haber llamado más la atención de no ser

porque el local estaba abarrotado de motus. Colgaban del

techo, orientados hacia las mesas. Todos reproducían


simultáneamente lo mismo. Cuando entramos era una

casa ardiendo en la noche, rodeada de personal de

emergencias. En un primer plano se veía a una mujer


asomada a una ventana del primer piso, que vomitaba

humo negro. Se había envuelto la cara en una toalla. Dejó


caer a un bebé. Yo seguí mirando para ver qué pasaba

luego, pero en lugar de eso el motus volvió atrás y mostró

la caída del bebé a cámara lenta dos veces más. Luego la


escena desapareció, sustituida por la imagen de un

jugador de pelota ejecutando una jugada inteligente. Pero


luego mostró al mismo jugador rompiéndose la pierna en

un momento posterior del partido. También lo repitieron

varias veces a cámara lenta, para que se viese bien la


pierna doblándose por el punto de fractura. Cuando

llegamos a la mesa, los motus mostraban a la policía

arrestando a un hombre extraordinariamente guapo


vestido con ropa cara. Mis compañeros echaban de vez en

cuando ojeadas a las imágenes y seguidamente apartaban

la vista. Parecían haber desarrollado una especie de


inmunidad a ellas. Yo no podía apartar la vista, así que



641

intenté sentarme de tal forma que no tuviese un motus


justo delante. Aun así, cada vez que la emisión cambiaba

de escena, los ojos se me iban. Era como un mono subido

a un árbol, prestando atención a lo que fuese que se


moviese rápido en mi entorno.

Nos sentamos en una esquina, pedimos comida y

hablamos en voz baja. La sala, que había enmudecido a


nuestra entrada, se descongeló lentamente y se restableció

el murmullo normal de la conversación. Se me ocurrió que

no deberíamos haber escogido mesa en una esquina


porque nos impediría levantarnos rápido si había

problemas.


Echaba mucho de menos a Lio. Él habría valorado la

amenaza, de haberla, y pensado cómo contrarrestarla. Y

habría podido equivocarse por completo, como le había


pasado con Estemard y su arma. Pero al menos él se habría

ocupado de esas cuestiones, dejándome a mí libertad para


preocuparme de otras.

Pongamos a Sammann como ejemplo. Cuando se unió a

nosotros, me alegré de su compañía, ya que sabía muchas


cosas que yo desconocía. Lo que estaba bien cuando

estábamos los cuatro acampados junto a un lago. Pero, una

vez inmersos en el mundo secular, recordaba el antiguo


tabú que impedía el contacto entre avotos y Ati, un tabú

que no podríamos haber violado de forma más flagrante.

¿Esa gente lo conocía? Si era así, ¿comprendía a qué se


debía en su origen? En otras palabras, ¿estábamos



642

agitando recuerdos y despertando antiguos terrores? ¿La


policía nos protegería de una multitud… o se uniría a ella?

Ganelial Crade se puso a localizar a sus hermanos de la

zona en el cismex. Nos molestaba, y cuando se dio cuenta


de que le mirábamos mal se marchó a una mesa libre. Le

pedí a Sammann si podía buscar información sobre el

cenobio de la torre de vigilancia y se puso a mirar en el


cismex mapas y fotos de satélite mucho mejores que los

almacenados en la cartabla. Yo rara vez había visto algo

igual, que era más o menos lo que los primos podían ver


de Arbre desde su nave. Eso respondía a una pregunta que

me incordiaba desde la mañana anterior.


—Eh —dije—, creo que Orolo miraba imágenes como

ésas. Colgó algunas de la pared de su celda.

—Qué pena que no me lo hayas dicho antes —dijo


Sammann cortante. No por primera vez, tuve la impresión

de que los avotos éramos niños y que los Ati, lejos de ser


una casta de servidores, eran nuestros cuidadores. Estuve

a punto de disculparme. Luego tuve la impresión de que,

una vez que empezase a disculparme, ya no podría parar.


No sé cómo pero logré reprimir la vergüenza antes de que

alcanzase la fase «barro en la cabeza».

(En el motus: un antiguo edificio volando por los aires;


gente celebrándolo.)

—Vale, bien, ahora que lo mencionas, fra Jad se aseguró

de que yo me las llevara —dije, y saqué del bolsillo los


fototipos del gran agujero en el suelo. Los puse sobre la



643

mesa. Tres cabezas convergieron y se inclinaron. Incluso


Ganelial Crade, que se había decidido por pasear de un

lado a otro mientras parloteaba por su cismex, se detuvo a

echar un vistazo. Pero su rostro no manifestó ninguna


señal de reconocer el lugar.

—Parece una mina. Probablemente esté en la tundra —

dijo, sólo por decir algo.


—El sol la ilumina casi directamente desde el cenit —

comenté.

—No puede estar a mucha altitud.


Ahora le tocaba a Crade sentir vergüenza. Se giró y fingió

estar muy concentrado en la conversación del cismex.


(En el motus: fototipos de un niño secuestrado, imágenes

borrosas de cómo un hombre con un sombrero grande

sacaba al niño de un casino.)


—Me preguntaba —le dije a Sammann— si podrías, no

sé, usar el cismex para examinar el planeta y buscar este


lugar. Sé que sería como dar con una aguja en un pajar.

Pero si lo hacemos sistemáticamente, y si trabajamos por

turnos, entonces…


Sammann respondió a mi idea básicamente con el mismo

espíritu que yo ante la sugerencia de Crade de que aquel

lugar estaba en la tundra. Sostuvo el cismex sobre la


imagen y tomó un fototipo del fototipo. Luego invirtió

unos segundos en interactuar con la máquina para

mostrarme seguidamente lo que había salido en la


pantalla: una imagen diferente del mismo agujero en el



644

suelo. Sólo que ahora era una emisión en vivo desde el


Reticulum.

—Lo has encontrado —dije, porque quería ir despacio y

comprender lo que estaba pasando.


—Lo ha encontrado un programa sintáctico disponible

en el Reticulum —me corrigió—. Resulta que está muy

lejos de aquí… en una isla del Mar de Mares.


—¿Puedes decirme el nombre de la isla?

—Ecba.

—¿¡Ecba!? —exclamé.


—¿Hay alguna forma de saber qué es? —preguntó Cord.

Sammann lo amplió. Pero era bastante innecesario.


Ahora que sabía que se trataba de Ecba, ya no tendía a ver

ese agujero como una mina abierta. Era una excavación…

completamente rodeada por la tierra acumulada que


habían sacado. Una rampa descendía en espiral hasta el

fondo plano. Era todo demasiado ordenado, demasiado


preciso para ser una mina. Su fondo llano estaba

cuidadosamente divido por una rejilla.

—Es una excavación arqueológica —dije—. Enorme.


—¿Qué hay que excavar en Ecba? —preguntó Cord.

—Lo puedo buscar —dijo Sammann, y se dispuso a

hacerlo.


—¡Espera! Aléjate. Otra vez… una vez más —le pedí.

Vimos la excavación como una cicatriz desvaída sur‐

sureste en una enorme y solitaria montaña que surgía de


un mar encrespado. La parte superior de la montaña



645

estaba cubierta de nieve, pero la cumbre había


desaparecido: una caldera.

—Eso es Orithena —dije.

—¿La montaña? —preguntó Cord.


—No. La excavación —dije—. ¡Alguien ha estado

excavando el templo de Orithena! En el año ‐2621 una

erupción lo sepultó.


—¿Quién haría algo así y por qué? —preguntó Cord.

Sammann volvió a ampliar la imagen. Ahora que sabía

dónde mirar, vio que toda la excavación estaba rodeada


por un muro. En un punto había una puerta. Dentro del

recinto habían levantado varias estructuras alrededor de


un patio rectangular… un claustro. De una se elevaba una

torre.

—Es un cenobio —dije—. Ahora que lo pienso, una vez


oí la historia, posiblemente me la contase Arsibalt, de que

alguna orden había ido a Ecba y se había puesto a excavar


para llegar al templo de Orithena. Pero pensaba que eran

unos cuantos fras excéntricos con palas y carretillas.

—No veo equipamiento pesado —dijo Crade—. Unas


cuantas personas con palas pueden cavar semejante

agujero si disponen del tiempo suficiente.

Lo que me irritó un poco, ya que tendría que haberme


resultado evidente; después de todo, nuestra Seo se había

construido de esa misma forma. Pero Crade tenía razón y

yo no podía hacer más que dársela vigorosamente para


que no lo explicase más.



646

—Esto es muy interesante —dijo Sammann—, pero


probablemente para nosotros sea un callejón sin salida.

—Estoy de acuerdo —dije. Ecba estaba en otro

continente; o, para ser exactos, estaba en el Mar de Mares,


al otro lado del mundo entre cuatro continentes.

—Orolo no está en las montañas —anunció Ganelial

Crade, guardándose el cismex—. Pasó por aquí y siguió


avanzando.

(En el motus: dos personas muy hermosas casándose.)

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Sammann. Me alegré.


Crade estaba tan seguro de sí mismo que me agotaba

plantearle incluso las preguntas más simples. Sammann


parecía obtener un placer malvado en hacerlo.

Crade se enfrentó al desafío.

—Vino hasta aquí con una gente de Samble que pasaba


por este lugar. Anteanoche se quedó en la parte posterior

del transbor de mi primo, a sólo un par de millas de aquí.


—¿En la parte posterior de su transbor? ¿Tu primo no

tiene una cama extra? —preguntó Sammann.

—Yulassetar viaja mucho —respondió Crade—. La parte


posterior de su transbor es más acogedora que su casa.

—¿Dices que eso pasó anteanoche? —pregunté—. ¡No

tenía ni idea de que estuviésemos tan cerca!


—El rastro se enfría a cada minuto que pasa… Ayer por

la mañana Yulassetar le ayudó a equiparse y luego Orolo

consiguió que un drumón le llevase hacia el norte.


—¿Iba equipado cómo? —preguntó Cord.



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—Con ropa para el frío —dijo Crade—. La ropa más


aislante. Es algo sobre lo que Yul sabe mucho. Así se gana

la vida. Estoy seguro de que fue por eso por lo que Orolo

vino a buscarle a Norslof.


—¿Por qué iba Orolo a querer seguir avanzando hacia el

norte? —dije—. Allí no hay nada, ¿no es cierto?

Sammann se apoderó de mi cartabla, que tenía una


pantalla más grande que su cismex; alejó la imagen y se

desplazó al norte y al este.

—Prácticamente no hay nada excepto taiga, tundra y


hielo entre este punto y el polo Norte. En lo que se refiere

a la actividad económica, durante los primeros cientos de


millas hay plantaciones de árboles de combustible.

Después, nada, excepto algunos campamentos de

extracción de recursos.


La imagen de la cartabla parecía contradecirle, ya que

estaba llena de carreteras que convergían en lugares con


nombre, muchos de ellos rodeados de circunvalaciones

concéntricas. Pero todos eran del marrón pálido que se

usaba para indicar las ruinas.


(En el motus: el violento lanzamiento de un cohete desde

un pantano ecuatorial.)

—¡Orolo va a Ecba! —proclamó Cord.


—¿De qué hablas? —preguntó Crade.

—Ecba no está en este continente, ¡hay que ir volando! —

le dije.







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—Va a sobrevolar el polo —nos explicó Cord—. Se dirige


al puerto de trineos Ochenta y Tres Norte.



Teníamos la costumbre de referirnos al Poder Secular


como si fuese una única entidad perdurable a lo largo del

tiempo. Algunos extras lo encontraban ingenuo e incluso

insultante… aunque ellos hacían esencialmente lo mismo


cuando se referían a los Poderes Fácticos. Evidentemente,

sabíamos que se trataba de una simplificación extrema.

Pero para nosotros era una convención útil.


Independientemente del imperio, la república, la

dictadura, el papado, la anarquía o el desierto que se


encontrara más allá de nuestros muros en un momento

dado, podíamos asignarle ese nombre y estimar ciertos

detalles.


Lo que lees no aspira a detallar la estructura del Poder

Secular de mi época. Esa información se puede conseguir


en cualquier parte. Podría incluso ser interesante si no

sabes nada de la historia del mundo hasta los Hechos

Horribles; pero, si ya lo has estudiado, todo lo sucedido


desde entonces te resultará repetitivo y todos los detalles

sobre la organización del Poder Secular en mi época te

recordarán más o menos a sus antecesores antiguos, pero


con menos majestad y claridad porque los antiguos lo

hacían por primera vez y creían haber dado con algo

importante.







649

Pero en este punto debo ocuparme de uno de esos


detalles. El Poder Secular de mi época era una federación.

Se dividía en unidades políticas que, más o menos, se

correspondían con los continentes de Arbre. Se podía


viajar con libertad dentro de la mayoría de esas unidades,

pero para pasar de una a otra era preciso tener

documentos. Los documentos no eran difíciles de


obtener… a menos que fueses un avoto.

Desde la Reconstitución, existíamos completamente

aparte del sistema legal del Poder Secular. No nos tenían


registrados, no tenían jurisdicción sobre nosotros ni

responsabilidad sobre nosotros; no podían recluíamos en


sus ejércitos, gravarnos con impuestos, ni siquiera

atravesar nuestras puertas excepto en Apert. Igualmente,

no nos ofrecían ayuda de ningún tipo, excepto para


protegernos, si les apetecía, del asalto directo de

muchedumbres o ejércitos. No recibíamos pensiones ni


cuidados médicos del Poder Secular… y desde luego no

nos daban documentos de identidad.

Mientras escribo este texto, me ha quedado claro que


algún día podrían leerlo personas de otros mundos. Así

que diré que considerábamos que teníamos diez

continentes pero que los primos, o cualquiera que llegase


del más allá y mirase Arbre con ojos prístinos, dirían que

sólo teníamos siete… y con razón. Contábamos diez

porque el recuento original lo habían realizado


exploradores que partían del Mar de Mares y que sólo



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