—Bien, hay muchas cosas que debes saber, ¡si quieres
pensar en los Geómetras! ¡Todo tipo de hechos!
—Veo lo mucho que te emocionan esos nuevos hechos,
Erasmas, y te deseo lo mejor en su estudio, pero me temo
que para mí resultarían una distracción de mi
investigación principal.
—Investigación principal… Ni siquiera sé a qué te
refieres.
—A la datonomía evenedriciana —dijo Orolo, como si
fuese evidente.
—Datonomía —traduje— sería el estudio, o la
identificación, ¿de lo que es un hecho?
—Sí… hechos entendidos como pensamientos e
impresiones básicas con las que opera nuestra mente.
Sante Evenedric lo investigó al final de su vida, después
de perder el uso de su reventador de átomos. Su antecesor
inmediato, claro está, era sante Halikaarn. Halikaarn creía
que el pensamiento roscónico precisaba de una
remodelación radical para ponerlo al día con lo que desde
la época de Baritoe se había descubierto sobre teorética y
su maravillosa aplicabilidad al mundo físico.
—Bien… ¿qué tal le fue?
Orolo hizo una mueca.
—Muchos de los registros se evaporaron, pero creemos
que estaba demasiado ocupado derribando a Proc y dando
patadas a todos los mosquitos que Proc le enviaba.
Evenedric tuvo que ocuparse de la tarea.
851
—¿Ha sido algo importante para el linaje?
Orolo me dedicó una extraña mirada.
—En realidad no. Oh, es importante en principio. Pero
dedicarse a ese trabajo es notoriamente insatisfactorio.
Excepto cuando grandes naves alienígenas orbitan el
planeta.
—Por tanto… ¿ahora te resulta satisfactorio?
—Seamos directos y digamos lo que queremos decir —
dijo Orolo—. Temes que me esté dedicando a la
onfaloscopia. Que en el Cerro de Bly me dediqué a esta
investigación no porque realmente valiese la pena sino
simplemente porque no tenía hechos sobre los Geómetras.
Y ahora que tenemos pruebas de que son, o eran, física y
mentalmente similares a nosotros, debería abandonar esa
investigación.
—Sí —dije—, eso pienso.
—Resulta que no estoy de acuerdo —dijo Orolo—. Pero
entre nosotros han cambiado las cosas. Ya no somos pa y
fille, sino fra y fra, y los fras están siempre cordialmente
en desacuerdo.
—Gracias, pero la verdad es que hasta ahora me ha
sonado a conversación pa/fille.
—Más que nada porque te llevo un poco de ventaja.
Lo dejé sin hacer comentarios.
—Escucha, si te puedo apartar durante un minuto de la
datonomía evenedriciana, tenemos que hablar de asuntos
seculares.
852
—Adelante —dijo Orolo.
—Evocaron a varios de nosotros para ir a un Convox en
Tredegarh —dije, porque, increíblemente, Orolo todavía
no había manifestado curiosidad alguna por mi presencia
en Orithena—. Uno era fra Jad, un Milésimo. Nos
acompañó a Arsibalt, a Lio y a mí hasta el Cerro de Bly…
—Y vio las hojas en la pared de mi celda.
—Él, Jad, dedujo rápidamente… con desconcertante
rapidez… que habías venido a Ecba y, supongo, que tenías
ideas sobre los Geómetras que él quería conocer.
—No fue ni rápido ni desconcertante —dijo Orolo—.
Todas estas cuestiones están relacionadas. Para fra Jad
estuvo claro en cuanto entró.
—¿Cómo? ¿Vosotros os comunicáis? ¿Violáis la
Disciplina?
—¿A quién te refieres con eso de «vosotros»? Tienes
algunas ideas muy melodramáticas sobre el linaje, ¿no?—
dijo Orolo.
—¡Bien, mira este lugar! —protesté—. ¿Qué está
pasando?
—Si me interesase la meteorología —dijo Orolo—,
pasaría mucho tiempo observando el clima. Acabaría
teniendo muchas cosas en común con otros observadores
del clima a los que nunca habría visto. Tendríamos ideas
similares como consecuencia natural de observar el mismo
fenómeno. Eso explica nueve décimas partes de lo que
consideras misteriosas maquinaciones del linaje.
853
—Sólo que en lugar de observar el cielo piensas en la
datonomía evenedriciana.
—Se acerca bastante.
—Pero en las paredes de tu celda no había nada sobre
Evenedric ni sobre datonomía que fra Jad pudiese ver.
Sólo material relativo a Orithena y un gráfico del linaje.
—Lo que identificaste como un gráfico del linaje era en
realidad una especie de árbol genealógico de aquellos que
han intentado dar sentido al Mundo Teorético de Hylaea.
Y resulta que, si sigues las ramas de ese árbol y, digamos,
podas las pobladas por fanáticos, entusiastas, deólatras y
los callejones sin salida, acabas con algo que ya no se
parece tanto a un árbol. Se parece más bien a una espiga.
Empieza en Cnoüs, pasa por Metekoranes, Protas y
algunos más y, como a medio camino, da con Evenedric.
—Así que fra Jad, mirando ese árbol podado hasta dejar
una espiga, tenía que deducir de inmediato que trabajabas
en la datonomía evenedriciana.
—Y dar por supuesto que lo hacía con la esperanza de
obtener alguna altavisión sobre la organización de la
mente de los Geómetras.
—¿Qué hay de Ecba? ¿Cómo supo que viniste a Ecba?
—Este cenobio lo fundaron personas que vivieron en las
mismas celdas donde fra Jad ha pasado toda su vida. Sabía
o podía suponer que, si había logrado llegar a este lugar,
me habían dejado atravesar las puertas y ofrecido comida
854
y alojamiento… Evidentemente una existencia mucho
mejor que aquella de la que disfrutaba en el Cerro de Bly.
—Vale. —Me iba sintiendo aliviado del peso que había
estado cargando desde aquel día en Samble—. Así que no
hay ninguna conspiración. El linaje no se comunica por
medio de mensajes codificados.
—Nos comunicamos continuamente —dijo Orolo—, de
la forma que he mencionado.
—Meteorólogos observando las mismas nubes.
—Con eso vale para esta fase de la conversación —dijo
Orolo—. Pero todavía no he logrado descargarte del peso
de ese mensaje o esa misión tan terriblemente importante
que trajiste contigo hasta las puertas. ¿A qué te envía fra
Jad?
—Dijo: «Ve al norte hasta que lo comprendas.» Y
supongo que esa parte de la misión ya la he cumplido.
—¿De veras? Me alegro de que lo comprendas. Me temo
que yo todavía tengo muchas preguntas sobre estas
cuestiones.
—¡Sabes a qué me refiero! —respondí bruscamente—.
También dio a entender que, luego, debía ir a Tredegarh.
Que él se encargaría de que no tuviese problemas.
Supongo que quería que te llevase conmigo. Que te llevase
al Convox.
—Por si se daba el caso de que hubiese tenido alguna idea
sobre los Geómetras que pudiese ser útil —concluyó
Orolo.
855
—Bien, de eso va el Convox —le recordé—, de ser útil.
Orolo se encogió de hombros.
—Me temo que no conozco hechos suficientes de los
Geómetras para trabajar.
—Estoy seguro de que todos los hechos posibles estarán
disponibles en Tredegarh.
—Probablemente esté reuniendo precisamente el tipo
incorrecto de información —dijo.
—¡Vale, dime qué reunir! Fra Jad apreciaría la ayuda.
—Para mí, para fra Jad y para otros de similar
mentalidad, intentar cambiar el funcionamiento de esa
monstruosidad secular/cenobítica llamada Convox suena
excesivamente a política, cosa que se me da
extremadamente mal.
—¡Entonces déjame que intente ayudarte! —dije—.
Cuéntame lo que has estado haciendo. Iré al Convox y
buscaré la forma de usarlo.
La forma más benévola de describir la mirada que me
dedicó Orolo sería que fue de afecto pero de preocupación.
Esperó a que mi cerebro se pusiese a la altura de mi boca.
—Vale —dije—, quizá con algo de ayuda de los demás.
—Pensaba en la conversación que había mantenido con
Tulia antes de Eliger.
—No puedo aconsejarte qué hacer en el Convox —dijo al
fin—. Sin embargo, estaré encantado de explicarte lo que
he estado haciendo.
—Vale… me conformo con eso.
856
—En el Convox no te servirá de nada… es más,
probablemente te perjudique. Porque sonará a locura.
—De acuerdo. ¡Estoy acostumbrado a que la gente nos
tome por locos por lo del MTH!
Orolo alzó una ceja.
—¿Sabes?, teniéndolo en cuenta todo, creo que estamos a
punto de hablar sobre algo que es menos demencial que el
MTH. Pero el MTH… —Hizo un gesto hacia la excavación
de Orithena—. El MTH es una locura cómoda y familiar.
Unos momentos de pausa para volver a mirarme.
—¿Con quién hablas? —preguntó Orolo.
Me desconcertó esa pregunta estrafalaria y me llevó un
momento asegurarme de haber oído correctamente.
—Hablo con Orolo —dije.
—¿Qué es ese Orolo? Si un Geómetra aterrizase aquí y
charlase contigo, ¿cómo le describirías a ese Orolo?
—Como el hombre, la entidad animada, muy compleja,
bípeda y de temperatura constante, que está aquí mismo.
—Pero, dependiendo de cómo vea las cosas el Geómetra,
podría responderte: «Ahí no veo nada excepto el vacío con
una polvareda dispersa de ondas de probabilidad.»
—Bien, «el vacío con una polvareda dispersa de ondas de
probabilidad» es una descripción precisa de todo lo que
hay en el universo —dije—. Así que, si el Geómetra no
puede reconocer objetos con mayor efectividad, apenas se
le podría considerar un ser consciente. Después de todo, si
857
mantiene una conversación conmigo, debe reconocerme a
mí como…
—No tan rápido —dijo Orolo—, digamos que hablas con
el Geómetra tecleando en un cismex o algo así. Sólo te
conoce como un flujo de dígitos. Ahora debes usar esos
dígitos para suministrar una descripción de Orolo, o de ti
mismo, que él pueda reconocer.
—Vale, acordaría con el Geómetra alguna forma de
describir el espacio. Luego diría: «Considera el volumen
de espacio situado a cinco pies por delante de mi posición
de unos seis pies de alto, dos de ancho y dos de
profundidad. Las ondas de probabilidad que llamamos
materia son más densas en el interior de esa caja que
fuera.» Y así sucesivamente.
—Más densas, porque hay mucha carne en la caja —dijo
Orolo golpeándose el abdomen—, pero fuera sólo hay
aire.
—Sí. Creo que cualquier entidad consciente debería ser
capaz de reconocer la frontera carne/aire. Lo que hay
dentro de la frontera es Orolo.
—Es curioso que tengas opiniones tan firmes sobre lo que
deberían poder hacer los seres conscientes —me advirtió
Orolo—. Veamos… ¿qué hay de esto? —Levantó un
pliegue del paño.
—De la misma forma que puedo describir la frontera
carne/aire, puedo describir cómo la materia del paño
858
difiere de la carne y el aire, y explicar que Orolo está
envuelto en materia de paño.
—¡Partes de suposiciones! —me recriminó Orolo.
—¿Cuáles?
—Digamos que el Geómetra con el que hablas tiene
inculcadas ideas equivalentes a las de los roscónicos de su
civilización. Diría: «Un momento, no lo puedes saber
realmente, no se te permite hacer afirmaciones sobre las
cosas en sí… sólo sobre tus percepciones.»
—Cierto.
—Así que debes reformular tu afirmación en términos de
hechos realmente disponibles.
—Vale —dije—. En lugar de decir que «Orolo está
envuelto en materia de paño», diría: «Cuando miro a
Orolo desde mi posición, veo sobre todo paño, con trozos
de Orolo, su cabeza y manos, sobresaliendo.» Pero no me
parece que importe.
—Importa, porque el Geómetra no se puede colocar
donde estás tú. Debe situarse en otro lugar y verme desde
un ángulo diferente.
—Sí, ¡pero el paño te envuelve por entero!
—¿Cómo sabes que no tengo la espalda desnuda?
—Porque he visto muchos paños y sé cómo se usan.
—Pero si fueses el Geómetra y vieras uno por primera
vez…
859
—Aun así podría deducir que no estás desnudo por
detrás, porque, si ése fuese el caso, el paño colgaría de otra
forma.
—¿Y si me quitase el paño y me quedase aquí desnudo?
—¿Y qué si lo hicieses?
—Entonces, ¿cómo me describirías al Geómetra? ¿Qué
verían tus ojos, y los del Geómetra?
—Le diría al Geómetra: «Desde mi posición todo lo que
veo es piel de Orolo. Desde tu posición, oh, Geómetra,
probablemente suceda lo mismo.»
—¿Y por qué es probable?
—Porque sin piel, la sangre y las tripas se te saldrían.
Como no veo a tu espalda ningún charco de sangre ni de
tripas, puedo decir que la piel está en su sitio.
—De la misma forma que deduces que mi paño me da la
vuelta por la espalda a partir de cómo cuelga la parte
visible.
—Sí, supongo que se trata del mismo principio general.
—Bien, parece que ese proceso que llamas conciencia es
algo más complejo de lo que estabas dispuesto a admitir
en un principio —dijo Orolo—. Uno debe ser capaz de
tomar hechos de polvareda dispersa de ondas de
probabilidad en el vacío…
—Es decir, cosas.
—Sí, y ejecutar el truco de integrar esos hechos en objetos
aparentemente persistentes que puedan retenerse en la
conciencia. Pero eso no es todo. Sólo percibes un lado de
860
mí, pero continuamente infieres cosas sobre el otro lado,
mi paño que sigue por la espalda o que tengo piel… Son
inferencias que manifiestan una comprensión innata de
leyes teoréticas. No pareces capaz de realizar esas
inferencias sin pequeños experimentos mentales: «si el
paño no siguiese por la espalda colgaría de otra forma»,
«si Orolo no tuviese piel se le saldrían las tripas». En cada
uno de esos casos estás utilizando tu conocimiento de las
leyes de la dinámica para explorar mentalmente un
pequeño universo contrafáctico, un universo donde el
paño o la piel no están, y luego ejecutas aceleradamente
ese universo, como un motus, para ver qué sucede.
»Y ésa no es la única actividad de tu mente cuando me
describes a los Geómetras —siguió diciendo Orolo tras
una pausa para beber—, porque continuamente estás
teniendo en cuenta el hecho de que tú y el Geómetra os
encontráis en lugares diferentes, viéndome desde
diferentes puntos de vista, recibiendo hechos diferentes.
Desde tu posición es posible que veas la peca del lado
izquierdo de mi nariz, pero tienes la inteligencia de
reconocer que el Geómetra no puede ver esa peca debido
a su posición. Ésa es otra forma en que tu mente construye
continuamente universos contrafácticos: «Si me
encontrase en la posición del Geómetra, no podría ver la
peca.» Tu capacidad de empatía con el Geómetra, de
imaginar cómo sería ser otra persona, no es simple
cortesía. Es un proceso innato de la conciencia.
861
—Espera un segundo —dije—, ¿estás diciendo que no
puedo predecir la incapacidad del Geómetra de ver la peca
sin construir mentalmente toda una réplica del universo?
—No es una réplica exacta —dijo Orolo—. Es casi una
réplica, en la que todo es igual excepto tu posición.
—Me parece que hay formas más simples de obtener el
mismo resultado. Quizá tenga recuerdos de tu aspecto
visto de ese lado. Recuerdo esa imagen y me digo: «Vaya,
no tiene peca.»
—Es una idea más que razonable —dijo Orolo—, pero
debo advertirte que no ganas mucho con ella si lo que
buscas es un modelo simple y fácil de entender el
funcionamiento de tu mente.
—¿Por qué no? Es sólo cuestión de memoria.
Orolo rio con ganas, luego recuperó la compostura y se
esforzó por ser diplomático.
—Hasta ahora sólo hemos hablado del presente. Sólo
hemos hablado del espacio… no del tiempo. Ahora
quieres que los recuerdos formen parte de la conversación.
Propones recuperar un recuerdo de cómo percibiste la
nariz de Orolo desde un ángulo diferente en un momento
diferente del tiempo: «En la cena de anoche me senté a su
derecha y no vi la peca.»
—Parece muy sencillo —dije.
—Podrías preguntarte qué hay en tu cerebro que te
permite hacer esas cosas.
—¿Qué cosas?
862
—Tomar hechos durante la cena. Tomar otro conjunto de
hechos de ahora, o de hace un segundo, o de hace dos
segundos, pero siempre ahora. Y decir que todos ellos
eran… son… del mismo tipo, Orolo.
—No es para tanto —dije—. No es más que
reconocimiento de patrones. Los dispositivos sintácticos
pueden hacerlo.
—¿Pueden? Ponme un ejemplo.
—Bien… supongo que un ejemplo simple sería… —miré
a mi alrededor y vi en lo alto del cielo la estela de una
aeronave—, un radar siguiendo una aeronave en un cielo
atestado.
—Cuéntame cómo funciona.
—La antena gira. Envía pulsos. El eco regresa. Por el
retraso del eco se puede calcular la distancia al objeto. Y se
sabe en qué dirección se encuentra… Eso es muy fácil,
porque es exactamente la misma dirección a la que apunta
la antena cuando recibe el eco.
—En un momento dado sólo puede estar orientada en
una dirección —dijo Orolo.
—Sí, tiene visión de túnel extrema, y la compensa
girando.
—Un poco como nosotros —dijo Orolo.
Habíamos iniciado el descenso a la montaña e íbamos
codo con codo. Orolo añadió:
863
—No puedo ver simultáneamente en todas direcciones,
pero a menudo miro a los lados para asegurarme de que
sigues ahí.
—Sí, supongo —dije—. Tienes un modelo mental de tu
entorno que me incluye a mí a tu derecha. Puedes
retenerlo un momento mientras pulsas el botón de avance
rápido. Pero de vez en cuando debes actualizarlo con
hechos nuevos o acaba desincronizado con la realidad.
—¿Cómo lo logra el sistema de radar?
—Bien, la antena gira una vez y recibe ecos de todo lo que
hay en el cielo. Marca sus posiciones. Luego vuelve a rotar
y recoge un nuevo conjunto de ecos. El nuevo conjunto es
similar al primero, pero todos los objetos voladores se
encuentran en posiciones ligeramente diferentes, porque
las aeronaves se mueven, cada una a una velocidad y cada
una en una dirección diferente.
—Y un observador humano, mirando los objetos
representados en la pantalla, puede reconstruir un modelo
mental de dónde estaban las aeronaves y cómo se movían
—dijo Orolo—. De la misma forma que unimos cuadros
de motus para formarnos mentalmente una secuencia
continua. Pero ¿cómo lo hace el dispositivo sintáctico del
sistema de radar? No posee más que una lista de números,
que se actualiza de vez en cuando.
—Si sólo hubiese un objeto volador, sería fácil —
respondí.
—Cierto.
864
—O sólo unos pocos, muy separados, desplazándose
lentamente, de forma que sus caminos no se crucen.
—También cierto. Pero ¿qué sucede en el caso de muchos
objetos rápidos, muy juntos, cruzándose?
—Un observador humano lo haría con facilidad… igual
que mirando un motus —dije—. Un disposín tendría que
hacer lo que hace un cerebro humano.
—¿Y qué es eso exactamente?
—Tenemos un sentido de lo que es plausible. Digamos
que hay dos aeronaves, llenas de pasajeros, moviéndose
justo por debajo de la velocidad del sonido, y que durante
el intervalo entre dos barridas del radar se cruzan en
ángulo recto. La máquina no los distingue. Por lo que hay
varias interpretaciones posibles de los hechos. Una es que
las dos naves ejecutaron giros de noventa grados en el
mismo momento y cambiaron de dirección. La otra es que
chocaron y rebotaron, como bolas de goma. La tercera
interpretación es que se encuentran a diferentes altitudes,
por lo que no chocan, y cada una sigue volando en línea
recta. Esa interpretación es la más simple y la única
consistente con las leyes de la dinámica. Así que hay que
programar el disposín para evaluar las distintas
interpretaciones de los hechos y escoger la más plausible.
—Así que le hemos enseñado a ese dispositivo un poco
de lo que sabemos sobre los principios de acción que
gobiernan el movimiento de nuestro cosmos a través del
espacio de Hemn y le hemos ordenado filtrar las
865
posibilidades que diverjan de una línea de mundo
plausible —dijo Orolo.
—Supongo que, de una forma muy tosca, así es. En
realidad no sabe aplicar principios de acción en el espacio
de Hemn y demás.
—¿Nosotros sí?
—Algunos de nosotros sí.
—Los teores sí. Pero los imizares que juegan a la pelota
saben lo que hará y, lo que es más importante, lo que no
puede hacer… sin tener ni el más mínimo conocimiento de
teorética.
—Por supuesto. Incluso los animales pueden hacerlo.
Orolo, ¿adonde quieres llegar con la datonomía
evenedriciana? Hace un momento he notado algunas
conexiones con el diálogo sobre el dragón rosa de hace
unos meses, pero…
Orolo adoptó una expresión curiosa. Se le había
olvidado.
—Oh, sí. Tú y tus preocupaciones.
—Sí.
—Eso es algo que los animales no pueden hacer —dijo—
. Reaccionan a amenazas inmediatas y concretas, pero no
se preocupan por amenazas abstractas que podrían darse
al cabo de muchos años. Para eso hace falta la mente de un
Erasmas.
Me reí.
—Recientemente no lo hago mucho.
866
—¡Bien! —Me dio una palmada afectuosa en el hombro.
—Quizá sea por el todobién.
—No, es que ahora tienes amenazas reales de las que
preocuparte. Pero, por favor, recuérdame cómo fue… el
diálogo sobre un dragón rosa que se tiraba pedos de gas
nervioso.
—Desarrollamos una teoría que indicaba que nuestras
mentes eran capaces de visualizar futuros posibles como
caminos a través del espacio de configuración y luego
rechazar los que no siguiesen principios de acción
realistas. Jesry se quejó de que era una solución pesada
para un problema ligero. Yo estuve de acuerdo. Arsibalt
no.
—Fue después de la Evocación de fra Paphlagon, ¿no?
—Sí.
—Arsibalt había estado leyendo a Paphlagon.
—Sí.
—Bien, pues dime, fra Erasmas, ¿sigues con Jesry o te has
pasado a Arsibalt?
—Sigue pareciéndome ridículo creer que en nuestra
mente no hacemos otra cosa que construir y destruir
universos contrafácticos.
—Yo me he acostumbrado hasta tal punto a eso que lo
que me resulta ridículo es pensar lo contrario —dijo
Orolo—. Pero quizá mañana podamos dar otro paseo y
hablar más. —Llegábamos al cenobio.
—Me gustaría —dije.
867
Al acercarnos y oler la cena, recordé que al día siguiente
debía enviar un mensaje a mis amigos. Pero no era el
momento adecuado para plantearlo y, por tanto, decidí
mencionarlo a la mañana siguiente.
Había pensado que obligaría a Orolo a tomar una
decisión, pero tan pronto como se lo expliqué dijo algo
que, una vez expresado, resultó vergonzosamente
evidente: la fecha límite de tres días era totalmente
arbitraria y, por tanto, la única opción razonable era
descartarla sin volver a mencionarla. Llamó a fra
Landasher, quien propuso invitar a mis amigos al cenobio
y permitirles alojarse allí todo el tiempo necesario. Me
conmocionó, hasta que recordé que allí las cosas se hacían
de otra forma y que Landasher no se debía a nadie
excepto, posiblemente, a la tación propietaria de Ecba. A
continuación tuve la seguridad de que mis cuatro amigos
no tendrían el más mínimo interés en alojarse en aquel
lugar. Pero un par de horas más tarde, cuando atravesé la
puerta y llegué al puesto de recuerdos para explicarles la
situación, aceptaron por unanimidad y sin discusión. Lo
que me puso algo nervioso, por lo que los acompañé a la
cala y los ayudé a desmontar el campamento. Aproveché
la tarde para darles una lección rápida de etiqueta
cenobítica. Me preocupaba especialmente que Ganelial
Crade fuese a predicarles. Pero, empezando por Yul,
seguido rápidamente por los otros, se rieron de mí por
868
estar tan preocupado y me di cuenta de que los había
ofendido. Así que no dije nada más hasta que regresamos
a Orithena. Cord, Yul, Gnel y Sammann atravesaron la
puerta y les asignaron habitaciones en una especie de zona
de invitados, separada del Claustro, donde podían
conservar sus cismexes y otros artículos seculares.
Vestidos con ropa de extramuros, pero sin cismex, se
unieron a la cena y fra Landasher brindó formalmente por
ellos y les dio la bienvenida.
A la mañana siguiente, los levanté temprano y los llevé
de visita a la excavación. Gnel tenía cara de estar
experimentando una epifanía deólatra, aunque para ser
justos yo probablemente tenía la misma expresión cuando
sur Spry me había guiado a mí.
Le pregunté a Sammann si había descubierto algo más
sobre la propiedad de Ecba y me dijo que sí y que era
aburrido. Un burgo, justo después del Tercer Saqueo, se
había convertido en entusiasta de todo lo relacionado con
Orithena. Era muy rico y había adquirido la isla. Y para
controlarla había creado una fundación, con unos tediosos
estatutos de mil páginas… Se suponía que debía durar
eternamente y los estatutos debían prever todas las
posibilidades que se le ocurriesen. El poder ejecutivo se
encontraba en manos de un consejo de gobierno
secular/cenobítico, me explicó Sammann,
entusiasmándose a medida que yo perdía interés.
869
Así que acomodar a mis amigos en Orithena me distrajo
durante un par de días. Luego retomé los paseos por la
montaña con Orolo.
Diálogo: Una conversación, habitualmente de estilo
formal, entre teores. «Estar en diálogo» es participar
improvisadamente en dicha conversación. El término
también se puede aplicar al registro escrito de un
diálogo histórico; tales documentos son la piedra
angular de la tradición literaria cenobítica y los filles
los estudian, memorizan y representan. En el formato
clásico, en un diálogo participan dos figuras
principales y varios espectadores que intervienen
esporádicamente. Otro formato común es el
triangular, que incluye a un sapiente, una persona
normal que busca el conocimiento y un imbécil. Se
clasifican de incontables maneras, incluyendo el
modo subvidiano, el periklyano y el peregrín.
Diccionario, 4ª edición, 3000 a.R.
—Sé que para ti nuestra última conversación no fue
totalmente satisfactoria, Erasmas. Me disculpo por ello.
Son ideas incompletas. Me atormentan, o me atraen.
Tengo la sensación de que estoy a punto de ver algo que
se encuentra en el límite de mi comprensión. Sueño que
870
estoy en el mar, recorriendo el agua, intentando dar con
un faro en la costa. Pero las olas me bloquean la visión. En
ocasiones, cuando las condiciones son perfectas, puedo
elevarme lo suficiente para entreverlo. Pero luego, antes
de obtener una impresión firme de lo que veo, me hundo
por mi propio peso y otra ola me golpea en la cara.
—Yo me siento así continuamente cuando intento
comprender algo nuevo —dije—. Luego, un día, de
pronto…
—Simplemente comprendes —dijo Orolo.
—Sí. Ahí está la idea, completamente formada.
—Evidentemente, muchos se han dado cuenta de ese
fenómeno. Creo que está relacionado, de forma muy
profunda, con el proceso mental del que te hablaba el otro
día. El cerebro se aprovecha de efectos cuánticos; estoy
seguro.
—Sé lo suficiente sobre lo que acabas de decir como para
saber que ha sido una idea controvertida durante mucho,
mucho tiempo.
No le afectó en absoluto; pero después de quedarme
mirándolo a los ojos el tiempo suficiente, finalmente se
encogió de hombros. «Que así sea.»
—¿Sammann te ha hablado alguna vez de la Máquina de
Sante Grod?
—No. ¿Qué es?
—Un dispositivo sintáctico que empleaba teorética
cuántica. Antes del Segundo Saqueo, sus antecesores y los
871
nuestros trabajaban juntos en esas cosas. La Máquina de
Sante Grod era extremadamente buena para resolver
problemas relacionados con buscar al mismo tiempo entre
muchas soluciones posibles. Por ejemplo, el Peregrín
Indolente.
—¿Es el de un fra vagabundo que debe visitar varios
cenobios distribuidos aleatoriamente por el mapa?
—Sí, y el problema es dar con la ruta más corta que le
lleve a todos los destinos.
—Comprendo a qué te refieres —dije—. Podría hacerse
una lista exhaustiva de todas las rutas posibles…
—Pero hace falta una eternidad para resolverlo de ese
modo —aclaró Orolo—. En una Máquina de Sante Grod,
se prepara un modelo general del escenario y se configura
la máquina de forma que, a todos los efectos, examine
simultáneamente todas las rutas posibles.
—Por tanto, ese tipo de máquina, en lugar de existir en
un momento dado en un estado simple y fijo, se
encontraría en una superposición de estados cuánticos.
—Sí, es como la partícula elemental que puede tener el
espín hacia arriba o hacia abajo. Se encuentra en los dos
estados al mismo tiempo…
—Hasta que alguien la observa —dije— y la función de
onda colapsa a un estado u otro. Por tanto, supongo que
en la Máquina de Sante Grod, tarde o temprano, alguien
realiza una observación.
872
—Y la función de onda de la máquina colapsa a un estado
en concreto… que es la respuesta. La «salida», creo que la
llaman los Ati —dijo Orolo, sonriendo un poco al
pronunciar esa jerga.
—Admito que pensar en muchas ocasiones parece operar
de esa forma —dije—. Tienes en mente un revoltijo de
ideas vagas. De pronto, ¡zas! Todo colapsa a una respuesta
clara que sabes que es correcta. Pero no puedes atribuirlo
a efectos cuánticos cada vez que algo sucede súbitamente.
—Lo sé —dijo Orolo—. Pero ¿comprendes ahora adonde
quería llegar con los cosmos contrafácticos?
—No lo entendí hasta que no mencionaste la teorética
cuántica —dije—. Pero ya me estaba quedando claro que
habías estado desarrollando una teoría sobre el
funcionamiento de la conciencia. Has mencionado varios
fenómenos diferentes que cualquier persona introspectiva
reconocería… no me molestaré en detallarlos… y has
intentado unificarlos.
—Mi gran teoría unificada de la conciencia —bromeó
Orolo.
—Sí. Dices que todo se fundamenta en una capacidad
cerebral especial para crear modelos mentales de cosmos
contrafácticos, y hacerlos avanzar en el tiempo, evaluar su
plausibilidad y demás. Lo que es una completa locura
teniendo en cuenta que el cerebro es un disposín normal.
—Exacto —dijo Orolo—. El simple hecho de crear el
modelo exigiría una cantidad inmensa de potencia de
873
cálculo… por no mencionar el trabajo de ejecutarlo. La
naturaleza habría dado con una forma más eficiente de
hacerlo.
—Pero, cuando juegas la carta cuántica —dije—, el juego
cambia por completo. No precisas más que de un modelo
general del cosmos, como el mapa general que la Máquina
de Sante Grod emplea para resolver el problema del
Peregrín Indolente, cargado continuamente en el cerebro.
A continuación ese modelo puede existir en un vasto
número de estados posibles y puedes plantearle todo tipo
de preguntas.
—Me alegro de comprobar que ahora lo entiendes de la
misma forma que yo —dijo Orolo—. Pero tengo una
pequeña objeción.
—Me lo temía —repuse.
—Entre los avotos, las tradiciones tardan en desaparecer
—dijo Orolo—. Y durante mucho tiempo ha sido lo
tradicional enseñar a los filles la teorética cuántica de una
forma concreta, fundamentada en cómo fue construida
por los teores que la descubrieron, allá en tiempos de los
Heraldos. Y así, Erasmas, es como te la enseñaron. Incluso
si no te conociera de antes, lo habría sabido por tu forma
de hablar de estas cosas: «Existe en una superposición de
estados… observarlo colapsa la función de onda» y
demás.
874
—Sí. Sé a qué te refieres —dije—. Hay órdenes de teores,
las hay desde hace miles de años, que emplean unos
modelos y una terminología completamente diferentes.
—Sí —dijo Orolo—, ¿y puedes adivinar qué modelo, qué
terminología prefiero yo?
—Cuanto más policósmica, mejor, supongo.
—¡Por supuesto! Por tanto, cada vez que te oigo hablar
de los fenómenos cuánticos usando la vieja terminología…
—¿La versión para filles?
—Sí. Debo traducir mentalmente lo que me dices a
términos policósmicos. Por ejemplo, el caso simple de una
partícula con el espín hacia arriba o hacia abajo…
—Tú dirías que en el momento de observar el espín, el
momento en el que el espín afecta al resto del cosmos, éste
se bifurca en dos cosmos completos, separados y
causalmente independientes que se desarrollan
individualmente.
—Casi has acertado. Pero sería mejor decir que esos
cosmos existen antes de realizar la observación, y que
interfieren entre sí… se comunican un poco… hasta que se
realiza la observación. Y luego se separan por completo.
—Y llegados a este punto —dije—, digamos que a mucha
gente esto le parecería una locura.
Orolo se encogió de hombros.
—Sin embargo es un modelo en el que muchos grandes
teores acaban creyendo tarde o temprano, porque al final
la alternativa resulta ser una locura mayor.
875
—Vale. Bien, creo que ya sé lo que viene a continuación.
Querrás que reformule tu teoría sobre el funcionamiento
del cerebro en términos de la interpretación policósmica
de la teorética cuántica.
—Si me haces el favor —dijo Orolo, inclinándose
ligeramente.
—Vale. Allá vamos —dije—. La premisa es que el cerebro
está cargado con un modelo bastante exacto del cosmos en
el que vive.
—Al menos de la parte cercana —añadió Orolo—. Por
ejemplo, no precisa disponer de un buen modelo de las
galaxias lejanas.
—Vale. Y expresándolo en la terminología de la vieja
interpretación que se enseña a los filles, el estado de ese
modelo es la superposición de muchos posibles estados
presentes y futuros del cosmos… o al menos del modelo.
Alzó un dedo.
—No del cosmos, sino de…
—Sino de hipotéticos cosmos alternativos que difieren
ligeramente del cosmos.
—Muy bien. Bien, hablando de ese modelo general del
cosmos que toda persona lleva en su cerebro… ¿tienes
idea de cómo actuaría? ¿Qué aspecto tendría?
—¡Ni remotamente! —dije—. No tengo ni la más remota
idea sobre células nerviosas y demás. Sobre cómo se
podrían conectar para crear ese modelo. Ni sobre cómo
876
reconfigurar el modelo, de un momento a otro, para
representar escenarios hipotéticos.
—De acuerdo —dijo Orolo, alzando las manos para
aplacarme—. Entonces, no hablemos de células nerviosas.
Pero ¿qué es lo importante del modelo?
—Que puede existir en muchos estados simultáneos y
que, de vez en cuando, su función de onda colapsa para
ofrecer resultados útiles.
—Sí. Bien, en la interpretación policósmica de la teoría
cuántica, ¿qué aspecto tiene?
—Ya no hay superposición. No hay función de onda que
colapse. Sólo hay un montón de copias diferentes de mí,
de mi cerebro, existiendo cada una en un cosmos paralelo
diferente. El modelo del cosmos en cada uno de esos
cerebros paralelos está verdadera y definitivamente en un
estado u otro. E interfieren entre sí.
Me dejó pensarlo un momento más. Y entonces lo
comprendí. Exactamente como habíamos dicho antes, de
pronto la idea estaba en mi cabeza.
—Ya ni siquiera necesitas el modelo, ¿verdad?
Orolo asintió, sonrió y me hizo un gesto para que
continuase.
Seguí… viéndolo a medida que lo decía:
—¡De esta forma es mucho más simple! ¡Mi cerebro ya no
tiene que sostener ningún modelo de superposición
cuántica, configurable, preciso y monstruosamente
877
detallado! No tiene más que percibir, que reflejar el
cosmos en el que se encuentra realmente, tal y como es.
—Las variaciones, la miríada de posibles escenarios
alternativos, ya no están en tu cerebro —dijo Orolo,
golpeándose el cráneo con los nudillos— y han pasado al
policosmos, ¡donde de todas formas existen! —Abrió la
mano y la extendió hacia el cielo, como si soltase un
pájaro—. Sólo tienes que percibirlas.
—Pero cada variante no existe en un aislamiento perfecto
con respecto a las otras —dije— o no funcionaría.
Orolo asintió.
—La interferencia cuántica, la comunicación entre
estados cuánticos similares, entreteje las distintas
versiones de tu cerebro.
—Estás diciendo que mi conciencia se extiende por
múltiples cosmos —dije—. Es una afirmación desaforada.
—Estoy diciendo que todo se extiende por múltiples
cosmos —dijo Orolo—. Eso se deriva de la interpretación
policósmica. Lo único excepcional del cerebro es que ha
encontrado una forma de usar ese hecho.
Durante el siguiente cuarto de hora, mientras
descendíamos y el cielo se ponía de un violeta oscuro, no
dijimos nada. Yo experimenté la ilusión de que la
oscuridad se alejaba de nosotros, expandiéndose como
una burbuja, alejándose de Arbre a un millón de años luz
por hora, y que al dejar atrás las estrellas podíamos
empezar a verlas.
878
Una de las estrellas se movía. Al principio tan
discretamente que tuve que detenerme, recuperar el
equilibro y observarla con atención para estar seguro. No
era una ilusión. La remota parte animal de mi cerebro, tan
atenta a los movimientos sutiles y sospechosos, había
encontrado esa estrella entre millones. Se encontraba en el
cielo occidental, no muy por encima del horizonte, por lo
que al principio se perdió un poco en el crepúsculo. Pero
se elevaba lenta y constantemente hacia la oscuridad.
Mientras lo hacía, cambió de color y de tamaño. Al
principio no era más que un punto de luz blanca, como
cualquier otra estrella, pero fue enrojeciendo en su ascenso
hacia el cenit. Luego se transformó en un punto naranja
que, con un destello amarillo, emitió una cola cometaria.
Hasta ese momento la vista me había estado engañando y
me había equivocado al calibrar su distancia, altitud y
velocidad. La cola cometaria me obligó a adoptar el punto
de vista adecuado: el objeto no estaba a mucha altura en el
espacio, sino que descendía hacia la atmósfera perdiendo
energía en forma de aire reluciente. Había reducido el
ascenso al acercarse al cenit, y estaba claro que perdería
toda la velocidad de avance antes de pasar sobre nuestras
cabezas. La dirección del meteoro no había cambiado en
ningún momento: iba directamente hacia nosotros y,
cuanto más crecía y más brillante se volvía, más parecía
colgar inmóvil en el cielo, como una pelota que se abalanza
879
directamente sobre uno. Durante un minuto fue un
pequeño sol fijo en el cielo y lanzando en todas direcciones
rayos de aire incandescente. Luego se contrajo y se puso
naranja y luego de un rojo apagado que costaba distinguir.
Me di cuenta de que había inclinado la cabeza tan atrás
como era posible y que miraba directamente hacia arriba.
Arriesgándome a perder el objeto, bajé la barbilla y miré
a mi alrededor.
Orolo estaba a cien pies por delante, corriendo todo lo
posible.
Renuncié a seguir al objeto del cielo y fui tras él. Cuando
lo alcancé nos encontrábamos casi al borde del pozo.
—¡Han descifrado mi analema! —exclamó entre jadeos.
Nos detuvimos junto a una cuerda colocada a la altura de
la cintura para delimitar una zona alrededor del borde del
pozo y evitar que un avoto adormilado o borracho cayese
dentro. Alcé la vista y grité de sorpresa al ver encima de
nosotros algo absolutamente enorme, como una nube baja.
Pero era perfectamente circular. Comprendí que era un
paracaídas gigantesco. Las líneas convergían en una
reluciente carga roja que colgaba muy por debajo de él.
Las líneas se destensaron y el paracaídas se dobló para
luego desplazarse de lado empujado por una brisa apenas
perceptible. Lo habían soltado. El objeto al rojo vivo cayó
como una piedra, luego lanzó patas de fuego azul y, unos
segundos más tarde, se puso a sisear llamativamente alto.
Se dirigía al fondo del pozo. Orolo y yo seguimos la cuerda
880
hasta el principio de la rampa. Allí se estaba formando una
multitud de fras y sures más fascinados que temerosos.
Orolo los fue empujando, dirigiéndose hacia la rampa,
gritando para hacerse oír:
—¡Fra Landasher, abre la puerta! Yul, ve con tu primo y
coged vuestros vehículos. ¡Encontrad el paracaídas y
traedlo! Sammann, ¿tienes un cismex? ¡Cord, recoge tus
cosas y nos vemos al fondo! —Echó a correr por la rampa
en la oscuridad para ir al encuentro de los Geómetras.
Corrí tras él. Mi papel habitual en la vida. Había perdido
de vista la sonda… la nave… lo que fuese… durante ese
momento, pero ahora volvía a estar allí, de pronto, justo
delante de mí y a sólo unos cientos de pies de distancia,
descendiendo a un ritmo controlado hacia el templo de
Orithena. Me conmocionaron tanto su inmediatez, su
calor y el ruido que emitía, que retrocedí, perdí el
equilibrio y caí de rodillas. En esa postura la vi descender
los últimos cien pies. Su orientación y su velocidad eran
perfectamente regulares, pero sólo como resultado de un
millar de diminutos ajustes y empujones de sus motores:
estaba controlada por algo muy complejo, algo que cada
segundo tomaba muchísimas decisiones. Se dirigía al
Decagón. En el último medio segundo, los penachos de
gas hipersónico de los motores provocaron una tormenta
infernal de losetas rotas. Al descender, unas patas de
insecto redujeron lo que quedaba de la velocidad y los
motores se apagaron. Pero siguieron siseando un par de
881
segundos mientras algún gas seguía pasando por los
motores, limpiando las líneas, envolviendo la sonda en
una neblina fría y azulada.
Luego Orithena se quedó en silencio.
Me puse en pie y corrí por la rampa como pude, con la
cabeza ladeada para poder mirar bien la sonda de los
Geómetras. La parte de abajo era ancha, tenía forma de
platillo y todavía relucía con el rojo tirando a marrón
apagado producido por el calor de la reentrada. La parte
superior tenía una forma simple, como un cubo de fregar
invertido, con el techo abovedado. A sus lados se habían
abierto cinco paneles altos y estrechos, rendijas de las que
se habían desplegado las patas de insecto. Encima de la
bóveda había algunas cosas que no reconocía del todo:
presumiblemente, el mecanismo para lanzar y cortar el
paracaídas, quizás algunas antenas y sensores. Mientras
perseguía a Orolo por la rampa en espiral examiné todos
sus lados y en ningún momento vi nada parecido a una
ventana.
Di con Orolo en el borde del Decagón. Olisqueaba el aire.
—No parece estar emitiendo gases venenosos —dijo—.
Dado el color, yo diría que hidrógeno/oxígeno. Limpito
del todo.
Landasher bajó solo. Daba la impresión de que había
ordenado a los demás quedarse arriba. Abrió la boca para
decir algo. Tenía aspecto de estar medio trastornado, era
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un hombre enfrentado a más de lo que podía soportar.
Orolo le cortó:
—¿La puerta está abierta? —preguntó.
Landasher no lo sabía. Pero desde arriba nos llegaba el
estruendo de los vehículos. Los reconocí por el sonido:
eran los que habíamos usado en el polo. En lo alto de la
rampa apareció una luz.
—Alguien la ha abierto —dijo Orolo—. Pero ahora hay
que volver a cerrarla y atrancarla, tan pronto como entren
los vehículos y el paracaídas. Debes prepararte para una
invasión.
—¿Crees que los Geómetras van a lanzar una…?
—No. Me refiero a una invasión de los Panjandrumes. Lo
sucedido aquí estará registrado en sus sensores. No hay
forma de saber con qué rapidez podrá responder el Poder
Secular. Posiblemente en una hora.
—Si el Poder Secular quiere entrar, nos será imposible
impedírselo —dijo Landasher.
—Impidámoselo todo el tiempo que sea posible. Es todo
lo que pido —replicó Orolo.
El triciclo bajaba por la rampa. Al acercarse vi que Cord
lo conducía, con Sammann de pie atrás agarrándose a sus
hombros.
—¿Qué propones hacer durante ese tiempo? —preguntó
Landasher. Hasta este momento siempre me había
parecido un líder sabio y razonable, pero estaba muy
estresado.
883
—Aprender —dijo Orolo—. Aprender sobre los
Geómetras, antes de que el Poder Secular nos robe este
momento.
El triciclo llegó al fondo. Sammann bajó de un salto y se
quitó el cismex del hombro. Apuntó los sensores hacia la
sonda. Cord le dio un momento al motor y giró la máquina
de forma que el faro también enfocase la sonda. Luego se
apeó y se puso a bajar cosas de la zona de carga situada
sobre el eje trasero.
—¿Qué… cómo sabes que es seguro? ¿¡Qué hay de las
infecciones!? ¿Orolo? ¡Orolo! —gritó Landasher, porque la
maniobra de Cord permitía ver mejor el objeto y Orolo se
le acercaba fascinado.
—Si ellos temiesen infectarse de nosotros, no habrían
venido —dijo Orolo—. Si nosotros corremos peligro de
infectarnos de ellos, entonces estamos a su merced.
—¿De verdad crees que atrancar la puerta va a impedir
el paso a gente con helicópteros? —preguntó Landasher.
—Para eso tengo una idea —dijo Orolo—. Fra Erasmas se
encargará de ponerla en práctica.
Cuando volví a subir, Yul y Crade habían regresado con
el paracaídas. Ellos y un grupito de avotos aventureros
habían logrado cargarlo casi por entero en la parte
posterior del transbor de Gnel, reteniéndolo con una red
improvisada de cintas de carga y cordones de suspensión.
Aun así, un acre de paracaídas y una milla de cordones de
884
suspensión seguían besando el polvo detrás del transbor
que se acercaba al borde del pozo.
Bien, en aquel momento hubiésemos tenido que estar
enfundados en los trajes completos de color blanco, con
guantes y equipo de oxígeno, metiendo el paracaídas
alienígena en un contenedor estéril para enviarlo a
analizar hasta el nivel molecular al laboratorio. Pero yo
tenía otras órdenes. Así que agarré el borde del
paracaídas, mi primer contacto físico con un artefacto
venido de otro sistema estelar, y lo palpé. Para mí, que no
era ningún experto en tejidos, no se diferenciaba del
material que en Arbre usábamos para los paracaídas. Lo
mismo sucedía con los cordones de suspensión. No me
pareció que fuesen de lo que llamábamos neomateria.
Alrededor del transbor se había reunido una nutrida
multitud. Todos respetaban la orden de Landasher de no
bajar al pozo. Pero no había dicho nada sobre el
paracaídas. Subí al transbor y anuncié:
—Cada uno de vosotros es responsable de una cuerda.
Tiraremos del paracaídas y lo extenderemos en el suelo.
Formaremos un anillo alrededor de su borde. Escoged la
cuerda. Luego tirad de ella, desenredándola sobre la
marcha. En diez minutos me gustaría ver a toda la
población de Orithena formando un enorme círculo
alrededor de este paracaídas, cada persona sosteniendo un
extremo de una cuerda.
885
Un plan muy simple. Mucho más complicado fue
ponerlo en práctica. Pero eran personas muy listas, y
cuanto menos intervenía yo mejor se les daba encontrar
una solución a los problemas. Mientras, hice que Yul
estimase la longitud de una cuerda en brazas.
Gnel sacó el transbor de debajo del paracaídas que se
extendía y bajó por la rampa hasta el fondo del pozo. Lo
tenía equipado con focos de alta potencia de batería que a
mí siempre me habían parecido ridículos. Esa noche
tuvieron por fin algo que iluminar. Yo aproveché un
momento para mirar abajo y vi que Orolo y Cord se
encontraban a veinte pies de la sonda.
Conseguir que los orithenanos se dispusiesen alrededor
del paracaídas llevó su tiempo. Un jet supersónico aulló
en el cielo y nos sobresaltó.
Las medidas de Yul confirmaron mi primera impresión:
que las cuerdas del paracaídas eran como de la mitad de
la anchura del pozo. Una vez que hube explicado el plan a
los orithenanos, fueron desplazándose hacia el borde del
pozo, dividiéndose a cada lado y recorriendo su
circunferencia mientras mantenían tensas las cuerdas. El
paracaídas se deslizó a trompicones por el suelo. Tuvimos
que meter a algunas personas debajo para guiarlo y
superar los obstáculos. Pero al final el borde de tela se
dobló sobre el borde del pozo, y a partir de ese momento
el movimiento cobró vida con la ayuda de la gravedad.
Esperaba que los orithenanos que sostenían las cuerdas
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tuviesen el sentido común de soltarlas si se sentían
arrastrados hacia el borde. Pero el paracaídas no era tan
pesado como para provocar esos problemas. Una vez que
toda la tela superó el borde y los orithenanos se espaciaron
de forma equidistante a su alrededor, la cosa se volvió
bastante manejable. El paracaídas cubría como la mitad
del área del pozo. A esas alturas los orithenanos habían
entendido la idea, que era sostener el paracaídas sobre la
plaza del Teglón como cobertura. Empezaron a moverse
en masa, ajustando posición y altitud sin que yo tuviese
que decir nada más. Cuando pareció correctamente
situado, corrí alrededor pidiendo a todos que se alejaran
todo lo posible del agujero tirando de las cuerdas y que
luego las ataran a cualquier anclaje sólido que
encontrasen. Para un tercio de ellos, ese anclaje resultó ser
la parte superior del muro exterior del concento. Otras
cuerdas acabaron atadas a árboles, columnas del Claustro,
caballetes, piedras o palos clavados en el suelo.
Oí un motor, miré hacia el inicio de la rampa y vi que Yul
llevaba con cautela su casa sobre ruedas al fondo del pozo.
Supuse que sería para preparar mejor el desayuno de los
Geómetras. Corrí y me metí en la cabina con él. Eso
provocó una rebelión entre los orithenanos, que,
desobedeciendo la orden de Landasher, nos siguieron a
pie.
Yul y yo recorrimos la rampa en silencio. Tenía cara de
estar al borde de la risa histérica. Cuando llegamos al
887
fondo, aparcó entre las ruinas del templo, justo al lado del
analema. Apagó el motor. Se volvió para mirarme y por
fin rompió el silencio.
—No sé cómo va a acabar esto —dijo—, pero la verdad
es que me alegro mucho de haberte acompañado.
Y, antes de que yo pudiese decirle lo mucho que
agradecía su compañía, salió por la puerta y corrió a
reunirse con Cord.
Era difícil aproximarse por el calor que emanaba de la
parte inferior del vehículo. Yul regresó a su transbor y
volvió con mantas reflectantes de emergencia. Cord, Orolo
y yo las usamos como protección. Gran parte del vehículo
estaba sobre nuestras cabezas, así que pedimos escaleras.
Antes me había sido difícil estimar el tamaño del objeto,
pero con una vara de medir de la excavación medí unos
veinte pies de diámetro. Yo no había llevado nada con lo
que escribir, pero Sammann usaba su cismex en modo
motucaptor, registrándolo todo, así que le grité los
números.
Se acercó un helicóptero. Podíamos oírlo a través de la
cubierta. Dio varias vueltas al complejo, creando enormes
y llamativas alteraciones en la cubierta por el aire que
enviaba hacia abajo. Luego se retiró a más altitud y se
quedó allí. No podía aterrizar por culpa del paracaídas.
Toda la tierra entre los muros estaba edificada o cultivada
con árboles y espalderas. Tenían que aterrizar fuera y
llamar a la puerta, o trepar por los muros.
888
Así que les habíamos retrasado unos minutos. Pero todos
sentíamos desesperadamente que nos faltaba tiempo. De
pronto había media docena de escaleras… todas de
tamaños diferentes, todas fabricadas de madera. Los
orithenanos se pusieron a atarlas para montar un andamio
junto a la sonda, por el lateral que parecía tener una
especie de escotilla. Cord subió y encontró la forma de
colocarse sobre una escalera situada horizontalmente.
Mirándola me sentí orgulloso. La situación era en muchos
aspectos apabullante. Quizá Cord se sentía apabullada por
la situación. Pero después de todo la sonda era una
máquina. Tenía claro cómo funcionaba. Y mientras se
concentrase en ese hecho, nada más importaba.
—¡Háblanos! —le gritó Sammann, mirando la pantalla de
su cismex para encuadrarla.
—Veo lo que claramente es una escotilla que puede
abrirse —dijo—. Trapezoidal, con las esquinas
redondeadas. Mide dos pies de ancho en la base. Uno y
medio en la parte superior. Cuatro de altura. Es curva
como el fuselaje. —Ejecutaba una especie de danza porque
bajo sus pies todavía seguían improvisando el andamio…
Cord estaba encajada entre dos travesaños y la escalera no
dejaba de moverse. Ella misma proyectaba sobre lo que
quería ver tantas sombras entrecruzadas que se sacó del
chaleco una linterna frontal, la encendió y recorrió con el
haz la superficie rayada y quemada de la sonda.
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—¿No podemos decir que es una puerta? —preguntó
Sammann.
—Vale. Hay escritura geómetra alrededor de la puerta.
Letras estarcidas , como de una pulgada de anchura.
4
—¿Estarcidas? —preguntó Sammann.
—Sí —Cord estiró la goma de la lámpara y se la colocó
sobre la frente para tener las manos libres.
—¿Estarcidas «literalmente»?
—Sí. Sostuvieron un trozo de papel con la forma de las
letras recortada contra el metal y le pasaron pintura por
encima.
Oí una serie de sonidos metálicos. Cord tocaba varios
puntos de la puerta con un imán.
—No es de hierro —dijo.
Luego oí un chirrido.
—No puedo rasparla con la navaja de acero. Quizá sea
una aleación inoxidable de alta temperatura.
—¡Fascinante! —gritó Orolo—. ¿Puedes abrirla?
—Creo que el mensaje estarcido son instrucciones de
apertura —dijo—. El mismo mensaje, estarcido de la
misma forma, se repite en cuatro puntos alrededor de la
puerta. En cada caso hay una línea que va del mensaje
hasta…
—¿Una flecha? —gritó alguien.
4 estarcir.
(Del lat. extergēre, enjugar, limpiar).
1. tr. Estampar dibujos, letras o números haciendo pasar el color, con un instrumento adecuado, a
través de los recortes efectuados en una chapa.
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—¡Son flechas! —dijeron con más seguridad otros, que
estaban de pie allí donde podían verla mejor.
—No se parecen a nuestras flechas —dijo Cord—, pero
quizá los Geómetras las dibujan de otra forma. Cada una
apunta a un panel como del tamaño de mi mano. Parece
que cada panel está fijado con tornillos de cabeza
cuadrada, cuatro por panel. No tengo la herramienta
adecuada, pero puedo apañármelas con una llave Allen.
—Se palpó el pecho.
—¿Cómo sabemos que son cierres? —gritó alguien—.
¡No sabemos nada de los alienígenas ni de su praxis!
—¡Simplemente es evidente! —gritó Cord como
respuesta—. Veo pequeñas marcas allí donde algún
mecánico alienígena los apretó de más. Las cabezas están
moldeadas para que los alienígenas puedan sacarlos con
los dedos cuando están sueltos. La única duda es: ¿en
sentido horario o antihorario?
Colocó la llave en posición, la encajó con un golpe de la
parte inferior de la mano y gruñó al aplicar fuerza.
—Antihorario —anunció. Lo que por alguna razón
provocó vítores en la multitud de avotos.
—¡Los Geómetras son diestros! —gritó alguien, y todos
rieron.
Cord se guardó los tornillos a medida que los sacaba. El
pequeño panel cayó y rebotó en el andamio hasta la plaza
de piedra, donde alguien lo recogió y lo miró como si fuese
la página de un libro sagrado.
891
—Tras el panel hay una cavidad que contiene una llave
con mango en «T» —anunció—. Pero antes de tocarla voy
a quitar los otros tres paneles.
—¿Por qué? —preguntó alguien.
«El típico avoto argumentativo», pensé yo.
Poniéndose a trabajar con otro panel, Cord respondió
pacientemente:
—Como cuando cambias la rueda del mobe, vas
apretando las tuercas por turnos para equilibrar la tensión.
—¿Qué pasa si hay una diferencia de presión? —
preguntó Orolo.
—Otra buena razón para ir con calma —dijo Cord—. No
queremos a nadie aplastado por una puerta voladora. De
hecho… —Miró a la multitud de avotos que había debajo.
Yul lo comprendió. Hizo bocina y aulló:
—¡Echaos atrás! Apartaos todos de la escotilla. A cien
pies. ¡Moveos! —La voz era estremecedoramente potente,
llena de autoridad. La gente se echó atrás y abrió un
pasillo hasta el transbor de Gnel.
Mientras Cord se ocupaba de los paneles se acercaron
más aeronaves, de dos o tres tipos diferentes. Podíamos
oírlas aterrizar al otro lado de los muros. Alguien gritó que
los soldados salían en la carretera que llevaba a la tienda
de recuerdos.
Se me ocurrió una idea.
—Sammann —pregunté—, ¿estás enviando todo esto al
Reticulum?
892
—Sonríe —respondió Sammann—, ahora mismo mil
millones de personas se ríen de ti.
Intenté no pensar en los soldados ni en los mil millones
de personas.
Salió un silbido de la sonda. Cord dio un salto atrás y casi
se cayó del andamio. El silbido fue disminuyendo durante
varios segundos. Cord rio nerviosa.
—Lo que sucede cuando accionas una palanca en «T» —
dijo— es que se abren las válvulas para equilibrar la
presión.
—¿El aire ha entrado o ha salido? —preguntó Orolo.
—Ha entrado.—Cord accionó las otras tres palancas—.
Ajá —dijo—, ¡ahí va! —Y la puerta simplemente cayó y
golpeó la escalera donde se encontraba Cord. Yul alzó los
brazos a tiempo de impedir que llegara al suelo. Todos lo
vimos. Luego miramos a Cord, que estaba de pie con las
manos en las caderas, la pelvis vuelta hacia un lado,
dirigiendo hacia la sonda el haz de la linterna.
—¿Qué hay dentro? —preguntó alguien al fin.
—Una chica muerta con una caja en el regazo.
—¿Humana o…?
—Muy parecida —dijo Cord—, pero no es de Arbre.
Cord se agachó como si fuese a entrar en la cápsula, pero
se paró cuando el andamio se dobló, tembló y se movió.
Era Yul. Se había unido a ella. No iba a permitir que su
chica entrase en una nave espacial alienígena sin
comprobar antes que no hubiese monstruos. El andamio
893
había soportado bien a uno pero había llegado a su
resistencia máxima; nadie más iba a subirse allí mientras
un nervioso Yulassetar Crade reclamase la mayor parte
del espacio. Cord estaba un poco ofendida; se negó a
apartarse, así que Yul tuvo que ponerse de rodillas y meter
la cabeza por la puerta a la altura de los muslos de Cord.
Parecía peligroso, apresurado y la forma menos apropiada
de tratar una prueba teorética inestimable. En
circunstancias diferentes, los avotos hubiesen subido en
tropel por las escaleras y retenido a Yul. No se hubiese
tocado nada hasta no haber sido medido, fototipeado,
examinado y analizado. Pero las aeronaves que daban
vueltas y otros efectos sonoros que llegaban del cielo nos
habían hecho cambiar de esquema mental.
—¡Yul! —gritó Sammann, y tan pronto como Yul se
volvió el Ati le lanzó el cismex. Yul estiró los brazos
instintivamente, lo atrapó en el aire y lo metió en la
cápsula. Veía en la oscuridad mejor que los humanos y,
por tanto, también acabó usando la pantalla como
dispositivo para ver sin luz. Así fue como vio las manchas
oscuras en la ropa de la Geómetra muerta.
—Está herida —anunció—, ¡está sangrando! —Algunos
avotos gritaron alarmados creyendo que Yul se refería a
Cord, pero enseguida quedó claro que se refería a la
Geómetra de la cápsula.
—¿¡Afirmas que sigue con vida!? —preguntó Sammann.
—¡No lo sé! —dijo Yul, volviéndose para mirarnos.
894
Como ya no le impedía el paso, Cord metió una pierna
por la puerta e introdujo la cabeza y la parte superior del
torso. Oímos una exclamación ahogada. Yul nos la
transmitió:
—¡Cord dice que la mujer todavía está caliente!
En mi mente surgían todo tipo de preguntas teóricas… y
probablemente también en la mente de otros: ¿cómo sabes
que es mujer? ¿Cómo sabes siquiera que tiene sexo? ¿Qué
te hace creer que posee sangre como nosotros y que eso es
lo que sale de su cuerpo? Pero, una vez más, el estrés y el
caos relegaron esas preguntas a una especie de cuarentena
intelectual.
Orolo dijo:
—Si hay alguna posibilidad de que esté viva, ¡debemos
hacer todo lo posible por ayudarla!
Era todo lo que Yul precisaba oír. Con una mano le lanzó
el cismex a Sammann mientras que con la otra le daba una
navaja a Cord.
—Está muy bien sujeta —nos advirtió.
De Cord sólo podíamos ver una pierna, que se movía
para afianzarse en el andamio. Pasó un minuto.
Esperábamos ansiosos, incapaces de ayudar a Cord, sin
poder hacer nada con respecto a los golpes, el estruendo y
los ruidos metálicos que resonaban en las puertas y el
muro del concento, allá arriba. Finalmente Cord tiró con
fuerza y salió a medias. Yul metió las manos para el
segundo tirón. Como un guía de canoas sacando del río a
895
un cliente ahogado, sacó a la Geómetra con la potencia de
brazos y piernas, y acabó tendido de espaldas con la
alienígena colocada sobre él a lo largo. De sus costillas
cayó un líquido rojo que llegó hasta los travesaños del
suelo. Veinte manos se alzaron para aceptar el peso de la
Geómetra a medida que Yul la apartaba de su cuerpo. Tres
manos, una de ellas de Orolo, convergieron en su cabeza,
acunándola, preocupándose de que no colgase. Entreví el
rostro. A cincuenta pies, cualquiera la hubiese tomado por
nativa de nuestro planeta. De cerca, sin duda quedaba
claro que no era, como había dicho Cord, «de Arbre». No
había un detalle concreto de su rostro que lo demostrase.
Pero el color y la textura de la piel y el pelo, la estructura
ósea, la configuración de la oreja, la forma de los dientes,
eran lo suficientemente diferentes.
No podíamos tenderla en el suelo martirizado por los
cohetes, todavía caliente y cubierto de fragmentos de
loseta, así que buscamos la superficie plana más próxima
utilizable… que resultó ser la parte posterior del transbor
de Gnel, situado a unos cien pies de distancia. Llevamos a
la Geómetra a hombros, caminando tan rápido como
pudimos sin dejarla caer. Sur Maltha, la médica del
concento, se nos unió a medio camino y, antes de que la
soltáramos, ya estaba comprobando con los dedos el
cuello de la paciente. Gnel, pensando rápido, colocó a
tiempo alfombrillas de campamento. Tendimos sobre ellas
a la Geómetra, con la cabeza hacia fuera. Vestía un mono
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holgado azul claro, con la parte posterior manchada de lo
que era sin duda sangre. Sur Maltha rasgó la prenda y
examinó el cuerpo con un estetoscopio.
—Teniendo en cuenta que no puedo estar segura de
dónde está el corazón, no oigo pulso. Sólo algunos sonidos
que identificamos como movimientos gástricos. Dadle la
vuelta.
Pusimos a la Geómetra boca abajo. Sur Maltha cortó la
tela. No sólo estaba manchada de sangre, también estaba
perforada por múltiples agujeros. Maltha usó un trapo
para limpiar la sangre y dejó al descubierto una
constelación de agujeros de entrada, que iban desde la
base de la espalda al hombro, casi todos en el lado
izquierdo. Todos inhalamos y guardamos silencio. Sur
Maltha lo consideró un momento, controlando su propia
conmoción, y luego adoptó una expresión como si fuese a
ofrecer una observación clínica.
Pero Gnel se le adelantó.
—Disparos de escopeta —diagnosticó—. Gran calibre…
antipersona. De alcance medio. —Luego, aunque en
realidad no era necesario, anunció el veredicto—: Algún
hijo de puta le disparó a esta pobre mujer por la espalda.
Que Dios tenga piedad de su alma.
Una de las ayudantes de Maltha tuvo la presencia de
ánimo de encajar un termómetro en el orificio que
habíamos visto, donde se unían las piernas.
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—La temperatura corporal es similar a la nuestra —
anunció—. Quizá lleva unos minutos muerta.
El cielo cayó sobre nuestras cabezas. O eso nos pareció.
Arriba alguien había cortado las cuerdas del paracaídas,
que había caído sobre nosotros. Alarmante, pero
inofensivo. Nos dispersamos, cada uno preocupado de
manosear, arrastrar, agarrar y acumular. No había un plan
coherente. Pero muchos avotos acabaron juntándose en el
centro de la plaza, acorralando un buen montón de tela de
paracaídas que empujaron e hicieron rodar hasta los
escalones del templo, para que no estorbase. Cuando
quedó claro que había domadores de paracaídas de sobra,
volví a la sonda con la intención de ponerlos al corriente.
Mi intención había sido correr, pero por la rampa
descendían soldados equipados para el combate de pies a
cabeza y pensé que verme correr no haría más que
exacerbar su instinto de caza.
Orolo y Sammann examinaban un artefacto que había
estado en la cápsula: la caja que Cord había visto en el
regazo de la ocupante. Estaba fabricada con un material
fibroso y contenía cuatro tubos transparentes llenos de un
líquido rojo. Muestras de sangre, supuse. Cada uno estaba
etiquetado con una única palabra —las cuatro diferentes—
en la escritura de los Geómetras y un ikón circular
diferente: la imagen de un planeta que no era Arbre visto
desde el espacio.
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Los soldados nos la arrancaron de las manos. Ya nos
rodeaban por completo. Cada uno acarreaba una
bandolera cargada de lo que parecían brazaletes enormes.
En cuanto daban con un avoto, le ponían uno en el cuello,
momento en que se activaba y se ponía a parpadear un par
de veces por segundo. Cada collar tenía una serie diferente
de números impresos en la parte delantera, por lo que, una
vez que te habían tomado una imagen, conocían tu cara y
tu número. No hacía falta mucha imaginación para
comprender que con los collares también podían
localizarte y vigilarte. Pero, por siniestro y
deshumanizador que resultase, no hicieron nada más, al
menos de momento… Parecía que sólo querían saber
quién estaba en qué lugar.
Fra Landasher se portó muy bien, exigiendo con firmeza
pero con calma saber quién estaba al mando y con qué
autoridad se llevaba a cabo tal acción: «Por cierto, ¿hay
alguna ley sobre las sondas alienígenas?» Pero los
soldados iban vestidos con trajes diseñados para la guerra
química y bacteriológica, por lo que no era fácil conversar
con ellos, y Landasher no conocía detalles suficientes
acerca de los procedimientos legales de aquella época;
6.400 años antes habría podido preparar una buena
defensa legal, pero ya no.
Un contingente de cuatro soldados, que se distinguían
por insignias especiales que habían polipegado a toda
prisa sobre los trajes, se acercaron a la sonda y se pusieron
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a sacar equipo. Dos de ellos se subieron al andamio,
echaron al fra que estaba dentro, y comenzaron a reunir
muestras y tomar fototipos.
Naturalmente, los soldados habían ido primero por la
sonda. Se comunicaban bien entre sí porque sus trajes
disponían de intercomunicadores inalámbricos, pero no
podían escucharnos ni hablarnos con fluidez. Cuando nos
hablaban, era para darnos órdenes, y cuando escuchaban
era con algo peor que escepticismo… como si sus oficiales
les hubiesen advertido de que los avotos intentarían
lanzarles hechizos. Es posible que los que habían entrado
en la sonda viesen el fluido rojo, pero no era tampoco tan
evidente: la cápsula tenía muy poco espacio libre, la
iluminación era mala y los asientos de aceleración estaban
tapizados de un material oscuro sobre el que no
destacaban las manchas. Las protecciones faciales de los
cascos de los soldados no hacían más que empañarse. Sus
manos enguantadas no podían sentir la humedad
pegajosa, los dispositivos de filtrado de aire eliminaban
todos los olores. De pie cerca de la sonda,
acostumbrándome al collar alrededor del cuello,
comprendí que podía llegar a pasar mucho tiempo antes
de que alguno de los soldados se diese cuenta de que una
Geómetra había descendido en la cápsula y yacía muerta
a cien pies de distancia en la parte posterior de un
transbor. Los mil millones de personas que lo estaban
viendo por el Reticulum gracias al vídeo de Sammann ya
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