Hackworth se preguntó si estaba obligado de
alguna forma a recitar la línea. Pero pronto las
linternas se apartaron de él, cuando más miem‐
bros de la audiencia comenzaron a llover del
plano astral de las arañas. Viéndolos caer,
Hackworth comprendió que había visto algo
similar en los parques de atracciones: no era más
que saltar con cuerda. Era simplemente que las
gafas no le habían mostrado a Hackworth su
propia cuerda, simplemente para añadir
unfrisson a toda la experiencia.
Los brazos de la silla de Hackworth incluían
algunos controles que le permitían moverla por
el suelo del teatro, que tenía la forma de un cono,
hundiéndose con rapidez hacia el centro. Un
peatón lo hubiese considerado un terreno difícil,
pero la silla poseía un potente motor
nanotecnológico y compensaba la inclinación.
1201
Era un teatro circular, al estilo del Globe. El
suelo cónico estaba rodeado de una pared
circular, con aberturas aquí y allá de distintos
tamaños. Algunas parecían ser respiraderos,
algunas eran aberturas para cabinas privadas o
habitaciones de control técnico, y la mayor con
diferencia era un proscenio que ocupaba un
cuarto de la circunferencia, y que en ese
momento estaba cerrado por una cortina.
Hackworth vio que la parte más baja e interior
del suelo no estaba ocupada. Se dirigió cuesta
abajo y se sorprendió al comprobar que se
encontraba de pronto inmerso hasta la cintura
en agua fría. Puso la silla en marcha atrás, pero
no respondió a los controles.
1202
—¡Muerto en el agua! —gritó el payaso
triunfalmente; parecía como si estuviese justo a
su lado, aunque Hackworth no podía verle.
Encontró una forma de abrir los seguros de la
silla y luchó en el suelo inclinado, las piernas
rígidas por la fría y apestosa agua de mar.
Evidentemente el tercio central del suelo se
hundía en realidad por debajo de la superficie y
estaba abierto al mar: otro detalle que las gafas
de Hackworth no se habían molestado en
revelar.
De nuevo, una docena de luces caía sobre él.
La audiencia se reía, y hubo incluso algunos
aplausos sarcásticos. ¡VENGA, AMIGOS, EL
AGUA ESTÁ BUENA! le sugirieron las gafas,
pero una vez más Hackworth declinó leer la
línea. Aparentemente aquéllas no eran más que
sugerencias propuestas por los escritores de
1203
Dramatis Personae, que desaparecían en cuanto
perdían el sentido.
Los sucesos de los últimos minutos —el
fenomenoscopio que no se podía quitar, el salto
inesperado, la caída en el agua de mar fría—
habían dejado a Hackworth en estado de shock.
Sentía la necesidad de esconderse en algún sitio
y recuperar la orientación. Se dirigió hacia el
perímetro del teatro, esquivando la ocasional
silla móvil, y seguido por los haces de las
linternas de compañeros de la audiencia que se
habían interesado especialmente por su historia
personal. Sobre él había una abertura, brillando
con luz cálida, y atravesándola, Hackworth se
encontró en un cómodo y pequeño bar con
ventanas curvadas que le permitía una excelente
vista del teatro. De muchas formas era un refu‐
gio; aquí podía ver normalmente a través de las
gafas, que parecían estar dándole una visión no
1204
tergiversada de la realidad. Pidió una pinta de
cerveza al camarero y se sentó en la barra al lado
de la ventana. En algún momento del tercer o
cuarto trago de cerveza, comprendió que ya se
había rendido a la exigencia del payaso. El salto
al agua le había enseñado que no tenía otra
elección sino creer en lo que las gafas decían a sus
ojos y oídos —aunque supiese que era falso— y
aceptar las consecuencias. La pinta de cerveza le
ayudó a calentar las piernas y a relajar la mente.
Había venido allí por el espectáculo, y lo estaba
viendo, y no había razón para luchar; Dramatis
Personae podría tener reputación de marrullera,
pero nadie les había acusado de matar a los
espectadores.
Las arañas se apagaron. Los miembros de la
audiencia con linternas se pusieron en
movimiento como pequeñas chispas movidas
por el viento, algunos dirigiéndose hacia la zona
1205
alta, otros escogiendo el borde del agua. A
medida que las luces del teatro se apagaban, se
divirtieron jugando con las linternas de un lado
a otro de las paredes y la cortina, creando un
cielo apocalíptico roto por cientos de cometas.
Una lengua de luz fría coloreada por las algas
brilló bajo el agua, convirtiéndose en un largo
escenario en columna que se elevó hacia la su‐
perficie, como Atlantis resurgida. Los
espectadores lo vieron y apuntaron las luces
hacia la superficie, atrapando algunas motas
oscuras en el fuego cruzado: las cabezas de una
docena de participantes, elevándose lentamente
del agua. Comenzaron a hablar en algo
armónico, y Hackworth comprendió que era el
coro de lunáticos que había visto antes.
—Sírveme, Nick —dijo una voz de mujer tras
él.
1206
—Los metiste, ¿no? —dijo el camarero.
—Memos.
Hackworth se volvió y vio a la joven con el
traje de diablo que había servido de guía a los
heartlanders. Era muy pequeña, vestía una
larga camisa negra abierta hasta la cadera, y
tenía un cabello bonito, muy abundante negro y
brillante. Llevó un vaso de cerveza hasta la
barra, echó primorosamente a un lado la cola
de diablo en un gesto que Hackworth encontró
devastadoramente atractivo y se sentó. Luego
soltó un suspiro explosivo y metió la cabeza
entre los brazos durante un momento, mientras
sus cuernos rojos parpadeantes se reflejaban en
la ventana curva como las luces de un coche.
Hackworth puso los dedos alrededor de la
cerveza y olió el perfume de la mujer. Abajo, el
coro se había desmadrado e intentaba ejecutar
1207
un número de baile de Busby Berkeley bastante
ambicioso. Mostraban una extraña habilidad
para actuar al unísono —algo relacionado con
los ʹsitos que se les habían metido en el
cerebro— pero sus cuerpos eran rígidos, débiles
y estaban mal coordinados. Lo que hacían, lo
hacían con absoluta convicción, lo que lo
convertía en bueno de todas formas.
—¿Se lo tragaron? —dijo Hackworth.
—¿Cómo dice? —dijo la mujer, levantando la
vista alerta como un pájaro, como si no hubiese
sabido que Hackworth estaba allí.
—¿Los heartlanders se creyeron realmente
esa historia sobre el piloto borracho?
—Oh, ¿a quién le importa? —dijo la mujer.
1208
Hackworth rió, satisfecho de que un
miembro de Dramatis Per‐sonae le hiciese esa
confidencia.
—No es lo importante —dijo la mujer en voz
más baja, poniéndose ahora un poco filosófica.
Exprimió una rodaja de limón sobre la cerveza
de trigo y bebió un sorbo—. Las creencias no
son estados binarios, no aquí al menos.
¿Alguien cree algo al cien por cien? ¿Cree todo
lo que ve por esas gafas?
—No —dijo Hackworth—, lo único que creo
en este momento es que mis pies están
húmedos, esta cerveza negra está buena y que
me gusta su perfume.
Ella pareció un poco sorprendida, aunque no
le desagradaba, pero ella ni de lejos era tan fácil.
1209
—Vaya, ¿por qué está aquí? ¿Qué espectáculo
ha venido a ver?
—¿Qué quiere decir? Supongo que vine a ver
éste.
—Pero no es éste. Es toda una familia de
espectáculos. Entremezclados. —Aparcó la
cerveza y ejecutó Fase 1 del movimiento aquí‐
está‐la‐iglesia—. El espectáculo que ve depende
de la emisión que esté viendo.
—Parece que no tengo ningún control sobre
eso.
—Ah, entonces es un participante.
—Hasta ahora me he sentido como un muy
inepto bufón.
1210
—¿Bufón inepto? ¿No es un poco
redundante?
No era tan gracioso, pero lo dijo con gracia y
Hackworth rió amablemente.
—Parece que ha sido elegido para ser un
participante.
—No me diga.
—Ahora bien, no suelo revelar secretos del
negocio —la mujer siguió hablando en voz más
baja—, pero normalmente cuando alguien es
elegido como participante, se debe a que ha
venido aquí con un propósito distinto al del
entretenimiento puro y pasivo.
Hackworth tartamudeó y luchó un poco con
las palabras.
1211
—¿Eso... eso se hace?
—Oh, ¡sí! —dijo la mujer. Se levantó del
taburete y se cambió a uno justo al lado de
Hackworth—. El teatro no es sólo unas personas
haciendo el tonto en un escenario, siendo
observadas por una manada de bueyes. Es decir,
a veces es sólo eso. Pero puede ser mucho más...
realmente puede ser cualquier tipo de
interacción entre persona y persona, o persona e
información. —La mujer se había apasionado,
olvidándose por completo de sí misma.
Hackworth obtuvo un placer infinito sólo con
mirarla. Cuando ella había entrado en el bar por
primera vez, Hackworth pensó que tenía una
cara normal, pero cuando bajaba la guardia y
hablaba sin ser consciente de sí misma, parecía
hacerse más y más bonita—. Aquí estamos
unidos a todo: conectados a todo un universo de
1212
información. Realmente, es teatro virtual. En
lugar de ser fijos, el escenario, los decorados, los
ractores son todos fluidos: pueden
reconfigurarse cambiando unos bits.
—Oh, ¿así que el espectáculo, el conjunto de
espectáculos entrelazados, puede ser diferente
cada noche?
—No, todavía no lo entiende —dijo,
emocionándose. Lanzó una mano y le agarró el
brazo justo por debajo del hombro y se inclinó
hacia él, intentando desesperadamente que lo
entendiese—. No es que hagamos un
espectáculo, lo cambiemos, y tengamos uno
diferente la noche siguiente. Los cambios son
dinámicos y se producen en tiempo real. El
espectáculo se reconfigura a sí mismo
dinámicamente dependiendo de lo que sucede
momento a momento... y oiga, no es sólo lo que
1213
sucede aquí, sino lo que sucede en todo el
mundo. Es una obra inteligente: un organismo
inteligente.
—Así que si, por ejemplo, una batalla entre los
Puños de la Recta Armonía y la República
Costera tuviese lugar en el interior de China en
este momento, los cambios en la batalla
podrían...
—Podrían cambiar el color de una luz o una
línea de diálogo... no necesariamente de forma
simple o determinista.
—Creo que entiendo —dijo Hackworth—. Las
variables internas de la obra dependen del
universo total de información que hay fuera...
1214
La mujer asintió con fuerza, satisfecha con él,
bailándole los enormes ojos negros.
Hackworth siguió hablando.
—Al igual, por ejemplo, que el estado mental
determinado de una persona en un momento
dado puede depender de las concentraciones
relativas de innumerables compuestos químicos
que circulan por su sangre.
—Sí —dijo la mujer—, como si estás en un pub
entretenida por un caballero joven, las palabras
que salen de tu boca se ven afectadas por la
cantidad de alcohol que hayas metido en el
sistema, y, por supuesto, por la concentración de
hormonas naturales, una vez más, no de una
forma determinista; esas cosas son todas
entradas en el sistema.
1215
—Creo que empiezo a entenderlo —dijo
Hackworth.
—Sustituya el espectáculo de esta noche por el
cerebro y la información corriendo por una red,
por moléculas corriendo por la sangre, y lo
tendrá —dijo la mujer.
Hackworth se sintió un poco decepcionado de
que hubiese decidido retirar la metáfora del pub
que él había encontrado de mayor interés
inmediato.
La mujer siguió hablando.
—Esa falta de determinismo hace que algunos
rechacen el proceso como masturbación. Pero en
realidad es una herramienta muy poderosa.
Algunas personas lo entienden así.
1216
—Creo que yo también —dijo Hackworth,
queriendo desesperadamente que ella creyese
que así era.
—Y algunas personas vienen aquí porque
están buscando algo: intentando encontrar un
amor perdido, digamos, o para entender por
qué algo terrible sucedió en su vida, o por qué
hay crueldad en el mundo, o por qué no se
sienten satisfechos con su carrera. La sociedad
nunca ha sido buena contestando a esas
preguntas, el tipo de preguntas que no puedes
responder con un libro de referencia.
—Pero el teatro dinámico le permite a uno
relacionarse con el universo de datos de forma
más intuitiva —dijo Hackworth.
—Eso es exactamente —dijo la mujer—. Me
agrada que lo entienda.
1217
—Cuando trabajaba con información,
recurrentemente se me ocurría, de forma vaga y
general, que algo así podría ser deseable —dijo
Hackworth—. Pero esto va más allá de lo que
había imaginado.
—¿Dónde supo de nosotros?
—Me envió aquí una amiga que se ha visto
asociada con ustedes en el pasado, de forma algo
vaga.
—¿Oh? ¿Puedo preguntar quién? Quizá
tengamos una amiga en común —dijo la mujer,
como si eso estuviese bien.
Hackworth se sintió enrojecer y dejó escapar
el aliento.
1218
—Vale —dijo—, mentí. No era realmente una
amiga mía. Era alguien a quien me guiaron.
—Ah, ahora nos acercamos —dijo la mujer—.
Sabía que había algo misterioso sobre usted.
Hackworth estaba avergonzado y no sabía
qué decir. Miró a su cerveza. La mujer lo miraba
fijamente, y podía sentir sus ojos en la cara como
el calor de una luz de seguimiento.
—Así que vino aquí buscando algo, ¿no? Algo
que no podía encontrar buscando en una base
de datos.
—Busco a alguien llamado el Alquimista—
dijo Hackworth.
De pronto todo se iluminó. El lado de la cara
de la mujer que daba hacia la ventana estaba
1219
brillantemente iluminada, como una sonda
espacial iluminada por un lado por la luz
direccional del sol. Hackworth sintió, de alguna
forma, que aquello no era algo nuevo. Mirando
a la audiencia, vio que casi todos allí dirigían las
linternas hacia el bar, y que todos habían estado
escuchado y observando toda la conversación
con la mujer. Las gafas le habían engañado
ajustando el nivel de luz aparente. La mujer
también parecía diferente; su rostro había vuelto
a ser el que tenía cuando entró, y Hackworth
entendió ahora que la imagen en sus gafas había
evolucionado gradualmente durante la
conversación, recibiendo información de la
parte de su cerebro que se activaba cuando veía
una mujer bonita.
La cortina se abrió para revelar un cartel
luminoso que venía desde arriba:
1220
JOHN HACKWORTH en EN BUSCA DEL
ALQUIMISTA protagonizada por JOHN
HACKWORTH como ÉL MISMO.
El Coro cantó:
Es un tipo tan estirado, John Hackworth
que no mostraría una emoción ñipara
salvar su vida
con desagradables repercusiones, a saber,
perdió su trabajo y perdió a su mujer.
Ahora está en la maldita Búsqueda
vagando por el ancho mundo
persiguiendo al Alquimista
menos cuando se para a ligar.
Quizá se ponga serio y acabe el trabajo esta
noche. Una fabulosa aventura con maravillosos
1221
sonidos y vistas. Vamos, oh Hackerjohn, vamos,
vamos, vamos.
Algo tiró violentamente del cuello de
Hackworth. La mujer había puesto un lazo a su
alrededor mientras miraba por la ventana, y
ahora lo sacaba por la puerta del bar como a un
perro recalcitrante. Tan pronto como cruzó la
puerta, la capa se infló como en una explosión
acelerada, y salió disparada tres metros en el
aire, propulsada por chorros de aire instalados
de alguna forma en la ropa; soltó correa para no
ahorcar a Hackworth en el proceso. Volando
sobre la audiencia como la llama de fuego del
motor de un cohete, guió al desequilibrado
Hackworth por el suelo inclinado hacia el
borde del agua. El escenario columnado estaba
unido al borde del agua por un par de puentes
estrechos, y Hackworth pasó por uno de ellos
sintiendo cientos de luces sobre los hombros,
1222
que parecían lo suficientemente calientes para
hacer arder la ropa. Ella lo llevó directamente
por el centro del coro, bajo el cartel eléctrico, a
través del área de bastidores y una puerta, que
se cerró tras ellos. Luego la chica desapareció.
Hackworth estaba rodeado por tres lados por
paredes azules ligeramente resplandecientes.
Tocó una y recibió una pequeña conmoción por
su acto. Caminando hacia delante, tropezó con
algo tirado en el suelo: un hueso seco, grande y
pesado, más largo que un fémur humano.
Pasó por el único hueco disponible y
encontró más paredes. Le habían colocado en
el centro de un laberinto.
Le llevó más o menos una hora comprender
que la huida por medios normales no tenía
1223
sentido. Ni siquiera intentó descubrir la es‐
tructura del laberinto; en su lugar, sabiendo
que no podía ser mayor que la nave, siguió el
método seguro de girar a la derecha en todas las
esquinas, que los chicos inteligentes sabían que
siempre lleva a la salida. Pero no fue así, y no
entendió la razón hasta que una vez, por el
rabillo del ojo, vio una pared que se movía,
cerrando un camino y abriendo uno nuevo. Era
un laberinto dinámico.
Encontró un pestillo oxidado en el suelo, lo
recogió y lo arrojó contra la pared. No rebotó
sino que la atravesó y sonó en el suelo que
estaba más allá. Así que las paredes no existían
sino como ficciones de las gafas. El laberinto
estaba construido de información. Para escapar,
tendría que descubrir cómo funcionaba.
1224
Se sentó en el suelo. Nick el camarero
apareció, atravesando sin problemas las
paredes, llevando una bandeja con otra cerveza
negra, v se la dio junto con un bol de cacahuetes
salados. A lo largo de la tarde, otras personas
pasaron por la zona, bailando, cantando,
enfrentándose, discutiendo o haciendo el amor.
Ninguna de ellas tenía relación, en particular,
con la Búsqueda de Hackworth, y parecía que
tenían poca relación unos con otros.
Aparentemente la Búsqueda de Hackworth era
(como le había dicho la mujer demonio) sólo una
de las historias concurrentes que se
representaban esa noche, coexistiendo en el mis‐
mo espacio.
¿Pero qué tenía que ver todo aquello con la
vida de John Hackworth? ¿Y cómo entraba
Piona en todo aquello?
1225
Al pensar Hackworth en Piona, un panel
frente a él se hizo a un lado, dejando libre varios
metros de corredor. Durante las siguientes dos
horas vio lo mismo varias veces: se le ocurría una
idea y una pared se movía.
Así se movió de forma irregular a través del
laberinto, al pasar su mente de una idea a la
siguiente. Definitivamente el suelo se inclinaba
hacia abajo, lo que evidentemente acabaría
llevándole por debajo del agua en algún
momento; y realmente había comenzado a sentir
un pesado tamborileo que venía de las cubiertas
inferiores, lo que podría haber sido el latido de
un poderoso motor excepto que aquella nave,
por lo que sabía, no iba a ningún sitio. Olió a
agua de mar frente a él y vio débiles luces que
brillaban a través de su superficie, rota por las
olas, y supo que en los depósitos de lastre llenos
de la nave había una red de túneles submarinos,
1226
y que en esos túneles había Tamborileros. Por lo
que sabía, todo el espectáculo podría ser una
ficción en la mente de los Tamborileros. Ni
siquiera lo principal; era probablemente un
epifenómeno de cualquier proceso profundo
que los Tamborileros estuviesen ejecutando ahí
abajo en su mente colectiva.
Una pared se hizo a un lado y le dejó camino
libre al agua. Hackworth se puso en cuclillas al
borde del agua durante unos minutos, oyendo
los tamborilees, luego se puso en pie y comenzó
a quitarse la corbata.
Sentía mucho calor y estaba sudando, había
una luz brillante en sus ojos, y ninguna de esas
cosas tenía algo que ver con estar bajo el agua.
Se despertó para ver un brillante cielo azul sobre
él, se pasó la mano por la cara y vio que las gafas
habían desaparecido. Piona estaba allí con su
1227
vestido blanco, mirándolo con una sonrisa
pesarosa. El suelo golpeaba a Hackworth en el
trasero y evidentemente lo había hecho durante
un tiempo, porque las partes huesudas de su
espalda estaban doloridas y magulladas.
Comprendió que estaban en la balsa, volviendo
a los muelles de Londres; que él estaba desnudo
y que Piona le había cubierto con una lámina de
plástico para protegerle la piel del sol. Había
algunos otros espectadores, tirados unos encima
de los otros, completamente pasivos, como
refugiados, o gente que ha tenido la experiencia
sexual más maravillosa de su vida, o gente que
tiene una tremenda resaca.
—Fuiste todo un éxito —dijo Piona. Y de
pronto Hackworth se recordó a sí mismo sobre
el escenario en columna desnudo y chorreando,
1228
y la ola de aplausos que le llegó de todo el
auditorio en pie.
—La Búsqueda ha terminado —soltó—.
Vamos a Shanghai.
—Tú vas a Shanghai —dijo Piona—. Te dejaré
en el muelle. Luego voy a volver —pasó la
cabeza por la borda.
—¿De vuelta a la nave?
—Yo fui un éxito mayor que tú —dijo—. He
encontrado mi vocación en la vida, padre. He
aceptado una invitación para unirme a
Dramatis Personae.
El truco de Cari Hollywood
1229
Cari Hollywood se echó hacia atrás sobre el
duro asiento lacado de la esquina por primera
vez en muchas horas, y se frotó la cara con
ambas manos, raspándose con su propio bigote.
Había estado sentado en el salón de té durante
más de veinticuatro horas, había bebido doce
teteras y en dos ocasiones había llamado a un
masajista para que le relajase la espalda. Tras él
la luz de la tarde que entraba por la ventana
parpadeó al empezar a dispersarse la multitud.
Habían asistido a un sorprendente espectáculo
mediático gratuito, mirando sobre su hombro
cómo se habían desarrollado las aventuras
teatrales de John Percival Hackworth durante
horas, desde varios ángulos de cámara dife‐
rentes, en ventanas‐cine flotantes en las páginas
de Cari Hollywood. Ninguno de ellos podía leer
inglés, así que no habían podido seguir la
historia de las aventuras de la Princesa Nell en
la tierra del Rey Coyote, que había fluido por las
1230
páginas al mismo tiempo, con la línea
argumental fluctuando y volviendo sobre sí
misma como una nube de humo movida y
arrastrada por corrientes invisibles.
Ahora las páginas estaban en blanco y vacías.
Cari comenzó vagamente a recogerlas, algo en
que ocupar las manos mientras su mente
trabajaba: aunque realmente no estaba
trabajando, sino más bien atravesando a ciegas
un oscuro laberinto a la John Percival
Hackworth.
Cari Hollywood hacía tiempo que sospechaba
que, entre otras cosas, la red de los Tamborileros
era un gigantesco sistema para romper códigos.
Los sistemas criptográficos que permitían el
funcionamiento seguro de la red mediatrónica,
y que le permitían poder transferir dinero con
1231
seguridad, se basaban en el uso de inmensos
números primos como claves. Teóricamente las
claves podían romperse usando suficiente
potencia computacional en el problema. Pero
dada cierta potencia computacional, hacer un
código era siempre mucho más fácil que
romperlo, por lo que mientras el sistema iba
funcionando con números primos cada vez más
grandes, los ordenadores se hacían cada vez
más rápidos, y los fabricantes de códigos podían
permanecer por delante de los rompedores de
códigos.
Pero la mente humana no funcionaba como
un ordenador digital y era capaz de hacer cosas
muy extrañas. Cari Hollywood recordaba a una
de las Águilas Solitarias, un hombre viejo que
podía sumar grandes columnas de números en
la cabeza tan rápido como se las decían. Eso, por
sí mismo, era simplemente una duplicación de
1232
lo que podía hacer un ordenador digital. Pero
aquel hombre también podía realizar algunos
trucos numéricos que no podían programarse
con facilidad en un ordenador.
Si muchas mentes pudiesen combinarse en la
red de los Tamborileros, quizá de alguna forma
podrían ver a través de la tormenta de datos
encriptados que recorrían continuamente el
espacio mediatrónico, haciendo que bits
aparentemente caóticos adquiriesen sentido. El
hombre que había hablado con Miranda, el que
la había convencido para entrar en el mundo de
los Tamborileros, había dado a entender que eso
era posible; que a través de ellos, Miranda podría
encontrar a Nell.
Superficialmente, eso sería desastroso, porque
destruiría el sistema usado para las
transacciones financieras. Sería como si, en un
1233
mundo en el que el comercio se basase en el
intercambio de oro, una persona descubriera
cómo convertir el plomo en oro. Un alquimista.
Pero Cari Hollywood se preguntó si
realmente planteaba una diferencia. Los
Tamborileros sólo podían hacer algo así
entregándose a una sociedad gestalt. Como
demostraba el caso de Hackworth, tan pronto
como un Tamborilero se apartaba de ese gestalt,
perdía el contacto por completo. Toda
comunicación entre los Tamborileros y 1 a
sociedad humana normal tenía lugar
inconscientemente, a través de su influencia en
la red, por medio de estructuras que aparecían
subliminalmente en los ractivos que todos
usaban en sus hogares y veían ejecutándose en
las paredes de los edificios. Los Tamborileros
podían romper el código, pero no podían
aprovecharse de ello de forma obvia, o quizá
1234
simplemente no querían. Podían fabricar oro,
pero ya no estaban interesados en tenerlo.
John Hackworth, de alguna forma, era mejor
que cualquier otro en realizar la transición entre
la sociedad de los Tamborileros y la tribu
victoriana, y cada vez que atravesaba el límite,
parecía llevar algo con él, algo que se colgaba de
sus ropas como un olor. Esos débiles ecos de
datos prohibidos dejados a su paso provocaban
deformaciones y repercusiones impredecibles,
en ambos lados de la frontera, de las que el
propio Hackworth podía no ser consciente. Cari
Hollywood había sabido poco de Hackworth
hasta hacía unas horas, cuando, por el aviso de
un amigo en Dramatis Personae, se había unido
a su historia en ejecución en la cubierta negra del
barco de espectáculos. Ahora parecía saber
mucho: que Hackworth era el progenitor del
1235
Manual ilustrado para jovencias, y que tenía
profundas relaciones con los Tamborileros que
iban mucho más allá de algo tan simple como la
cautividad. No se había limitado a comer lotos y
a vaciar los testículos durante todos aquellos
años bajo las olas.
Esta vez Hackworth se había traído algo con
él, cuando había salido desnudo y chorreando
agua fría de la conejera de los Tamborileros en
los depósitos de lastre de la nave. Había salido
con un conjunto de claves numéricas que se
usaban para identificar a ciertas entidades: el
Manual, Nell, Miranda, y alguien que recibía el
nombre de Doctor X. Antes de haber recuperado
por completo su estado consciente, le había
dado las claves al payaso, que había estado allí
para sacar su cuerpo sin aire y tembloroso del
agua. El payaso era un dispositivo mecánico,
pero Dramatis Personae había permitido
1236
amablemente que Cari Hollywood lo controlase
—y que improvisase gran parte del guión
personal de Hackworth y de la historia—
durante el espectáculo.
Ahora Cari tenía las claves, y en lo que
concernía a la red, era indistinguible de
Miranda o Nell o el Doctor X o del propio Hack‐
worth. Estaban escritas en la superficie de una
página, como largas columnas de dígitos
agrupados en cuatro montones. Cari
Hollywood le dijo a la hoja que se doblase y
luego se la guardó en el bolsillo. Podía usarla
para desenredar todo aquel asunto, pero ése
sería el truco de otra no‐che. El rapé y la cafeína
habían hecho todo lo posible. Era hora de volver
al hotel, meterse en la bañera, dormir algo y
prepararse para el acto final.
1237
Del Manual, el viaje de la Princesa Nettal
Castillo del Rey Coyote;
descripción del castillo; una audiencia con el
Mago; su triunfo
final sobre el Rey Coyote; un ejército encantado
La Princesa Nell cabalgó hacia el norte hasta
entrar en una tormenta. Los caballos casi se
volvieron locos de terror por las explosiones
como cañonazos de los truenos y los
ultraterrenos resplandores de luz, pero con
mano firme y voz suave en los oídos, Nell los
llevó adelante. Los montones de huesos a lo
largo del camino probaban que aquel paso
montañoso no era lugar paro perder tiempo, y
los pobres animales no estarían menos aterrori‐
zados amontonados bajo una piedra. Por lo que
ella sabía, el gran Rey Coyote podría ser capaz
de controlar incluso el tiempo y había
1238
preparado aquella recepción para probar la
voluntad de la Princesa Nell.
Finalmente atravesó el paso, y justo a tiempo,
porque los cascos de los caballos habían
comenzado a resbalar sobre una gruesa capa de
hielo, y el hielo había comenzado a cubrir las
riendas, crines y colas de los caballos.
Abriéndose paso hacia el camino ondulado,
dejó la furia de la tormenta atrás y se metió en
una masa de lluvia tan densa como una selva.
Estaba bien que se hubiese detenido durante
unos días al pie de las montañas para repasar los
libros mágicos de Púrpura, porque en su paso
nocturno por entre las montañas había usado
todos los hechizos que Púrpura le había ense‐
ñado: hechizos para producir luz, para elegir el
camino correcto, para calmar a los animales y
calentar cuerpos congelados, para elevar su
coraje, para sentir la aproximación de cualquier
monstruo lo bastante estúpido para salir con
1239
aquel tiempo, y para derrotar a aquellos lo
bastante desesperados para atacar. El camino
nocturno era, quizás, un acto impetuoso, pero la
Princesa Nell demostró ser capaz de superarlo.
El Rey Coyote no podía esperar que ella hiciese
algo así. Al día siguiente, cuando la tormenta se
despejase, él enviaría los cuervos centinelas al
paso y al valle para espiarla, como había hecho
durante los últimos días, y regresarían con malas
noticias: ¡la Princesa Nell se había desvanecido!
Incluso los mejores rastreadores del Rey Coyote
no podrían seguir su rastro desde el
campamento del día anterior, habiendo cubierto
con tanta habilidad sus huellas y habiendo
colocado otras falsas.
La aurora la encontró en el corazón del gran
bosque. El Castillo del Rey Coyote estaba
construido sobre una alta meseta boscosa
rodeado de montanos: Nell estaba a varias
horas de camino. Bien alejada de la carretera
1240
empleada por los mensajes del Mercado de los
Cifradores, estableció su campamento bajo un
saliente rocoso al lado del río, protegida del frío
viento húmedo y a salvo de los ojos de los
centinelas cuervos, y encendió un pequeño
fuego para preparar algo de té y gachas.
Durmió hasta la mitad de la tarde, luego se
levantó, se bañó en las frías aguas de la
corriente, y desató el paquete de hule que
había traído con ello. Éste contenía uno de los
trajes que vestían los mensajeros que galopaban
hacia y desde el Mercado de los Cifradores.
También contenía algunos libros con mensajes
cifrados: mensajes auténticos enviados desde
varios puestos del mercado y dirigidos al
Castillo del Rey Coyote.
Al abrirse camino por entre el bosque hacia el
camino, oyó un masivo ruido de cascos y supo
que el primer contingente de mensajeros había
atravesado el paso después de esperar a que
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posase la tormenta. Nell esperó unos minutos y
luego los siguió. Saliendo al gran camino
después del bosque, detuvo el caballo y miró
durante un momento, asombrada ante su pri‐
mera visión del Castillo del Rey Coyote.
Nunca había visto uno igual en rodos sus
viajes por Tierra Más Allá. Su base era tan
grande como una montaña, y sus paredes se
elevaban rectas y puras hacia las nubes. Nubes
galácticas de luz brillaban en la miríada de
ventanas. Estaba guardado por poderosos
empalizadas, cada una constituía un castillo por
derecho propio, pero edificado no sobre
cimientos de piedras, sino sobre las mismas
nubes; porque el Rey Coyote, en su inteligencia,
había inventado una formo de hacer que los
edificios florasen en el aire.
La Princesa Nell hizo moverse oí caballo,
porque incluso en su distracción sentía que
alguien podría estar vigilando el gran camino
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desde uno de los brillantes miradores del
castillo. Galopando hacía el castillo, se
encontraba dividida entre la sensación de su
propio estupidez ante asaltar una fortaleza tan
poderosa y la admiración ante la obra del Rey
Coyote. Ligeras nubes de diáfana oscuridad
corrían entre las torres y las empalizadas y, al
acercarse, lo Princesa Nell vio que eran
regimientos de cuervos que realizaban sus
ejercicios militares. Era lo más cercano a un
ejército que tenía el Rey Coyote; porque como le
había dicho uno de los cuervos cuando le había
robado las once llaves de su cuello:
Castillos, jardines, oro y joyas
contentan a los tontos
como la Princesa Nell; pero aquellos
que cultivan sus mentes
como el Rey Coyote y sus cuervos
reúnen su poder trozo a trozo
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y lo esconden en lugares que nadie
conoce.
El Rey Coyote no conservaba su poder por la
fuerza armada sino por la inteligencia, y los
centinelas eran el único ejército que necesitaba,
la información su única arma.
Al recorrer al galope los últimos kilómetros
hasta la puerta del castillo, preguntándose si
sus piernas y espalda aguantarían, una nube
negra salió de uno de los estrechos porrales en
las empalizados florantes, convirtiéndose en
una esfera transparente que se dirigió hacia ella
como un cometa que caía. No pudo evitar
echarse atrás ante la sensación de masa e
impulso, pero a un tiro de piedra por encima de
su cabeza la nube de cuervos se dividió en
varios contingentes que giraron en el airé y
atacaron desde varias direcciones,
convergiendo sobre ella, pasando tan cerco que
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el viento de sus alas le movió el pelo, y
finalmente volviendo a formar un grupo
disciplinado y regresando a la empalizada sin
mirar atrás. Aparentemente había pasado la
inspección. Cuando llegó a la inmensa puerta,
estaba abierta para ella y nadie la defendía. La
Princesa Nell entró en las grandes calles del
Castillo del Rey Coyote.
Era el lugar más elegante que había visto
nunca. Allí el oro y el cristal no estaban
escondidos en el tesoro del Rey sino que se
usaban como material de construcción. Se veían
cosas verdes en crecimiento por todos partes,
porque el Rey Coyote se sentía fascinado por los
secretos de la naturaleza y había enviado a sus
agentes a las regiones más remotas del mundo
en busca de simientes exóticas. Los amplios
bulevares de la ciudad del Rey Coyote estaban
bordeados de árboles cuyas ramas arqueadas se
unían sobre los sillares y formaban una bóveda
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vegetal. El envés de las hojas era plateado y
parecía emitir una luz suave, y las ramas estaban
repletas de bromelias violetas y rojas del
tamaño de calderos, produciendo un aroma
dulce e intenso, rodeadas de ruiseñores de
buche rojo y llenas de agua en la que vivían
pequeñas ranas y escarabajos fluorescentes.
La Ruta de los Mensajeros estaba marcada con
placas de bronce pulido entre las piedras del
pavimento. La Princesa Nell las siguió por el
gran bulevar, por un porque que rodeaba la
ciudad, y una calle que subía en espiral
alrededor de un promontorio central. Al
llevarlo el caballo hacia las nubes, sus oídos
saltaban una y otra vez, y en cada curva del
camino disfrutaba de una inmensa vista de la
parte baja de la ciudad y de la constelación de
grandes empalizadas sobre las que volaban los
cuervos centinelas, yendo y viniendo en
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escuadrillas y escuadrones, trayendo noticias de
cada rincón del imperio.
Pasó al lado de un solar donde el Rey Coyote
construía; pero en lugar de un ejército de
albañiles y carpinteros, el constructor era un
único hombre, un tipo regordete de barba gris
que fumaba una larga pipa y que llevaba una
bolsa de cuero al cinto. Una vez llegado al
centro del emplazamiento del nuevo edificio,
buscó en la bolsa y sacó una gran semilla del
tamaño de una manzana y la tiró al suelo. Para
cuando el hombre había regresado o la carretera
espiral, un alto tallo de brillante cristal había
brotado de la tierra y había crecido hasta estar
por encima de sus cabezas, y resplandeciendo
bajo la luz del sol, le salieron ramas como a un
árbol. Pora cuando la Princesa Nell lo perdió de
vista al doblar uno esquina, el constructor
fumaba satisfecho y miraba lo bóveda cristalina
que casi cubría el solar.
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Eso y otras maravillas vio la Princesa Nell
durante su larga cabalgado por la carretera
espiral. Las nubes se aclararon, y Nell pudo ver
a mucha distancia en todas direcciones. Los
dominios del Rey Coyote se encontraban en
pleno corazón de Tierra Más Allá, y el castillo
estaba construido sobre una alta meseta en el
centro de sus tierras, de forma que desde todas
las ventanas podía ver el brillante océano en
todas direcciones. Nell vigiló el horizonte
mientras subía hacia la torre interior, con la
esperanza de poder ver la lejana isla en la que
Harv languidecía encerrado en el Castillo
Tenebroso; pero había demasiadas islas en el
lejano mar, y era difícil distinguir las torres del
Castillo Tenebroso de los picos montañosos.
Finalmente la carretera dejó de subir y se
volvió hacia dentro para atravesar otra puerta
sin vigilancia en otro alto muro, y la Princesa
Nell se encontró en un patio verde lleno de
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flores, frente a la Torre del Rey; un palacio alto
que parecía haber sido tallado de un único
trozo de diamante del tamaño de un iceberg.
Para entonces el sol se escondía por el oeste, y
sus rayos de color naranja encendían las paredes
de la torre y proyectaban pequeños arco iris por
todas partes como astillas de un tazón roto. Una
docena más o menos de mensajeros hacían cola
frente a las puertas de la torre. Habían dejado
los caballos en una esquina del patio donde
había agua y forraje. La Princesa Nell hizo lo
mismo y se unió a la cola.
—Nunca he tenido el honor de traer un
mensaje al Rey Coyote —dijo la Princesa Nell al
mensajero que estaba delante de ella en la cola.
—Es una experiencia que nunca olvidarás —
dijo el mensajero, un joven presumido de pelo
negro y perilla.
—¿Por qué tenemos que hacer cola? En los
puestos del Mercado de los Cifradores, dejamos
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los libros sobre las mesas y seguimos nuestro
camino.
Varios mensajeros se dieron la vuelta y
miraron a la Princesa Nell desdeñosos. El
mensajero de la perilla controló visiblemente su
diversión y dijo:
—¡El Rey Coyote no es un tipo de poca
categoría sentado tras un puesto en el Mercado
de los Cifradores! Pronto lo verás por ti misma.
—¿Pero no toma las decisiones como todos los
demás, consultando reglas en un libro?
Ante eso, lo otros mensajeros no realizaron
ningún esfuerzo por controlar su diversión. El
de la perilla adoptó un tono claramente burlón.
—¿Qué sentido tendría tener un Rey en ese
caso? —dijo—. No toma sus decisiones según un
libro. El Rey Coyote ha construido una poderosa
máquina para pensar, Mago 0.2, que contiene
toda la sabiduría del mundo. Cuando traemos
un libro o este lugar, sus acólitos lo descifran y
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