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Published by snullbug20, 2018-07-30 19:54:34

Anatema - Neal Stephenson

cuando el vehículo daba bandazos o pasaba por terreno


accidentado. Los que conocía recibieron apretones de

mano. Los relojeros edharianos recibieron abrazos capaces

de romper el espinazo. Los valleros recibieron


reverencias… aunque me di cuenta de que incluso fra Osa

se inclinaba con más formalidad, con una inclinación

mayor, ante Lio que Lio ante él. Fue la primera señal de


que Lio era el líder de nuestra célula.

Al cabo de veinte minutos llegamos a un aeródromo. La

escolta de vehículos de la policía militar ayudó a acelerar


los trámites. No hubo que preocuparse por la seguridad ni

las multas; atravesamos la entrada protegida y llegamos a


la pista, donde paramos junto a una aeronave militar de

alas fijas capaz de transportar cualquier cosa, pero que esa

noche estaba lista para llevar pasajeros. Los oficiales de la


parte delantera del autobús eran la tripulación. Salimos,

recorrimos diez pasos de pista y subimos la escalerilla de


la nave. No era feliz. No estaba triste. Sobre todo, no estaba

sorprendido. Comprendía perfectamente la lógica de Ala:

una vez aceptado que estaba tomando la «decisión


horrible», el único camino era tomarla de verdad… hasta

sus últimas consecuencias. Juntar a sus personas favoritas.

Para ella el riesgo era mayor… me refiero al riesgo de que


todos muriésemos y tuviese que pasar el resto de su vida

sabiendo que había sido la responsable. Pero para cada

uno de nosotros, individualmente, el riesgo era menor,







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porque podríamos ayudarnos mutuamente. Y si


moríamos, lo haríamos en buena compañía.

—¿Hay una forma de enviar un mensaje a sur Ala? —le

pregunté a Sammann después de ocupar nuestros asientos


y con el estruendo de los motores ahogando mi voz—.

Quiero decirle que ha hecho lo correcto.

—Está hecho —dijo Sammann—. ¿Algo más… ya que


tenemos el canal abierto?

Lo pensé. Había muchas cosas que podía decir, que debía

decir.


—¿El canal es privado? —pregunté.

—No seas tonto —dijo.


—No —aseguré—. Nada más.

Sammann se encogió de hombros y se concentró en el

cismex. La nave avanzó. Me acomodé en el asiento,


busqué el cinturón en la oscuridad y me lo abroché.







































1152

ADVENIMIENTO
















































1153

Teglón: Un problema geométrico extremadamente

difícil en él que generaciones sucesivas de teores


trabajaron en Orithena y, más tarde, en todo Arbre. El

objetivo es recubrir siguiendo unas determinadas


reglas un decágono regular con un conjunto de siete

formas geométricas diferentes.


Diccionario, 4ª edición, 3000 a.R.










































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a luz roja me despertó, o quizá me impidió dormir. No
L era el distintivo rojo sangre de avisos y emergencias, sino



una luz anaranjada, cálida, difusa. Entraba por las

ventanillas de la aeronave, que eran pocas y pequeñas. Me

desabroché el cinturón, me acerqué a una como pude,


porque me había colocado mal y tenía las piernas débiles

y con hormigueo, y con los ojos entrecerrados miré un

amanecer espectacular sobre el mismo paisaje helado que


recientemente había recorrido en trineo.

Durante un minuto de confusión pensé que, por alguna


razón, volvíamos a Ecba. Pero no logré reconocer las

montañas y glaciares que veía como aquellos que

recordaba. Por pura costumbre, miré a Sammann, con la


esperanza de que pudiese conjurar un mapa. Pero estaba

con Jules Verne Durand. Los dos llevaban auriculares.


Sammann se limitaba a escuchar. Jules alternaba entre

prestar atención y hablar, pero sobre todo hablaba. En

ocasiones dibujaba en el cismex de Sammann para que


éste transmitiese la imagen.

Me sentí molesto. La presencia del laterrano en la Célula

317 había sido como una medalla colgada de nuestro


pecho. A través de él sabríamos cosas, podríamos obrar

por encima de las demás células. Pero no había contado

con el enlace inalámbrico con el Reticulum que permitiría


a cualquier Panjandrum con cierta curiosidad llamarle en



1155

cualquier momento. Estaban sacando de él todo lo posible


antes de que la inanición le dejase inútil. El ruido del avión

me impedía oír lo que decían, pero estaba claro que ya

llevaban un rato hablando y que Jules estaba cansado;


buscaba las palabras y retrocedía en medio de una frase

para rectificar un uso verbal. El orto era un idioma

mortalmente difícil y me parecía casi un milagro que Jules


lo hablase tan bien, habiéndolo practicado sólo un par de

años (que, habíamos calculado, era más o menos el tiempo

que los Geómetras habían estado en posición de recibir las


señales de Arbre). O los laterranos eran más listos que

nosotros o Jules poseía un talento prodigioso.


Arsibalt caminaba por el pasillo. Fue conmigo a la

ventana y nos pusimos a gritarnos. De lo que

recordábamos de geografía, nos convencimos de que


descendíamos desde el polo siguiendo un meridiano más

oriental que el que pasaba por Ecba. Lo que se confirmó


cuando dejamos atrás el hielo y la tundra y llegamos a un

clima más moderado: allá abajo había muchos bosques

pero pocas ciudades.


No era de extrañar que a la gente le llevase tanto tiempo

despertar; habíamos saltado media docena de zonas

horarias. Me había engañado pensando que había


dormido toda una noche. De hecho, era posible que ni

siquiera hubiese dormido.

Lio había estado sentado a solas en la fila delantera,


intentando hacerse amigo de un cismex de estilo militar.



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Me di cuenta de que lo dejaba a un lado, por lo que me


acerqué y me senté junto a él.

—Interferencias —anunció.

Me giré y miré a Jules y Sammann. Se quitaban los


teléfonos de la cabeza. Sammann me miró a los ojos y alzó

las manos, indignado. Jules, por su parte, parecía aliviado

de haber salido del Ret; se dejó caer sobre su asiento, cerró


los ojos y se frotó la cara, para luego masajearse el cuero

cabelludo.

Miré de nuevo a Lio.


—Deben de haber anticipado esa acción —dije. Pero Lio

ya había entrado en uno de esos trances en los que no


respondía a las palabras. Con el cismex le golpeé el

hombro, lo empujé a un lado. Me observó con curiosidad

y luego sonrió.


—Los Ati todavía pueden mantener el Reticulum en

funcionamiento empleando líneas terrestres y demás —


dijo—. En cuanto dejemos de movernos volveremos a

conectarnos.

—¿Cuáles son tus órdenes? —pregunté.


—Ir sobre el terreno… lo que estamos haciendo ahora.

Las demás células también lo hacen.

—¿Luego qué?


—Tendremos equipo en el sitio al que vamos. Se supone

que debemos usarlo para entrenarnos.

—¿Qué tipo de equipo?







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—No lo sé, pero aquí tienes una pista: Jesry se encarga


del entrenamiento.

Miré a Jesry, que había tomado el control de una fila de

asientos y construido a su alrededor una especie de


anfiteatro de documentos. Los examinaba con una

intensidad que hacía mucho tiempo que había aprendido

a no interrumpir.


—Vamos al espacio —concluí.

—Bien —dijo Lio—, ahí está el problema.

Decidí aprovechar la ventaja del ruido y el hecho de que


no tuviésemos conexiones inalámbricas.

—¿Qué hay de nuevo sobre los matatodos? —pregunté.


Lio daba la impresión de estar pasando por las primeras

fases del mareo.

—Creo que puedo explicarte cómo funcionaban.


—Vale.

Fingió darme un golpe en la cara, de tal forma que sus


nudillos me tocaron en la mejilla y me movió la cabeza.

—La violencia es sobre todo transmitir energía. Puños,

palos, espadas, balas, rayos mortíferos… su propósito es


transmitir energía al cuerpo.

—¿Qué hay del veneno?

—He dicho «sobre todo». No te me pongas kefedokhles.


En cualquier caso, ¿cuál era la fuente de energía más

concentrada que se conocía alrededor de la época de los

Hechos Horribles?


—La fisión nuclear.



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Asintió.


—Y la forma más estúpida de usarla era dividir un

montón de núcleos en el aire, sobre una ciudad,

simplemente para quemarlo todo. Funciona, pero es sucio


y destruye muchas cosas que no hace falta destruir. Es

mejor ir sólo por la gente.

—¿Cómo?


—La cantidad de material fisionable que hace falta para

matar a una persona es minúsculo. Eso es lo fácil. El

problema es llevarlo hasta la gente.


—Por tanto, ¿estamos hablando de una bomba sucia?

—De algo mucho más elegante. Diseñaron un reactor del


tamaño de una cabeza de alfiler. Es un mecanismo

diminuto, con piezas móviles y varios tipos de material

nuclear en su interior. Cuando está desactivado, es casi


por completo inerte. Puedes comerte esos reactores a

cucharadas y no sufrirías más que si te comes las


magdalenas de salvado de sur Efemula. Cuando el reactor

se activa, suelta neutrones en todas direcciones y mata…

bien… todo lo que esté vivo en un radio de, dependiendo


del tiempo de exposición, hasta media milla.

—De ahí el nombre —dije—. ¿Cómo se transporta?

—Como quieras —dijo.


—¿Qué hace que se active?

Se encogió de hombros.

—El calor corporal. La respiración. El sonido de la voz


humana. Un temporizador. Ciertas secuencias genéticas.



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Una transmisión de radio. La ausencia de una transmisión


de radio. ¿Continúo?

—No. Pero ¿qué tipo de mecanismo de transporte y

activación estudia ahora el Poder Secular?


Miró al infinito.

—Recuerda, lanzar masa al espacio es caro. Con la

energía necesaria para enviar a un solo humano podrías


poner miles de matatodos en órbita. Son demasiado

pequeños para aparecer en la mayoría de los radares. Si

pudieses situar unos pocos en las inmediaciones de la


Daban Urnud…

—Sí, comprendo claramente la estrategia. Lo que me


lleva a una idea que me pone enfermo…

—¿Van a pedirnos que los llevemos? —dijo Lio—. Creo

que la respuesta es que no. Como mucho, seremos una


distracción.

—Nosotros los distraeremos mientras emplean alguna


otra táctica para enviar los matatodos —traduje.

Lio asintió.

—Qué inspirador —dije.


Él se encogió de hombros.

—Podría equivocarme —respondió.

Tenía ganas de salir a tomar el aire. Como era imposible,


pasé un rato recorriendo de punta a punta el pasillo. Jules

Verne Durand dormía. A su lado, Sammann estaba

inclinado sobre el cismex. ¿No estaba interferido?







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Observando por encima del hombro vi que hacía un


cálculo.

Miré a Jesry y comprobé que, efectivamente, leía el

manual de un traje espacial. Exigía mucho cuidado. Pero


hacerlo era muy simple. Sur Vay estaba en la fila contigua,

examinando muchos de los mismos documentos, de vez

en cuando intercambiándolos con Jesry. Los demás


valleros dormían. Fra Jad estaba despierto y cantaba,

aunque me costaba distinguir su canto monótono del

ruido del motor. Volví a mirar por la ventanilla.


Cruzamos en ángulo una cordillera de montañas viejas y

desgastadas y dimos con una extensión marrón que


llegaba hasta el horizonte oriental: la hierba de las estepas,

seca por el sol del verano. La nave descendía. Un río

serpenteaba. Luego vi el cinturón industrial de una ciudad


de tamaño discreto. Aterrizamos en una base militar que

parecía no acabarse nunca, ya que había terreno de sobra


y era llano.

Un drumón militar con la parte posterior de lona vino a

recogernos. No teníamos ventanillas y no podíamos ver lo


que había delante, pero a través de la apertura posterior

observamos las calles de una ciudad antigua y no muy

próspera. Había más animales en la calle de lo que


estábamos acostumbrados a ver, más gente que acarreaba

cosas que en otras partes se hubiese transportado sobre

ruedas. De pronto, todo se volvió más denso y antiguo, de


ladrillos amarillos adornados con azulejos policromados.



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Sobre nuestras cabezas pasó una sombra pesada, como si


nos estuviesen bombardeando. Pero, no, simplemente

habíamos pasado por un arco de un muro grueso. Tres

puertas sucesivas se cerraron y se atrancaron a nuestro


paso. El vehículo se detuvo en una plaza de losetas.

Bajamos en un patio rodeado de edificios antiguos de

cuatro pisos: piedra, ladrillo y hierro forjado, todo ello


suavizado por cascadas de flores en troncos tan gruesos

como mi cintura. Una fuente en el centro suministraba

agua para esas flores y para retorcidos árboles frutales que


crecían en macetas y daban sombra a lo que en caso

contrario habría sido un lugar muy desagradable para


estar de pie.

—Bienvenidos a la Caravansaray de Elkhazg —dijo una

voz en orto culto. Nos volvimos para ver un anciano a la


sombra de un árbol: un hombre que parecía fuera de lugar,

en el sentido de que pertenecía a un grupo étnico que uno


esperaba encontrar en otra parte de Arbre—. Soy el

Dicatario. Me llamo Magnath Foral y estaré encantado de

ser vuestro anfitrión.


Después de las presentaciones, Magnath Foral nos hizo

un breve resumen de la historia de Elkhazg. No presté

mucha atención porque sólo me hacían falta algunos


detalles para reconstruir lo que de fille me habían

enseñado sobre ese lugar. Era uno de los cenobios

cartasianos más antiguos, fundado por fras y sures que


habían presenciado en persona la Caída de Baz y conocido



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a ma Cartas. Habían cruzado bosques y montañas para


construir aquel lugar en medio de ninguna parte, en un

lago en forma de «U» a pocas millas del cauce principal de

un río. No muy lejos, una ruta comercial del este cruzaba


la vía fluvial… lo suficientemente cerca para que tuvieran

acceso al comercio cuando les hacía falta, pero no tan cerca

como para ser una distracción ni una amenaza. Siglos


después, un invierno crudo seguido de una primavera

tormentosa causaron problemas: el hielo modificó el curso

del río y convirtió el lago en un canal. La ruta comercial se


adaptó y escogieron Elkhazg como el mejor lugar para

cruzar… ya que uno de los efectos secundarios del cenobio


había sido el desarrollo alrededor de sus muros de una

comunidad secular próspera y estable.

Cierto tipo de personalidad cenobítica hubiese


abandonado el lugar en busca de algo más remoto, quizás

en las montañas. Pero los guardianes de Elkhazg no eran


así y se habían dado cuenta de que los artículos que

llegaban a lomos de las bestias que cruzaban el río no sólo

eran telas, pieles y especias, sino también libros y


documentos. Tomaron una decisión que hubiese hecho

que ma Cartas abriese de una patada su sarcófago de

calcedonia y los atacase con una botella rota: montaron un


próspero negocio paralelo, consistente en una

Caravansaray adyacente al cenobio y un ferry para cruzar

el río. La tarifa que exigían era que a los fras y sures de


Elkhazg se les permitiese copiar todos los libros y



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documentos que pasasen por allí. Copiaron libros cuyo


significado desconocían. Pero interpretaron de forma muy

amplia sus derechos y también se pusieron a copiar los

diseños geométricos que veían en telas, cerámicas y otros


artículos. Porque a esos fras y sures les interesaban sobre

todo la geometría del Plano y los problemas de losetas. Por

tanto, para resumir un poco una historia larga, para los


teores de todo el mundo Elkhazg se convirtió en sinónimo

de problemas de losetas. Formas de losetas y teoremas

importantes se bautizaban con los nombres de fras y sures


que habían vivido allí, o se les daba el nombre de muros y

suelos de aquel complejo.


Ya no era un cenobio. En la época del Resurgimiento la

Biblioteca se había dispersado y había sido copiada por

todo el mundo, y el edificio pasó a manos privadas. En el


momento de la Reconstitución no se convirtió en un nuevo

cenobio. En lugar de eso, como Magnath Foral no dijo pero


era fácil deducir, pasó a manos de un complejo de

intereses financieros de larga trayectoria, similar o

probablemente el mismo que controlaba Ecba.


Fra Jad se saltó la introducción y fue a otro patio. Elkhazg

había sido un lugar próspero y grande, y los patios se

sucedían interminablemente. Debía de ser como un


enorme agujero negro en el mapa de densidad de

población de la ciudad, ya que los únicos que vivían allí

eran Magnath Foral y otro hombre, su compañero, así


como algunos avotos visitantes (a los que el día anterior



1164

habían enviado de vuelta a casa) y el personal de


conserjes‐conservadores que cuidaban del lugar. Porque

uno de los problemas de aquel tipo de arte (por ejemplo,

losetas pegadas con cemento a paredes de piedra) era que


no podía trasladarse a un museo.

Mi cerebro debería haberse estado desconectando, ya que

esencialmente no había descansado desde el experimento


de la pala en Tredegarh, el día anterior, y lo sucedido

posteriormente había sido tremendamente rico en

experiencias. Pero el entorno visual de Elkhazg era


mareante… lo habría sido incluso de no haber sabido yo

que el patrón de losetas no era sólo una obra de arte


hipnótica y compleja, sino también una profunda

declaración teorética, gritándome en una lengua que no

comprendía, porque estaba demasiado cansado o era


demasiado estúpido. Eso me produjo el efecto del extracto

de saltadora, o algo así, y me mantuvo despierto una hora


más a cambio de mi cordura. Cuando cerré los ojos para

sentir algo de alivio ante la grandeza interminable, la

oscuridad me planteó preguntas. Por supuesto, era


interesante que nuestro anfitrión se apellidase igual que la

Madame Secretaria. ¿Era una coincidencia que la Célula

317 hubiese acabado allí? Claro que no. ¿Qué significaba?


Imposible saberlo. ¿Hubiese debido estar intentando

deducirlo? No… no más de lo que hubiese debido estar

intentando comprender el significado de patrones de las


losetas que cubrían todas las superficies que me rodeaban



1165

y que parecían estar intentando meterse por debajo de mis


párpados e invadir mi cerebro.

Uno de los patios era un Decagón… por supuesto. Fra Jad

había dado con él. En él ya se haba resuelto el Teglón.


Quizá lo hubiese hecho un geómetra magistral del pasado

o quizás un disposín. Ninguno de nosotros había visto

antes, en persona, la solución completa, así que pasamos


un rato boquiabiertos. En los bordes había cestos con

losetas de Teglón adicionales, de distintos colores, que fra

Jad tocaba con el pie. Se me ocurrió pensar que nunca le


había visto dormir. Quizá los Milésimos hiciesen otra cosa.

Le dejamos con el Teglón. Magnath Foral nos llevó a los


demás al Viejo Claustro, que no había sufrido

remodelación alguna en cinco mil años. Es decir, carecía

de electricidad y agua corriente. Cada uno ocupó una


celda. La mía tenía una cama y muchas losetas. Cerré una

contraventana chirriante y absurdamente antigua para no


tener que ver y, por tanto, no tener que pensar en las

losetas. Luego me hinqué de rodillas y localicé la cama a

tientas.




—He pensado —dijo Arsibalt cuando los dos volvimos a

estar despiertos— que no creo que nosotros tengamos


nada así.

—¿Cuando dices «nosotros» te refieres a…?

—Al mundo cenobítico moderno posterior a la


Reconstitución.



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—¿Y cuando dices «así» quieres decir…?


Alzó las manos y me miró como si dijera: «¿Estás ciego?»

Estábamos de pie junto a una mesa, en una estancia de la

planta baja abierta al Claustro por un lado. El suelo del


Claustro estaba cubierto por miles de losetas idénticas de

nueve lados, que encajaban con precisión formando un

patrón no repetido de una doble espiral que me mareaba


sólo de mirarla. Le di la espalda y miré la barra de pan que

había sobre la mesa. Era tan fresco que todavía humeaba

por un extremo… Arsibalt, un famoso comedor de puntas,


ya había pillado una. La barra eran varios cilindros de

masa trenzados de un modo que, me temía, tenía


profunda importancia en la teorética de nudos y que

seguramente se llamaba como algún sante de Elkhazg.

—Creo que no tenemos nada tan antiguo, tan… bien,


fantástico —siguió diciendo Arsibalt mientras masticaba

un bocado de pan.


—Supongo que hay más de una forma de ser Intacto —

dije, arrancando un trozo de pan y sentándome a la mesa,

que inevitablemente era antigua y estaba forrada de


losetas de corte preciso fabricadas con distintas maderas

exóticas—. Puedes, simplemente, dejar de ser un cenobio.

—Y por tanto no sufres Saqueos.


—Exacto.

—Pero ¿qué tipo de entidad posee algo durante cuatro

mil años?


—Eso era lo que no dejaba de preguntarme en Ecba.



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—Ah, por tanto me llevas ventaja, fra Erasmas.


—Supongo que podrías verlo de esa forma.

—¿A qué conclusión llegaste?

Aplacé la respuesta un rato dedicándome a masticar el


pan… que era posiblemente el mejor que comería nunca.

—Que no me importa —dije al fin—. No me hace falta

conocer los estatutos, el organigrama, las declaraciones


económicas, la tediosa historia del linaje.

Arsibalt estaba horrorizado.

—Pero ¿cómo puedes no estar fascinado…?


—Lo estoy —insistí—. Ése es el problema. Estoy

quemado de tanta fascinación. De todo lo fascinante,


tengo que escoger una o dos cosas.

—Aquí tienes una candidata —anunció Sammann, que

había atravesado el Claustro procedente de un patio


contiguo donde, deduje, se podía conseguir acceso al

Reticulum. Se sentó a mi lado y dejó el cismex sobre la


mesa. La pantalla estaba llena de los cálculos que le había

visto hacer en la nave—. Cronología —dijo—. Según Jules,

desde que la Daban Urnud se embarcó en su primer viaje


intercósmico, han pasado 885 años y medio.

—¿Años de quién? —preguntó Jesry, bajando las

escaleras de su celda, guiado por el aroma del pan. Lo


atacó como un luchador y le arrancó un trozo.

—Ésa, por supuesto, es la duda —dijo Sammann con una

sonrisa.







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Arsibalt vio una jarra de agua sobre una mesita auxiliar


y se puso a servirla en vasos de loza con dibujos

geométricos.

—Si los años de Urnud se parecen a los nuestros,


hablamos de mucho tiempo —dije—. Gracias, fra Arsibalt.

—Los urnudanos, y luego los troänos, vagaron durante

mucho tiempo entre Advenimientos. Jules cree que eso


explica por qué son un poco irascibles.

—¿Podemos obtener un factor de conversión…? —dijo

Jesry, que seguramente pensaba: «Que me maten si voy a


permitir que esta conversación se vaya por las ramas.»

—En eso he estado trabajando —dijo Sammann,


haciendo un gesto de agradecimiento a Arsibalt. Tomó un

trago de agua. El clima de Elkhazg te dejaba seco—. El

problema es que Jules es lingüista. No le ha prestado


mucha atención a este detalle. Conoce la cronología en

años de Urnud, que es el estándar allá arriba, pero no el


factor de conversión a años de Arbre. En cualquier caso,

pude servirme de varias pistas.

—¿Qué pistas? —exigió Jesry.


—Mientras evacuábamos Tredegarh, una unidad de

valleros asaltó la sede de los llamados matarrhitas y se

hizo con muchos documentos y disposines antes de que


los tipos de Urnud/Tro pudieran destruirlos. Mis

hermanos siguen todavía virtualizando los disposines…

da igual… pero algunos de los documentos están fechados







1169

en unidades de Urnud y se pueden comparar con


acontecimientos recientes de nuestro calendario.

—Un momento, por favor, ¿podemos leer un documento

en urnudano? —preguntó Arsibalt, sentándose y


sirviéndose la otra punta.

—No podemos. Pero un criptoanalista ve con facilidad

que muchos de los documentos tienen el mismo formato y


que incluyen una serie de caracteres reconocibles como

fechas. Y poseen un alfabeto fonético especial para

transcribir los nombres propios; los recuperan del archivo


y los desempolvan cuando encuentran un planeta nuevo.

Eso también es fácil de descifrar. Por tanto, si encontramos


un documento que contiene la transcripción fonética de

«Jesry» y de su loctor en el Plenario…

—Podemos deducir que se refiere al Plenario en el que


participé tras volver del espacio —dijo Jesry—, y

conocemos la fecha de Arbre para ese suceso. Muy bien.


Acepto que tales hechos nos permitirían iniciar la

estimación de un factor de conversión entre años de Arbre

y años de Urnud.


—Sí —dijo Sammann—. Y todavía tenemos un cierto

margen de error, pero creo que, en años de Arbre, los

urnudanos iniciaron su viaje intercósmico hace 910 años,


más o menos.

—Hace entre 890 y 930 años —traduje, pero ya había

alcanzado el límite de mi capacidad aritmética a esas horas


de la mañana.



1170

Sammann me miraba a los ojos, incitándome a ir más


rápido, a pasar a la siguiente fase, pero los simples

cálculos no eran mi fuerte, sobre todo con público.

—¿Entre 2760 y 2800 a. R.? —dijo una nueva voz: la de


Lio, que atravesaba el Claustro en compañía de Jules

Verne Durand. No daban la impresión de haberse

levantado recientemente; supuse que Lio le había estado


sacando información al laterrano.

—¡Sí! —dijo Sammann—. La época del Tercer Saqueo.

Llegó alguien del personal de Magnath Foral con un


enorme cuenco lleno de fruta pelada y cortada. Se puso a

servirla en cuencos que nos pasamos.


Jules tomó un trozo de pan y se puso a comer. Al

principio me sorprendió, porque no podía nutrirse de esa

forma; pero razoné que le llenaría el estómago y le haría


sentir menos hambre.

—Un segundo —dijo Jesry—. ¿Estás desarrollando la


teoría de que hay una relación de causa y efecto? ¿Que los

urnudanos iniciaron su viaje a consecuencia de lo que

sucedía aquí en Arbre?


—Sólo digo que es una coincidencia que merece ser

investigada —dijo Sammann.

Comimos y pensamos. Yo iba adelantado en lo de comer,


de modo que les conté a Jesry y a Lio, así como a otros que

se acercaron, como tres de los valleros, las conversaciones

del Mensal sobre la pluralidad de mundos, la Mecha y la


idea de que Arbre tal vez fuese el MTH de otros mundos



1171

como Urnud. Luego a los recién llegados hubo que


ponerlos rápidamente al día sobre la primera parte de la

conversación de la mañana, por lo que la situación fue algo

caótica durante unos minutos.


—Por tanto, en ese contexto, la información podría fluir

de Arbre a Urnud —concluyó Jesry, en voz tal alta como

para hacer callar a todos los demás y convertirse en el


centro de atención—. Pero ¿por qué el Tercer Saqueo iba a

provocar semejante comportamiento en un capitán estelar

urnudano?


—Fra Jesry, recuerda el margen de error que Sammann

ha tenido tanto cuidado de mencionar —dijo Arsibalt—.


El detonante podría haber sido cualquier cosa sucedida en

este cosmos en las cuatro décadas que comienzan más o

menos en 2760. Y te recuerdo que eso incluiría…


—Los hechos que condujeron al Tercer Saqueo —solté.

Silencio. Incomodidad. Miradas huidizas. Excepto en el


caso de Jules Verne Durand, que me miraba directamente

y asentía. Recordé su deseo de tratar temas dolorosos en

el Mensal y decidí apoyarme en él.


—Estoy harto de andar de puntillas con este tema —

dije—. Todo encaja. Fra Clathrand de Edhar fue la punta

de un iceberg. Otros en esa época, ¿quién sabe cuántos


miles?, trabajaban en algún tipo de praxis. Procianos y

halikaarnianos por igual. Es difícil conocer la verdad sobre

lo que esa praxis podía hacer. El dinosaurio del


aparcamiento nos permite entrever las consecuencias que



1172

tenía cuando cometían errores. Sabemos lo que pensaron


los seculares, conocemos su reacción. Los archivos fueron

destruidos, los practicantes masacrados… excepto en el

caso de los Tres Intactos. No hay forma de saber lo que


personas como fra Jad han estado haciendo desde

entonces. Apuesto a que han estado cuidándola…

—Manteniendo encendida la luz piloto —dijo Lio.


—Sí —dije—. Pero algo que hicieron en los alrededores

de 2760, cuando la praxis alcanzó su cenit, envió una señal

que se propagó por la Mecha y que, de alguna forma, los


teores de Urnud percibieron.

—Los atrajo hasta aquí, dices —dijo Lio—, como la


campana de la cena.

—Como el aroma del pan —dije.

—Quizá no sea sólo el aroma del pan lo que ha atraído a


otros hasta esta sala, fra Erasmas —propuso Arsibalt—.

Quizá sea el sonido de la conversación. Palabras oídas a


medias, incomprensibles en la distancia, pero que bastan

para despertar el interés de cualquier persona consciente

que las oiga.


—Quieres decir que ése podría haber sido el caso de los

teores de Urnud de la nave —dije—, cuando recibieron…

no sé… emanaciones, indicaciones, señales filtrándose por


la Mecha desde Arbre.

—Justo —dijo Arsibalt.

Todos nos volvimos hacia Jules. De una bolsa sacó un


poco de comida laterrana y, tras saciar su apetito con algo



1173

que no podía digerir, comió algo que su cuerpo podía


aprovechar. Se dio cuenta de que le mirábamos, se encogió

de hombros y tragó.

—Esperad sentados una explicación del Pedestal. Cierto,


hace 900 años eran teores racionales. Pero, durante los

largos y oscuros años de su vagabundeo, se convirtieron

en algo que se define mejor como culto. Y cuanto más se


acercan a su dios, más le temen.

—Me pregunto si podríamos tranquilizarlos un poco

haciéndoles ver que en realidad no están tan cerca —dijo


Jesry.

—¿A qué te refieres? —preguntó Jules.


—Fra Jad es un tipo interesante y todo eso —dijo Jesry—

, pero a mí no se me antoja un dios, ni siquiera un profeta.

Sea lo que sea lo que hace cuando canta o juega al Teglón


toda la noche, no creo que tenga nada de divino. Creo que

se limita a recibir señales que llegan a Arbre desde más


arriba, por la Mecha.

Para entonces ya habían llegado todos para comer,

excepto fra Jad. Dimos con él sentado en medio del


Decagón, comiendo algo que el personal le había llevado.

El Decagón tenía un aspecto diferente. El día anterior

estaba cubierto de losetas de barro del tamaño de una


mano, de color marrón oscuro y acanaladas: iguales a las

que yo había usado en Orithena, sólo que

proporcionalmente más pequeñas. La acanaladura parecía


ir sin interrupción de un vértice al opuesto. No me había



1174

molestado en comprobarlo, pero di por supuesto que era


así. Para los que estuvieran dispuestos a intentarlo, había

cestos de losetas de porcelana blanca, con una línea negra

vidriada en lugar de acanaladuras, por los bordes del


Decagón. Pero aquella mañana los cestos estaban vacíos y

fra Jad disfrutaba del desayuno en un patio totalmente

blanco decorado con una línea negra. Lo había recubierto


por completo a lo largo de la noche. Al darnos cuenta,

aplaudimos. Arsibalt y Jesry gritaban como si fuese un

juego de pelota. Los valleros se acercaron a fra Jad y se


inclinaron ante él.

Por curiosidad, regresé al borde del Decagón y bajé de él,


porque la superficie era varias pulgadas más elevada que

el pavimento adyacente. Me agaché y levanté una loseta

blanca de Jad para dejar al descubierto una pequeña zona


de losetas marrones. La de Jad, como esperaba, era una

solución completamente diferente para el Teglón… Las


posiciones de las losetas marrones no se correspondían

con las nuevas, lo que demostraba que fra Jad no se había

limitado a copiar la solución antigua.


—Es la cuarta —dijo una voz amable. Alcé la vista para

encontrarme con Magnath Foral mirándome. Hizo un

gesto hacia la loseta que yo tenía en la mano.


Mirando más de cerca el borde del Decagón, me di

cuenta, por primera vez, de que bajo las losetas marrones

había una capa de losetas verdes, y debajo de ésas, una de


losetas de terracota.



1175

—Bien —dije—, supongo que habrá que cocer un juego


nuevo de losetas.

Foral asintió y dijo con absoluta seriedad:

—No creo que haga falta que nos demos mucha prisa.


Devolví a su sitio la loseta blanca, me puse de pie y subí

al Decagón. Estaba al aire libre. Doblé el cuello todo lo

posible y miré directamente hacia arriba.


—¿Crees que se habrán dado cuenta? —pregunté.

Magnath Foral adoptó una expresión de desconcierto y

no dijo nada.


La Célula 317 se reunió en un patio que no habíamos

visitado el día anterior. Era circular y estaba cubierto por


un emparrado. De alguna forma habían convencido a

media docena de enormes trepadoras con flores para

atravesar el espacio vacío y abrazarse entre sí, formando


una bóveda de ramas entrecruzadas a cincuenta pies del

suelo. La luz la atravesaba para iluminar el espacio que


había debajo, pero vista desde arriba parecía una bóveda

verde moteada de color. En los bordes del patio habían

colocado palés de un material misterioso pero de aspecto


caro. Dedicamos el resto de la mañana a abrirlos,

deshacernos del embalaje y hacer inventario: un trabajo

idiota que a todos nos hacía mucha falta.


Que saldríamos al espacio quedó claro por la naturaleza

del material. El peso era en un noventa y nueve por ciento

del embalaje. Abríamos hermosas cajas de veinte libras


para encontrar en su interior equipo que pesaba tanto



1176

como las flores secas. Nos deshicimos de cordones y paños


para ponernos unos monos gris grafito que casi no

pesaban nada.

—Es lo mejor —dijo Jesry, mirándome—. En gravedad


cero el paño no cuelga, no sé si me comprendes. Las cosas

se pondrían feas.

—Habla por ti —dije—. ¿Hay algo que deba saber?


—Si te mareas, que así será, la sensación te durará tres

días. Después, mejorarás o te acostumbrarás. No estoy

seguro de qué.


—¿Crees que tendremos tres días?

—Si sólo nos envían como distracción…


—Sólo para que nos maten, quieres decir.

—Sí… En ese caso podrían limitarse a usar procianos.

Nuestra conversación había empezado a atraer a otros. A


los valleros, por ejemplo, que no comprendían el sentido

del humor de Jesry. Se aclaró la garganta y le gritó a Lio:


—¿Qué está pasando, mi fra?

Lio se subió de un salto a un palé cubierto con una lona

y todos guardamos silencio.


—Todavía no se nos permite conocer la naturaleza de la

misión —dijo—, ni por qué se nos ha encomendado.

Simplemente tenemos que llegar allí.


—¿Adonde? —preguntó Sammann.

—A esa Daban Urnud —dijo Lio.










1177

No es que antes no prestáramos atención, pero ahora


éramos todo oídos. Todos parecían más contentos. Sobre

todo Jules.

—Comida, allá voy.


—¿Cómo vamos a subir a una nave espacial tan

defendida? —preguntó Arsibalt.

—Todavía no nos lo han dicho —dijo Lio—. Lo que está


bien, porque el simple hecho de despegar ya es dificultad

suficiente. No podemos usar los lugares de lanzamiento

normales. Supongo que el Pedestal ha amenazado con


embarrarlos si ven preparativos para el lanzamiento. Lo

que significa que no podemos usar los cohetes habituales,


porque están diseñados para ser lanzados justo desde esos

lugares. Y eso, a su vez, significa que no podemos usar los

vehículos espaciales habituales, como el tuyo, Jesry,


porque sólo se pueden lanzar con dichos cohetes. Pero hay

una alternativa. Durante la última gran guerra se


desarrolló una clase de misiles balísticos. Emplean un

medio de propulsión almacenable y se lanzan desde la

parte posterior de vehículos con orugas que se pasean por


el campo.

—Eso no funcionará —protestó Jesry—. Un misil

balístico no pone en órbita una carga. Se limita a lanzar la


bomba al otro extremo del mundo.

—Pero supongamos que quitamos la carga explosiva y la

reemplazamos por algo de este estilo —dijo Lio. Saltó al


suelo, agarró la lona y tiró con un esforzado movimiento



1178

de caderas y brazos. Destapó un equipo no mucho mayor


que un electrodoméstico. Como «una pérgola encima de

un anillo de soldadura» habría podido describirlo Yul de

haber estado presente. La «pérgola» era muy pequeña…


pero, como nos demostró Lio, tenía el tamaño justo para

que cupiera una persona en posición fetal. La parte

superior era una lente de metal comprimido con un


recubrimiento duro. Se sostenía sobre cuatro patas de

aspecto frágil: soportes triangulares, como torres de radio

en miniatura.


Así que la pérgola tenía techo y patas, pero no tenía

suelo. En lugar de eso, tres salientes sobresalían hacia


dentro desde el anillo estructural. En ese momento

sostenían un trozo de contrachapado que, a su vez,

sostuvo la espalda de Lio cuando se encogió encima. Pero


una vez que hubo salido retiró la chapa para demostrar

que debajo no había nada, excepto piezas estructurales y


tuberías. Había dos grandes tanques (un toroide alrededor

de una esfera) y varios más pequeños, todos ellos esféricos

y ninguno mayor de lo que podía caber en los estantes de


una tienda de material deportivo. Estaban completamente

cubiertos de tuberías y cables de retención entrecruzados.

Sobresaliendo del fondo, como un aguijón de insecto,


había una tobera de cohete preocupantemente pequeña.

—El de verdad tendrá un motor unido debajo —nos

informó Lio—, tan grande como toda esta fase.


—¿¡Fase!? —exclamó Sammann—. Quieres decir que…



1179

—¡Sí! —dijo Lio—. Eso es lo que intento deciros. Lamento


no haberme expresado con más claridad. Esto es la fase

superior de un cohete. Hay una para cada uno de nosotros.

—Luego, para que pudiésemos ver mejor la tobera, agarró


una pata con una mano y tiró hacia arriba. La fase entera

se inclinó y vimos la parte de abajo.

—¡Debes de estar de broma! —exclamé. Puse la mano


junto a la suya y le aparté. Dejó que la pata me cayese en

la mano. La fase entera pesaba mucho menos que yo.

Luego todos tuvieron que probarlo.


—¿Dónde está el resto? —preguntó Jesry.

Un silencio incómodo.


—Esto es todo —dijo Jules Verne Durand, que lo

comprendía perfectamente a pesar de que era la primera

vez que lo veía—. ¡Este cacharro es un monifik!


—Bien, ya que pareces ser un experto en monifikes —dijo

Jesry—, ¡quizá nos puedas explicar cómo cuatro patas y


un techo van a contener una atmósfera presurizada!

—¡No se llama monifik! —protestó Lio sin muchas

ganas—. Es un… oh, qué más da.


—Sólo llevaremos traje espacial, ¿tengo razón? —dijo

Jules mirando a Lio.

Lio asintió.


—Jules lo comprende. Como de todas formas vamos a

necesitar los trajes espaciales, que llevan soporte vital,

circuito de evacuación y todo lo demás, es redundante







1180

enviar una cápsula presurizada compuesta por copias


adicionales de los mismos sistemas.

Yo esperaba que Jesry protestase más, pero sufrió una

conversión súbita y alzó ambas manos para silenciar el


murmullo.

—He estado allí —nos recordó— y os aseguro que no hay

nada de la experiencia de compartir una cápsula espacial


que esté deseando experimentar de nuevo. No sabes lo

que significa la palabra desagradable hasta que no te

golpea un glóbulo volador de vómito de otra persona. Y


no me hagáis contar a qué llaman lavabo. Lo difícil que es

mirar por esos ventanucos… Creo que esto es una idea


genial: cada uno de nosotros aislado en su propia nave

espacial personal, oliendo sus propios pedos, disfrutando

de la vista panorámica del visor del casco.


—¿Cuánto tiempo se puede vivir en un traje espacial? —

pregunté.


—Te va a encantar —proclamó Jesry, reclamando para sí

la atención tras hacerle un gesto a Lio. Luego se dirigió al

lugar donde, con la ayuda de fra Gratho, llevaba una hora


más o menos montando trajes espaciales. Se acercó al que

parecía más completo y golpeó un recipiente de metal

verde encajado a la parte posterior del traje—. ¡Oxígeno


líquido! Cuatro horas de suministro, aquí mismo.

—Siempre que seamos disciplinados en su uso —dijo sur

Vay.







1181

—¿¡Líquido!? ¿Como en la criogénica? —pregunto


Sammann.

—Claro.

—¿Cuánto tiempo permanecerá frío?


—¿En el espacio? No hay problema. Seguirá frío siempre

que las células tengan combustible para hacer funcionar el

enfriador. —Golpeando un recipiente rojo, siguió


hablando—: Hidrógeno líquido. Se pone fácil, se quita

fácil. —Lo retorció, nos mostró un complicado mecanismo

de sujeción, y luego lo devolvió a su posición.


—Por tanto, ¿competimos por el oxígeno con una célula

de combustible? —preguntó Arsibalt.


—Considéralo cooperación.

—¿Qué hay de los productos de desecho? —preguntó

alguien.


Jesry estaba preparado.

—El dióxido de carbono se elimina por aquí. —Quitó una


lata blanca y la agitó—. Cuando se acaba, no hay más que

poner una nueva. Luego, os encantará, lleváis la vieja al

asistente. —Se acercó a otro equipo que parecía pertenecer


al mismo género que el traje espacial pero a otra especie.

Estaba cubierto de enganches codificados por color para

tanques y recipientes. Encajó el limpiador en uno—.


Cocina el CO2, sacándolo del limpiador. —Señaló un

indicador en un lateral de la lata—. Cuando esta barra

cambia de color, está listo para usar otra vez.







1182

—¿Este dispositivo también almacena aire y


combustible? —preguntó sur Vay, viendo los conectores

para los recipientes de oxígeno e hidrógeno.

—Si lo hay, lo sacaréis de aquí —dijo Jesry—. Se supone


que va conectado a una reserva de agua y a una fuente de

energía… habitualmente paneles solares, pero en nuestro

caso una pequeña nuclear. Separa el agua en hidrógeno y


oxígeno, licua esos productos y llena el tanque que le

conectéis. Y emplea calor para reciclar los limpiadores,

como decía antes. Igualmente, cuando se llene vuestra


bolsa de desechos, de la que hablaremos luego, la

conectáis aquí… —Fue señalando con meticulosidad una


serie de conectores amarillos.

—¿Quieres decir que vamos a defecar dentro del traje? —

preguntó Arsibalt.


—¡Gracias por ofrecerte voluntario para demostrar esta

maravillosa opción de la praxis! —proclamó Jesry—. Lio y


Raz, ¿tendríais la amabilidad de ofrecerle algo de

intimidad a nuestro fra?

Lio y yo recogimos el paño de Arsibalt de donde éste lo


había dejado y lo levantamos, extendiéndolo entre ambos

para formar una pantalla mientras Arsibalt se quitaba el

mono. Mientras tanto, Jesry eligió un traje espacial


extragrande. Estaba suspendido de un artilugio con

ruedas al que llamaba «sistema de vestir». El traje estaba

compuesto por una gran pieza rígida, la Unidad de


Cabeza y Torso o, inevitablemente, UCT, cuya parte



1183

posterior superior estaba abierta como la puerta de una


nevera. Cada manga y cada pernera estaban formadas por

varias vainas bulbosas, cortas y rígidas, como cuentas de

un collar. No era como los trajes espaciales que recordaba


de los motus y del Guardián del Cielo: era más grande,

más redondeado, más satisfactoriamente sólido. Otra gran

ventaja, al menos estética, era que aquel traje, al igual que


los otros que Jesry había ido montando, era negro y opaco.

Arsibalt se acercó al sistema de vestir. Alzando las manos

para agarrar una barra fija estratégicamente colocada y


tirando para subir llegó hasta un escalón situado en la base

de la entrada trasera del traje. Parecía sorprendentemente


decidido. Quizá recordase los motus de ficción

especulativa que veía antes de ser recolectado, o quizá no

le gustaba estar desnudo. Con algo de ayuda de Jesry,


metió un pie, luego el otro, en los agujeros en la base de la

UCT, y por allí se escurrió. A medida que los pies


descendían oímos que los segmentos rígidos giraban.

Aparentemente, cada bulbo se unía al siguiente por medio

de rodamientos herméticos. Cada uno giraba


independientemente, de forma que codos y rodillas

pudiesen doblarse con normalidad sin que fuese preciso

incluir un complejo mecanismo de articulación. Arsibalt


tenía un aspecto mucho más regordete de lo habitual.

Flexionó una pierna, luego la otra, permitiéndonos

observar cómo los segmentos posibilitaban el movimiento


rotando unos con respecto a los otros.



1184

—Quiero que prestes atención a las bolsas que rodean tus


muslos y tu cintura —dijo Jesry, señalando algo con

aspecto de estar fabricado con goma que colgaba inerte de

las paredes interiores de la UCT—. En unos minutos van


a cambiar tu vida.

—Así lo haré —dijo Arsibalt, metiendo una mano, luego

la otra, en los brazos, que parecían acabar en burbujas


esféricas romas… muñones sin manos. Ya sólo le veíamos

la espalda y el culo. Jesry nos hizo un favor cerrando la

puerta.


Restaurada la decencia, Lio y yo dejamos caer el paño y

nos pusimos delante de Arsibalt. Apenas oíamos su voz


apagada. Jesry enchufó un cable a un conector del pecho y

le dio al amplificador. Oímos a Arsibalt por el altavoz:

—Aquí hay muchas cosas que mis manos deben


aprender… me gustaría ver qué estoy haciendo.

—Eso ya lo veremos —le prometió Jesry. Lo dijo


distraídamente, porque estaba ocupado con una serie de

lecturas en la parte delantera del traje… asegurándose de

que su fra no se asfixiara ahí dentro. Me di cuenta de que


otros miraban la parte frontal de Arsibalt y parecían

divertirse, así que fui y descubrí que en medio de su pecho

había una pequeña pantalla de Motus que mostraba una


imagen en directo de la cara de Arsibalt, tomada por un

motucaptor situado dentro del casco. Era una imagen muy

distorsionada porque estaba tomada por una lente de ojo







1185

de pez a muy corta distancia, pero nos ofrecía algo que


mirar aparte del visor opaco y ahumado del casco.

—Por favor, dime, ¿qué son esas boquillas que tengo

delante de la boca? —preguntó Arsibalt, con los ojos bajos


y mirando.

—Izquierda, agua. Derecha, comida y, si es necesario,

medicamentos. El grande de en medio es el recogedor.


—¿El qué?

—Para vomitar. No falles.

—Ah.


Arsibalt alzó los ojos para mirarse las manos por el visor.

Levantó un brazo hasta que tuvo el muñón a la vista. Se


abrió una tapa. Todos dimos un salto atrás cuando de ella

saltó una gigantesca araña de metal, agitando sus

miembros. Tras echar un segundo vistazo, vimos que en


realidad era una mano esquelética: huesos, articulaciones

y tendones que imitaban una mano de verdad pero de


metal anodizado negro y fabricados a máquina, y sin piel,

a menos que uno contase las almohadillas negras de goma

de las puntas de los dedos. Surgía completa de una


articulación fija en el extremo del muñón. Al principio, se

agitó y se retorció espasmódicamente. Una a una, Arsibalt

fue tomando el control de las articulaciones y empezó a


moverla como una mano de verdad. Alzó el otro brazo, se

abrió el panel y de allí surgió otra mano. Ésta, sin embargo,

no parecía tan humana; estaba compuesta de herramientas


pequeñas.



1186

—Explica lo que haces con las manos —le pedí.


—Los extremos de los brazos son espaciosos —dijo

Arsibalt—. Hay como un guante en el que puedo insertar

la mano. Está conectado mecánicamente con la mano


esquelética que podéis ver.

—¿Es un simple mecanismo? —preguntó Sammann—.

¿No hay servos?


—Estrictamente mecánico —dijo Jesry—. Comprobadlo

por vosotros mismos.

Y todos nos reunimos alrededor para mirar más de cerca.


La esquelemano estaba animada por varias cintas y

barritas móviles metálicas que desaparecían en el muñón,


donde, supusimos, se conectaban directamente con el

guante interno del que hablaba Arsibalt.

—En cierta forma es sencillo y a la vez muy complejo —


fue el veredicto de fra Osa.

—Sí. Exceptuando el sellado hermético, hubiese podido


fabricarla un artesano medieval con tiempo suficiente —

dijo Jesry—. Por suerte, el mundo cenobítico dispone de

gran cantidad de artesanos medievales. Y lo creáis o no, es


más fácil construir algo así que fabricar un guante espacial

presurizado que realmente se pueda usar para algo.

—Al final del muñón hay otros controles —nos explicó


Arsibalt—. Si saco la mano del guante… —La

esquelemano se agitó y quedó fláccida. Volvió a meterse

en el compartimento del extremo del muñón y se cerró la


tapa—. Bien —dijo Arsibalt—, estoy palpando la



1187

superficie interna del muñón, que está llena de botones e


interruptores.

—Ten cuidado con ellos —le sugirió Jesry—. La mayor

parte de las funciones del traje se controlan por medio de


la voz, pero hay controles manuales con los que no te

conviene equivocarte.

—¿Cómo voy a distinguirlos si no los puedo ver? —


preguntó Arsibalt, y en la pantalla motus vimos sus ojos

agitándose inútilmente a medida que palpaba el interior

del muñón.


—Muchos forman un teclado para introducir datos

alfanuméricos empleando la yema de los dedos. Sammann


sabrá usarlo de inmediato. Los demás tendréis que

acostumbraros.

—Bien —dije—, en general, ¿qué te parece? ¿Cómo te


sientes?

—Sorprendentemente cómodo.


—Como te habrás dado cuenta, el traje toca tu cuerpo en

relativamente pocos lugares —dijo Jesry—. Es por

comodidad, y para que tu temperatura corporal pueda


regularse con un simple sistema de aire acondicionado…

evitando el traje de tubos que se puso el Guardián del

Cielo. Pero, allí donde te toca, te agarra de verdad. Di las


palabras «comienzo del ciclo de eliminación sanitaria».

—Comienzo del ciclo de eliminación sanitaria —repitió

Arsibalt con nerviosismo creciente al acercarse al final de


semejante frase. Las palabras CICLO DE ELIMINACIÓN



1188

SANITARIA aparecieron en el panel de información


situado bajo el motus de su cara. Abrió los ojos como

platos—. ¡Oh, Dios mío! —exclamó.

Todos rieron.


—¿Nos explicas lo que está pasando? —dijo Jesry.

—Las bolsas de aire que me has enseñado antes se han

hinchado alrededor de mi cintura y la parte superior de


mis muslos.

—Ahora tu región pélvica está completamente aislada

del resto del traje —dijo Jesry.


—¡Ya te digo!

—Puedes hacer lo que necesites hacer.


—Creo que podemos saltarnos esa parte de la

demostración, Jesry.

—Como queráis. Di «conclusión del ciclo de eliminación


sanitaria».

Arsibalt lo dijo y nos reímos de nuevo al ver y oír su


reacción.

—Me rocía con agua caliente. Por delante y por detrás.

—Sí. Niños y niñas reciben el mismo tratamiento, les


guste o no —dijo Jesry.

En ese momento Jesry tiró de una gruesa manguera que

formaba parte del sistema de vestir y la conectó a una


parte no muy digna de la anatomía del traje.

—No disponemos del vacío infinito del espacio para

absorberla, así que hacemos trampas. —Le dio a un







1189

interruptor y la aspiradora funcionó varios segundos. Más


comedia en la pantalla de motus.

Arsibalt nos informó de que lo secaban. Luego dijo:

—Ya está. Las bolsas se han deshinchado.


—Lo sabemos —dijo Sammann, leyendo el panel de

información.

—Gastáis un poco de aire cada vez que ejecutáis esa


operación… así que hacedlo con moderación —nos

advirtió Jesry—. Pero lo importante es…

—Que mientras el dispositivo de asistencia esté


funcionando, podemos vivir mucho tiempo dentro de esas

cosas —dije.


—Sí.

—Este traje es completamente diferente al que llevaba el

Guardián del Cielo —dijo fra Osa—. Más sofisticado.


—Un mecanismo hermoso —dije, deseando que Cord

estuviera allí para admirar el enorme anillo de rodamiento


que rodeaba la cintura de Arsibalt, justo por debajo de la

puerta trasera, y que le permitía girar independientemente

caderas y hombros.


—Es literalmente increíble —fue el veredicto de

Arsibalt—. Por mucho que uno valore a los fras y sures del

Convox, parece increíble que diseñasen en tan poco


tiempo algo de tal complejidad.

—No lo hicieron —dijo Jesry—. Este traje se diseñó, hasta

el último detalle, hace veintiséis siglos.


—¿Para el Gran Guijarro? —preguntó Sammann.



1190

—Exacto. Y ese Convox tuvo varios años para hacerlo.


Los planos se archivaron en Sante Rab y durante el Tercer

Saqueo los conservaron fras y sures que durante toda su

vida cargaron con libros a la espalda. El año pasado,


cuando los Geómetras se situaron en órbita alrededor de

Arbre, hubo un buen montón de Vocos de los que no

llegamos a saber nada en Edhar, simplemente para reunir


talentos y reiniciar el programa. Se invirtió dinero a una

escala inconcebible para construir estos trajes. —Golpeó el

hombro de Arsibalt—. Y eso. —Señaló los monifikes—.


Observad los puntos de unión. —Giró a Arsibalt para que

los demás pudiésemos verle la espalda, y señaló un


conjunto de conectores triangulares, con la misma

configuración que los ejes estructurales del monifik—.

Uno se conecta al otro, se convierten en una unidad


integrada. Así que no nos hace falta mobiliario… nada de

asientos para la aceleración. Las bolsas de aire del traje se


hinchan para aislar el cuerpo durante el lanzamiento.

—Impresionante —dijo Sammann—. Lo único que no

podremos hacer es pasar desapercibidos.


Todos le miramos sin entender. Sonrió y señaló el pecho

de Arsibalt, iluminado con el motus, las lecturas

alfanuméricas y las luces de estado.


—Eso elimina cualquier posibilidad de llevar a cabo una

operación encubierta.

Gratho avanzó, agarró un borde casi imperceptible que


sobresalía de la UCT a la altura de la clavícula y tiró de él



1191

para desplegar una cubierta negra que sujetó sobre la


cintura. Las luces y las pantallas estaban ocultas. Arsibalt

era de un color negro mate de pies a cabeza, como si lo

hubiesen esculpido en carbón.


—Es asombroso —dijo Osa—, si se tiene en cuenta que

no estaban disponibles cuando tú, fra Jesry, subiste con el

Guardián del Cielo.


Jesry asintió.

—Ahora hay dieciséis.

—¡Pero somos once! —exclamó Arsibalt por el altavoz.


Nos habíamos olvidado de su presencia. Su esquelemano

fue a la cintura, encontró el cierre de la cubierta y la


levantó para que viéramos la pantalla. Su expresión de

sorpresa con los ojos como platos se ampliaba

cómicamente.


—Así es —dijo Jesry.

—Lo que significa algo evidente —dijo Lio—, pero lo voy


a decir con claridad: no podemos joder la operación. Pasa

algo similar con los lanzadores de misiles. Son secreto

militar. No hay razón para que el Pedestal, que ha


obtenido casi todo lo que sabe de Arbre gracias a las

filtraciones de la cultura popular al espacio, sepa de su

existencia. Se diseñaron específicamente para ser difíciles


de ver desde arriba. Pero, tan pronto como lancemos uno,

los sistemas de los Geómetras detectarán el calor y sabrán

de su existencia. Así que hay que lanzarlos todos a la vez,


o no podremos lanzar ninguno. Hay un par de cientos.



1192

Vamos a enviarlos todos durante la misma ventana de


lanzamiento de diez minutos, dentro de tres días. Once

llevarán monifikes con los miembros de esta célula. Varios

más llevarán los consumibles y el equipo necesario.


—¿Y los demás? —preguntó Sammann.

Lio no dijo nada, aunque me miró. Los dos pensábamos

en los matatodo.


—Distracción y paja —dijo al fin.

—¿Qué se espera que hagamos una vez que lleguemos?

—preguntó Arsibalt.


—Unir varias cargas para formar una plataforma de

impulso, no la dignificaré llamándola «vehículo», que nos


llevará a otra órbita —dijo Lio—, una órbita en la que nos

encontraremos con la Daban Urnud.

—Hasta ahí llegábamos —dijo Jesry—. Lo que fra


Arsibalt pregunta realmente es…

Fra Osa dio un paso al frente, dedicándole a Lio una


mirada con la que le pedía permiso para hablar. No

habíamos oído mucho al líder vallero, así que todos nos

situamos donde pudiésemos oírle.


—La mayor dificultad para personas como vosotros no

será llevar a cabo las tareas asignadas, sino la humillación

y la incertidumbre de no poder conocer todo el plan. Esas


emociones pueden ser un obstáculo. Ahora, simplemente,

debéis decidir si queréis seguir, sabiendo que es posible

que jamás conozcáis todo el plan y que, si lo llegáis a


conocer, tal vez tenga defectos evidentes, o renunciar y



1193

permitir que otro ocupe el traje espacial que tenéis


reservado. —Dio un paso atrás.

Hubo un minuto de silencio mientras todos tomábamos

la decisión. Si ésa es la palabra adecuada para describir lo


que nos pasaba por la cabeza. Yo no sentí ninguna de las

emociones relacionadas con una verdadera toma de

decisiones. Era simplemente impensable apartarse del


grupo. No había ninguna decisión que tomar. Fra Osa, que

había dedicado toda su vida a prepararse para situaciones

como ésa, sin duda lo sabía muy bien. En realidad no nos


pedía que tomásemos una decisión. Nos decía, de una

forma razonablemente diplomática, que nos callásemos y


nos concentrásemos en lo importante.

Y eso hicimos dieciocho horas al día hasta que llegó el

camión para llevarnos al campo aéreo. Aunque un


observador sin experiencia hubiese creído que

trabajábamos la mitad del tiempo y el resto jugábamos a


videojuegos. Habían equipado tres de las celdas que

daban al patio con disposines conectados a enormes

pantallas motus envolventes. En el centro de cada una de


ellas había una silla con unos brazos de traje espacial

conectados. Por turnos nos íbamos sentando en las sillas

con las manos metidas en esos brazos, tocando los


controles. En las pantallas se veía una simulación de lo que

podríamos observar por el casco cuando nos

encontrásemos flotando en órbita baja, incluyendo


indicadores y lecturas que, nos prometieron, los



1194

disposines del traje superpondrían a nuestra visión. Los


controles de los dedos se podían conectar con los

impulsores y monifikes de tal forma que, al llegar a órbita,

pudiésemos movernos y lograr ciertas tareas. Bajo la mano


izquierda había una pequeña esfera que giraba con

libertad; bajo la derecha, una palanca en forma de

champiñón que se podía mover en cuatro direcciones y de


la que podíamos tirar o que podíamos pulsar. La primera

controlaba la rotación del traje, que era fácil. La otra

controlaba la translación: para movernos por el espacio en


lugar de quedarnos dando vueltas en el mismo sitio. Eso

iba a ser más complicado. Los objetos en órbita no se


comportan como estábamos acostumbrados a que lo

hicieran en el suelo. Por poner un ejemplo: si

persiguiésemos otro objeto en la misma órbita, mi instinto


natural sería disparar un impulsor que me diese un buen

empujón. Pero así pasaría a una órbita más alta, por lo que


el objeto perseguido quedaría debajo de mí. Todo lo que

sabíamos hacer en el suelo sería un error allí arriba.

Incluso los que habíamos aprendido mecánica orbital de


labios del propio Orolo, sólo teníamos una forma de

comprenderlo de verdad y era jugando a ese juego.

—Es engañoso —fue el comentario de Jules. Él y yo


estábamos juntos en una de las celdas. Yo había mejorado

con rapidez en el juego, porque conocía la teorética

subyacente, así que ayudar a los otros a aprender se había


convertido en mi papel—. La mano izquierda surte un



1195

gran efecto. —Giró la pequeña esfera. Yo cerré los otros y


tragué cuando la imagen de las pantallas, Arbre y algunos

objetos en «órbita» a nuestro alrededor, se puso a dar

vueltas—. Sin embargo, los seis elementos no han


cambiado nada. —Se refería a la fila de seis números que

aparecía al pie del indicador simulado: los mismos seis

números que le había enseñado a Barb en la cocina del


Refectorio.

—Así es —dije—, puedes girar todo lo que quieras y eso

no modificará tus elementos orbitales… que son lo


realmente importante. —Un indicador de la parte inferior

se puso a parpadear, lo que me indicó que Jules usaba la


otra mano, el dexter, como lo llamaba él, y los seis

elementos orbitales se pusieron a fluctuar. Uno de ellos

cambió de verde a amarillo—. Ajá —dije—, acabas de


joder tu inclinación. Ya no estás en el plano.

—Muy importante a la larga —dijo—, pero ahora mismo


no aprecio gran diferencia.

—Exacto. Pero deja que avance para mostrarte lo que

pasa. —Yo tenía mi panel de control de instructor, que


empleé para acelerar la simulación, comprimiendo en diez

segundos la siguiente media hora. Los otros satélites se

alejaron tanto que dejamos de verlos—. Una vez que te


alejas tanto que no puedes ver a tus amigos… o no los

distingues de los señuelos…

—Estoy pairdú —se limitó a decir—. ¿Puedes retroceder?







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—Claro. —Retrocedí justo hasta después de que hubiese


modificado la inclinación.

—¿Cómo puedo arreglarlo? ¿Así, quizá? —murmuró, y

probó algo con la palanca. La inclinación empeoró un poco


y el indicador de excentricidad pasó de amarillo a rojo—.

Maird —dijo—. Ahora he fastidiado dos de seis.

—Intenta invertir lo que acabas de hacer —propuse.


Disparó el impulsor opuesto y la excentricidad mejoró,

pero el semieje mayor empeoró.

—Es como un rompecabezas —dijo—. ¿Por qué estudié


lingüística en lugar de mecánica orbital? La lingüística me

ha metido en este lío… sólo la física puede sacarme.


—¿Cómo es aquello? —le pregunté. Empezaba a

frustrarse y supuse que le vendría bien tomarse un

descanso.


—Oh, has visto el modelo, seguro. Es muy preciso en los

detalles externos que se pueden ver por telescopio. Claro


está, la mayoría de los cuarenta mil no ven eso sino sólo

los aspectos internos del Rimero de Orbes donde pasan la

vida. —Hablaba del corazón viviente de la Daban Urnud:


dieciséis esferas huecas, cada una de menos de una milla

de diámetro, dispuestas alrededor de un eje central que

giraba para producir la gravedad artificial.


—A eso me refiero —dije—. ¿Cómo es la comunidad de

diez mil laterranos?

—Ahora está dividida entre el Fulcro y el Pedestal.







1197

El Fulcro era el movimiento opuesto, dirigido por lo


fthosianos.

—Pero en un periodo normal…

—Hasta que llegamos aquí, cuando las posiciones del


Pedestal y el Fulcro se endurecieron, era como una

pequeña ciudad de provincias, quizá con el añadido de

una universidad o un laboratorio de investigación. Cada


orbe está semilleno de agua. El agua está llena de casas

flotantes. En el tejado de esas casas hacemos crecer la

comida… ¡Oh, cómo me acuerdo de la comida!


—Supongo que cada raza tiene cuatro orbes.

—Oficialmente, sí, pero por supuesto hay mezclas en las


comunidades. Cuando la nave no acelera, podemos abrir

ciertas puertas para unir orbes vecinos y movernos

libremente entre ellos. En uno de los orbes de Laterre


tenemos una escuela.

—Así que hay niños.


—Claro que tenemos niños, y los educamos muy, muy

bien. Para nosotros la educación lo es todo.

—Me gustaría que en Arbre eso se nos diese mejor —


dije—. Quiero decir, extramuros.

Jules lo pensó y se encogió de hombros.

—¡Comprende que no estoy describiendo una utopía! No


educamos a los jóvenes por respeto a los ideales nobles.

Necesitamos que sigan con vida y que puedan continuar

con el viaje de la Daban Urnud. Y hay competencia entre







1198

los niños de Urnud, Tro, Laterre y Fthos por los puestos


de poder en el Mando.

—¿Incluso en campos como la lingüística? —pregunté.

—Sí, por supuesto. ¡Es un valor estratégico! Llegar a


nuevos cosmos y realizar un nuevo Advenimiento es la

Rayzon Det del Mando. Y para ellos casi no hay nada más

útil, durante un Advenimiento, que un lingüista.


—Claro —dije—. Entonces, tu pequeña ciudad de diez

mil habitantes es lo suficientemente grande para que la

gente se case o lo que sea que hagáis…


—Nos casamos —me confirmó—. O al menos, un

número suficiente lo hacemos. Y nacen niños para


mantener la población.

—¿Qué hay de ti? —pregunté—. ¿Estás casado?

—Lo estaba —dijo.


Así que también tenían divorcio.

—¿Tienes hijos?


—No. Todavía no. Ya nunca los tendré.

—Te llevaremos de vuelta a casa —le dije—. Quizá

conozcas a alguien.


—No será como ella —dijo. Luego puso cara triste y se

encogió de hombros—. Cuando Lise y yo estábamos

juntos, siempre le decía esas cosas. Tonterías dulces. «Oh,


no hay otra como tú, mi amor.» —Sorbió y apartó la

vista—. No es que fuese insincero, claro.

—Claro que no.







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—Pero su forma de irse hizo evidente la verdad: que


realmente no había otra como ella. Y en una comunidad

de sólo diez mil personas, separadas para siempre de sus

raíces en el cosmos de origen… bien… las conozco a todas,


Raz. A todas las mujeres de mi edad. Y puedo decirte que,

definitivamente, en el cosmos donde nos encontramos tú

y yo no hay otra como mi Lise. —Las lágrimas le corrían


por la cara con total libertad.

—Lo siento mucho —dije—. Me siento como un idiota.

No había entendido que tu mujer ha muerto.


—Está muerta —me confirmó—. Yo he visto, ya sabes,

las imágenes de su cuerpo, de su rostro, por todo el


Convox.

—¡Dios mío! —exclamé. No tenía por costumbre emplear

juramentos religiosos, pero no se me ocurría nada más


fuerte—. La mujer de la sonda de Orithena…

—Era mi Lise —dijo Jules Verne Durand—. Mi esposa.


Ya se lo he contado a Sammann. —Y se desmoronó por

completo.

Jules y yo estábamos juntos en una celda a oscuras, sin


nada que ver excepto la luz simulada del sol reflejándose

en un Arbre y una luna simulados. Personas simuladas

con trajes espaciales se movían en silencio a nuestro


alrededor. Estaba doblado sobre sí mismo y sollozaba.

Recordé nuestra conversación del Mensal sobre cómo

podíamos interaccionar de forma física con los Geómetras


aunque la interacción biológica fuese imposible. Me



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