vestir largos abrigos negros que casi arrastraba por
el suelo. Llevaba el largo pelo rubio ondulado
peinado hacia atrás y una especie de barba egipcia.
O era célibe o creía que los detalles de su
orientación y necesidades sexuales eran demasiado
complejas para compartirlas con sus compañeros
de trabajo. Todo el mundo estaba cagado de miedo
con él, y a él le gustaba; no podría hacer su trabajo
si fuese amigo de todos los ractores.
Miranda oyó sus botas de cowboy que se
aproximaban sobre la desnuda alfombra china. Le
confiscó el refresco.
—No puedes beber esto cuando estás llorando.
Se te saldrá por la nariz. Necesitas algo con zumo
de tomate: reemplaza los electrolitos perdidos.
Mira —dijo, agitando las llaves—, romperé las
reglas y te prepararé un Bloody Mary de verdad.
Normalmente los preparo con tabasco, que es
como lo hacemos de donde vengo. Pero como tus
601
membranas mucosas ya están lo suficientemente
irritadas, te prepararé uno aburrido.
Para cuando acabó con su monólogo, al menos
Miranda se había quitado las manos de la cara. Le
dio la espalda.
—Es extraño ractuar en esa pequeña caja, ¿no? —
dijo Cari—, muy aislado. El teatro solía ser
diferente.
—¿Aislado? Más o menos —dijo Miranda—.
Podría aprovechar algo de aislamiento esta noche.
—Me estás diciendo que te deje en paz, o...
—No —dijo Miranda, sonando desesperada a sí
misma. Controló su voz antes de continuar—. No,
no es eso lo que quería decir. Simplemente es que
nunca sabes qué papel vas a interpretar. Y algunos
pa‐Peles te afectan muy adentro. Si alguien me
602
diese un guión de lo que acabo de hacer y me
preguntase si estaba interesada, lo rechazaría.
—¿Era algo pornográfico? —dijo Cari
Hollywood. Su voz sonaba un poco ahogada. De
pronto estaba furioso. Se había parado en medio de
la habitación, agarrando el Bloody Mary como si
quisiese romper el vidrio con la mano.
—No. No fue eso —dijo Miranda—. Al menos, no
era pornográfico como crees —dijo Miranda—,
aunque nunca sabes lo que excita a la gente.
—¿El cliente buscaba excitarse?
—No. Definitivamente no —dijo Miranda.
Luego, después de mucho rato, dijo:
—Era una niña. Una niña pequeña.
603
Cari le dirigió una mirada inquisitiva, luego
recordó sus maneras y apartó la vista,
pretendiendo admirar la decoración del bar.
—Así que la siguiente pregunta es —dijo
Miranda después de recuperarse con un par de
tragos—, por qué debería afectarme tanto un
ractivo para niños.
Cari agitó la cabeza.
—No iba a preguntarlo.
—Pero te lo preguntas.
—Lo que yo me pregunte es asunto mío —dijo
Cari—. Concentrémonos en tus problemas por el
momento. —Frunció el ceño, se sentó frente a ella y
se pasó ausente la mano por el pelo—. ¿Se trata de
esa cuenta grande? —El tenía acceso a sus datos;
sabía en qué había estado empleando el tiempo.
604
—Sí.
—He visto varias sesiones.
—Lo sé.
—Parece diferente al material normal para niños.
La educación está ahí, pero es más oscuro. Mucho
contenido de los hermanos Grimm. Fuerte.
—Sí.
—Es sorprendente que una niña pueda pasar
tanto tiempo...
—Para mí también. —Miranda bebió otra vez,
luego mordió la punta del apio y masticó perdida
en sus ideas—. Lo que me parece —dijo—, es que
estoy educando a la hija de alguien en su lugar.
605
Cari la miró directamente a los ojos por primera
vez en un rato.
—Y ha habido una mierda grave —dijo.
—Una mierda muy grave, sí.
Cari asintió.
—Tan grave —le dijo Miranda—, que no sé si la
niña está viva o muerta.
Cari miró al viejo reloj lujoso que tenía la esfera
amarillenta por siglo y medio de acumulación de
alquitrán y nicotina.
—Si está viva —dijo—, entonces probablemente
te necesita.
606
—Eso —dijo Miranda. Se puso en pie y se dirigió
a la salida. Entonces, antes de que Cari pudiese
reaccionar, se giró, se inclinó y le besó en la mejilla.
—Eh, para —dijo él.
—Te veré más tarde, Cari. Gracias —ella corrió
hacia la estrecha escalera dirigiéndose a su caja.
El barón Durt yacía muerto en el suelo del
Castillo Tenebroso. La Princesa Nell estaba
aterrorizada por la sangre que salía de sus
heridas, pero se aproximó a él con valor y cogió
de su cinturón el juego con las doce llaves. Lue‐
go recogió a sus Amigos Nocturnos,
metiéndolos en una mochila, y preparó
apresuradamente un almuerzo mientras Harv
recogía mantas, cuerdas y herramientas para su
viaje.
Atravesaron el patio del Castillo Tenebroso,
dirigiéndose a la gran puerta con las doce
cerraduras, ¡cuando de pronto apareció ante
607
ellos la malvada Reina, como un gran gigante,
rodeada de rayos y truenos! Le corrían lágrimas
de los ojos, que se convertían en sangre al
recorrer sus mejillas.
—¡Me lo habéis quitado! —gritó. Y Nell
comprendió que aquello era algo terrible para la
malvada madrastra, porque se encontraba débil
e indefensa sin un hombre—. Por eso —continuó
lo Reina—, ¡os maldigo a permanecer
encerrados para siempre en el Castillo
Tenebroso! —Y lanzó una mano como una garra
y arrancó las llaves de manos de la Princesa
Nell. Luego se convirtió en un gran buitre y se
alejó volando sobre el océano hacia Tierra Más
Allá.
—¡Estamos perdidos! —gritó Harv—. ¡Ahora
nunca podremos escapar de este lugar!
Pero la Princesa Nell no perdió la esperanza.
No mucho después de que la Reina se
desvaneciese sobre el horizonte, otro pájaro vino
volando hacia ellos. Era el Cuervo, su amigo de
608
Tierra Más Allá, que venía a visitarles
frecuentemente y a entretenerles con historias de
países lejanos y famosos héroes.
—Ahora es vuestra oportunidad de escapar —
dijo el Cuervo—. La malvada Reina está
ocupada en una gran batalla de magia contra los
Reyes y Reinas Feéricos que gobiernan Tierra
Más Allá. Arrojad una cuerda por una rendija y
huid hacia la libertad.
La Princesa Nell y Harv subieron la escalera de
uno de los bastiones que estaban al lado de la
puerta principal del Castillo Tenebroso. Tenía
estrechas ventanas desde las que en otro tiempo
los soldados disparaban flechas a los invasores.
Harv aró un extremo de la cuerda a un gancho
en la pared y la arrojó por una de las rendijas. La
Princesa Nell arrojó a sus Amigos Nocturnos,
sabiendo que caerían sin sufrir daños. Luego
salió por la rendija y bajó la cuerda hacia la
libertad.
609
—¡Sígueme, Harv! —gritó—. Aquí abajo todo
está bien, ¡y es un lugar finas brillante de lo que
puedas imaginar!
—No puedo —dijo él—. Soy demasiado
grande para pasar por la rendija —y comenzó a
tirar trozos de pan, queso, un pellejo de vino, y
conservas que habían preparado para el
almuerzo.
—Entonces subiré por la cuerda y me quedaré
contigo —dijo generosa la Princesa Nell.
—¡No! —dijo Harv, y recogió la cuerda
atrapando a Nell en el exterior.
—¡Pero me perderé sin ti! —gritó la Princesa
Nell.
—La que habla es tu madrastra —dijo Harv—
. Eres una chica fuerte, inteligente y valiente, y
puedes defenderte perfectamente sin mí.
—Harv tiene razón —dijo el Cuervo, volando
sobre su cabeza—. Tu destino está en Tierra Más
Allá. Apresúrate, no sea que fu madrastra vuelva
y te atrape oquí.
610
—Entonces iré a Tierra Más Allá con mis Amigos
Nocturnos —dijo La Princesa Nell—, encontraré
las doce llaves y volveré algún día paro liberarte
del Castillo Tenebroso.
—No voy a esperar de pie —dijo Harv—, pero
gracias de todas formas.
En la orilla había un pequeño bote que el padre
de Nell había usado para navegar alrededor de la
isla. Nell se subió con sus Amigos Nocturnos y
comenzó a remar.
Nell remó durante muchas horas hasta que le
dolieron la espalda y los hombros. El sol se puso
por el oeste, el cielo se oscureció, y fue más difícil
ver al Cuervo sobre el cielo oscuro. Entonces, para
su alivio, los Amigos Nocturnos volvieron a la
vida como siempre. Había mucho sitio en el bote
para la Princesa Nell, Púrpura, Pedro y Oca, pero
Dinosaurio era tan grande que casi lo hundió; él
tuvo que sentarse en la proa remando mientras los
otros se sentaron en lo popa intentado equilibrar
el peso.
611
Se movieron mucho más deprisa con las fuertes
paladas de Dinosaurio; pero temprano en la
mañana se desató una tormenta, y pronto las olas
saltaron sobre sus cabezas, incluso por encima de
la cabeza de Dinosaurio, y la lluvia caía a tal
velocidad que Púrpura y la Princesa Nell tuvieron
que usar el brillante casco de Dinosaurio como
cubo para achicar. Dinosaurio se quitó roda la
armadura para aligerar el peso, pero pronto
quedó claro que no era suficiente.
—Debo cumplir mi deber como guerrero —dijo
Dinosaurio—. Mi utilidad para ti ha terminado,
Princesa Nell; a partir de ahora, debes prestar
atención a la sabiduría de los otros Amigos
Nocturnos y usar lo que has aprendido de mí sólo
cuando falle todo lo demás —y se lanzó al agua y
desapareció bajo las olas.
El bote subía y bajaba como un corcho. Una hora
más farde, la tormenta comenzó a amainar, y al
aproximarse el amanecer, el océano estaba tan
liso como un cristal, y llenando el horizonte
612
occidental había un país verde mayor que
cualquier cosa que la Princesa Nell hubiese
imaginado: Tierra Más Allá.
La Princesa Nell lloró amargamente por la
pérdida de Dinosaurio y quería esperar en la orilla
por si se había agarrado a algún pecio o desecho
y había conseguido salvarse.
—No debemos permanecer aquí —dijo
Púrpura—, no sea que nos vean los centinelas del
Rey Urraca.
—¿El Rey Urraca? —dijo la Princesa Nell.
—Uno de los doce Reyes y Reinas Feéricos. Esta
costa es parte de sus dominios —dijo Púrpura—.
Tiene una bandada de estorninos para vigilar las
fronteras.
—¡Demasiado tarde! —gritó Pedro, el de los ojos
certeros—. ¡Nos han descubierto!
En ese momento se levantó el sol, y los Amigos
Nocturnos se convirtieron de nuevo en animales
de peluche.
613
Un pájaro solitario se dirigía hacia ellos en el
cielo de la mañana. Cuando se acercó, la Princesa
Nell vio que después de todo no era uno de los es‐
torninos del Rey Urraca; era su amigo el Cuervo.
Se posó sobre una rama por encima de su cabeza y
dijo:
—¡Buenas noticias! ¡Malas noticias! ¿Por dónde
empiezo?
—Por las buenas noticias —dijo la Princesa Nell.
—La malvada Reina perdió la batalla. Su poder
ha sido destruido por los otros doce.
—¿Cuál es la mala noticia?
—Cada uno de ellos cogió una de las llaves
como botín y la escondió en su tesoro real. Nunca
podrás recuperar las doce.
—Pero he jurado hacerlo —dijo la Princesa
Nell—, y Dinosaurio me ha demostrado esta
noche que un guerrero debe cumplir su deber
incluso cuando lleva a su destrucción. Muéstrame
el camino al castillo del Rey Urraca; conseguiremos
primero su llave.
614
Aquí seguía un divertido capítulo en el que Nell
encontraba las pisadas de otro viajero en el camino,
al que pronto se le unió otro viajero y otro. Así
siguió hasta la puesta de sol, cuando Púrpura
examinó las pisadas e informó a la Princesa Nell de
que había caminado en círculos todo el día.
—Pero he seguido con cuidado el camino —dijo
Nell.
—El camino es uno de los trucos del Rey Urraca
—dijo Púrpura—. Es un camino circular. Para
encontrar su castillo, debemos ponernos los
sombreros de pensar y usar el cerebro, porque
todo en este país es un truco de un tipo u otro.
—¿Pero cómo podemos encontrar su castillo si los
caminos están hechos para engañarnos? —dijo
Pedro el Conejo.
—Nell, ¿tienes la aguja de coser? —dijo Púrpura.
—Sí —dijo Nell, metiendo la mano en el bolsillo
y sacando el costurero.
—Pedro, ¿tienes tu piedra mágica? —dijo
Púrpura a continuación.
615
—Sí —dijo Pedro, sacándosela del bolsillo. No
parecía mágica, sólo un trozo de piedra gris,
pero poseía la propiedad mágica de atraer
pequeños trozos de metal.
—Y tú, Oca, ¿puedes darnos un corcho de una de
las botellas de limonada?
—Ésta está casi vacía —dijo Oca.
—Muy bien. También necesitaré un vaso de agua
—dijo Púrpura, y recogió los tres elementos de los
tres amigos.
Nell siguió leyendo el Manual, aprendiendo
cómo Púrpura hacía una brújula magnetizando la
aguja, atravesando con ella el corcho, y dejándola
flotar en el vaso de agua. Leyó sobre su viaje de tres
días por la tierra del Rey Urraca, y de todos los
trucos que contenía: animales que les robaban la
comida, arenas movedizas, tormentas repentinas,
frutas apetitosas pero venenosas, trampas y
artimañas diseñadas para atrapar huéspedes no
invitados. Nell sabía que si quería, podría volver
616
atrás y hacer preguntas sobre aquellas cosas más
tarde y pasar muchas horas leyendo sobre aquella
parte de la aventura. Pero lo más importante pare‐
cía ser las discusiones con Pedro que terminaban el
camino de cada día.
Pedro el Conejo los guió por entre todos aquellos
peligros. Sus ojos eran certeros por comer
zanahorias, y sus gigantescas orejas podían oír el
peligro a kilómetros de distancia. Su nariz
temblorosa olía el peligro, y su mente era
demasiado buena para lo mayoría de los trucos del
Rey Urraca. Pronto alcanzaron las afueras de la
ciudad del Rey Urraca, que ni siquiera tenía una
muralla, tanta confianza sentía el Rey Urraca de
que ningún invasor podría atravesar todas las
trampas y artimañas del bosque.
La Princesa Nell en la ciudad del Rey Urraca;
problemas con una hiena; la historia de Pedro;
Nell trata con un extraño
617
La ciudad del Rey Urraca le resultaba a Nell más
aterradora que el bosque. Y antes le hubiese
confiado la vida a las bestias salvajes del bosque
que a muchos de sus ciudadanos. Intentaron
dormir en un agradable claro de árboles en medio
de la ciudad, que recordaba a la Princesa Nell a los
claros de la Isla Encantada. Pero incluso antes de
conseguir acomodarse, una hiena silbante con ojos
rojos y colmillos babeantes vino y los echó de allí.
—Quizá podamos volver a meternos en el
bosquecillo después de anochecer, cuando la hiena
no pueda vernos —sugirió Nell.
—La hiena siempre nos verá, incluso en la
oscuridad, porque puede ver la luz infrarroja que
sale de nuestros cuerpos —dijo Púrpura.
Al final, Nell, Pedro, Oca y Púrpura encontraron
un lugar para acampar en un campo en el que
vivían otras personas pobres. Oca montó un
pequeño campamento y encendió un fuego, y
tomaron sopa antes de acostarse. Pero por mucho
que lo intentó, la Princesa Nell no podía dormir.
618
Vio que Pedro el Conejo no podía dormir
tampoco; estaba sentado de espaldas al fuego
mirando a la oscuridad.
—¿Por qué miras a la oscuridad y no al fuego
como nosotros? —preguntó Nell.
—Porque el peligro viene de la oscuridad —dijo
Pedro—, y del fuego vienen ilusiones. Cuando era
un pequeño conejo huyendo de mi casa, eso fue
una de las primeras lecciones que aprendí.
Pedro contó a continuación su propia historia,
justo como Dinosaurio había hecho antes en el
Manual. Era una historia de cómo él y sus
hermanos habían huido de casa y habían sido
víctimas de varios gatos, buitres, comadrejas,
perros y humanos que tendían a verlos no como
intrépidos pequeños aventureros sino como
almuerzo. Pedro era el único de ellos que había
sobrevivido, porque era el más listo de todos.
—Decidí que un día vengaría a mis hermanos —
dijo Pedro.
619
—¿Lo hiciste?
—Bien, ésa es una larga historia.
—¡Cuéntamela! —dijo la Princesa Nell.
Pero antes de que Pedro pudiese lanzarse a la
siguiente parte de su historia, vieron que se les
acercaba un extraño.
—Deberíamos despertar a Oca y Púrpura —dijo
Pedro.
—Oh, dejémosles dormir —dijo la Princesa
Nell—. Necesitan el descanso, y ese extraño no
tiene mal aspecto.
—¿Exactamente qué aspecto tiene un extraño
malo? —dijo Pedro.
—Ya sabes, como una comadreja o un buitre —
dijo la Princesa Nell.
—Hola, joven dama —dijo el extraño, que vestía
con ropas y joyas caras—. No he podido evitar ver
que sois nuevos en esta hermosa Ciudad Urraca y
que se os ha acabado la suerte. No puedo sentarme
en mi cálido y cómoda casa, y comer mi comida
abundante y sabrosa sin sentirme culpable,
620
sabiendo que estáis aquí sufriendo. ¿Por qué no
venís conmigo y me dejáis cuidar de vosotros?
—No dejaré a mis amigos —dijo lo Princesa Nell.
—Por supuesto que no, no lo sugería —dijo el
extraño—. Lástima que duerman. Vamos, ¡tengo
una idea! Ven tú conmigo, y que tu amigo el co‐
nejo se quede despierto vigilando a tus amigos
durmientes, y yo te mostraré mi casa... ya sabes,
demostrarte que no soy un malvado extraño que
intento aprovecharse de ti, como se ve en esas
estúpidas historias para niños que sólo leen los
bebés. No eres un bebé, ¿verdad?
—No, no lo creo —dijo lo Princesa Nell.
—Entonces ven conmigo, déjame explicarme,
pruébame, y si resulta que soy un buen tipo,
volveremos y recogeremos al resto de tu grupo.
Vamos, ¡no malgastemos el tiempo!
La Princesa Nell encontró difícil decirle que no
al extraño.
—¡No vayas con él, Nell! —dijo Pedro. Pero al
final, Nell fue con él de rodas formas. En su
621
corazón sabía que no estaba bien, pero su cabeza
era tonta, y como todavía era una niña pequeña,
sentía que no podía decir no a los hombres adultos.
En ese punto la historia se hizo muy ractiva. Nell
estuvo un buen rato en el ractivo, intentado cosas
diferentes. A veces el hombre le daba una bebida, y
ella se quedaba dormida. Pero si se negaba a tomar
la bebida, él la agarraba y la ataba. De cualquier
forma, el hombre siempre resultaba ser un pirata, o
vendía a la Princesa Nell a algún otro pirata que la
retenía y no la dejaba irse.
Nell intentó todos los trucos que pudo pensar,
pero parecía que el ractivo estaba diseñado de tal
forma que una vez tomada la decisión de ir con el
extraño, nada que hiciese podía evitar que se
convirtiese en esclava de los piratas.
622
Después de la décima o duodécima iteración tiró
el libro a la arena y se echó sobre él, llorando. Lloró
en silencio para no despertar a Harv. Lloró durante
mucho tiempo, sin razón para detenerse, porque
ahora se sentía atrapada, igual que la Princesa Nell
en el libro.
—Eh —dijo la voz de un hombre muy suave.
Al principio Nell pensó que venía del Manual, y
la ignoró porque estaba enfadada con el libro.
—¿ Qué pasa, niñita? —dijo la voz. Nell intentó
mirar hacia la fuente, pero todo lo que vio fue la luz
coloreada de los mediatrones filtrada a través de
las lágrimas. Nell se frotó los ojos, pero sus manos
estaban llenas de arena. Le entró pánico por un
momento, porque había comprendido
definitivamente que allí había alguien, un nombre
adulto, y se sintió ciega e indefensa.
623
Finalmente pudo mirarle. Estaba en cuclillas a
unos dos metros de ella, una buena distancia de
seguridad, mirándola con la frente arrugada y
aspecto de estar terriblemente preocupado.
—No hay razón para llorar —dijo—. No puede
ser tan malo.
—¿Quién eres tú? —dijo Nell.
—Sólo soy un amigo que quiere ayudarte. Vamos
—dijo, señalando con la cabeza al otro extremo de
la playa—. Tengo que hablar contigo un segundo,
y no quiero despertar a tu amigo.
—¿Hablarme de qué?
—De cómo puedo ayudarte. Ahora, vamos,
¿quieres ayuda o no?
624
Nell alargó la mano izquierda hacia él y en el
último minuto le tiró un puñado de arena a la cara
con la derecha.
—¡Mierda! —dijo el extraño—. Puta de mierda,
vas a pagar esto.
Los nunchacos estaban, como siempre, bajo la
cabeza de Harv. Nell los sacó y se volvió hacia el
extraño, haciendo girar todo el cuerpo y dando un
golpe de muñecas en el último momento, justo
como Dojo le había enseñado. El extremo del
nunchaco golpeó al extraño en la rodilla izquierda
como una cobra de acero, y oyó que algo se rompía.
El extraño gritó, sorprendentemente alto, y cayó a
la arena. Nell hizo girar los nunchacos, haciendo
que ganasen velocidad, y apuntó al hueso
temporal. Pero antes de que pudiese golpear, Harv
le agarró la muñeca. El extremo libre del arma giró
fuera de control y golpeó a Nell en la ceja,
abriéndosela y dándole un impresionante dolor de
625
cabeza, como si hubiese comido demasiado helado.
Nell quería vomitar.
—Ése ha sido bueno, Nell —dijo—, pero ahora
es hora de irse.
Ella agarró el Manual. Los dos corrieron por la
playa, saltando sobre las larvas plateadas que
brillaban ruidosamente bajo la luz me‐diatrónica.
—Probablemente ahora nos seguirán los policías
—dijo Harv—. Debemos ir a algún sitio.
—Coge una de esas mantas —dijo Nell—. Tengo
una idea.
Habían dejado las mantas plateadas atrás. Había
una tirada, que sobresalía de un cesto cerca del
agua, así que Harv la cogió al pasar corriendo y la
dobló.
626
Nell llevó a Harv al pequeño grupo de árboles.
Encontraron el camino a la pequeña cavidad en la
que se habían detenido antes. Esta vez, Nell
extendió la manta por encima de ellos, y se la
pusieron alrededor para formar una burbuja.
Esperaron en silencio durante un minuto, luego
cinco, luego diez. De vez en cuando oían el silbido
de la vaina que volaba sobre ellos, pero siempre
pasaba de largo, y antes de darse cuenta, estaban
dormidos.
Un misterioso recuerdo del Doctor X; la llegada de
Hackworth a
Vancottver; el barrio atlante de la ciudad; él
adquiere un nuevo
modo de transporte
El Doctor X había enviado un mensajero al
Aeródromo de Shanghai con instrucciones de
buscar a Hackworth. El mensajero se había
colocado junto a Hackworth mientras éste
627
saludaba a un orinal, le dijo hola con alegría y orinó
él también. Luego los dos hombres intercambiaron
tarjetas de visita, cogiéndolas con las dos manos y
una ligera inclinación.
La tarjeta de Hackworth era tan espectacular
como él. Era blanca, con su nombre escrito en
mayúsculas bastante severas. Como la mayoría de
las tarjetas, estaba hecha de papel inteligente y
tenía mucho espacio en memoria para almacenar
información digitalizada. Esa copia en particular
contenía un programa para compilador de
materia que descendía del que había creado el
Manual ilustrado para jovencitas original. Aquella
revisión usaba algoritmos automáticos de genera‐
ción de voz en lugar de depender de ractores
profesionales, y contenía todas las entradas que los
codificadores del Doctor X necesitarían para
traducir el texto al chino.
628
La tarjeta del doctor era más pintoresca. Tenía
unos caracteres Hanzi escritos encima y también
exhibía la marca del Doctor X. Ahora que el papel
era inteligente, las marcas eran dinámicas. El sello
daba al papel un programa que le hacía ejecutar
eternamente un pequeño gráfico. La marca del
Doctor X mostraba a un tipo de aspecto desa‐
gradable con un sombrero cónico a la espalda
sentado en una roca al lado de un río con un palo
de bambú, sacando un pez del agua... no, espera,
no era un pez, era un dragón agitándose al final de
la línea, y tan pronto como lo entendías, el tipo se
daba la vuelta y te sonreía de forma bastante
insolente. La pomposa animación se detenía y se
me‐tamorfoseaba de forma inteligente en los
caracteres que representaban el nombre del Doctor
X. Luego volvía al principio. En la parte de atrás de
la tarjeta había unos mediaglifos que indicaban que
era, de hecho, un vale; es decir, un programa
totipotente para un compilador de materia
combinado con suficientes umus para correrlo. Los
629
mediaglifos indicaban que sólo podía correrse en
un compilador de materia de ocho metros cúbicos
o superior, lo que era enorme, lo que indicaba
claramente que no debía usarlo hasta llegar a
América.
Desembarcó de la Hanjin Takhoma en
Vancouver, que además de tener el atraque de
naves aéreas con mejor vista del mundo, se
enorgullecía de un enclave atlante de buen
tamaño. El Doctor X no le había dado ningún
destino específico —sólo el vale y un número de
vuelo— pero parecía que no tenía sentido
permanecer a bordo hasta el final de la línea.
Siempre podía ir en tren bala hasta la costa si fuese
necesario.
La ciudad misma era un alocado bazar de
enclaves. En consecuencia disponía de una
generosa cantidad de ágoras, controladas y
poseídas por el Protocolo, donde los ciudadanos y
630
los subditos de las distintas phyles podían reunirse
en terreno neutral y negociar, vender, fornicar o lo
que quisiesen. Algunas de las ágoras eran
simplemente plazas abiertas en la tradición clásica,
otras parecían más centros de convenciones o de
oficinas. Muchas de las zonas más caras y de mejor
vista del Viejo Vancouver habían sido adquiridas
por la Sociedad de la Benevolencia Mutua de Hong
Kong o los nipones, y los confucianos poseían el
edificio de oficinas más alto de la parte baja. Al este
de la ciudad, en el fértil delta del río Fraser, los
eslavos y los alemanes se suponía que tenían
grandes zonas de Lebensraum, rodeadas por redes
de vainas de seguridad más desagradables de lo
normal. Los indostaneses tenían una sucesión de
pequeños enclaves en toda el área metropolitana.
El enclave Atlantis surgía del agua a poco menos
de un kilómetro al oeste de la universidad, a la que
estaba unida por una altavía. Tectónica Imperial le
había dado el aspecto de cualquier otra isla, como
631
si llevase allí millones de años. Mientras el
velocípedo alquilado de Hackworth lo llevó por la
altavía, el frío aire salado corriendo por su barba
incipiente, comenzó a calmarse, encontrándose una
vez más en territorio de su hogar. En un campo de
juego verde esmeralda sobre el rompeolas, los
chicos con pantalones cortos formaban una melée,
jugando a la pelota. En el lado opuesto de la
carretera había un colegio para chicas, que tenía su
propio campo de juegos de igual tamaño, excepto
que aquél estaba rodeado por densos setos de casi
cuatro metros de alto para que las chicas pudiesen
correr con poca ropa, o muy ajustada, sin provocar
problemas de etiqueta. No había dormido bien en
el microcamarote y no le hubiese importado
meterse en una residencia de invitados para echar
un sueñecito, pero eran sólo las once de la mañana
y no se veía malgastando el día. Así que llevó el
velocípedo hasta el centro de la ciudad, se paró en
el primer pub que vio y almorzó. El camarero le
632
indicó la Real Oficina Postal, que estaba a un par
de manzanas de allí.
La oficina de correos era grande, dotada con una
gran variedad de compiladores de materia,
incluido un modelo de diez metros cúbicos justo al
lado de la zona de carga. Hackworth metió el vale
del Doctor X en el lector y contuvo la respiración.
Pero no sucedió nada dramático; la pantalla en el
panel de control le indicó que el trabajo iba a llevar
un par de horas.
Hackworth mató el tiempo vagando por el
enclave. El centro de la ciudad era pequeño y
pronto daba paso a un vecindario lleno de
magníficas casas georgianas, victorianas y
románicas, con algunas tudor desiguales colgadas
de una colina o protegidas en un hueco verdoso.
Más allá de las casas había un cinturón de granjas
aristocráticas que se mezclaban con los campos de
golf y los parques. Se sentó en un banco en un
633
florido jardín público y desdobló la hoja de papel
media‐trónico que seguía los movimientos de la
copia original del Manual ilustrado para
jovencitas.
Parecía que había pasado algún tiempo en el
cinturón verde y que luego subía por la colina en
la dirección general del Enclave de Nueva
Atlantis.
Hackworth sacó su pluma y escribió una
pequeña carta dirigida a lord Finkle‐McGraw.
Su Gracia:
Después de aceptar la confianza que ha
depositado en mí, he intentado ser perfectamente
sincero, sirviendo de conducto abierto para toda
la información pertinente a la misión actual. En
ese espíritu, debo informarle de que hace dos
años, en mi búsqueda desesperada de la copia
634
perdida del Manual, inicié una búsqueda por los
Territorios Cedidos...
Encontrará un mapa adjunto y otros datos
referidos a los movimientos recientes del libro
cuyo paradero me era desconocido hasta ayer.
No tengo forma de saber quién lo posee, pero
dada la programación del libro, sospecho que
debe de ser una joven tete, probablemente entre
los cinco y los siete años. El libro debe de haber
permanecido en el interior durante los últimos
dos años, o mis sistemas lo hubiesen detectado.
Si esas suposiciones son correctas, y mi invención
no ha fracasado miserablemente en sus in‐
tenciones, puede asumirse con seguridad que el
libro se ha convertido en parte importante de la
vida de la niña...
Siguió escribiendo que no debía quitársele el
libro a la niña si ése fuese el caso; pero pensándolo
mejor, borró esa parte de la carta y la hizo
desaparecer de la página. El papel de Hackworth
635
no era decirle a Finkle‐McGraw cómo llevar sus
asuntos. Firmó la carta y la envió.
Media hora más tarde, su pluma sonó de nuevo
y él comprobó su correo.
Hackworth:
Mensaje recibido. Más vale tarde que nunca. No
puedo esperar a conocer a la niña. Suyo,
Finkle‐McGraw
Cuando Hackworth volvió a la oficina de correos
y miró por la ventana del gran compilador de
materia, vio una enorme máquina que ganaba
forma bajo la luz roja. El cuerpo ya estaba
terminado y se elevaba lentamente mientras se
compilaban las cuatro patas. El Doctor X había
provisto a Hackworth de una cabalina.
Hackworth vio, aprobatoriamente, que aquel
ingeniero había puesto la más alta prioridad en las
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virtudes de la simplicidad y la fuerza y baja
prioridad en la comodidad y el estilo. Muy chino.
No se había hecho ningún esfuerzo por disfrazarla
de animal de verdad. Gran parte de la estructura
mecánica de las patas estaba expuesta por lo que
se podía ver cómo funcionaban las uniones y
activadores, un poco como mirar a las ruedas de
una vieja locomotora. El cuerpo parecía dema‐
crado y esquelético, estaba formado por conectores
en forma de estrella en los que se unían cinco o
seis barras del tamaño de un cigarrillo, las barras
y los conectores formarían una red irregular
alrededor de una estructura geodésica. Las barras
podían cambiar de longitud. Hackworth sabía, al
haber visto la misma estructura en otro sitio, que
la red podía cambiar de tamaño y forma en un
grado increíble mientras daba cualquier
combinación de rigidez y flexibilidad que el
sistema de control pudiese necesitar en el
momento. Dentro de la estructura, Hackworth
podía ver esferas y elipsoides plateados, sin duda
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llenos de vacío, que contenían las entrañas de fase
máquina de la montura: básicamente algo de
lógica de barras y una fuente energética.
Las piernas se compilaron con rapidez, los
complicados pies requirieron un poco más.
Cuando estuvo lista, Hackworth liberó el vacío y
abrió la puerta.
—Pliégate —dijo.
Las patas de la cabalina se plegaron y se quedó
en el suelo del C.M.; su estructura se contrajo todo
lo que pudo, y el cuello se acortó. Hackworth se
inclinó, puso los dedos alrededor de la estructura,
y levantó la cabalina con una mano. Atravesó la
entrada de la oficina de correos, pasando al lado
de sorprendidos clientes, y salió a la calle.
—Montar —dijo.
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La cabalina se colocó en cuclillas. Hackworth
pasó una pierna sobre la silla, que estaba cubierta
de algún material elastométrico, y sintió
inmediatamente que lo levantaba en el aire; las
piernas le colgaron hasta que encontró los
estribos. Un apoyo lumbar se apretó contra sus
ríñones, y entonces la cabalina se movió por la
calle y se dirigió hacia la Altavía.
No se suponía que debía hacer eso. Hackworth
estuvo a punto de decirle que parara. Luego
entendió por qué había recibido el vale en el último
minuto: los ingenieros del Doctor X habían
programado algo en el cerebro de la montura,
diciéndole adonde debía llevarle.
—¿Nombre? —dijo Hackworth.
—Innominado —dijo la cabalina.
—Renombrar Secuestrador —dijo Hackworth.
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—Nombre Secuestrador —dijo Secuestrador; y
al sentir que se acercaba al límite del distrito de
negocios empezó a ir a medio galope.
En unos minutos estaba atravesando la Altavía
rápidamente. Hack‐worth se volvió hacia Atlantis
y buscó aeróstatos que le siguiesen; pero si Napier
le vigilaba, lo estaba haciendo con algo de sutileza.
Un paseo matutino por los Territorios
Cedidos; Dovetail; un condestable
amigable
En lo alto de la montaña frente a ellos, podía ver
la catedral de San Marcos y oír las campanas
tañendo cambios, en su mayoría secuencias de
notas sin gracia, pero en ocasiones aparecía una
melodía linda, como una gema inesperada
producida por las permutaciones del I Ching. El
Palacio de Diamante de Fuente Victoria relucía
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con los colores del melocotón y el ámbar al recibir
la luz del amanecer, cuando el sol todavía se
escondía tras la montaña. Nell y Harv habían
dormido sorprendentemente bien bajo la manta
plateada, pero eso no quería decir de ninguna
forma que durmiesen mucho. La marcial marcha
del Enclave de Sendero los había despertado, y
para cuando volvieron a la calle, los grandes
evangelizadores coreanos e incas de Sendero ya
habían salido por las puertas y se habían
desperdigado por las calles de los Territorios
Cedidos, cargando con los mediatrones plegables
y las pesadas cajas llenas de pequeños libros rojos.
—Podríamos ir allí, Nell —dijo Harv, y Nell
pensó que debía de estar bromeando—. Siempre
hay qué comer y tienes un jergón caliente en
Sendero.
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—No me dejarían conservar mi libro —dijo
Nell.
Harv la miró ligeramente sorprendido.
—¿Cómo lo sabes? Oh, no me lo digas, lo
aprendiste en el Manual.
—En Sendero sólo tienen un libro que les dice
que deben quemar todos los otros libros.
El camino hacia el cinturón verde se hacía más
inclinado y Harv comenzó a resollar, de vez en
cuando se paraba con las manos en las rodillas y
tosía con fuerza como una foca. Pero allá arriba el
aire era más limpio, cosa que notaban por la
sensación que producía al bajar, por la garganta, y
también era más frío, lo que ayudaba.
Una franja de bosque rodeaba la meseta
superior de Nueva Chu‐san. El enclave llamado
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Dovetail se encontraba con el cinturón verde y no
estaba menos densamente poblado de árboles,
aunque en la distancia tenía una textura más fina;
árboles más pequeños y muchas flores.
Dovetail estaba rodeado por una verja hecha con
barras de hierro pintadas de negro. Harv le echó un
vistazo y dijo que sería una broma si ésa era toda la
seguridad que tenían. Luego se dio cuenta de que
la verja estaba bordeada por una zona de césped de
la anchura de un tiro de piedra y de la suavidad
suficiente para jugar un campeonato de croquet.
Elevó una ceja en dirección a Nell, dando a
entender que cualquier persona no autorizada que
intentase atravesarlo caminando quedaría
empalada por lanzas metálicas hidráulicas o
derribado por ralladores o perseguido por perros
robot.
Las puertas a Dovetail estaban abiertas de par en
par, lo que alarmó a Harv. Se puso frente a Nell
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para evitar que fuese corriendo hacia ellas. En la
línea del borde, el pavimento dejaba de ser el
nanomaterial duro‐pero‐flexible, suave‐pero‐con‐
alta‐tracción normal para convertirse en un
mosaico de bloques de granito.
El único humano a la vista era un condestable de
pelo blanco cuya barriga había creado una
divergencia visible entre las dos filas de botones.
Estaba inclinado hacia delante usando un
desplantador para recoger una mierda olorosa de
la hierba esmeralda. Las circunstancias sugerían
que había sido producida por dos corgis que en ese
mismo momento entrechocaban sus increíbles
cuerpos no lejos de allí, intentando darse la vuelta
uno al otro, lo que iba contra las leyes de la me‐
cánica incluso en el caso de corgis delgados y en
forma, que ellos no eran. Aquella lucha, que
parecía simplemente una batalla en una con‐
frontación de proporciones épicas, había
desterrado todas las preocupaciones menores,
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corno guardar la puerta, de la esfera de atención de
los combatientes, y, por tanto, fue el condestable el
primero que vio a Nell y Harv.
—¡Idos de aquí! —gritó animado, agitando el
desplantador hacia la parte baja de la colina—. ¡No
tenemos trabajo para gente como vosotros hoy! Y
todos los compiladores de materia gratuitos están
en la costa.
El efecto de esa noticia en Harv fue contrario al
que el condestable había pretendido, porque daba
a entender que en ocasiones había trabajo para
alguien como él. Se adelantó alerta. Nell se
aprovechó de eso para escaparse de su espalda.
—Perdóneme, señor —dijo—, no estamos aquí
buscando trabajo ni cosas gratuitas, sino para
encontrar a alguien que pertenece a esta phyle.
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El condestable se arregló la túnica y se cuadró de
hombros ante la aparición de aquella niñita, que
tenía aspecto de tete pero que hablaba corno una
vicky. La sospecha dejó paso a la benevolencia, y
deambuló hacia ellos mientras gritaba algún
insulto a los perros, que evidentemente sufrían de
graves pérdidas auditivas.
—Muy bien —dijo—. ¿A quién buscáis?
—A un hombre llamado Brad. Un herrero.
Trabaja en un establo del Enclave de Nueva
Atlantis, cuidando de los caballos.
—Le conozco bien —dijo el condestable—. Será
un placer telefonearle en vuestro nombre.
¿Entonces... sois amigos suyos?
—Nos gustaría creer que nos recuerda con
amabilidad —dijo Nell. Harv se volvió y le hizo un
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gesto por hablar de esa forma, pero el condestable
se lo estaba tragando.
—La mañana es fresca —dio el condestable—.
¿Por qué no os unís a mí en la portería, donde se
está cómodo y agradable, y tomamos algo de té?
A cada lado de la puerta principal, la verja
terminaba en una pequeña torre de piedra, con
pequeñas ventanas en forma de diamante
encajadas en las paredes. El condestable entró en
una de ellas, a su lado de la verja, y luego abrió una
pesada puerta de madera con inmensas bisagras de
hierro, dejando que Nell y Harv entrasen. La
pequeña habitación octogonal estaba abarrotada
de elegantes muebles de madera oscura, un estante
de viejos libros, y una pequeña estufa de hierro con
una tetera de esmalte rojo encima. El condestable
les indicó un par de sillas de madera. Al tratar de
apartarlas de la mesa, descubrieron que cada una
pesaba diez veces más que cualquier otra silla que
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hubiesen visto, al estar hechas de madera de
verdad, y con grandes trozos. No eran
especialmente cómodas, pero a Nell le gustaba
igualmente sentarse en la suya, porque algo de su
tamaño y peso le daba una sensación de seguridad.
Las ventanas del lado de Dovetail de la portería
eran más grandes y podía verse a los dos corgis
fuera, mirando a través de la celosía, sorprendidos
al haber sido, por alguna enorme laguna en el
procedimiento, dejados en el exterior, agitando las
colas inciertos, como si en un mundo que permitía
tales errores nada pudiese ser seguro.
El condestable encontró una bandeja de madera
y la llevó por la habitación, reuniendo
cuidadosamente una colección de tazas, platos,
cucharas, tenacillas y otras armas relacionadas con
el té. Cuando todas las herramientas necesarias
estuvieron adecuadamente dispuestas, fabricó la
bebida, siguiendo de cerca el antiguo
procedimiento, y lo colocó frente a ellos.
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Sobre una repisa al lado de la ventana había un
objeto negro de forma extravagante que Nell
reconoció como un teléfono, sólo porque los había
visto en los pasivos que a su madre le gustaba
mirar en los que parecían adquirir una importancia
talismánica más allá de lo que hacían en realidad.
El condestable cogió un trozo de papel en el que se
habían escrito a mano muchos nombres, frases y
dígitos. Se puso de espaldas a la ventana más
cercana, luego se inclinó sobre la repisa para
ponerse lo más cerca posible de la luz. Giró el
papel hacia la luz y ajustó la elevación de su
barbilla llegando a una posición que colocó las
lentes de sus gafas de lectura entre las pupilas y la
página. Habiendo colocado todos esos elementos
en la geometría correcta, dejó escapar un suspiro,
como si la situación le pareciese bien, y miró por
encima de las gafas a Nell y Harv durante un
momento, como si quisiese sugerir que podrían
aprender algún truco valioso si lo miraban con
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atención. Nell lo miraba fascinado, especialmente
porque rara vez veía a alguien con gafas.
El condestable volvió a mirar el papel y lo
examinó con el ceño fruncido durante unos
minutos antes de recitar de pronto una serie de
números, que parecían producto del azar para sus
visitantes pero profundamente significativos y
perfectamente obvios al condestable.
El teléfono negro exhibía un disco de metal con
agujeros del tamaño de un dedo alrededor del
borde. El condestable atrapó el auricular con el
hombro y comenzó a meter el dedo en varios de los
agujeros, usándolos para girar el disco contra la
fuerza de un resorte. A eso siguió una breve pero
muy alegre conversación. Luego colgó el teléfono y
puso las manos sobre la barriga, como si hubiese
completado la tarea de forma tan completa que las
manos eran ahora sólo adornos superfluos.
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