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Published by snullbug20, 2019-05-30 18:10:59

La Era Del Diamante - Neal Stephenson

probablemente porque todo allí se hacía con


cifras y todo estaba descentralizado. Nell


descubrió que un sistema que funcionaba


correctamente era más difícil de entender que


uno que estaba roto.





Al final, la Princesa Nell se colocó de aprendiz


para un maestro cifrador y aprendió todo lo que

se sabía sobre códigos y las claves para


descifrarlos. Hecho eso, le dieron su propia


llave, como insignia de su oficio, y encontró


trabajo en uno de los puestos cifrando y desci‐


frando libros. Resultó que la llave era algo más


que un adorno; enrollado dentro de la varilla


había un trozo de pergamino con un número


muy largo que podía usarse para descifrar un

mensaje, si el emisor quería que tú lo descifraras.














1101

De vez en cuando iba a los puestos de


alrededor del mercado, cambiaba libros por


algo de oro y luego compraba comida y bebida.





En uno de esos viajes, vio a otro miembro del


gremio de los cifradores, que también se tomaba


un descanso, y notó que la llave que colgaba de


su cuello le resultaba familiar: ¡era una de las

once llaves que Nell y sus Amigos Nocturnos les


habían quitado a los Reyes y Reinas Feéricos!


Ocultó su emoción y siguió al cifrador de vuelta


a su puesto, anotando dónde trabajaba. Durante


los siguientes días, yendo de puesto en puesto y


examinando a cada cifrador, pudo localizar el


resto de las once llaves.




Pudo echarle un vistazo al libro de reglas que


su jefe usaba para responder a los mensajes


codificados. Estaba escrito en el mismo lenguaje


especial empleado en los dos castillos anteriores.



1102

En otras palabras, una vez que la Princesa


Nell había descifrado los mensajes, su puesto


funcionaba como otra máquina de Turing.





Hubiese sido muy fácil concluir que el castillo


era, como los otros, una máquina de Turing.


Pero el Manual le había enseñado a ser

cuidadosa con las suposiciones. Sólo porque su


puesto funcionaba según las reglas de Turing no


implicaba que los otros lo hiciesen. E incluso si


todos los puestos en el castillo eran, de hecho,


máquinas de Turing, todavía no podría sacar


ninguna conclusión firme. Había visto a los


jinetes sacar libros del castillo y traerlos, lo que


significaba que había cifradores trabajando en

otros lugares del reino. No podía verificar que


todos ellos eran máquinas de Turing.










1103

No le llevó mucho tiempo a Nell conseguir


prosperidad. Después de unos meses (que el


Manual resumió en unas frases) su jefe le anun‐


ció que recibía más trabajo del que podía llevar a


cabo. Decidieron dividir la operación.


Construyeron un nuevo puesto alrededor del


mercado y él le dio a Nell algunos de sus libros


de reglas.




También consiguieron una nueva llave para


ella. Eso lo hicieron enviando un mensaje


codificado especial al castillo del mismísimo Rey


Coyote, que se encontraba a tres días a caballo al


norte. Siete días más tarde, la llave de Nell llegó


en una caja escarlata con el sello del mismísimo


Rey Coyote.




De vez en cuando, alguien venía a su puesto y


se ofrecía a comprarle la llave. Siempre


rechazaba la oferta, pero encontraba interesante



1104

que las llaves pudiesen venderse y comprarse de


esa forma.





Todo lo que Nell necesitaba era dinero, que


acumuló rápidamente gracias al negocio del


mercado. No pasó mucho tiempo antes de tener


las once llaves en su poder, y después de liquidar


su negocio y convertirlo en joyas, que cosió a sus

ropas, salió a caballo del sexto castillo y se dirigió


al norte, hacia el séptimo: el Castillo del Rey


Coyote, y el final definitivo de su búsqueda de


toda la vida.








Nell va al teatro de madame Ping; rumores de


los Puños; un cliente


importante; asalto de los Puños de la Recta


Armonía; reflexiones

sobre el funcionamiento interno de los ractivos









1105

Como muchas cosas hechas con


nanotecnología, las líneas de Toma se formaban


principalmente a partir de unas pocas especies


de átomos pequeños situados en la esquina


superior derecha de la tabla de Mendeleev:


carbono, nitrógeno, oxígeno, silicio, fósforo,


azufre y cloro. Los Puños de la Recta Armonía


habían descubierto, para su eterno deleite, que

los objetos hechos con esos átomos ardían muy


bien una vez que conseguían encenderlos. La


baja y plana región del delta del Yangtsé al este


de Shanghai era un distrito de seda bien provisto


de moreras, que cuando se cortaban, se apilaban


y se encendían bajo las líneas de Toma, las hacían


arder con el tiempo como fuegos de carretera.








La Toma nipona tenía demasiado fósforo y

ardió con una furibunda llama blanca que


iluminó el cielo nocturno en varios lugares visto




1106

desde los altos edificios de Pudong. Una línea


importante llevaba a Nanjing, otra hacia


Suzhou, otra hacia Hangzhou: aquellas llamas


distantes inevitablemente produjeron rumores,


entre las hordas de refugiados en Shanghai,


relativos a que esas ciudades también ardían.





La Toma de Nueva Atlantis tenía un mayor

contenido de azufre que, cuando ardía,


producía un pestazo plutónico que lo


impregnaba todo a docenas de kilómetros en la


dirección del viento, haciendo que los fuegos


pareciesen más cercanos de lo que realmente


estaban. Shanghai olía mucho a azufre mientras


Nell cruzaba uno de los puentes que unía la


parte baja de Pudong con la aún más baja y más

vieja del Bund. El Huangpu había sido


demasiado ancho para construir puentes con


facilidad hasta que había llegado la nano, por


lo que los cuatro puentes de la parte baja



1107

estaban hechos con el nuevo material y


parecían difícilmente frágiles comparados con


los monstruos de cemento reforzado


construidos al norte y al sur durante el siglo


anterior.





Unos días antes, trabajando en un guión en la


oficina de madame Ping en lo alto, Nell había

mirado por la ventana a una barcaza que iba


río abajo, tirada por un viejo remolcador diesel,


cubierta de lona alquitranada. Unos cientos de


metros más allá de aquel mismo puente que ella


ahora cruzaba, las lonas habían empezado a


moverse y a estirarse, y de debajo había salido


una docena de hombres jóvenes con túnicas


blancas, con bandas escarlata atadas a la

cintura, cintas escarlata en las muñecas y frente.


Se habían desperdigado por la barcaza cortando


cuerdas con los cuchillos, y las lonas habían


caído renuentes y de forma desigual para



1108

mostrar una nueva capa de pintura roja y,


alineados en la parte alta de la barcaza como


enormes fuegos artificiales, varias docenas de


cilindros de gas comprimido, también pintados


para la ocasión de festivo rojo. En esas


circunstancias, no dudó ni por un momento que


los hombres fuesen Puños y el gas hidrógeno o


algo que ardiese igual de bien. Pero antes de

llegar al puente, los cilindros habían sido


alcanzados y detonados por algo demasiado


pequeño y rápido para que Nell pudiese verlo


desde su punto alto. La barcaza se convirtió en


silencio en un carbúnculo de llamas amarillas


que ocuparon la mitad del ancho del Huangpu,


y aunque la ventana de diamante filtraba y


quitaba el calor a la luz, Nell pudo poner la

mano en el cristal y sentir todo el calor


absorbido, no mucho más caliente que la piel


de una persona. Toda la operación había sido


conmovedoramente desesperada, en una época



1109

en que una batería del tamaño de una mano po‐


día contener tanta energía como todos aquellos


cilindros de gas. Tenía un aire antiguo de siglo


veinte e hizo que Nell se sintiese nostálgica de


los días en que el peligro era una función de la


masa y el volumen. Los pasivos de la época eran


divertidos de ver, con sus grandes y estúpidos


coches, grandes y estúpidas pistolas, y grandes

y estúpidas personas.





Arriba y abajo por el río, los muelles


funerarios estaban llenos de familias de


refugiados que arrojaban cadáveres al


Huangpu; cuerpos demacrados envueltos en


sábanas blancas, con el aspecto de cigarrillos.


Las autoridades de la República Costera habían

establecido un sistema de pases en los puentes


para evitar que los refugiados rurales ocupasen


las relativamente espaciosas calles, plazas,


atrios y pasillos de Pudong y paralizasen los



1110

trabajos de las oficinas. Para cuando Nell cruzó,


un par de cientos de refugiados la habían


escogido como probable fuente de limosnas y


la esperaban con demostraciones ensayadas:


mujeres sosteniendo niños demacrados, o niños


mayores a quienes habían enseñado a colgar


comatosos en sus brazos; hombres con heridas


abiertas, tíos sin piernas que caminaban

intrépidamente sobre los muñones a través de


la multitud, chocando con las rodillas de la


gente. Sin embargo, los taxistas eran más fuertes


y más agresivos que los rurales, y tenían una


reputación tan terrible que creaban espacio a su


alrededor en las multitudes, y eso tenía más


valor que el vehículo en sí; un vehículo se


quedaba atrapado en el tráfico, pero la gorra de

taxista generaba un campo de fuerza mágico


que permitía a las personas a quienes llevaba ir


más rápido que los demás.






1111

Los taxistas también convergieron sobre Nell,


y ella escogió el mayor y regateó con él,


cruzando los dedos y probando algunas pala‐


bras en shanghainés. Cuando los números


llegaron a la cifra adecuada para él, se dio la


vuelta de pronto para enfrentarse a la multitud.


La rapidez del movimiento echó atrás a la gente,


y el trozo de bambú de un metro que llevaba en

la mano también ayudó. Caminó hacia delante


y Nell fue tras él, ignorando el millar de tirones


en su larga falda, intentando no preguntarse


cuál de los mendigos era un Puño con un


cuchillo oculto. Si su ropa no hubiese estado


hecha con nanomaterial irrompible se hubiera


quedado desnuda en el espacio de una


manzana.




Madame Pmg todavía tenía un negocio


decente. Sus clientes estaban dispuestos a sufrir


algunos inconvenientes para llegar allí. Estaba a



1112

poca distancia de los puentes, y la madame


había puesto a algunos taxistas salvajes como


escoltas personales. El negocio era asombrosa‐


mente grande dada la escasez de terreno en


Shanghai; ocupaba la mayor parte de un bloque


de apartamentos reforzado de la dinastía Mao;


había comenzado sólo con un par de pisos y se


había expandido, de habitación en habitación,

con el paso de los años.





El área de recepción recordaba a un vestíbulo


de hotel no muy malo, excepto que no tenía ni


restaurante ni bar; ninguno de los clientes


quería ver a otros o dejar que lo viesen. El


mostrador de recepción estaba ocupado por


recepcionistas que tenían por trabajo ocultar al

cliente lo más rápidamente posible y lo hacían


tan bien que alguien que pasase por allí podría











1113

tener la impresión de que madame Ping rea‐


lizaba algún tipo de operación de secuestro


sobre la marcha.





Una de aquellas funcionarías, una mujer


pequeña que parecía extrañamente remilgada y


asexual, considerando que llevaba una bufanda


de cuero negro, llevó a Nell al último piso,

donde se habían construido los grandes


apartamentos y donde ahora se ejecutaban


elaborados escenarios para los clientes de


madame Ping.





Como autora, Nell, por supuesto, nunca


entraba en la misma habitación que el cliente. La


mujer con la minifalda la escoltó a una habi‐

tación de observación cercana, en la que una


línea de cine de la habitación contigua ocupaba


la mayor parte de una pared.






1114

Si no lo hubiese sabido ya, Nell hubiese visto


por el uniforme del cliente que era un coronel de


las Fuerzas Unidas de Su Majestad. Vestía un


uniforme completo, y las diversas insignias y


medallas indicaban que había pasado buena


parte de su carrera asignado a varias unidades


de Defensa del Protocolo, había resultado


herido en acción varias veces, y había mostrado

heroísmo excepcional en una ocasión. De hecho,


estaba claro que era alguien muy importante.


Repasando la media hora anterior, Nell vio que,


sin ser sorprendente, había llegado vestido de


paisano, llevando el uniforme en cartera de


cuero. Vestir el uniforme debía de ser parte del


escenario.




En aquel momento estaba sentado en un típico


recibidor victoria‐no, sorbiendo té de una tacita


de Royal Albert decorada con la imagen de un


rosal luchador. Parecía nervioso; le habían hecho



1115

esperar durante media hora, lo que era parte del


montaje. Madame Ping le decía continuamente


que nadie se había quejado nunca de tener que


esperar demasiado por un orgasmo; que los


hombres se lo podían hacer a sí mismos cuando


querían, y que era por lo que lleva hasta él por


lo que pagaban. Las lecturas biológicas parecían


confirmar la regla de madame Ping: la

respiración y el pulso eran altos, y tenía una


erección media.





Nell oyó abrirse una puerta. Cambiando a


otro ángulo vio una doncella que entraba en la


habitación. Su uniforme no era tan descara‐


damente sexy como muchos otros en el


departamento de vestuario de madame Ping; el

cliente era sofisticado. La mujer era china, pero


interpretaba su papel con el acento atlántico


medio actualmente de moda entre los


neovictorianos.



1116

—La señora Braithwaite le verá ahora.





El cliente entró en un salón contiguo, donde le


esperaban dos mujeres: una anglo de mediana


edad y una mujer eurasiática muy atractiva, de


unos treinta años. Se realizaron las


presentaciones: la mujer mayor era la señora

Braithwaite y la joven era su hija. La señora


estaba de alguna forma trastornada y la señorita


era evidentemente quien lo dirigía todo.





Esa parte del guión nunca cambiaba, y Nell lo


había repasado cientos de veces intentando


arreglarlo. El cliente realizaba un pequeño


monólogo en el que informaba a la señora

Braithwaite de que su hijo Richard había muerto


en combate, mostrando gran heroísmo en el


proceso, y que lo había recomendado para una


Cruz Victoria a título póstumo.



1117

Nell ya había hecho lo obvio, repasar los


archivos del Times para ver si aquello era una


reconstrucción de un suceso real en la vida del


cliente. Por lo que podía determinar, era más


bien una composición de sucesos similares,


quizá con una dosis de fantasía.




En ese momento, la vieja dama sufrió un


mareo y tuvo que ser sacada de la habitación con


la ayuda de la doncella y otros sirvientes, de‐


jando al cliente a solas con la señorita


Braithwaite, que se lo estaba tomando todo muy


estoicamente.





—Su compostura es admirable, señorita

Braithwaite —dijo el cliente—, pero tenga por


seguro que nadie le echará en cara si deja fluir


sus emociones en un momento como éste. —







1118

Cuando el cliente dijo esas palabras había algo


de excitación en su voz.





—Muy bien, entonces —dijo la señorita


Braithwaite. Sacó una pequeña caja negra de su


redecilla y apretó un botón. El cliente gruñó y


echó atrás su espalda de forma tan violenta que


se cayó de la silla a la alfombra, donde se quedó

paralizado.





—Bichos... ha infectado mi cuerpo con algún


nanosito insidioso —dijo.





—En el té.





—Pero eso es imposible, la mayoría de los

bichos son muy susceptibles al daño térmico; el


agua hirviendo los destruiría.










1119

—Subestimas las habilidades de CryptNet,


coronel Napier. Nuestra tecnología ha avanzado


mucho más allá de sus conocimientos; ¡como


descubrirá en los próximos días!





—¡Cualesquiera que sean sus planes, dé por


seguro que fracasarán!




—Oh, no tengo ningún plan en particular —le


dijo la señorita Braithwaite—. Ésta no es una


operación de CryptNet. Esto es personal. Es


usted responsable de la muerte de mi hermano


Richard... y haré que demuestre el


arrepentimiento conveniente.





—Le aseguro que sólo siento tristeza...




Ella le volvió a dar una descarga.










1120

—No quiero su tristeza —le dijo—. Quiero que


admita la verdad: ¡que usted es responsable de


su muerte!





Apretó otro botón que hizo que el cuerpo del


coronel Napier se pusiese fláccido. Ella y la


doncella lucharon para llevar el cuerpo hasta un


montacargas y lo bajaron a otro piso, donde,

después de bajar por las escaleras, lo ataron a un


soporte.





Y ahí llegaba el problema. Para cuando


terminaban de atarlo, estaba completamente


dormido.





—Lo ha hecho otra vez —dijo la mujer que

interpretaba el papel de la señorita Braithwaite,


dirigiéndose a Nell o a cualquiera que estuviese


vigilando—. Ya son seis semanas seguidas.






1121

Cuando madame Ping se lo había explicado a


Nell, ésta se había preguntado cuál era el


problema. Que el hombre durmiese, mientras


siguiese viniendo y pagando las facturas. Pero


madame Ping conocía a sus clientes y temía que


el coronel Napier estuviese perdiendo el interés


y que se cambiase a otro establecimiento a


menos que se añadiese algo de variedad al

escenario.





—La lucha fue terrible —dijo la ractriz—.


Probablemente está agotado.





—No creo que sea eso —dijo Nell. Había


abierto un canal de voz privado directamente al


oído de la mujer—. Creo que es un cambio

personal.














1122

—Ellos nunca cambian, cariño —dijo la


ractriz—. Una vez que lo prueban, lo conservan


para siempre.





—Sí, pero diferentes situaciones pueden


disparar esos sentimientos en diferentes


momentos de la vida —dijo Nell—. En el pasado


ha sido la culpa por la muerte de sus soldados.

Ahora está en paz. Ha aceptado su culpa, y, por


tanto, acepta el castigo. Ya no hay una lucha de


voluntades, porque se ha hecho sumiso.





—¿Qué hacemos?





—Debemos crear una lucha de voluntades


real. Debemos obligarle a hacer algo que

realmente no quiera —dijo Nell pensado en voz


alta. ¿Qué podría ser?










1123

«Despiértale —dijo Nell—. Dile que mentías


cuando dijiste que esto no era una operación de


CryptNet. Dile que quieres información de


verdad. Secretos militares.





La señorita Braithwaite envió a la doncella a


buscar un cubo de agua fría y lo echó por encima


del cuerpo del coronel Napier. Luego interpretó

el papel como había propuesto Nell, y lo hizo


bien; madame Ping contrataba gente buena en


la improvisación, y como la mayoría no tenía


que hacer el amor con los clientes, no tenía


problemas para encontrar buenas ractrices.





El coronel Napier pareció sorprendido, no de


forma desagradable, ante el cambio de guión.




—Si supone que voy a divulgar información


que podría llevar a la muerte a muchos de mis


soldados, está muy equivocada —dijo. Pero su



1124

voz sonaba un poco aburrida y desilusionada, y


las biolecturas que llegaban de los nanositos en


su cuerpo no mostraban la excitación sexual


completa por la que, presumiblemente, estaba


pagando. Todavía no conseguían satisfacer las


necesidades del cliente.





En el canal privado a la señorita Braithwaite,

Nell dijo:





—Todavía no lo entiende. Esto no es un


escenario de fantasía. Esto es real. El


establecimiento de madame Ping es realmente


una operación de CryptNet. Lo hemos estado


atrayendo durante los últimos años. Ahora nos


pertenece, y va a darnos información, y va a

seguir dándonosla porque es nuestro esclavo.





La señorita Braithwaite interpretó la escena


apropiadamente, inventando diálogos más



1125

floridos en el camino. Examinando las


biolecturas, Nell pudo ver que el coronel Napier


se estaba asustando y excitando, como en la


primera visita al establecimiento de Madame


Ping hacía varios años (conservaban los


registros). Le estaban haciendo sentir joven de


nuevo, y vivo por completo.




—¿Están relacionados con el Doctor X? —dijo


el Coronel Napier.





—Nosotros haremos las preguntas —dijo


Nell.





—Yo haré las preguntas. ¡Lotus, dale veinte


por eso! —dijo la señorita Braithwaite, y la

doncella empezó a trabajarse al coronel Napier


con un bastón.










1126

El resto de la sesión casi fue sola, lo que era


bueno para Nell, porque se había sorprendido al


oír la referencia de Napier al Doctor X y había


entrado en un ensueño, recordando el


comentario que Harv le había hecho sobre la


misma persona muchos años antes.





La señorita Braithwaite conocía su trabajo y

había entendido la estrategia de Nell


instantáneamente: el escenario no excitaba al


cliente a menos que hubiese una verdadera


lucha de voluntades, y la única forma de crear


lucha era forzar a Napier a revelar información


clasificada genuina. Y la reveló, poco a poco,


bajo los ánimos del bambú de Lotus y la voz de


la señorita Braithwaite. La mayoría estaba

relacionada con movimientos de tropas y otras


minucias que él probablemente consideraba


terriblemente interesantes. No lo eran para Nell.






1127

—Diga más sobre el Doctor X —dijo—. ¿Por


qué asumió una conexión entre CryptNet y el


Doctor X?





Después de unos minutos de palos y


dominación verbal, el coronel Napier estaba


listo para largar.


—Ha sido una gran operación nuestra durante

varios años: el Doctor X trabaja en colaboración


con una figura de alto nivel en CryptNet, el


Alquimista. Trabajan en algo que no podemos


permitir que consigan.





—No se atreva a ocultarme nada —dijo la


señorita Braithwaite.




Pero antes de que pudiese extraer más


información sobre el Alquimista, el edificio fue


sacudido por una fuerza tremenda que provocó


pequeñas fisuras en el viejo cemento. En el



1128

silencio que le siguió, Nell pudo oír gritar a las


mujeres por todo el edificio, y unos silbidos y


rugidos producidos por la arena al salir de las


fisuras del techo. Luego sus oídos captaron otro


sonido: hombres gritando «¡Sha! ¡Sha!».





—Yo diría que alguien ha abierto la pared de


su edificio con una carga explosiva —dijo el

coronel Napier con perfecta calma—. Si tuviesen


la amabilidad de terminar el escenario y


soltarme, intentaré ser útil en lo que venga.





En lo que venga. Los gritos simplemente


significaban, «¡Matar! ¡Matar!» y era el grito de


batalla de los Puños de la Recta Armonía.




Quizá buscaban al coronel Napier. Pero era


más probable que hubiesen decidido atacar


aquel lugar por su valor simbólico como re‐


ducto de decadencia bárbara.



1129

La señorita Braithwaite y Lotus ya habían


soltado al coronel Napier, y éste se estaba


poniendo los pantalones.





—Que no estemos todos muertos implica que


no están usando métodos nanotecnológicos —


dijo profesionalmente—. Por tanto, podemos

asumir que este ataque tiene su origen en una


célula local de bajo nivel. Los atacantes


probablemente creen en la doctrina de los


Puños de que son inmunes a las armas. Nunca


hace daño, en esas situaciones, demostrarles lo


contrario.





La puerta de la habitación de Napier saltó por

los aires, con las astillas de madera rubia


esparciéndose por el suelo. Nell miró, como si


viese una vieja película, cómo el coronel Napier


sacaba el sable de caballería ridículamente



1130

brillante de su funda y lo pasaba por el pecho


del Puño atacante. Éste cayó de espaldas sobre


otro, creando una confusión momentánea.


Napier aprovechó la ventaja, plantando


metódicamente los pies de una forma algo


femenina, poniendo los hombros rectos,


señalando con calma como si usase el sable para


examinar el interior de un viejo armario, y pasó

la punta por debajo de la barbilla del segundo


Puño, incidentalmente cortándole la garganta


en el proceso. Para entonces, un tercer Puño


había entrado en la habitación, portando un


largo palo con un cuchillo atado a un extremo


con la cinta de polímero gris que los


campesinos usaban como cuerda. Pero cuando


intentó girar el arma, el otro extremo quedó

atrapado en el armazón al que Napier había


estado atado. Napier se adelantó con cuidado,


comprobando dónde pisaba, como si no


quisiese mancharse las botas de sangre, detuvo



1131

un ataque tardío y apuñaló al Puño tres veces


en el tórax en rápida sucesión.





Alguien dio una patada en la puerta de la


habitación de Nell.





—Ah —dejó escapar el coronel Napier,


cuando quedó claro que no había más atacantes

en aquel grupo—, es realmente singular que ha‐


ya traído un uniforme completo, porque las


armas blancas no son parte del equipo usual.





Varias patadas no pudieron romper la puerta


de la habitación de Nell, que al contrario que las


puertas de los escenarios, estaba hecha de una


sustancia más moderna que no podía romperse

de esa forma. Pero Nell podía oír voces en el


pasillo y sospechaba que al contrario de las


especulaciones de Napier, podrían tener


dispositivos nanotecnológicos muy primitivos:



1132

pequeños explosivos, por ejemplo, capaces de


volar puertas.





Abandonó el largo vestido, que simplemente


la molestaría, y se echó de rodillas para mirar


por debajo de la puerta. Había dos pares de


pies. Podía oírlos hablar en un tono de voz bajo


y serio.




Nell abrió de pronto la puerta con una mano,


clavando con la otra una pluma en la garganta


del Puño que estaba más cerca de la puerta. El


otro intentó coger un viejo rifle automático que


llevaba al hombro. Eso dio a Nell tiempo más


que suficiente para darle una patada en la


rodilla, lo que quizá no produjo daños

permanentes pero que ciertamente le hizo


perder el equilibrio. El Puño seguía intentando


apuntar con el rifle, y Nell lo golpeó una y otra


vez. Al final pudo arrancar el rifle de sus débiles



1133

manos, darle la vuelta, y golpearle con él en la


cabeza.





El Puño con la pluma en el cuello estaba


sentado en el suelo observándola con calma.


Ella apuntó en su dirección, y él levantó una


mano y miró a otro lado. Le sangraba la herida,


pero no demasiado; Nell le había arruinado la

semana, pero no había tocado nada importante.


Ella reflexionó que probablemente a la larga era


mejor para su salud desprenderse de la


superstición de que era inmune a las armas.





El condestable Moore le había enseñado un


par de cosas sobre rifles. Volvió a entrar en la


habitación, atrancó la puerta, y dedicó un

minuto a familiarizarse con los controles, a


comprobar la munición (sólo medio llena) y a


disparar una vez (contra la puerta, que lo detu‐


vo) sólo para asegurarse de que funcionaba.



1134

Intentaba evitar la sensación de que se repetía


el episodio del destornillador. Eso la asustó


hasta que comprendió que esta vez controlaba


la situación mucho mejor. Sus conversaciones


con el condestable habían surtido su efecto.





Luego recorrió pasillos y fue escalera abajo

hasta llegar al vestíbulo del edificio, reuniendo


lentamente por el camino una comitiva de


jóvenes aterrorizadas. Vio a algunos clientes, en


su mayoría hombres y europeos, que habían


sido arrancados de sus escenarios y asesinados


por los Puños. Tuvo que disparar tres veces,


sorprendida en cada ocasión por lo complicado


que era. Acostumbrada al Manual, Nell debía

tener en cuenta otras consideraciones al


funcionar en el mundo real.










1135

Ella y sus acompañantes encontraron al


coronel Napier en el vestíbulo, vestido en tres


cuartas partes, enzarzado en un duelo memora‐


ble con arma blanca con un par de Puños que,


quizá, se habían quedado allí para asegurar una


vía de escape. Nell consideró disparar a los


Puños pero se decidió en contra, porque no


confiaba en su puntería y también porque se

sentía hipnotizada por la escena.





Nell se hubiese sentido deslumbrada por el


coronel Napier si recientemente no lo hubiese


visto atado a un soporte. Aun así, había algo en


esa misma contradicción que hacía que él y por


extensión todos los hombres Victorianos le


resultasen fascinantes. Vivían una vida de casi

completa negación emocional; una forma de


ascetismo tan extrema como la de un anacoreta


medieval. Pero tenían emociones, las mismas







1136

que los demás, y sólo las dejaban fluir en


circunstancias cuidadosamente seleccionadas.





Napier empaló calmosamente a un Puño que


había tropezado y se había caído, luego prestó


atención a un nuevo antagonista, un personaje


formidable realmente hábil con la espada. El


duelo entre las artes marciales de Oriente y

Occidente se desarrolló de un lado a otro del


suelo del vestíbulo, ambos combatientes


mirándose a los ojos e intentando intuir los


pensamientos del otro y su estado emocional.


Los ataques, paradas y respuestas, cuando se


producían, eran demasiado rápidos para


entenderse.




El estilo del Puño era bastante hermoso a la


vista, estando compuesto por muchos


movimientos lentos que parecían los de un


felino moviéndose en el zoo. El estilo de Napier



1137

era casi perfectamente aburrido. Se movía en


una postura de cangrejo, mirando a su


oponente con calma, y aparentemente pensaba


mucho.





Viendo a Napier trabajar, viendo cómo


brillaban y bailaban sobre la chaqueta las


medallas y galones, Nell comprendió que era

precisamente esa represión emocional lo que


hacía de los Victorianos la gente más rica y


poderosa del mundo. La habilidad para


sumergir los sentimientos, lejos de ser


patológica, era más bien un arte místico que les


daba poderes casi mágicos sobre la naturaleza


y sobre las tribus más intuitivas. Ésa era


también la fuerza de los nipones.




Antes de que él conflicto pudiese resolverse,


una flecha, del tamaño de un tábano, que







1138

arrastraba una antena tan gruesa como un cabe‐


llo y tan larga como un dedo, entró silbando por


la ventana y se hundió en la parte de atrás del


cuello del Puño. No le dio muy fuerte pero


debió de inyectarle algún veneno en el cerebro.


Se sentó con calma en el suelo, cerró los ojos y


murió en esa posición.




—No es muy caballeroso —dijo el coronel


Napier disgustado—. Supongo que tengo que


agradecérselo a algún burócrata en Nueva


Chusan.





Un recorrido cauteloso por el edificio reveló


varios Puños más que habían muerto del


mismo modo. Fuera, fluía la misma multitud

de refugiados, mendigos, peatones y ciclistas


cargados, tan imperturbable como el Yangtsé.










1139

El coronel Napier no volvió al local de


madame Ping a la semana siguiente, pero


madame Ping no le echó la culpa a Nell por la


pérdida.





Al contrario, alabó a Nell por haber adivinado


correctamente los deseos de Napier y haber


improvisado tan bien.




—Una buena representación —dijo.





Nell realmente no había considerado su


trabajo como una representación, y por alguna


razón, la elección de palabras de madame Ping


la provocó de una forma que la dejo despierta


hasta muy tarde, mirando a la oscuridad sobre

su camastro.





Desde muy pequeña había inventado historias


y se las había recitado al Manual, que a menudo



1140

las digería y las incorporaba a sus relatos. Hacer


el mismo trabajo para madame Ping le había


resultado de lo más natural. Pero ahora su jefa


lo llamaba una representación, y Nell debía


admitir que en cierta forma lo era. Sus historias


no eran digeridas por el Manual, sino por otro


ser humano, convirtiéndose en parte de la


mente de ese hombre.




Parecía muy simple, pero la noción le afectaba


por una razón que no le quedó clara hasta que


meditó sobre ella durante horas medio dormida.





El coronel Napier no la conocía y


probablemente nunca lo haría. Todo el


intercambio entre él y Neil se había producido

por medio de una ractriz que pretendía ser la


señorita Braithwaite y varios sistemas


tecnológicos.






1141

Aun así, Nell lo había tocado profundamente.


Había penetrado en su alma más que ningún


amante. Si el coronel Napier hubiese decidido


volver a la semana siguiente y Nell no hubiese


estado presente para inventar una historia para


él, ¿la hubiese echado de menos? Nell


sospechaba que sí. Desde el punto de vista del


coronel Napier, hubiese faltado una esencia

indefinida, y se hubiese ido insatisfecho.





Si eso podía sucederle al coronel Napier en su


relación con el establecimiento de madame Ping,


¿podría sucederle a Nell en su relación con el


Manual? Siempre había sentido que había una


esencia en el libro, algo que la entendía y la


amaba, algo que la perdonaba cuando se

equivocaba y la apreciaba cuando lo hacía bien.





Cuando era muy joven, nunca lo había puesto


en duda en absoluto; había sido parte de la



1142

magia del libro. Más recientemente había


comprendido que era el funcionamiento de un


ordenador en paralelo de enorme tamaño y


potencia, cuidadosamente programado para


comprender la mente humana y darle lo que


necesitaba.





Ahora no estaba tan segura. Los viajes

recientes de Nell por las tierras del Rey Coyote,


y los diversos castillos con los ordenadores cada


vez mas sofisticados que eran al final nada más


que máquinas de Turing, la habían atrapado en


un desconcertante círculo lógico. En el Castillo


Turing había aprendido que una máquina de


Turing no podía entender realmente a un ser


humano. Pero el Manual era en sí mismo una

máquina de Turing, o eso sospechaba; así que,


¿cómo podía entender a Nell?










1143

¿Podría ser que el Manual sólo fuese un


conducto, un sistema tecnológico que mediaba


entre Nell y algún ser humano que realmente la


amaba? Después de todo, lo sabía, así era como


funcionaban todos los ractivos.





Al principio, la idea era demasiado


alarmante para considerarla, así que la bordeó

cuidadosamente, examinándola desde


distintas direcciones, como una mujer de las


cavernas que descubre el fuego por primera


vez. Pero al acercarse más, descubrió que le


daba calor y la calmaba, y para cuando su


mente se entregó al sueño, se había vuelto


dependiente de ella y no hubiese considerado


volver al lugar frío y oscuro por el que había

viajado durante tantos años.















1144

Cari Hollywood regresa a Shanghai; sus


antepasados en el territorio de las Águilas


Solitarias; el salón de té de la señora Kwan





Fuertes lluvias habían llegado a Shanghai


desde el oeste, como precursoras de los Puños


de la Recta Armonía y heraldo tormentoso del

Reino Celeste. Bajando de la nave aérea que


venía de Londres, Cari Hollywood se sintió


inmediatamente en un Shanghai distinto del


que había partido; la vieja ciudad siempre


había sido salvaje, pero de una sofisticada


forma urbana, y ahora era salvaje como una


ciudad fronteriza. Lo sintió en el ambiente


incluso antes de dejar el Aeródromo; venía de


la calle, como el ozono antes de una tormenta.


Mirando por la ventana, podía ver la fuerte


lluvia cayendo, lavando todas las

nanomáquinas del aire, llevándolas hasta las


alcantarillas desde donde eventualmente




1145

mancharían el Huangpu y el Yangtsé. Ya fuese


por la atmósfera salvaje o la perspectiva de


mojarse, detuvo a los porteadores justo antes de


la puerta principal para cambiarse de


sombrero. Las cajas de sombreros estaban


apiladas en uno de los carritos; su bombín fue


a parar a la caja menor situada en lo alto, que


estaba vacía, y luego sacó la caja mayor del

fondo, desequilibrando el montón, y sacó un


Stetson de diez galones de increíble diámetro y


extensión, casi como un paraguas de cabeza.


Mirando a la calle, en la que una corriente ma‐


rrón arrastraba suciedad, polvo, infecciones


de cólera y toneladas de nanomáquinas


cautivas hacia los desagües, se quitó los


zapatos de cuero y se los cambió por un par de

botas de cowboy hechas a mano, fabricadas con


pieles de aves y reptiles esplendorosos, cuyos


poros habían sido ocupados por bichos que le







1146

mantendrían los pies secos incluso si los metía


en las alcantarillas.








Así reconfigurado, Cari Hollywood salió a las


calles de Shanghai. Al salir por las puertas del


Aeródromo, el abrigo se le hinchó bajo el viento

frío de la tormenta e incluso los mendigos se


apartaron de él. Se detuvo para encender un


cigarro antes de continuar y no le molestaron;


incluso los refugiados, que se morían de hambre,


o eso decían, sacaban más placer limitándose a


mirarle del que hubiesen obtenido de las


monedas en su bolsillo. Recorrió las cuatro calles


hacia su hotel, seguido tenazmente por los


porteadores y por una multitud de jóvenes


hipnotizados por la visión de un verdadero


cowboy.










1147

El abuelo de Cari había sido un Águila


Solitaria que había huido de la concentración y


miseria de Silicon Valley alrededor de 1990 y se


estableció en un rancho abandonado a lo largo


de un río frío y violento en el lado oriental del


Wind River Range. Desde ahí se había ganado


bien la vida como consultor y codificador por


libre. Su mujer lo abandonó por la luz brillante

y la vida social de California, y se sorprendió


cuando él se las arregló para persuadir al juez de


que estaba más capacitado que ella para educar


a su hijo. El abuelo había criado al padre de Cari


Hollywood principalmente en el exterior,


cazando, pescando o cortando madera cuando


no estaba dentro estudiando cálculo. Con el paso


de los años, se les habían unido otros con

historias similares para contar y, para cuando


llegó el Interregno, habían formado una


comunidad de varios cientos, extendida por


unos miles de kilómetros cuadrados de tierra



1148

casi salvaje pero, en el sentido electrónico, tan


unida como una villa pequeña en el Viejo Oeste.


Su potencia tecnológica, riqueza prodigiosa y


grandes armas los convirtieron en un grupo


peligroso, y los ocasionales desesperados que


conducían furgonetas y atacaban un rancho


aislado se habían encontrado rodeados y


superados en armas con rapidez cataclismática.

Al abuelo le encantaba contar historias sobre


aquellos criminales, sobre cómo habían


intentado excusarse por sus crímenes alegando


desventajas económicas o que estaban infectados


por la enfermedad de abusar de sustancias, y de


cómo las Águilas Solitarias —muchos de los


cuales habían superado la pobreza o la


adicción— los habían despachado con un

pelotón de ejecución y los habían dejado


colgados alrededor del borde de su territorio


como señales de NO PASAR que incluso los


analfabetos podían leer.



1149

La llegada del Protocolo Económico Común


había calmado las cosas y, a ojos de los viejos del


lugar, comenzó a suavizar y destruir la región.


No había nada como levantarse a las tres de la


mañana y cabalgar por el perímetro defensivo a


temperaturas bajo cero, con un rifle cargado,


para desarrollar el sentido de responsabilidad y

comunidad. Los mejores y más claros recuerdos


de Cari Hollywood eran ir con su padre en esas


cabalgadas. Pero cuando se sentaban sobre la


nieve calentando café, escuchaban la radio y


oían historias sobre la jihad que recorría


Xinjiang, que expulsaba a los Han hacia el este,


y sobre los primeros incidentes de terrorismo


nanotecnológico en el este de Europa. El padre

de Cari no necesitaba decirle que su comunidad


estaba adquiriendo con rapidez el carácter de un


parque temático histórico, y que pronto







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