lo sabían. Los soldados, aislados en su propia retícula
privada y segura, no tenían ni idea. Al darnos cuenta,
Sammann, Orolo, Cord y yo intercambiamos miradas de
diversión y asombro.
Yul nos distrajo un rato. Empujó al soldado que iba a
ponerle el collar; luego, al ver que le apuntaban con armas,
negoció un acuerdo: él mismo se lo pondría. Pero, cuando
se lo hubo puesto y el soldado se alejó, se lo sacó por la
cabeza. Tenía un cuello grueso y un cráneo pequeño. El
collar le raspó el cráneo y le hirió las orejas, pero se lo
quitó. Luego, habiendo comprobado que podía, se lo
volvió a poner.
Al fin un oficial se dio cuenta de la pequeña multitud de
avotos sin collar que había alrededor del transbor de Gnel
y envió a un pelotón a ocuparse de ellos. Daba la
impresión de que éramos libres de movernos siempre que
no intentásemos correr y no interfiriésemos con los
soldados, así que los seguí a una distancia que esperaba
que considerasen cortés.
A los avotos con collar los llevaban hacia los escalones
del templo. Cerca, una fila de soldados iba recorriendo la
plaza del Teglón; inclinados, los hombres recogían las
losetas sueltas y otros restos que pudieran convertirse en
proyectiles cuando empezasen a aterrizar naves. Enormes
aeronaves de descenso vertical esperaban en el cielo a que
estuviese lista la pista de aterrizaje. Supuse que el plan era
cargarnos en aeronaves y llevarnos a alguna instalación de
901
detención. Cuanto más tardase en estar en uno de esos
vuelos, mejor.
El jefe del pelotón no demostró la más mínima curiosidad
por lo que hacían media docena de avotos en la parte
trasera de un transbor, pero les ordenó que se apartasen
del vehículo y formasen fila para que les pusieran los
collares. Los avotos obedecieron con cara de desconcierto.
Un soldado fue a la parte posterior del camión para ver si
había rezagados. Vio el cadáver, se sorprendió y empuñó
el arma que llevaba al hombro… lo que llamó la atención
de sus compañeros de pelotón. Luego se relajó y volvió a
colgarse el arma al hombro. Se acercó despacio al transbor.
Algo en su postura me indicó que se comunicaba con los
otros. Me acerqué lo suficiente para oír al jefe del pelotón
preguntarle a sur Maltha, que evidentemente era la
médica, por qué estaba manchada de sangre.
—¿Tenéis una baja?
—Sí.
—¿Necesitáis…?
—Está muerta —dijo sur Maltha—, no precisamos ayuda
médica. —Hablaba de forma cortante, con cierto
sarcasmo, asombrada tanto como lo había estado yo al
comprobar que los soldados «no sabían». Si se hubiesen
molestado en preguntarnos, se lo habríamos dicho; no
habríamos podido cerrar la boca. Pero no habían
preguntado. No les importaba lo que supiésemos u
opinásemos. Y, por tanto, todos nosotros, todos los avotos,
902
estábamos reaccionando de la misma forma: «¡Que les
den!»
Los soldados se pusieron a sacar collares de sus
bandoleras y a encajarlos en los cuellos de Maltha y sus
ayudantes. Pero a medio hacer pararon de pronto. Varios
se llevaron manos enguantadas al casco. Me volví y vi que
todos los soldados de la plaza y los situados alrededor de
la sonda se comportaban de forma similar. Supuse que ya
nos habían descubierto. Algún general, sentado en un
despacho, a miles de millas de distancia, donde podía
acceder a las redes civiles, les gritaba por el micrófono que
había un alienígena muerto en la parte trasera del
transbor. Supuse que en un momento todas las cabezas se
volverían hacia nosotros, que todos los soldados
convergerían.
Pero no fue eso lo que hicieron. Todos miraron al cielo.
Algo se aproximaba.
Las aeronaves flotantes también recibieron el mensaje: el
sonido de los motores cambió, sus luces se movieron
orientándose hacia otra parte, se inclinaron y se alejaron
ganando altitud.
Los soldados cercanos al transbor se habían vuelto los
unos hacia los otros, aunque no dejaban de mirar al cielo.
—¡Eh! —dije—. ¡Eh! ¡Mírame! —Al final conseguí que el
jefe volviese su protección facial hacia mí—. ¡Hablad con
nosotros! —grité—. ¡No podemos oír! ¡No sabemos qué
pasa!
903
—¡Evacuad! —dijo.
A Ganelial Crade no le hizo falta oírlo dos veces. Se metió
en la cabina del transbor y arrancó. Sur Maltha y una de
sus ayudantes se subieron a la parte de atrás con la «baja».
Yo decidí acercarme primero a la sonda, para asegurarme
de que mis amigos hubiesen recibido el mismo mensaje…
y para dar prisa a Orolo si decidía ponerse tonto. Por toda
la plaza los soldados agitaban los brazos dirigiendo a los
avotos hacia la base de la rampa. El transbor de Gnel se
acercaba a ella muy despacio, parando de vez en cuando
para recoger a algún avoto lento. El vehículo de Yul había
empezado a imitarlo y me alegró ver que Cord iba en el
asiento delantero. Pero la rampa ya estaba bloqueada por
peatones, así que los vehículos no podían avanzar más
rápido que la persona más lenta.
—¡Muévanse! ¡Muévanse! —gritaba alguien. Un oficial
se había quitado el casco, que les diesen a las infecciones
alienígenas, y se había puesto a gritar por un
amplificador—: ¡Si podéis correr, hacedlo! ¡Si no podéis,
subid a un camión!
Acabé el último con Sammann y Orolo. Corrimos hacia
la rampa. Le dirigí una mirada inquisitiva a Sammann. Se
encogió de hombros.
—Han bloqueado el Ret en cuanto han llegado —dijo—.
Y yo no puedo captar sus transmisiones.
Así que miré a Orolo, que mientras corría miraba al cielo.
—¿Crees que viene algo más? —pregunté.
904
—Desde el lanzamiento de la sonda ha pasado más o
menos un periodo orbital —dijo—. Así que, si los
Geómetras quisieran dejarnos caer algo lo más
rápidamente posible, ahora sería el momento de esperarlo.
—Dejarnos caer algo —repetí.
—¡Has visto lo que le han hecho a esa pobre mujer! —
exclamó Orolo—. En el icosaedro hay una insurrección,
quizás una guerra civil. Una facción que desea compartir
información con nosotros y otra dispuesta a matar para
evitarlo.
—¿Incluso a matarnos a nosotros?
Orolo se encogió de hombros. Habíamos llegado a la base
de la rampa y estábamos atrapados en un atasco. Echando
una ojeada a la espiral en ascenso vi a avotos y soldados
que corrían, todos juntos. Pero alguna ley inescrutable de
la dinámica de los atascos dictaba que los que estábamos
abajo debíamos permanecer inmóviles. Sólo podíamos
esperar. Nosotros éramos los últimos avotos; detrás de
nosotros teníamos a dos pelotones de soldados, esperando
impasibles, como era la carga intemporal de los soldados.
Detrás de ellos, Orithena había quedado despoblada,
vacía excepto por la sonda alienígena.
Orolo se me plantó delante y me dedicó una sonrisa
radiante.
—Acerca de nuestra conversación anterior… —dijo,
como si me invitase a dialogar en la cocina del Refectorio.
—¿Sí? ¿Tienes algo que añadir?
905
—Nada de verdadera sustancia, no —me confesó—. Pero
la situación está a punto de volverse muy caótica y es
posible que nos separemos.
—Tengo la intención de quedarme contigo…
—Es posible que no podamos elegir —dijo, pasándose un
dedo por el collar—. Mi número es impar, el tuyo par…
Quizá nos coloquen en tiendas diferentes o algo parecido.
Al fin la gente que teníamos delante empezaba a
moverse. Sammann, presintiendo que intentábamos
mantener algo similar a una conversación privada, se
adelantó. Como pudimos nos abrimos camino por la parte
inferior de la rampa. Al poco tiempo ya caminábamos,
luego corrimos.
Orolo, todavía mirando frecuentemente al cielo, siguió
hablando:
—Si te encuentras en Tredegarh, digamos, contando tus
experiencias aquí, y cuentas algo de lo que hemos hablado
esta tarde, la reacción dependerá mucho de quiénes sean
tus interlocutores, de qué cenobio procedan…
—¿Por ejemplo, procianos frente a halikaarnianos? —
pregunté—. Ya estoy acostumbrado, Orolo.
—Eso es un pelín diferente —dijo Orolo—. La mayoría
de la gente, ya se trate de procianos o de halikaarnianos,
no lo consideraría más que una elucubración ociosa y
metateorética. Inofensiva, al margen de ser una pérdida de
tiempo. Por otra parte, si hablas con alguien como fra
Jad…
906
Hizo una pausa. Pensé que era simplemente para
recuperar el aliento, porque la verdad es que corríamos
con ganas. Por encima de nosotros, las aeronaves se
preparaban para aterrizar delante de las puertas, y el
rugido de los motores obligó a Orolo a alzar la voz. Pero
cuando le miré me pareció ver incertidumbre en su cara.
No era algo que hubiese aprendido a asociar con pa Orolo.
—Creo —dijo al fin—, creo que todos ellos ya lo saben.
—¿Saben qué?
—Que lo que te he contado antes es cierto.
—Oh.
—Que lo saben desde hace al menos mil años.
—Ah.
—Y que… realizan experimentos.
—¿¡Qué!?
Orolo se encogió de hombros con una sonrisa torcida.
—Una analogía: cuando los teores perdieron sus
reventadores de átomos, se volvieron hacia el cielo y
convirtieron la cosmografía en su laboratorio, el único
lugar que les quedaba para comprobar sus teorías… para
convertir su filosofía en teorética. Igualmente, cuando un
montón de esa gente se encerró en un risco sin nada que
hacer excepto meditar sobre aquello de lo que hablábamos
antes, bien… creo que algunos idearon experimentos para
demostrar si lo que decían era cierto o una tontería. Y que
de ello surgió, con el tiempo, una forma de praxis.
Le miré y me guiñó un ojo.
907
—Por tanto, ¿crees que fra Jad me envió aquí para
descubrir si tú lo sabías?
—Eso sospecho, sí —dijo Orolo—. En circunstancias
normales, podrían haberme simplemente tendido la mano
y llevado al cenobio centenario o milenario, pero.. —
Volvía a mirar al cielo—. ¡Ah, aquí llega! —exclamó,
encantado, como si hubiésemos estado esperando el tren
y acabase de verlo entrar en la estación.
Una raya blanca dividió el cielo por la mitad, de oeste a
este, y acabó, sin perder velocidad, en la caldera del
volcán, que se encontraba a unos pocos miles de pies sobre
nuestras cabezas.
Un momento antes de que nos llegase el sonido, Orolo
comentó:
—Inteligente. No confían en su puntería como para
acertar directamente la sonda. Pero saben lo suficiente de
geología para…
Después, durante media hora ya no pude oír nada más.
La audición se volvió peor que inútil; lamenté haber
nacido con orejas.
Fra Haligastreme nos había enseñado algunos términos
geológicos que procederé a emplear aquí. Puedo
imaginarme a Cord agitando la cabeza con desesperación,
reprochándome el uso de un lenguaje técnico y árido en
lugar de escribir la verdad emocional. Pero la verdad
emocional era el caos negro de la conmoción y el miedo, y
la única forma de contar lo sucedido de forma razonable
908
es ofrecer detalles técnicos que sólo descubrimos más
tarde.
Bien, los Geómetras nos habían tirado una piedra. En
realidad era una barra larga de un mental denso, pero en
principio no mucho mejor que una piedra. Penetró un
cuarto de milla en la capa sólida de lava endurecida de la
cima del volcán antes de vaporizarse por efecto de su
propia energía cinética, lo que creó un enorme estallido de
presión que sentimos como un terremoto. La presión
escapó por la herida que la barra había dejado al atravesar
la roca, ampliando el agujero, creando un sistema de
grietas que la lava subyacente abrió de inmediato. La lava
estaba húmeda, saturada de vapor; el vapor explotó en
forma de gas al aliviarse la presión superior, de la misma
forma que cuando se quita el tapón suben burbujas en una
botella de refresco. La lava, inflada por el vapor, saltó en
forma de ceniza, la mayor parte de la cual fue
directamente hacia arriba, razón por la que todo, en un
radio de mil millas en la dirección del viento, acabó
enterrado bajo un polvo gris. Pero una parte descendió por
la montaña en forma de nube, rodando por la pendiente
como si fuese una avalancha, y muy fácil de ver, porque
relucía en un tono naranja. Y una vez que nos recuperamos
de la conmoción de lo que acabábamos de ver, nos
pusimos en pie después del temblor de la explosión y
corrimos hacia la parte superior de la rampa formando
una multitud desesperada, lo que vimos con claridad fue
909
que esa cosa, esa nube reluciente, se nos acercaba, y que,
si no nos apartábamos de su camino, nos aplastaría como
una almádana y, simultáneamente, nos freiría como un
lanzallamas. La única forma de lograrlo era subirse a las
aeronaves, que habían aterrizado en la pendiente
despejada, entre los muros del concento y la tienda de
recuerdos. Eran las justas para los soldados con todo su
equipo. Así que caballerosamente tiraron al suelo el
equipo. Abandonaban todo lo que habían llevado para
poder alejar del peligro a los pasajeros, a los avotos.
Incluso lanzaban fuera de las naves los extintores o el
equipo médico para dejar más espacio a los humanos.
Todo se reducía a un simple cálculo que cualquier teor
hubiese comprendido. Los pilotos de las naves sabían
cuánto peso podían levantar y sabían cuánto pesaba de
media una persona. Dividiendo la primera cifra entre la
segunda obtenían el número de personas que podían subir
a cada nave. Para que no se rebasara el límite, los pilotos
habían sacado sus armas y había soldados armados a
ambos lados de las puertas. Los soldados sabían dónde
debían ir: básicamente volvieron a la nave de la que
habían salido. Los orithenanos se agitaban, se movían, se
abalanzaban en los espacios abiertos entre las aeronaves,
tropezando o saltando sobre el equipo abandonado. Los
pilotos los señalaban uno a uno, los subían a bordo y
actualizaban el recuento. De vez en cuando se las
ingeniaban para arrojar fuera más equipo y aceptar a otro
910
pasajero. Ya llevaban un rato haciéndolo cuando Orolo,
Sammann y yo salimos corriendo por las puertas. La
mayoría de las plazas ya estaban ocupadas. Las naves
llenas despegaban, algunas con personas desesperadas
colgando de sus trenes de aterrizaje. Los pocos que no
habían sido elegidos corrían de una aeronave a otra, y me
alegró comprobar que muchos encontraban sitio. Vi los
vehículos de Gnel y Yul aparcados con los motores en
marcha y las luces encendidas, pero no los vi a ellos…
¡debían de haber logrado subir! Pero perdí de vista a
Orolo. Un soldado me agarró por el brazo y me llevó hacia
una aeronave que aceleraba sus motores. Me acerqué a
trompicones, atravesando una nube de tierra voladora,
hacia la puerta. Unas manos me agarraron y me auparon
mientras los patines de la nave se separaban del suelo. El
soldado se apoyó en ellos para subir detrás de mí. Me giré
en la puerta para ver la escena. No vi a Sammann ni a
Orolo… ¡bien! ¿Habían encontrado sitio? En el suelo sólo
quedaban dos naves. Una de ellas se elevó, soltando a dos
orithenanos que se habían agarrado desesperadamente a
la estructura de la puerta pero no pudieron sostenerse.
Detrás habían quedado al menos otras diez personas.
Algunas estaban sentadas, abatidas, o yacían tendidas en
el suelo allí donde habían caído. Algunas corrían hacia el
mar. Una echó a correr hacia la única nave que quedaba,
pero estaba demasiado lejos. Yo no podía evitar pensar
por qué no habían podido recoger a algunos más, pero el
911
comportamiento de la aeronave dejaba bien clara la
respuesta: los motores rugían al máximo sin lograr subir
más rápido de lo que un hombre trepa por una escalera,
dejando atrás una granizada de objetos pequeños que la
gente podía desechar. Una linterna me dio en la nuca y
cayó al suelo; la atrapé y la lancé fuera.
Casi golpeó a una figura con paño que corría. Las luces
del transbor de Gnel la iluminaban dramáticamente por
detrás. Cargaba con algo muy pesado… de un azul claro.
El cuerpo de la Geómetra, olvidado y abandonado en la
parte posterior del transbor de Gnel. El hombre corría
directamente hacia la única aeronave que seguía en el
suelo. Los brazos asomaban por la puerta. El corredor
ejecutó un único y potente esfuerzo, plantó ambos pies en
el polvo bajo la aeronave y lanzó el cuerpo de la Geómetra.
Las manos lo atraparon y lo subieron a bordo. El soldado
de la puerta enseñó los dientes mientras gritaba algo al
micrófono. La aeronave se elevó, dejando atrás al hombre
que había entregado a la Geómetra muerta. Me volví a
mirarle, y vi lo que había esperado y había temido: era
Orolo, solo a las puertas de Orithena.
La nave había alcanzado la altitud suficiente para que yo
pudiese ver por encima de los muros y edificios del
concento, montaña arriba, lo que se avecinaba. Se parecía
mucho a lo que fra Haligastreme nos había descrito a
partir de textos antiguos: pesado como una piedra, fluido
912
como el agua, caliente como una fragua y rápido como un
tren bala.
—¡No! —grité—. ¡Tenemos que volver! —No me oían,
pero un soldado que estaba detrás de mí leyó mi expresión
y me vio mirar hacia la cabina. Con calma alzó su arma y
me plantó el cañón en el centro de la frente.
Mi siguiente idea fue: «¿Tengo el valor de saltar para que
Orolo pueda ocupar mi lugar?» Pero sabía que no bajarían
a recogerle. No quedaba tiempo.
Orolo miraba con curiosidad a su alrededor. Casi parecía
aburrido. Se trasladó a una posición desde donde podía
mirar sin problemas a través de las puertas abiertas para
ver lo que se le venía encima. Creo que estimó cuántos
segundos le quedaban. Recogió una herramienta de jardín
que habían dejado por allí y empleó el mango para trazar
un arco sobre la tierra suelta. Se volvió, una y otra vez,
uniendo un arco al siguiente, hasta haber completado la
elegante e interminable curva del analema. Luego lanzó la
herramienta lejos y se colocó en el centro, enfrentándose a
su destino.
Los edificios del concento estallaron incluso antes de que
la nube reluciente los alcanzase, porque la avalancha
empujaba por delante una onda invisible de presión. En
unos pocos segundos la destrucción atravesó todo el
concento y golpeó los muros, que se doblaron, se
fracturaron y soltaron algunos bloques, pero resistieron.
Hasta que la nube reluciente los golpeó con toda su
913
potencia. A continuación se desmoronaron como un
castillo de arena frente a las olas.
—¡No! —grité una vez más al ver a Orolo consumirse
bajo la onda de presión. Cayó al suelo como una madeja
de cuerdas. Durante un momento quedó envuelto en
humo: un calor inmenso se anunciaba, heraldo de la nube
reluciente. Nuestra aeronave se agitó y se desplazó de lado
por la presión. La nube surgió por las puertas, saltó sobre
los restos de las murallas y cayó sobre Orolo. Durante una
fracción de segundo Orolo fue una flor de llamas amarillas
en medio de un río de luz, y luego se fundió con ella. De
lo que él había sido sólo quedó un penacho de vapor
retorciéndose sobre el torrente de fuego.
914
PROHIJAR
915
Convox: Una gran convocatoria de avotos de
cenobios y concentos de todo el mundo.
Normalmente se celebra sólo durante un Apert
Milenario o tras un Saqueo, pero también en
circunstancias excepcionales a petición del Poder
Secular.
Diccionario, 4ª edición, 3000 a.R.
916
na oleada de luz lechosa llegaba de los bosques y las
U
zonas verdes para luego transformarse en una neblina
pegajosa. Era un día sin amanecer. Las ventanas de la
aeronave se habían cubierto con una red de diminutas
fracturas con un millón de bordes que pulverizaban la luz
en extraños colores. Yo lo veía por el visor de un traje
hermético. En el asiento de al lado había una maleta
naranja que respiraba y palpitaba como un torso, matando
lo que saliese de mí. Los avotos y los Panjandrumes
convocados desde todo Arbre para el Convox eran
demasiado importantes para correr el riesgo de infectarse
con gérmenes alienígenas, así que yo viviría en una
burbuja hasta nuevo aviso.
Eso no tenía sentido. ¿Para qué llevarme a Tredegarh si
existía el más mínimo riesgo? En ningún diálogo entre
personas racionales hubiese podido llegarse a la
conclusión de que yo debía ser llevado allí… pero sólo con
un traje hermético. Pero, como había dicho Orolo, el
Convox era un instrumento político y se tomaban
decisiones por compromiso. Y sucedía continuamente
que, entre dos alternativas perfectamente racionales,
llegar a un compromiso era hacer algo que no tenía el más
mínimo sentido.
Así que mi primera impresión del Precipicio fue a través
de varias capas de poli empañado, arañado y rajado, y
917
millas de niebla: humo, vapor o polvo, no sabía bien. Los
poetas que hablaban de ese lugar por lo visto siempre
veían el Precipicio al amanecer o durante la puesta de sol
tras un día espléndido, y les gustaba preguntarse a qué se
dedicaban los Milésimos en sus torres. No debían de saber,
o quizás eran tan discretos que no lo mencionaban, que el
granito de debajo estaba lleno de túneles para almacenar
residuos nucleares, y que su inviolabilidad no se debía a
la resistencia de sus muros ni al arrojo de sus defensores,
sino a un acuerdo entre el mundo cenobítico y el Poder
Secular. Me pregunté cómo sería un poema escrito por
alguien que viese el Precipicio como lo veía yo en aquel
momento, sabiendo lo que sabía. Un bufido de risa
empañó mi visor. Pero al desaparecer recuperé de nuevo
esa visión agreste, brumosa, casi incolora, y decidí que
hubiese podido ser un buen poema. El Precipicio daba la
impresión de ser mil años más antiguo que todo lo que
había en Ecba, y todo lo que me entorpecía la visión me
ofrecía la misma panorámica de la que hubiese disfrutado
un cosmógrafo mirando una nube de polvo por el
telescopio.
Tredegarh había sido construido algo más lejos de las
grandes ciudades de la Era Práxica que Muncoster y
Baritoe. Ese hecho y el aspecto escabroso del Precipicio le
habían dado fama de lugar aislado. Por supuesto, las
ciudades que rodeaban Muncoster y Baritoe habían caído
y habían sido reconstruidas docenas de veces; corrientes
918
similares habían fluido alrededor de Tredegarh, pero, aun
así, la gente del mundo cenobítico insistía en considerarlo
un retiro campestre. Sin embargo aterrizamos en un
aeródromo ajetreado a no más de media hora de su Puerta
de Día, y en el camino de ida comprobé que lo que yo
había identificado como árboles eran en realidad
arboretums, y que los pastos eran en realidad jardines
para el disfrute de los seculares que vivían en grandes
casas antiguas en las lindes del bosque.
La Puerta de Día era tan alta que no me di cuenta de que
la habíamos atravesado. Un camino de piedra roja con
incrustaciones, tan ancho como para permitir el paso de
dos mobes en paralelo, giraba a la derecha y pasaba un
enorme edificio cenobítico que yo tomé por la Seo. Pero no
era más que su zona médica, y la carretera roja era una
señal para pacientes analfabetos y sus visitantes. A mí me
llevaban en un carro motorizado, dado que la maleta que
tenía pegada era complicada de cargar. Mi conductor
tomó la carretera roja y se apartó para esquivar a un viejo
paciente al que sacaban de paseo en una silla de ruedas
cargada de bolsas de goteo y equipos de medición.
Pasamos un arco y, tras dejar la carretera roja, entramos en
una vía de servicio. Bajamos por largas hileras de
habitaciones frías con mesas de metal y siniestros
elementos de fontanería para luego subir una rampa y
llegar a un patio. Aunque era más o menos del mismo
tamaño que el Claustro de Sante Edhar, parecía más
919
pequeño porque estaba rodeado de edificios más altos. En
una esquina de ese espacio había un módulo habitable
completamente nuevo, de cuyas ventanas salían tuberías
y tubos que llegaban a máquinas ronroneantes o a un
laboratorio. Me indicaron que entrase y me quitase el traje.
Cuando se cerró la puerta oí que la atrancaban por fuera,
luego la ventosidad de un dispensador de policinta a
medida que sellaban las rendijas. Me liberé del traje y
apagué la maleta. Lo guardé todo bajo la cama. El módulo
tenía dormitorio, baño y cocina/comedor. Las ventanas
estaban reforzadas por fuera con una rejilla metálica, por
si yo resultaba ser claustrofóbico y en un ataque de pánico
intentaba salir fuera, y selladas con una capa gruesa y
traslúcida de poli.
Desolador. Aun así, era la primera vez que disfrutaba de
la soledad en varias semanas y en cierto sentido el lugar
no podría haber sido más lujoso. Casi no sabía qué hacer.
Me sentía mareado y sabía que estaba a punto de
desmoronarme. Luego no me sentí tan solo como antes, ya
que imaginé que me tenían vigilado. No podía dejar de
pensar en la imagen de mi rostro llorando que había
captado sin querer en el Ojo de Clesthyra tras el Anatema
de Orolo… su primera muerte. El instinto me dijo que me
escondiese. Fui al baño, apagué la luz, abrí la ducha y me
metí bajo el agua. Cuando la temperatura se estabilizó, me
dejé caer contra la pared, me dejé caer hasta estar
920
totalmente doblado sobre el desagüe y perdí por completo
el control. Por ese desagüe se fueron muchas cosas.
Había vivido aventuras que habrían sido historias
geniales de no ser porque Orolo se había evaporado ante
mis ojos. Nuestra aeronave, junto con varias más, había
volado a la siguiente isla contra el viento y aterrizado en
la playa, dispersando a la multitud de lugareños reunidos
para tomar vino y presenciar la erupción de Ecba. Otras
aeronaves se habían quedado sin combustible y habían
caído al mar. Como se habían deshecho de los botes
salvavidas para que cupieran más pasajeros, muchos de
ellos se habrían ahogado de no ser por los avotos, que
podían convertir fácilmente sus esferas en flotadores. Una
segunda oleada de comandos aéreos los había sacado del
agua y llevado a la misma playa donde esperábamos los
demás. El Poder Secular tomó el control de la zona y la
acordonó. Nos habían tirado tiendas y levantamos nuestro
propio campamento, Nueva Orithena, incluido un
claustro de lona en medio y un reloj digital sobre un palo,
donde celebrábamos Provenir. Celebramos el auto de
réquiem por Orolo y todos los que no habían sobrevivido.
Mientras tanto, los militares levantaron tiendas enormes a
nuestro alrededor, nos hicieron pasar por ellas desnudos,
nos rociaron con un producto químico sin especificar, y
nos dieron bolsas de plástico para la orina y los
excrementos. Pasamos unos días viviendo de raciones
militares, vistiendo monos de papel que se suponía
921
debíamos quemar cuando se ensuciasen. Nos convocaban
aleatoriamente para ser entrevistados, fototipeados y
escaneados biométricamente.
Como a mediodía del segundo día, una enorme aeronave
de alas fijas había aterrizado en una carretera cercana
habilitada como aeródromo provisional. Un poco más
tarde, a la playa había llegado una caravana de vehículos
con civiles, algunos de ellos vestidos con paño y cordón.
Habían gritado mi nombre. Caminé hasta la puerta del
campamento, donde encontré, al otro lado de una franja
segura y no infecciosa de arena, a un grupo de Tredegarh
de dos docenas en total. Hasta que no se pusieron a
hablarme en orto a algunos no los reconocí como avotos,
porque el estilo de sus paños y cordones era diferente del
de Sante Edhar. Procedían de muchos concentos
diferentes. Sólo había reconocido a uno de ellos: una
vallera que había ayudado a salvarme la vida en Mahsht.
La miré a los ojos e insinué una inclinación, a la que ella
respondió de la misma forma.
El PEI de ese grupo dijo algo sobre Orolo muy respetuoso
y bien expresado. Luego me informó de que yo los
ayudaría a preparar las «cosas» para su envío al Convox,
y que al día siguiente regresaría a Tredegarh con ellas. Las
«cosas» a las que se refería eran, por supuesto, la caja de
viales y el cuerpo de la Geómetra muerta, que los militares
habían confiscado y conservaban en hielo en una tienda
especial.
922
Mientras tanto, Sammann había mantenido una
conversación similar con uno de sus hermanos; un
pequeño destacamento de los Ati, segregado en su propio
vehículo.
Después casi todo fue trabajo, lo que probablemente era
lo mejor, ya que me quedaba menos tiempo para la
tristeza. Dado que Orolo había sacrificado el resto de su
vida a cambio del conocimiento teorético que pudiese
contener el cuerpo de la Geómetra, preparar su envío a
Tredegarh me ofreció la oportunidad de tratarla con el
mismo respeto con que habría tratado el cuerpo de Orolo,
de haber podido enterrarlo normalmente. Se habían
sacrificado dos vidas, una de Arbre y otra de otro mundo,
para traernos ese conocimiento.
En el tiempo libre que tenía, hablaba con Cord. Al
principio, sólo hablé de mis sentimientos. Más tarde, Cord
fue compartiendo conmigo su opinión sobre lo sucedido,
y quedó claro que lo interpretaba todo desde el punto de
vista kelx. Daba la impresión de que magíster Sark tenía
una nueva conversa. Su discurso en Mahsht puede que
sólo hubiese afectado un poco a Cord, pero algo de lo que
había vivido en Orithena había hecho que lo considerara
cierto. Y ése no parecía el momento adecuado para que yo
intentase convencerla de lo contrario. Sería, comprendí,
como retomar la discusión de la cocina rota. ¿Qué sentido
tenía que yo dispusiese de una interpretación más veraz
de todo lo sucedido si sólo la podía comprender un avoto
923
que hubiese dedicado toda su vida a la teorética? Cord,
alma independiente como era, no hubiese querido vivir
bajo el dominio de esas ideas de la misma forma que no
quería preparar el desayuno con una máquina cuyo
funcionamiento no comprendía y que no podía reparar.
Vacío, purificado, inseguro pero más fuerte, recorrí mi
nuevo hogar.
La mitad de la cocina estaba llena de botellas de agua, en
palés apilados. Los armarios contenían una curiosa mezcla
de productos de extramuros y productos frescos de las
marañas y arboretums de Tredegarh. Había unos libros
sobre la mesa: algunas novelas de ficción especulativa
muy antiguas (las originales, escritas a máquina en papel
barato, ya no eran más que polvo; ésas eran copias a mano
en hojas de verdad) y un batiburrillo de filosofía,
metateorética, mecánica cuántica y neurología. Algunos
eran textos importantes escritos por gente como Protas,
otros, de avotos que trabajaban en cenobios de los que
nunca había oído hablar. Llegué a la conclusión de que
alguien había ordenado a un fille que me facilitase
material de lectura y que éste había recorrido la biblioteca
con los ojos vendados, escogiendo los libros
aleatoriamente.
Sobre la cama había una esfera, un paño y un cordón
nuevos, doblados y atados en el paquete tradicional.
Deshice los nudos y desdoblé el paño, me quité lo que me
924
quedaba de la ropa de Ecba y me vestí. Todo lo sucedido
desde que había cruzado la Puerta de Día de Sante Edhar
empezaba a parecerme un sueño… tan distante como la
época de mi recolección.
En la cocina, separé toda la comida del mundo secular y
la metí en los armarios; dejé fuera los productos frescos,
para verlos y olerlos. Me habían dejado todo lo necesario
para amasar pan, así que me puse a ello sin pensar. El olor
llenó todo el módulo y alejó el aroma de poli, adhesivo de
moqueta y tablero.
Mientras la masa subía intenté leer uno de los libros de
metateorética. Justo cuando empezaba a dormirme (el
libro era impenetrable y mi reloj corporal estaba
desincronizado con respecto al sol) alguien intentó
matarme de un susto dando golpes en las paredes del
módulo. Por la fuerza de los impactos supe que era
Arsibalt, y por su modo de darlos: fue golpeando
metódicamente por todas partes… como si la primera
llamada se me hubiese podido pasar.
Abrí una ventana y grité a través de la rejilla metálica y
la polilámina empañada:
—¡No es de piedra, como los edificios a los que estás
acostumbrado, y un solo golpe causa mucho estruendo!
En el hueco de la ventana se centró un fantasma que
poseía vagamente la forma de Arsibalt.
—¡Fra Erasmas! ¡Qué agradable oír tu voz y mirar tu
forma indefinida!
925
—Lo mismo digo. Entonces, ¿todavía se me considera un
fra?
—No te hagas ilusiones… están demasiado ocupados
como para programar tu Anatema en la agenda.
Un largo silencio.
—Lo lamento muchísimo —dije.
—Yo también.
Arsibalt parecía triste, así que yo hablé durante un rato:
—¡Deberías haberme visto hace una hora! Estaba hecho
un desastre —dije—. Todavía lo estoy.
—¿Estabas… allí?
—Estimo que a un par de cientos de pies.
Entonces se puso a sollozar de verdad. No podía salir a
abrazarle. Intenté pensar en qué decir. Comprendí que
para él era más difícil. Ver morir a Orolo no me había sido
fácil, pero si tenía que suceder era mejor estar allí y
presenciarlo. Y también era mejor haber pasado después
unos días en la playa con mis amigos.
Cuando el contingente de Tredegarh se hubo presentado
para decirme lo que iba a pasar, me senté con Cord, Yul,
Gnel y Sammann junto al fuego. No había hecho falta decir
que era muy posible que los cinco no nos volviésemos a
ver.
—No me llevarían a Tredegarh sólo para
anatematizarme —argumenté—, por lo que supongo que
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vuelvo a ser lo que era. —Miré sus caras, cálidas a la luz
del fuego—. Pero jamás seré el mismo.
—Ni de coña —dijo Yul—, con todas esas heridas en la
cabeza.
—Me voy a quedar con esta gente —anunció Ganelial
Crade. Lo que resultó tan inesperado que tardamos un
poco en comprender a qué se refería: se unía a los
orithenanos—. He hablado con Landasher —añadió,
divertido por nuestra reacción—. Dice que me tendrá a
prueba una temporada y que si no molesto mucho quizá
pueda quedarme.
Yul se puso en pie y recorrió el círculo para abrazar a su
primo y darle una palmada en la espalda. Todos
brindamos por él con nuestros polivasos de agua
coloreada y azucarada.
A continuación las cabezas se volvieron hacia Sammann,
que alzó la mano y confesó:
—Todo esto ha sido muy positivo para mi reputación y
mi acceso.
Durante un rato le cubrimos de insultos en broma. Lo
aceptó todo con una sonrisa de satisfacción.
—Iré al Convox con fra Erasmas —añadió—, pero…
probablemente en una zona diferente del avión.
Aquello me emocionó, así que me levanté, fui hasta él y
le abracé cuando todavía podía.
927
Finalmente la atención se centró en Cord y Yul, que
estaban sentados sobre una nevera portátil y se apoyaban
el uno en el otro.
—Ahora que somos expertos, para todo Arbre, en
tecnología de los Geómetras —dijo Yul—, es posible que
intentemos encontrar empleo como tales.
—En serio —dijo Cord—, hay mucha gente que quiere
hacernos preguntas. Como la sonda fue destruida,
nuestros recuerdos son importantes. Es posible que
incluso acabemos en Tredegarh.
—El vehículo de Yul también lo fue —comenté.
Recordaba vagamente haber visto los restos del transbor
pasar volando junto a fra Orolo. Por una vez, Yul no tuvo
nada que decir. Se limitó a mirar al mar y cabecear.
Cord nos recordó una cosa.
—Mi transbor debería estar a salvo en Norslof. Una vez
que las cosas se tranquilicen iremos a recuperarlo. Luego,
estábamos pensando, pasaremos un tiempo en la
montaña… una luna de miel retrasada.
Todos nos quedamos mudos. Ella dejó que el silencio se
prolongase todo lo posible antes de decir:
—Oh, ¿no os había comentado que estamos prometidos?
La noche antes, Yul se me había acercado con aire de
conspirador y se había sacado algo brillante del bolsillo:
un anillo metálico que había cortado del paracaídas de los
Geómetras. Con un fuelle improvisado lo había calentado
928
al rojo blanco y lo había golpeado hasta dejarlo de un
tamaño que esperaba que le sirviese a Cord.
—Voy a pedirle a Cord… bien., ya sabes. ¡No de
inmediato! Más tarde, cuando las cosas se calmen.
Comprendí que en cierto modo Yul me pedía permiso,
así que le abracé y le dije:
—Sé que cuidarás de ella.
Su abrazo por poco me rompe la columna vertebral y
hasta pensé que tendría que llamar a uno de los valleros
para que me ayudase a soltarme.
Cuando se tranquilizó un poco me dejó mirar el anillo.
—No es una joya normal —admitió—, pero
considerando que es de otro mundo… es la más preciosa,
¿no te parece?
—Sí —le aseguré—. Es la más preciosa.
Luego los dos, involuntariamente, miramos a mi frater.
Debía de habérselo pedido a primera hora de la mañana
y Cord debía de haber dicho que sí. Durante un rato hubo
muchos abrazos, gritos y carreras. Una multitud de
orithenanos se nos acercó, atraída por el rumor de que la
boda se iba a celebrar enseguida. Tras ellos llegaron
soldados curiosos, seguidos a su vez de gente del Convox
que quería saber qué pasaba. Había como una especie de
impulso que nos dirigía a celebrar la ceremonia ese mismo
día, en la playa. Pero pasados unos minutos todos se
tranquilizaron y acabamos de fiesta. Las sures orithenanas
fueron a la cuneta de la carretera y arrancaron montones
929
de flores con las que hicieron guirnaldas. Los soldados se
metieron en situación, sacando alcohol de alguna parte, y
vitoreando a Cord y a Yul. Un mecánico de helicóptero le
regaló a Cord su destornillador de margarita favorito.
Una hora más tarde yo volaba a Tredegarh.
Arsibalt se iba calmando. Respiró hondo,
estremeciéndose.
—Parece que aceptó su destino con tranquilidad.
—Sí.
—¿Conoces el significado del símbolo que dibujó en el
suelo? El analema.
Se me ocurrió algo.
—¡Eh! —dije—. ¿Cómo sabes tantas cosas? ¿Os dejan ver
motus?
Se alegró de tener una excusa para hacer un discurso. Se
tranquilizó por completo.
—Olvido que no sabes nada sobre el Convox. Cuando
desean decirnos algo a todos, por ejemplo, como cuando
Jesry regresó del espacio, nos convocan a todos en lo que
llaman Plenario, en la nave de los Unarios, el único lugar
suficientemente amplio para que quepa todo el Convox.
Las reglas no son tan estrictas; nos muestran motus. En
cualquier caso, se celebró un Plenario de todo el día, muy
enervante, después de la Visitación de Orithena.
—¿Así la llaman?
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Vi que asentía. Era difícil apreciar los detalles a través del
poli, pero me temía que volvía a intentar dejarse barba.
—Bien —dije—. Antes pasé unos días con él… antes de
lo que viste en el motus. Claro está, vi el analema original,
el antiguo, del suelo del templo.
—¡Tuvo que ser una experiencia increíble! —dijo
entusiasmado Arsibalt.
—Lo fue. Sobre todo porque ya no podremos volver allí
—dije—. Pero, en lo que se refiere al analema que Orolo
dibujó en la playa, me temo que no tengo ningún
conocimiento especial que me permita descifrar el
significado de…
—¿Pasa algo? —preguntó Arsibalt unos segundos más
tarde, porque yo había dejado de hablar.
—Acabo de recordar algo —dije—. Un comentario de
Orolo. Lo último que me dijo antes de que la sonda
disparase: «¡Deben de haber descifrado mi analema!»
—Presumiblemente refiriéndose a los Geómetras.
—Sí. Estaban pasando demasiadas cosas para pararme a
preguntarle qué quería decir…
—Y luego ya fue demasiado tarde —dijo Arsibalt.
La muerte de Orolo todavía era muy reciente y cada vez
que la mencionábamos teníamos que dejar de hablar un
momento. Pero los dos pensábamos.
—Un fototipo de la pared de su celda, en el Cerro de Bly,
era del analema. Del antiguo —dije.
—Sí —contestó Arsibalt—. Lo recuerdo.
931
—Casi como si para él fuese el equivalente de un símbolo
religioso —dije—, como el triángulo lo es para ciertas
arcas.
—Pero no explica que dijese que los Geómetras lo habían
«descifrado» —puntualizó Arsibalt.
Lo meditamos un rato, pero no pudimos llegar a ninguna
conclusión.
—Por tanto —dije—, en el Plenario, tras el regreso de
Jesry… ¿viste lo que le pasó al Guardián del Cielo?
—¿Lo viste tú? —preguntó. Luego los dos guardamos
silencio, desafiándonos a decir algo gracioso e
inapropiado. Pero por alguna razón no parecía el
momento adecuado… todavía.
—¿Cómo están los otros?
Suspiró.
—No los veo mucho. Nos han asignado a distintos
Laboratoriums. Periklyne es un manicomio, claro está. Y
hemos escogido Lucubs diferentes.
Sólo podía intuir el significado de esas palabras.
—Pero ¿puedes al menos decirme cómo les va?
—Tienes que saber que para Jesry y Ala es diferente —
dijo.
—¿Porqué?
—Porque ellos fueron llamados en Voco. Murieron,
como mueren todos los requeridos de esa forma, y
tuvieron que empezar una nueva vida. A algunos les
932
gustó. Todos se acabaron acostumbrando. Luego, de
pronto, semanas después, se trasformó en Convox.
—Tenían que resucitar.
—Sí. Debes esperar cierta incomodidad.
—¡Incomodidad! Bien, al menos en ese aspecto este lugar
me resultará familiar.
Arsibalt, en lugar de reír, se aclaró la garganta.
—Pronto te dejarán salir de este invento —me contó
Jesry, que, contradiciendo en cierta forma la predicción de
Arsibalt, vino a visitarme antes de que mi pan terminase
de hornearse.
Habló con una confianza tan absoluta que supe que se lo
estaba sacando del orificio rectal.
—¿En qué te apoyas para hacer semejante predicción? —
pregunté.
—Los láseres no tenían el color adecuado —dijo.
Repetí la frase en alto, pero no le encontré sentido.
—El láser con el que iluminaron los Intactos la noche en
que esto se convirtió en Convox —me explicó.
—Era rojo —dije. Una estupidez, pero yo intentaba
lanzar rocas al cerebro de Jesry para soltar fragmentos de
información.
—En Tredegarh hay gente que sabe de láseres —dijo
Jesry—. Se dieron cuenta de inmediato de que había algo
raro. Existe un número limitado de gases, o de
combinaciones de gases, que se pueden emplear para
933
producir un láser rojo. Cada uno genera longitudes de
onda diferentes. Un experto en láseres puede mirar un
punto de luz y saber de inmediato qué mezcla de gases se
empleó. No reconocieron el color del láser de los
Geómetras.
—No veo qué…
—Por suerte, un cosmógrafo de Rambalf tuvo la
presencia de ánimo de exponer una tablilla
fotomnemónica a esa luz —siguió diciendo Jesry—. Así
que conocemos su longitud de onda exacta. Y se ha
confirmado que no se corresponde con líneas espectrales
de la naturaleza.
—¡Eso no tiene sentido! ¡Esas longitudes de onda son el
resultado de cálculos mecanocuánticos que son el
fundamento de todo!
—Pero piensa en la neomateria —dijo Jesry.
—Vale —dije, pensándolo. Si te ponías a jugar con la
formación del núcleo, cambiaba la forma en que los
electrones lo orbitaban. La luz láser era el resultado de un
electrón saltando de una órbita de mayor energía a otra de
menor energía. La diferencia de energía determinaba la
longitud de onda, el color, de la luz—. Los láseres
fabricados con neomateria tienen colores que no se
encuentran en la naturaleza —admití.
Jesry permaneció en silencio, esperando a que yo diese el
siguiente paso.
934
—Por tanto —añadí—, los Geómetras disponen de
neomateria… la emplearon para fabricar un láser.
Cambió de postura. A través del plástico yo no podía ver
nada más que la postura, pero supe que estaba en
desacuerdo conmigo. Y por una vez, entendí por qué.
—Pero no la tienen —seguí—. Al menos, no en grandes
cantidades. Toqué el paracaídas, las cuerdas de sostén, la
escotilla. Eran de materia normal… demasiado pesada,
demasiado débil.
Asintió.
—Lo que tú no podías saber, lo que ninguno de nosotros
sabía hasta hace unas horas, es que todo es neomateria.
Todo lo que descendió en esa sonda, todo el hardware,
toda la carne, está formado por lo que nosotros
llamaríamos neomateria, en el sentido de que los núcleos
tienen una estructura que no es natural… al menos en
nuestro cosmos.
—¡Pero la mayoría fue destruido! —protesté—. O al
menos quedó enterrado bajo cientos de pies de cenizas.
—Los orithenanos, y tus amigos, trajeron algunos
fragmentos. Tenemos un panel de apertura. Algunos
tornillos que Cord se puso en los bolsillos. Fragmentos del
paracaídas y de las cuerdas. La caja de muestras de sangre.
Y, gracias a sante Orolo, tenemos el cuerpo de la mujer a
la que dispararon por la espalda.
Casi se me había pasado por alto. Jesry no había
mencionado a Orolo hasta ese momento. Ciertos detalles
935
de su postura y su voz me indicaron que le lloraba… pero
sólo porque le conocía desde siempre. Iba a llorarle de una
forma curiosa y oculta, durante mucho tiempo.
Me aclaré la garganta.
—¿Así le llaman ahora?
—La verdad es que cada vez menos gente con el paso del
tiempo. Justo después de ver el motus, la gente no paraba
de decirlo. Sus acciones fueron tan claramente las de un
sante que nadie tuvo que pensarlo. Más o menos hace un
día que algunos se están echando atrás…
reconsiderándolo.
—¿Qué hay que reconsiderar?
Se encogió de hombros y alzó las manos.
—No te preocupes por eso. Ya sabes cómo va. Nadie
quiere apresurarse… nadie quiere que le llamen
entusiasta. Probablemente los procianos, en sus Lucubs,
estén tramando una nueva interpretación radical de lo que
hizo Orolo. Olvídalo. Se sacrificó. Le honraremos
extrayendo todo el conocimiento que podamos de la chica
muerta. Y lo que intento decirte es que todos los núcleos
de todos los átomos de su ser, de los perdigones de sus
entrañas, de su ropa, son neomateria… así que
probablemente lo mismo valga para todo lo que hay en el
icosaedro.
—Así que los electrones que orbitan esos núcleos se
comportan de la correspondiente forma antinatural —
dije—. Por ejemplo, produciendo láseres de colores raros.
936
—El comportamiento de los electrones es básicamente
sinónimo de la química —intervino Jesry—. Es por eso que
se inventó la neomateria: porque trastear con la
nucleosíntesis nos daba nuevos elementos y una nueva
química con los que jugar.
—Y el funcionamiento de los organismos vivos se
fundamenta en la química —dije.
Jesry era más listo que yo. Él debía de saberlo. Pero no
dejaba que ese conocimiento se manifestase muy a
menudo. Por muchas veces que yo no lograse comprender
lo que me decía, él no perdía la fe en mi capacidad para
comprender lo que él comprendía. Era una cualidad
enternecedora… la única que tenía. Volvió a cambiar de
postura, inclinándose como si realmente le interesase lo
que yo iba a decir… haciéndome saber que iba por buen
camino.
—¡No podemos interactuar químicamente con los
Geómetras, ni con cualquiera de sus virus o bacterias,
porque el láser era del color erróneo!
—Sin duda son posibles algunas interacciones simples —
dijo Jesry—. Un electrón es un electrón. Así que nuestros
átomos pueden formar enlaces químicos simples con los
suyos. Pero está ausente por completo la compleja
bioquímica que los gérmenes emplean para sus
actividades.
937
—Por tanto, podrían hacer ruidos que oiríamos. Podrían
ver la luz reflejada en nuestros cuerpos. Incluso
golpearnos en la nariz.
—O embarrarnos. —Era la primera vez que oía usar el
verbo «embarrar» para referirse al proyectil que había
reventado Ecba.
—Pero no infectarnos —dije.
—Ni viceversa. Oh, con el tiempo, desde luego, la
evolución de los gérmenes acabará permitiendo la
interacción con ambos tipos de materia… unirá los
ecosistemas. Pero para eso hará falta mucho tiempo, y
podemos ir por delante. Por tanto, pronto saldrás de esa
caja.
—¿Tienen agua? ¿Oxígeno?
—Su hidrógeno es idéntico al nuestro. Su oxígeno es lo
suficientemente similar para obtener agua. No sabemos si
podríamos respirarlo. El carbono parece un poco
diferente. Los metales y demás manifiestan las mayores
divergencias.
—¿Qué más sabemos de los Geómetras?
—Menos que tú. ¿Qué hacía Orolo en Orithena?
—Seguía una opción de investigación que yo no
comprendo del todo.
—¿Encaja con una interpretación policósmica de lo que
está pasando?
—Totalmente.
—Cuéntame.
938
—Temo hablar de ello.
—¿Por qué?
—Porque me temo que no lograré hacerle justicia.
Jesry no respondió y me pareció que me miraba con
suspicacia a través del plástico.
Por supuesto, mi verdadera razón para no hablar de ello
era que temía que condujese directamente a los
Conjuradores. Y suponía que nos vigilaban.
—En otro momento —dije—, cuando esté más
descansado. Podemos ir a dar un paseo, como cuando
manteníamos diálogos teoréticos en el viñedo de Orolo.
El viñedo de Orolo estaba en la pendiente que daba al
sur, por lo que no era visible desde ninguna de las
ventanas de la Guardiana Regulante. Por tanto, allí era
donde solíamos ir cuando tramábamos algo. Jesry
comprendió el mensaje y asintió.
—¿Cómo está Ala? —pregunté.
—Bien. No sé cuándo la verás, porque tras nuestro Voco
ella y yo iniciamos un connubio.
Las orejas se me incendiaron y una sierra me recorrió la
columna. O al menos, eso me pareció. Pero más tarde,
cuando lo comprobé en un espejo, no me vi diferente; sólo
tenía más cara de estúpido. Alguna zona superior, más
moderna, de mi cerebro (es decir, evolucionada hace
menos de cinco millones de años), consideró que estaría
bien mantener viva la conversación.
939
—Bien. Gracias por hacérmelo saber. Entonces, ¿qué
pasará ahora?
—Bien, conociéndola, va a tomar una decisión. Y hasta
que la tome, es probable que ninguno de los dos sepamos
nada de ella.
No dije nada.
—En cualquier caso, está ocupada —añadió Jesry. Me dio
la sensación de que había acabado conmigo, estaba
aburrido y, sobre todo, quería irse. Pero incluso él sabía
que no podía soltar semejante bomba y marcharse tan
tranquilo. Así que se pasó un rato hablando sobre la
estructura del Convox y su organización. No oí casi nada.
Era por eso que me había visitado tan rápidamente. Para
poder soltarme la noticia mientras estuviésemos
separados por una rejilla metálica. ¡Qué chico más listo!
Porque (como me dije cuando se fue) me conocía y sabía
que no dejaría de pensar en ellos y acabaría siendo
razonable. ¿Por qué no iban a iniciar un connubio?
Después de la Evocación de Ala, yo mismo me consideré
libre.
¡No es que con eso hubiese ganado yo nada!
Me comí un trozo de pan. Tres avotos vestidos con trajes
herméticos entraron. Dos me sacaron más sangre. La
tercera persona se quedó cuando los chupasangre se
fueron. Se quitó el casco del traje y lo tiró al suelo. Metió
los guantes dentro. Se metió los dedos entre el pelo y se
palpó el cráneo.
940
—Hace calor aquí dentro —me explicó al verme
mirarla—. Sur Maroa. Centenaria. De los quintos
roscónicos. Vengo de un pequeño cenobio del que jamás
has oído hablar. ¿Puedo comer un poco de ese pan?
—¿No temes que te contamine?
Miró el casco y luego a mí.
Pensé que sur Maroa era bastante atractiva, pero era
quince años mayor que yo, y en este momento no confiaba
en mí mismo; quizá me hubiese sentido atraído por
cualquier mujer que no me hubiese tratado como el vector
de una plaga alienígena. Así que le di pan.
—¡Qué lugar más espantoso! —comentó, mirando a su
alrededor—. ¿Así viven los extras?
—La mayoría.
—Pronto estarás fuera. —Inhaló con fuerza y, por su
expresión, supe que pensaba en lo que olía. Luego puso
cara de disgusto y cabeceó—. Aquí hay demasiados
productos industriales —dijo.
—¿Qué eres? —pregunté—. ¿Qué hacen los quintos
roscónicos? Lo lamento, debería saberlo.
—Gracias —dijo, aceptando el trozo de pan y tocándome
a propósito. Le dio un buen mordisco y miró al espacio
mientras masticaba.
Los avotos que seguían la disciplina roscónica habían
empezado a dividirse y a pelearse inmediatamente
después de la Reconstitución y a reñir sobre qué secta
tenía derecho al nombre de roscónicos, roscónicos
941
reformados, nuevos roscónicos y demás. Con el tiempo
recurrieron a un sistema numérico. Ya iban por los
veintipocos, así que los quintos eran antiguos.
—No creo que ahora importen las diferencias entre
quintos, cuartos y sextos —decidió al final. Se volvió para
mirarme—. Sólo quiero saber cómo olían.
—¿En serio?
—Sí. Por ejemplo, manejaste el paracaídas, ¿no?
—Sí.
—Si manejases un viejo y enorme paracaídas militar
sacado de un puesto militar en Arbre, podrías olerlo.
Quizás olería a moho, de llevar tanto tiempo guardado.
—¡Me gustaría haber tenido la presencia de ánimo para
prestar atención a ese detalle! —dije.
—No pasa nada —dijo sur Maroa. Era una teor,
acostumbrada a los contratiempos—. Estabas ocupado.
Buen trabajo, por cierto.
—Oh, gracias.
—Cuando la chica guay…
—Cord.
—Sí, activó las válvulas para igualar la presión, ¿el aire
se movió…?
—Hacia el interior de la cápsula —respondí.
—Por lo que no pudiste oler su atmósfera antes de que se
mezclara con la nuestra.
—Exacto.
—Maldita sea.
942
—Quizá deberíamos haber esperado —dije.
Me miró con mucha seriedad.
—¡No te recomiendo que vayas diciendo esas cosas!
Me pilló por sorpresa. Se controló y me habló con voz
más normal:
—Este lugar es la capital mundial de los sabelotodos.
Todos están celosos. Todos desearían haber estado allí en
lugar de ti y un montón de raritos del linaje. Creen que
hubiesen podido hacerlo mejor.
—Vale, da igual —dije—. Hicimos lo que tuvimos que
hacer porque sabíamos que los militares venían a joderlo
todavía más.
—Eso está mucho mejor —dijo—. Ahora volvamos al
olfato: ¿recuerdas haber olido algo, en algún momento?
—¡Sí! ¡Lo comentamos!
—No mientras el Ati te apuntaba con el motucaptor.
—Antes de que llegase Sammann. La sonda acababa de
aterrizar. Orolo olisqueó los gases de los motores. Quería
saber si usaban un líquido propulsor tóxico…
—Muy inteligente por su parte. Algunos son horribles —
intervino Maroa.
—Pero no olimos nada. Decidimos que era todo vapor.
Hidrógeno y oxígeno.
—Sigue siendo un resultado negativo.
—Pero, más tarde, había un olor definido en el interior
de la sonda —dije—. Ahora lo recuerdo. Del cuerpo. Di
por supuesto que era de algún fluido corporal.
943
—¿Lo supusiste porque no reconociste el olor? —
preguntó sur Maroa después de haberlo pensado todo lo
que le pareció conveniente.
—Era completamente nuevo para mí.
—Así que las moléculas orgánicas de los Geómetras
pueden interactuar químicamente con nuestro sistema
olfativo —concluyó—. Un resultado interesante. Los
teores me han estado presionando para que responda a esa
incógnita… porque algunas de esas reacciones son
mecanocuánticas.
—¿Nuestras narices son dispositivos cuánticos?
—¡Sí! —dijo Maroa, con una expresión alegre muy
cercana a una sonrisa—. No lo sabe mucha gente. —Se
levantó y recogió el casco—. Es un resultado útil. No
deberíamos tener problemas para conseguir muestras del
cuerpo y exponerlas al tejido olfativo en el laboratorio. —
Me dedicó de nuevo la expresión alegre—. ¡Gracias! —Y,
siguiendo un ritual de partida totalmente absurdo, se puso
los guantes y se encajó el casco sobre la cabeza, que
lamenté dejar de ver.
—¡Espera! —dije—. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo es posible
que los Geómetras sean como nosotros pero estén hechos
de una materia diferente?
—Tendrás que preguntárselo a un cosmógrafo —dijo—.
Mi especialidad es arrinconar bichos y desmontarlos.
—En ese caso, ¿qué soy yo? —pregunté. Ella estaba
demasiado preocupada por el casco para pillar el chiste.
944
Entró en una especie de esclusa de aire que habían
montado en la puerta delantera. La puerta se cerró y se
atrancó, y el dispensador de cinta empezó otra vez a emitir
ruidos groseros.
Oscureció. A mí me preocupaba la contradicción. Los
Geómetras tenían nuestro aspecto, pero estaban hechos de
una materia tan fundamentalmente diferente que Maroa
había considerado la posibilidad de que ni siquiera
pudiésemos olerlos. Alguien en el Convox temía los
gérmenes espaciales; Maroa no.
El que yo estuviese encerrado en esa caja era resultado de
discusiones que la gente mantenía en salas de tiza, a
menos de cien yardas. Debería haber prestado más
atención a los comentarios de Jesry sobre la naturaleza del
Convox.
Lio apareció tarde y gorjeó junto a la ventana. Era el
gorjeo de pájaro que empleábamos en Edhar cuando
salíamos después de la hora límite.
—No te veo —dije.
—Mejor. Soy casi todo magulladuras y hematomas.
—¿Has estado entrenando con los valleros?
—Eso sería mucho más seguro. No, he estado entrenando
con gente tan torpe como yo. Los avotos del Valle
Tintineante nos miran y se ríen.
—Bien, espero que estés dando tanto como recibes.
945
—En cierta forma eso sería satisfactorio —admitió—,
pero no sería la forma de destacar a ojos de mis
instructores.
Me sentía raro hablándole a un trozo de plástico blanco,
así que apagué las luces y me senté en la oscuridad con
Lio. Durante mucho tiempo. Pensando, sin hablar, sobre
Orolo.
—¿Por qué te enseñan a luchar? —pregunté—. Pensaba
que esa parte la tenías resuelta.
—Has pasado directamente a una pregunta muy
interesante, Raz —dijo con voz ronca—. Todavía no sé la
respuesta. Empiezo a tener algunas ideas.
—Bien, tengo el reloj interno totalmente desajustado.
Voy a pasarme la noche despierto y los libros que me han
dejado son ilegibles. Mi novia se escapó con Jesry. Por
tanto, estaré encantado de quedarme aquí escuchándote.
—¿Qué libros te han dejado?
—Un batiburrillo.
—Es poco probable. Debe de haber alguna relación entre
ellos. Debes ponerte al día antes de tu primer Mensal.
—Jesry empleó esa palabra. Intento comprender su
significado.
—Viene del proto orto, significa la participación en una
comida.
—Ah, vale…
—Algo así como «pequeña cena». Resulta que aquí es
una tradición importante. La verdad es que es muy
946
diferente a Edhar, Raz. Nuestra forma de comer, todos
juntos en el Refectorio, cargando cada uno con su comida,
sentándote donde te daba la gana… también tienen para
eso una palabra, no muy lisonjera, la verdad. Lo
consideran atrasado, caótico. Sólo los filles y algunas
extrañas órdenes ascéticas lo hacen. Aquí todo son
Mensales. El número máximo de asistentes es de siete. Se
considera el número más grande de personas que puedes
sentar alrededor de una mesa de forma que todos se oigan
y no se mantengan conversaciones paralelas.
—Entonces, ¿tienen un salón con un montón de mesas
para siete?
—No. Sería muy ruidoso. Cada Mensal se celebra en una
pequeña estancia privada llamada mensalán.
—Por tanto, ¿hay un anillo de mensalanes, o algo,
alrededor de la cocina del Refectorio?
Lio se reía de mi ingenuidad. No con mala intención.
Unas semanas antes él había sido igual de ignorante.
—Raz, no comprendes lo rico que es este lugar. No hay
Refectorio… no hay una cocina central. Es todo taciones y
sedes de órdenes.
—¿Tienen taciones activas? Pensaba que se habían
abolido…
—En las reformas del Tercer Saqueo —dijo—. Así fue.
Pero ¿recuerdas que los AFR repararon la tación de Shuf?
Bien, imagina un concento en el que hay cien lugares como
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ése… cada uno más grande y más bonito de lo que nunca
ha sido el de Shuf. Por no hablar de las casas capitulares.
—Ya me siento un paleto.
—Pues espera.
—Así que hay una cocina… —Callé, incapaz de
comprender una idea tan extravagante.
—Una cocina para cada mensalán… ¡que cocina sólo
para catorce!
—Creía que habías dicho siete.
—Los servitores también tienen que comer.
—¿Qué es un servitor?
—¡Nosotros! —Lio rio—. Cuando te suelten, te
emparejarán con un fra o sur de mayor edad… tu decán.
Un par de horas antes, irás a la tación o casa capitular
donde se le ha asignado Mensal, y tú y los otros servitores
prepararéis la cena.
«Cuando las campanas anuncian que es tarde‐noche, los
decanes aparecen y se sientan a la mesa. Los servitores
sirven la comida. Cuando no estás moviendo platos, te
plantas detrás de tu decán dando la espalda a la pared.
—Es chocante —dije—. Estoy casi convencido de que te
burlas de mí.
—Al principio yo tampoco podía creerlo —dijo Lio
riendo—. Me sentía como una brizna de hierba. Pero el
sistema funciona. Puedes escuchar conversaciones que te
estarían vedadas de otra forma. Con el paso de los años
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subes en el escalafón, te conviertes en decán y tienes
servitor.
—¿Qué pasa si tu decán es un idiota? ¿Y si cada noche se
mantiene la misma conversación aburrida? ¡No te puedes
levantar y cambiar de mesa como en Edhar!
—No lo cambiaría por nuestro sistema —dijo Lio—.
Ahora eso no importa tanto, porque la gente a la que
invitan a un Convox tiende a ser muy interesante.
—Bien, ¿quién es tu decán?
—Es la Guardiana Fendante de un pequeño cenobio que
hay en el ático de un rascacielos, en una gran ciudad que
está en plena guerra santa sectaria.
—Interesante. ¿Y dónde está vuestro mensalán?
Lio dijo:
—Mi decán y yo cambiamos de mensalán cada noche. No
es lo habitual.
—Vaya. Me pregunto dónde me pondrán a mí.
—Por eso tienes que dedicarte a esos libros —dijo Lio—.
Puedes tener problemas con tu decán si no te preparas.
—¿No estar preparado para qué? ¿Para doblar las
servilletas?
—Se supone que debes entender de lo que se habla. En
ocasiones, los servitores incluso participan en la
conversación.
—Oh. ¡Qué honor!
—Puede ser un gran honor, dependiendo de quién sea tu
decán. Imagina que Orolo fuese tu decán.
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—Vale, lo acepto. Pero eso es imposible.
Lio meditó un tiempo antes de responder.
—Ésa es otra —dijo, con voz tranquila—. El auto de
Anatema no se celebra en Tredegarh desde hace casi mil
años.
—¿Cómo puede ser? ¡Debe de tener veinte veces la
población de Edhar!
—Todos esos capítulos y taciones permiten a los raros y
los inadaptados encontrar un hogar —dijo Lio—. Tú y yo
crecimos en una ciudad difícil, hermano.
—Bien, no te me vuelvas blando ahora.
—Eso es muy improbable —replicó Lio—. Me paso todo
el día luchando con valleros.
Lo que me recordó que estaba agotado.
—¡Eh! Una pregunta antes de que te vayas —dije.
—¿Sí?
—¿Por qué estamos aquí? ¿El Convox no es un blanco
fácil?
—Sí.
—Ya tendría que haberse disuelto, ¿no?
—Ala ha estado muy ocupada —dijo—, preparando
planes de contingencia precisamente para esa situación.
Pero todavía no se ha dado la orden. Quizá les preocupe
que parezca una provocación.
—Entonces, ¿somos…?
—¡Rehenes! —dijo Lio con alegría—. Buenas noches, Raz.
—Buenas noches, Lio.
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