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Published by snullbug20, 2018-07-30 19:54:34

Anatema - Neal Stephenson

Me extrañó oír a Jesry pedirme la opinión sobre algo.


Saboreé durante un momento tal experiencia novedosa

antes de decir:

—Si su intención es delatarnos, yo estoy muerto hagamos


lo que hagamos. Pero tú tienes posibilidades de escapar.

Por tanto, salgamos juntos. Tú te cubres, vas directamente

a la puerta trasera y te escabulles. Yo me acercaré a Ala y


le hablaré… Se distraerá el tiempo suficiente para que te

hundas en la oscuridad.

—Trato hecho —dijo Jesry—. Gracias, Raz. Y recuerda: si


lo que quiere es tu cuerpo…

—Calla.


—Vale. Vamos a hacerlo —dijo Jesry, poniéndose el paño

sobre la cabeza. Pero al mismo tiempo le vi cabecear—.

¿Puedes creer que esto es lo que se considera por aquí un


día emocionante?

—Quizás algún día se te conceda tu deseo y en el mundo


pase algo.

—Creía que esto podría serlo —dijo, haciendo un gesto

hacia el sótano—. Pero, por ahora, no tenemos nada más


que manchas solares.

La puerta se abrió y entró la luz.

—Hola, chicos —dijo sur Ala—, ¿os habéis perdido?


Jesry iba encapuchado; Ala no podía verle la cara. Subió

rápidamente, pasó a su lado y se acercó a la puerta trasera.

Yo fui justo detrás. Me enfrenté cara a cara con Ala justo


cuando oía un tremendo golpe pasillo abajo. Jesry se había



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caído en el umbral, con el paño enrollado… de cintura


para arriba.

—No tiene sentido ocultarse, Jesry. ¡Reconocería tu

sonrisa en cualquier parte! —gritó Ala.


Jesry recogió las piernas, dejó que el paño le volviese a

cubrir el culo y corrió. Ahora que los ojos se me habían

acostumbrado a la luz vi que Ala había tendido su cordón


en medio de la puerta, a la altura de los tobillos, y lo había

atado entre un par de sillas. Sin otra forma de mantener el

paño en su sitio, se lo había echado por encima de


cualquier forma y se lo sostenía con una mano. Me dio la

espalda y fue a recuperar el cordón.


—Arsibalt se ha ido hace una hora —dijo—. Creo que ha

perdido la mitad de su peso en forma de sudor.

No tenía muchas ganas de reírme, porque sabía que


estaba en posición de decir lo mismo sobre mí o sobre Jesry

si le apetecía.


—¿Se te ha comido la lengua el gato? —me preguntó al

cabo de un buen rato.

—¿Cuánta gente lo sabe?


—Quieres decir, ¿a cuántas personas se lo he contado o

cuántas se han percatado por su cuenta?

—Supongo que… ambas cosas.


—No se lo he contado a nadie. Y en cuanto a la otra

pregunta, imagino que cualquiera que te preste tanta

atención como yo, lo que probablemente significa… nadie.


—¿Por qué ibas a prestarme atención?



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—¡Buena pregunta! —exclamó tras poner los ojos en


blanco.

—Mira, ¿qué quieres, Ala? ¿Qué buscas?

—Las reglas del juego son que no debo decírtelo.


—Si se trata de que quieres ser Guardiana Regulante

subalterna, su protegida, ¡entonces adelante! Ve y

cuéntaselo. A la salida del sol saldré por la Puerta de Día


y me iré a buscar a Orolo.

Mientras yo hablaba se enrollada el cordón. De pronto, el

paño pareció hacerse dos veces más largo cuando Ala dejó


escapar el aliento. El pecho se le hundió y bajó la cabeza.

Sus enormes ojos se cerraron un momento. Ése era el


punto en el que cualquier otra chica se hubiese

desmoronado.

Es difícil expresar lo monstruoso que me sentía. Me


apoyé en la pared y me golpeé la cabeza, como si intentase

escapar de mi propia y desagradable piel culpable. Pero


no había salida.

Ala había abierto los ojos. Estaban anegados, pero lo

vieron todo. «Cualquiera que te preste tanta atención


como yo, lo que probablemente significa… nadie.»

—Tienes que darte un baño —dijo en una voz casi

excesivamente baja.


Por una vez en mi vida, logré comprender un doble

sentido. Pero Ala ya se había ido.








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Once: La lista de plantas prohibidas intramuros,

habitualmente por poseer propiedades

farmacológicas indeseables. Según la Disciplina,


cualquier espécimen que crezca en un cenobio debe

ser arrancado y quemado sin dilación, y el hecho debe

registrarse en la Crónica. La lista confeccionada


originalmente por sante Cartas incluía sólo tres, pero

su número se incrementó con el paso de los siglos a

medida que se exploraba Arbre y se encontraban


nuevas especies.


Diccionario, 4ª edición, 3000 a. R.




Me habría convertido en deólatra y habría partido en una

larga peregrinación para buscar un baño mágico que


pudiese lavar el desastre que acababa de causar. Las

penalidades del viaje habrían sido agradables en

comparación con mi siguiente semana en el cenobio. No


es que Ala se lo contase a nadie. Era demasiado orgullosa

para hacer algo así. Pero todas las demás sures,

empezando por Tulia, sabían bien que sufría. Y cuando


llegó el desayuno del día siguiente, todas habían decidido

que era culpa mía. Me pregunté cómo se habrían

desarrollado las cosas. Mi primera hipótesis se reveló


errónea de inmediato: que Ala había vuelto corriendo a

casa y había contado la historia a una sala de tiza repleta

de sures horrorizadas. Mi segunda hipótesis fue que la



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habían visto regresar entristecida después de haber


faltado a la cena; a mí me habían visto volver con mala

cara no mucho después; por tanto, yo le había hecho algo

malo. Hasta mucho más tarde no comprendí lo más


simple: otros habían percibido que Ala tenía ojos para mí,

y si Ala se sentía triste sólo podía ser porque yo le había

hecho algo —no importaba qué— malo.


De golpe, me rechazaban todas las jóvenes del cenobio. Y

todas parecían permanentemente horrorizadas, porque

ésa era la cara que ponían en cuanto me veían.


Empeoró con el tiempo. Si Ala se hubiese limitado a

escribir un relato de lo sucedido y me lo hubiese clavado


en el pecho, la situación no habría sido tan nefasta; pero,

como la cantidad de información relativa a lo que yo había

hecho era nula, la imaginación de los demás se disparató.


Las jóvenes sures se alejaban de mí haciendo muecas. Las

de mayor edad me miraban con furia durante la comida.


«No importa lo que hayas hecho, joven… sabemos que

algo hiciste.»

No volví a ver a Ala durante cuatro días, lo que era


estadísticamente improbable. Daba a entender que las

otras sures actuaban como vigías, siguiendo mis

movimientos para poder decirle a Ala dónde no estar.


Arsibalt estaba tan alterado que apenas pudo hablar

hasta tres días más tarde, cuando vino a comer todo sucio

y me dijo en susurros que había recuperado la tablilla del


lugar donde Jesry y yo la habíamos enterrado



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(«ridículamente fácil de encontrar») y la había ocultado en


uno mucho mejor («completamente seguro»).

Jesry y yo sabíamos que no tenía sentido intentar

encontrar un objeto que Arsibalt hubiese ocultado en un


lugar que consideraba completamente seguro. No

teníamos más remedio que esperar a que se tranquilizase.

Descubrí por qué nunca veía a Ala: ella y Tulia pasaban


mucho tiempo en la Seo, ocupadas en el mantenimiento de

las campanas, practicando repiques extraños y

transmitiendo sus conocimientos a las chicas que con el


tiempo las reemplazarían.

Los días soleados eran más frecuentes. En ocasiones


podía mirar a lo alto del chapitel y ver a Sammann

tomándose el almuerzo y mirando fijamente al Sol a través

de sus gafas. Jesry y yo sopesamos la idea de ahumar un


trozo de vidrio y usarlo para hacer lo mismo, pero

sabíamos que si nos equivocábamos nos quedaríamos


ciegos. Incluso consideré saltar la muralla, correr hasta la

sala de máquinas y tomar prestada una máscara de soldar

de Cord. Pero todo aquello no eran más que distracciones


para ahuyentar mi preocupación por el problema con Ala.

Al principio lo había considerado cuestión de salvar mi

reputación. Pero con el paso del tiempo, y al meditarlo


más, quedó clara la verdadera naturaleza de la situación:

había provocado un desastre en el interior del alma de otra

persona justo en el momento en que esa alma se me abría.


Ahora se había cerrado. Yo era el único que podía resolver



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la situación; pero para poder hacerlo primero debía entrar.


Y no tenía ni idea de cómo, sobre todo en el caso de alguien

tan feroz como Ala.

Pero un día pensé, mientras me dedicaba al proyecto de


la hierba, que en el caso de una persona como ella podría

servir el desarme mutuo. El trabajo que Lio y yo

realizábamos en la ribera me ponía en contacto con


muchas flores silvestres de primavera. Las chicas estaban

en la Seo realizando el mantenimiento del campanario. De

pronto lo tuve claro. Puse en marcha el plan antes siquiera


de poder meditarlo. Diez minutos más tarde subía como

un sonámbulo los escalones de la Seo con un ramo de


flores en el brazo, tapado con un pliegue del paño porque

una de ellas era de las Once e iba a hacerla pasar por el

patio de la Guardiana Regulante.


La reja seguía cerrada, las escaleras del arbotante eran

inaccesibles, el Præsidium superior estaba sellado.


Nuestro carillón se encontraba en las zonas inferiores de

la cronosima, y se podía llegar a él por una escalera de

mano que subía desde el patio Fensor. La ruta terminaba


de súbito en una especie de cuarto de mantenimiento,

justo bajo el carillón; por ese camino no se podía ascender

más por el Præsidium, así que yendo por allí no


despertaría sospechas de estar intentando mirar al cielo

prohibido.

Las campanas estaban al aire libre. Debajo de ellas se


encontraba aquel cuarto que protegía parte de la



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maquinaria que servía para hacerlas sonar. Oía a Ala y a


Tulia hablando. La escalera llevaba a una trampilla en el

suelo. Mientras subía el corazón me resonaba como una

campana; agarraba los travesaños con fuerza para no


caerme. Me había metido las flores en el paño para tener

libres ambas manos y las estaba sudando. Desagradable.

Ala se rio de un comentario ingenioso de Tulia. Me alegró


ver que era capaz de reírse; luego me disgusté, de forma

muy extraña, porque ya me hubiese superado.

No había forma de entrar sin llamar la atención. Abrí la


trampilla. Las chicas callaron. Pasé el ramo por la abertura

y lo arrojé al suelo, pensando que, como primera


impresión, sería mucho más favorable que mi cara, que

últimamente hacía que las jóvenes saliesen corriendo. Pero

con aquello sólo retrasaba lo inevitable. Mi rostro estaba


unido al resto de mi persona. Llegaríamos juntos. Pasé el

torso lamentable por el hueco y miré a mi alrededor, pero


no vi nada; el cuarto tenía ventanas, pero las habían

tapado. Las chicas, sin embargo, con los ojos adaptados a

la oscuridad, me reconocieron, y callaron aún más, si eso


era posible. Hice entrar el resto de mi persona.

Tulia encendió su esfera. Ella y Ala estaban sentadas

juntas en el suelo, apoyadas en la pared. Me pregunté por


qué. Pero temía abrir la boca para cualquier cosa que no

fuese el propósito de la visita. Así que me arrodillé a un

lado de la trampilla y recogí el ramo. Lo que me dio unos


momentos para comprender que no tenía plan y nada que



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decir. Pero, habiendo crecido con sur Ala y sabiendo cómo


reaccionaba a las cosas, supuse que no podía errar si pedía

permiso:

—Ala, me gustaría darte esto, si no te molesta.


Al menos una de las dos respiró. Ninguna objetó nada.

El lugar era más grande de lo que había imaginado, pero

estaba tan atestado de vigas y ejes que no estaba seguro de


poder ponerme en pie, así que me acerqué de rodillas al

lugar donde estaban sentadas. Algo me rozó… ¿un

murciélago? Pero cuando volví a contar las personas


presentes —cosa que pasó mucho más tarde— sólo

éramos dos. Así que debió de ser Tulia,


teletransportándose a otro lugar como un capitán espacial

en un motus.

—Gracias —dijo Ala cautelosa—. ¿Las has pasado por el


patio Regulante? Supongo que sí.

—Lo he hecho —dije—. ¿Por qué? —Aunque ya sabía por


qué.

—Esa de ahí es el acónito de Sante Chandera, ¿no?

—En esta época del año el acónito de Sante Chandera


produce una flor de aspecto extraño, considerada muy

bonita. —Estaba preparándome para hacer una analogía

con el aspecto de Ala, pero vacilé, preguntándome cómo


expresar eso de que ella tenía rasgos curiosos.

—¡Pero es una de las Once!

—Soy consciente de ello —dije, poniéndome algo tenso,


ya que había interrumpido mi comparación para iniciar



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una disputa—. Mira, la he puesto ahí porque está


prohibida. Y eso entre tú y yo, ese desastre que provoqué,

es también sobre algo prohibido.

—No puedo creer que la hayas subido bajo las narices de


la Inquisición.

—Vale. Bien, ahora que lo mencionas, ha sido una

estupidez.


—No era la palabra que iba a emplear —dijo—. Gracias

por traérmelas.

—De nada.


—Si te sientas junto a mí, te enseñaré algo que apuesto

que no esperas —dijo.


Y en ese momento estaba completamente seguro de que

no lo decía con doble sentido. Cuando me senté donde

había estado Tulia, Ala ya se había puesto en pie. Al


menos ella se podía levantar. Se acercó sigilosamente a la

trampilla que Tulia había dejado abierta. La cerró. Luego


se sentó a mi lado y apagó su luz. La oscuridad era

completa. Completa oscuridad salvo por una única

mancha de luz blanca, como del tamaño de la palma de la


mano de Ala, que parecía flotar en el espacio delante de

nosotros. No creí que fuese una coincidencia; las chicas

habían estado allí sentadas por esa mancha de luz.


Alargué la mano derecha y la exploré (la izquierda,

curiosamente, había quedado inutilizada y descansaba

alrededor de los hombros de Ala). Había una tabla


apoyada contra la pared, con una hoja en blanco adherida,



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y la mancha de luz se proyectaba en la hoja. Los ojos se me


habían adaptado a la oscuridad y veía que la mancha era

redonda. De hecho, perfectamente circular.

—¿Recuerdas el eclipse total de 3680, cuando


construimos una cámara oscura para poder verlo sin

quemarnos los ojos?

—Una caja —recordé—, con un agujerito a un extremo y


una hoja de papel al otro lado.

—Tulia y yo habíamos estado limpiando —dijo—. Nos

dimos cuenta de la luz del sol moviéndose sobre el suelo


y las paredes. Los rayos entraban a través de una vieja

abertura en lo alto del muro, por ahí. —Se retorció para


apuntar invisiblemente a la oscuridad, y de alguna forma

acabó más cerca de mí—. Creemos que la hicieron para

ventilar y que luego la cerraron porque entraban


murciélagos. La luz se colaba entre las tablas. Lo

arreglamos… casi.


—¿Ese «casi» es un bonito agujerito?

—Exacto, y pusimos la pantalla. Tenemos que

desplazarla, evidentemente, a medida que el Sol se


desplaza por el cielo.

Ala podía insertar como nadie la palabra

«evidentemente» en una frase por lo demás perfectamente


cortés. Me había pasado la mitad de la vida sintiéndome

esporádicamente molesto por esa costumbre. En este

momento, al fin, me rendí. Estaba demasiado ocupado


admirando el ingenio de Tulia y Ala. Deseé que se me



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hubiese ocurrido a mí. No hacían falta lentes ni espejos de


vidrio pulidos para ver lejos. Un simple agujerito servía

igual. Pero la imagen que proyectaba era tenue, y tenía que

verla en una sala oscura… una cámara oscura.


Aparentemente, Tulia le había contado a Ala todo lo

relativo a la tablilla, a Sammann y mis observaciones. Pero

parecían haber pasado años desde que me habían


preocupado esas cosas tanto como me preocupaba

arreglar mi desastre. Es más, mientras estábamos allí

sentados en la oscuridad, me resultaba difícil lograr


interesarme lo más mínimo por el Sol. Brillaba. La

fotosíntesis estaba garantizada. No había erupciones


importantes y sólo había unas pocas manchas. ¿Qué más

podía importar?

Unos minutos más tarde resultó incluso más difícil que


me importase. Besar no era una asignatura que se

enseñase en las salas de tiza. Tuvimos que aprender por


ensayo y error. Aunque los errores tampoco estuvieron

nada mal.

—Una chispa —dijo Ala un rato más tarde.


—¡Vaya que sí!

—No, digo que me ha parecido ver una chispa.

—Me han contado que es normal ver estrellas en


momentos como éste…

—¡No estés tan pagado de ti mismo! —dijo y me apartó—

. Acabo de ver otra.


—¿Dónde?



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—En la pantalla.


Con cara de sueño, le presté atención. En la página no

había nada más que el disco blanco pálido.

Y…


Una chispa. Un punto de luz, más brillante que el Sol, que

desapareció antes de que pudiese estar seguro de su

existencia.


—Creo que…

—¡Ahí está otra vez! —exclamó ella—. Pero se ha movido

un poco.


Observamos más tiempo. Tenía razón. Todas las chispas

se producían debajo del disco solar y a la derecha, pero


cada una ligeramente más arriba y más a la izquierda. De

haberlas marcado sobre el papel habrían formado una

línea dirigida directamente hacia el Sol.


¿Qué hubiese hecho Orolo?

—Necesitamos una pluma —dije.


—No tenemos. Se producen una vez por segundo. Quizá

más rápido.

—¿Hay aquí algo con punta?


—¡Los alfileres! —Ala y Tulia habían usado cuatro

alfileres para fijar la página a la tabla. Saqué uno y lo

coloqué en su cálida manita.


—Yo sostendré la tabla. Tú haz un agujero en la página

cada vez que veas una chispa —dije.

Nos perdimos algunas mientras nos preparábamos. Me


arrodillé a un lado, usando la mano para sujetar la tabla



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contra la pared, sosteniendo la base con la rodilla. Ella se


tendió boca abajo y se apoyó en los codos, con la cara tan

cerca de la hoja que podía ver sus ojos y la curva de su

mejilla con la tenue iluminación que la página reflejaba.


Era la chica más hermosa del concento.

Vi la siguiente chispa reflejada en sus ojos. Alzó la mano

y marcó la página.


—Estaría muy bien que supiésemos la ahora exacta —

dije.

Marca.


—En unos minutos…

Marca.


—… se saldrá, evidentemente, fuera de la página.

Marca.

—Entonces podremos correr…


Marca.

—… y mirar el reloj.


Marca.

—¿No son un poco raras las chispas? —dije.

Marca.


—No aparecen y desaparecen instantáneamente…

Marca.

—Destellan con rapidez…


Marca.

—… pero desaparecen lentamente.

Marca.


—Me refería al color —puntualicé.



464

Marca.


—¿Como azulado?

Marca.

Un súbito chirrido casi me provocó un ataque al corazón.


Era el mecanismo automático del campanario poniéndose

en marcha. El reloj marcaba las dos. En ese momento lo

normal hubiese sido que me tapara las orejas. No me


atreví; Ala me hubiese clavado el alfiler.

Marca… marca… marca.

—Ya sabemos la hora —dije, cuando me pareció que


podría oírme.

—He hecho tres agujeros en la chispa más cercana a las


dos.

—Perfecto.

—Creo que ha estado curvándose —dije.


—¿Curvándose?

—Como… lo que sea que produce esas chispas no se


mueve en línea recta. Cambia de rumbo —dijo—. Es

evidente que vuela entre nosotros y el Sol. En este

momento está atravesando el disco solar. Pero la línea de


marcas no me parece recta.

—Bien, suponiendo que esté en órbita, es realmente

curioso —dije—. Debería ser recta.


—A menos que esté cambiando de posición —insistió—.

Quizás esas chispas estén relacionadas con el sistema de

propulsión.







465

—Ahora recuerdo dónde había visto antes ese tono de


azul —dije.

—¿Dónde?

—En el taller de Cord. Tienen una máquina que emplea


plasma para cortar el metal. Emite una luz de ese tono

azul. El mismo que el de una estrella caliente.

—Está cruzando el borde del disco solar —dijo. Luego—


: ¡Eh!

—¿Qué?

—Se ha detenido.


—¿No hay más chispas?

—No hay más chispas. Estoy segura.


—Bien, antes de mover esto, haz algunos agujeros

alrededor del disco del Sol, para saber dónde está. Entre

eso y la hora… ¡podremos localizarlo!


—¿Cómo?

—Podemos calcular en qué posición del cielo se


encontraba el Sol a las dos de la tarde de este día del año.

Es decir, delante de qué estrellas llamadas fijas pasaba. La

chispa de plasma que seguimos… se encontraba en el


mismo lugar. Lo que significa que, a menos que vuelva a

cambiar de órbita, pasará frente a las mismas estrellas fijas

en cada órbita. Podemos localizarlo en el cielo.


—Pero no parece costarle cambiar de órbita —dijo Ala,

delimitando meticulosamente el disco solar con una serie

de marcas apretadas.







466

—Pero parte del rompecabezas que no hemos logrado


comprender hasta ahora, quizás, es que sólo lo hace

cuando se encuentra cerca del Sol. Así que, mientras

dispongamos de la cámara oscura, podemos comprobarlo.


—¿Por qué debería influir la posición del Sol?

—Creo que se oculta —dije—. Si hiciese de noche lo que

acaba de hacer, cualquiera lo vería a simple vista.


—¡Pero hemos podido detectarlo con un agujerito y una

hoja de papel! —dijo Ala—. Así que no es una forma muy

efectiva de ocultarse.


—Y aparentemente Sammann puede verlo con las gafas

de soldar —dije—. Pero la diferencia es que las personas


como tú, Sammann y yo somos…

—¿Somos qué? —dijo—. ¿Entendidos?

—Sí. Y sea lo que sea esa cosa, no le importa si la gente


entendida conoce su presencia. Nos anuncia su

presencia…


—Cosa que al Poder Secular no le gusta…

—Razón para expulsar a Orolo por mirarla.

Nos llevó un tiempo salir de allí. Estaban pasando


demasiadas cosas. Enrollé la hoja y la oculté en mi paño.

Ala recogió el ramo de flores. Lo que me recordó a qué

había ido originalmente y lo que hacíamos antes de que


Ala viese las chispas. Me sentí como un imbécil por

haberlo olvidado. Pero para entonces Ala había recordado

el acónito de Sante Chandera y se preguntaba qué hacer


con él. Así que hicimos un intercambio; yo le di la hoja y



467

ella me entregó la flor para que corriese el riesgo de volver


a bajarla.

—¿Qué hacemos ahora? —dije en voz alta.

—¿Sobre…?


Habíamos abierto la trampilla. Había luz de sobra.

Estuve a punto de pronunciar «lo que acabamos de ver»

cuando comprobé la expresión de su cara… preparándose


para sufrir de nuevo. Creo que callé justo a tiempo.

—¿Quieres…? Creo que deberíamos… —dije, para luego

cerrar los ojos y decir—: Creo que deberíamos ser sinceros


con todos los demás.

—Por mí vale —dijo.


—Supongo que lo fijaré para mañana. Después de

Provenir.

—Se lo diré a Tulia —dijo, y algo en la pronunciación del


nombre me indicó que lo sabía todo; sabía que en su

momento había estado encaprichado de su mejor amiga—


. ¿A quién quieres por testigo?

Iba a decir que a Lio, pero Jesry se había portado tan mal

en aquel asunto que decidí que debía ser él.


—Y nuestro testigo libre puede ser Haligastreme o quien

esté disponible —dije.

—¿Qué tipo de connubio declaramos? —preguntó.


No era una pregunta difícil. Se suponía que los

connubios se anunciaban al formarse y al disolverse. Era

una forma de acotar los rumores y las intrigas, que en un


cenobio podían desmadrarse con facilidad. El concento de



468

Sante Edhar reconocía varios tipos. El menos serio era


tiviano. El más serio, perelithiano, equivalente a un

matrimonio. Este último quedaba descartado para dos

chicos de nuestra edad que hasta hacía cuarenta y cinco


minutos se odiaban mutuamente. Si yo decía «tiviano»,

Ala me tiraría por la trampilla y me pasaría los cuatro

últimos segundos de mi vida deseando haber dicho


«etrevaneano».

—¿Soportarás que la gente sepa que vas a formar un

connubio etrevaneano con el imbécil de fra Erasmas?


Sonrió.

—Sí.


—Vale. —Luego incomodidad. Parecía lo adecuado

besarla una vez más. Estuvo bien.

—Bien, ¿vamos a comentar con alguien el hecho de que


acabamos de descubrir una nave espacial alienígena en

órbita alrededor de Arbre? —preguntó con una voz


tímida… muy impropia de ella. Pero no estaba

acostumbrada a meterse en líos como yo, así que supuse

que, en tales asuntos, consideraba que debía pedir consejo


a un criminal encallecido.

—Con unos pocos. Estoy seguro de que Lio está en el

patio Fensor. Me pasaré por allí y se lo contaré.


—Está bien. En cualquier caso, deberíamos ir por

separado hasta anunciar el connubio.










469

Me mareaba su agilidad para saltar entre el tema del


amor y el de la nave alienígena. O quizá me

desequilibraba.

—Nos veremos abajo más tarde. Les daremos la noticia a


los demás en cuanto tengamos ocasión.

—Adiós —dijo—. No olvides tu flor prohibida.

—No lo haré —dije.


Y rápidamente bajó la escalera.

La seguí un minuto más tarde y di con Lio en la sala de

lectura del patio Fensor. Estudiaba un libro sobre una


batalla de la Era Práxica en la que dos ejércitos se habían

enfrentado en unos túneles abandonados de metro; como


se habían quedado sin munición, habían tenido que pelear

con palas afiladas. Me miró inexpresivo un rato. Yo debía

de parecer todavía más inexpresivo. Luego comprendí


que no llevaba escritos en la cara los acontecimientos

recientes. Tendría que comunicarme.


—En la última hora han pasado cosas increíbles —

anuncié.

—¿Como cuáles?


No sabía qué contar primero, pero llegué a la conclusión

de que las naves espaciales alienígenas eran un tema mejor

para la sala de lectura del Guardián Fensor. Así que se lo


expliqué con todo detalle. Pareció un poco trastornado

hasta que le comenté cómo se curvaba la trayectoria de las

chispas y mencioné el plasma. Entonces cambió de


inmediato de expresión.



470

—Sé lo que es —dijo.


Tan seguro parecía que ni se me pasó por la cabeza dudar

de él. Simplemente me pregunté cómo lo sabía.

—¿Cómo puedes…?


—Sé lo que es.

—Vale. ¿Qué es?

Por primera vez dejó de mirarme a los ojos y repasó la


sala de lectura.

—Podría estar aquí… o podría estar en la Vieja

Biblioteca. Lo encontraré. Te lo enseñaré más tarde.


—¿Por qué no te limitas a decírmelo?

—Porque no me creerás hasta que te lo enseñe en un libro


escrito por otra persona. Es así de raro.

—Vale —dije. Luego añadí—: ¡Felicidades! —Parecía lo

correcto.


Lio cerró el libro de golpe, se puso en pie, me dio la

espalda y se fue hacia los estantes.




De regreso al Claustro acabé comprendiendo que las

cosas iban a ir bastante más despacio de lo que a mí me


hubiese gustado. Me ocupaba de la comida, así que me

pasé el resto de la tarde en la cocina. Ala y Tulia no tenían

que cocinar, pero tenían que servir. Mientras me ponía


una patata caliente en el cuenco, Ala me dedicó una

mirada que me afectó de una forma que no voy a describir

aquí. Mientras la enterraba en guiso, Tulia me dedicó una


mirada que demostraba que Ala se lo había contado todo.



471

—¡El agujerito: genial! —le dije.


Fra Mentaxenes, que no había hecho más que golpearme

los ríñones con su cuenco intentando hacerme avanzar

más rápido, no tenía ni idea de a qué me refería y se


impacientó aún más.

Lio no apareció para cenar. Jesry sí, pero no pude hablar

con él porque estábamos en una mesa con Barb y varios


más. Arsibalt se sentó tan lejos de nosotros como pudo,

como era su costumbre recientemente. Después de cenar

tendría que limpiar. Jesry se fue a una sala de tiza a


trabajar en una demostración con otros edharianos.

Podrían trabajar hasta el amanecer. Pero de todas formas


no tenía tiempo de hablar con él, porque tuve que

arrinconar a fra Haligastreme para acordar el auto del día

siguiente en el que Ala y yo declararíamos un connubio


ante testigos, para registrarlo en la Crónica.

Tuve tiempo de calcular la posición del Sol a las dos de


la tarde. Después del toque de queda, cuando los filles se

habían ido a la cama, salí al prado a solas, me senté en un

banco y durante una hora miré a ese punto del cielo, con


la esperanza de tener suerte y ver pasar un satélite. Lo que

resultaba irracional, porque si la nave espacial hubiese

sido detectable a simple vista, aquella intriga no habría


sido necesaria. Era demasiado pequeña, demasiado oscura

y/o estaba demasiado lejos para reflejar luz suficiente de

forma que el ojo pudiese captarla. Pero necesitaba


sentarme allí un rato y mirar a la oscuridad para ordenar



472

las ideas. Durante una hora mi cerebro pasó rápidamente


de uno a otro de mis dos temas. Totalmente agotado, por

fin me puse en pie y fui hasta una celda vacía donde dormí

como un tronco.


Durante el desayuno, Lio estaba en el Refectorio. Cuando

lo miré, él miró directamente un viejo librote que había

encontrado: Sistemas Armamentísticos Exoatmosféricos de la


Era Práxica.

Qué alegre.

Jesry no desayunó. Después, Ala y yo invertimos la


mayor parte de la mañana en hacer preparativos para la

tarde. Un connubio triviano se podía anunciar en


cualquier momento, para el etrevaneano se suponía que

cada participante debía hablar antes con un fra o una sur.

Yo estaba acabando cuando sonó Provenir. Era uno de


esos días cada vez más infrecuentes en los que mi equipo

se suponía que debía dar cuerda al reloj. Encontré la celda


donde Jesry seguía dormido, tiré de él y le obligué a

moverse. Acabamos corriendo hacia la Seo, tarde como

siempre. Pero era agradable volver a reunir al equipo,


después de todo lo que había estado pasando, y disfruté

más que nunca del simple esfuerzo físico de dar cuerda al

reloj.


Después, los cuatro fuimos al Refectorio a almorzar. Pero

no había ninguna posibilidad de hablar de la nave

espacial. El tema fue el auto que Ala y yo celebraríamos


más tarde. De todos los miembros del equipo, yo era el



473

primero que iba a participar en un connubio y, por tanto,


fue una especie de ensayo de despedida de soltero.

Gritamos tanto y fuimos tan graciosos (o al menos,

nosotros creíamos serlo) que en dos ocasiones nos


pidieron que bajásemos la voz y nos amenazaron con

duras penitencias… con lo que sólo lograron que

gritásemos más y fuésemos más graciosos.


En algún momento me aparté mentalmente de la

situación y dediqué un instante a disfrutar de las

expresiones de mis amigos y pensar en todo lo que estaba


pasando. Y recordé que habían expulsado a Orolo y que

estaba ahí fuera, en algún lugar, extramuros, intentando


sobrevivir. Lo que me puso triste y me hizo sentir una

chispa de la antigua furia. Pero nada me impidió ser feliz

con mis amigos. En parte era por la emoción de lo


sucedido con Ala. Pero en parte también era por la

creciente certidumbre de que Ala, Tulia y yo habíamos


obtenido una victoria contra Spelikon y Trestanas, que

habían cerrado el astrohenge intentando controlar lo que

sabíamos y lo que pensábamos. Sólo teníamos que


encontrar una forma de darlo a conocer que no implicase

mi expulsión. Ya no quería abandonar el concento. No

mientras Ala viviese allí.


Ala y Tulia habían desaparecido, y pronto descubrí por

qué: tenían obligaciones en la Seo.. Las campanas se

pusieron a sonar no mucho después de terminar de comer.


Nos sentamos y escuchamos unos minutos, intentando



474

descifrar los repiques. Pero Barb los había estado


memorizando y fue el primero.

—Voco —anunció—, el Poder Secular va a Evocar a uno

de nosotros.


—Aparentemente, fra Paphlagon no ha resuelto la

papeleta —fue la gracia de Jesry mientras bebíamos

cerveza.


—O pide refuerzos —propuso Lio.

—O ha sufrido un ataque al corazón —dijo Arsibalt.

Desde hacía una temporada no tenía más que ideas


tenebrosas de ese estilo, por lo que los demás le miramos

mal hasta que hizo un gesto de rendición.


Atravesamos lentamente el prado hasta la Seo. Aun así

llegamos con tiempo de sobra y acabamos en primera fila,

lo más cerca posible de la celosía. Después de nuestra


llegada siguió sonando Voco unos minutos más. Luego las

ocho tañedoras bajaron del balcón y ocuparon sus puestos,


más atrás. Un coro de Centenos llegó al presbiterio e inició

un canto monofónico. Pensé en ponerme cerca de Ala,

pero formaba parte de la Disciplina no tener


comportamientos de pareja antes de anunciar el connubio,

así que tendría que esperar unas horas.

En esa ocasión no acompañaba a Statho ningún


inquisidor, a diferencia de durante el Voco de Paphlagon.

Como antes, celebró la primera parte del rito y, por

primera vez desde que habían empezado a sonar las


campanas, me hice a la idea de que aquello era real. Me



475

pregunté a qué avoto diríamos adiós. Si en esa ocasión


sería uno de los Dieces o alguien como fra Paphlagon, al

que no conocíamos porque pertenecía a otro cenobio.

Me asaltó la ansiedad cuando Statho llegó al momento


del auto en el que pronunciaba el nombre de los Evocados.

La Seo estaba tan silenciosa como el sótano de la tación de

Shuf. Así que estuve a punto de gritar cuando escogió


precisamente aquel momento para hacer una pausa y

rebuscar en su vestimenta. Sacó una hoja doblada y sellada

con una gota de cera de abeja. Le llevó una eternidad


abrirla. La desdobló, la levantó y puso cara de asombro.

Fue tan extraño que sintió la necesidad de explicarse:


—¡Hay seis nombres!

«Pandemonio» no es el término adecuado para descubrir

a cientos de avotos de pie y murmurando entre sí, pero


define la sensación que teníamos. Un único Voco era muy

poco habitual. Seis de golpe no había pasado nunca… ¿o


sí? Miré a Arsibalt. Me leyó la mente.

—No —susurró—, ni siquiera para el Gran Guijarro.

Miré a Jesry.


—¡Eso es! —me dijo. Se refería a que era algo diferente

que había estado esperando.

Statho se aclaró la garganta y esperó a que el murmullo


cesara.

—Seis nombres —repitió. La Seo volvía a estar en

silencio, excepto por el aullido lejano de las sirenas de







476

policía al otro lado de la Puerta de Día y el rugido de los


motores—. Uno de ellos ya no está entre nosotros.

—Orolo —dije. Otras cien voces lo dijeron al mismo

tiempo. Statho enrojeció.


—Voco —dijo, pero le falló la voz y tuvo que tragar antes

de intentarlo de nuevo—. Voco a fra Jesry, del capítulo

edharíano del cenobio decenario.


Jesry se volvió y me golpeó el hombro, con fuerza

suficiente para dejarme un moratón que todavía me dolía

tres días después. Algo para recordarle. Luego nos dio la


espalda y salió de nuestras vidas.

—Sur Bethula, del capítulo edharíano del cenobio


centenario… fra Athaphrax, del mismo capítulo… fra

Goradon, del capítulo edharíano del cenobio decenario…

y sur Ala, del Nuevo Círculo.


Cuando me recuperé ella ya estaba en la puerta de la

celosía, tan conmocionada como yo. Empezaron a fluir


lágrimas de sus ojos cuando vaciló, allí mismo,

mirándome.

Al ver salir a fra Paphlagon, hacía ya tantos meses, había


comprendido que sin duda no volveríamos a verlo. Ahora

eso mismo le pasaba a Ala. Pero no me hundí. Lo único

que me conmocionó fue la expresión de su cara.


Más tarde me contaron que derribé a dos personas para

acercarme a ella.










477

Me pasó un codo por el cuello y me besó en los labios.


Luego, un instante, apretó su mejilla húmeda contra la

mía.

Cuando fra Mentaxenes cerró la puerta, bajé la vista para


descubrir la página enrollada metida en mi paño. Estaba

perforada por agujeros diminutos. Cuando caí en la

cuenta, avancé para pegar la cara a la pantalla, pero Jesry,


Bethula, Athaphrax, Goradon y Ala ya habían recorrido el

mismo camino que Paphlagon y Orolo en el pasado. Todos

cantaban. Menos yo.









Hechos Horribles: Una catástrofe mundial, muy mal

documentada, aunque está ampliamente aceptado


que fue responsabilidad humana. Terminó con la Era

Práxica y condujo inmediatamente a la


Reconstitución.


Diccionario, 4ª edición, 3000 a.R.



—Ya ves a qué me refería —dijo Lio—. Es una locura de


tal calibre que no me habrías creído a menos que te lo

mostrase en un libro.

Él, Arsibalt, Tulia, Barb y yo estábamos sentados


alrededor de la gran mesa de la tación de Shuf. Sistemas

Armamentísticos Exoatmosféricos de la Era Práxica estaba

abierto ante nosotros. Mirábamos una página desplegable.



478

Nos había llevado un cuarto de hora simplemente abrirlo


sin romper las antiguas páginas, de papel de verdad

producido en una fábrica. Mirábamos el diagrama

inmenso y exquisitamente detallado de una nave espacial.


Tenía un morro cónico, como se suponía que debía tener

un cohete. Todo lo demás era extraño. En realidad no tenía

motor. En el otro extremo, donde deberían haber estado


las toberas de un motor de cohete, había un disco plano y

ancho, con aspecto de pedestal para poner de pie la nave.

Desde allí, varias columnas robustas llegaban hasta lo que


se suponía era la nave espacial propiamente dicha: los

vehículos presurizados protegidos bajo el morro.


—Amortiguadores —dijo Lio, señalando las columnas—

, pero más grandes. —Hizo que nos fijáramos en un

diminuto agujero en el centro del enorme disco trasero—.


Por ahí escupiría las bombas atómicas, una tras otra.

—Eso es lo que mi mente todavía se niega a aceptar.


—¿Has oído hablar de esos deólatras que caminan

descalzos sobre carbones encendidos para demostrar que

poseen poderes sobrenaturales? —Miró hacia el hogar.


Habíamos encendido el fuego. No nos hacía falta.

Habíamos abierto un poco unas cuantas ventanas para

que entrara la brisa con aroma a tréboles del prado. El aire


también traía canciones tristes. La mayoría de los avotos

habían quedado tan conmocionados por el Voco séxtuple

que producir música era la única opción que tenían. Los


ocupantes de aquella sala teníamos otra forma de



479

enfrentarnos a la pérdida, pero simplemente porque


sabíamos algo que los demás ignoraban. Habíamos

encendido el fuego nada más llegar. No para mantenernos

calientes, sino como método primitivo para sentirnos


cómodos. Era lo que los humanos habían hecho, mucho

antes de Cnoüs, mucho antes incluso de poseer un

lenguaje, para reclamar algo de espacio en un universo


oscuro que no comprendían y que estaba más que

dispuesto a llevarse súbitamente a amigos y familiares.

Lio se acercó al fuego y golpeó un tronco con un atizador


hasta arrancarle varias brasas. Puso una sobre las piedras.

Tenía el tamaño de una nuez y estaba al rojo vivo.


Yo ya me estaba poniendo nervioso.

—Raz —dijo—, ¿te lo meterías en el bolsillo y te lo

llevarías por ahí?


—No tengo bolsillos —bromeé.

Nadie se rio.


—Lo siento —dije—. No, si tuviese bolsillos no lo haría.

Lio escupió en la palma de su mano izquierda, luego

metió las puntas de los dedos de su mano derecha en la


saliva y levantó el carbón. Se oyó un chisporroteo. Nos

estremecimos. Con tranquilidad, lanzó la brasa de vuelta

al fuego. Luego se golpeó varias veces las puntas calientes


contra el muslo.

—Una ligera incomodidad. Nada de daño —anunció—.

El sonido lo produce la saliva, que se evapora con el calor.


Ahora, imaginad que la placa posterior de esa nave



480

estuviese recubierta de algo que realizase la misma


función.

—¿La misma función que la saliva? —preguntó Barb.

—Sí. El plasma de las bombas atómicas lo evapora y, al


expandirse, golpea la placa. A continuación los

amortiguadores absorben el impacto y lo convierten en un

impulso continuo, de forma que la gente del otro extremo


nota una cómoda aceleración.

—Es muy difícil imaginarse tan cerca de una explosión

atómica —dijo Tulia—. Y no sólo de una, sino de toda una


serie.

Tenía la voz áspera. Todos la teníamos así, excepto Barb.


Antes había estado hojeando el libro.

—Eran bombas especiales. Muy pequeñas —dijo,

formando un círculo con los brazos para ilustrar su


tamaño—. Estaban diseñadas para enviar mucho plasma

en una dirección, hacia la nave, en lugar de estallar hacia


todas partes.

—A mí también me parece increíble —dijo Arsibalt—,

pero voto porque descartemos nuestra incredulidad y


avancemos. Tenemos las pruebas delante de los ojos.

Aquí. —Hizo un gesto hacia el libro—. Y aquí. —Apoyó la

mano en la hoja que Ala había marcado el día anterior.


Luego pareció desolado. Creo que vio algo en mi cara, o

en la de Tulia, o en la de ambos. Para nosotros, esa hoja era

como uno de esos recuerdos de santes pretéritos que los


avotos conservan como reliquias.



481

—Quizá sea demasiado pronto para que hablemos de


esto —dijo Arsibalt—. Quizá…

—¡Quizás es demasiado tarde! —exclamé. Lo que me

valió una mirada de agradecimiento de Tulia. Todos


parecieron convenir.

—Me sorprende gratamente que estés aquí, Arsibalt —

dije.


—Te refieres a mi… eh, aparente indecisión de las

últimas semanas.

—Lo has dicho tú, no yo —dije, intentando mantenerme


serio.

Arqueó las cejas.


—No recuerdo, ¿vosotros sí?, ningún diktat de los jerarcas

indicando que no debamos hacer agujeritos en trozos de

papel metálico y permitir que la luz del sol incida sobre un


papel. Nuestra posición es totalmente legítima.

—No me lo había planteado así —dije—. Casi estoy un


poco decepcionado de no estar violando ninguna regla.

—Sé que para ti debe de ser una sensación novedosa, fra

Erasmas, pero te acabarás acostumbrando.


Barb no comprendió la broma. Tuvimos que explicársela.

Siguió sin entenderla.

—Me pregunto si una de esas naves se perdió —dijo


Tulia.

—¿Se perdió? —repitió Lio.










482

—No sé… La tripulación se amotinó y se dirigieron a


regiones desconocidas. Ahora, miles de años después, sus

descendientes han regresado.

—Puede que ni siquiera sean sus descendientes —


comentó Arsibalt.

—¡Por la Relatividad! —exclamó Barb.

—Exacto —dije—. Ahora que lo pienso, si esta nave


puede viajar a velocidades relativistas, es posible que haya

realizado un viaje de ida y vuelta que para ellos duró unas

pocas décadas… pero miles de años para nosotros.


A todos les gustó la hipótesis. Ya nos habíamos

convencido de que debía de ser cierta. Sólo había un


problema.

—No llegaron a construirlas —dijo Lio.

—¿¡Qué!? —exclamamos.


Nos miró como si fuésemos a echarle la culpa.

—No fue más que un proyecto. Esto no son más que


dibujos conceptuales de finales de la Era Práxica.

—¡Justo antes de los Hechos Horribles! —acotó Barb.

Todos guardamos silencio durante un rato. Llevaba


tiempo y esfuerzo desmontar y guardar una idea que tanto

nos atraía.

—Además —añadió Lio—, eran naves con propósitos


exclusivamente militares, dentro del Sistema Solar. Tenían

ideas para naves que pudiesen alcanzar velocidades

relativistas, pero hubieran sido mucho mayores y tenido


otro aspecto.



483

—¡No hubiesen necesitado un morro cónico! —dijo


Barb… Era su modo de bromear.

—Por tanto, si aceptamos que lo que Ala y yo vimos, el

chisporroteador azul, era una nave en órbita que


empleaba este tipo de sistema de propulsión… —dije,

señalando el diagrama.

—Entonces debe de venir de una civilización alienígena


—concluyó Arsibalt.

—Fra Jesry creía que las formas de vida avanzadas deben

de ser muy poco comunes en el universo —dijo Barb.


—Seguía la Conjetura de Sante Mandarast —dijo

Arsibalt, asintiendo—. Miles de millones de planetas


infestados de vida unicelular. Casi ninguno con

organismos multicelulares… por no hablar de

civilizaciones.


—Hablemos de él en presente… ¡no ha muerto! —dijo

Tulia.


—Me corrijo —dijo Arsibalt, sin demasiado entusiasmo.

—Barb, cuando hablaste con Jesry del asunto, ¿tenía

alguna teoría alternativa? —preguntó Tulia.


—Sí. ¡Una teoría alternativa sobre universos alternativos!

—soltó Barb. Tulia le revolvió el pelo y le dio un codazo,

lo que fue un error porque Barb se alborotó. Tuvimos que


amenazarlo con un Anatema y echarlo fuera a dar cinco

vueltas a la tación de Shuf antes de que se calmase.

—Hablar de su origen es desviarse de lo importante —


dijo Lio.



484

—Es cierto —dijo Arsibalt, con tanta autoridad que todos


estuvimos de acuerdo.

—Llegó de alguna parte. Qué más da. Se situó en una

órbita polar sobre Arbre y allí se quedó durante un


tiempo… ¿haciendo qué? —pregunté.

—Reconocimiento —dijo Lio—. Para eso son las órbitas

polares.


—Así que aprenden sobre nosotros. Trazan un mapa de

Arbre. Escuchan nuestras comunicaciones.

—Aprenden nuestra lengua —dijo Tulia.


Seguí hablando:

—Orolo se enteró de alguna forma. Quizá dio la


casualidad de que vio el destello de desaceleración que la

situó en órbita polar. Quizás otros también lo vieron. Los

Panjandrumes lo sabían. Se lo comunicaron a los jerarcas:


«Os lo advertimos, consideramos que se trata de un asunto

secular. No es asunto vuestro, así que dejadlo.» Y los


jerarcas obedecieron enviando la orden de cerrar todos los

astrohenges.

—Enviaron inquisidores para garantizar que se cumplía


la orden —dijo Lio.

—Evocaron a fra Paphlagon para que fuese a algún lugar

a estudiar ese objeto —dijo Tulia.


—A él —dijo Arsibalt—, y quizás a otros como él de otros

concentos.

—La nave permaneció en órbita. Quizás en ocasiones


ajustaba la trayectoria disparando esos motores. Pero sólo



485

lo hacía al pasar entre Arbre y el Sol… para ocultar su


rastro.

—Como un fugitivo que camina por el río para no dejar

huellas —dijo Barb.


—Pero ayer algo cambió. Debe de haber sucedido algo

importante.

—El Brazo de Gardan indica que el cambio de trayectoria


que presenciasteis Ala y tú y el Voco séxtuple sin

precedentes, menos de un día después, deben estar

relacionados —dijo Arsibalt.


Yo había estado evitando la reliquia sagrada. Ya era

suficiente. Ala me la había entregado por alguna razón. La


desenrollamos sobre la mesa y sujetamos las esquinas con

libros.

—¡No podemos deducir qué hizo a menos que


conozcamos la maldita geometría! —se quejó Barb.

—Te refieres al agujerito, al punto en que estaba situada


la pantalla en el Præsidium. A qué punto es arriba. Cuál el

norte —dije—. Estoy de acuerdo en que es preciso tomar

esas medidas.


Barb fue hacia la salida… dispuesto a tomar las medidas

de una vez por todas.

Pero le retuve. Yo deseaba hacerlo tanto como él, pero en


aquel momento Orolo hubiese propuesto algo

brillantemente simple. Algo que me hubiese hecho sentir

como un diota por complicarlo tanto. No se me ocurría


nada así.



486

—Midamos al menos el ángulo —dije—. Viene de una


dirección. Ésa es su órbita inicial. Cuando dispara esas

bombas, va trazando una curva hasta tomar otra dirección.

Ésa es su órbita final. Al menos podríamos medir el


ángulo.

Así lo hicimos. La respuesta fue algo como un cuarto de

π: cuarenta y cinco grados.


—Por tanto, si asumimos que partió de una órbita polar,

entonces cuando finalizó esta maniobra se encontraba en

una nueva órbita, aproximadamente a medio camino entre


la polar y la ecuatorial —dijo Lio.

—¿Y para qué crees que lo hicieron? —pregunté, ya que


Lio sabía mucho más sobre sistemas de armamento

exoatmosférico que cualquiera de los presentes.

—Si marcas la órbita sobre un globo o un mapa del


mundo, bien, nunca ascenderá por encima de los cuarenta

y cinco grados de latitud en tal órbita. Se moverá


siguiendo una onda sinusoidal entre los cuarenta y cinco

grados norte y los cuarenta y cinco grados sur.

—Donde vive el noventa y nueve por ciento de la gente


—comentó Tulia.

—Lo que ya sabían, puesto que han tenido tiempo de

preparar mapas de todas las pulgadas cuadradas de Arbre


—nos recordó Arsibalt.

—Han terminado la fase uno: reconocimiento —

concluyó Lio—, y ayer iniciaron la fase dos: que es…


¿quién sabe?



487

—Hacer algo de verdad —dijo Barb.


—Y los Panjandrumes lo saben —dije—. Les ha estado

preocupando. Hace meses que tienen preparado un plan

de contingencia… ¡Lo sabemos porque el nombre de Orolo


estaba en la lista! Así que debieron de prepararla y sellarla

antes del Anatema.

—Apuesto a que Varax y Onali se la entregaron a Statho


durante Apert —dijo Tulia—. Statho la lleva encima desde

entonces, esperando la señal para romper el sello y leer los

nombres. —Adoptó una expresión distraída—. Me


molesta que escogiesen a Ala.

—Hasta la semana pasada no comprendí del todo lo


unidas que estabais —dije.

Pero Tulia no quería saber nada.

—No es sólo eso —dijo—. Es decir, así es. La quiero. No


puedo soportar que se haya ido. Pero ¿por qué ella?

Paphlagon… Orolo… Jesry… vale. Lo comprendo. Pero


¿por qué elegir a Ala? ¿Para qué querrías a alguien como

ella?

—Para organizar a mucha otra gente —dijo Arsibalt sin


vacilar.

—Eso —dijo Tulia— es lo que me inquieta.




«Por amor de Dios, no seas estrecho de miras.»

La mención de los inquisidores me había recordado mi

conversación con Varax en la Décima Noche. Se me había


ido de la cabeza debido a lo sucedido momentos después.



488

Pero le recordaba mirando al astrohenge… o quizá, menos


estrecho de miras, mirando al espacio. Ahora que lo

pensaba, en ese momento miraba al norte. «Hay asuntos

mucho más importantes que el hecho de que un joven fra


del remoto ermitorio de Sante Edhar practique su vlog con

algunos bribones locales. Por amor de Dios… no seas

estrecho miras… como tu amigo cuando ha decidido


enfrentarse a cuatro hombres corpulentos.»

¿Qué significaba eso? ¿Que la nave alienígena era una

amenaza? ¿Que pronto nos tendríamos que enfrentar a


ella en desventaja? ¿O estaba yo exagerando? ¿Y por qué,

durante mi primera conversación con Varax, me había


interrogado en relación a mis opiniones sobre el Mundo

Teorético de Hylaea? Era un momento muy extraño para

que alguien como él se preocupase de la metateorética.


Quizás estaba atribuyendo más significado a la

conversación del que realmente tenía. Quizá Varax era


una de esas personas que piensan en voz alta.

Lo de «no seas estrecho de miras» estaba claro.

No me hacían falta muchos ánimos para ponerme a


trabajar. Tras el Anatema de Orolo, lo único que había

evitado que me volviera loco había sido trabajar con la

tablilla fotomnemónica. La pérdida de Ala no era tan


horrible —al menos a ella no la habían expulsado—, pero

al contrario que la de Orolo había sido una sorpresa

absoluta para mí. Todavía me sentía mal por haberme


quedado inmóvil como un animal atontado mientras ella



489

salía de mi vida. Haberla perdido, justo después de haber


empezado algo… bien, baste decir que necesitaba un

proyecto en el que trabajar.

Nuestro grupo invadió el cuarto del campanario con


todos los dispositivos de medidas que pudimos encontrar.

Arsibalt dio con unos dibujos arquitectónicos de la Seo

que se remontaban al siglo IV. Calculamos la geometría de


la cámara oscura empleando tres métodos diferentes, y

comparamos los resultados hasta que todos encajaron.

Fuimos capaces de refinar la medida inicial que habíamos


realizado en la tación de Shuf: la nueva órbita de la nave

se inclinaba cincuenta y un grados con respecto al


ecuador, es decir, que esencialmente pasaba por encima de

todas las zonas pobladas. Cuando el clima se había vuelto

caluroso y seco en los siglos posteriores a los Hechos


Horribles, la gente había tendido a desplazarse hacia el

polo. Hacía poco, la reducción de la cantidad de dióxido


de carbono en la atmósfera había empezado a templar el

clima y la gente había vuelto a emigrar hacia el ecuador

para alejarse de la radiación solar de los polos. De hecho,


cincuenta y un grados era una órbita más alta de lo

realmente necesario, si sólo quería vigilar a la mayoría de

la población mundial.


Lo consideramos un misterio hasta que Arsibalt comentó

que, si indicabas todos los concentos importantes del

mundo —es decir, los que tenían Relojes del Milenio y







490

cientos o miles de avotos—, el más alejado del ecuador se


encontraba a 51,3 grados de latitud.

Y resultaba ser el «remoto ermitorio» de Sante Edhar.




La noticia se difundió. Al mes del gran Voco, todos los

miembros del cenobio decenario sabían la mayoría de lo

que nosotros sabíamos sobre la nave. Los jerarcas no


podían hacer nada por evitarlo. Pero siguieron sin abrir el

astrohenge. Cada vez me invitaban a más sesiones

nocturnas en las salas de tiza. Examinamos el diagrama


que Lio había encontrado en el libro y trabajamos en la

teorética de cómo podía funcionar una nave así, y qué


tamaño debía tener para viajar entre las estrellas. En

algunas ocasiones no eran más que simples cálculos

práxicos sobre los amortiguadores. En otros casos, como


para predecir el comportamiento del plasma al chocar

contra la placa, el trabajo era extraordinariamente


complejo. La teorética era demasiado avanzada para mí.

Daba la impresión de que demostrábamos que los loritas

se equivocaban, porque algunos de los otros avotos, sólo


un poco mayores que yo, formulaban demostraciones que

estábamos totalmente seguros de que no se le habían

ocurrido nunca a nadie… es decir, a nadie en Arbre.


—Hace que uno se pregunte por el Mundo Teorético de

Hylaea —me comentó de improviso Arsibalt, un

anochecer de verano, como ocho semanas después del


gran Voco. Él había estado fingiendo ocuparse de sus



491

abejas y yo de las hierbas. Para entones, la caballería


sarthiana había penetrado hasta el fondo de las llanuras

de Thrania y hecho cuña entre las legiones cuarta y

trigésima tercera del general Oxas. Así que no tuvo nada


de sorprendente que Arsibalt y yo nos encontrásemos. En

nuestra latitud, en esa época del año, los días eran muy

largos y todavía quedaba algo de luz a pesar de que la cena


se había servido hacía horas.

—¿Qué te ronda la cabeza? —le pregunté.

—Tú estás esforzándote en las salas de tiza con los otros


edharianos, intentando deducir la teorética de la nave

alienígena —dijo—, teorética que los alienígenas debieron


dominar hace mucho tiempo, para poder construirla y

lanzarla entre las estrellas. Mi pregunta es: ¿son la misma

teorética?


—¿Quieres decir la nuestra y la de los alienígenas?

—Sí. Veo manchas de tiza en tu paño, fra Erasmas, de las


ecuaciones que escribías después de la cena. ¿Algún

alienígena de dos cabezas y ocho brazos escribió las

mismas ecuaciones en el equivalente de una pizarra de


otro planeta, hace mil años?

—Estoy convencido de que los alienígenas emplean otra

notación —dije.


—¡Evidente! —ladró.

—Pareces Ala.

—Quizás ellos empleen un pequeño cuadrado para


representar la multiplicación y un círculo para la división,



492

o algo así —añadió, poniendo los ojos en blanco de


impaciencia, luego agitando la mano para indicar que

quería que la conversación se acelerase.

—Quizá ni siquiera escriben ecuaciones —dije—. Quizá


demuestran las ideas empleando música o algo así. —Lo

que no era tan improbable, ya que nosotros hacíamos algo

similar con nuestros cánticos, y había habido órdenes


enteras de avotos que habían desarrollado toda su

teorética de esa forma.

—¡Ahora llegamos a algo! —Tan encantado estaba con la


idea que lamenté haberla mencionado—. Supongamos

que emplean un sistema musical para hacer teorética,


como dices. A lo mejor si logran un acorde armonioso o a

una melodía agradable eso significa que han demostrado

la verdad de algo.


—Ahora sí que estás desvariando, Arsibalt.

—Tolera a tu amigo y fra. ¿Crees que en ese caso, por


cada demostración que tú y los otros edharianos escribís

en la pizarra, los alienígenas disponen de una

demostración equivalente en su sistema? ¿Que dice lo


mismo… que expresa la misma verdad?

—No haríamos teorética si no pensásemos que así es.

Pero, Arsibalt, hablamos de algo muy antiguo. Cnoüs lo


vio. Hylaea lo comprendió. Protas le dio forma. Paphlagon

pensó en ello… razón por la que le Evocaron. ¿Qué sentido

tiene repasarlo de nuevo? Estoy cansado. Y me iré a la


cama tan pronto como oscurezca algo más.



493

—¿Cómo nos vamos a comunicar con los alienígenas?


—No lo sé. Se dice que han estado aprendiendo nuestra

lengua —le recordé.

—¿Y si no pueden hablar?


—¡Hace un minuto los tenías cantando!

—No seas pesado, fra Erasmas. Sabes a qué me refiero.

—Quizá sí. Pero es tarde. Me quedé levantado hasta las


tres hablando sobre plasma. Eh, creo que ya está lo

suficientemente oscuro para irme a la cama.

—Escúchame hasta el final. Digo que es través de las


formas protanas, de las verdades teoréticas del Mundo

Teorético de Hylaea, como podríamos acabar


comunicándonos con ellos.

—Me parece que buscas desesperadamente una excusa

para encerrarte en la tación de Shuf tras un montón de


viejos libros y trabajar en ese asunto. ¿Me pides…

permiso… aprobación?


Se encogió de hombres.

—Tú eres el gran experto en la nave alienígena.

—Vale. Genial. Tú mismo. Te apoyaré. Diré a todos que


no estás como una cabra…

—¡Fantástico!

—… si me ayudas en algo que realmente me tiene


inquieto.

—¿Y de qué se trata, fra Erasmas?

—¿Por qué el cenobio milenario reluce?


—¿Qué?



494

—Mira —dije.


Se volvió y alzó la barbilla para mirar al risco. Relucía de

un rojo rubí. No era un fenómeno nada normal.

Por supuesto, allí veíamos continuamente luces suaves.


Y si el tiempo era el adecuado, los muros en ocasiones

reflejaban la luz del sol al ponerse, como cuando Orolo y

yo lo habíamos mirado durante Apert. En los últimos


minutos, a medida que crecía la oscuridad, había notado

un resplandor rojo y había supuesto que se debía al mismo

fenómeno. Pero el sol se había ocultado por completo y la


luz tenía un tono de rojo muy impropio del sol. Poseía

cierta cualidad rugosa, chispeante.


Y no venía de la dirección correcta. La luz del sol hubiese

iluminado las superficies del cenobio y el risco que daban

al oeste. Pero esta extraña luz roja incidía en los tejados,


parapetos y partes superiores de las torres. Todo lo demás

estaba a oscuras. Era casi como si una aeronave estuviese


flotando muy por encima del risco, iluminándolo. Pero, si

así era, estaba a tanta altura que no podíamos ni verla ni

oírla.


El prado se llenó de fras y sures que salieron a mirar

desde los edificios del Claustro. La mayoría permanecía

en silencio, como deólatras observando un portento


celeste. Pero entre un grupo de teoréticos no muy alejado

subía de tono una discusión, con palabras como «láser»,

«color» y «longitud de onda». Me hizo recordar. Sabía







495

dónde había visto antes ese tipo de luz: en los láseres de


guía del M y M.

Y ésa era la clave del acertijo. Un rayo láser podía recorrer

grandes distancias sin dispersarse demasiado. Lo que


iluminaba el cenobio milenario no tenía que estar

necesariamente cerca. Podía estar a miles de millas de

distancia. Sólo podía ser la nave espacial alienígena.


Del prado surgieron exclamaciones y algunos aplausos.

Mirando más de cerca al cenobio milenario, vi que de

detrás de sus muros se elevaba una columna de humo.


Tragué y durante un momento me sentí mal, creyendo que

el láser lo estaba incendiando. ¡Que era un rayo de la


muerte! Luego recuperé el sentido común. Para quemar

algo se usa un láser infrarrojo, para calentar las cosas. Por

definición, ese láser no era infrarrojo, porque podíamos


verlo. El humo no era producto de edificios ardiendo. Los

Milésimos lo creaban. Lanzaban hierba o algo así a los


fuegos, llenado de humo y vapor el espacio sobre su

cenobio.

Era imposible ver un rayo láser si atravesaba espacio


vacío o aire limpio, pero si había en él humo o polvo, las

partículas dispersaban parte de la luz en todas direcciones

y destacaban el rayo como una línea rielante en el espacio.


Funcionó. El rayo bien podía tener miles de millas de

longitud. Nunca podríamos verlo entero… no la parte que

cruzaba el vacío más allá de la atmósfera. Pero el humo de


los Milésimos nos permitió ver los últimos cien pies, y por



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tanto nos hicimos una muy buena idea de la procedencia


de la luz.

Y por supuesto, yo tenía una ventaja injusta, porque

conocía el plano de la órbita de la nave alienígena: frente


a qué estrellas fijas pasaría. Alcé el paño con la mano,

formando una pantalla para bloquear la mayor parte de la

luz del risco. Mis ojos se habituaron a la oscuridad, hasta


el punto de que pude ver de nuevo las estrellas.

Y allí estaba, recorriendo el cielo, justo donde sabía que

estaría: un punto de luz roja rodeado de un nimbo


provocado por el paso del rayo a través de la atmósfera.

Señalé. Otros que me rodeaban me vieron y también


dieron con él. El prado se quedó tan silencioso como la Seo

durante un Anatema.

La estrella fugaz parpadeó y desapareció. El resplandor


rojo se esfumó. Se oyeron aplausos en el prado, pero eran

tentativos. Nerviosos. Murieron antes de empezar en


serio.

—Me siento como un tonto —dijo Arsibalt. Se volvió

para mirarme—. Cuando pienso en todas las cosas que he


temido en esta vida y de las que me he preocupado…

Ahora tengo claro que temía las cosas equivocadas.




Llamaron a Voco a las tres de la mañana.

A nadie le importó la hora. De todas formas, nadie

dormía. La gente apareció despacio y tarde, porque







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muchos cargaban con libros y material que creían que


podrían necesitar, en el supuesto de que los llamasen.

Statho Evocó a diecisiete.

—Lio.


»Tulia.

»Erasmas.

»Arsibalt.


»Tavener.

Y algunos otros Dieces.

Atravesé la puerta para entrar en el presbiterio… un paso


que había dado miles de veces para dar cuerda al reloj.

Pero cuando daba cuerda al reloj siempre sabía que


minutos después fra Mentaxenes volvería a abrir la

puerta. En esta ocasión, di la espalda a trescientas caras

que no volvería a ver… a menos que a sus dueños los


Evocasen y los enviasen a… a donde fuese que me

enviaban a mí.


Me reuní con varios que conocía bien y algunos

desconocidos: Centenos.

La lista de nombres se acabó. Habían sido tantos que


perdí la cuenta y di por supuesto que había terminado.

Miré a Statho, esperando a que pasase a la siguiente fase

del auto. Observaba fijamente la lista que tenía en la mano.


Era difícil interpretar la expresión de su cara. La tenía,

como el cuerpo, totalmente rígida. Parpadeó lentamente y

acercó la lista a la vela más cercana, como si tuviese


dificultades para leerla. Parecía estar repasando una y otra



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vez la misma línea. Al final se obligó a alzar la vista y miró


directamente al otro extremo del presbiterio, a la pantalla

milenaria.

—Voco —dijo con la voz ronca, y tuvo que aclararse la


garganta—. Voco a fra Jad de los Milenarios.

Se hizo un silencio sepulcral; o quizá fuese la sangre

corriéndome por los oídos.


Tras una larga espera, la puerta de la pantalla milésima

se abrió con un crujido para mostrar la silueta de un viejo

fra. Permaneció allí un momento, esperando a que se


asentara el polvo… esa puerta no se abría muy a menudo.

Luego pasó al presbiterio. Alguien cerró la puerta.


Statho pronunció algunas palabras más para Evocarnos

formalmente. Nosotros pronunciamos las palabras para

responder. Los avotos que había tras las pantallas


iniciaron sus cantos de lamento y adiós. Todos cantaron

con el corazón. Los Milésimos estremecieron la Seo con


sus potentes bajos roncos, tan graves que se sentían más

que se oían. Aquello, más que el cántico de mi familia

decenaria, me puso los pelos de punta, me soltó la nariz e


hizo que me picasen los ojos. Los Milésimos iban a echar

de menos a fra Jad y se aseguraban de que él lo sintiese en

los mismos huesos.


Miré directamente hacia arriba, como habían hecho

Paphlagon y Orolo. La luz de las velas sólo iluminaba un

corto tramo del pozo. Pero no miraba para intentar ver







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nada. Lo hacía para evitar el diluvio que amenazaba con


salir de mis ojos.

Los otros se movían a mi alrededor. Bajé la barbilla a ver

qué pasaba. Un jerarca joven nos guiaba.


—¿Sabes?, hay una teoría según la cual ahora nos

llevarán a una cámara de gas —murmuró Arsibalt.

—Calla —dije. Como no deseaba oír más tonterías de las


suyas, me retrasé y dejé que se adelantase. Tardó un rato,

porque había convertido la mitad de su paño en un saco y

cargaba con una pequeña biblioteca.


Los jerarcas, todos de púrpura formal, nos llevaron por

el pasillo central de la nave norte, vacía, y de ahí al nártex,


detrás de la Puerta de Día. Nos congregamos bajo el Gran

Planetario. La Puerta de Día estaba abierta, pero en la

plaza del otro lado no había nadie. No nos esperaba


ninguna aeronave. Ni buses. Ni siquiera unos patinetes.

Jerarcas jóvenes circulaban entre el grupo entregando


cosas. Era una bolsa de la compra de una tienda local.

Dentro había unos pantalones, una camiseta, ropa interior,

calcetines y, al fondo, un par de zapatillas de paseo.


Minutos más tarde me entregaron una mochila. Dentro

había una botella de agua, una polibolsa con artículos de

aseo y una tarjeta de dinero.


También había un reloj de pulsera. Me llevó un rato

comprender la razón. Una vez que nos encontrásemos a

unas millas de Sante Edhar, no tendríamos forma de saber


la hora.



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