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Published by snullbug20, 2019-05-30 18:10:59

La Era Del Diamante - Neal Stephenson

vestir largos abrigos negros que casi arrastraba por


el suelo. Llevaba el largo pelo rubio ondulado


peinado hacia atrás y una especie de barba egipcia.


O era célibe o creía que los detalles de su


orientación y necesidades sexuales eran demasiado

complejas para compartirlas con sus compañeros


de trabajo. Todo el mundo estaba cagado de miedo


con él, y a él le gustaba; no podría hacer su trabajo


si fuese amigo de todos los ractores.





Miranda oyó sus botas de cowboy que se


aproximaban sobre la desnuda alfombra china. Le


confiscó el refresco.




—No puedes beber esto cuando estás llorando.


Se te saldrá por la nariz. Necesitas algo con zumo


de tomate: reemplaza los electrolitos perdidos.


Mira —dijo, agitando las llaves—, romperé las


reglas y te prepararé un Bloody Mary de verdad.


Normalmente los preparo con tabasco, que es


como lo hacemos de donde vengo. Pero como tus


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membranas mucosas ya están lo suficientemente


irritadas, te prepararé uno aburrido.





Para cuando acabó con su monólogo, al menos


Miranda se había quitado las manos de la cara. Le

dio la espalda.





—Es extraño ractuar en esa pequeña caja, ¿no? —


dijo Cari—, muy aislado. El teatro solía ser


diferente.





—¿Aislado? Más o menos —dijo Miranda—.


Podría aprovechar algo de aislamiento esta noche.

—Me estás diciendo que te deje en paz, o...





—No —dijo Miranda, sonando desesperada a sí


misma. Controló su voz antes de continuar—. No,


no es eso lo que quería decir. Simplemente es que


nunca sabes qué papel vas a interpretar. Y algunos


pa‐Peles te afectan muy adentro. Si alguien me






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diese un guión de lo que acabo de hacer y me


preguntase si estaba interesada, lo rechazaría.





—¿Era algo pornográfico? —dijo Cari


Hollywood. Su voz sonaba un poco ahogada. De

pronto estaba furioso. Se había parado en medio de


la habitación, agarrando el Bloody Mary como si


quisiese romper el vidrio con la mano.





—No. No fue eso —dijo Miranda—. Al menos, no


era pornográfico como crees —dijo Miranda—,


aunque nunca sabes lo que excita a la gente.




—¿El cliente buscaba excitarse?





—No. Definitivamente no —dijo Miranda.





Luego, después de mucho rato, dijo:





—Era una niña. Una niña pequeña.





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Cari le dirigió una mirada inquisitiva, luego


recordó sus maneras y apartó la vista,


pretendiendo admirar la decoración del bar.





—Así que la siguiente pregunta es —dijo

Miranda después de recuperarse con un par de


tragos—, por qué debería afectarme tanto un


ractivo para niños.





Cari agitó la cabeza.





—No iba a preguntarlo.




—Pero te lo preguntas.





—Lo que yo me pregunte es asunto mío —dijo


Cari—. Concentrémonos en tus problemas por el


momento. —Frunció el ceño, se sentó frente a ella y


se pasó ausente la mano por el pelo—. ¿Se trata de


esa cuenta grande? —El tenía acceso a sus datos;


sabía en qué había estado empleando el tiempo.


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—Sí.





—He visto varias sesiones.




—Lo sé.





—Parece diferente al material normal para niños.


La educación está ahí, pero es más oscuro. Mucho


contenido de los hermanos Grimm. Fuerte.





—Sí.




—Es sorprendente que una niña pueda pasar


tanto tiempo...





—Para mí también. —Miranda bebió otra vez,


luego mordió la punta del apio y masticó perdida


en sus ideas—. Lo que me parece —dijo—, es que


estoy educando a la hija de alguien en su lugar.





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Cari la miró directamente a los ojos por primera


vez en un rato.





—Y ha habido una mierda grave —dijo.




—Una mierda muy grave, sí.





Cari asintió.





—Tan grave —le dijo Miranda—, que no sé si la


niña está viva o muerta.





Cari miró al viejo reloj lujoso que tenía la esfera

amarillenta por siglo y medio de acumulación de


alquitrán y nicotina.





—Si está viva —dijo—, entonces probablemente


te necesita.













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—Eso —dijo Miranda. Se puso en pie y se dirigió


a la salida. Entonces, antes de que Cari pudiese


reaccionar, se giró, se inclinó y le besó en la mejilla.





—Eh, para —dijo él.




—Te veré más tarde, Cari. Gracias —ella corrió


hacia la estrecha escalera dirigiéndose a su caja.



El barón Durt yacía muerto en el suelo del


Castillo Tenebroso. La Princesa Nell estaba


aterrorizada por la sangre que salía de sus


heridas, pero se aproximó a él con valor y cogió

de su cinturón el juego con las doce llaves. Lue‐


go recogió a sus Amigos Nocturnos,


metiéndolos en una mochila, y preparó


apresuradamente un almuerzo mientras Harv


recogía mantas, cuerdas y herramientas para su


viaje.


Atravesaron el patio del Castillo Tenebroso,


dirigiéndose a la gran puerta con las doce


cerraduras, ¡cuando de pronto apareció ante


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ellos la malvada Reina, como un gran gigante,


rodeada de rayos y truenos! Le corrían lágrimas


de los ojos, que se convertían en sangre al


recorrer sus mejillas.


—¡Me lo habéis quitado! —gritó. Y Nell

comprendió que aquello era algo terrible para la


malvada madrastra, porque se encontraba débil


e indefensa sin un hombre—. Por eso —continuó


lo Reina—, ¡os maldigo a permanecer


encerrados para siempre en el Castillo


Tenebroso! —Y lanzó una mano como una garra


y arrancó las llaves de manos de la Princesa


Nell. Luego se convirtió en un gran buitre y se

alejó volando sobre el océano hacia Tierra Más


Allá.


—¡Estamos perdidos! —gritó Harv—. ¡Ahora


nunca podremos escapar de este lugar!


Pero la Princesa Nell no perdió la esperanza.


No mucho después de que la Reina se


desvaneciese sobre el horizonte, otro pájaro vino


volando hacia ellos. Era el Cuervo, su amigo de


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Tierra Más Allá, que venía a visitarles


frecuentemente y a entretenerles con historias de


países lejanos y famosos héroes.


—Ahora es vuestra oportunidad de escapar —


dijo el Cuervo—. La malvada Reina está

ocupada en una gran batalla de magia contra los


Reyes y Reinas Feéricos que gobiernan Tierra


Más Allá. Arrojad una cuerda por una rendija y


huid hacia la libertad.


La Princesa Nell y Harv subieron la escalera de


uno de los bastiones que estaban al lado de la


puerta principal del Castillo Tenebroso. Tenía


estrechas ventanas desde las que en otro tiempo

los soldados disparaban flechas a los invasores.


Harv aró un extremo de la cuerda a un gancho


en la pared y la arrojó por una de las rendijas. La


Princesa Nell arrojó a sus Amigos Nocturnos,


sabiendo que caerían sin sufrir daños. Luego


salió por la rendija y bajó la cuerda hacia la


libertad.






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—¡Sígueme, Harv! —gritó—. Aquí abajo todo


está bien, ¡y es un lugar finas brillante de lo que


puedas imaginar!


—No puedo —dijo él—. Soy demasiado


grande para pasar por la rendija —y comenzó a

tirar trozos de pan, queso, un pellejo de vino, y


conservas que habían preparado para el


almuerzo.


—Entonces subiré por la cuerda y me quedaré


contigo —dijo generosa la Princesa Nell.


—¡No! —dijo Harv, y recogió la cuerda


atrapando a Nell en el exterior.


—¡Pero me perderé sin ti! —gritó la Princesa

Nell.


—La que habla es tu madrastra —dijo Harv—


. Eres una chica fuerte, inteligente y valiente, y


puedes defenderte perfectamente sin mí.


—Harv tiene razón —dijo el Cuervo, volando


sobre su cabeza—. Tu destino está en Tierra Más


Allá. Apresúrate, no sea que fu madrastra vuelva


y te atrape oquí.


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—Entonces iré a Tierra Más Allá con mis Amigos


Nocturnos —dijo La Princesa Nell—, encontraré


las doce llaves y volveré algún día paro liberarte


del Castillo Tenebroso.


—No voy a esperar de pie —dijo Harv—, pero

gracias de todas formas.


En la orilla había un pequeño bote que el padre


de Nell había usado para navegar alrededor de la


isla. Nell se subió con sus Amigos Nocturnos y


comenzó a remar.


Nell remó durante muchas horas hasta que le


dolieron la espalda y los hombros. El sol se puso


por el oeste, el cielo se oscureció, y fue más difícil

ver al Cuervo sobre el cielo oscuro. Entonces, para


su alivio, los Amigos Nocturnos volvieron a la


vida como siempre. Había mucho sitio en el bote


para la Princesa Nell, Púrpura, Pedro y Oca, pero


Dinosaurio era tan grande que casi lo hundió; él


tuvo que sentarse en la proa remando mientras los


otros se sentaron en lo popa intentado equilibrar


el peso.


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Se movieron mucho más deprisa con las fuertes


paladas de Dinosaurio; pero temprano en la


mañana se desató una tormenta, y pronto las olas


saltaron sobre sus cabezas, incluso por encima de


la cabeza de Dinosaurio, y la lluvia caía a tal

velocidad que Púrpura y la Princesa Nell tuvieron


que usar el brillante casco de Dinosaurio como


cubo para achicar. Dinosaurio se quitó roda la


armadura para aligerar el peso, pero pronto


quedó claro que no era suficiente.


—Debo cumplir mi deber como guerrero —dijo


Dinosaurio—. Mi utilidad para ti ha terminado,


Princesa Nell; a partir de ahora, debes prestar

atención a la sabiduría de los otros Amigos


Nocturnos y usar lo que has aprendido de mí sólo


cuando falle todo lo demás —y se lanzó al agua y


desapareció bajo las olas.


El bote subía y bajaba como un corcho. Una hora


más farde, la tormenta comenzó a amainar, y al


aproximarse el amanecer, el océano estaba tan


liso como un cristal, y llenando el horizonte


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occidental había un país verde mayor que


cualquier cosa que la Princesa Nell hubiese


imaginado: Tierra Más Allá.


La Princesa Nell lloró amargamente por la


pérdida de Dinosaurio y quería esperar en la orilla

por si se había agarrado a algún pecio o desecho


y había conseguido salvarse.


—No debemos permanecer aquí —dijo


Púrpura—, no sea que nos vean los centinelas del


Rey Urraca.


—¿El Rey Urraca? —dijo la Princesa Nell.


—Uno de los doce Reyes y Reinas Feéricos. Esta


costa es parte de sus dominios —dijo Púrpura—.

Tiene una bandada de estorninos para vigilar las


fronteras.


—¡Demasiado tarde! —gritó Pedro, el de los ojos


certeros—. ¡Nos han descubierto!


En ese momento se levantó el sol, y los Amigos


Nocturnos se convirtieron de nuevo en animales


de peluche.






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Un pájaro solitario se dirigía hacia ellos en el


cielo de la mañana. Cuando se acercó, la Princesa


Nell vio que después de todo no era uno de los es‐


torninos del Rey Urraca; era su amigo el Cuervo.


Se posó sobre una rama por encima de su cabeza y

dijo:


—¡Buenas noticias! ¡Malas noticias! ¿Por dónde


empiezo?


—Por las buenas noticias —dijo la Princesa Nell.


—La malvada Reina perdió la batalla. Su poder


ha sido destruido por los otros doce.


—¿Cuál es la mala noticia?


—Cada uno de ellos cogió una de las llaves

como botín y la escondió en su tesoro real. Nunca


podrás recuperar las doce.


—Pero he jurado hacerlo —dijo la Princesa


Nell—, y Dinosaurio me ha demostrado esta


noche que un guerrero debe cumplir su deber


incluso cuando lleva a su destrucción. Muéstrame


el camino al castillo del Rey Urraca; conseguiremos


primero su llave.


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Aquí seguía un divertido capítulo en el que Nell


encontraba las pisadas de otro viajero en el camino,


al que pronto se le unió otro viajero y otro. Así


siguió hasta la puesta de sol, cuando Púrpura


examinó las pisadas e informó a la Princesa Nell de

que había caminado en círculos todo el día.




—Pero he seguido con cuidado el camino —dijo


Nell.

—El camino es uno de los trucos del Rey Urraca


—dijo Púrpura—. Es un camino circular. Para


encontrar su castillo, debemos ponernos los


sombreros de pensar y usar el cerebro, porque


todo en este país es un truco de un tipo u otro.


—¿Pero cómo podemos encontrar su castillo si los


caminos están hechos para engañarnos? —dijo


Pedro el Conejo.


—Nell, ¿tienes la aguja de coser? —dijo Púrpura.


—Sí —dijo Nell, metiendo la mano en el bolsillo


y sacando el costurero.

—Pedro, ¿tienes tu piedra mágica? —dijo


Púrpura a continuación.

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—Sí —dijo Pedro, sacándosela del bolsillo. No


parecía mágica, sólo un trozo de piedra gris,


pero poseía la propiedad mágica de atraer


pequeños trozos de metal.


—Y tú, Oca, ¿puedes darnos un corcho de una de


las botellas de limonada?


—Ésta está casi vacía —dijo Oca.


—Muy bien. También necesitaré un vaso de agua


—dijo Púrpura, y recogió los tres elementos de los


tres amigos.



Nell siguió leyendo el Manual, aprendiendo


cómo Púrpura hacía una brújula magnetizando la


aguja, atravesando con ella el corcho, y dejándola


flotar en el vaso de agua. Leyó sobre su viaje de tres

días por la tierra del Rey Urraca, y de todos los


trucos que contenía: animales que les robaban la


comida, arenas movedizas, tormentas repentinas,


frutas apetitosas pero venenosas, trampas y


artimañas diseñadas para atrapar huéspedes no


invitados. Nell sabía que si quería, podría volver




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atrás y hacer preguntas sobre aquellas cosas más


tarde y pasar muchas horas leyendo sobre aquella


parte de la aventura. Pero lo más importante pare‐


cía ser las discusiones con Pedro que terminaban el


camino de cada día.



Pedro el Conejo los guió por entre todos aquellos


peligros. Sus ojos eran certeros por comer


zanahorias, y sus gigantescas orejas podían oír el

peligro a kilómetros de distancia. Su nariz


temblorosa olía el peligro, y su mente era


demasiado buena para lo mayoría de los trucos del


Rey Urraca. Pronto alcanzaron las afueras de la


ciudad del Rey Urraca, que ni siquiera tenía una


muralla, tanta confianza sentía el Rey Urraca de


que ningún invasor podría atravesar todas las


trampas y artimañas del bosque.








La Princesa Nell en la ciudad del Rey Urraca;


problemas con una hiena; la historia de Pedro;

Nell trata con un extraño



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La ciudad del Rey Urraca le resultaba a Nell más


aterradora que el bosque. Y antes le hubiese


confiado la vida a las bestias salvajes del bosque


que a muchos de sus ciudadanos. Intentaron


dormir en un agradable claro de árboles en medio

de la ciudad, que recordaba a la Princesa Nell a los


claros de la Isla Encantada. Pero incluso antes de


conseguir acomodarse, una hiena silbante con ojos


rojos y colmillos babeantes vino y los echó de allí.


—Quizá podamos volver a meternos en el


bosquecillo después de anochecer, cuando la hiena


no pueda vernos —sugirió Nell.


—La hiena siempre nos verá, incluso en la

oscuridad, porque puede ver la luz infrarroja que


sale de nuestros cuerpos —dijo Púrpura.


Al final, Nell, Pedro, Oca y Púrpura encontraron


un lugar para acampar en un campo en el que


vivían otras personas pobres. Oca montó un


pequeño campamento y encendió un fuego, y


tomaron sopa antes de acostarse. Pero por mucho


que lo intentó, la Princesa Nell no podía dormir.


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Vio que Pedro el Conejo no podía dormir


tampoco; estaba sentado de espaldas al fuego


mirando a la oscuridad.


—¿Por qué miras a la oscuridad y no al fuego


como nosotros? —preguntó Nell.

—Porque el peligro viene de la oscuridad —dijo


Pedro—, y del fuego vienen ilusiones. Cuando era


un pequeño conejo huyendo de mi casa, eso fue


una de las primeras lecciones que aprendí.



Pedro contó a continuación su propia historia,


justo como Dinosaurio había hecho antes en el


Manual. Era una historia de cómo él y sus


hermanos habían huido de casa y habían sido


víctimas de varios gatos, buitres, comadrejas,


perros y humanos que tendían a verlos no como


intrépidos pequeños aventureros sino como


almuerzo. Pedro era el único de ellos que había


sobrevivido, porque era el más listo de todos.



—Decidí que un día vengaría a mis hermanos —


dijo Pedro.



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—¿Lo hiciste?


—Bien, ésa es una larga historia.


—¡Cuéntamela! —dijo la Princesa Nell.


Pero antes de que Pedro pudiese lanzarse a la


siguiente parte de su historia, vieron que se les

acercaba un extraño.


—Deberíamos despertar a Oca y Púrpura —dijo


Pedro.


—Oh, dejémosles dormir —dijo la Princesa


Nell—. Necesitan el descanso, y ese extraño no


tiene mal aspecto.


—¿Exactamente qué aspecto tiene un extraño


malo? —dijo Pedro.

—Ya sabes, como una comadreja o un buitre —


dijo la Princesa Nell.


—Hola, joven dama —dijo el extraño, que vestía


con ropas y joyas caras—. No he podido evitar ver


que sois nuevos en esta hermosa Ciudad Urraca y


que se os ha acabado la suerte. No puedo sentarme


en mi cálido y cómoda casa, y comer mi comida


abundante y sabrosa sin sentirme culpable,


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sabiendo que estáis aquí sufriendo. ¿Por qué no


venís conmigo y me dejáis cuidar de vosotros?


—No dejaré a mis amigos —dijo lo Princesa Nell.


—Por supuesto que no, no lo sugería —dijo el


extraño—. Lástima que duerman. Vamos, ¡tengo

una idea! Ven tú conmigo, y que tu amigo el co‐


nejo se quede despierto vigilando a tus amigos


durmientes, y yo te mostraré mi casa... ya sabes,


demostrarte que no soy un malvado extraño que


intento aprovecharse de ti, como se ve en esas


estúpidas historias para niños que sólo leen los


bebés. No eres un bebé, ¿verdad?


—No, no lo creo —dijo lo Princesa Nell.

—Entonces ven conmigo, déjame explicarme,


pruébame, y si resulta que soy un buen tipo,


volveremos y recogeremos al resto de tu grupo.


Vamos, ¡no malgastemos el tiempo!


La Princesa Nell encontró difícil decirle que no


al extraño.


—¡No vayas con él, Nell! —dijo Pedro. Pero al


final, Nell fue con él de rodas formas. En su


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corazón sabía que no estaba bien, pero su cabeza


era tonta, y como todavía era una niña pequeña,


sentía que no podía decir no a los hombres adultos.



En ese punto la historia se hizo muy ractiva. Nell


estuvo un buen rato en el ractivo, intentado cosas


diferentes. A veces el hombre le daba una bebida, y


ella se quedaba dormida. Pero si se negaba a tomar


la bebida, él la agarraba y la ataba. De cualquier

forma, el hombre siempre resultaba ser un pirata, o


vendía a la Princesa Nell a algún otro pirata que la


retenía y no la dejaba irse.







Nell intentó todos los trucos que pudo pensar,


pero parecía que el ractivo estaba diseñado de tal

forma que una vez tomada la decisión de ir con el


extraño, nada que hiciese podía evitar que se


convirtiese en esclava de los piratas.













622

Después de la décima o duodécima iteración tiró


el libro a la arena y se echó sobre él, llorando. Lloró


en silencio para no despertar a Harv. Lloró durante


mucho tiempo, sin razón para detenerse, porque


ahora se sentía atrapada, igual que la Princesa Nell

en el libro.





—Eh —dijo la voz de un hombre muy suave.





Al principio Nell pensó que venía del Manual, y


la ignoró porque estaba enfadada con el libro.





—¿ Qué pasa, niñita? —dijo la voz. Nell intentó

mirar hacia la fuente, pero todo lo que vio fue la luz


coloreada de los mediatrones filtrada a través de


las lágrimas. Nell se frotó los ojos, pero sus manos


estaban llenas de arena. Le entró pánico por un


momento, porque había comprendido


definitivamente que allí había alguien, un nombre


adulto, y se sintió ciega e indefensa.





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Finalmente pudo mirarle. Estaba en cuclillas a


unos dos metros de ella, una buena distancia de


seguridad, mirándola con la frente arrugada y


aspecto de estar terriblemente preocupado.




—No hay razón para llorar —dijo—. No puede


ser tan malo.





—¿Quién eres tú? —dijo Nell.





—Sólo soy un amigo que quiere ayudarte. Vamos


—dijo, señalando con la cabeza al otro extremo de


la playa—. Tengo que hablar contigo un segundo,

y no quiero despertar a tu amigo.





—¿Hablarme de qué?





—De cómo puedo ayudarte. Ahora, vamos,


¿quieres ayuda o no?









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Nell alargó la mano izquierda hacia él y en el


último minuto le tiró un puñado de arena a la cara


con la derecha.


—¡Mierda! —dijo el extraño—. Puta de mierda,


vas a pagar esto.




Los nunchacos estaban, como siempre, bajo la


cabeza de Harv. Nell los sacó y se volvió hacia el


extraño, haciendo girar todo el cuerpo y dando un


golpe de muñecas en el último momento, justo


como Dojo le había enseñado. El extremo del


nunchaco golpeó al extraño en la rodilla izquierda


como una cobra de acero, y oyó que algo se rompía.

El extraño gritó, sorprendentemente alto, y cayó a


la arena. Nell hizo girar los nunchacos, haciendo


que ganasen velocidad, y apuntó al hueso


temporal. Pero antes de que pudiese golpear, Harv


le agarró la muñeca. El extremo libre del arma giró


fuera de control y golpeó a Nell en la ceja,


abriéndosela y dándole un impresionante dolor de






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cabeza, como si hubiese comido demasiado helado.


Nell quería vomitar.





—Ése ha sido bueno, Nell —dijo—, pero ahora


es hora de irse.




Ella agarró el Manual. Los dos corrieron por la


playa, saltando sobre las larvas plateadas que


brillaban ruidosamente bajo la luz me‐diatrónica.





—Probablemente ahora nos seguirán los policías


—dijo Harv—. Debemos ir a algún sitio.




—Coge una de esas mantas —dijo Nell—. Tengo


una idea.





Habían dejado las mantas plateadas atrás. Había


una tirada, que sobresalía de un cesto cerca del


agua, así que Harv la cogió al pasar corriendo y la


dobló.





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Nell llevó a Harv al pequeño grupo de árboles.


Encontraron el camino a la pequeña cavidad en la


que se habían detenido antes. Esta vez, Nell


extendió la manta por encima de ellos, y se la


pusieron alrededor para formar una burbuja.

Esperaron en silencio durante un minuto, luego


cinco, luego diez. De vez en cuando oían el silbido


de la vaina que volaba sobre ellos, pero siempre


pasaba de largo, y antes de darse cuenta, estaban


dormidos.








Un misterioso recuerdo del Doctor X; la llegada de


Hackworth a


Vancottver; el barrio atlante de la ciudad; él

adquiere un nuevo


modo de transporte





El Doctor X había enviado un mensajero al


Aeródromo de Shanghai con instrucciones de


buscar a Hackworth. El mensajero se había


colocado junto a Hackworth mientras éste

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saludaba a un orinal, le dijo hola con alegría y orinó


él también. Luego los dos hombres intercambiaron


tarjetas de visita, cogiéndolas con las dos manos y


una ligera inclinación.







La tarjeta de Hackworth era tan espectacular


como él. Era blanca, con su nombre escrito en


mayúsculas bastante severas. Como la mayoría de


las tarjetas, estaba hecha de papel inteligente y


tenía mucho espacio en memoria para almacenar


información digitalizada. Esa copia en particular


contenía un programa para compilador de


materia que descendía del que había creado el


Manual ilustrado para jovencitas original. Aquella

revisión usaba algoritmos automáticos de genera‐


ción de voz en lugar de depender de ractores


profesionales, y contenía todas las entradas que los


codificadores del Doctor X necesitarían para


traducir el texto al chino.






628

La tarjeta del doctor era más pintoresca. Tenía


unos caracteres Hanzi escritos encima y también


exhibía la marca del Doctor X. Ahora que el papel


era inteligente, las marcas eran dinámicas. El sello


daba al papel un programa que le hacía ejecutar

eternamente un pequeño gráfico. La marca del


Doctor X mostraba a un tipo de aspecto desa‐


gradable con un sombrero cónico a la espalda


sentado en una roca al lado de un río con un palo


de bambú, sacando un pez del agua... no, espera,


no era un pez, era un dragón agitándose al final de


la línea, y tan pronto como lo entendías, el tipo se


daba la vuelta y te sonreía de forma bastante

insolente. La pomposa animación se detenía y se


me‐tamorfoseaba de forma inteligente en los


caracteres que representaban el nombre del Doctor


X. Luego volvía al principio. En la parte de atrás de


la tarjeta había unos mediaglifos que indicaban que


era, de hecho, un vale; es decir, un programa


totipotente para un compilador de materia


combinado con suficientes umus para correrlo. Los


629

mediaglifos indicaban que sólo podía correrse en


un compilador de materia de ocho metros cúbicos


o superior, lo que era enorme, lo que indicaba


claramente que no debía usarlo hasta llegar a


América.




Desembarcó de la Hanjin Takhoma en


Vancouver, que además de tener el atraque de


naves aéreas con mejor vista del mundo, se


enorgullecía de un enclave atlante de buen


tamaño. El Doctor X no le había dado ningún


destino específico —sólo el vale y un número de


vuelo— pero parecía que no tenía sentido

permanecer a bordo hasta el final de la línea.


Siempre podía ir en tren bala hasta la costa si fuese


necesario.





La ciudad misma era un alocado bazar de


enclaves. En consecuencia disponía de una


generosa cantidad de ágoras, controladas y


poseídas por el Protocolo, donde los ciudadanos y


630

los subditos de las distintas phyles podían reunirse


en terreno neutral y negociar, vender, fornicar o lo


que quisiesen. Algunas de las ágoras eran


simplemente plazas abiertas en la tradición clásica,


otras parecían más centros de convenciones o de

oficinas. Muchas de las zonas más caras y de mejor


vista del Viejo Vancouver habían sido adquiridas


por la Sociedad de la Benevolencia Mutua de Hong


Kong o los nipones, y los confucianos poseían el


edificio de oficinas más alto de la parte baja. Al este


de la ciudad, en el fértil delta del río Fraser, los


eslavos y los alemanes se suponía que tenían


grandes zonas de Lebensraum, rodeadas por redes

de vainas de seguridad más desagradables de lo


normal. Los indostaneses tenían una sucesión de


pequeños enclaves en toda el área metropolitana.





El enclave Atlantis surgía del agua a poco menos


de un kilómetro al oeste de la universidad, a la que


estaba unida por una altavía. Tectónica Imperial le


había dado el aspecto de cualquier otra isla, como


631

si llevase allí millones de años. Mientras el


velocípedo alquilado de Hackworth lo llevó por la


altavía, el frío aire salado corriendo por su barba


incipiente, comenzó a calmarse, encontrándose una


vez más en territorio de su hogar. En un campo de

juego verde esmeralda sobre el rompeolas, los


chicos con pantalones cortos formaban una melée,


jugando a la pelota. En el lado opuesto de la


carretera había un colegio para chicas, que tenía su


propio campo de juegos de igual tamaño, excepto


que aquél estaba rodeado por densos setos de casi


cuatro metros de alto para que las chicas pudiesen


correr con poca ropa, o muy ajustada, sin provocar

problemas de etiqueta. No había dormido bien en


el microcamarote y no le hubiese importado


meterse en una residencia de invitados para echar


un sueñecito, pero eran sólo las once de la mañana


y no se veía malgastando el día. Así que llevó el


velocípedo hasta el centro de la ciudad, se paró en


el primer pub que vio y almorzó. El camarero le






632

indicó la Real Oficina Postal, que estaba a un par


de manzanas de allí.





La oficina de correos era grande, dotada con una


gran variedad de compiladores de materia,

incluido un modelo de diez metros cúbicos justo al


lado de la zona de carga. Hackworth metió el vale


del Doctor X en el lector y contuvo la respiración.


Pero no sucedió nada dramático; la pantalla en el


panel de control le indicó que el trabajo iba a llevar


un par de horas.





Hackworth mató el tiempo vagando por el

enclave. El centro de la ciudad era pequeño y


pronto daba paso a un vecindario lleno de


magníficas casas georgianas, victorianas y


románicas, con algunas tudor desiguales colgadas


de una colina o protegidas en un hueco verdoso.


Más allá de las casas había un cinturón de granjas


aristocráticas que se mezclaban con los campos de


golf y los parques. Se sentó en un banco en un


633

florido jardín público y desdobló la hoja de papel


media‐trónico que seguía los movimientos de la


copia original del Manual ilustrado para


jovencitas.




Parecía que había pasado algún tiempo en el


cinturón verde y que luego subía por la colina en


la dirección general del Enclave de Nueva


Atlantis.





Hackworth sacó su pluma y escribió una


pequeña carta dirigida a lord Finkle‐McGraw.



Su Gracia:




Después de aceptar la confianza que ha

depositado en mí, he intentado ser perfectamente


sincero, sirviendo de conducto abierto para toda


la información pertinente a la misión actual. En


ese espíritu, debo informarle de que hace dos


años, en mi búsqueda desesperada de la copia







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perdida del Manual, inicié una búsqueda por los


Territorios Cedidos...


Encontrará un mapa adjunto y otros datos


referidos a los movimientos recientes del libro


cuyo paradero me era desconocido hasta ayer.

No tengo forma de saber quién lo posee, pero


dada la programación del libro, sospecho que


debe de ser una joven tete, probablemente entre


los cinco y los siete años. El libro debe de haber


permanecido en el interior durante los últimos


dos años, o mis sistemas lo hubiesen detectado.


Si esas suposiciones son correctas, y mi invención


no ha fracasado miserablemente en sus in‐

tenciones, puede asumirse con seguridad que el


libro se ha convertido en parte importante de la


vida de la niña...




Siguió escribiendo que no debía quitársele el


libro a la niña si ése fuese el caso; pero pensándolo


mejor, borró esa parte de la carta y la hizo

desaparecer de la página. El papel de Hackworth





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no era decirle a Finkle‐McGraw cómo llevar sus


asuntos. Firmó la carta y la envió.






Media hora más tarde, su pluma sonó de nuevo


y él comprobó su correo.



Hackworth:




Mensaje recibido. Más vale tarde que nunca. No


puedo esperar a conocer a la niña. Suyo,


Finkle‐McGraw



Cuando Hackworth volvió a la oficina de correos


y miró por la ventana del gran compilador de


materia, vio una enorme máquina que ganaba

forma bajo la luz roja. El cuerpo ya estaba


terminado y se elevaba lentamente mientras se


compilaban las cuatro patas. El Doctor X había


provisto a Hackworth de una cabalina.







Hackworth vio, aprobatoriamente, que aquel

ingeniero había puesto la más alta prioridad en las



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virtudes de la simplicidad y la fuerza y baja


prioridad en la comodidad y el estilo. Muy chino.


No se había hecho ningún esfuerzo por disfrazarla


de animal de verdad. Gran parte de la estructura


mecánica de las patas estaba expuesta por lo que

se podía ver cómo funcionaban las uniones y


activadores, un poco como mirar a las ruedas de


una vieja locomotora. El cuerpo parecía dema‐


crado y esquelético, estaba formado por conectores


en forma de estrella en los que se unían cinco o


seis barras del tamaño de un cigarrillo, las barras


y los conectores formarían una red irregular


alrededor de una estructura geodésica. Las barras

podían cambiar de longitud. Hackworth sabía, al


haber visto la misma estructura en otro sitio, que


la red podía cambiar de tamaño y forma en un


grado increíble mientras daba cualquier


combinación de rigidez y flexibilidad que el


sistema de control pudiese necesitar en el


momento. Dentro de la estructura, Hackworth


podía ver esferas y elipsoides plateados, sin duda


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llenos de vacío, que contenían las entrañas de fase


máquina de la montura: básicamente algo de


lógica de barras y una fuente energética.





Las piernas se compilaron con rapidez, los

complicados pies requirieron un poco más.


Cuando estuvo lista, Hackworth liberó el vacío y


abrió la puerta.





—Pliégate —dijo.





Las patas de la cabalina se plegaron y se quedó


en el suelo del C.M.; su estructura se contrajo todo

lo que pudo, y el cuello se acortó. Hackworth se


inclinó, puso los dedos alrededor de la estructura,


y levantó la cabalina con una mano. Atravesó la


entrada de la oficina de correos, pasando al lado


de sorprendidos clientes, y salió a la calle.





—Montar —dijo.





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La cabalina se colocó en cuclillas. Hackworth


pasó una pierna sobre la silla, que estaba cubierta


de algún material elastométrico, y sintió


inmediatamente que lo levantaba en el aire; las


piernas le colgaron hasta que encontró los

estribos. Un apoyo lumbar se apretó contra sus


ríñones, y entonces la cabalina se movió por la


calle y se dirigió hacia la Altavía.





No se suponía que debía hacer eso. Hackworth


estuvo a punto de decirle que parara. Luego


entendió por qué había recibido el vale en el último


minuto: los ingenieros del Doctor X habían

programado algo en el cerebro de la montura,


diciéndole adonde debía llevarle.





—¿Nombre? —dijo Hackworth.





—Innominado —dijo la cabalina.





—Renombrar Secuestrador —dijo Hackworth.


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—Nombre Secuestrador —dijo Secuestrador; y


al sentir que se acercaba al límite del distrito de


negocios empezó a ir a medio galope.




En unos minutos estaba atravesando la Altavía


rápidamente. Hack‐worth se volvió hacia Atlantis


y buscó aeróstatos que le siguiesen; pero si Napier


le vigilaba, lo estaba haciendo con algo de sutileza.








Un paseo matutino por los Territorios


Cedidos; Dovetail; un condestable


amigable





En lo alto de la montaña frente a ellos, podía ver

la catedral de San Marcos y oír las campanas


tañendo cambios, en su mayoría secuencias de


notas sin gracia, pero en ocasiones aparecía una


melodía linda, como una gema inesperada


producida por las permutaciones del I Ching. El


Palacio de Diamante de Fuente Victoria relucía

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con los colores del melocotón y el ámbar al recibir


la luz del amanecer, cuando el sol todavía se


escondía tras la montaña. Nell y Harv habían


dormido sorprendentemente bien bajo la manta


plateada, pero eso no quería decir de ninguna

forma que durmiesen mucho. La marcial marcha


del Enclave de Sendero los había despertado, y


para cuando volvieron a la calle, los grandes


evangelizadores coreanos e incas de Sendero ya


habían salido por las puertas y se habían


desperdigado por las calles de los Territorios


Cedidos, cargando con los mediatrones plegables


y las pesadas cajas llenas de pequeños libros rojos.







—Podríamos ir allí, Nell —dijo Harv, y Nell


pensó que debía de estar bromeando—. Siempre


hay qué comer y tienes un jergón caliente en


Sendero.










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—No me dejarían conservar mi libro —dijo


Nell.





Harv la miró ligeramente sorprendido.




—¿Cómo lo sabes? Oh, no me lo digas, lo


aprendiste en el Manual.





—En Sendero sólo tienen un libro que les dice


que deben quemar todos los otros libros.





El camino hacia el cinturón verde se hacía más


inclinado y Harv comenzó a resollar, de vez en

cuando se paraba con las manos en las rodillas y


tosía con fuerza como una foca. Pero allá arriba el


aire era más limpio, cosa que notaban por la


sensación que producía al bajar, por la garganta, y


también era más frío, lo que ayudaba.





Una franja de bosque rodeaba la meseta


superior de Nueva Chu‐san. El enclave llamado


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Dovetail se encontraba con el cinturón verde y no


estaba menos densamente poblado de árboles,


aunque en la distancia tenía una textura más fina;


árboles más pequeños y muchas flores.




Dovetail estaba rodeado por una verja hecha con


barras de hierro pintadas de negro. Harv le echó un


vistazo y dijo que sería una broma si ésa era toda la


seguridad que tenían. Luego se dio cuenta de que


la verja estaba bordeada por una zona de césped de


la anchura de un tiro de piedra y de la suavidad


suficiente para jugar un campeonato de croquet.


Elevó una ceja en dirección a Nell, dando a

entender que cualquier persona no autorizada que


intentase atravesarlo caminando quedaría


empalada por lanzas metálicas hidráulicas o


derribado por ralladores o perseguido por perros


robot.





Las puertas a Dovetail estaban abiertas de par en


par, lo que alarmó a Harv. Se puso frente a Nell


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para evitar que fuese corriendo hacia ellas. En la


línea del borde, el pavimento dejaba de ser el


nanomaterial duro‐pero‐flexible, suave‐pero‐con‐


alta‐tracción normal para convertirse en un


mosaico de bloques de granito.




El único humano a la vista era un condestable de


pelo blanco cuya barriga había creado una


divergencia visible entre las dos filas de botones.


Estaba inclinado hacia delante usando un


desplantador para recoger una mierda olorosa de


la hierba esmeralda. Las circunstancias sugerían


que había sido producida por dos corgis que en ese

mismo momento entrechocaban sus increíbles


cuerpos no lejos de allí, intentando darse la vuelta


uno al otro, lo que iba contra las leyes de la me‐


cánica incluso en el caso de corgis delgados y en


forma, que ellos no eran. Aquella lucha, que


parecía simplemente una batalla en una con‐


frontación de proporciones épicas, había


desterrado todas las preocupaciones menores,


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corno guardar la puerta, de la esfera de atención de


los combatientes, y, por tanto, fue el condestable el


primero que vio a Nell y Harv.





—¡Idos de aquí! —gritó animado, agitando el

desplantador hacia la parte baja de la colina—. ¡No


tenemos trabajo para gente como vosotros hoy! Y


todos los compiladores de materia gratuitos están


en la costa.





El efecto de esa noticia en Harv fue contrario al


que el condestable había pretendido, porque daba


a entender que en ocasiones había trabajo para

alguien como él. Se adelantó alerta. Nell se


aprovechó de eso para escaparse de su espalda.





—Perdóneme, señor —dijo—, no estamos aquí


buscando trabajo ni cosas gratuitas, sino para


encontrar a alguien que pertenece a esta phyle.









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El condestable se arregló la túnica y se cuadró de


hombros ante la aparición de aquella niñita, que


tenía aspecto de tete pero que hablaba corno una


vicky. La sospecha dejó paso a la benevolencia, y


deambuló hacia ellos mientras gritaba algún

insulto a los perros, que evidentemente sufrían de


graves pérdidas auditivas.





—Muy bien —dijo—. ¿A quién buscáis?





—A un hombre llamado Brad. Un herrero.


Trabaja en un establo del Enclave de Nueva


Atlantis, cuidando de los caballos.




—Le conozco bien —dijo el condestable—. Será


un placer telefonearle en vuestro nombre.


¿Entonces... sois amigos suyos?





—Nos gustaría creer que nos recuerda con


amabilidad —dijo Nell. Harv se volvió y le hizo un






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gesto por hablar de esa forma, pero el condestable


se lo estaba tragando.





—La mañana es fresca —dio el condestable—.


¿Por qué no os unís a mí en la portería, donde se

está cómodo y agradable, y tomamos algo de té?





A cada lado de la puerta principal, la verja


terminaba en una pequeña torre de piedra, con


pequeñas ventanas en forma de diamante


encajadas en las paredes. El condestable entró en


una de ellas, a su lado de la verja, y luego abrió una


pesada puerta de madera con inmensas bisagras de

hierro, dejando que Nell y Harv entrasen. La


pequeña habitación octogonal estaba abarrotada


de elegantes muebles de madera oscura, un estante


de viejos libros, y una pequeña estufa de hierro con


una tetera de esmalte rojo encima. El condestable


les indicó un par de sillas de madera. Al tratar de


apartarlas de la mesa, descubrieron que cada una


pesaba diez veces más que cualquier otra silla que


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hubiesen visto, al estar hechas de madera de


verdad, y con grandes trozos. No eran


especialmente cómodas, pero a Nell le gustaba


igualmente sentarse en la suya, porque algo de su


tamaño y peso le daba una sensación de seguridad.

Las ventanas del lado de Dovetail de la portería


eran más grandes y podía verse a los dos corgis


fuera, mirando a través de la celosía, sorprendidos


al haber sido, por alguna enorme laguna en el


procedimiento, dejados en el exterior, agitando las


colas inciertos, como si en un mundo que permitía


tales errores nada pudiese ser seguro.




El condestable encontró una bandeja de madera


y la llevó por la habitación, reuniendo


cuidadosamente una colección de tazas, platos,


cucharas, tenacillas y otras armas relacionadas con


el té. Cuando todas las herramientas necesarias


estuvieron adecuadamente dispuestas, fabricó la


bebida, siguiendo de cerca el antiguo


procedimiento, y lo colocó frente a ellos.


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Sobre una repisa al lado de la ventana había un


objeto negro de forma extravagante que Nell


reconoció como un teléfono, sólo porque los había


visto en los pasivos que a su madre le gustaba

mirar en los que parecían adquirir una importancia


talismánica más allá de lo que hacían en realidad.


El condestable cogió un trozo de papel en el que se


habían escrito a mano muchos nombres, frases y


dígitos. Se puso de espaldas a la ventana más


cercana, luego se inclinó sobre la repisa para


ponerse lo más cerca posible de la luz. Giró el


papel hacia la luz y ajustó la elevación de su

barbilla llegando a una posición que colocó las


lentes de sus gafas de lectura entre las pupilas y la


página. Habiendo colocado todos esos elementos


en la geometría correcta, dejó escapar un suspiro,


como si la situación le pareciese bien, y miró por


encima de las gafas a Nell y Harv durante un


momento, como si quisiese sugerir que podrían


aprender algún truco valioso si lo miraban con


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atención. Nell lo miraba fascinado, especialmente


porque rara vez veía a alguien con gafas.





El condestable volvió a mirar el papel y lo


examinó con el ceño fruncido durante unos

minutos antes de recitar de pronto una serie de


números, que parecían producto del azar para sus


visitantes pero profundamente significativos y


perfectamente obvios al condestable.





El teléfono negro exhibía un disco de metal con


agujeros del tamaño de un dedo alrededor del


borde. El condestable atrapó el auricular con el

hombro y comenzó a meter el dedo en varios de los


agujeros, usándolos para girar el disco contra la


fuerza de un resorte. A eso siguió una breve pero


muy alegre conversación. Luego colgó el teléfono y


puso las manos sobre la barriga, como si hubiese


completado la tarea de forma tan completa que las


manos eran ahora sólo adornos superfluos.





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