probablemente porque todo allí se hacía con
cifras y todo estaba descentralizado. Nell
descubrió que un sistema que funcionaba
correctamente era más difícil de entender que
uno que estaba roto.
Al final, la Princesa Nell se colocó de aprendiz
para un maestro cifrador y aprendió todo lo que
se sabía sobre códigos y las claves para
descifrarlos. Hecho eso, le dieron su propia
llave, como insignia de su oficio, y encontró
trabajo en uno de los puestos cifrando y desci‐
frando libros. Resultó que la llave era algo más
que un adorno; enrollado dentro de la varilla
había un trozo de pergamino con un número
muy largo que podía usarse para descifrar un
mensaje, si el emisor quería que tú lo descifraras.
1101
De vez en cuando iba a los puestos de
alrededor del mercado, cambiaba libros por
algo de oro y luego compraba comida y bebida.
En uno de esos viajes, vio a otro miembro del
gremio de los cifradores, que también se tomaba
un descanso, y notó que la llave que colgaba de
su cuello le resultaba familiar: ¡era una de las
once llaves que Nell y sus Amigos Nocturnos les
habían quitado a los Reyes y Reinas Feéricos!
Ocultó su emoción y siguió al cifrador de vuelta
a su puesto, anotando dónde trabajaba. Durante
los siguientes días, yendo de puesto en puesto y
examinando a cada cifrador, pudo localizar el
resto de las once llaves.
Pudo echarle un vistazo al libro de reglas que
su jefe usaba para responder a los mensajes
codificados. Estaba escrito en el mismo lenguaje
especial empleado en los dos castillos anteriores.
1102
En otras palabras, una vez que la Princesa
Nell había descifrado los mensajes, su puesto
funcionaba como otra máquina de Turing.
Hubiese sido muy fácil concluir que el castillo
era, como los otros, una máquina de Turing.
Pero el Manual le había enseñado a ser
cuidadosa con las suposiciones. Sólo porque su
puesto funcionaba según las reglas de Turing no
implicaba que los otros lo hiciesen. E incluso si
todos los puestos en el castillo eran, de hecho,
máquinas de Turing, todavía no podría sacar
ninguna conclusión firme. Había visto a los
jinetes sacar libros del castillo y traerlos, lo que
significaba que había cifradores trabajando en
otros lugares del reino. No podía verificar que
todos ellos eran máquinas de Turing.
1103
No le llevó mucho tiempo a Nell conseguir
prosperidad. Después de unos meses (que el
Manual resumió en unas frases) su jefe le anun‐
ció que recibía más trabajo del que podía llevar a
cabo. Decidieron dividir la operación.
Construyeron un nuevo puesto alrededor del
mercado y él le dio a Nell algunos de sus libros
de reglas.
También consiguieron una nueva llave para
ella. Eso lo hicieron enviando un mensaje
codificado especial al castillo del mismísimo Rey
Coyote, que se encontraba a tres días a caballo al
norte. Siete días más tarde, la llave de Nell llegó
en una caja escarlata con el sello del mismísimo
Rey Coyote.
De vez en cuando, alguien venía a su puesto y
se ofrecía a comprarle la llave. Siempre
rechazaba la oferta, pero encontraba interesante
1104
que las llaves pudiesen venderse y comprarse de
esa forma.
Todo lo que Nell necesitaba era dinero, que
acumuló rápidamente gracias al negocio del
mercado. No pasó mucho tiempo antes de tener
las once llaves en su poder, y después de liquidar
su negocio y convertirlo en joyas, que cosió a sus
ropas, salió a caballo del sexto castillo y se dirigió
al norte, hacia el séptimo: el Castillo del Rey
Coyote, y el final definitivo de su búsqueda de
toda la vida.
Nell va al teatro de madame Ping; rumores de
los Puños; un cliente
importante; asalto de los Puños de la Recta
Armonía; reflexiones
sobre el funcionamiento interno de los ractivos
1105
Como muchas cosas hechas con
nanotecnología, las líneas de Toma se formaban
principalmente a partir de unas pocas especies
de átomos pequeños situados en la esquina
superior derecha de la tabla de Mendeleev:
carbono, nitrógeno, oxígeno, silicio, fósforo,
azufre y cloro. Los Puños de la Recta Armonía
habían descubierto, para su eterno deleite, que
los objetos hechos con esos átomos ardían muy
bien una vez que conseguían encenderlos. La
baja y plana región del delta del Yangtsé al este
de Shanghai era un distrito de seda bien provisto
de moreras, que cuando se cortaban, se apilaban
y se encendían bajo las líneas de Toma, las hacían
arder con el tiempo como fuegos de carretera.
La Toma nipona tenía demasiado fósforo y
ardió con una furibunda llama blanca que
iluminó el cielo nocturno en varios lugares visto
1106
desde los altos edificios de Pudong. Una línea
importante llevaba a Nanjing, otra hacia
Suzhou, otra hacia Hangzhou: aquellas llamas
distantes inevitablemente produjeron rumores,
entre las hordas de refugiados en Shanghai,
relativos a que esas ciudades también ardían.
La Toma de Nueva Atlantis tenía un mayor
contenido de azufre que, cuando ardía,
producía un pestazo plutónico que lo
impregnaba todo a docenas de kilómetros en la
dirección del viento, haciendo que los fuegos
pareciesen más cercanos de lo que realmente
estaban. Shanghai olía mucho a azufre mientras
Nell cruzaba uno de los puentes que unía la
parte baja de Pudong con la aún más baja y más
vieja del Bund. El Huangpu había sido
demasiado ancho para construir puentes con
facilidad hasta que había llegado la nano, por
lo que los cuatro puentes de la parte baja
1107
estaban hechos con el nuevo material y
parecían difícilmente frágiles comparados con
los monstruos de cemento reforzado
construidos al norte y al sur durante el siglo
anterior.
Unos días antes, trabajando en un guión en la
oficina de madame Ping en lo alto, Nell había
mirado por la ventana a una barcaza que iba
río abajo, tirada por un viejo remolcador diesel,
cubierta de lona alquitranada. Unos cientos de
metros más allá de aquel mismo puente que ella
ahora cruzaba, las lonas habían empezado a
moverse y a estirarse, y de debajo había salido
una docena de hombres jóvenes con túnicas
blancas, con bandas escarlata atadas a la
cintura, cintas escarlata en las muñecas y frente.
Se habían desperdigado por la barcaza cortando
cuerdas con los cuchillos, y las lonas habían
caído renuentes y de forma desigual para
1108
mostrar una nueva capa de pintura roja y,
alineados en la parte alta de la barcaza como
enormes fuegos artificiales, varias docenas de
cilindros de gas comprimido, también pintados
para la ocasión de festivo rojo. En esas
circunstancias, no dudó ni por un momento que
los hombres fuesen Puños y el gas hidrógeno o
algo que ardiese igual de bien. Pero antes de
llegar al puente, los cilindros habían sido
alcanzados y detonados por algo demasiado
pequeño y rápido para que Nell pudiese verlo
desde su punto alto. La barcaza se convirtió en
silencio en un carbúnculo de llamas amarillas
que ocuparon la mitad del ancho del Huangpu,
y aunque la ventana de diamante filtraba y
quitaba el calor a la luz, Nell pudo poner la
mano en el cristal y sentir todo el calor
absorbido, no mucho más caliente que la piel
de una persona. Toda la operación había sido
conmovedoramente desesperada, en una época
1109
en que una batería del tamaño de una mano po‐
día contener tanta energía como todos aquellos
cilindros de gas. Tenía un aire antiguo de siglo
veinte e hizo que Nell se sintiese nostálgica de
los días en que el peligro era una función de la
masa y el volumen. Los pasivos de la época eran
divertidos de ver, con sus grandes y estúpidos
coches, grandes y estúpidas pistolas, y grandes
y estúpidas personas.
Arriba y abajo por el río, los muelles
funerarios estaban llenos de familias de
refugiados que arrojaban cadáveres al
Huangpu; cuerpos demacrados envueltos en
sábanas blancas, con el aspecto de cigarrillos.
Las autoridades de la República Costera habían
establecido un sistema de pases en los puentes
para evitar que los refugiados rurales ocupasen
las relativamente espaciosas calles, plazas,
atrios y pasillos de Pudong y paralizasen los
1110
trabajos de las oficinas. Para cuando Nell cruzó,
un par de cientos de refugiados la habían
escogido como probable fuente de limosnas y
la esperaban con demostraciones ensayadas:
mujeres sosteniendo niños demacrados, o niños
mayores a quienes habían enseñado a colgar
comatosos en sus brazos; hombres con heridas
abiertas, tíos sin piernas que caminaban
intrépidamente sobre los muñones a través de
la multitud, chocando con las rodillas de la
gente. Sin embargo, los taxistas eran más fuertes
y más agresivos que los rurales, y tenían una
reputación tan terrible que creaban espacio a su
alrededor en las multitudes, y eso tenía más
valor que el vehículo en sí; un vehículo se
quedaba atrapado en el tráfico, pero la gorra de
taxista generaba un campo de fuerza mágico
que permitía a las personas a quienes llevaba ir
más rápido que los demás.
1111
Los taxistas también convergieron sobre Nell,
y ella escogió el mayor y regateó con él,
cruzando los dedos y probando algunas pala‐
bras en shanghainés. Cuando los números
llegaron a la cifra adecuada para él, se dio la
vuelta de pronto para enfrentarse a la multitud.
La rapidez del movimiento echó atrás a la gente,
y el trozo de bambú de un metro que llevaba en
la mano también ayudó. Caminó hacia delante
y Nell fue tras él, ignorando el millar de tirones
en su larga falda, intentando no preguntarse
cuál de los mendigos era un Puño con un
cuchillo oculto. Si su ropa no hubiese estado
hecha con nanomaterial irrompible se hubiera
quedado desnuda en el espacio de una
manzana.
Madame Pmg todavía tenía un negocio
decente. Sus clientes estaban dispuestos a sufrir
algunos inconvenientes para llegar allí. Estaba a
1112
poca distancia de los puentes, y la madame
había puesto a algunos taxistas salvajes como
escoltas personales. El negocio era asombrosa‐
mente grande dada la escasez de terreno en
Shanghai; ocupaba la mayor parte de un bloque
de apartamentos reforzado de la dinastía Mao;
había comenzado sólo con un par de pisos y se
había expandido, de habitación en habitación,
con el paso de los años.
El área de recepción recordaba a un vestíbulo
de hotel no muy malo, excepto que no tenía ni
restaurante ni bar; ninguno de los clientes
quería ver a otros o dejar que lo viesen. El
mostrador de recepción estaba ocupado por
recepcionistas que tenían por trabajo ocultar al
cliente lo más rápidamente posible y lo hacían
tan bien que alguien que pasase por allí podría
1113
tener la impresión de que madame Ping rea‐
lizaba algún tipo de operación de secuestro
sobre la marcha.
Una de aquellas funcionarías, una mujer
pequeña que parecía extrañamente remilgada y
asexual, considerando que llevaba una bufanda
de cuero negro, llevó a Nell al último piso,
donde se habían construido los grandes
apartamentos y donde ahora se ejecutaban
elaborados escenarios para los clientes de
madame Ping.
Como autora, Nell, por supuesto, nunca
entraba en la misma habitación que el cliente. La
mujer con la minifalda la escoltó a una habi‐
tación de observación cercana, en la que una
línea de cine de la habitación contigua ocupaba
la mayor parte de una pared.
1114
Si no lo hubiese sabido ya, Nell hubiese visto
por el uniforme del cliente que era un coronel de
las Fuerzas Unidas de Su Majestad. Vestía un
uniforme completo, y las diversas insignias y
medallas indicaban que había pasado buena
parte de su carrera asignado a varias unidades
de Defensa del Protocolo, había resultado
herido en acción varias veces, y había mostrado
heroísmo excepcional en una ocasión. De hecho,
estaba claro que era alguien muy importante.
Repasando la media hora anterior, Nell vio que,
sin ser sorprendente, había llegado vestido de
paisano, llevando el uniforme en cartera de
cuero. Vestir el uniforme debía de ser parte del
escenario.
En aquel momento estaba sentado en un típico
recibidor victoria‐no, sorbiendo té de una tacita
de Royal Albert decorada con la imagen de un
rosal luchador. Parecía nervioso; le habían hecho
1115
esperar durante media hora, lo que era parte del
montaje. Madame Ping le decía continuamente
que nadie se había quejado nunca de tener que
esperar demasiado por un orgasmo; que los
hombres se lo podían hacer a sí mismos cuando
querían, y que era por lo que lleva hasta él por
lo que pagaban. Las lecturas biológicas parecían
confirmar la regla de madame Ping: la
respiración y el pulso eran altos, y tenía una
erección media.
Nell oyó abrirse una puerta. Cambiando a
otro ángulo vio una doncella que entraba en la
habitación. Su uniforme no era tan descara‐
damente sexy como muchos otros en el
departamento de vestuario de madame Ping; el
cliente era sofisticado. La mujer era china, pero
interpretaba su papel con el acento atlántico
medio actualmente de moda entre los
neovictorianos.
1116
—La señora Braithwaite le verá ahora.
El cliente entró en un salón contiguo, donde le
esperaban dos mujeres: una anglo de mediana
edad y una mujer eurasiática muy atractiva, de
unos treinta años. Se realizaron las
presentaciones: la mujer mayor era la señora
Braithwaite y la joven era su hija. La señora
estaba de alguna forma trastornada y la señorita
era evidentemente quien lo dirigía todo.
Esa parte del guión nunca cambiaba, y Nell lo
había repasado cientos de veces intentando
arreglarlo. El cliente realizaba un pequeño
monólogo en el que informaba a la señora
Braithwaite de que su hijo Richard había muerto
en combate, mostrando gran heroísmo en el
proceso, y que lo había recomendado para una
Cruz Victoria a título póstumo.
1117
Nell ya había hecho lo obvio, repasar los
archivos del Times para ver si aquello era una
reconstrucción de un suceso real en la vida del
cliente. Por lo que podía determinar, era más
bien una composición de sucesos similares,
quizá con una dosis de fantasía.
En ese momento, la vieja dama sufrió un
mareo y tuvo que ser sacada de la habitación con
la ayuda de la doncella y otros sirvientes, de‐
jando al cliente a solas con la señorita
Braithwaite, que se lo estaba tomando todo muy
estoicamente.
—Su compostura es admirable, señorita
Braithwaite —dijo el cliente—, pero tenga por
seguro que nadie le echará en cara si deja fluir
sus emociones en un momento como éste. —
1118
Cuando el cliente dijo esas palabras había algo
de excitación en su voz.
—Muy bien, entonces —dijo la señorita
Braithwaite. Sacó una pequeña caja negra de su
redecilla y apretó un botón. El cliente gruñó y
echó atrás su espalda de forma tan violenta que
se cayó de la silla a la alfombra, donde se quedó
paralizado.
—Bichos... ha infectado mi cuerpo con algún
nanosito insidioso —dijo.
—En el té.
—Pero eso es imposible, la mayoría de los
bichos son muy susceptibles al daño térmico; el
agua hirviendo los destruiría.
1119
—Subestimas las habilidades de CryptNet,
coronel Napier. Nuestra tecnología ha avanzado
mucho más allá de sus conocimientos; ¡como
descubrirá en los próximos días!
—¡Cualesquiera que sean sus planes, dé por
seguro que fracasarán!
—Oh, no tengo ningún plan en particular —le
dijo la señorita Braithwaite—. Ésta no es una
operación de CryptNet. Esto es personal. Es
usted responsable de la muerte de mi hermano
Richard... y haré que demuestre el
arrepentimiento conveniente.
—Le aseguro que sólo siento tristeza...
Ella le volvió a dar una descarga.
1120
—No quiero su tristeza —le dijo—. Quiero que
admita la verdad: ¡que usted es responsable de
su muerte!
Apretó otro botón que hizo que el cuerpo del
coronel Napier se pusiese fláccido. Ella y la
doncella lucharon para llevar el cuerpo hasta un
montacargas y lo bajaron a otro piso, donde,
después de bajar por las escaleras, lo ataron a un
soporte.
Y ahí llegaba el problema. Para cuando
terminaban de atarlo, estaba completamente
dormido.
—Lo ha hecho otra vez —dijo la mujer que
interpretaba el papel de la señorita Braithwaite,
dirigiéndose a Nell o a cualquiera que estuviese
vigilando—. Ya son seis semanas seguidas.
1121
Cuando madame Ping se lo había explicado a
Nell, ésta se había preguntado cuál era el
problema. Que el hombre durmiese, mientras
siguiese viniendo y pagando las facturas. Pero
madame Ping conocía a sus clientes y temía que
el coronel Napier estuviese perdiendo el interés
y que se cambiase a otro establecimiento a
menos que se añadiese algo de variedad al
escenario.
—La lucha fue terrible —dijo la ractriz—.
Probablemente está agotado.
—No creo que sea eso —dijo Nell. Había
abierto un canal de voz privado directamente al
oído de la mujer—. Creo que es un cambio
personal.
1122
—Ellos nunca cambian, cariño —dijo la
ractriz—. Una vez que lo prueban, lo conservan
para siempre.
—Sí, pero diferentes situaciones pueden
disparar esos sentimientos en diferentes
momentos de la vida —dijo Nell—. En el pasado
ha sido la culpa por la muerte de sus soldados.
Ahora está en paz. Ha aceptado su culpa, y, por
tanto, acepta el castigo. Ya no hay una lucha de
voluntades, porque se ha hecho sumiso.
—¿Qué hacemos?
—Debemos crear una lucha de voluntades
real. Debemos obligarle a hacer algo que
realmente no quiera —dijo Nell pensado en voz
alta. ¿Qué podría ser?
1123
«Despiértale —dijo Nell—. Dile que mentías
cuando dijiste que esto no era una operación de
CryptNet. Dile que quieres información de
verdad. Secretos militares.
La señorita Braithwaite envió a la doncella a
buscar un cubo de agua fría y lo echó por encima
del cuerpo del coronel Napier. Luego interpretó
el papel como había propuesto Nell, y lo hizo
bien; madame Ping contrataba gente buena en
la improvisación, y como la mayoría no tenía
que hacer el amor con los clientes, no tenía
problemas para encontrar buenas ractrices.
El coronel Napier pareció sorprendido, no de
forma desagradable, ante el cambio de guión.
—Si supone que voy a divulgar información
que podría llevar a la muerte a muchos de mis
soldados, está muy equivocada —dijo. Pero su
1124
voz sonaba un poco aburrida y desilusionada, y
las biolecturas que llegaban de los nanositos en
su cuerpo no mostraban la excitación sexual
completa por la que, presumiblemente, estaba
pagando. Todavía no conseguían satisfacer las
necesidades del cliente.
En el canal privado a la señorita Braithwaite,
Nell dijo:
—Todavía no lo entiende. Esto no es un
escenario de fantasía. Esto es real. El
establecimiento de madame Ping es realmente
una operación de CryptNet. Lo hemos estado
atrayendo durante los últimos años. Ahora nos
pertenece, y va a darnos información, y va a
seguir dándonosla porque es nuestro esclavo.
La señorita Braithwaite interpretó la escena
apropiadamente, inventando diálogos más
1125
floridos en el camino. Examinando las
biolecturas, Nell pudo ver que el coronel Napier
se estaba asustando y excitando, como en la
primera visita al establecimiento de Madame
Ping hacía varios años (conservaban los
registros). Le estaban haciendo sentir joven de
nuevo, y vivo por completo.
—¿Están relacionados con el Doctor X? —dijo
el Coronel Napier.
—Nosotros haremos las preguntas —dijo
Nell.
—Yo haré las preguntas. ¡Lotus, dale veinte
por eso! —dijo la señorita Braithwaite, y la
doncella empezó a trabajarse al coronel Napier
con un bastón.
1126
El resto de la sesión casi fue sola, lo que era
bueno para Nell, porque se había sorprendido al
oír la referencia de Napier al Doctor X y había
entrado en un ensueño, recordando el
comentario que Harv le había hecho sobre la
misma persona muchos años antes.
La señorita Braithwaite conocía su trabajo y
había entendido la estrategia de Nell
instantáneamente: el escenario no excitaba al
cliente a menos que hubiese una verdadera
lucha de voluntades, y la única forma de crear
lucha era forzar a Napier a revelar información
clasificada genuina. Y la reveló, poco a poco,
bajo los ánimos del bambú de Lotus y la voz de
la señorita Braithwaite. La mayoría estaba
relacionada con movimientos de tropas y otras
minucias que él probablemente consideraba
terriblemente interesantes. No lo eran para Nell.
1127
—Diga más sobre el Doctor X —dijo—. ¿Por
qué asumió una conexión entre CryptNet y el
Doctor X?
Después de unos minutos de palos y
dominación verbal, el coronel Napier estaba
listo para largar.
—Ha sido una gran operación nuestra durante
varios años: el Doctor X trabaja en colaboración
con una figura de alto nivel en CryptNet, el
Alquimista. Trabajan en algo que no podemos
permitir que consigan.
—No se atreva a ocultarme nada —dijo la
señorita Braithwaite.
Pero antes de que pudiese extraer más
información sobre el Alquimista, el edificio fue
sacudido por una fuerza tremenda que provocó
pequeñas fisuras en el viejo cemento. En el
1128
silencio que le siguió, Nell pudo oír gritar a las
mujeres por todo el edificio, y unos silbidos y
rugidos producidos por la arena al salir de las
fisuras del techo. Luego sus oídos captaron otro
sonido: hombres gritando «¡Sha! ¡Sha!».
—Yo diría que alguien ha abierto la pared de
su edificio con una carga explosiva —dijo el
coronel Napier con perfecta calma—. Si tuviesen
la amabilidad de terminar el escenario y
soltarme, intentaré ser útil en lo que venga.
En lo que venga. Los gritos simplemente
significaban, «¡Matar! ¡Matar!» y era el grito de
batalla de los Puños de la Recta Armonía.
Quizá buscaban al coronel Napier. Pero era
más probable que hubiesen decidido atacar
aquel lugar por su valor simbólico como re‐
ducto de decadencia bárbara.
1129
La señorita Braithwaite y Lotus ya habían
soltado al coronel Napier, y éste se estaba
poniendo los pantalones.
—Que no estemos todos muertos implica que
no están usando métodos nanotecnológicos —
dijo profesionalmente—. Por tanto, podemos
asumir que este ataque tiene su origen en una
célula local de bajo nivel. Los atacantes
probablemente creen en la doctrina de los
Puños de que son inmunes a las armas. Nunca
hace daño, en esas situaciones, demostrarles lo
contrario.
La puerta de la habitación de Napier saltó por
los aires, con las astillas de madera rubia
esparciéndose por el suelo. Nell miró, como si
viese una vieja película, cómo el coronel Napier
sacaba el sable de caballería ridículamente
1130
brillante de su funda y lo pasaba por el pecho
del Puño atacante. Éste cayó de espaldas sobre
otro, creando una confusión momentánea.
Napier aprovechó la ventaja, plantando
metódicamente los pies de una forma algo
femenina, poniendo los hombros rectos,
señalando con calma como si usase el sable para
examinar el interior de un viejo armario, y pasó
la punta por debajo de la barbilla del segundo
Puño, incidentalmente cortándole la garganta
en el proceso. Para entonces, un tercer Puño
había entrado en la habitación, portando un
largo palo con un cuchillo atado a un extremo
con la cinta de polímero gris que los
campesinos usaban como cuerda. Pero cuando
intentó girar el arma, el otro extremo quedó
atrapado en el armazón al que Napier había
estado atado. Napier se adelantó con cuidado,
comprobando dónde pisaba, como si no
quisiese mancharse las botas de sangre, detuvo
1131
un ataque tardío y apuñaló al Puño tres veces
en el tórax en rápida sucesión.
Alguien dio una patada en la puerta de la
habitación de Nell.
—Ah —dejó escapar el coronel Napier,
cuando quedó claro que no había más atacantes
en aquel grupo—, es realmente singular que ha‐
ya traído un uniforme completo, porque las
armas blancas no son parte del equipo usual.
Varias patadas no pudieron romper la puerta
de la habitación de Nell, que al contrario que las
puertas de los escenarios, estaba hecha de una
sustancia más moderna que no podía romperse
de esa forma. Pero Nell podía oír voces en el
pasillo y sospechaba que al contrario de las
especulaciones de Napier, podrían tener
dispositivos nanotecnológicos muy primitivos:
1132
pequeños explosivos, por ejemplo, capaces de
volar puertas.
Abandonó el largo vestido, que simplemente
la molestaría, y se echó de rodillas para mirar
por debajo de la puerta. Había dos pares de
pies. Podía oírlos hablar en un tono de voz bajo
y serio.
Nell abrió de pronto la puerta con una mano,
clavando con la otra una pluma en la garganta
del Puño que estaba más cerca de la puerta. El
otro intentó coger un viejo rifle automático que
llevaba al hombro. Eso dio a Nell tiempo más
que suficiente para darle una patada en la
rodilla, lo que quizá no produjo daños
permanentes pero que ciertamente le hizo
perder el equilibrio. El Puño seguía intentando
apuntar con el rifle, y Nell lo golpeó una y otra
vez. Al final pudo arrancar el rifle de sus débiles
1133
manos, darle la vuelta, y golpearle con él en la
cabeza.
El Puño con la pluma en el cuello estaba
sentado en el suelo observándola con calma.
Ella apuntó en su dirección, y él levantó una
mano y miró a otro lado. Le sangraba la herida,
pero no demasiado; Nell le había arruinado la
semana, pero no había tocado nada importante.
Ella reflexionó que probablemente a la larga era
mejor para su salud desprenderse de la
superstición de que era inmune a las armas.
El condestable Moore le había enseñado un
par de cosas sobre rifles. Volvió a entrar en la
habitación, atrancó la puerta, y dedicó un
minuto a familiarizarse con los controles, a
comprobar la munición (sólo medio llena) y a
disparar una vez (contra la puerta, que lo detu‐
vo) sólo para asegurarse de que funcionaba.
1134
Intentaba evitar la sensación de que se repetía
el episodio del destornillador. Eso la asustó
hasta que comprendió que esta vez controlaba
la situación mucho mejor. Sus conversaciones
con el condestable habían surtido su efecto.
Luego recorrió pasillos y fue escalera abajo
hasta llegar al vestíbulo del edificio, reuniendo
lentamente por el camino una comitiva de
jóvenes aterrorizadas. Vio a algunos clientes, en
su mayoría hombres y europeos, que habían
sido arrancados de sus escenarios y asesinados
por los Puños. Tuvo que disparar tres veces,
sorprendida en cada ocasión por lo complicado
que era. Acostumbrada al Manual, Nell debía
tener en cuenta otras consideraciones al
funcionar en el mundo real.
1135
Ella y sus acompañantes encontraron al
coronel Napier en el vestíbulo, vestido en tres
cuartas partes, enzarzado en un duelo memora‐
ble con arma blanca con un par de Puños que,
quizá, se habían quedado allí para asegurar una
vía de escape. Nell consideró disparar a los
Puños pero se decidió en contra, porque no
confiaba en su puntería y también porque se
sentía hipnotizada por la escena.
Nell se hubiese sentido deslumbrada por el
coronel Napier si recientemente no lo hubiese
visto atado a un soporte. Aun así, había algo en
esa misma contradicción que hacía que él y por
extensión todos los hombres Victorianos le
resultasen fascinantes. Vivían una vida de casi
completa negación emocional; una forma de
ascetismo tan extrema como la de un anacoreta
medieval. Pero tenían emociones, las mismas
1136
que los demás, y sólo las dejaban fluir en
circunstancias cuidadosamente seleccionadas.
Napier empaló calmosamente a un Puño que
había tropezado y se había caído, luego prestó
atención a un nuevo antagonista, un personaje
formidable realmente hábil con la espada. El
duelo entre las artes marciales de Oriente y
Occidente se desarrolló de un lado a otro del
suelo del vestíbulo, ambos combatientes
mirándose a los ojos e intentando intuir los
pensamientos del otro y su estado emocional.
Los ataques, paradas y respuestas, cuando se
producían, eran demasiado rápidos para
entenderse.
El estilo del Puño era bastante hermoso a la
vista, estando compuesto por muchos
movimientos lentos que parecían los de un
felino moviéndose en el zoo. El estilo de Napier
1137
era casi perfectamente aburrido. Se movía en
una postura de cangrejo, mirando a su
oponente con calma, y aparentemente pensaba
mucho.
Viendo a Napier trabajar, viendo cómo
brillaban y bailaban sobre la chaqueta las
medallas y galones, Nell comprendió que era
precisamente esa represión emocional lo que
hacía de los Victorianos la gente más rica y
poderosa del mundo. La habilidad para
sumergir los sentimientos, lejos de ser
patológica, era más bien un arte místico que les
daba poderes casi mágicos sobre la naturaleza
y sobre las tribus más intuitivas. Ésa era
también la fuerza de los nipones.
Antes de que él conflicto pudiese resolverse,
una flecha, del tamaño de un tábano, que
1138
arrastraba una antena tan gruesa como un cabe‐
llo y tan larga como un dedo, entró silbando por
la ventana y se hundió en la parte de atrás del
cuello del Puño. No le dio muy fuerte pero
debió de inyectarle algún veneno en el cerebro.
Se sentó con calma en el suelo, cerró los ojos y
murió en esa posición.
—No es muy caballeroso —dijo el coronel
Napier disgustado—. Supongo que tengo que
agradecérselo a algún burócrata en Nueva
Chusan.
Un recorrido cauteloso por el edificio reveló
varios Puños más que habían muerto del
mismo modo. Fuera, fluía la misma multitud
de refugiados, mendigos, peatones y ciclistas
cargados, tan imperturbable como el Yangtsé.
1139
El coronel Napier no volvió al local de
madame Ping a la semana siguiente, pero
madame Ping no le echó la culpa a Nell por la
pérdida.
Al contrario, alabó a Nell por haber adivinado
correctamente los deseos de Napier y haber
improvisado tan bien.
—Una buena representación —dijo.
Nell realmente no había considerado su
trabajo como una representación, y por alguna
razón, la elección de palabras de madame Ping
la provocó de una forma que la dejo despierta
hasta muy tarde, mirando a la oscuridad sobre
su camastro.
Desde muy pequeña había inventado historias
y se las había recitado al Manual, que a menudo
1140
las digería y las incorporaba a sus relatos. Hacer
el mismo trabajo para madame Ping le había
resultado de lo más natural. Pero ahora su jefa
lo llamaba una representación, y Nell debía
admitir que en cierta forma lo era. Sus historias
no eran digeridas por el Manual, sino por otro
ser humano, convirtiéndose en parte de la
mente de ese hombre.
Parecía muy simple, pero la noción le afectaba
por una razón que no le quedó clara hasta que
meditó sobre ella durante horas medio dormida.
El coronel Napier no la conocía y
probablemente nunca lo haría. Todo el
intercambio entre él y Neil se había producido
por medio de una ractriz que pretendía ser la
señorita Braithwaite y varios sistemas
tecnológicos.
1141
Aun así, Nell lo había tocado profundamente.
Había penetrado en su alma más que ningún
amante. Si el coronel Napier hubiese decidido
volver a la semana siguiente y Nell no hubiese
estado presente para inventar una historia para
él, ¿la hubiese echado de menos? Nell
sospechaba que sí. Desde el punto de vista del
coronel Napier, hubiese faltado una esencia
indefinida, y se hubiese ido insatisfecho.
Si eso podía sucederle al coronel Napier en su
relación con el establecimiento de madame Ping,
¿podría sucederle a Nell en su relación con el
Manual? Siempre había sentido que había una
esencia en el libro, algo que la entendía y la
amaba, algo que la perdonaba cuando se
equivocaba y la apreciaba cuando lo hacía bien.
Cuando era muy joven, nunca lo había puesto
en duda en absoluto; había sido parte de la
1142
magia del libro. Más recientemente había
comprendido que era el funcionamiento de un
ordenador en paralelo de enorme tamaño y
potencia, cuidadosamente programado para
comprender la mente humana y darle lo que
necesitaba.
Ahora no estaba tan segura. Los viajes
recientes de Nell por las tierras del Rey Coyote,
y los diversos castillos con los ordenadores cada
vez mas sofisticados que eran al final nada más
que máquinas de Turing, la habían atrapado en
un desconcertante círculo lógico. En el Castillo
Turing había aprendido que una máquina de
Turing no podía entender realmente a un ser
humano. Pero el Manual era en sí mismo una
máquina de Turing, o eso sospechaba; así que,
¿cómo podía entender a Nell?
1143
¿Podría ser que el Manual sólo fuese un
conducto, un sistema tecnológico que mediaba
entre Nell y algún ser humano que realmente la
amaba? Después de todo, lo sabía, así era como
funcionaban todos los ractivos.
Al principio, la idea era demasiado
alarmante para considerarla, así que la bordeó
cuidadosamente, examinándola desde
distintas direcciones, como una mujer de las
cavernas que descubre el fuego por primera
vez. Pero al acercarse más, descubrió que le
daba calor y la calmaba, y para cuando su
mente se entregó al sueño, se había vuelto
dependiente de ella y no hubiese considerado
volver al lugar frío y oscuro por el que había
viajado durante tantos años.
1144
Cari Hollywood regresa a Shanghai; sus
antepasados en el territorio de las Águilas
Solitarias; el salón de té de la señora Kwan
Fuertes lluvias habían llegado a Shanghai
desde el oeste, como precursoras de los Puños
de la Recta Armonía y heraldo tormentoso del
Reino Celeste. Bajando de la nave aérea que
venía de Londres, Cari Hollywood se sintió
inmediatamente en un Shanghai distinto del
que había partido; la vieja ciudad siempre
había sido salvaje, pero de una sofisticada
forma urbana, y ahora era salvaje como una
ciudad fronteriza. Lo sintió en el ambiente
incluso antes de dejar el Aeródromo; venía de
la calle, como el ozono antes de una tormenta.
Mirando por la ventana, podía ver la fuerte
lluvia cayendo, lavando todas las
nanomáquinas del aire, llevándolas hasta las
alcantarillas desde donde eventualmente
1145
mancharían el Huangpu y el Yangtsé. Ya fuese
por la atmósfera salvaje o la perspectiva de
mojarse, detuvo a los porteadores justo antes de
la puerta principal para cambiarse de
sombrero. Las cajas de sombreros estaban
apiladas en uno de los carritos; su bombín fue
a parar a la caja menor situada en lo alto, que
estaba vacía, y luego sacó la caja mayor del
fondo, desequilibrando el montón, y sacó un
Stetson de diez galones de increíble diámetro y
extensión, casi como un paraguas de cabeza.
Mirando a la calle, en la que una corriente ma‐
rrón arrastraba suciedad, polvo, infecciones
de cólera y toneladas de nanomáquinas
cautivas hacia los desagües, se quitó los
zapatos de cuero y se los cambió por un par de
botas de cowboy hechas a mano, fabricadas con
pieles de aves y reptiles esplendorosos, cuyos
poros habían sido ocupados por bichos que le
1146
mantendrían los pies secos incluso si los metía
en las alcantarillas.
Así reconfigurado, Cari Hollywood salió a las
calles de Shanghai. Al salir por las puertas del
Aeródromo, el abrigo se le hinchó bajo el viento
frío de la tormenta e incluso los mendigos se
apartaron de él. Se detuvo para encender un
cigarro antes de continuar y no le molestaron;
incluso los refugiados, que se morían de hambre,
o eso decían, sacaban más placer limitándose a
mirarle del que hubiesen obtenido de las
monedas en su bolsillo. Recorrió las cuatro calles
hacia su hotel, seguido tenazmente por los
porteadores y por una multitud de jóvenes
hipnotizados por la visión de un verdadero
cowboy.
1147
El abuelo de Cari había sido un Águila
Solitaria que había huido de la concentración y
miseria de Silicon Valley alrededor de 1990 y se
estableció en un rancho abandonado a lo largo
de un río frío y violento en el lado oriental del
Wind River Range. Desde ahí se había ganado
bien la vida como consultor y codificador por
libre. Su mujer lo abandonó por la luz brillante
y la vida social de California, y se sorprendió
cuando él se las arregló para persuadir al juez de
que estaba más capacitado que ella para educar
a su hijo. El abuelo había criado al padre de Cari
Hollywood principalmente en el exterior,
cazando, pescando o cortando madera cuando
no estaba dentro estudiando cálculo. Con el paso
de los años, se les habían unido otros con
historias similares para contar y, para cuando
llegó el Interregno, habían formado una
comunidad de varios cientos, extendida por
unos miles de kilómetros cuadrados de tierra
1148
casi salvaje pero, en el sentido electrónico, tan
unida como una villa pequeña en el Viejo Oeste.
Su potencia tecnológica, riqueza prodigiosa y
grandes armas los convirtieron en un grupo
peligroso, y los ocasionales desesperados que
conducían furgonetas y atacaban un rancho
aislado se habían encontrado rodeados y
superados en armas con rapidez cataclismática.
Al abuelo le encantaba contar historias sobre
aquellos criminales, sobre cómo habían
intentado excusarse por sus crímenes alegando
desventajas económicas o que estaban infectados
por la enfermedad de abusar de sustancias, y de
cómo las Águilas Solitarias —muchos de los
cuales habían superado la pobreza o la
adicción— los habían despachado con un
pelotón de ejecución y los habían dejado
colgados alrededor del borde de su territorio
como señales de NO PASAR que incluso los
analfabetos podían leer.
1149
La llegada del Protocolo Económico Común
había calmado las cosas y, a ojos de los viejos del
lugar, comenzó a suavizar y destruir la región.
No había nada como levantarse a las tres de la
mañana y cabalgar por el perímetro defensivo a
temperaturas bajo cero, con un rifle cargado,
para desarrollar el sentido de responsabilidad y
comunidad. Los mejores y más claros recuerdos
de Cari Hollywood eran ir con su padre en esas
cabalgadas. Pero cuando se sentaban sobre la
nieve calentando café, escuchaban la radio y
oían historias sobre la jihad que recorría
Xinjiang, que expulsaba a los Han hacia el este,
y sobre los primeros incidentes de terrorismo
nanotecnológico en el este de Europa. El padre
de Cari no necesitaba decirle que su comunidad
estaba adquiriendo con rapidez el carácter de un
parque temático histórico, y que pronto
1150