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Published by snullbug20, 2019-05-30 18:10:59

La Era Del Diamante - Neal Stephenson

—Tardará un minuto —dijo—. Por favor, tomaos


tiempo y no os queméis con el té. ¿Queréis tortas?





Nell no conocía esa delicia.




—No, gracias, señor —dijo, pero Harv, siempre


pragmático, dijo que podrían tomar un poco.





De pronto las manos del condestable


encontraron una nueva razón en la vida y


comenzaron a ocuparse explorando las oscuras


esquinas de viejas alacenas de madera por toda la


habitación.




—Por cierto —dijo distraído, mientras continuaba


con su busca—, si tenéis en mente atravesar


realmente la puerta, es decir, si queréis visitar


Dovetail y ser bienvenidos, debéis conocer algunas


cosas sobre nuestras reglas.









651

Se detuvo y se volvió hacia ellos, con una caja de


latón con la etiqueta de TORTAS.





—Para ser más específico, los palos y la navaja del


caballero tendrán que salir de los pantalones y

quedarse aquí, bajo los amorosos cuidados de mis


colegas y yo, y tendré que dar un buen vistazo a ese


monstruoso montón de lógica de barras, baterías,


sensores y otras cosas que la joven lleva en su


mochila, bajo la apariencia, a menos que esté


confundido, de un libro, ¿eh? —Y el condestable se


volvió hacia ellos con las cejas todo lo alto en la


frente, agitando la caja.




El condestable Moore, como se presentó,


examinó las armas de Harv con mayor cuidado del


realmente necesario, como si fuesen reliquias


recién exhumadas de una pirámide. Se preocupó


de felicitar a Harv por su supuesta efectividad, y


meditó en alto sobre la estupidez de cualquiera que






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se metiese con un joven como Harv. Las armas aca‐


baron dentro de una alacena, que el condestable


Moore cerró hablándole.





—Y ahora el libro, damisela —le dijo a Nell, con

mucha amabilidad.





No quería separarse del libro, pero recordó a los


chicos del parque que habían intentado quitárselo


y que habían sido castigados, o algo así, por sus


actos. Así que se lo dio. El condestable Moore lo co‐


gió con cuidado en ambas manos, y un pequeño


gemido de aprecio se le escapó de entre los labios.




—Debo informarle que en ocasiones hace cosas


desagradables a la gente que intenta robármelo —


dijo Nell, que luego se mordió los labios,


esperando no haber dado a entender que el


condestable Moore era un ladrón.





—Joven dama, me sorprendería si no lo hiciese.


653

Después de que el condestable Moore hubiese


girado el libro un par de veces en las manos,


felicitando a Nell por la cubierta, las letras doradas


y el tacto del papel, lo depositó cautelosamente

sobre la mesa, pasando primero la mano sobre la


madera para asegurarse de que allí no había caído


té o azúcar.





Se alejó de la mesa y pareció llegar por azar a una


copiadora de latón y roble que se encontraba en


una de las agudas esquinas de la habitación


ortogonal. Cogió un par de páginas de la bandeja

de salida y las repasó durante un rato, riendo con


tristeza de vez en cuando. En un momento dado


miró a Nell y movió la cabeza en silencio antes de


decir:





—Tiene alguna idea... —pero entonces rió de


nuevo, agitó la cabeza y volvió a los papeles.





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—Bien —dijo finalmente—, bien.





Metió nuevamente los papeles en la copiadora y


le dijo que los destruyese. Se metió los puños en


los bolsillos del pantalón y recorrió de arriba abajo

la habitación dos veces, luego se sentó de nuevo,


sin mirar ni a Nell, ni a Harv, ni al libro, sino con la


vista fija en la distancia.





—Bien —dijo—. No voy a confiscar el libro


durante tu visita a Dovetail, si cumples ciertas


condiciones. Primero, en ninguna circunstancia


harás uso de un compilador de materia. Segundo,

el libro es para tu uso, y sólo para tu uso. Tercero,


no copiarás o reproducirás ninguna información


contenida en el libro. Cuarto, no le mostrarás el


libro a nadie de aquí o harás que alguien conozca


su existencia. La violación de cualquiera de esas


condiciones llevaría inmediatamente a la


expulsión de Dovetail y a la confiscación y






655

probable destrucción del libro. ¿Me he expresado


con claridad?





—Perfectamente, señor —dijo Nell.




Fuera, oyeron el trote de un caballo que se


acercaba.





Una nueva amiga; Nell ve un caballo de


verdad; un paseo por Dovetail; Nell y


Harv se separan





La persona a caballo no era Brad, era una mujer


que Nell y Harv no conocían. Tenía el pelo rojo,


rubio y liso, la piel pálida con miles de pecas, y cejas

de color zanahoria y pestañas que eran casi


invisibles excepto cuando la luz del sol le daba en


la cara.





—Soy amiga de Brad —dijo—. Él está


trabajando. ¿Os conoce?



656

Nell estuvo a punto de largar, pero Harv la


retuvo poniéndole una mano en el brazo y le dio a


la mujer una versión más reducida de lo que Nell


le hubiese contado. Mencionó que Brad había sido

«amigo» de su madre por un tiempo, que siempre


les había tratado con amabilidad y que de hecho les


había llevado al E.N.A. para ver los caballos. No


muy avanzada la historia, la expresión neutra de la


cara de la mujer cambió a una algo más reservada,


y dejó de escuchar.





—Creo que Brad me habló una vez de vosotros

—dijo finalmente cuando Harv se metió en un


callejón sin salida—. Sé que os recuerda. ¿Qué os


gustaría que pasase ahora?





Aquélla era una pregunta difícil. Nell y Harv se


habían instalado en el hábito de concentrarse en lo


que no les gustaría que sucediese. Las opciones les


confundían, ya que a ellos les parecían dilemas.


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Harv dejó de agarrar el brazo de Nell y le agarró la


mano. Ninguno de los dos dijo nada.





—Quizá —dijo finalmente el condestable Moore,


después de que la mujer se hubiese vuelto hacia él

buscando una idea—, sería conveniente que los dos


os sentaseis durante un rato en un lugar seguro y


tranquilo para pensar.





—Eso estaría bien, gracias —dijo Nell.





—Dovetail tiene muchos parques y jardines


públicos...




—Olvídalo —dijo la mujer, cogiendo las


indirectas cuando las oía—. Los llevaré al molino


hasta que vuelva Brad. Luego —le dijo


significativamente al condestable—, pensaremos en


algo.









658

La mujer salió de la portería con paso firme, sin


mirar a Nell y Harv. Era alta y llevaba un par de


pantalones caqui, gastados en las rodulas pero


apenas en el trasero, y marcados aquí y allá con


viejas manchas sin identificar. Encima llevaba un

viejo jersey de pescador, con las mangas recogidas


y agarradas con imperdibles para formar gruesos


roroides de lana orbitando en cada uno de sus


brazos pecosos, el motivo replicado por unos


brazaletes de plata en cada muñeca. Murmuró algo


en dirección al caballo, una yegua appaloosa que ya


había inclinado el cuello hacia abajo e intentaba


comer la decepcionantemente corta hierba dentro

de la verja, buscando una hierba o dos que no


hubiesen sido marcadas por los asiduos corgis.


Cuando se detuvo para acariciar el cuello de la


yegua, Nell y Harv la alcanzaron y descubrieron


que le estaba dando una narración simplificada de


lo que había sucedido en la portería y de lo que iba


a suceder a partir de ahora, todo dicho de forma


ausente, por si la yegua quisiese saberlo. Por un


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momento Nell pensó que la yegua podría ser


realmente una cabalina disfrazada con una falsa


piel de caballo, pero luego expulsó un chorro de


orina de las dimensiones de una barra de la verja,


que brillaba como un sable de luz bajo el sol de la

mañana y estaba envuelto en un velo de vapor, y


Nell la olió y supo que el caballo era real. La mujer


no montó en el caballo, que aparentemente había


cabalgado a pelo, sino que cogió las riendas con


tanta suavidad como si fuesen telas de araña y guió


al animal. Nell y Harv la siguieron un par de pasos


por detrás, y la mujer caminó por la zona verde


durante un tiempo, aparentemente organizando

las cosas en su mente, antes de ponerse finalmente


el pelo tras la oreja de un lado y volverse hacia ellos.





—¿Os ha hablado el condestable Moore sobre


las reglas?





—¿Qué reglas? —soltó Harv antes de que Nell


pudiese embarcarse en un nivel de detalle que


660

pudiese dar una impresión negativa de ellos. Nell


se maravilló por enésima vez de los diversos


trucos de su hermano, que hubiesen


enorgullecido al mismo Pedro.




—Nosotros fabricamos cosas —dijo la mujer,


como si eso diese una explicación perfecta y


suficiente de la phyle llamada Dovetail—. Brad


fabrica herraduras. Pero Brad es una excepción


porque principalmente da servicios relacionados


con los caballos. ¿No, Eggshell? —Añadió la


mujer para beneficio de la yegua—. Por eso tuvo


que vivir en los Territorios Cedidos durante un

tiempo, porque había una discusión sobre si los


mozos de cuadra, mayordomos, y otros provee‐


dores de servicios encajaban con los estatutos de


Dovetail. Pero votamos y decidimos aceptarlos.


Esto os aburre, ¿no? Mi nombre es Rita, y fabrico


papel.





—¿Quieres decir, en el C.M.?


661

A Nell aquélla le parecía una pregunta muy


evidente, pero Rita se sorprendió al oírla y acabó


riendo.




—Os lo enseñaré más tarde. Pero adonde voy


es a que, al contrario de donde habéis vivido, todo


aquí en Dovetail fue hecho a mano. Tenemos


algunos compiladores de materia. Pero si


queremos una silla, por ejemplo, uno de los


artesanos montará una de madera, como en los


tiempos antiguos.




—¿Por qué no la compilan? —dijo Harv—. El


C.M. puede hacer madera.





—Puede hacer falsa madera —dijo Rita—, pero a


algunas personas no les gustan las cosas falsas.





—¿Por qué no os gustan las cosas falsas? —


preguntó Nell.


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Rita le sonrió.





—No sólo a nosotros. Es a ellos —dijo señalando


hacia el cintu‐rón de altos árboles que separaba

Dovetail del territorio de Nueva Atlantis.





La comprensión se reflejó en el rostro de Harv.





—Los vicky os compran cosas —dijo.





Rita pareció un poco sorprendida, como si no


hubiese oído antes la palabra vicky.

—De todas formas, ¿por dónde iba? Oh, sí, lo


importante es que todo aquí es único, así que


debéis ser cuidadosos con las cosas.





Nell tenía una vaga idea sobre qué significaba


único pero Harv no, así que Rita lo explicó durante


un rato mientras caminaban por Dovetail. Con el


tiempo tanto Nell como Harv comprendieron lo


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que Rita intentaba decir realmente, de la forma más


cautelosa imaginable: no querían que fueran por


ahí rompiendo cosas. Esa aproximación a la


modificación del comportamiento infantil chocaba


tanto con todo lo que conocían, que a pesar de los

esfuerzos de Rita por ser amable, la conversación


estuvo plagada de confusión por parte de los niños


y frustración por parte suya. De vez en cuando sus


pecas se desvanecían al ponérsele roja la cara.





Donde Dovetail tenía calles, estaban


pavimentadas con pequeños bloques de piedras


situados juntos. Los vehículos eran caballos,

cabalinas y velocípedos con grandes ruedas


abultadas. Exceptuando una zona donde se


acumulaba gran número de edificios alrededor de


un parque central, las casas estaban muy


espaciadas y tendían a ser muy pequeñas o muy


grandes. Y todas parecían tener agradables


jardines, 7 de vez en cuando Nell salía de la


carretera para oler una flor. Al principio Rita la


664

vigilaba nerviosa, diciéndole que no arrancase


ninguna flor porque pertenecían a otras personas.





Al final de la carretera había una puerta de


madera con una risible cerradura primitiva

consistente en una barra móvil, brillante por el


uso. Más allá de la puerta, la carretera se convertía


en un mosaico de piedras con hierba creciendo


entre ellas. Corría entre pastos, donde comían


caballos y alguna vaca lechera ocasional y,


finalmente, acababa en un gran edificio de piedra


de tres pisos colgado de la orilla de un río que


bajaba por la montaña desde el Enclave de Nueva

Atlantis Había una enorme rueda a un lado del


edificio y giraba lentamente impulsada por el río.


Había un hombre fuera, al lado de un bloque


grande, que utilizaba un hacha de hoja


excepcionalmente grande para cortar delgados


trozos de madera roja de un tronco. Ésos se


apilaban en un cesto de mimbre del que tiraba un


hombre con una cuerda desde el techo, y que


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reemplazaba algunas de las viejas tablillas por esas


nuevas rojas.





Harv se paralizó de asombro ante esa exhibición


y dejó de andar. Nell había visto el mismo proceso

de trabajo en las páginas del Manual. Ella siguió a


Rita a un edificio largo y bajo donde vivían los ca‐


ballos.





La mayor parte de la gente no vivía realmente


en el molino sino en un par de edificios exteriores,


de dos pisos cada uno, con talleres en la parte baja


y habitaciones arriba. Nell se sorprendió un poco

al descubrir que Rita no vivía realmente con Brad.


Su apartamento y taller tenían cada uno el doble


de superficie que el antiguo piso de Nell y estaban


llenos de cosas bonitas hechas de pesada madera,


metal, algodón, lino y porcelana que, como Nell


empezaba a entender, habían sido fabricadas por


manos humanas, probablemente allí en Dovetail.





666

El taller de Rita tenía unas enormes ollas en las


que preparaba un estofado fibroso y denso. Ella


extendía el estofado sobre una pantalla para


eliminar el agua y la aplastaba con una enorme


prensa manual para fabricar papel, grueso y de

bordes irregulares y sutilmente coloreado por las


miles de pequeñas fibras que corrían por él.


Cuando tenía listo un montón de papel, lo llevaba


al taller de al lado, del que salía un intenso olor a


grasa, donde un hombre barbudo de delantal


manchado lo pasaba por otra enorme máquina


manual. Cuando salía de esa máquina, tenía letras


en la parte alta, con el nombre y la dirección de una

dama de Nueva Atlantis.





Como Nell había sido decorosa hasta ese


momento y no había intentado meter los dedos en


la máquina y no había enloquecido a nadie con


preguntas, Rita le dio permiso para visitar los otros


talleres, con la condición de que pidiese permiso


en cada uno. Nell pasó la mayor parte del día


667

haciendo amigos entre los varios dueños: un


soplador de vidrio, un joyero, un carpintero, un


tejedor, un juguetero que le dio una pequeña


muñeca de madera con un vestido de percal.




Harv pasó el tiempo molestando a los hombres


que colocaban las tejas en el techo, luego vagó por


los campos durante la mayor parte del día, dando


de vez en cuando patadas a las piedras, y


generalmente investigando los límites y


condiciones generales de la comunidad centrada


en el Molino. Nell lo visitaba de vez en cuando. Al


principio parecia tenso y escéptico, luego se relajó

y disfrutó, y finalmente, bien entrada la tarde, se


puso de mal humor y se colocó en un montículo


sobre la corriente, arrojando guijarros, comiéndose


un pulgar y pensando.





Brad llegó pronto a casa, montando montaña


abajo un semental, directamente desde el Enclave


de Nueva Atlantis, atravesando el cinturón verde y


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cruzando la rejilla de seguridad con escasas


consecuencias porque las autoridades le conocían.


Harv se aproximó a él con aspecto formal,


aclarándose la garganta mientras se preparaba para


ofrecer una explicación y hacer una petición. Pero

los ojos de Brad apenas miraron a Harv, se


centraron en Nell y la miraron durante un


momento, para apartarse luego con timidez. El


veredicto fue que podían quedarse esa noche, pero


que lo demás dependía de detalles legales más allá


de su control.





—¿Has hecho algo que la Policía de Shanghai

pudiese considerar interesante? —le preguntó Brad


a Harv con gravedad. Harv dijo que no, un no


siempre con las subcondiciones, salvedades y


detalles técnicos habituales.





Nell quería contárselo todo a Brad. Pero había


estado viendo cómo, en el Manual, siempre que






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alguien le hacía a Pedro el Conejo una pregunta


directa de cualquier tipo, él siempre mentía.





—Al ver nuestros campos verdes y enormes


casas, podríais pensar que aquí somos atlantes —

dijo Brad—, pero nos encontramos bajo la


jurisdicción de Shanghai como el resto de los


Territorios Cedidos. Es verdad que la Policía de


Shanghai no suele venir, porque somos gente


pacífica y porque hemos llegado a ciertos acuerdos


con ellos. Pero si supiesen que damos cobijo a un


fugitivo miembro de una banda...




—No digas más —le soltó Harv.





Estaba claro que ya lo había pensado todo


sentado a la orilla del río y sólo esperaba a que los


adultos le confirmasen su lógica. Antes de que Nell


entendiese lo que sucedía, él se acercó a ella y le


dio un abrazo y un beso en los labios. Luego le dio


la espalda y comenzó a correr por el campo verde


670

en dirección al océano. Nell corrió tras él, pero no


pudo alcanzarlo, y finalmente se cayó en un grupo


de campanillas y vio a Harv disolverse tras una


cortina de lágrimas. Cuando ya no pudo verle, se


hizo un ovillo sollozando y, con el tiempo, Rita vino

y la cogió entre sus brazos fuertes y la llevó


lentamente a través del campo de vuelta al Molino,


donde la rueda seguía girando.





Las huérfanas Han son expuestas a los beneficios


de la tecnología


educativa moderna; el juez Fang reflexiona sobre


los preceptos

fundamentales del confucianismo





Las naves orfanato habían sido construidas en


compiladores de materia, pero no podían, por


supuesto, conectarse a Fuentes. En lugar de eso,


sacaban la materia de contenedores cúbicos, como


tanques de átomos colocados con precisión. Los


contenedores eran subidos a bordo por grúas y



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conectados a los compiladores de materia de la


misma forma que una línea de Toma si estuviesen


en la costa. Las naves se dirigían frecuentemente a


Shanghai, descargaban contenedores vacíos, y


embarcaban otros nuevos: sus hambrientas

poblaciones se alimentaban casi exclusivamente de


arroz sintético producido en los compiladores de


material.





Ahora había siete naves. Las cinco primeras


habían recibido los nombres de las Cinco Virtudes


del Maestro, y las siguientes habían decidido


bautizarlas con nombres de grandes filósofos

confucianos. El juez Fang voló a la llamada (en la


mejor traducción posible) Generosidad del Alma,


llevando personalmente el programa del C.M. en


la manga de su vestido. Aquélla era exactamente la


nave que había visitado la noche agitada de su


paseo en bote con el Doctor X, y desde entonces se


había sentido más cerca de las cincuenta mil niñas






672

de aquel barco que del otro cuarto de millón de los


otros.





El programa estaba escrito para funcionar en un


compilador de volumen, que produjese docenas de

Manuales cada ciclo. Cuando la primera remesa


quedó terminada, el juez Fang cogió uno de los


nuevos volúmenes, inspeccionó la cubierta, que


tenía la apariencia del jade, hojeó las páginas


admirando las ilustraciones y repasó con ojo crítico


la caligrafía.





Luego se lo llevó por un pasillo hasta una sala de

juegos en la que corrían, quemando energías,


cientos de niñas. Eligió una niña y le dijo que se


acercara. Ella se acercó, renuente, empujada por


una profesora energética que se alternaba entre


sonreír a la niña e inclinarse ante el juez Fang.





Él se puso en cuclillas para poder mirarla a los


ojos y le dio el libro. Ella estaba mucho más


673

interesada en el libro que en el juez Fang, pero le


habían enseñado educación, así que se inclinó y le


dio las gracias. Luego lo abrió. Sus ojos se


ensancharon. El libro comenzó a hablarle. Para el


juez Fang la voz sonaba un poco aburrida, el ritmo

del habla no era exactamente el adecuado. Pero a la


niña no le importaba. La niña estaba enganchada.





El juez Fang se puso en pie para encontrarse


rodeado por cientos de niñas pequeñas, todas


mirando el pequeño libro de jade, de puntillas, con


las bocas abiertas.




Finalmente había sido capaz de hacer algo


claramente bueno con su posición. En la República


Costera no hubiese sido posible; en el Reino


Medio, que seguía las palabras y el espíritu del


Maestro, era simplemente parte de sus


obligaciones.









674

Se volvió y abandonó la habitación; ninguna de


las niñas se dio cuenta, lo que estaba bien, porque


podrían haber visto el temblor en sus labios y las


lágrimas en sus ojos. Al dirigirse por los


corredores hacia la cubierta superior donde le

esperaba su nave aérea, repasó por milésima vez la


Gran Enseñanza, el núcleo del pensamiento del


Maestro: «Los ancianos que deseaban demostrar la


virtud ilustre al reino, primero ordenaban sus


propias casas. Deseando ordenar sus casas, pri‐


mero regulaban a sus familias. Deseando regular a


sus familias, cultivaban primero sus personas.


Deseando cultivar sus personas, primero

rectificaban sus corazones. Deseando rectificar sus


corazones, buscaban primero ser sinceros en sus


pensamientos. Deseando ser sinceros en sus


pensamientos, extendían primero en lo máximo


sus conocimientos. Tal extensión del conocimiento


yace en la investigación de las cosas... desde el Hijo


del Cielo hasta la masa de gentes, todos deben






675

considerar el cultivo de la persona como la raíz de


todo lo demás.»








Hackworth recibe un mensaje ambiguo; una


cabalgada por


Vancouver; mujer y tótems tatuados; entra en el

mundo


oculto de los Tamborileros





Secuestrador tenía una guantera en la parte de


atrás del cuello. Al recorrer la Altavía Hackworth


la abrió porque quería comprobar si era lo


suficientemente grande para contener su bombín


sin doblar, plegar, largar o mutilar el exquisito


hiperboloide de su ala. Resultó ser un pelín


demasiado pequeño. Pero el Doctor X había sido

tan considerado como para meter ahí algunos


snacks: un puñado de galletas de la fortuna, tres


para ser exactos. Tenían buen aspecto. Hackworth


cogió una y la abrió. La tira llevaba una llamativa


animación de una figura geométrica, largas tiras

676

de algo rebotaban de un lado a otro y chocaban


unas con otras. Parecía vagamente familiar:


aquello se suponía que eran tallos que los taoístas


usaban para adivinar. Pero en lugar de formar


hexagramas del I Ching, comenzaron a situarse en

su lugar, una después de la otra, de tal forma que


formaban letras en un estilo pseudo‐chino


utilizado en los logotipos de los restaurantes


chinos de una estrella. Cuando la última se colocó


en su lugar, decía:



BUSQUE AL ALQUIMISTA




—Muchísimas gracias, Doctor X —respondió


Hackworth. Siguió mirando el papel durante un


rato, esperando que se convirtiese en otra cosa,


algo más informativo, pero estaba muerto, un


trozo de basura ahora y para siempre.






Secuestrador redujo el paso a un medio galope y


atravesó la universidad, luego giró al norte y


atravesó un puente que llevaba a una península

677

que contenía la mayor parte de Vancouver. La


cabalina realizó la perfecta tarea de no pisar a


nadie, y Hackworth aprendió pronto a dejar de


preocuparse y confiar en sus instintos. Eso dejó sus


ojos libres para vagar por las vistas de Vancouver,

lo que no había sido aconsejable cuando había


recorrido ese camino en velocípedo. No había


notado antes la enloquecedora profusión del


lugar, donde cada persona parecía pertenecer a un


grupo étnico propio, cada uno con su propio


vestido, dialecto, secta y pedigrí. Era como si,


tarde o temprano, cada parte del mundo se


convirtiese en la India y, por tanto, dejase de

funcionar con sentido para los racionalistas


cartesianos como John Percival Hackworth, su


familia y amigos.





Poco después de atravesar el Aeródromo


llegaron al Parque Stanley, una península


protegida de varias millas de circunferencia que


había sido, gracias a Dios, cedida al Protocolo y


678

conservada como había sido siempre, con los


mismos pinos y cedros rojos cubiertos de moho


que siempre habían crecido en la zona. Hackworth


había estado allí algunas veces y tenía una vaga


idea de la distribución: restaurantes por aquí y allá,

senderos por la playa, un zoo y acuario, campos de


juego públicos.





Secuestrador lo llevó en un agradable paso largo


por una playa de guijarros y luego abruptamente


subió una cuesta, cambiando para ese propósito a


un paso que no había usado nunca ningún caballo


real. Las piernas se acortaron, y subió seguro con

las garras bien hundidas por una superficie de


cuarenta y cinco grados, como un león de montaña.


Un alarmante zigzag por entre un grupo de pinos


los llevó hasta una área despejada cubierta de


hierba. Luego Secuestrador cambió a un paso


menor, como si fuera un caballo real que tuviese


que enfriarse gradualmente, y llevó a Hackworth


hacia un semicírculo de viejos tótems.


679

Allí había una joven, de pie frente a uno de los


tótems con las manos en la espalda, lo que le


hubiese dado una apariencia agradablemente


recatada si no hubiese sido porque estaba

completamente desnuda y cubierta por tatuajes


mediatrónicos que cambiaban constantemente.


Incluso su pelo, que le caía libre hasta la cintura,


estaba infiltrado por ese tipo de nanositos por lo


que cada mecha de color fluctuaba de sitio en sitio


según un esquema que no era evidente para


Hackworth. Miraba atentamente la talla del tótem


y aparentemente no por primera vez, porque sus

tatuajes estaban realizados en el mismo estilo.





La mujer miraba un tótem dominado por la


representación de una orea, cabeza abajo con la cola


hacia arriba, la aleta dorsal salía proyectada


horizontalmente fuera del tótem y evidentemente


había sido realizada con otro trozo de madera. El


orificio nasal tenía una cara humana tallada


680

alrededor. La boca de la cara y el orificio nasal de la


orea eran la misma cosa. Esa negación promiscua


de los bordes se encontraba por todas partes en el


tótem y en los tatuajes de la mujer. Los ojos fijos de


un oso eran también la cara de otro tipo de

criatura. El ombligo de la mujer era también la


boca de una cara humana, similar al orificio nasal


de la orea, y a veces la cara se convertía en la boca


de una cara aún mayor cuyos ojos eran sus pezones


y cuya barbilla era su vello púbico. Pero tan pronto


como había descubierto una estructura, ésta


cambiaba a algo diferente, porque al contrario que


el tótem, el tatuaje era dinámico y jugaba con las

imágenes de la misma forma que el tótem lo hacía


con el espacio.





—Hola, John —dijo ella—. Lástima que te ame


porque tienes que irte.





Hackworth intentó encontrar su cara, lo que


debería haber sido fácil, ya que era la cosa en la


681

parte delantera de la cabeza; pero sus ojos se


perdían en las otras pequeñas caras que iban y


venían y fluían unas en las otras, compartiendo sus


ojos y boca, incluso los agujeros de su nariz. Y él


empezaba a reconocer estructuras también en su

pelo, que era más de lo que podía soportar. Estaba


muy seguro de haber visto a Piona allí.





Ella le dio la espalda, el pelo volando


momentáneamente como una falda, y en ese


instante pudo ver y comprender las imágenes. Esta‐


ba seguro de que ahí había visto a Gwen y Piona


caminando por una playa.




Bajó de Secuestrador y la siguió a pie.


Secuestrador lo siguió en silencio. Caminaron por el


parque cerca de un kilómetro o más, y Hackworth


mantenía una buen distancia porque cuando se


acercaba demasiado a ella las imágenes en el cabello


le desconcertaban. Ella le llevó a una sección


natural de la playa donde yacían desperdigados


682

muchos troncos de pinos. Mientras Hackworth


atravesaba los troncos intentando mantener el


ritmo de la mujer, ocasionalmente agarraba algo


que parecía haber sido tallado por alguien hacía


mucho tiempo.




Los troncos eran palimpsestos. Dos de ellos se


elevaban de la superficie del agua, no exactamente


verticales, clavados como dardos en la arena


inestable. Hackworth pasó entre ellos, con las olas


golpeandolé las rodillas. Vio gastadas imitaciones


de caras y bestias salvajes viviendo en el bosque,


cuervos, águilas y lobos entremezclados en una

madeja orgánica. El agua estaba terriblemente fría


entre sus piernas, y tuvo que tragar aire un par de


veces, pero la mujer seguía caminando; ahora el


agua estaba por encima de su cintura, y el pelo


flotaba a su alrededor, por lo que las imágenes


translúcidas volvieron a ser legibles. Luego se


desvaneció bajo una ola de dos metros de alto.





683

La ola tiró a Hackworth de espaldas y lo arrastró


un trecho, agitando los brazos y las piernas.


Cuando recuperó el equilibro, se quedó sentado


unos momentos, dejando que olas más pequeñas


abrazasen su cintura y pecho, esperando a que la

mujer saliese a respirar. Pero no lo hizo.





Allí abajo había algo. Se puso de pie y se metió


directamente en el océano. Justo cuando las olas le


tocaban la cara, sus pies chocaron con algo duro y


suave que cedió bajo su peso. Fue succionado hacia


abajo cuando el agua entró en un vacío


subterráneo. La abertura se cerró sobre su cabeza,

y de pronto volvía a respirar aire. La luz era


plateada. Estaba sentado en agua hasta el pecho,


pero desapareció con rapidez, eliminada por algún


sistema de bombas, y se encontró mirando a un


largo túnel plateado. La mujer bajaba por él, a un


tiro de piedra de él.









684

Hackworth había estado en algunos de aquéllos,


normalmente en situaciones más industriales. La


entrada estaba excavada en la piedra, pero el resto


era un túnel flotante, un tubo lleno de aire anclado


al fondo. Era una forma barata de fabricar espacio;

los nipones usaban esas cosas como dormitorios


para los trabajadores eventuales extranjeros. Las


paredes estaban formadas por membranas que


sacaban oxígeno del agua marina circundante y


expulsaban dióxido de carbono, por lo que desde


el punto de vista de un pez, los túneles soltaban


vapor como la pasta caliente en un plato de metal


frío al expulsar incontables microburbujas de CO2.

Aquellas cosas se extendían a sí mismas en el agua


como las raíces que crecían en las patatas mal


guardadas, dividiéndose de vez en cuando,


llevando sus propias Tornas para poder extenderse


a voluntad. Al empezar estaban vacíos y doblados,


y cuando sabían que se habían terminado, se


inflaban a sí mismos con el oxígeno robado y se


ponían rígidos.


685

Ahora que el agua fría había salido de los oídos


de Hackworth, podía oír un tamborileo profundo


que al principio había confundido con las olas de


la superficie; pero tenía un ritmo más regular que

le invitaba a avanzar.





Hackworth caminó por el túnel, siguiendo a la


mujer, y al avanzar la luz se hizo más tenue y el


túnel más estrecho. Sospechaba que las paredes del


túnel tenían propiedades mediatrónicas porque


seguía viendo cosas por el rabillo del ojo que no


estaban allí cuando giraba la cabeza. Había

supuesto que pronto llegaría a una cámara, una


ampliación, y su amiga estaría sentada golpeando


un enorme timbal, pero antes de llegar a algo así,


se encontró en un sitio donde el túnel estaba


completamente a oscuras, y tuvo que ponerse de


rodillas y guiarse por el tacto. Cuando tocó la


rígida pero suave superficie del túnel con las


rodillas y las manos, sintió el tamborileo en los


686

huesos y comprendió que había un sistema audio


en la cosa; el tamborileo podría estar en cualquier


sitio, o ser una grabación. O quizá fuese aún más


simple, quizás el tubo transmitía muy bien el


sonido, y en algún lugar del sistema de túneles la

gente golpeaba las paredes.





Su cabeza chocó con el túnel. Se tiró al suelo y


empezó a arrastrarse. Enjambres de pequeñas luces


brillaban más allá de su cara, y luego comprendió


que eran sus manos; nanositos emisores de luz se


habían incrustado en su carne. Los médicos del


Doctor X debían de haberlos puesto ahí; pero no se

habían encendido hasta entrar en los túneles.





Si la mujer no hubiese ido por ese camino, lo


hubiese dejado, pensando que era un callejón sin


salida, un túnel defectuoso que no se había


expandido. El tamborileo venía ahora a sus oídos y


huesos de todas partes. No podía ver nada,


aunque de vez en cuando le pareció que captaba


687

un resplandor de luz amarilla. El túnel onduló


ligeramente en una corriente profunda, ríos de


agua terriblemente fría que recorrían el fondo de


los estrechos. En cuanto dejaba que su mente


vagase y le recordaba que estaba bajo la superficie

del océano, tenía que detenerse y obligarse a


calmarse. Se concentraba en el buen túnel lleno de


aire, no en lo que le rodeaba.





Definitivamente había luz al frente. Se encontró


en una protuberancia del tubo, justo lo suficiente


para sentarse, y ponerse de espaldas para descansar


un momento. Allí brillaba una lámpara, una

escudilla llena de algún hidrocarbono fundente


que no emitía ni cenizas ni humo. Las paredes


mediatrónicas tenían escenas animadas, apenas


visibles bajo la luz parpadeante: animales bailando


en el bosque.





Siguió los tubos durante un periodo de tiempo


bastante largo pero difícil de estimar. De vez en


688

cuando llegaba a una cámara con una lámpara y


más imágenes. Al arrastrarse por un largo túnel


perfectamente negro, comenzó a experimentar


alucinaciones auditivas y visuales, al principio


vagas, sólo ruido al azar golpeando en su red

neuronal, pero cada vez más definidas y realistas.


Las alucinaciones tenían una característica de un


sueño en el que las cosas que había visto


recientemente, como Gwen y Piona, el Doctor X, la


nave aérea, los chicos jugando, se mezclaban con


imágenes tan extrañas que apenas podía


reconocerlas. Le preocupaba que su mente cogiese


algo que le era tan querido como Piona y lo

mezclase con un fárrago de ideas e imágenes


extrañas.





Podía ver los nanositos en su piel. Por lo que


sabía, ahora podría tener un millón más viviendo


en su cerebro, montando los axones y dendritas,


pasándose datos unos a otros en pulsos de luz. Un


segundo cerebro entremezclado con el suyo.


689

No había razón por la que la información no


pudiese pasar de un nanosito a otro, del interior de


su cuerpo a los nanositos en la piel, y de ahí


atravesando la oscuridad hacia otros. ¿Qué

sucedería cuando se acercase a otras personas con


una infección similar?





Cuando finalmente llegó a la gran cámara, no


sabía si era la realidad u otra alucinación producida


por máquinas. Tenía la forma de un cono de helado


aplastado, una bóveda sobre un suelo cónico de


ligera inclinación. El techo era un vasto mediatrón,

y el suelo servía de anfiteatro. Hackworth entró en


la habitación abruptamente mientras el tamborileo


llegaba a un crescendo. El suelo era resbaladizo, y


se deslizó sin poder evitarlo hasta alcanzar el punto


central. Se quedó de espaldas y vio una ardiente


escena en el domo sobre su cabeza y en su visión


periférica, cubriendo el suelo del teatro: un millar






690

de constelaciones vivientes golpeando el suelo con


sus manos.











































































691

PARTE


LA SEGUNDA















Criados y educados en regiones extranjeras, hay


mucho en la administración de la Dinastía Celeste


que no es perfectamente comprensible para los


Bárbaros, y continuamente ponen construcciones


forzadas sobre cosas de las que es difícil explicarles

su verdadera naturaleza,



QIYING















692

Hackworth disfruta de una


experiencia singular; el rito de


los Tamborileros





En un espacio cavernoso iluminado por

muchos fuegos pequeños, una joven,


probablemente casi una niña, está desnuda a


excepción de una compleja pintura sobre un


pedestal, o quizás es un tatuaje mediatrónico a


cuerpo entero. Una corona de ramas con hojas


está sobre su cabeza, y su grueso y voluminoso


pelo le cae hasta las rodillas. Contra su pecho



693

sostiene un ramo de rosas, con las espinas


clavándose en su piel. Mucha gente, quizá miles


de personas, la rodean, tamborileando


enloquecidos, a veces cantando y salmodiando.





En el espacio entre la chica y los espectadores


se introducen un par de docenas de hombres.


Algunos vienen corriendo por propia voluntad,

otros parecen haber sido empujados, algunos


vagan como si hubiesen ido caminando por la


calle (completamente desnudos) y se hubiesen


equivocado de puerta. Algunos son asiáticos,


algunos europeos, otros africanos. Algunos


tienen que ser estimulados por celebrantes en


trance que los atacan desde la multitud y los


empujan aquí X allá. Al final forman un círculo

alrededor de la chica, y entonces el tamborileo


alcanza un nivel ensordecedor, se acelera hasta


convertirse en una granizada sin ritmo, y luego


de pronto, instantáneamente, se detiene.


694

Alguien aulla algo con voz aguda, llena de


propósito y ululante. Hackworth no puede


entender lo que dice esa persona. Luego hay un


único y masivo golpe de tambor. Más gritos.


Otro golpe. Una vez más. El tercer golpe de


tambor establece un ritmo pesado. Eso sucede


durante un rato, con el ritmo acelerándose

lentamente. Después de cierto punto, el


aullador ya no se para entre golpes, comienza a


tejer su grito como un contrapunto. El anillo de


hombres alrededor de la chica comienza a bailar


con un movimiento alternante muy simple, en


un sentido y luego en el otro. Hackworth nota


que todos tienen erecciones, cubiertas con


brillantes condones mediatrónicos: gomas que

producen su propia luz de forma que los


miembros saltarines parecen otros tantos


bastones luminosos bailando en el aire.





695

Los golpes de tambor y la danza se aceleran


lentamente. Las erecciones le dicen a Hackworth


por qué aquello necesita tanto tiempo: lo que


está viendo es el juego previo. Después de media


hora más o menos, la excitación, fálica y de otro


tipo, es insoportable. El ritmo es ahora un poco


más rápido que el ritmo del pulso, con otros


muchos ritmos y contrapuntos entretejidos con

él, y los cantos de los individuos se han


convertido en un salvaje fenómeno coral


semiorganizado. En cierto momento, después de


que aparentemente nada sucediese durante


media hora, todo pasa simultáneamente: el


tamborileo y los cantos alcanzan un nuevo e


imposible nivel de intensidad. Los bailarines


bajan las manos, se agarran las puntas de los

condones radiactivos y tiran de ellos. Alguien


corre con un cuchillo y corta las puntas de los


condones en una monstruosa parodia de la


circuncisión, exponiendo el glande del pene de


696

cada hombre. La chica se mueve por primera


vez, tirando el ramo al aire como una novia que


camina hacia la limusina; la fuente de rosas,


girando, cae individualmente entre los bailari‐


nes, que la agarran en el aire, la buscan en el


suelo, lo que sea. La chica se desmaya, o algo así,


cayendo hacia delante, con los brazos extendi‐


dos, y es agarrada por varios bailarines, que

levantan el cuerpo sobre sus cabezas y la llevan


en círculo durante un rato, como un cuerpo


crucificado recién bajado del árbol. Acaba con la


espalda en el suelo, y uno de los bailarines está


entre sus piernas, y en unos pocos golpes acaba.


Un par de ellos lo agarran por los brazos y lo


apartan antes de que pueda decirle que todavía


la amará por la mañana, y otro se mete allí, y

tampoco necesita mucho tiempo; todo aquel


juego previo ha puesto a los tíos en actitud de


disparo. Los bailarines se las arreglan para pasar


en unos pocos minutos. Hackworth no puede


697

ver a la chica, completamente oculta, pero no se


resiste por lo que puede ver, y no parece que la


estén obligando a quedarse abajo. Hacia el final,


comienza a salir humo o vapor de la orgía. El


último participante hace más muecas que una


persona normal que tiene un orgasmo, y se sale


solo de la mujer, agarrándose la polla y saltando


dando gritos que parecen de dolor. Ésa es la

señal para que todos los bailarines se aparten de


la mujer, que ahora es difícil de distinguir, un


vago montón inmóvil rodeado de vapor.





Saltan llamas de varios puntos por todo su


cuerpo, vetas de lava se abren en sus venas y el


corazón mismo salta del pecho como un rayo. Su


cuerpo se convierte en una cruz ardiente

extendida en el suelo, el brillante vértice de un


cono invertido de vapor y humo turbulentos.


Hackworth nota que el tamborileo y el canto se


han parado por completo. La multitud observa


698

durante un largo momento de silencio mientras


el cuerpo arde. Luego, cuando se ha apagado la


última de las llamas, de la multitud sale una


especie de guardia de honor: cuatro hombres


pintados de negro con esqueletos blancos


dibujados encima. Hackworth nota que la mujer


había estado sobre una pieza cuadrada de algo


cuando ardió. Cada uno de los tipos coge una

esquina de la sábana. Sus restos caen al centro,


las cenizas vuelan, los trozos encendidos brillan.


Los hombres esqueleto llevan los restos a un


bidón de doscientos litros y los tiran dentro.


Hay un golpe de humo y muchos chisporroteos


cuando los trozos calientes entran en contacto


con el líquido del bidón. Uno de los hombres


esqueleto coge una gran cucharón y revuelve la

mezcla, luego mete una agrietada y astillada


taza de la Universidad de Michigan y bebe


largamente.





699

Los otros tres hombres esqueleto beben por


turnos. Para entonces, los espectadores han


formado una larga cola. Uno a uno se adelantan.


El líder de los hombres esqueleto sostiene la taza


y da un sorbo a cada uno. Luego se van,


individualmente o en pequeños grupos de


conversación. El espectáculo ha terminado.








La vida de Nell en Dovetail; desarrollos del

Manual; un viaje al


Enclave de Nueva Atlantis; le presentan a la


señorita


Matheson; nuevo alojamiento con un «viejo»


conocido





Nell vivió en el Molino durante varios días. Le


dieron una camita bajo los aleros en el último


piso, en un cómodo lugar al que sólo ella podía


llegar por su tamaño. Comía con Rita o Brad u

otra de las personas amables que conocía allí.

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