consultan a Mago 0.2. En ocasiones Mago
necesita horas para llegar a una conclusión. ¡Te
aconsejo que guardes silencio y te muestres
respetuosa en presencia de la gran máquina!
—Eso haré —dijo la Princesa Nell, más
divertida que enfadada por la impertinencia de
aquel mensajero inferior.
La fila presentaba un avance, y mientras caía
la noche y los rayos de color naranja del sol
morían, la Princesa Nell vio luces coloreadas que
salían de lo torre, los luces parecían más
brillantes cuando Mago 0.2 estaba pensando y se
reducían a un resplandor suave en cualquier
otro momento. Lo Princesa Nell intentó
distinguir los detalles de lo que sucedía en el
interior de lo torre, pero los incontables facetas
rompían la luz y la doblaban en rodos direccio‐
nes, por lo que sólo podio ver fragmentos;
intentar ver la cámaro interior del Rey Coyote
1251
era como intentar recordar los detalles de un
sueño olvidado.
Finalmente, salió el mensajero con la perilla,
dirigió o la Princesa Nell una mueca final, y le
recordó que mostrase el respeto debido.
—Siguiente —dijo un acólito con voz
cantarina, y la Princesa Nell entró en la torre.
En la antecámara había cinco acólitos, coda
uno tras una mesa con pilos de viejos libros y
largas bobinas de cinta de papel. Nell había
traído trece libros del Mercado de los
Cifradores, y siguiendo sus indicaciones, los
distribuyó entre los acólitos descifradores. Los
acólitos no eran ni jóvenes ni viejos sino de
mediana edad, todos vestidos con chaquetas
blancas decoradas con el emblema del Rey
Coyote en hilos dorados. Cada uno tenía
también una llave alrededor del cuello.
Mientras la Princesa Nell esperaba, descifraron
el contenido de los libros que había traído y
1252
marcaron el resultado en las tiras de papel
usando pequeñas máquinas que tenían en las
mesas.
Luego, con gran ceremonia, las trece cintas
de papel fueron enrolladas y colocadas en una
tremenda bandeja de plata llevada por un
joven paje. Un par de grandes puertas se
abrieron, y el acólito, el paje, y la Princesa Nell
formaron una especie de procesión, que
marchó a la Cámara del Mago, una vasta
habitación abovedada, por el pasillo central.
Al otro lado de lo cámara había... nada. Una
especie de gran espacio vacío rodeado de
maquinarias y mecanismos elaborados, con un
pequeño altar al frente. Le recordaba a la
Princesa Nell un escenario, sin cortinas o tablas.
De pie, al lado del escenario, había un alto
sacerdote, mayor y vistiendo una
impresionante túnica blanco.
1253
Cuando llegaron al final del pasillo, el
sacerdote realizó una sencilla ceremonia,
alabando las excelentes características del Mago
y pidiendo su cooperación. Al decir aquellas
palabras, las luces empezaron a aparecer y la
maquinaria comenzó a zumbar. La Princesa
Nell vio que la bóveda no era más que una
antecámara a un espacio mucho mayor, y que
aquel espacio estaba lleno de máquinas:
incontables barras brillantes, no más largas que
la mina de un lápiz, formando uno red fina,
moviéndose hacia delante y atrás bajo el
Impulso de ejes de potencia que recorrían el
lugar. Toda la maquinaria emitía calor al
funcionar, y la habitación estaba muy caliente
a pesar de la vigorosa corriente de aire frío de
la montaña que era impulsada por
ventiladores del tamaño de molinos.
El sacerdote cogió el primero de los trece
rollos de cinta de papel de la bandeja y lo metió
1254
por una ranura en lo parte alta del altar. En ese
momento, Mago 0.2 se puso realmente en
acción, y la Princesa Nell vio que todos los
zumbidos y silbidos que había oído hasta ese
punto no eran más que un suave susurro. Cada
una de las barras que se contaban por millones
era pequeña, pero la fuerza necesaria para
moverlas todas a la vez era sísmica, y podía
sentir la tremenda tensión en los ejes de
potencia y los mecanismos atronando en el
suelo resistente de la torre.
Aparecieron luces en el escenario. Algunas
sobre la misma superficie del escenario y otras
ocultas en la maquinaria que los rodeaba. Para
sorpresa de la Princesa Nell, una forma de luz
aparentemente tridimensional comenzó a
formarse dentro del escenario vacío.
Gradualmente adoptó la forma de una cara que
adquirió detalles adicionales mientras la
máquina seguía zumbando y tronando: era un
1255
hombre viejo calvo con uno larga barba blanca,
su rostro profundamente Inmerso en sus
pensamientos. Después de unos momentos, la
barba explotó en una bandada de pájaros
blancos y la cabeza se convirtió en una montaña
escarpada, los pájaros blancos volaban a su
alrededor, y luego la montaña expulsó lava
naranja que gradualmente ocultó todo el
volumen del escenario hasta que se convirtió en
un cubo sólido de brillante luz anaranjada. De
esa forma se pasaba de uno imagen a otra,
asombrosamente, durante varios minutos, y
durante todo ese tiempo la maquinaria gemía y
ponía cada vez más ansioso a la Princesa Nell,
sospechando que si no hubiese visto máquinas
menos sofisticadas funcionando en el Castillo
Turing, se hubiese dado la vuelta y hubiese
huido.
Sin embargo, al final las imágenes
desaparecieron, el escenario volvió a vaciarse, y
1256
el altar escupió un trozo de cinta de papel, que
el sacerdote dobló cuidadosamente y pasó a
uno de los acólitos. Después de una breve
oración de gracias, el sacerdote metió el
segundo rollo de cinta en el altar, y todo el
proceso comenzó de nuevo, esto vez con
imágenes diferentes pero igualmente
sorprendentes.
Así fue con una cinta tras otra. Cuando lo
Princesa Nell se acostumbró al ruido y las
vibraciones del Mago, comenzó a disfrutar de
las imágenes, que a ella le parecían muy
artísticas; como algo que inventaría un ser
humano y no una máquina.
Pero el Mago era indudablemente una
máquina. Todavía no había tenido lo
oportunidad de estudiarlo en detalle, pero
después de sus experiencias en los otros
castillos del Rey Coyote, sospechaba que
1257
aquélla era, también, sólo otra máquina de
Turing.
Su estudio del Mercado de los Cifradores, y en
particular de los libros de reglas empleados por
los cifradores para responder a los mensajes, le
había enseñado que a pesar de toda su
complejidad, no era nada más que otra
máquina de Turing. Había venido al Castillo
del Rey Coyote para ver si el Rey respondía a
sus mensajes según reglas de Turing. Porque si
lo hacía, entonces todo el sistema —todo el
reino, toda Tierra Más Allá— no sería más que
una vasta máquina de Turing. Y como había
establecido cuando había estado encerrada en el
calabozo del Castillo Turing, comunicándose
con el misterioso duque enviando mensajes en
una cadena, una máquina de Turing, no
importa lo compleja que sea, no era humana.
No tenía alma. No podía hacer lo que un
humano.
1258
La decimotercera cinta entró en el altar, y la
maquinaria comenzó Q gemir, a silbar y luego a
temblar. Los imágenes que aparecían en el esce‐
nario se hicieron más salvajes y exóticas que
cualquiera de la anteriores, y observando las
caras del sacerdote y los acólitos, la Princesa Nell
veía que incluso ellos estaban sorprendidos;
nunca habían visto nada como aquello. Al pasar
los minutos, las imágenes se hicieron
fragmentarias y extrañas, meras encarnaciones
de ideas matemáticas, y finalmente el escenario
se puso oscuro por completo exceptuando un
chispazo de color al azar. El Mago producía tal
zumbido que todos se sentían atrapados en las
entrañas de una poderosa máquina que podía
destrozarlos en un momento. El paje
finalmente escapó y corrió por el pasillo. En
unos minutos, los acólitos, uno a uno, hicieron
lo mismo, caminando lentamente alejándose
del Mago hasta que se encontraban a mitad del
1259
pasillo y se volvían para correr. Finalmente,
incluso el alto sacerdote se dio la vuelta y huyó.
El ruido de la máquina había alcanzado tal
intensidad que parecía que se producía un
terremoto brutal, y Nell tuvo que mantener el
equilibrio con una mano en el altar. El calor que
salía de la parte de atrás de la máquina era
como el de una fragua, y Nell podía ver una luz
roja al calentarse algunas de las barras lo
suficiente para brillar.
Finalmente todo se detuvo. El silencio era
sorprendente. Nell se dio cuenta de que había
estado encogida y se puso derecha. El
resplandor rojo del interior del Mago comenzó
o desvanecerse.
Venía luz blanca de todas partes. La Princesa
Nell sabía que venía del exterior de las paredes
de diamante de la torre. Unos minutos antes era
de noche. Ahora había luz, pero no luz diurna;
venía de todas direcciones y era fría e incolora.
1260
Corrió por el pasillo y abrió la puerta a la
antecámara, pero ésta no estaba allí. Allí no
había nada. La antecámara había desaparecido.
El jardín de flores había desaparecido, junto a
los caballos, el muro, el camino en espiral, la
Ciudad del Rey Coyote y Tierra Más Allá. En su
lugar sólo había una suave luz blanca.
Se volvió. La Cámara del Mago todavía
estaba allí.
Al final del pasillo podía ver a un hombre
sentado sobre el altar, mirándola. Llevaba una
corona. Alrededor del cuello tenía una llave; la
duodécima llave del Castillo Tenebroso.
La Princesa Nell recorrió el pasillo hacia el Rey
Coyote. Era un hombre de mediana edad, con
pelo rubio que perdía su color, ojos grises y una
barba oigo más oscura que su pelo y no
especialmente bien cuidada. Al aproximarse la
Princesa Nell, pareció ser consciente de la corona
1261
en su cabeza. Levantó la mano, se la quitó y la
arrojó despreocupadamente a un lado del altar.
—Muy gracioso —dijo—. Posaste una división
por cero delante de todas mis defensas.
La Princesa Nell se negó a caer en aquella
estudiada falto de formalidad. Se detuvo a
varios pasos de él.
—Como aquí no hay nadie para realizar los
presentaciones, me tomaré la libertad de
realizarlas yo misma. Soy la Princesa Nell,
duquesa de Turing —dijo y le presentó la mano.
El Rey Coyote parecía ligeramente
avergonzado. Bajó del altar, se acercó o la
Princesa Nell y le besó la mano.
—El Rey Coyote a su servicio.
—Es un placer conocerle.
—El placer es mío. ¡Lo siento! Debía haber
supuesto que el Manual te enseñaría mejores
modales.
1262
—No conozco el Manual al que se refiere —
dijo la Princesa Nell—. Soy simplemente una
princesa con un propósito: obtener las doce
llaves del Castillo Tenebroso. Veo que tiene una
de ellas en su poder.
El Rey Coyote levantó las manos con las
palmas hacia ella.
—No digas más —dijo—. El combate cuerpo a
cuerpo no será necesario. Ya has vencido —se
quitó la duodécima llave del cuello y se la dio a
la Princesa Nell. Ella la cogió con una ligera
reverencia; pero al correr la cadena por sus
dedos, él la agarró de pronto, por lo que los dos
estaban unidos por la cadena—. Ahora que tu
búsqueda ha terminado —dijo—, ¿podemos
dejarnos de apariencias?
—No estoy segura de entender qué quiere
decir, Su Majestad.
Él mostró un aspecto de exasperación
controlado.
1263
—¿Cuál era tu propósito al venir aquí?
—Obtener la duodécima llave.
—¿Nada más?
—Saber más sobre Mago 0.2.
—Ah.
—Descubrir si era, de hecho, una máquina de
Turing.
—Bien, ya tienes la respuesta. Mago 0.2 es con
seguridad una máquina de Turing; la más
potente jamás construido.
—¿Y Tierra Más Allá?
—Todo crecido de simientes. Simientes que
yo inventé.
—Y, por tanto, es también una máquina de
Turing, ¿no? ¿Todo controlado por Mago 0.2?
—No —dijo el Rey Coyote—. Administrado
por Mago. Controlado por mí.
—Pero los mensajes en el Mercado de los
Cifradores controlan todos los sucesos en Tierra
Más Allá, ¿no?
1264
—Eres muy perceptiva, Princesa Nell.
—Esos mensajes llegan a Mago; sólo otra
máquina Turing.
—Abre el altar —dijo el Rey Coyote,
señalando una gran plancha de cobre con una
cerradura en el medio.
La Princesa Nell empleó su llave para abrir la
cerradura, y el Rey Coyote retiró la cubierta del
altar. Dentro había dos máquinas pequeños,
una para leer las cintas y otra para escribirlas.
—Sígueme —dijo el Rey Coyote, y abrió una
trampilla en el suelo tras el altar.
La Princesa Nell lo siguió por una escalera en
espiral hasta una habitación pequeña. Las
barras de conexión del altar venían hasta
aquella habitación y acababan en una pequeña
consola.
—¡Mago ni siquiera está conectado al altar! No
hace nada —dijo la Princesa Nell.
1265
—Oh, Mago hace muchas cosos. Me ayuda a
controlar las cosas, hace cálculos, y demás. Pero
lo que sucede en el escenario sólo es un
espectáculo para impresionar a los ignorantes.
Cuando llega aquí un mensaje del Mercado de
los Cifradores, lo leo yo mismo, y lo contesto yo
mismo.
«Corno puedes ver, Princesa Nell, Tierra Más
Allá no es realmente una máquina de Turing en
absoluto. Es realmente una persona; unas
personas para ser exactos. Ahora todo es tuyo.
El Rey Coyote llevó de vuelta a lo Princesa
Nell al centro de la torre y le mostró el lugar. La
mejor parte era la biblioteca. Le mostró los
libros que contenían las reglas para programar
o Mago 0.2, y otros libros que explicaban cómo
hacer que los átomos se uniesen poro formar
máquinas, edificios o mundos completos.
—Sabes, Princesa Nell, has conquistado hoy
este mundo, y ahora que lo has conquistado,
1266
descubrirás que es un lugar muy aburrido.
Ahora es tu responsabilidad crear nuevos
mundos para que otras personas los exploren y
los conquisten —el Rey Coyote señaló con la
mano hacia la gran superficie vacía fuera de la
ventana, donde una vez había estado Tierra
Más Allá—. Hoy mucho espacio libre ahí fuera.
—¿Que hará usted, Rey Coyote?
—Llámame John, Su Alteza Real. Porque
desde hoy ya no tengo un reino.
—John, ¿qué va o hacer?
—Tengo una búsqueda propia.
—¿Cuál es su búsqueda?
—Encontrar al Alquimista, sea quien fuere.
—Y hay...
Nell dejó de leer el Manual durante un
momento. Se le habían llenado los ojos de
lágrimas.
1267
—¿Hay qué? —dijo la voz de John desde el
libro.
—¿Hay otro? ¿Alguien que ha estado conmigo
durante mi búsqueda?
—Sí, lo hay —dijo John con calma, después de
una corta pausa—. Al menos, siempre he
sentido que ella estaba aquí.
—¿Lo está ahora?
—Sólo si construyes un lugar para ella —dijo
John—. Lee los libros, y ellos te indicarán cómo.
Con eso, John, el antiguo Rey Coyote y
Emperador de Tierra Más Allá, se desvaneció en
un relámpago de luz, dejando a la Princesa Nell
a solas en la gran biblioteca polvorienta. La
Princesa Nell acercó la cabeza a un viejo libro
1268
encuadernado en cuero y aspiró su fragancia.
Una lágrima de felicidad le caía de cada ojo.
Pero dominó el impulso de llorar y cogió el
libro.
Aquéllos eran libros mágicos, y absorbieron
tanto a la Princesa Neil que durante muchas
horas, quizás incluso días, no fue consciente de
lo que le rodeaba; lo que apenas importaba
porque no quedaba nada de Tierra Más Allá.
Pero con el tiempo, sintió que algo le rozaba el
pie. Bajó la mano ausente y se rascó. Un
momento después le volvió la sensación de roce.
Esa vez miró y se sorprendió al ver que el suelo
de la biblioteca estaba cubierto por una gruesa
alfombra gris, salpicada aquí y allá por una
mancha blanca o negra.
Era una alfombra viva y móvil. Era, de hecho,
el Ejército Ratonil. Todos los otros edificios,
lugares y criaturas que la Princesa Neil había
visto en Tierra Más Allá habían sido ficciones
1269
producidas por Mago 0.2; pero aparentemente
los ratones eran una excepción y existían
independientemente de las maquinaciones del
Rey Coyote.
Cuando Tierra Más Allá desapareció, todos
los obstáculos y trabas que habían impedido
que el Ejército Ratonil se acercase a la Princesa
Nell se habían desvanecido, y pronto
encontraron dónde estaba y convergieron sobre
su largo tiempo buscada Reino.
—¿Qué queréis que haga? —dijo la Princesa
Nell. Nunca antes había sido Reina y no conocía
el protocolo.
Un coro de chillidos excitados vino de los
ratones al emitirse y transmitirse órdenes. La
alfombra se puso en movimiento de forma
violenta pero organizada a medida que los
ratones se organizaban en pelotones, batallones
y regimientos, cada uno mandado por un
oficial. Un ratón se subió por la pata de la mesa
1270
de la Princesa Nell, se inclinó ante ella y
comenzó a chillar órdenes desde lo alto. Los
ratones ejecutando un movimiento, se retiraron
a los bordes de la habitación, y se dispusieron
en una forma de caja vacía, dejando un gran
rectángulo en medio del suelo.
El ratón que estaba sobre la mesa, al que Nell
había apodado Generalísima, empleó una larga
serie de órdenes, yendo a los cuatros bordes de
lo mesa para dirigirse a contingentes diferentes
del Ejército Ratonil. Cuando Generalísima
hubo terminado, se pudo oír una música oí
empezar los ratones gaiteros a tocar sus gaitas y
los Tamborileros a tocar el tambor.
Pequeños grupos de ratones comenzaron a
colocarse en el espacio vacío, cada grupo
moviéndose a un lugar diferente. Cuando cada
grupo llegaba al punto asignado, cada ratón se
colocaba formando una letra. De esa forma, se
1271
escribió el siguiente mensaje sobre el suelo de
la biblioteca:
ESTAMOS ENCANTADOS
PIDA AYUDA
BUSQUE EN LOS
LIBROS
—Dedicaré todos mis esfuerzos a
desencantaros —dijo la Princesa Nell, y un
tremendo grito atronador de gratitud se elevó
de entre las pequeñas gargantas del Ejército
Ratonil.
Encontrar el libro adecuado no llevó mucho
tiempo. El Ejército Ratonil se dividió en
pequeños destacamentos, cada uno luchó por
bajar un libro de los estantes, lo abrió en el
suelo, y pasaron una página a la vez, buscando
el hechizo adecuado. Al cabo de unas horas, la
Princesa Nell notó que se había abierto un
1272
corredor en medio del Ejército Ratonil, y que
un libro se abría camino hacia ella, flotando
aparentemente a un par de centímetros del
suelo.
Recogió el libro cuidadosamente,
levantándolo de los lomos de los ratones que lo
portaban y pasó las páginas hasta que encontró
el hechizo para desencantar ratones.
—Muy bien —dijo, y comenzó a leer el
hechizo.
Pero de pronto, muchos chillidos nerviosos
llenaron el aire y todos los ratones corrieron
asustados. Generalísimo se subió a la página, y
se puso a dar saltos muy agitado moviendo las
patas delanteras sobre la cabeza.
—Ah, entiendo —dijo la Princesa Nell.
1273
Cogió el libro y salió de la biblioteca, teniendo
cuidado de no pisar a ninguno de sus súbditos,
y los siguió al espacio vacío que había fuera.
Una vez más el Ejército Ratonil realizó una
deslumbrante actuación, ordenándose sobre la
planicie vacía e incolora por patrullas,
compañías, batallones, regimientos y brigadas;
pero en esta ocasión el desfile ocupó más
espacio, porque en esta ocasión los ratones se
cuidaron de dejar la distancia de un brazo
humano entre ellos. Algunas patrullas tuvieron
que andar lo que, para ellas, representaba una
distancia de muchas leguas para llegar al otro
lado de la formación. La Princesa Nell
aprovechó el tiempo para vagar e inspeccionar
sus tropas, y para ensayar el hechizo.
1274
Finalmente Generalísimo se aproximó, hizo
una profunda reverencia, y levantó el pulgar,
aunque la Princesa Nell tuvo que coger al
diminuto líder y entrecerrar los ojos para ver
ese gesto.
Fue al sitio que le habían dejado al frente de la
formación, abrió el libro, y recitó el hechizo
mágico.
Hubo un trueno violento, y un soplo de
viento que derribó a la Princesa Nell hacia atrás.
Miró, mareada, y vio que estaba rodeada por un
gran ejército de algunos cientos de miles de
chicas, sólo unos años más jóvenes que ella. Un
grito de alegría se elevó en el aire, y todas las
chicas se hincaron de rodillas y, en una escena
de alborotada alegría, proclamaron su lealtad a
la Reina Nell.
1275
Hackworth en China; estragos de los
Puños; un encuentro con el Doctor X;
una procesión inusual
Decían que los chinos sentían mucho respeto
por los locos, y que durante los días de la
Rebelión de los Bóxers, ciertos misioneros occi‐
dentales, probablemente personajes inestables,
ya para empezar, que habían quedado
atrapados tras paredes de escombros durante
semanas, esquivando a los tiradores bóxers
emboscados y a las tropas imperiales y
escuchando los gritos de sus compañeros
siendo quemados y torturados en las calles de
Pekín, se habían vuelto locos y habían caminado
hacia las filas de sus perseguidores y éstos les
habían dado comida y los habían tratado con
deferencia.
1276
Ahora John Percival Hackworth, habiéndose
registrado en una suite en el último piso del
Shangri‐La en Pudong (o Shong‐a‐li‐lah como
lo había cantado el taxista), se cambió de camisa;
se puso su mejor chaleco, se colgó la cadena de
oro, con el sello, caja de rapé, leontina, y reloj
teléfono; un largo abrigo con una cola de
golondrina para cabalgar; botas de cuero negro
y espuelas de cobre abrillantadas a mano en la
entrada del Shong‐a‐li‐lah por un culi tan servil
que era insolente, y que Hackworth sospechaba
que se trataba de un Puño; guantes nuevos, y
su bombín, sin moho y un poco acicalado, pero
evidentemente veterano en muchos viajes por
territorios salvajes.
Al atravesar la orilla occidental del Huangpu,
la multitud usual de campesinos y amputados
profesionales le rodeó como una ola en la playa,
porque aunque cabalgar por allí era peligroso,
1277
no era una locura, así que no sabían que era un
loco. Mantuvo los ojos grises fijos en el piquete
de líneas de Toma ardientes que marcaban la
frontera de la República Costera, y dejó que le
tirasen de los bordes del abrigo, pero aparte de
eso no se percató de su presencia. En momentos
diferentes, tres jóvenes muy de campo,
identificados por la piel oscura tanto como por
su ignorancia de la tecnología moderna de
seguridad, cometieron el error de agarrar la
cadena del reloj y recibieron una descarga de
advertencia. Uno de ellos se negó a soltarla hasta
que el olor a carne quemada salió de su palma,
y luego abrió la mano con lentitud y calma,
mirando a Hackworth para demostrar que no le
importaba sufrir un poco de dolor, y dijo algo
con claridad y en voz alta que hizo que
corriesen risas disimuladas por la multitud.
1278
El camino por Nanjing Road le llevó al
corazón del distrito comercial de Shanghai,
ahora un interminable suplicio de mendigos mo‐
renos arrastrándose agarrados a las bolsas de
plástico de vivos colores que les servían de
maletas, pasándose cuidadosamente las colillas
de unos a otros. En los escaparates de las tiendas
por encima de sus cabezas, los maniquíes
animados posaban con la última moda de la
República Costera. Hackworth notó que lo que
llevaban era más conservador que diez años
atrás, durante su último viaje por Nanjing
Road. Los maniquíes femeninos ya no llevaban
faldas abiertas. Muchos ni siquiera llevaban
faldas, sino pantalones de seda o largas túnicas
que enseñaban aún menos. Un escaparate
estaba centrado en una figura patriarcal
reclinada sobre un estrado, llevando una gorra
con un botón azul: un mandarín. Un joven
estudioso hacía una reverencia ante él.
1279
Alrededor del estrado, cuatro grupos de
maniquíes demostraban las otras cuatro
relaciones filiales.
Así que ahora estaba de moda ser confuciano,
o al menos era políticamente. Aquéllos eran
unos de los pocos escaparates que no estaban
cubiertos por carteles rojos de los Puños.
Hackworth pasó cerca de villas de mármol
construidas por judíos iraquíes en el siglo
anterior, por el hotel en que Nixon se había
quedado una vez, al lado de los altos enclaves
de los hombres de negocios occidentales que
habían usado como cabezas de playa en el
desarrollo post‐comunista que había llevado a la
escuálida afluencia de la República Costera.
Pasó cerca de clubes nocturnos del tamaño de
estadios; canchas de jai alai donde aturdidos
refugiados se quedaban boquiabiertos ante los
1280
empujones de los apostantes; calles laterales
llenas de boutiques, una calle para las prendas
hechas de cocodrilo, otra para pieles, otra para
cueros; un distrito de nanotecnología que
consistía en pequeños negocios que hacían
trabajos a medida; puestos de frutas y vegetales;
callejones sin salida donde los buhoneros
vendían antigüedades en pequeños carros, unos
especializados en caja de cinabrio, otros en
kitsch maoísta. Cuando la densidad comenzaba
a reducirse y pensaba que estaba llegando al
límite de la ciudad, llegaba a otro conjunto de
centros comerciales de tres pisos y todo
empezaba de nuevo.
Pero al pasar el día, llegó realmente al límite
de la ciudad y siguió cabalgando de todas
formas hacia el oeste, y quedó claro que era un
loco y las gentes en las calles le miraban con
asombro a su paso. Los ciclistas y los peatones
1281
se hicieron menos comunes, y fueron reempla‐
zados por un tráfico militar más rápido y
pesado. A Hackworth no le pareció bien
cabalgar por la autopista, así que ordenó a
Secuestrador que buscase una ruta menos
directa a Suzhou, una que emplease caminos
menos importantes. Aquél era el territorio
plano del delta del Yangtsé sólo unos
centímetros por encima del nivel del mar, donde
los canales, para el transporte, la irrigación y el
drenaje, eran tan numerosos como las carreteras.
Los canales se ramificaban por la tierra oscura y
apestosa como lo vasos sanguíneos se
ramificaban en los tejidos del cerebro. La
planicie se veía interrumpida frecuentemente
por pequeños túmulos que contenían el ataúd
del antepasado de alguien, justo lo
suficientemente alto para quedar por encima de
las inundaciones rutinarias. Más al oeste de los
arrozales se elevaban altas colinas, negras por la
1282
vegetación. El punto de control de la República
Costera en la intersección de las carreteras era
gris y deshilachado, un montón en forma de
casa hecha de pan de molde, tan densa era la red
fractal de defensa, y mirando a través de la nube
de macro y micro aeróstatos, Hackworth apenas
podía distinguir a los hoplitas en el centro, las
olas de calor elevándose de los radiadores a sus
espaldas y revolviendo la sopa volante. Le
dejaron pasar sin problemas. Hackworth
esperaba encontrarse más puntos de control al
continuar hacia el territorio de los Puños, pero
el primero fue el último; la República Costera
no tenía fuerzas para la defensa en profundidad
y sólo podía establecer una línea
unidimensional de puestos.
A poco más de un kilómetro del punto de
control, en otra pequeña intersección,
Hackworth encontró un par de cruces
1283
profesionalmente construidas con moreras
recientemente cortadas, con las hojas verdes
todavía colgando. Dos jóvenes blancos habían
sido atados a las cruces con trozos de plástico
gris, quemados en muchos lugares y
destripados poco a poco. Por los cortes de pelo
y las sombrías corbatas negras que les habían
dejado irónicamente alrededor del cuello,
Hackworth supuso que eran mormones. Una
larga madeja de intestinos salía de una de las
barrigas y llegaba al suelo, donde un cerdo tira‐
ba de ella obstinadamente.
No vio mucha más muerte, pero la olía por
todas partes en el aire caliente. Él pensaba que
estaba atravesando una red defensiva de
nanotecnología hasta que comprendió que era
un fenómeno natural: cada vía navegable
soportaba una nube negra y lineal de moscas
gordas y apáticas. Lo que le hizo suponer que si
1284
le daba a las riendas un tirón a un lado y a otro
y hacía que Secuestrador se acercarse a un canal,
se lo encontraría lleno de cadáveres hinchados.
Diez minutos después de pasar el punto de
control de la República Costera, atravesó el
centro de un campamento de los Puños. Como
no miró ni a izquierda ni a derecha, no pudo
estimar realmente su tamaño; habían tomado
una villa de edificios bajos de ladrillo y estuco.
Una larga mancha sobre la tierra marcaba la
localización de la línea de Toma quemada, y al
cruzarla, Hackworth tuvo la fantasía de que se
trataba de un meridiano grabado por un
cartógrafo astral sobre el mundo vivo. La
mayoría de los Puños no tenía camisa, vestía
pantalones índigo y bandas escarlata alrededor
de la cintura, y a veces del cuello, frente o brazos.
Los que no dormían o fumaban practicaban
artes marciales. Hackworth atravesó la zona
1285
lentamente y pretendía no verlos, exceptuando
a un hombre que salió corriendo de una casa con
un cuchillo, gritando «¡Sha! ¡Sha!» y tuvo que ser
retenido por tres de sus compañeros.
Mientras recorría los cuarenta kilómetros a
Suzhou, nada cambió en el paisaje excepto que
los arroyos se convinieron en ríos y los estanques
en lagos. Los campamentos de los Puños se
hicieron mayores y estaban más cerca. Cuando
el denso aire se convertía infrecuentemente en
una brisa, podía oler el olor metálico y pegajoso
de las aguas estancadas y sabía que se acercaba
al gran lago Tai Wu, o Taifu como lo pro‐
nunciaban los shaghaineses. Un domo gris se
elevó desde los arrozales a unos kilómetros de
distancia, proyectando una sombra sobre el gru‐
po de altos edificios, y Hackworth supo que
debía de ser Suzhou, ahora una plaza fuerte del
1286
Reino Celeste, oculta tras el escudo volador co‐
mo una cortesana tras el brillo translúcido de la
seda de Suzhou.
Cerca de la orilla del gran lago encontró el
camino a una carretera importante que iba al
sur hacia Hangzhou. Hizo que Secuestrador
trotara despacio hacia el norte. Suzhou había
tendido tentáculos de desarrollo por sus vías‐
más importantes, por lo que al acercarse vio
franjas de centros comerciales y franquicias
ahora destruidos, abandonados y colonizados
por refugiados. La mayor parte de esos lugares
se dedicaban a los camioneros: muchos moteles,
casinos, salones de té y restaurantes de comida
rápida. Pero ningún camión recorría ahora la
autopista, y Hackworth cabalgaba por el centro
de un carril, sudando incontroladamente
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dentro de su ropa oscura y bebiendo frecuente‐
mente de una botella refrigerada que guardaba
en la guantera de Secuestrador.
Había un cartel de McDonaldʹs caído a lo
ancho de la autopista como una gigantesca
barrera; algo había quemado el pilar que lo sos‐
tenía en el aire. Frente a él había un par de
jóvenes fumando cigarrillos y, comprendió
Hackworth, esperándole. Al acercarse, ellos
apagaron los cigarrillos, se adelantaron y se
inclinaron. Hackworth saludó con el bombín.
Uno de ellos agarró las riendas de Secuestrador,
lo que era un gesto puramente ceremonial en el
caso de un caballo robot, y el otro invitó a
Hackworth a desmontar. Los dos hombres
vestían pesados pero flexibles monos con cables
y tubos que recorrían la tela: la capa interna de
un traje de batalla. Podían convertirse en
hoplitas listos para el combate colocándose los
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pesados trozos externos, que presumiblemente
guardaban en algún sitio a mano. Las bandas
escarlata en la cabeza les identificaban como
Puños. Hackworth era uno de los pocos
miembros de las Tribus Exteriores que se había
encontrado en presencia de un Puño que no
corría hacia él agitando un arma y gritando
«¡Matar! ¡Matar!» y encontró interesante verlos
de un humor más indulgente. Eran dignos,
formales y controlados, como soldados, sin
ninguna de las miradas de reojo y las muecas
que eran comunes en los chicos de la República
Costera de su misma edad.
Hackworth atravesó el aparcamiento hacia el
McDonaldʹs, seguido a una distancia
respetuosa por uno de los soldados. Otro
soldado le abrió la puerta, y Hackworth lanzó
un suspiro de placer cuando el aire seco y frío
le golpeó la cara y comenzó a perseguir el
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bochorno por entre sus ropas. El lugar había
sido saqueado ligeramente. Podía percibir el
olor frío, casi clínico, y grasicnto que salía del
mostrador, donde los contenedores de grasa se
habían caído al suelo y ésta se había acumulado
como la nieve. Los saqueadores se habían
llevado mucho; Hackworth podía ver las
marcas paralelas de los dedos de las mujeres. El
lugar estaba decorado con motivos de la Ruta de
la Seda, paneles mediatrónicos que mostraban
maravillosas vistas entre aquel lugar y el
antiguo término de la ruta en Cádiz.
El Doctor X estaba sentado en un apartado en
la esquina, su rostro brillando bajo la fría luz
solar filtrada de rayos ultravioletas. Vestía un
birrete de mandarín con dragones bordados con
hilos de oro y una magnífica túnica brocada. La
túnica estaba abierta por el cuello y tenía
mangas cortas, por lo que podía ver debajo la
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capa interna del traje de hoplita. El Doctor X
estaba de guerra, había salido del seguro
perímetro de Suzhou y debía estar preparado
para un ataque. Bebía té verde de una gran taza
de McDonaldʹs, preparado según el estilo local,
grandes hojas verdes bailando en un gran
recipiente de agua caliente. Hackworth se quitó
el sombrero y saludó al estilo Victoriano, lo que
era apropiado en las circunstancias. El Doctor X
devolvió el saludo, y al echar la cabeza hacia
delante, Hackworth pudo ver el botón en lo alto
de su birrete. Era rojo, el color del rango más
alto, pero era de coral, lo que lo colocaba en el
segundo nivel. Un botón de rubí lo hubiese
colocado en el nivel más alto. En términos
occidentales aquello convertía al Doctor X más
o menos en el equivalente de un ministro menor
o un general de tres estrellas. Hackworth
supuso que era el mayor nivel de mandarín al
que se le permitía conversar con bárbaros.
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Hackworth se sentó al otro lado de la mesa
frente al Doctor X.
Una mujer salió de la cocina llevando zapatillas
de seda y le dio a Hackworth su propio vaso
lleno de té verde. Observando cómo se alejaba,
Hackworth sólo se sorprendió ligeramente al
ver que sus pies apenas medían diez centímetros
de largo. Ahora debía de haber mejores formas
de hacerlo, quizá regulando el crecimiento del
hueso tarsal durante la adolescencia.
Probablemente ni siquiera dolía.
Viéndolo, Hackworth también comprendió,
por primera vez, que había hecho lo correcto
diez años antes.
El Doctor X lo miraba y podría haber estado
leyéndole la mente. Eso pareció colocarle de un
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humor pensativo. No dijo nada durante un rato,
se limitó a mirar por la ventana y a beber té de
vez en cuando. Eso iba bien con Hackworth, que
había tenido un largo viaje.
—¿Ha aprendido algo de su sentencia de diez
años? —dijo finalmente el Doctor X.
—Podría ser. Pero tengo problemas para
sacarlo del agua —dijo Hackworth.
Aquélla era una forma de decirlo demasiado
idiomática para el Doctor X. Como explicación,
Hackworth sacó la tarjeta de diez años que
llevaba la marca dinámica del Doctor X. Cuando
el pescador sacó al dragón del agua, el Doctor X
lo entendió de pronto, y sonrió agradecido.
Aquello era demostrar demasiadas emociones
—dando por supuesto que fuesen reales— pero
la edad y la guerra le habían hecho descuidado.
1293
—¿Ha encontrado al Alquimista? —dijo el
Doctor X.
—Sí—dijo Hackworth—. Yo soy el
Alquimista.
—¿Cuándo lo supo?
—Hace muy poco —dijo Hackworth—.
Luego lo entendí todo en un instante... lo saqué
del agua —dijo, imitando el gesto de tirar de un
pez—. El Reino Celeste estaba muy por detrás
de Nipón y Atlantis en nanotecnología. Los
Puños podrían haber quemado las líneas de
Toma de los bárbaros, pero eso simplemente
hubiese condenado a los campesinos a la
pobreza y hubiese hecho que la gente desease
productos extranjeros. Se tomó la decisión de
saltar por delante de las tribus bárbaras
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desarrollando tecnología de Simiente. Al
principio usted cooperó en el proyecto con
phyles de segunda fila como Israel, Armenia o
Gran Serbia, pero resultaron no ser fiables. Una
y otra vez, sus conexiones cuidadosamente
cultivadas eran dispersadas por Defensa del
Protocolo.
»Pero durante esos fracasos tomó contacto
por primera vez con CryptNet, a la que sin duda
consideraba como otra sociedad secreta; una
despreciable banda de conspiradores. Sin
embargo, CryptNet tenía conexiones con algo
más profundo e interesante: la sociedad de los
Tamborileros. En su tonta y superficial
perspectiva occidental, CryptNet no entendía
todo el potencial de la mente colectiva de los
Tamborileros. Pero usted lo captó
inmediatamente.
1295
»Todo lo que necesitaba para iniciar el
proyecto de la Simiente era la mente racional y
analítica de un ingeniero nanotecnológico. Yo
encajaba perfectamente. Me arrojó dentro de la
sociedad de los Tamborileros como una semilla
en tierra fértil, y mis conocimientos se ex‐
tendieron entre ellos e impregnaron su mente
colectiva; como sus pensamientos penetraban en
mi propio subconsciente. Se convirtieron en una
especie de extensión de mi cerebro. Durante
años trabajé en el problema casi veinticuatro
horas al día.
«Entonces, antes de poder terminar, mis
superiores de Defensa del Protocolo me sacaron
de allí. Estaba cerca de acabar. Pero no había
terminado todavía.
—¿Sus superiores han descubierto nuestro
plan?
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—O lo ignoran por completo, o lo saben todo
y fingen ignorancia —dijo Hackworth.
—Pero seguro que ya se lo ha contado todo —
dijo el Doctor X en voz casi inaudible.
—Si contestase a eso no tendría usted ninguna
razón para no matarme —dijo Hackworth.
El Doctor X asintió, no tanto para darle la
razón como para expresar su simpatía por la
cadena de pensamiento tan admirablemente
cínica de Hackworth; como si Hackworth,
después de una serie de movimientos
aparentemente inútiles hubiese dado la vuelta a
un gran conjunto de fichas en un tablero de go.
1297
—Hay algunos que defenderían ese proceder,
por lo que les sucedió a las niñas —dijo el Doctor
X.
Hackworth se asombró tanto al oírlo que
durante un momento estuvo demasiado
mareado e indispuesto para hablar.
—¿Los Manuales han resultado útiles? —dijo
finalmente, intentando no parecer mareado.
El Doctor X exhibió una amplia sonrisa
durante un momento. Luego la emoción se
escondió de nuevo bajo la superficie como una
ballena después de respirar.
—Deben de haber sido útiles para alguien —
dijo—. Mi opinión es que fue un error salvar a
las chicas.
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—¿Cómo es posible que ese acto humanitario
pudiese ser en realidad un error?
El Doctor X lo meditó.
—Sería más correcto decir que, aunque fue
virtuoso salvarlas, fue un error creer que las
podríamos educar adecuadamente. Carecíamos
de los recursos para educarlas individualmente,
así que las educamos con libros. Pero la única
forma correcta de educar a un niño es en una
familia. El Maestro nos hubiese indicado tal cosa
si hubiésemos escuchado sus palabras.
—Algunas de la niñas decidirán algún día
seguir las enseñanzas del Maestro —dijo
Hackworth—, y entonces quedará demostrada
la sabiduría de su decisión.
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Aquél parecía ser un pensamiento
genuinamente nuevo para el Doctor X. Su vista
regresó a la ventana. Hackworth sintió que la
cuestión de las niñas y los Manuales había
terminado.
—Voy a ser abierto y franco —dijo el Doctor
X después de saborear algo de té—, y no creerá
usted que lo soy, porque en las cabezas de los
miembros de las Tribus Exteriores existe la idea
de que nunca hablamos directamente. Quizá
con el tiempo vea la verdad de mis palabras.
»La Simiente está casi terminada. Cuando se
fue, la construcción se retrasó mucho... más de
lo que esperábamos. Pensábamos que los
Tamborileros, después de diez años, habían
absorbido sus conocimientos y podrían
continuar el trabajo sin usted. Pero hay algo en
su mente, algo que ha ganado después de años
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