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Published by snullbug20, 2019-05-30 18:10:59

La Era Del Diamante - Neal Stephenson

consultan a Mago 0.2. En ocasiones Mago


necesita horas para llegar a una conclusión. ¡Te


aconsejo que guardes silencio y te muestres


respetuosa en presencia de la gran máquina!


—Eso haré —dijo la Princesa Nell, más


divertida que enfadada por la impertinencia de


aquel mensajero inferior.


La fila presentaba un avance, y mientras caía

la noche y los rayos de color naranja del sol


morían, la Princesa Nell vio luces coloreadas que


salían de lo torre, los luces parecían más


brillantes cuando Mago 0.2 estaba pensando y se


reducían a un resplandor suave en cualquier


otro momento. Lo Princesa Nell intentó


distinguir los detalles de lo que sucedía en el


interior de lo torre, pero los incontables facetas

rompían la luz y la doblaban en rodos direccio‐


nes, por lo que sólo podio ver fragmentos;


intentar ver la cámaro interior del Rey Coyote







1251

era como intentar recordar los detalles de un


sueño olvidado.


Finalmente, salió el mensajero con la perilla,


dirigió o la Princesa Nell una mueca final, y le


recordó que mostrase el respeto debido.


—Siguiente —dijo un acólito con voz


cantarina, y la Princesa Nell entró en la torre.


En la antecámara había cinco acólitos, coda

uno tras una mesa con pilos de viejos libros y


largas bobinas de cinta de papel. Nell había


traído trece libros del Mercado de los


Cifradores, y siguiendo sus indicaciones, los


distribuyó entre los acólitos descifradores. Los


acólitos no eran ni jóvenes ni viejos sino de


mediana edad, todos vestidos con chaquetas


blancas decoradas con el emblema del Rey

Coyote en hilos dorados. Cada uno tenía


también una llave alrededor del cuello.


Mientras la Princesa Nell esperaba, descifraron


el contenido de los libros que había traído y



1252

marcaron el resultado en las tiras de papel


usando pequeñas máquinas que tenían en las


mesas.


Luego, con gran ceremonia, las trece cintas


de papel fueron enrolladas y colocadas en una


tremenda bandeja de plata llevada por un


joven paje. Un par de grandes puertas se


abrieron, y el acólito, el paje, y la Princesa Nell

formaron una especie de procesión, que


marchó a la Cámara del Mago, una vasta


habitación abovedada, por el pasillo central.


Al otro lado de lo cámara había... nada. Una


especie de gran espacio vacío rodeado de


maquinarias y mecanismos elaborados, con un


pequeño altar al frente. Le recordaba a la


Princesa Nell un escenario, sin cortinas o tablas.

De pie, al lado del escenario, había un alto


sacerdote, mayor y vistiendo una


impresionante túnica blanco.







1253

Cuando llegaron al final del pasillo, el


sacerdote realizó una sencilla ceremonia,


alabando las excelentes características del Mago


y pidiendo su cooperación. Al decir aquellas


palabras, las luces empezaron a aparecer y la


maquinaria comenzó a zumbar. La Princesa


Nell vio que la bóveda no era más que una


antecámara a un espacio mucho mayor, y que

aquel espacio estaba lleno de máquinas:


incontables barras brillantes, no más largas que


la mina de un lápiz, formando uno red fina,


moviéndose hacia delante y atrás bajo el


Impulso de ejes de potencia que recorrían el


lugar. Toda la maquinaria emitía calor al


funcionar, y la habitación estaba muy caliente


a pesar de la vigorosa corriente de aire frío de

la montaña que era impulsada por


ventiladores del tamaño de molinos.


El sacerdote cogió el primero de los trece


rollos de cinta de papel de la bandeja y lo metió



1254

por una ranura en lo parte alta del altar. En ese


momento, Mago 0.2 se puso realmente en


acción, y la Princesa Nell vio que todos los


zumbidos y silbidos que había oído hasta ese


punto no eran más que un suave susurro. Cada


una de las barras que se contaban por millones


era pequeña, pero la fuerza necesaria para


moverlas todas a la vez era sísmica, y podía

sentir la tremenda tensión en los ejes de


potencia y los mecanismos atronando en el


suelo resistente de la torre.


Aparecieron luces en el escenario. Algunas


sobre la misma superficie del escenario y otras


ocultas en la maquinaria que los rodeaba. Para


sorpresa de la Princesa Nell, una forma de luz


aparentemente tridimensional comenzó a

formarse dentro del escenario vacío.


Gradualmente adoptó la forma de una cara que


adquirió detalles adicionales mientras la


máquina seguía zumbando y tronando: era un



1255

hombre viejo calvo con uno larga barba blanca,


su rostro profundamente Inmerso en sus


pensamientos. Después de unos momentos, la


barba explotó en una bandada de pájaros


blancos y la cabeza se convirtió en una montaña


escarpada, los pájaros blancos volaban a su


alrededor, y luego la montaña expulsó lava


naranja que gradualmente ocultó todo el

volumen del escenario hasta que se convirtió en


un cubo sólido de brillante luz anaranjada. De


esa forma se pasaba de uno imagen a otra,


asombrosamente, durante varios minutos, y


durante todo ese tiempo la maquinaria gemía y


ponía cada vez más ansioso a la Princesa Nell,


sospechando que si no hubiese visto máquinas


menos sofisticadas funcionando en el Castillo

Turing, se hubiese dado la vuelta y hubiese


huido.


Sin embargo, al final las imágenes


desaparecieron, el escenario volvió a vaciarse, y



1256

el altar escupió un trozo de cinta de papel, que


el sacerdote dobló cuidadosamente y pasó a


uno de los acólitos. Después de una breve


oración de gracias, el sacerdote metió el


segundo rollo de cinta en el altar, y todo el


proceso comenzó de nuevo, esto vez con


imágenes diferentes pero igualmente


sorprendentes.

Así fue con una cinta tras otra. Cuando lo


Princesa Nell se acostumbró al ruido y las


vibraciones del Mago, comenzó a disfrutar de


las imágenes, que a ella le parecían muy


artísticas; como algo que inventaría un ser


humano y no una máquina.


Pero el Mago era indudablemente una


máquina. Todavía no había tenido lo

oportunidad de estudiarlo en detalle, pero


después de sus experiencias en los otros


castillos del Rey Coyote, sospechaba que







1257

aquélla era, también, sólo otra máquina de


Turing.


Su estudio del Mercado de los Cifradores, y en


particular de los libros de reglas empleados por


los cifradores para responder a los mensajes, le


había enseñado que a pesar de toda su


complejidad, no era nada más que otra


máquina de Turing. Había venido al Castillo

del Rey Coyote para ver si el Rey respondía a


sus mensajes según reglas de Turing. Porque si


lo hacía, entonces todo el sistema —todo el


reino, toda Tierra Más Allá— no sería más que


una vasta máquina de Turing. Y como había


establecido cuando había estado encerrada en el


calabozo del Castillo Turing, comunicándose


con el misterioso duque enviando mensajes en

una cadena, una máquina de Turing, no


importa lo compleja que sea, no era humana.


No tenía alma. No podía hacer lo que un


humano.



1258

La decimotercera cinta entró en el altar, y la


maquinaria comenzó Q gemir, a silbar y luego a


temblar. Los imágenes que aparecían en el esce‐


nario se hicieron más salvajes y exóticas que


cualquiera de la anteriores, y observando las


caras del sacerdote y los acólitos, la Princesa Nell


veía que incluso ellos estaban sorprendidos;


nunca habían visto nada como aquello. Al pasar

los minutos, las imágenes se hicieron


fragmentarias y extrañas, meras encarnaciones


de ideas matemáticas, y finalmente el escenario


se puso oscuro por completo exceptuando un


chispazo de color al azar. El Mago producía tal


zumbido que todos se sentían atrapados en las


entrañas de una poderosa máquina que podía


destrozarlos en un momento. El paje

finalmente escapó y corrió por el pasillo. En


unos minutos, los acólitos, uno a uno, hicieron


lo mismo, caminando lentamente alejándose


del Mago hasta que se encontraban a mitad del



1259

pasillo y se volvían para correr. Finalmente,


incluso el alto sacerdote se dio la vuelta y huyó.


El ruido de la máquina había alcanzado tal


intensidad que parecía que se producía un


terremoto brutal, y Nell tuvo que mantener el


equilibrio con una mano en el altar. El calor que


salía de la parte de atrás de la máquina era


como el de una fragua, y Nell podía ver una luz

roja al calentarse algunas de las barras lo


suficiente para brillar.


Finalmente todo se detuvo. El silencio era


sorprendente. Nell se dio cuenta de que había


estado encogida y se puso derecha. El


resplandor rojo del interior del Mago comenzó


o desvanecerse.


Venía luz blanca de todas partes. La Princesa

Nell sabía que venía del exterior de las paredes


de diamante de la torre. Unos minutos antes era


de noche. Ahora había luz, pero no luz diurna;


venía de todas direcciones y era fría e incolora.



1260

Corrió por el pasillo y abrió la puerta a la


antecámara, pero ésta no estaba allí. Allí no


había nada. La antecámara había desaparecido.


El jardín de flores había desaparecido, junto a


los caballos, el muro, el camino en espiral, la


Ciudad del Rey Coyote y Tierra Más Allá. En su


lugar sólo había una suave luz blanca.


Se volvió. La Cámara del Mago todavía

estaba allí.


Al final del pasillo podía ver a un hombre


sentado sobre el altar, mirándola. Llevaba una


corona. Alrededor del cuello tenía una llave; la


duodécima llave del Castillo Tenebroso.


La Princesa Nell recorrió el pasillo hacia el Rey


Coyote. Era un hombre de mediana edad, con


pelo rubio que perdía su color, ojos grises y una

barba oigo más oscura que su pelo y no


especialmente bien cuidada. Al aproximarse la


Princesa Nell, pareció ser consciente de la corona







1261

en su cabeza. Levantó la mano, se la quitó y la


arrojó despreocupadamente a un lado del altar.


—Muy gracioso —dijo—. Posaste una división


por cero delante de todas mis defensas.


La Princesa Nell se negó a caer en aquella


estudiada falto de formalidad. Se detuvo a


varios pasos de él.


—Como aquí no hay nadie para realizar los

presentaciones, me tomaré la libertad de


realizarlas yo misma. Soy la Princesa Nell,


duquesa de Turing —dijo y le presentó la mano.


El Rey Coyote parecía ligeramente


avergonzado. Bajó del altar, se acercó o la


Princesa Nell y le besó la mano.


—El Rey Coyote a su servicio.


—Es un placer conocerle.

—El placer es mío. ¡Lo siento! Debía haber


supuesto que el Manual te enseñaría mejores


modales.







1262

—No conozco el Manual al que se refiere —


dijo la Princesa Nell—. Soy simplemente una


princesa con un propósito: obtener las doce


llaves del Castillo Tenebroso. Veo que tiene una


de ellas en su poder.


El Rey Coyote levantó las manos con las


palmas hacia ella.


—No digas más —dijo—. El combate cuerpo a

cuerpo no será necesario. Ya has vencido —se


quitó la duodécima llave del cuello y se la dio a


la Princesa Nell. Ella la cogió con una ligera


reverencia; pero al correr la cadena por sus


dedos, él la agarró de pronto, por lo que los dos


estaban unidos por la cadena—. Ahora que tu


búsqueda ha terminado —dijo—, ¿podemos


dejarnos de apariencias?

—No estoy segura de entender qué quiere


decir, Su Majestad.


Él mostró un aspecto de exasperación


controlado.



1263

—¿Cuál era tu propósito al venir aquí?


—Obtener la duodécima llave.


—¿Nada más?


—Saber más sobre Mago 0.2.


—Ah.


—Descubrir si era, de hecho, una máquina de


Turing.


—Bien, ya tienes la respuesta. Mago 0.2 es con

seguridad una máquina de Turing; la más


potente jamás construido.


—¿Y Tierra Más Allá?


—Todo crecido de simientes. Simientes que


yo inventé.


—Y, por tanto, es también una máquina de


Turing, ¿no? ¿Todo controlado por Mago 0.2?


—No —dijo el Rey Coyote—. Administrado

por Mago. Controlado por mí.


—Pero los mensajes en el Mercado de los


Cifradores controlan todos los sucesos en Tierra


Más Allá, ¿no?



1264

—Eres muy perceptiva, Princesa Nell.


—Esos mensajes llegan a Mago; sólo otra


máquina Turing.


—Abre el altar —dijo el Rey Coyote,


señalando una gran plancha de cobre con una


cerradura en el medio.


La Princesa Nell empleó su llave para abrir la


cerradura, y el Rey Coyote retiró la cubierta del

altar. Dentro había dos máquinas pequeños,


una para leer las cintas y otra para escribirlas.


—Sígueme —dijo el Rey Coyote, y abrió una


trampilla en el suelo tras el altar.


La Princesa Nell lo siguió por una escalera en


espiral hasta una habitación pequeña. Las


barras de conexión del altar venían hasta


aquella habitación y acababan en una pequeña

consola.


—¡Mago ni siquiera está conectado al altar! No


hace nada —dijo la Princesa Nell.







1265

—Oh, Mago hace muchas cosos. Me ayuda a


controlar las cosas, hace cálculos, y demás. Pero


lo que sucede en el escenario sólo es un


espectáculo para impresionar a los ignorantes.


Cuando llega aquí un mensaje del Mercado de


los Cifradores, lo leo yo mismo, y lo contesto yo


mismo.


«Corno puedes ver, Princesa Nell, Tierra Más

Allá no es realmente una máquina de Turing en


absoluto. Es realmente una persona; unas


personas para ser exactos. Ahora todo es tuyo.


El Rey Coyote llevó de vuelta a lo Princesa


Nell al centro de la torre y le mostró el lugar. La


mejor parte era la biblioteca. Le mostró los


libros que contenían las reglas para programar


o Mago 0.2, y otros libros que explicaban cómo

hacer que los átomos se uniesen poro formar


máquinas, edificios o mundos completos.


—Sabes, Princesa Nell, has conquistado hoy


este mundo, y ahora que lo has conquistado,



1266

descubrirás que es un lugar muy aburrido.


Ahora es tu responsabilidad crear nuevos


mundos para que otras personas los exploren y


los conquisten —el Rey Coyote señaló con la


mano hacia la gran superficie vacía fuera de la


ventana, donde una vez había estado Tierra


Más Allá—. Hoy mucho espacio libre ahí fuera.


—¿Que hará usted, Rey Coyote?

—Llámame John, Su Alteza Real. Porque


desde hoy ya no tengo un reino.


—John, ¿qué va o hacer?


—Tengo una búsqueda propia.


—¿Cuál es su búsqueda?


—Encontrar al Alquimista, sea quien fuere.


—Y hay...



Nell dejó de leer el Manual durante un


momento. Se le habían llenado los ojos de


lágrimas.








1267

—¿Hay qué? —dijo la voz de John desde el


libro.





—¿Hay otro? ¿Alguien que ha estado conmigo


durante mi búsqueda?





—Sí, lo hay —dijo John con calma, después de


una corta pausa—. Al menos, siempre he

sentido que ella estaba aquí.





—¿Lo está ahora?





—Sólo si construyes un lugar para ella —dijo


John—. Lee los libros, y ellos te indicarán cómo.



Con eso, John, el antiguo Rey Coyote y


Emperador de Tierra Más Allá, se desvaneció en


un relámpago de luz, dejando a la Princesa Nell


a solas en la gran biblioteca polvorienta. La


Princesa Nell acercó la cabeza a un viejo libro





1268

encuadernado en cuero y aspiró su fragancia.


Una lágrima de felicidad le caía de cada ojo.


Pero dominó el impulso de llorar y cogió el


libro.


Aquéllos eran libros mágicos, y absorbieron


tanto a la Princesa Neil que durante muchas


horas, quizás incluso días, no fue consciente de


lo que le rodeaba; lo que apenas importaba

porque no quedaba nada de Tierra Más Allá.


Pero con el tiempo, sintió que algo le rozaba el


pie. Bajó la mano ausente y se rascó. Un


momento después le volvió la sensación de roce.


Esa vez miró y se sorprendió al ver que el suelo


de la biblioteca estaba cubierto por una gruesa


alfombra gris, salpicada aquí y allá por una


mancha blanca o negra.

Era una alfombra viva y móvil. Era, de hecho,


el Ejército Ratonil. Todos los otros edificios,


lugares y criaturas que la Princesa Neil había


visto en Tierra Más Allá habían sido ficciones



1269

producidas por Mago 0.2; pero aparentemente


los ratones eran una excepción y existían


independientemente de las maquinaciones del


Rey Coyote.


Cuando Tierra Más Allá desapareció, todos


los obstáculos y trabas que habían impedido


que el Ejército Ratonil se acercase a la Princesa


Nell se habían desvanecido, y pronto

encontraron dónde estaba y convergieron sobre


su largo tiempo buscada Reino.


—¿Qué queréis que haga? —dijo la Princesa


Nell. Nunca antes había sido Reina y no conocía


el protocolo.


Un coro de chillidos excitados vino de los


ratones al emitirse y transmitirse órdenes. La


alfombra se puso en movimiento de forma

violenta pero organizada a medida que los


ratones se organizaban en pelotones, batallones


y regimientos, cada uno mandado por un


oficial. Un ratón se subió por la pata de la mesa



1270

de la Princesa Nell, se inclinó ante ella y


comenzó a chillar órdenes desde lo alto. Los


ratones ejecutando un movimiento, se retiraron


a los bordes de la habitación, y se dispusieron


en una forma de caja vacía, dejando un gran


rectángulo en medio del suelo.


El ratón que estaba sobre la mesa, al que Nell


había apodado Generalísima, empleó una larga

serie de órdenes, yendo a los cuatros bordes de


lo mesa para dirigirse a contingentes diferentes


del Ejército Ratonil. Cuando Generalísima


hubo terminado, se pudo oír una música oí


empezar los ratones gaiteros a tocar sus gaitas y


los Tamborileros a tocar el tambor.


Pequeños grupos de ratones comenzaron a


colocarse en el espacio vacío, cada grupo

moviéndose a un lugar diferente. Cuando cada


grupo llegaba al punto asignado, cada ratón se


colocaba formando una letra. De esa forma, se







1271

escribió el siguiente mensaje sobre el suelo de


la biblioteca:




ESTAMOS ENCANTADOS


PIDA AYUDA


BUSQUE EN LOS


LIBROS



—Dedicaré todos mis esfuerzos a


desencantaros —dijo la Princesa Nell, y un


tremendo grito atronador de gratitud se elevó


de entre las pequeñas gargantas del Ejército


Ratonil.




Encontrar el libro adecuado no llevó mucho


tiempo. El Ejército Ratonil se dividió en


pequeños destacamentos, cada uno luchó por


bajar un libro de los estantes, lo abrió en el


suelo, y pasaron una página a la vez, buscando


el hechizo adecuado. Al cabo de unas horas, la


Princesa Nell notó que se había abierto un



1272

corredor en medio del Ejército Ratonil, y que


un libro se abría camino hacia ella, flotando


aparentemente a un par de centímetros del


suelo.





Recogió el libro cuidadosamente,


levantándolo de los lomos de los ratones que lo


portaban y pasó las páginas hasta que encontró

el hechizo para desencantar ratones.





—Muy bien —dijo, y comenzó a leer el


hechizo.





Pero de pronto, muchos chillidos nerviosos


llenaron el aire y todos los ratones corrieron


asustados. Generalísimo se subió a la página, y

se puso a dar saltos muy agitado moviendo las


patas delanteras sobre la cabeza.





—Ah, entiendo —dijo la Princesa Nell.



1273

Cogió el libro y salió de la biblioteca, teniendo


cuidado de no pisar a ninguno de sus súbditos,


y los siguió al espacio vacío que había fuera.





Una vez más el Ejército Ratonil realizó una


deslumbrante actuación, ordenándose sobre la


planicie vacía e incolora por patrullas,

compañías, batallones, regimientos y brigadas;


pero en esta ocasión el desfile ocupó más


espacio, porque en esta ocasión los ratones se


cuidaron de dejar la distancia de un brazo


humano entre ellos. Algunas patrullas tuvieron


que andar lo que, para ellas, representaba una


distancia de muchas leguas para llegar al otro


lado de la formación. La Princesa Nell

aprovechó el tiempo para vagar e inspeccionar


sus tropas, y para ensayar el hechizo.










1274

Finalmente Generalísimo se aproximó, hizo


una profunda reverencia, y levantó el pulgar,


aunque la Princesa Nell tuvo que coger al


diminuto líder y entrecerrar los ojos para ver


ese gesto.





Fue al sitio que le habían dejado al frente de la


formación, abrió el libro, y recitó el hechizo

mágico.





Hubo un trueno violento, y un soplo de


viento que derribó a la Princesa Nell hacia atrás.


Miró, mareada, y vio que estaba rodeada por un


gran ejército de algunos cientos de miles de


chicas, sólo unos años más jóvenes que ella. Un


grito de alegría se elevó en el aire, y todas las

chicas se hincaron de rodillas y, en una escena


de alborotada alegría, proclamaron su lealtad a


la Reina Nell.







1275

Hackworth en China; estragos de los


Puños; un encuentro con el Doctor X;


una procesión inusual





Decían que los chinos sentían mucho respeto


por los locos, y que durante los días de la


Rebelión de los Bóxers, ciertos misioneros occi‐

dentales, probablemente personajes inestables,


ya para empezar, que habían quedado


atrapados tras paredes de escombros durante


semanas, esquivando a los tiradores bóxers


emboscados y a las tropas imperiales y


escuchando los gritos de sus compañeros


siendo quemados y torturados en las calles de


Pekín, se habían vuelto locos y habían caminado


hacia las filas de sus perseguidores y éstos les


habían dado comida y los habían tratado con


deferencia.










1276

Ahora John Percival Hackworth, habiéndose


registrado en una suite en el último piso del


Shangri‐La en Pudong (o Shong‐a‐li‐lah como


lo había cantado el taxista), se cambió de camisa;


se puso su mejor chaleco, se colgó la cadena de


oro, con el sello, caja de rapé, leontina, y reloj


teléfono; un largo abrigo con una cola de


golondrina para cabalgar; botas de cuero negro

y espuelas de cobre abrillantadas a mano en la


entrada del Shong‐a‐li‐lah por un culi tan servil


que era insolente, y que Hackworth sospechaba


que se trataba de un Puño; guantes nuevos, y


su bombín, sin moho y un poco acicalado, pero


evidentemente veterano en muchos viajes por


territorios salvajes.




Al atravesar la orilla occidental del Huangpu,


la multitud usual de campesinos y amputados


profesionales le rodeó como una ola en la playa,


porque aunque cabalgar por allí era peligroso,



1277

no era una locura, así que no sabían que era un


loco. Mantuvo los ojos grises fijos en el piquete


de líneas de Toma ardientes que marcaban la


frontera de la República Costera, y dejó que le


tirasen de los bordes del abrigo, pero aparte de


eso no se percató de su presencia. En momentos


diferentes, tres jóvenes muy de campo,


identificados por la piel oscura tanto como por

su ignorancia de la tecnología moderna de


seguridad, cometieron el error de agarrar la


cadena del reloj y recibieron una descarga de


advertencia. Uno de ellos se negó a soltarla hasta


que el olor a carne quemada salió de su palma,


y luego abrió la mano con lentitud y calma,


mirando a Hackworth para demostrar que no le


importaba sufrir un poco de dolor, y dijo algo

con claridad y en voz alta que hizo que


corriesen risas disimuladas por la multitud.










1278

El camino por Nanjing Road le llevó al


corazón del distrito comercial de Shanghai,


ahora un interminable suplicio de mendigos mo‐


renos arrastrándose agarrados a las bolsas de


plástico de vivos colores que les servían de


maletas, pasándose cuidadosamente las colillas


de unos a otros. En los escaparates de las tiendas


por encima de sus cabezas, los maniquíes

animados posaban con la última moda de la


República Costera. Hackworth notó que lo que


llevaban era más conservador que diez años


atrás, durante su último viaje por Nanjing


Road. Los maniquíes femeninos ya no llevaban


faldas abiertas. Muchos ni siquiera llevaban


faldas, sino pantalones de seda o largas túnicas


que enseñaban aún menos. Un escaparate

estaba centrado en una figura patriarcal


reclinada sobre un estrado, llevando una gorra


con un botón azul: un mandarín. Un joven


estudioso hacía una reverencia ante él.



1279

Alrededor del estrado, cuatro grupos de


maniquíes demostraban las otras cuatro


relaciones filiales.





Así que ahora estaba de moda ser confuciano,


o al menos era políticamente. Aquéllos eran


unos de los pocos escaparates que no estaban


cubiertos por carteles rojos de los Puños.




Hackworth pasó cerca de villas de mármol


construidas por judíos iraquíes en el siglo


anterior, por el hotel en que Nixon se había


quedado una vez, al lado de los altos enclaves


de los hombres de negocios occidentales que


habían usado como cabezas de playa en el


desarrollo post‐comunista que había llevado a la

escuálida afluencia de la República Costera.


Pasó cerca de clubes nocturnos del tamaño de


estadios; canchas de jai alai donde aturdidos


refugiados se quedaban boquiabiertos ante los



1280

empujones de los apostantes; calles laterales


llenas de boutiques, una calle para las prendas


hechas de cocodrilo, otra para pieles, otra para


cueros; un distrito de nanotecnología que


consistía en pequeños negocios que hacían


trabajos a medida; puestos de frutas y vegetales;


callejones sin salida donde los buhoneros


vendían antigüedades en pequeños carros, unos

especializados en caja de cinabrio, otros en


kitsch maoísta. Cuando la densidad comenzaba


a reducirse y pensaba que estaba llegando al


límite de la ciudad, llegaba a otro conjunto de


centros comerciales de tres pisos y todo


empezaba de nuevo.





Pero al pasar el día, llegó realmente al límite

de la ciudad y siguió cabalgando de todas


formas hacia el oeste, y quedó claro que era un


loco y las gentes en las calles le miraban con


asombro a su paso. Los ciclistas y los peatones



1281

se hicieron menos comunes, y fueron reempla‐


zados por un tráfico militar más rápido y


pesado. A Hackworth no le pareció bien


cabalgar por la autopista, así que ordenó a


Secuestrador que buscase una ruta menos


directa a Suzhou, una que emplease caminos


menos importantes. Aquél era el territorio


plano del delta del Yangtsé sólo unos

centímetros por encima del nivel del mar, donde


los canales, para el transporte, la irrigación y el


drenaje, eran tan numerosos como las carreteras.


Los canales se ramificaban por la tierra oscura y


apestosa como lo vasos sanguíneos se


ramificaban en los tejidos del cerebro. La


planicie se veía interrumpida frecuentemente


por pequeños túmulos que contenían el ataúd

del antepasado de alguien, justo lo


suficientemente alto para quedar por encima de


las inundaciones rutinarias. Más al oeste de los


arrozales se elevaban altas colinas, negras por la



1282

vegetación. El punto de control de la República


Costera en la intersección de las carreteras era


gris y deshilachado, un montón en forma de


casa hecha de pan de molde, tan densa era la red


fractal de defensa, y mirando a través de la nube


de macro y micro aeróstatos, Hackworth apenas


podía distinguir a los hoplitas en el centro, las


olas de calor elevándose de los radiadores a sus

espaldas y revolviendo la sopa volante. Le


dejaron pasar sin problemas. Hackworth


esperaba encontrarse más puntos de control al


continuar hacia el territorio de los Puños, pero


el primero fue el último; la República Costera


no tenía fuerzas para la defensa en profundidad


y sólo podía establecer una línea


unidimensional de puestos.




A poco más de un kilómetro del punto de


control, en otra pequeña intersección,


Hackworth encontró un par de cruces



1283

profesionalmente construidas con moreras


recientemente cortadas, con las hojas verdes


todavía colgando. Dos jóvenes blancos habían


sido atados a las cruces con trozos de plástico


gris, quemados en muchos lugares y


destripados poco a poco. Por los cortes de pelo


y las sombrías corbatas negras que les habían


dejado irónicamente alrededor del cuello,

Hackworth supuso que eran mormones. Una


larga madeja de intestinos salía de una de las


barrigas y llegaba al suelo, donde un cerdo tira‐


ba de ella obstinadamente.





No vio mucha más muerte, pero la olía por


todas partes en el aire caliente. Él pensaba que


estaba atravesando una red defensiva de

nanotecnología hasta que comprendió que era


un fenómeno natural: cada vía navegable


soportaba una nube negra y lineal de moscas


gordas y apáticas. Lo que le hizo suponer que si



1284

le daba a las riendas un tirón a un lado y a otro


y hacía que Secuestrador se acercarse a un canal,


se lo encontraría lleno de cadáveres hinchados.





Diez minutos después de pasar el punto de


control de la República Costera, atravesó el


centro de un campamento de los Puños. Como


no miró ni a izquierda ni a derecha, no pudo

estimar realmente su tamaño; habían tomado


una villa de edificios bajos de ladrillo y estuco.


Una larga mancha sobre la tierra marcaba la


localización de la línea de Toma quemada, y al


cruzarla, Hackworth tuvo la fantasía de que se


trataba de un meridiano grabado por un


cartógrafo astral sobre el mundo vivo. La


mayoría de los Puños no tenía camisa, vestía

pantalones índigo y bandas escarlata alrededor


de la cintura, y a veces del cuello, frente o brazos.


Los que no dormían o fumaban practicaban


artes marciales. Hackworth atravesó la zona



1285

lentamente y pretendía no verlos, exceptuando


a un hombre que salió corriendo de una casa con


un cuchillo, gritando «¡Sha! ¡Sha!» y tuvo que ser


retenido por tres de sus compañeros.





Mientras recorría los cuarenta kilómetros a


Suzhou, nada cambió en el paisaje excepto que


los arroyos se convinieron en ríos y los estanques

en lagos. Los campamentos de los Puños se


hicieron mayores y estaban más cerca. Cuando


el denso aire se convertía infrecuentemente en


una brisa, podía oler el olor metálico y pegajoso


de las aguas estancadas y sabía que se acercaba


al gran lago Tai Wu, o Taifu como lo pro‐


nunciaban los shaghaineses. Un domo gris se


elevó desde los arrozales a unos kilómetros de

distancia, proyectando una sombra sobre el gru‐


po de altos edificios, y Hackworth supo que


debía de ser Suzhou, ahora una plaza fuerte del







1286

Reino Celeste, oculta tras el escudo volador co‐


mo una cortesana tras el brillo translúcido de la


seda de Suzhou.





Cerca de la orilla del gran lago encontró el


camino a una carretera importante que iba al


sur hacia Hangzhou. Hizo que Secuestrador


trotara despacio hacia el norte. Suzhou había

tendido tentáculos de desarrollo por sus vías‐


más importantes, por lo que al acercarse vio


franjas de centros comerciales y franquicias


ahora destruidos, abandonados y colonizados


por refugiados. La mayor parte de esos lugares


se dedicaban a los camioneros: muchos moteles,


casinos, salones de té y restaurantes de comida


rápida. Pero ningún camión recorría ahora la

autopista, y Hackworth cabalgaba por el centro


de un carril, sudando incontroladamente











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dentro de su ropa oscura y bebiendo frecuente‐


mente de una botella refrigerada que guardaba


en la guantera de Secuestrador.





Había un cartel de McDonaldʹs caído a lo


ancho de la autopista como una gigantesca


barrera; algo había quemado el pilar que lo sos‐


tenía en el aire. Frente a él había un par de

jóvenes fumando cigarrillos y, comprendió


Hackworth, esperándole. Al acercarse, ellos


apagaron los cigarrillos, se adelantaron y se


inclinaron. Hackworth saludó con el bombín.


Uno de ellos agarró las riendas de Secuestrador,


lo que era un gesto puramente ceremonial en el


caso de un caballo robot, y el otro invitó a


Hackworth a desmontar. Los dos hombres

vestían pesados pero flexibles monos con cables


y tubos que recorrían la tela: la capa interna de


un traje de batalla. Podían convertirse en


hoplitas listos para el combate colocándose los



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pesados trozos externos, que presumiblemente


guardaban en algún sitio a mano. Las bandas


escarlata en la cabeza les identificaban como


Puños. Hackworth era uno de los pocos


miembros de las Tribus Exteriores que se había


encontrado en presencia de un Puño que no


corría hacia él agitando un arma y gritando


«¡Matar! ¡Matar!» y encontró interesante verlos

de un humor más indulgente. Eran dignos,


formales y controlados, como soldados, sin


ninguna de las miradas de reojo y las muecas


que eran comunes en los chicos de la República


Costera de su misma edad.





Hackworth atravesó el aparcamiento hacia el


McDonaldʹs, seguido a una distancia

respetuosa por uno de los soldados. Otro


soldado le abrió la puerta, y Hackworth lanzó


un suspiro de placer cuando el aire seco y frío


le golpeó la cara y comenzó a perseguir el



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bochorno por entre sus ropas. El lugar había


sido saqueado ligeramente. Podía percibir el


olor frío, casi clínico, y grasicnto que salía del


mostrador, donde los contenedores de grasa se


habían caído al suelo y ésta se había acumulado


como la nieve. Los saqueadores se habían


llevado mucho; Hackworth podía ver las


marcas paralelas de los dedos de las mujeres. El

lugar estaba decorado con motivos de la Ruta de


la Seda, paneles mediatrónicos que mostraban


maravillosas vistas entre aquel lugar y el


antiguo término de la ruta en Cádiz.





El Doctor X estaba sentado en un apartado en


la esquina, su rostro brillando bajo la fría luz


solar filtrada de rayos ultravioletas. Vestía un

birrete de mandarín con dragones bordados con


hilos de oro y una magnífica túnica brocada. La


túnica estaba abierta por el cuello y tenía


mangas cortas, por lo que podía ver debajo la



1290

capa interna del traje de hoplita. El Doctor X


estaba de guerra, había salido del seguro


perímetro de Suzhou y debía estar preparado


para un ataque. Bebía té verde de una gran taza


de McDonaldʹs, preparado según el estilo local,


grandes hojas verdes bailando en un gran


recipiente de agua caliente. Hackworth se quitó


el sombrero y saludó al estilo Victoriano, lo que

era apropiado en las circunstancias. El Doctor X


devolvió el saludo, y al echar la cabeza hacia


delante, Hackworth pudo ver el botón en lo alto


de su birrete. Era rojo, el color del rango más


alto, pero era de coral, lo que lo colocaba en el


segundo nivel. Un botón de rubí lo hubiese


colocado en el nivel más alto. En términos


occidentales aquello convertía al Doctor X más

o menos en el equivalente de un ministro menor


o un general de tres estrellas. Hackworth


supuso que era el mayor nivel de mandarín al


que se le permitía conversar con bárbaros.



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Hackworth se sentó al otro lado de la mesa


frente al Doctor X.





Una mujer salió de la cocina llevando zapatillas


de seda y le dio a Hackworth su propio vaso


lleno de té verde. Observando cómo se alejaba,


Hackworth sólo se sorprendió ligeramente al

ver que sus pies apenas medían diez centímetros


de largo. Ahora debía de haber mejores formas


de hacerlo, quizá regulando el crecimiento del


hueso tarsal durante la adolescencia.


Probablemente ni siquiera dolía.





Viéndolo, Hackworth también comprendió,


por primera vez, que había hecho lo correcto

diez años antes.





El Doctor X lo miraba y podría haber estado


leyéndole la mente. Eso pareció colocarle de un



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humor pensativo. No dijo nada durante un rato,


se limitó a mirar por la ventana y a beber té de


vez en cuando. Eso iba bien con Hackworth, que


había tenido un largo viaje.





—¿Ha aprendido algo de su sentencia de diez


años? —dijo finalmente el Doctor X.




—Podría ser. Pero tengo problemas para


sacarlo del agua —dijo Hackworth.





Aquélla era una forma de decirlo demasiado


idiomática para el Doctor X. Como explicación,


Hackworth sacó la tarjeta de diez años que


llevaba la marca dinámica del Doctor X. Cuando


el pescador sacó al dragón del agua, el Doctor X

lo entendió de pronto, y sonrió agradecido.


Aquello era demostrar demasiadas emociones


—dando por supuesto que fuesen reales— pero


la edad y la guerra le habían hecho descuidado.



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—¿Ha encontrado al Alquimista? —dijo el


Doctor X.





—Sí—dijo Hackworth—. Yo soy el


Alquimista.





—¿Cuándo lo supo?




—Hace muy poco —dijo Hackworth—.


Luego lo entendí todo en un instante... lo saqué


del agua —dijo, imitando el gesto de tirar de un


pez—. El Reino Celeste estaba muy por detrás


de Nipón y Atlantis en nanotecnología. Los


Puños podrían haber quemado las líneas de


Toma de los bárbaros, pero eso simplemente

hubiese condenado a los campesinos a la


pobreza y hubiese hecho que la gente desease


productos extranjeros. Se tomó la decisión de


saltar por delante de las tribus bárbaras



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desarrollando tecnología de Simiente. Al


principio usted cooperó en el proyecto con


phyles de segunda fila como Israel, Armenia o


Gran Serbia, pero resultaron no ser fiables. Una


y otra vez, sus conexiones cuidadosamente


cultivadas eran dispersadas por Defensa del


Protocolo.




»Pero durante esos fracasos tomó contacto


por primera vez con CryptNet, a la que sin duda


consideraba como otra sociedad secreta; una


despreciable banda de conspiradores. Sin


embargo, CryptNet tenía conexiones con algo


más profundo e interesante: la sociedad de los


Tamborileros. En su tonta y superficial


perspectiva occidental, CryptNet no entendía

todo el potencial de la mente colectiva de los


Tamborileros. Pero usted lo captó


inmediatamente.






1295

»Todo lo que necesitaba para iniciar el


proyecto de la Simiente era la mente racional y


analítica de un ingeniero nanotecnológico. Yo


encajaba perfectamente. Me arrojó dentro de la


sociedad de los Tamborileros como una semilla


en tierra fértil, y mis conocimientos se ex‐


tendieron entre ellos e impregnaron su mente


colectiva; como sus pensamientos penetraban en

mi propio subconsciente. Se convirtieron en una


especie de extensión de mi cerebro. Durante


años trabajé en el problema casi veinticuatro


horas al día.





«Entonces, antes de poder terminar, mis


superiores de Defensa del Protocolo me sacaron


de allí. Estaba cerca de acabar. Pero no había

terminado todavía.





—¿Sus superiores han descubierto nuestro


plan?



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—O lo ignoran por completo, o lo saben todo


y fingen ignorancia —dijo Hackworth.





—Pero seguro que ya se lo ha contado todo —


dijo el Doctor X en voz casi inaudible.





—Si contestase a eso no tendría usted ninguna

razón para no matarme —dijo Hackworth.





El Doctor X asintió, no tanto para darle la


razón como para expresar su simpatía por la


cadena de pensamiento tan admirablemente


cínica de Hackworth; como si Hackworth,


después de una serie de movimientos


aparentemente inútiles hubiese dado la vuelta a

un gran conjunto de fichas en un tablero de go.














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—Hay algunos que defenderían ese proceder,


por lo que les sucedió a las niñas —dijo el Doctor


X.





Hackworth se asombró tanto al oírlo que


durante un momento estuvo demasiado


mareado e indispuesto para hablar.




—¿Los Manuales han resultado útiles? —dijo


finalmente, intentando no parecer mareado.





El Doctor X exhibió una amplia sonrisa


durante un momento. Luego la emoción se


escondió de nuevo bajo la superficie como una


ballena después de respirar.




—Deben de haber sido útiles para alguien —


dijo—. Mi opinión es que fue un error salvar a


las chicas.






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—¿Cómo es posible que ese acto humanitario


pudiese ser en realidad un error?





El Doctor X lo meditó.





—Sería más correcto decir que, aunque fue


virtuoso salvarlas, fue un error creer que las


podríamos educar adecuadamente. Carecíamos

de los recursos para educarlas individualmente,


así que las educamos con libros. Pero la única


forma correcta de educar a un niño es en una


familia. El Maestro nos hubiese indicado tal cosa


si hubiésemos escuchado sus palabras.





—Algunas de la niñas decidirán algún día


seguir las enseñanzas del Maestro —dijo

Hackworth—, y entonces quedará demostrada


la sabiduría de su decisión.










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Aquél parecía ser un pensamiento


genuinamente nuevo para el Doctor X. Su vista


regresó a la ventana. Hackworth sintió que la


cuestión de las niñas y los Manuales había


terminado.





—Voy a ser abierto y franco —dijo el Doctor


X después de saborear algo de té—, y no creerá

usted que lo soy, porque en las cabezas de los


miembros de las Tribus Exteriores existe la idea


de que nunca hablamos directamente. Quizá


con el tiempo vea la verdad de mis palabras.





»La Simiente está casi terminada. Cuando se


fue, la construcción se retrasó mucho... más de


lo que esperábamos. Pensábamos que los

Tamborileros, después de diez años, habían


absorbido sus conocimientos y podrían


continuar el trabajo sin usted. Pero hay algo en


su mente, algo que ha ganado después de años



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