—Tardará un minuto —dijo—. Por favor, tomaos
tiempo y no os queméis con el té. ¿Queréis tortas?
Nell no conocía esa delicia.
—No, gracias, señor —dijo, pero Harv, siempre
pragmático, dijo que podrían tomar un poco.
De pronto las manos del condestable
encontraron una nueva razón en la vida y
comenzaron a ocuparse explorando las oscuras
esquinas de viejas alacenas de madera por toda la
habitación.
—Por cierto —dijo distraído, mientras continuaba
con su busca—, si tenéis en mente atravesar
realmente la puerta, es decir, si queréis visitar
Dovetail y ser bienvenidos, debéis conocer algunas
cosas sobre nuestras reglas.
651
Se detuvo y se volvió hacia ellos, con una caja de
latón con la etiqueta de TORTAS.
—Para ser más específico, los palos y la navaja del
caballero tendrán que salir de los pantalones y
quedarse aquí, bajo los amorosos cuidados de mis
colegas y yo, y tendré que dar un buen vistazo a ese
monstruoso montón de lógica de barras, baterías,
sensores y otras cosas que la joven lleva en su
mochila, bajo la apariencia, a menos que esté
confundido, de un libro, ¿eh? —Y el condestable se
volvió hacia ellos con las cejas todo lo alto en la
frente, agitando la caja.
El condestable Moore, como se presentó,
examinó las armas de Harv con mayor cuidado del
realmente necesario, como si fuesen reliquias
recién exhumadas de una pirámide. Se preocupó
de felicitar a Harv por su supuesta efectividad, y
meditó en alto sobre la estupidez de cualquiera que
652
se metiese con un joven como Harv. Las armas aca‐
baron dentro de una alacena, que el condestable
Moore cerró hablándole.
—Y ahora el libro, damisela —le dijo a Nell, con
mucha amabilidad.
No quería separarse del libro, pero recordó a los
chicos del parque que habían intentado quitárselo
y que habían sido castigados, o algo así, por sus
actos. Así que se lo dio. El condestable Moore lo co‐
gió con cuidado en ambas manos, y un pequeño
gemido de aprecio se le escapó de entre los labios.
—Debo informarle que en ocasiones hace cosas
desagradables a la gente que intenta robármelo —
dijo Nell, que luego se mordió los labios,
esperando no haber dado a entender que el
condestable Moore era un ladrón.
—Joven dama, me sorprendería si no lo hiciese.
653
Después de que el condestable Moore hubiese
girado el libro un par de veces en las manos,
felicitando a Nell por la cubierta, las letras doradas
y el tacto del papel, lo depositó cautelosamente
sobre la mesa, pasando primero la mano sobre la
madera para asegurarse de que allí no había caído
té o azúcar.
Se alejó de la mesa y pareció llegar por azar a una
copiadora de latón y roble que se encontraba en
una de las agudas esquinas de la habitación
ortogonal. Cogió un par de páginas de la bandeja
de salida y las repasó durante un rato, riendo con
tristeza de vez en cuando. En un momento dado
miró a Nell y movió la cabeza en silencio antes de
decir:
—Tiene alguna idea... —pero entonces rió de
nuevo, agitó la cabeza y volvió a los papeles.
654
—Bien —dijo finalmente—, bien.
Metió nuevamente los papeles en la copiadora y
le dijo que los destruyese. Se metió los puños en
los bolsillos del pantalón y recorrió de arriba abajo
la habitación dos veces, luego se sentó de nuevo,
sin mirar ni a Nell, ni a Harv, ni al libro, sino con la
vista fija en la distancia.
—Bien —dijo—. No voy a confiscar el libro
durante tu visita a Dovetail, si cumples ciertas
condiciones. Primero, en ninguna circunstancia
harás uso de un compilador de materia. Segundo,
el libro es para tu uso, y sólo para tu uso. Tercero,
no copiarás o reproducirás ninguna información
contenida en el libro. Cuarto, no le mostrarás el
libro a nadie de aquí o harás que alguien conozca
su existencia. La violación de cualquiera de esas
condiciones llevaría inmediatamente a la
expulsión de Dovetail y a la confiscación y
655
probable destrucción del libro. ¿Me he expresado
con claridad?
—Perfectamente, señor —dijo Nell.
Fuera, oyeron el trote de un caballo que se
acercaba.
Una nueva amiga; Nell ve un caballo de
verdad; un paseo por Dovetail; Nell y
Harv se separan
La persona a caballo no era Brad, era una mujer
que Nell y Harv no conocían. Tenía el pelo rojo,
rubio y liso, la piel pálida con miles de pecas, y cejas
de color zanahoria y pestañas que eran casi
invisibles excepto cuando la luz del sol le daba en
la cara.
—Soy amiga de Brad —dijo—. Él está
trabajando. ¿Os conoce?
656
Nell estuvo a punto de largar, pero Harv la
retuvo poniéndole una mano en el brazo y le dio a
la mujer una versión más reducida de lo que Nell
le hubiese contado. Mencionó que Brad había sido
«amigo» de su madre por un tiempo, que siempre
les había tratado con amabilidad y que de hecho les
había llevado al E.N.A. para ver los caballos. No
muy avanzada la historia, la expresión neutra de la
cara de la mujer cambió a una algo más reservada,
y dejó de escuchar.
—Creo que Brad me habló una vez de vosotros
—dijo finalmente cuando Harv se metió en un
callejón sin salida—. Sé que os recuerda. ¿Qué os
gustaría que pasase ahora?
Aquélla era una pregunta difícil. Nell y Harv se
habían instalado en el hábito de concentrarse en lo
que no les gustaría que sucediese. Las opciones les
confundían, ya que a ellos les parecían dilemas.
657
Harv dejó de agarrar el brazo de Nell y le agarró la
mano. Ninguno de los dos dijo nada.
—Quizá —dijo finalmente el condestable Moore,
después de que la mujer se hubiese vuelto hacia él
buscando una idea—, sería conveniente que los dos
os sentaseis durante un rato en un lugar seguro y
tranquilo para pensar.
—Eso estaría bien, gracias —dijo Nell.
—Dovetail tiene muchos parques y jardines
públicos...
—Olvídalo —dijo la mujer, cogiendo las
indirectas cuando las oía—. Los llevaré al molino
hasta que vuelva Brad. Luego —le dijo
significativamente al condestable—, pensaremos en
algo.
658
La mujer salió de la portería con paso firme, sin
mirar a Nell y Harv. Era alta y llevaba un par de
pantalones caqui, gastados en las rodulas pero
apenas en el trasero, y marcados aquí y allá con
viejas manchas sin identificar. Encima llevaba un
viejo jersey de pescador, con las mangas recogidas
y agarradas con imperdibles para formar gruesos
roroides de lana orbitando en cada uno de sus
brazos pecosos, el motivo replicado por unos
brazaletes de plata en cada muñeca. Murmuró algo
en dirección al caballo, una yegua appaloosa que ya
había inclinado el cuello hacia abajo e intentaba
comer la decepcionantemente corta hierba dentro
de la verja, buscando una hierba o dos que no
hubiesen sido marcadas por los asiduos corgis.
Cuando se detuvo para acariciar el cuello de la
yegua, Nell y Harv la alcanzaron y descubrieron
que le estaba dando una narración simplificada de
lo que había sucedido en la portería y de lo que iba
a suceder a partir de ahora, todo dicho de forma
ausente, por si la yegua quisiese saberlo. Por un
659
momento Nell pensó que la yegua podría ser
realmente una cabalina disfrazada con una falsa
piel de caballo, pero luego expulsó un chorro de
orina de las dimensiones de una barra de la verja,
que brillaba como un sable de luz bajo el sol de la
mañana y estaba envuelto en un velo de vapor, y
Nell la olió y supo que el caballo era real. La mujer
no montó en el caballo, que aparentemente había
cabalgado a pelo, sino que cogió las riendas con
tanta suavidad como si fuesen telas de araña y guió
al animal. Nell y Harv la siguieron un par de pasos
por detrás, y la mujer caminó por la zona verde
durante un tiempo, aparentemente organizando
las cosas en su mente, antes de ponerse finalmente
el pelo tras la oreja de un lado y volverse hacia ellos.
—¿Os ha hablado el condestable Moore sobre
las reglas?
—¿Qué reglas? —soltó Harv antes de que Nell
pudiese embarcarse en un nivel de detalle que
660
pudiese dar una impresión negativa de ellos. Nell
se maravilló por enésima vez de los diversos
trucos de su hermano, que hubiesen
enorgullecido al mismo Pedro.
—Nosotros fabricamos cosas —dijo la mujer,
como si eso diese una explicación perfecta y
suficiente de la phyle llamada Dovetail—. Brad
fabrica herraduras. Pero Brad es una excepción
porque principalmente da servicios relacionados
con los caballos. ¿No, Eggshell? —Añadió la
mujer para beneficio de la yegua—. Por eso tuvo
que vivir en los Territorios Cedidos durante un
tiempo, porque había una discusión sobre si los
mozos de cuadra, mayordomos, y otros provee‐
dores de servicios encajaban con los estatutos de
Dovetail. Pero votamos y decidimos aceptarlos.
Esto os aburre, ¿no? Mi nombre es Rita, y fabrico
papel.
—¿Quieres decir, en el C.M.?
661
A Nell aquélla le parecía una pregunta muy
evidente, pero Rita se sorprendió al oírla y acabó
riendo.
—Os lo enseñaré más tarde. Pero adonde voy
es a que, al contrario de donde habéis vivido, todo
aquí en Dovetail fue hecho a mano. Tenemos
algunos compiladores de materia. Pero si
queremos una silla, por ejemplo, uno de los
artesanos montará una de madera, como en los
tiempos antiguos.
—¿Por qué no la compilan? —dijo Harv—. El
C.M. puede hacer madera.
—Puede hacer falsa madera —dijo Rita—, pero a
algunas personas no les gustan las cosas falsas.
—¿Por qué no os gustan las cosas falsas? —
preguntó Nell.
662
Rita le sonrió.
—No sólo a nosotros. Es a ellos —dijo señalando
hacia el cintu‐rón de altos árboles que separaba
Dovetail del territorio de Nueva Atlantis.
La comprensión se reflejó en el rostro de Harv.
—Los vicky os compran cosas —dijo.
Rita pareció un poco sorprendida, como si no
hubiese oído antes la palabra vicky.
—De todas formas, ¿por dónde iba? Oh, sí, lo
importante es que todo aquí es único, así que
debéis ser cuidadosos con las cosas.
Nell tenía una vaga idea sobre qué significaba
único pero Harv no, así que Rita lo explicó durante
un rato mientras caminaban por Dovetail. Con el
tiempo tanto Nell como Harv comprendieron lo
663
que Rita intentaba decir realmente, de la forma más
cautelosa imaginable: no querían que fueran por
ahí rompiendo cosas. Esa aproximación a la
modificación del comportamiento infantil chocaba
tanto con todo lo que conocían, que a pesar de los
esfuerzos de Rita por ser amable, la conversación
estuvo plagada de confusión por parte de los niños
y frustración por parte suya. De vez en cuando sus
pecas se desvanecían al ponérsele roja la cara.
Donde Dovetail tenía calles, estaban
pavimentadas con pequeños bloques de piedras
situados juntos. Los vehículos eran caballos,
cabalinas y velocípedos con grandes ruedas
abultadas. Exceptuando una zona donde se
acumulaba gran número de edificios alrededor de
un parque central, las casas estaban muy
espaciadas y tendían a ser muy pequeñas o muy
grandes. Y todas parecían tener agradables
jardines, 7 de vez en cuando Nell salía de la
carretera para oler una flor. Al principio Rita la
664
vigilaba nerviosa, diciéndole que no arrancase
ninguna flor porque pertenecían a otras personas.
Al final de la carretera había una puerta de
madera con una risible cerradura primitiva
consistente en una barra móvil, brillante por el
uso. Más allá de la puerta, la carretera se convertía
en un mosaico de piedras con hierba creciendo
entre ellas. Corría entre pastos, donde comían
caballos y alguna vaca lechera ocasional y,
finalmente, acababa en un gran edificio de piedra
de tres pisos colgado de la orilla de un río que
bajaba por la montaña desde el Enclave de Nueva
Atlantis Había una enorme rueda a un lado del
edificio y giraba lentamente impulsada por el río.
Había un hombre fuera, al lado de un bloque
grande, que utilizaba un hacha de hoja
excepcionalmente grande para cortar delgados
trozos de madera roja de un tronco. Ésos se
apilaban en un cesto de mimbre del que tiraba un
hombre con una cuerda desde el techo, y que
665
reemplazaba algunas de las viejas tablillas por esas
nuevas rojas.
Harv se paralizó de asombro ante esa exhibición
y dejó de andar. Nell había visto el mismo proceso
de trabajo en las páginas del Manual. Ella siguió a
Rita a un edificio largo y bajo donde vivían los ca‐
ballos.
La mayor parte de la gente no vivía realmente
en el molino sino en un par de edificios exteriores,
de dos pisos cada uno, con talleres en la parte baja
y habitaciones arriba. Nell se sorprendió un poco
al descubrir que Rita no vivía realmente con Brad.
Su apartamento y taller tenían cada uno el doble
de superficie que el antiguo piso de Nell y estaban
llenos de cosas bonitas hechas de pesada madera,
metal, algodón, lino y porcelana que, como Nell
empezaba a entender, habían sido fabricadas por
manos humanas, probablemente allí en Dovetail.
666
El taller de Rita tenía unas enormes ollas en las
que preparaba un estofado fibroso y denso. Ella
extendía el estofado sobre una pantalla para
eliminar el agua y la aplastaba con una enorme
prensa manual para fabricar papel, grueso y de
bordes irregulares y sutilmente coloreado por las
miles de pequeñas fibras que corrían por él.
Cuando tenía listo un montón de papel, lo llevaba
al taller de al lado, del que salía un intenso olor a
grasa, donde un hombre barbudo de delantal
manchado lo pasaba por otra enorme máquina
manual. Cuando salía de esa máquina, tenía letras
en la parte alta, con el nombre y la dirección de una
dama de Nueva Atlantis.
Como Nell había sido decorosa hasta ese
momento y no había intentado meter los dedos en
la máquina y no había enloquecido a nadie con
preguntas, Rita le dio permiso para visitar los otros
talleres, con la condición de que pidiese permiso
en cada uno. Nell pasó la mayor parte del día
667
haciendo amigos entre los varios dueños: un
soplador de vidrio, un joyero, un carpintero, un
tejedor, un juguetero que le dio una pequeña
muñeca de madera con un vestido de percal.
Harv pasó el tiempo molestando a los hombres
que colocaban las tejas en el techo, luego vagó por
los campos durante la mayor parte del día, dando
de vez en cuando patadas a las piedras, y
generalmente investigando los límites y
condiciones generales de la comunidad centrada
en el Molino. Nell lo visitaba de vez en cuando. Al
principio parecia tenso y escéptico, luego se relajó
y disfrutó, y finalmente, bien entrada la tarde, se
puso de mal humor y se colocó en un montículo
sobre la corriente, arrojando guijarros, comiéndose
un pulgar y pensando.
Brad llegó pronto a casa, montando montaña
abajo un semental, directamente desde el Enclave
de Nueva Atlantis, atravesando el cinturón verde y
668
cruzando la rejilla de seguridad con escasas
consecuencias porque las autoridades le conocían.
Harv se aproximó a él con aspecto formal,
aclarándose la garganta mientras se preparaba para
ofrecer una explicación y hacer una petición. Pero
los ojos de Brad apenas miraron a Harv, se
centraron en Nell y la miraron durante un
momento, para apartarse luego con timidez. El
veredicto fue que podían quedarse esa noche, pero
que lo demás dependía de detalles legales más allá
de su control.
—¿Has hecho algo que la Policía de Shanghai
pudiese considerar interesante? —le preguntó Brad
a Harv con gravedad. Harv dijo que no, un no
siempre con las subcondiciones, salvedades y
detalles técnicos habituales.
Nell quería contárselo todo a Brad. Pero había
estado viendo cómo, en el Manual, siempre que
669
alguien le hacía a Pedro el Conejo una pregunta
directa de cualquier tipo, él siempre mentía.
—Al ver nuestros campos verdes y enormes
casas, podríais pensar que aquí somos atlantes —
dijo Brad—, pero nos encontramos bajo la
jurisdicción de Shanghai como el resto de los
Territorios Cedidos. Es verdad que la Policía de
Shanghai no suele venir, porque somos gente
pacífica y porque hemos llegado a ciertos acuerdos
con ellos. Pero si supiesen que damos cobijo a un
fugitivo miembro de una banda...
—No digas más —le soltó Harv.
Estaba claro que ya lo había pensado todo
sentado a la orilla del río y sólo esperaba a que los
adultos le confirmasen su lógica. Antes de que Nell
entendiese lo que sucedía, él se acercó a ella y le
dio un abrazo y un beso en los labios. Luego le dio
la espalda y comenzó a correr por el campo verde
670
en dirección al océano. Nell corrió tras él, pero no
pudo alcanzarlo, y finalmente se cayó en un grupo
de campanillas y vio a Harv disolverse tras una
cortina de lágrimas. Cuando ya no pudo verle, se
hizo un ovillo sollozando y, con el tiempo, Rita vino
y la cogió entre sus brazos fuertes y la llevó
lentamente a través del campo de vuelta al Molino,
donde la rueda seguía girando.
Las huérfanas Han son expuestas a los beneficios
de la tecnología
educativa moderna; el juez Fang reflexiona sobre
los preceptos
fundamentales del confucianismo
Las naves orfanato habían sido construidas en
compiladores de materia, pero no podían, por
supuesto, conectarse a Fuentes. En lugar de eso,
sacaban la materia de contenedores cúbicos, como
tanques de átomos colocados con precisión. Los
contenedores eran subidos a bordo por grúas y
671
conectados a los compiladores de materia de la
misma forma que una línea de Toma si estuviesen
en la costa. Las naves se dirigían frecuentemente a
Shanghai, descargaban contenedores vacíos, y
embarcaban otros nuevos: sus hambrientas
poblaciones se alimentaban casi exclusivamente de
arroz sintético producido en los compiladores de
material.
Ahora había siete naves. Las cinco primeras
habían recibido los nombres de las Cinco Virtudes
del Maestro, y las siguientes habían decidido
bautizarlas con nombres de grandes filósofos
confucianos. El juez Fang voló a la llamada (en la
mejor traducción posible) Generosidad del Alma,
llevando personalmente el programa del C.M. en
la manga de su vestido. Aquélla era exactamente la
nave que había visitado la noche agitada de su
paseo en bote con el Doctor X, y desde entonces se
había sentido más cerca de las cincuenta mil niñas
672
de aquel barco que del otro cuarto de millón de los
otros.
El programa estaba escrito para funcionar en un
compilador de volumen, que produjese docenas de
Manuales cada ciclo. Cuando la primera remesa
quedó terminada, el juez Fang cogió uno de los
nuevos volúmenes, inspeccionó la cubierta, que
tenía la apariencia del jade, hojeó las páginas
admirando las ilustraciones y repasó con ojo crítico
la caligrafía.
Luego se lo llevó por un pasillo hasta una sala de
juegos en la que corrían, quemando energías,
cientos de niñas. Eligió una niña y le dijo que se
acercara. Ella se acercó, renuente, empujada por
una profesora energética que se alternaba entre
sonreír a la niña e inclinarse ante el juez Fang.
Él se puso en cuclillas para poder mirarla a los
ojos y le dio el libro. Ella estaba mucho más
673
interesada en el libro que en el juez Fang, pero le
habían enseñado educación, así que se inclinó y le
dio las gracias. Luego lo abrió. Sus ojos se
ensancharon. El libro comenzó a hablarle. Para el
juez Fang la voz sonaba un poco aburrida, el ritmo
del habla no era exactamente el adecuado. Pero a la
niña no le importaba. La niña estaba enganchada.
El juez Fang se puso en pie para encontrarse
rodeado por cientos de niñas pequeñas, todas
mirando el pequeño libro de jade, de puntillas, con
las bocas abiertas.
Finalmente había sido capaz de hacer algo
claramente bueno con su posición. En la República
Costera no hubiese sido posible; en el Reino
Medio, que seguía las palabras y el espíritu del
Maestro, era simplemente parte de sus
obligaciones.
674
Se volvió y abandonó la habitación; ninguna de
las niñas se dio cuenta, lo que estaba bien, porque
podrían haber visto el temblor en sus labios y las
lágrimas en sus ojos. Al dirigirse por los
corredores hacia la cubierta superior donde le
esperaba su nave aérea, repasó por milésima vez la
Gran Enseñanza, el núcleo del pensamiento del
Maestro: «Los ancianos que deseaban demostrar la
virtud ilustre al reino, primero ordenaban sus
propias casas. Deseando ordenar sus casas, pri‐
mero regulaban a sus familias. Deseando regular a
sus familias, cultivaban primero sus personas.
Deseando cultivar sus personas, primero
rectificaban sus corazones. Deseando rectificar sus
corazones, buscaban primero ser sinceros en sus
pensamientos. Deseando ser sinceros en sus
pensamientos, extendían primero en lo máximo
sus conocimientos. Tal extensión del conocimiento
yace en la investigación de las cosas... desde el Hijo
del Cielo hasta la masa de gentes, todos deben
675
considerar el cultivo de la persona como la raíz de
todo lo demás.»
Hackworth recibe un mensaje ambiguo; una
cabalgada por
Vancouver; mujer y tótems tatuados; entra en el
mundo
oculto de los Tamborileros
Secuestrador tenía una guantera en la parte de
atrás del cuello. Al recorrer la Altavía Hackworth
la abrió porque quería comprobar si era lo
suficientemente grande para contener su bombín
sin doblar, plegar, largar o mutilar el exquisito
hiperboloide de su ala. Resultó ser un pelín
demasiado pequeño. Pero el Doctor X había sido
tan considerado como para meter ahí algunos
snacks: un puñado de galletas de la fortuna, tres
para ser exactos. Tenían buen aspecto. Hackworth
cogió una y la abrió. La tira llevaba una llamativa
animación de una figura geométrica, largas tiras
676
de algo rebotaban de un lado a otro y chocaban
unas con otras. Parecía vagamente familiar:
aquello se suponía que eran tallos que los taoístas
usaban para adivinar. Pero en lugar de formar
hexagramas del I Ching, comenzaron a situarse en
su lugar, una después de la otra, de tal forma que
formaban letras en un estilo pseudo‐chino
utilizado en los logotipos de los restaurantes
chinos de una estrella. Cuando la última se colocó
en su lugar, decía:
BUSQUE AL ALQUIMISTA
—Muchísimas gracias, Doctor X —respondió
Hackworth. Siguió mirando el papel durante un
rato, esperando que se convirtiese en otra cosa,
algo más informativo, pero estaba muerto, un
trozo de basura ahora y para siempre.
Secuestrador redujo el paso a un medio galope y
atravesó la universidad, luego giró al norte y
atravesó un puente que llevaba a una península
677
que contenía la mayor parte de Vancouver. La
cabalina realizó la perfecta tarea de no pisar a
nadie, y Hackworth aprendió pronto a dejar de
preocuparse y confiar en sus instintos. Eso dejó sus
ojos libres para vagar por las vistas de Vancouver,
lo que no había sido aconsejable cuando había
recorrido ese camino en velocípedo. No había
notado antes la enloquecedora profusión del
lugar, donde cada persona parecía pertenecer a un
grupo étnico propio, cada uno con su propio
vestido, dialecto, secta y pedigrí. Era como si,
tarde o temprano, cada parte del mundo se
convirtiese en la India y, por tanto, dejase de
funcionar con sentido para los racionalistas
cartesianos como John Percival Hackworth, su
familia y amigos.
Poco después de atravesar el Aeródromo
llegaron al Parque Stanley, una península
protegida de varias millas de circunferencia que
había sido, gracias a Dios, cedida al Protocolo y
678
conservada como había sido siempre, con los
mismos pinos y cedros rojos cubiertos de moho
que siempre habían crecido en la zona. Hackworth
había estado allí algunas veces y tenía una vaga
idea de la distribución: restaurantes por aquí y allá,
senderos por la playa, un zoo y acuario, campos de
juego públicos.
Secuestrador lo llevó en un agradable paso largo
por una playa de guijarros y luego abruptamente
subió una cuesta, cambiando para ese propósito a
un paso que no había usado nunca ningún caballo
real. Las piernas se acortaron, y subió seguro con
las garras bien hundidas por una superficie de
cuarenta y cinco grados, como un león de montaña.
Un alarmante zigzag por entre un grupo de pinos
los llevó hasta una área despejada cubierta de
hierba. Luego Secuestrador cambió a un paso
menor, como si fuera un caballo real que tuviese
que enfriarse gradualmente, y llevó a Hackworth
hacia un semicírculo de viejos tótems.
679
Allí había una joven, de pie frente a uno de los
tótems con las manos en la espalda, lo que le
hubiese dado una apariencia agradablemente
recatada si no hubiese sido porque estaba
completamente desnuda y cubierta por tatuajes
mediatrónicos que cambiaban constantemente.
Incluso su pelo, que le caía libre hasta la cintura,
estaba infiltrado por ese tipo de nanositos por lo
que cada mecha de color fluctuaba de sitio en sitio
según un esquema que no era evidente para
Hackworth. Miraba atentamente la talla del tótem
y aparentemente no por primera vez, porque sus
tatuajes estaban realizados en el mismo estilo.
La mujer miraba un tótem dominado por la
representación de una orea, cabeza abajo con la cola
hacia arriba, la aleta dorsal salía proyectada
horizontalmente fuera del tótem y evidentemente
había sido realizada con otro trozo de madera. El
orificio nasal tenía una cara humana tallada
680
alrededor. La boca de la cara y el orificio nasal de la
orea eran la misma cosa. Esa negación promiscua
de los bordes se encontraba por todas partes en el
tótem y en los tatuajes de la mujer. Los ojos fijos de
un oso eran también la cara de otro tipo de
criatura. El ombligo de la mujer era también la
boca de una cara humana, similar al orificio nasal
de la orea, y a veces la cara se convertía en la boca
de una cara aún mayor cuyos ojos eran sus pezones
y cuya barbilla era su vello púbico. Pero tan pronto
como había descubierto una estructura, ésta
cambiaba a algo diferente, porque al contrario que
el tótem, el tatuaje era dinámico y jugaba con las
imágenes de la misma forma que el tótem lo hacía
con el espacio.
—Hola, John —dijo ella—. Lástima que te ame
porque tienes que irte.
Hackworth intentó encontrar su cara, lo que
debería haber sido fácil, ya que era la cosa en la
681
parte delantera de la cabeza; pero sus ojos se
perdían en las otras pequeñas caras que iban y
venían y fluían unas en las otras, compartiendo sus
ojos y boca, incluso los agujeros de su nariz. Y él
empezaba a reconocer estructuras también en su
pelo, que era más de lo que podía soportar. Estaba
muy seguro de haber visto a Piona allí.
Ella le dio la espalda, el pelo volando
momentáneamente como una falda, y en ese
instante pudo ver y comprender las imágenes. Esta‐
ba seguro de que ahí había visto a Gwen y Piona
caminando por una playa.
Bajó de Secuestrador y la siguió a pie.
Secuestrador lo siguió en silencio. Caminaron por el
parque cerca de un kilómetro o más, y Hackworth
mantenía una buen distancia porque cuando se
acercaba demasiado a ella las imágenes en el cabello
le desconcertaban. Ella le llevó a una sección
natural de la playa donde yacían desperdigados
682
muchos troncos de pinos. Mientras Hackworth
atravesaba los troncos intentando mantener el
ritmo de la mujer, ocasionalmente agarraba algo
que parecía haber sido tallado por alguien hacía
mucho tiempo.
Los troncos eran palimpsestos. Dos de ellos se
elevaban de la superficie del agua, no exactamente
verticales, clavados como dardos en la arena
inestable. Hackworth pasó entre ellos, con las olas
golpeandolé las rodillas. Vio gastadas imitaciones
de caras y bestias salvajes viviendo en el bosque,
cuervos, águilas y lobos entremezclados en una
madeja orgánica. El agua estaba terriblemente fría
entre sus piernas, y tuvo que tragar aire un par de
veces, pero la mujer seguía caminando; ahora el
agua estaba por encima de su cintura, y el pelo
flotaba a su alrededor, por lo que las imágenes
translúcidas volvieron a ser legibles. Luego se
desvaneció bajo una ola de dos metros de alto.
683
La ola tiró a Hackworth de espaldas y lo arrastró
un trecho, agitando los brazos y las piernas.
Cuando recuperó el equilibro, se quedó sentado
unos momentos, dejando que olas más pequeñas
abrazasen su cintura y pecho, esperando a que la
mujer saliese a respirar. Pero no lo hizo.
Allí abajo había algo. Se puso de pie y se metió
directamente en el océano. Justo cuando las olas le
tocaban la cara, sus pies chocaron con algo duro y
suave que cedió bajo su peso. Fue succionado hacia
abajo cuando el agua entró en un vacío
subterráneo. La abertura se cerró sobre su cabeza,
y de pronto volvía a respirar aire. La luz era
plateada. Estaba sentado en agua hasta el pecho,
pero desapareció con rapidez, eliminada por algún
sistema de bombas, y se encontró mirando a un
largo túnel plateado. La mujer bajaba por él, a un
tiro de piedra de él.
684
Hackworth había estado en algunos de aquéllos,
normalmente en situaciones más industriales. La
entrada estaba excavada en la piedra, pero el resto
era un túnel flotante, un tubo lleno de aire anclado
al fondo. Era una forma barata de fabricar espacio;
los nipones usaban esas cosas como dormitorios
para los trabajadores eventuales extranjeros. Las
paredes estaban formadas por membranas que
sacaban oxígeno del agua marina circundante y
expulsaban dióxido de carbono, por lo que desde
el punto de vista de un pez, los túneles soltaban
vapor como la pasta caliente en un plato de metal
frío al expulsar incontables microburbujas de CO2.
Aquellas cosas se extendían a sí mismas en el agua
como las raíces que crecían en las patatas mal
guardadas, dividiéndose de vez en cuando,
llevando sus propias Tornas para poder extenderse
a voluntad. Al empezar estaban vacíos y doblados,
y cuando sabían que se habían terminado, se
inflaban a sí mismos con el oxígeno robado y se
ponían rígidos.
685
Ahora que el agua fría había salido de los oídos
de Hackworth, podía oír un tamborileo profundo
que al principio había confundido con las olas de
la superficie; pero tenía un ritmo más regular que
le invitaba a avanzar.
Hackworth caminó por el túnel, siguiendo a la
mujer, y al avanzar la luz se hizo más tenue y el
túnel más estrecho. Sospechaba que las paredes del
túnel tenían propiedades mediatrónicas porque
seguía viendo cosas por el rabillo del ojo que no
estaban allí cuando giraba la cabeza. Había
supuesto que pronto llegaría a una cámara, una
ampliación, y su amiga estaría sentada golpeando
un enorme timbal, pero antes de llegar a algo así,
se encontró en un sitio donde el túnel estaba
completamente a oscuras, y tuvo que ponerse de
rodillas y guiarse por el tacto. Cuando tocó la
rígida pero suave superficie del túnel con las
rodillas y las manos, sintió el tamborileo en los
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huesos y comprendió que había un sistema audio
en la cosa; el tamborileo podría estar en cualquier
sitio, o ser una grabación. O quizá fuese aún más
simple, quizás el tubo transmitía muy bien el
sonido, y en algún lugar del sistema de túneles la
gente golpeaba las paredes.
Su cabeza chocó con el túnel. Se tiró al suelo y
empezó a arrastrarse. Enjambres de pequeñas luces
brillaban más allá de su cara, y luego comprendió
que eran sus manos; nanositos emisores de luz se
habían incrustado en su carne. Los médicos del
Doctor X debían de haberlos puesto ahí; pero no se
habían encendido hasta entrar en los túneles.
Si la mujer no hubiese ido por ese camino, lo
hubiese dejado, pensando que era un callejón sin
salida, un túnel defectuoso que no se había
expandido. El tamborileo venía ahora a sus oídos y
huesos de todas partes. No podía ver nada,
aunque de vez en cuando le pareció que captaba
687
un resplandor de luz amarilla. El túnel onduló
ligeramente en una corriente profunda, ríos de
agua terriblemente fría que recorrían el fondo de
los estrechos. En cuanto dejaba que su mente
vagase y le recordaba que estaba bajo la superficie
del océano, tenía que detenerse y obligarse a
calmarse. Se concentraba en el buen túnel lleno de
aire, no en lo que le rodeaba.
Definitivamente había luz al frente. Se encontró
en una protuberancia del tubo, justo lo suficiente
para sentarse, y ponerse de espaldas para descansar
un momento. Allí brillaba una lámpara, una
escudilla llena de algún hidrocarbono fundente
que no emitía ni cenizas ni humo. Las paredes
mediatrónicas tenían escenas animadas, apenas
visibles bajo la luz parpadeante: animales bailando
en el bosque.
Siguió los tubos durante un periodo de tiempo
bastante largo pero difícil de estimar. De vez en
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cuando llegaba a una cámara con una lámpara y
más imágenes. Al arrastrarse por un largo túnel
perfectamente negro, comenzó a experimentar
alucinaciones auditivas y visuales, al principio
vagas, sólo ruido al azar golpeando en su red
neuronal, pero cada vez más definidas y realistas.
Las alucinaciones tenían una característica de un
sueño en el que las cosas que había visto
recientemente, como Gwen y Piona, el Doctor X, la
nave aérea, los chicos jugando, se mezclaban con
imágenes tan extrañas que apenas podía
reconocerlas. Le preocupaba que su mente cogiese
algo que le era tan querido como Piona y lo
mezclase con un fárrago de ideas e imágenes
extrañas.
Podía ver los nanositos en su piel. Por lo que
sabía, ahora podría tener un millón más viviendo
en su cerebro, montando los axones y dendritas,
pasándose datos unos a otros en pulsos de luz. Un
segundo cerebro entremezclado con el suyo.
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No había razón por la que la información no
pudiese pasar de un nanosito a otro, del interior de
su cuerpo a los nanositos en la piel, y de ahí
atravesando la oscuridad hacia otros. ¿Qué
sucedería cuando se acercase a otras personas con
una infección similar?
Cuando finalmente llegó a la gran cámara, no
sabía si era la realidad u otra alucinación producida
por máquinas. Tenía la forma de un cono de helado
aplastado, una bóveda sobre un suelo cónico de
ligera inclinación. El techo era un vasto mediatrón,
y el suelo servía de anfiteatro. Hackworth entró en
la habitación abruptamente mientras el tamborileo
llegaba a un crescendo. El suelo era resbaladizo, y
se deslizó sin poder evitarlo hasta alcanzar el punto
central. Se quedó de espaldas y vio una ardiente
escena en el domo sobre su cabeza y en su visión
periférica, cubriendo el suelo del teatro: un millar
690
de constelaciones vivientes golpeando el suelo con
sus manos.
691
PARTE
LA SEGUNDA
Criados y educados en regiones extranjeras, hay
mucho en la administración de la Dinastía Celeste
que no es perfectamente comprensible para los
Bárbaros, y continuamente ponen construcciones
forzadas sobre cosas de las que es difícil explicarles
su verdadera naturaleza,
QIYING
692
Hackworth disfruta de una
experiencia singular; el rito de
los Tamborileros
En un espacio cavernoso iluminado por
muchos fuegos pequeños, una joven,
probablemente casi una niña, está desnuda a
excepción de una compleja pintura sobre un
pedestal, o quizás es un tatuaje mediatrónico a
cuerpo entero. Una corona de ramas con hojas
está sobre su cabeza, y su grueso y voluminoso
pelo le cae hasta las rodillas. Contra su pecho
693
sostiene un ramo de rosas, con las espinas
clavándose en su piel. Mucha gente, quizá miles
de personas, la rodean, tamborileando
enloquecidos, a veces cantando y salmodiando.
En el espacio entre la chica y los espectadores
se introducen un par de docenas de hombres.
Algunos vienen corriendo por propia voluntad,
otros parecen haber sido empujados, algunos
vagan como si hubiesen ido caminando por la
calle (completamente desnudos) y se hubiesen
equivocado de puerta. Algunos son asiáticos,
algunos europeos, otros africanos. Algunos
tienen que ser estimulados por celebrantes en
trance que los atacan desde la multitud y los
empujan aquí X allá. Al final forman un círculo
alrededor de la chica, y entonces el tamborileo
alcanza un nivel ensordecedor, se acelera hasta
convertirse en una granizada sin ritmo, y luego
de pronto, instantáneamente, se detiene.
694
Alguien aulla algo con voz aguda, llena de
propósito y ululante. Hackworth no puede
entender lo que dice esa persona. Luego hay un
único y masivo golpe de tambor. Más gritos.
Otro golpe. Una vez más. El tercer golpe de
tambor establece un ritmo pesado. Eso sucede
durante un rato, con el ritmo acelerándose
lentamente. Después de cierto punto, el
aullador ya no se para entre golpes, comienza a
tejer su grito como un contrapunto. El anillo de
hombres alrededor de la chica comienza a bailar
con un movimiento alternante muy simple, en
un sentido y luego en el otro. Hackworth nota
que todos tienen erecciones, cubiertas con
brillantes condones mediatrónicos: gomas que
producen su propia luz de forma que los
miembros saltarines parecen otros tantos
bastones luminosos bailando en el aire.
695
Los golpes de tambor y la danza se aceleran
lentamente. Las erecciones le dicen a Hackworth
por qué aquello necesita tanto tiempo: lo que
está viendo es el juego previo. Después de media
hora más o menos, la excitación, fálica y de otro
tipo, es insoportable. El ritmo es ahora un poco
más rápido que el ritmo del pulso, con otros
muchos ritmos y contrapuntos entretejidos con
él, y los cantos de los individuos se han
convertido en un salvaje fenómeno coral
semiorganizado. En cierto momento, después de
que aparentemente nada sucediese durante
media hora, todo pasa simultáneamente: el
tamborileo y los cantos alcanzan un nuevo e
imposible nivel de intensidad. Los bailarines
bajan las manos, se agarran las puntas de los
condones radiactivos y tiran de ellos. Alguien
corre con un cuchillo y corta las puntas de los
condones en una monstruosa parodia de la
circuncisión, exponiendo el glande del pene de
696
cada hombre. La chica se mueve por primera
vez, tirando el ramo al aire como una novia que
camina hacia la limusina; la fuente de rosas,
girando, cae individualmente entre los bailari‐
nes, que la agarran en el aire, la buscan en el
suelo, lo que sea. La chica se desmaya, o algo así,
cayendo hacia delante, con los brazos extendi‐
dos, y es agarrada por varios bailarines, que
levantan el cuerpo sobre sus cabezas y la llevan
en círculo durante un rato, como un cuerpo
crucificado recién bajado del árbol. Acaba con la
espalda en el suelo, y uno de los bailarines está
entre sus piernas, y en unos pocos golpes acaba.
Un par de ellos lo agarran por los brazos y lo
apartan antes de que pueda decirle que todavía
la amará por la mañana, y otro se mete allí, y
tampoco necesita mucho tiempo; todo aquel
juego previo ha puesto a los tíos en actitud de
disparo. Los bailarines se las arreglan para pasar
en unos pocos minutos. Hackworth no puede
697
ver a la chica, completamente oculta, pero no se
resiste por lo que puede ver, y no parece que la
estén obligando a quedarse abajo. Hacia el final,
comienza a salir humo o vapor de la orgía. El
último participante hace más muecas que una
persona normal que tiene un orgasmo, y se sale
solo de la mujer, agarrándose la polla y saltando
dando gritos que parecen de dolor. Ésa es la
señal para que todos los bailarines se aparten de
la mujer, que ahora es difícil de distinguir, un
vago montón inmóvil rodeado de vapor.
Saltan llamas de varios puntos por todo su
cuerpo, vetas de lava se abren en sus venas y el
corazón mismo salta del pecho como un rayo. Su
cuerpo se convierte en una cruz ardiente
extendida en el suelo, el brillante vértice de un
cono invertido de vapor y humo turbulentos.
Hackworth nota que el tamborileo y el canto se
han parado por completo. La multitud observa
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durante un largo momento de silencio mientras
el cuerpo arde. Luego, cuando se ha apagado la
última de las llamas, de la multitud sale una
especie de guardia de honor: cuatro hombres
pintados de negro con esqueletos blancos
dibujados encima. Hackworth nota que la mujer
había estado sobre una pieza cuadrada de algo
cuando ardió. Cada uno de los tipos coge una
esquina de la sábana. Sus restos caen al centro,
las cenizas vuelan, los trozos encendidos brillan.
Los hombres esqueleto llevan los restos a un
bidón de doscientos litros y los tiran dentro.
Hay un golpe de humo y muchos chisporroteos
cuando los trozos calientes entran en contacto
con el líquido del bidón. Uno de los hombres
esqueleto coge una gran cucharón y revuelve la
mezcla, luego mete una agrietada y astillada
taza de la Universidad de Michigan y bebe
largamente.
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Los otros tres hombres esqueleto beben por
turnos. Para entonces, los espectadores han
formado una larga cola. Uno a uno se adelantan.
El líder de los hombres esqueleto sostiene la taza
y da un sorbo a cada uno. Luego se van,
individualmente o en pequeños grupos de
conversación. El espectáculo ha terminado.
La vida de Nell en Dovetail; desarrollos del
Manual; un viaje al
Enclave de Nueva Atlantis; le presentan a la
señorita
Matheson; nuevo alojamiento con un «viejo»
conocido
Nell vivió en el Molino durante varios días. Le
dieron una camita bajo los aleros en el último
piso, en un cómodo lugar al que sólo ella podía
llegar por su tamaño. Comía con Rita o Brad u
otra de las personas amables que conocía allí.
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