deberían renunciar a sus patrullas a caballo y
adoptar medidas de seguridad más modernas.
Incluso después de realizar esas innovaciones
y de que la comunidad se uniese a la Primera
República Distribuida, Cari, su padre y su
abuelo habían seguido haciendo las cosas a la
antigua: cazando alces, calentando la casa con
una estufa alimentada con madera y sentándose
frente a las pantallas de los ordenadores en
habitaciones oscuras muy de noche escribiendo
a mano códigos en ensamblador. Era una casa
puramente masculina (la madre de Cari había
muerto cuando él tenía nueve años en un
accidente de canoa), y Cari huyó de allí tan
pronto como encontró la forma de hacerlo,
yendo a San Francisco, luego a Nueva York,
luego a Londres, y convirtiéndose en parte útil
de las producciones teatrales. Pero a medida que
envejecía, más entendía las muchas formas en
1151
que sus raíces se hundían en el sitio donde había
crecido, y nunca lo había sentido con tanta
intensidad como cuando atravesó las calles de
Shanghai bajo la tormenta, fumando un grueso
cigarro y viendo la lluvia caer del ala del
sombrero. Las sensaciones más intensas y claras
de su vida se habían introducido en su joven e
indefensa mente en las primeras patrullas de
amanecer, sabiendo que los desesperados
estaban ahí fuera. Volvía continuamente a
aquellas memorias durante el resto de su vida,
intentando recuperar la misma pureza e
intensidad de las sensaciones, o intentando
hacer que los rac‐tores la sintiesen. Ahora por
primera vez en treinta años sentía lo mismo, en
esta ocasión en las calles de Shanghai, calientes
y vibrantes al borde de una rebelión dinástica,
como las arterias de un viejo que va a sentir su
primer orgasmo en años.
1152
Se limitó a pasar por el hotel, donde se llenó
los bolsillos del abrigo con fajos de folios, una
pluma, una caja plateada llena de cigarros como
balas en una ametralladora, y algunos pequeños
contenedores de nanomaterial que podía usar
para ajustar el funcionamiento del cerebro y el
cuerpo. También cogió un pesado bastón, un
verdadero báculo de mago lleno de aeróstatos
de seguridad que le traerían de vuelta al hotel en
caso de disturbios. Luego volvió una vez más a
las calles, atravesando la multitud en poco más
que un kilómetro hasta llegar a un salón de té
donde había pasado muchas noches durante su
ocupación en el Parnasse. La vieja señorita
Kwan le dio la bienvenida con calor,
inclinándose muchas veces e indicándole su
mesa favorita en la esquína desde la que podía
ver la intersección de Nanjing Road y una pe‐
queña calle lateral repleta de pequeños puestos
de venta. Todo lo que podía ver ahora eran las
1153
espaldas y traseros de la gente en la calle,
apretados contra el cristal por la presión de la
multitud. Pidió una gran tetera de su té verde
favorito, el más caro, recogido en abril cuando
las hojas estaban suaves y tiernas, y extendió los
folios sobre la mesa. Aquel salón de té estaba
completamente integrado en la red mundial de
media, y las páginas se conectaron
automáticamente. Según las órdenes
murmuradas por Cari Hollywood comenzaron
a llenarse con columnas de texto animadas y
ventanas con imágenes y reproducciones de
cine. Tomó el primer sorbo de té —siempre el
mejor— sacó la gran pluma del bolsillo, quitó la
tapa y tocó con ella el papel. Comenzó a escribir
órdenes en la página, palabras y dibujos. Al
terminar, las palabras se ejecutaban frente a él, y
al dibujar la línea entre las cajas y los círculos se
establecían los enlaces y corría la información.
1154
Al pie de la página escribió la palabra Miranda
y dibujó un círculo a su alrededor. No estaba
todavía conectado a nada en el diagrama. Pero
esperaba que pronto lo estuviese. Cari
Hollywood trabajó en sus papeles hasta bien
entrada la noche, y la señorita Kwan siguió
rellenando de la tetera y trayendo dulces, y
decoró el borde de la mesa con velas a medida
que caía la noche y el salón de té se ponía más
oscuro, porque ella recordaba que a él le gustaba
trabajar bajo la luz de las velas. Los chinos en el
exterior, separados de él por poco más de un
centímetro de diamante, lo observaban con las
narices marcando pequeñas elipses contra el
cristal, y los rostros brillaban bajo la luz de las
velas como melocotones maduros que colgasen
de un exuberante follaje oscuro.
1155
Los Hackworth en tránsito, y en Londres; el
East End;
un sorprendente paseo en barca; Dramatis
Personae;
una noche en el teatro
Suaves y claras nubes ondulaban lentamente
en la distancia como ráfagas de nieve, más de
mil kilómetros con el aspecto de tener el ancho
de un patio, iluminadas pero no calentadas por
el sol poniente albaricoque que nunca acababa
de desaparecer. Piona estaba tendida boca
arriba sobre el camastro, mirando cómo su
aliento se condensaba en la ventana y se
evaporaba en el aire seco.
—¿Padre? —dijo, con voz muy baja, para
comprobar si estaba despierto.
1156
No lo estaba, pero se despertó con rapidez,
como si hubiese estado en uno de esos sueños
apenas por debajo de la consciencia, como una
aeronave atravesando algunas nubes.
‐¿Sí?.
—¿Quién es el Alquimista? ¿Por qué lo
buscas?
—Preferiría no explicar por qué lo busco.
Digamos que he contraído obligaciones que
hay que cumplir —su padre parecía más preo‐
cupado por la segunda parte de la pregunta de
lo que había esperado, y su voz estaba llena de
arrepentimiento.
—¿Quién es él? —insistió Piona con
suavidad.
1157
—Oh, bien, querida, si lo supiese, le habría
encontrado.
—¡Padre!
—¿Qué tipo de persona es?
Desgraciadamente no dispongo de
demasiadas pistas. He intentado sacar algunas
conclusiones del tipo de personas que lo
buscan, y del tipo de persona que soy yo.
—Perdóname, padre, pero ¿qué importancia
podría tener tu propia naturaleza en el
Alquimista?
—Más de un sabio ha llegado a la conclusión
de que soy el hombre idóneo para encontrar a
ese tipo, aunque yo no sé nada sobre criminales
1158
o espionaje y demás. Sólo soy un ingeniero
nanotecnológico.
—¡Eso no es cierto, padre! Eres mucho más
que eso. Conoces muchas historias... me
contaste tantas, cuando estabas lejos, ¿lo re‐
cuerdas?
—Supongo que sí —se permitió decir,
extrañamente tímido.
—Y las leía todas las noches. Y aunque las
historias eran sobre hadas, piratas, genios y esas
cosas, siempre sabía que tú estabas tras ellas.
Como el titiritero que maneja las cuerdas y
presta las voces y las personalidades. Por tanto,
creo que eres más que un ingeniero. Simple‐
mente necesitas un libro mágico para dejarlo
salir.
1159
—Bien... ése es un argumento que no había
considerado —dijo su padre, con la voz de
pronto llena de emociones.
Piona luchó con la tentación de mirar por
encima de la cama y verle la cara, lo que le
hubiese avergonzado. En su lugar, se dobló so‐
bre la cama y cerró los ojos.
—Sea lo que fuere lo que pienses de mí,
Piona, y debo decir que me sorprende
agradablemente que tengas una opinión de mí
tan favorable, para aquellos que me enviaron en
esta búsqueda, soy un ingeniero. Sin ser
arrogante, puedo añadir que he ascendido
rápido en la profesión y que he alcanzado una
posición de responsabilidad nada despreciable.
Y ésa es la única característica que me distingue
de los otros hombres, así que sólo ésa puede ser
la verdadera razón por la que se me eligió para
1160
encontrar al Alquimista. De ahí deduzco que el
propio Alquimista debe de ser un ingeniero
nanotecnológico de buen nivel, y que se cree
que está desarrollando un producto de interés
para más de un Poder.
—¿Hablas de la Simiente, padre?
Hackworth estuvo en silencio durante un
momento. Cuando habló de nuevo, lo hizo en
voz alta y seria.
—La Simiente. ¿Cómo conoces la Simiente?
—Tú me hablaste de ella, padre. Me dijiste que
era algo peligroso, y que Defensa del Protocolo
no debía permitir que se crease. Y que, además...
—¿Además qué?
1161
Piona estuvo a punto de recordarle que sus
sueños durante los últimos años habían estado
llenos de simientes, y que cada historia que
había visto en el Manual había estado llena de
ellas: simientes que se convertían en castillos;
dientes de dragón que se convertían en solda‐
dos; semillas que se convertían en gigantescos
tallos de habichuelas y llevaban a universos
alternativos en las nubes, semillas, dadas a
hospitalarias parejas estériles por viejas
itinerantes, que se convertían en plantas con
vainas gigantes que contenían bebés vivos y
alegres.
Pero sentía que si lo mencionaba
directamente, él le cerraría la puerta de hierro en
la cara; una puerta que en ese momento estaba
asombrosamente abierta.
1162
—¿Por qué crees que las Simientes son tan
interesantes? —intentó.
—Son interesantes en la medida en que un vial
de nitroglicerina es interesante —dijo—. Son
tecnologías subversivas. No debes volver a
hablar de la Simiente, Piona... los agentes de
CryptNet podrían estar en cualquier sitio,
escuchando nuestra conversación.
Piona suspiró. Cuando su padre hablaba con
libertad, podía sentir al hombre que le había
contado historias. Cuando se violaban ciertos
temas, se colocaba el velo y se convertía en otro
caballero Victoriano. Era molesto. Pero sentía
que esa misma característica en un hombre que
no fuese su padre sería provocadora. Era una
debilidad tan evidente que ni ella ni ninguna
otra mujer podría resistir la tentación de
explotarla... una noción malevolente y, por
1163
tanto, seductora, que habría de ocupar buena
parte de la mente de Piona durante los
siguientes días, al encontrarse con otros
miembros de su tribu en Londres.
Después de una simple cena con cerveza y
pastas en un pub en las afueras de la City, fueron
al sur por el Tower Bridge, atravesaron una
estrecha franja de elegantes construcciones en la
orilla derecha del río y entraron en Southwark.
Como en otros distritos atlantes de Londres, las
líneas de Toma habían sido insertadas en el
interior del lugar, corriendo por túneles de
servicio, colgando de las húmedas partes bajas
de los ríos, y metiéndose en los edificios por
pequeños agujeros producidos en los
cimientos. Las pequeñas casas viejas y pisos de
aquel barrio, en una ocasión pobre, habían sido
restaurados para servir de trampolines para
jóvenes atlantes de toda la angloesfera, pobres
1164
en participaciones pero ricos en esperanzas,
que habían venido a la gran ciudad para
incubar sus carreras. Los negocios en la planta
baja tendían a ser pubs, cafeterías y cabarets. A
medida que padre e hija se dirigían al este,
generalmente paralelos al río, el lustre que era
tan evidente cerca del puente comenzó a
desaparecer en algunos puntos, y el antiguo
carácter del vecindario comenzó a reafirmarse,
como los huesos de los nudillos revelan su
forma bajo la piel del puño. Había grandes
claros entre las construcciones de la orilla, lo
que les permitió admirar el distrito al otro lado
del río, cuyo manto de niebla nocturna ya
estaba manchado por los colores acaramelados
y cancerígenos de los grandes mediatrones.
Piona Hackworth notó un brillo en el aire,
que se convirtió en una constelación cuando
1165
parpadeó y enfocó la vista. Un puntito de luz
verde, un fragmento infinitesimal de
esmeralda, le tocó la superficie del ojo,
abriéndose en una nube de luz. Parpadeó dos
veces, y había desaparecido. Tarde o temprano
ese y otros muchos se abrían paso alrededor de
los ojos dándole una apariencia grotesca. Se
sacó un pañuelo de la manga y se limpió los
ojos. La presencia de tantos bichos emisores de
lidar le llevó a entender que habían estado
penetrando durante mucho tiempo una gran
extensión de niebla sin ser conscientes de ello;
la humedad del río se condensaba alrededor de
los microscópicos guardianes de la frontera.
Una luz coloreada parpadeaba vagamente en
la pantalla de niebla frente a ellos, dibujando la
silueta de una columna de piedra pintada en
medio del camino: alas de grifo, cuerno de
unicornio, definidos y negros frente a un
cosmos chillón. Un condestable estaba al lado
1166
de un frontón, simbólicamente vigilando el
bar. Saludó a los Hackworth y murmuró algo
brusco pero amable a través de la bufanda
cuando padre e hija salieron de Nueva Atlantis
y penetraron en el enclave chillón lleno de
palurdos tetes peleando y cantando frente a la
entrada de los pubs. Piona vio una vieja
bandera Union Jack, luego la miró de nuevo y
vio que a los brazos de la cruz de San Andrés
le habían añadido estrellas para mejorarla, co‐
mo la bandera de batalla confederada. Le dio
un impulso a la cabalina y se puso casi a la
altura de su padre.
Luego la ciudad se hizo más oscura y
tranquila, aunque no menos poblada, y
durante unas manzanas sólo vieron a hombres
de pelo oscuro y bigotes y mujeres que no eran
más que columnas de tela negra. Luego Piona
olió a anís y ajo al pasar por el territorio
1167
vietnamita durante un momento. Le hubiese
encantado detenerse en uno de los cafés
callejeros para tomar un poco depho, pero su
padre pasó de largo, siguiendo la marea que se
movía por el Támesis, y en unos minutos habían
llegado de nuevo a la orilla. Estaba ocupada por
viejos almacenes de cemento —una tipo de
estructura ahora tan obsoleto como para re‐
querir una explicación— que habían sido
convertidos en oficinas.
Un embarcadero corría por la superficie del
río, moviéndose arriba y abajo con las olas,
unido al borde del muelle de granito por medio
de una pasarela. Una vieja nave negra estaba
atada al embarcadero, pero estaba
completamente a oscuras, y sólo era visible por
su negra sombra frente a las aguas grises.
Después de que las cabalinas se detuviesen y de
1168
que los Hackworth desmontasen, pudieron oír
voces bajas que venían de abajo.
John Hackworth sacó unas entradas del
bolsillo delantero y les pidió que se iluminasen;
pero estaban impresas en viejo papel y no
contenían fuentes de energía, así que finalmente
tuvo que emplear la linterna que colgaba de la
cadena del reloj. Aparentemente satisfecho por
haber llegado al sitio correcto, le ofreció el brazo
a Piona y la escoltó por la pasarela hasta el
embarcadero. Una pequeña luz parpadeante se
dirigió hacia ellos y se convirtió en un hombre
afrocaribeño, que llevaba gafas sin montura y
portaba una antigua linterna de tormenta. Piona
le miró la cara cuando sus enormes ojos,
amarillos como viejas bolas de billar de marfil,
examinaron las entradas. Su piel era rica y cálida,
y brillaba bajo la luz de la linterna, y olía
ligeramente a limón combinado con algo más
1169
oscuro y menos agradable. Cuando terminó,
miró arriba, no a los Hackworth sino a la
distancia, se dio la vuelta y se alejó. John
Hackworth se quedó quieto durante unos mi‐
nutos, esperando instrucciones, luego se
envaró, cuadró los hombros y guió a Piona por
el embarcadero hacia el bote.
Tenía unos ocho o diez metros de largo. No
había pasarela, y las personas que ya estaban a
bordo tuvieron que agarrarles de los brazos y
ayudarles a subir, una violación de la etiqueta se
produjo con tal rapidez que no tuvieron tiempo
de sentirse incómodos.
El bote era básicamente una bañera grande y
plana, no mucho mayor que una balsa
salvavidas, con algunos controles a proa y algún
tipo de moderno, y por tanto despreciable,
pequeño sistema de propulsión a popa. Cuando
1170
los ojos se ajustaron a la débil luz que se dis‐
persaba en la niebla, pudieron ver quizás a una
docena más de pasajeros alrededor del borde
del bote, sentados para que las conmociones de
los barcos al pasar no les molestasen. Viendo la
sabiduría de aquello, John llevó a Piona al único
espacio libre, y se sentaron entre otros dos
grupos: un trío de jóvenes nipones que se
obligaban a fumar unos a otros, y un hombre y
una mujer con ropas bohemias pero caras, be‐
biendo cerveza de lata y hablando con acento
canadiense.
El hombre del embarcadero soltó amarras y
saltó a bordo. Otro funcionario había tomado
los controles y aceleraba suavemente en la
corriente, cortando la aceleración un momento
determinado y enviándolo contra una ola.
Luego el bote entró en el canal principal y ganó
1171
velocidad. Pronto hizo frío, y los pasajeros
murmuraron, exigiendo más calor de las ropas
termogénicas. El afrocaribeño realizó un
circuito llevando un pesado baúl con cervezas
de lata y vasos de Pinot noir. Las conversaciones
se detuvieron durante unos minutos cuando los
pasajeros, todos guiados por el mismo impulso
primario, volvieron los rostros hacia el aire frío
y se relajaron en el agradable salto del casco
sobre las olas.
El viaje llevó casi una hora. Después de varios
minutos, la conversación volvió, la mayoría de
los pasajeros permanecieron formando pe‐
queños grupos. El baúl de los refrescos dio un
par de vueltas más. John Hackworth empezó a
entender, a partir de algunos detalles sutiles, que
uno de los jóvenes nipones estaba más
intoxicado de lo que daba a entender y que
probablemente había pasado algunas horas en
1172
un pub del puerto antes de llegar al
embarcadero. Cogía una bebida de la caja cada
vez que pasaba, y a media hora de camino, se
puso precariamente en pie, se inclinó hacia fuera
y vomitó. John le hizo una mueca a su hija. El bote
golpeó una ola invisible, moviéndose de lado.
Hackworth se agarró primero a la barandilla y
luego al brazo de su hija.
Piona gritó. Estaba mirando por encima del
hombro de John a los jóvenes nipones. John se
volvió para ver que ahora sólo había dos; el
borracho se había ido, y los otros dos se habían
inclinado boca abajo sobre la borda y estiraban
los brazos, los dedos como rayos blancos
brillando sobre las aguas oscuras. John sintió
que el brazo de Piona se liberaba de su mano, y
al volverse hacia ella, sólo la vio saltar por enci‐
ma de la barandilla.
1173
Todo había pasado antes de llegar a asustarse.
La tripulación trató el tema con una eficacia
práctica que sugería a Hackworth que el
hombre nipón era realmente un ractor, que todo
el incidente era parte de la producción. El
afrocaribeño maldijo y les gritó que aguantaran,
su voz pura y potente como un violoncelo
Stradivarius, la voz de un actor. Invirtió el
refrigerador, tirando todas las cervezas y el vino,
luego lo cerró y lo tiró por la borda como
salvavidas. Mientras tanto el piloto le daba la
vuelta al bote. Varios pasajeros, incluyendo a
Hackworth, habían encendido las linternas y
enfocaban sus haces sobre Piona, cuya falda se
habían inflado al saltar con los pies por delante
y ahora la rodeaba como una balsa de flores. Con
una mano agarraba el cuello del hombre nipón
y con la otra el asa de la nevera. No tenía ni la
fuerza ni un punto de apoyo como para
1174
mantener al borracho fuera del agua, y ambos
quedaban cubiertos por las olas del estuario.
El hombre de los bucles subió aʹFiona primero
y se la pasó a su padre. Las fabrículas que
formaban sus ropas —incontables bichos unidos
en una matriz bidimensional— se pusieron a
trabajar expulsando el agua atrapada en los
intersticios. Piona estaba envuelta en un sinuoso
velo de niebla que ardía con la luz capturada de
las linternas. Su grueso pelo rojo había sido
liberado del abrazo de su sombrero, que las olas
le habían arrancado y ahora caía sobre ella como
una capa de fuego.
Miraba desafiante a Hackworth, cuyas
glándulas de adrenalina habían salido
finalmente a la refriega endocrinológica.
Cuando vio a su hija de esa forma, sintió como
si alguien le estuviese pasando un bloque de
1175
hielo de cuarenta kilos por la columna vertebral.
Cuando la sensación llegó a la médula, se
tambaleó y casi tuvo que sentarse. De alguna
forma, ella había saltado una barrera invisible y
desconocida y se había convertido en
sobrenatural, una náyade elevándose de las olas
rodeada de fuego y vapor. En algún
compartimento racional de su mente que ahora
se había hecho irrelevante, Hackworth se
preguntó si Dramatis Personae (porque ése era
el nombre de la compañía que organizaba el
espectáculo) le había metido algunos nanositos
en el sistema, y en ese caso qué le estaban
haciendo a su mente.
El agua salió de la falda de Piona y corrió por
el suelo, y entonces quedó seca, excepto por la
cara y el pelo. Se frotó la cara con las mangas,
ignorando el pañuelo que le ofrecía su padre.
No se hablaron, y no se abrazaron, como si
1176
Piona fuese consciente ahora del impacto que
provocaba en su padre y en todos los demás: una
facultad que, supuso Hackworth, debía de ser
muy aguda en las chicas de dieciséis años. Para
entonces, el hombre nipón había casi terminado
de escupir agua de los pulmones y tragar
miserablemente aire. Tan pronto como tuvo el
camino libre, habló mucho con voz ronca. Uno
de sus compañeros tradujo:
—Dice que no estamos solos, que las aguas
están llenas de espíritus, que le hablaron. Los
siguió debajo de las olas. Pero sintiendo que su
espíritu estaba a punto de abandonar su cuerpo,
sintió miedo y nadó hacia la superficie donde la
joven lo salvó. ¡Dice que los espíritus nos hablan
y que debemos escucharles!
Aquello fue, no es necesario decirlo,
embarazoso, por lo que todos los pasajeros
1177
apagaron las linternas y dieron la espalda al
pasajero caído. Pero cuando los ojos de
Hackworth se ajustaron, echó otro vistazo al
hombre y vio que las porciones expuestas de su
piel habían comenzado a radiar luz de colores.
Miró a Piona y vio una banda de luz blanca
que rodeaba su cabeza como una tiara, lo
suficientemente brillante como para
resplandecer roja a través del pelo, con una joya
centrada en la frente. Hackworth se maravilló
de aquello en la distancia, sabiendo que ella
ahora deseaba estar libre de él.
Gruesas luces flotaban justo por encima del
agua, describiendo la forma de grandes barcos,
deslizándose unos al lado de otros a medida que
cambiaba su paralaje por el movimiento
continuo del bote. Habían llegado a un lugar
cercano a la boca del estuario pero no a las zonas
1178
de espera, donde los barcos se anclaban
esperando cambios en las mareas, en los vientos
o los mercados. Una constelación de luces no se
movió, sino que se hizo mayor al acercarse a
ellos. Experimentando con las sombras y
examinando la forma que la luz proyectaba en el
agua desde aquella nave, Hackworth concluyó
que la luz se emitía directamente contra sus ojos
para que no pudiesen sacar ninguna conclusión
sobre la naturaleza de la fuente.
La niebla dio paso lentamente a una pared de
óxido, tan vasta y monótona que podrían haber
estado igualmente a diez o a cien metros de
distancia. El piloto esperó a casi chocar con ella,
y apagó el motor. La balsa perdió velocidad
instantáneamente, y rozó el casco de la gran
nave. Cadenas, grasientas y goteantes cayeron
del firmamento, divergiendo a la vista de
Hackworth como la luz que emanase de un
1179
semidiós industrial, resonantes mensajeros de
hierro que la tripulación, con las cabezas hacia
atrás extáticos y las gargantas abiertas a aquella
ensortijada revelación, recibió en su seno.
Fijaron las cadenas a argollas de metal en el
suelo del bote. Encadenado, el barco se liberó
del agua y comenzó a ascender la pared de
óxido, que flotaba vagamente en la niebla
infinita. De pronto había una barandilla, una
cubierta más allá, zonas de luz aquí y allá, y
algunos puntos rojos de cigarros moviéndose
por el espacio. La cubierta se movió y se elevó
para recoger el casco del pequeño bote. Al
desembarcar, pudieron ver botes similares
esparcidos por allí.
«Marrullera» no empezaba a describir la
reputación de Dramatis Personae en las partes
atlantes de Londres, pero ése era el adjetivo que
siempre usaban, emitido en un semisusurro, con
1180
las cejas levantadas casi hasta el pelo y los ojos
mirando por encima del hombro. Hackworth
había entendido inmediatamente que un
hombre podía ganarse una mala reputación
simplemente por saber que Dramatis Personae
existía; al mismo tiempo, estaba claro que casi
todo el mundo había oído hablar de ella. En
lugar de cubrirse con más oprobio, había bus‐
cado las entradas en otras tribus.
Después de todo aquello no le sorprendió en
absoluto ver que la mayoría de los espectadores
eran compañeros Victorianos, y no sólo jóvenes
solteros de juerga, sino parejas claramente
respetables, recorriendo las cubiertas con
chisteras y velos.
Piona saltó del bote incluso antes de que éste
tocase la cubierta del barco y desapareció. Se
1181
había arreglado el vestido, abandonado el es‐
tampado de flores por un blanco básico, y se fue
a la oscuridad, con su tiara integral brillando
como un halo. Hackworth dio una lenta vuelta
por la cubierta, observando a sus compañeros de
tribu intentando resolver el siguiente problema:
acercarse lo suficiente a otra pareja para
reconocerlos sin acercase tanto como para que le
reconociesen a él. De vez en cuando, las parejas
se reconocían simultáneamente y tenían que
decir algo: las mujeres reían disimuladamente, y
los hombres se carcajeaban y se llamaban
sinvergüenzas unos a otros, las palabras volando
por la cubierta y hundiéndose en la niebla como
flechas disparadas contra una bala de algodón.
De los compartimentos inferiores surgía algún
tipo de música amplificada; cuerdas alónales
recorrían la cubierta como alteraciones sísmicas.
Aquél era un carguero, ahora vacío y
1182
balanceándose, agitándose sorprendentemente
para ser algo tan grande.
Hackworth estaba solo y separado de toda la
humanidad, una sensación con la que había
crecido como un amigo de la infancia que vi‐
viese al lado. Había encontrado a Gwen por
algún milagro y había perdido el contacto con
ese viejo amigo durante algunos años, pero
ahora él y la soledad se habían reunido, para dar
un paseo, de forma familiar y agradable. Un bar
provisional en medio de la nave había atraído a
una docena o así de invitados, pero Hackworth
sabía que no podía unirse a ellos. Había nacido
sin la habilidad de mezclarse y ser social de la
misma forma que otros habían nacido sin
manos.
—¿Por encima de todo? —dijo una voz—. ¿O
al lado quizá?
1183
Era un hombre con un traje de payaso.
Hackworth lo reconoció, vagamente, como el
fetiche de una vieja cadena de comida rápida
americana. Pero el traje estaba conspicuamente
maltratado, como si fuese el único vestido de un
refugiado. Había sido remendado por todas par‐
tes con trozos de zaraza, seda china, cuero negro
tachonado, tiras a rayas y camuflaje de jungla. El
payaso llevaba un maquillaje integral: el rostro le
brillaba como un muñeco de plástico a inyección
del siglo anterior con una bombilla metida en la
cabeza. Era extraño verle hablar, como ver una
de esas imágenes tomográficas de un hombre
tragando.
—¿Es de él? ¿O sólo en él? —dijo el payaso, y
miró a Hackworth esperando.
1184
Tan pronto como Hackworth comprendió,
bastante tiempo antes, que esa cosa de Dramatis
Personae iba a ser algún tipo de teatro
participativo, había estado temiendo ese
momento: su primera entrada.
—Perdóneme por favor —dijo con voz tensa y
no del todo segura—, pero éste no es mi sitio.
—Estoy jodidamente seguro de eso —dijo el
payaso—. Póngase esto —siguió diciendo,
sacando algo del bolsillo.
Se lo adelantó a Hackworth, quien estaba a
dos o tres metros de él; pero asombrosamente,
su mano se separó del brazo y voló por el aire,
el guante blanco manchado como una bola de
hielo sucio que volase entre los planetas
interiores. Metió algo en el bolsillo delantero de
Hackworth y luego se retiró; pero como
1185
Hackworth miraba, describió un ocho en el
espacio antes de volver a situarse en el muñón.
Hackworth comprendió que el payaso era
mecánico.
—Póngase eso y sea usted mismo, señor
alienado solo lobo solitario divertido distante
metazeador tecnócrata racionalista jodido mon‐
tón de mierda.
El payaso se dio la vuelta sobre los talones
para irse; los zapatos del payaso estaban
construidos con algún mecanismo en los talones
de forma que cuando se dio la vuelta sobre los
talones, literalmente se dio la vuelta sobre los
talones, dando varias vueltas completas antes de
detenerse de espaldas a Hackworth y salir
corriendo.
—Revolucionario, ¿no? —espetó.
1186
La cosa en el bolsillo de Hackworth era unas
gafas de sol oscuras: con un acabado en arcoiris,
el tipo de cosas que, décadas antes, hubiese
llevado un policía rebelde con una mágnum en
una serie de televisión prematuramente
cancelada. Hackworth las abrió y colocó los
lados pulidos de los aros por sus sienes. Al
aproximarse las lentes, podía ver que venía luz
de ellas; era un fenomenoscopio. Aunque en ese
contexto, la palabra «fantascopio» podía ser más
apropiada. La imagen creció para llenar todo el
campo visual pero no se enfocó hasta que se las
puso por completo, así que renuentemente se
hundió en la alucinación hasta que ésta se formó,
y justo en ese momento las patas tras sus orejas
se activaron, se estiraron y crecieron detrás del
cráneo como bandas de goma, hundiéndose en
la parte de atrás para formar una tira irrompible.
1187
—Soltar —dijo Hackworth, y luego recorrió
una letanía de otros comandos iurevo estándar.
Las gafas no le soltaron. Finalmente, un cono
de luz rompió el espacio en algún lugar por
encima y tras él, y se extendió por un escenario.
Luces de pie se encendieron y de detrás de una
cortina salió un hombre con chistera.
—Bienvenido al espectáculo —dijo—. Puede
quitarse las gafas en cualquier momento
asegurándose una ovación de pie de no menos
del noventa por ciento de la audiencia.
Entonces las luces y la cortina se
desvanecieron, y Hackworth se quedó con lo
que había visto antes, es decir, una visión
nocturna cibernéticamente mejorada de la
cubierta de la nave.
1188
Probó algunos comandos más. La mayoría de
los fenomenoscopios tenían un comando de
transparencia, o al menos translucidez, que
permitía a la persona ver lo que estaba allí
realmente. Pero aquéllos eran obstinadamente
opacos y sólo le mostraban una recreación
mediatrónica de la escena. Los espectadores que
paseaban y hablaban estaban representados por
estructuras de líneas absurdamente simpli‐
ficadas, una tecnología de representación que no
se había usado en ochenta años más o menos,
por tanto, se empleaba claramente para irritar a
Hackworth. Cada figura tenía una gran placa
pegada al pecho:
JAREO MASÓN GRIFFINIII, edad 35
(¡demasiado tarde para convertirse
en un personaje interesante como
usted!) Sobrino de un Lord Accionista
de nivel de conde (¿no le envidia?)
1189
Casado con la zorra hundida a su derecha
Se van en estas pequeñas escapadas
para huir de sus vidas inútiles.
(¿por qué está usted aquí?)
Hackworth miró hacia abajo intentando leer
su propia placa pero no pudo enfocarla.
Cuando caminó por la cubierta, su punto de
vista también lo hizo. Tenía también un interfaz
estándar que le permitía «volar» por la nave;
Hackworth permanecía en una posición fija, por
supuesto, pero el punto de vista de las gafas se
separaba de sus coordenadas reales. Cuando
empleaba ese modo, la siguiente leyenda
aparecía superpuesta en gigantescas letras
mayúsculas rojas y parpadentes:
LA PERSPECTIVA DIVINA
DE JOHN PERCIVAL
HACKWORTH
1190
en ocasiones acompañado de la caricatura de un
tipo parecido a un mago sentado sobre una
montaña que miraba hacia una villa de escuá‐
lidos enanos. Por esa molestia, Hackworth no
empleó esa característica mucho tiempo. Pero
en ese primer reconocimiento, descubrió al‐
gunos detalles interesantes.
Una cosa, el tipo nipón que se había
emborrachado y caído por la borda había
encontrado a un grupo de otras personas
quienes, por increíble coincidencia, se habían
caído también de sus botes en el camino hacia
aquí, y quienes después de ser rescatados
habían comenzado a emitir luz coloreada y ver
visiones que insistían en recontar a cualquiera
en la vecindad. Esas personas se reunían en un
coro pobremente organizado, todos gritando a
la vez y articulando visiones que parecían estar
1191
unidas de una forma aproximada, como si todos
se hubiesen despertado del mismo sueño, y
todos lo hacían igualmente mal. Permanecían
juntos a pesar de sus diferencias, atraídos por la
misma misteriosa fuerza gravitatoria que hacía
que los locos callejeros se pusiesen todos a
predicar unos al lado de otros. Poco después de
que Hackworth se acercase a ellos en su visión
fenomenoscópica, comenzaron a vislumbrar una
especie de gigantesco ojo que los miraba desde
el cielo, la piel negra de sus párpados cubierta de
estrellas.
Hackworth fue hacia atrás y se centró en otro
grupo grande: un par de docenas de personas
mayores del estilo activo, atlético y en forma, con
los jerséis de tenis alrededor de los hombros y
los zapatos de paseo firmes pero no demasiado
ajustados, que salían de una pequeña nave aérea
que había aterrizado en la vieja pista de
1192
helicópteros cerca de la popa del barco. La nave
aérea tenía muchas ventanas y estaba rodeada
de anuncios mediatrónicos de tours aéreos por
Londres. Al bajar los turistas, tendían a pararse,
por lo que se formaba continuamente un grave
atasco. La guía, una joven ractriz con un sabroso
disfraz de demonios tocados con cuernos
parpadeantes y un tridente, tenía que guiarlos
en la oscuridad.
—¿Es esto Whitechapel? —dijo uno de ellos a
la niebla, hablando con acento americano.
Aquellas personas eran evidentemente miem‐
bros de la tribu Heartland, una phyle próspera
aliada con Nueva Atlantis que había absorbido
a muchos tipos de clase media, del Medio Oeste,
blancos, educados, sanos y responsables.
Escuchando sus conversaciones furtivas,
Hackworth descubrió que los habían traído de
un Holiday Inn en Kensington, bajo la impresión
1193
de que iban a realizar el tour de Jack el
Destripador por Whitechapel. Mientras Hack‐
worth escuchaba, la guía diabólica les explicó
que el piloto borracho los había llevado
accidentalmente a un teatro flotante, y que si
querían podían disfrutar del espectáculo, que
empezaría pronto; una representación gratis
(para ellos) de Cats, el musical más
representado de la historia, que la mayoría de
ellos había visto en su primera noche en
Londres.
Hackworth, todavía mirando a través de las
burlonas letras rojas, realizó una rápida
comprobación bajo la cubierta. Allá abajo había
una docena de cavernosos compartimentos.
Cuatro de ellos habían sido transformados en
un teatro de gran capacidad; cuatro más servían
de escenario y bambalinas. Hackworth localizó
allí a su hija. Estaba sentada en un trono de luz,
1194
ensayando algunas líneas. Aparentemente le
habían dado un papel estelar.
—No quiero que me veas así —dijo, y
desapareció de la vista de Hackworth en una
explosión de luz.
Sonó la sirena de la nave. El sonido continuó
y recibió respuestas periódicas de otras naves en
el área. Hackworth volvió a la visión natural de
la cubierta a tiempo de ver una invención
ardiente que venía hacia él: otra vez el payaso,
que aparentemente tenía el poder especial de
moverse por la pantalla de Hackworth como un
fantasma.
—¿Va a quedarse ahí toda la noche
deduciendo la distancia de los otros barcos por
la frecuencia de los ecos? ¿O puedo mostrarle su
asiento?
1195
Hackworth decidió que lo mejor era no
agitarse.
—Por favor —dijo.
—Bien, aquí está —dijo el payaso, haciendo un
gesto con un guante inmaculado hacia una silla
de madera normal justo detrás de ellos en la
cubierta. Hackworth no creyó que realmente
estuviese allí, porque no la había visto antes.
Pero las gafas no le permitían estar seguro.
Fue hacia delante como un hombre que va al
baño a oscuras en una habitación desconocida,
con las rodillas dobladas, las manos extendidas,
y moviéndose despacio para no pegarse con
nada en la espinilla o los dedos. El payaso se
había echado a un lado y lo miraba burlón.
1196
—¿Esto es lo que usted llama meterse en el
papel? ¿Piensa que puede estarse toda la noche
con su racionalismo científico? ¿Qué va a
suceder la primera vez que comience a creer lo
que ve?
Hackworth encontró el asiento exactamente
donde la imagen le decía que estaba, pero no era
una simple silla de madera; estaba cubierto de
espuma y tenía brazos. Era más como un asiento
de teatro, pero cuando buscó a los lados, no
encontró ningún otro. Así que bajó el asiento y
se sentó en él.
—Va a necesitar esto —dijo el payaso, y puso
un objeto tubular en las manos de Hackworth.
Hackworth lo reconoció como algún tipo de
linterna cuando algo ruidoso y violento sucedió
justo debajo de él. Sus pies, que habían estado
1197
descansando sobre la cubierta, colgaban ahora
en el aire. De hecho, todo él estaba colgando. Se
había abierto una trampilla bajo él, y se
encontraba en caída libre.
—Y mientras acelera hacia el centro de la
Tierra a nueve punto ocho metros por segundo
al cuadrado, resuelva esto: podemos simular
sonidos, podemos simular imágenes, incluso
podemos simular el viento soplando en su cara,
¿pero cómo simulamos la sensación de caída
libre?
Habían salido pseudópodos de la espuma de
la silla y se habían envuelto alrededor de la
cintura y parte superior del torso de Hackworth.
Eso fue una suerte porque se había puesto a girar
ligeramente hacia atrás y pronto se encontró
cabeza abajo, atravesando grandes nubes
amorfas de luz: una colección de viejas lámparas
1198
de araña que Dramatis Personae había
recuperado de edificios condenados. El payaso
tenía razón: Hackworth estaba en caída libre,
una sensación que no podía simularse con gafas.
Si tenía que creer a sus ojos y oídos, caía hacia el
suelo del gran teatro que había reconocido antes.
Pero no estaba cubierto de rectas filas de asientos
como un teatro normal. Los asientos estaban
presentes pero dispersos al azar. Y algunos de
ellos se movían.
El suelo seguía acelerando hacia él hasta que
se asustó y comenzó a gritar. Luego sintió la
gravedad de nuevo y alguna fuerza comenzó a
detenerlo. La silla se dio la vuelta por lo que
Hackworth miraba a una constelación irregular
de lámparas, y la aceleración aumentó a varias
gʹs. Luego de vuelta a la normalidad. La silla
giró por lo que volvía a estar nivelada, y los
fenomenoscopios se cubrieron de brillante luz
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cegadora. Los auriculares le enviaban un sonido
uniforme; pero al comenzar a reducirse,
comprendió que realmente era sonido de
aplausos.
Hackworth no podía ver nada hasta que jugó
con el interfaz y volvió a una visión más
esquemática del teatro. Luego determinó que el
lugar estaba medio lleno de espectadores,
moviéndose independientemente en las sillas,
que de alguna forma estaban motorizadas, y
varias docenas de ellos le apuntaban con las
linternas, lo que explicaba la luz cegadora.
Estaba en el centro, era la atracción principal. Se
preguntó si suponía que debería decir algo.
Había una línea escrita en las gafas: MUCHAS
GRACIAS, DAMAS Y CABALLEROS, POR
DEJARME CAER POR AQUÍ. ES‐TA NOCHE
TENEMOS UN GRAN ESPECTÁCULO PARA
USTEDES...
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