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Published by snullbug20, 2019-05-30 18:10:59

La Era Del Diamante - Neal Stephenson

Hackworth se preguntó si estaba obligado de


alguna forma a recitar la línea. Pero pronto las


linternas se apartaron de él, cuando más miem‐


bros de la audiencia comenzaron a llover del


plano astral de las arañas. Viéndolos caer,


Hackworth comprendió que había visto algo


similar en los parques de atracciones: no era más

que saltar con cuerda. Era simplemente que las


gafas no le habían mostrado a Hackworth su


propia cuerda, simplemente para añadir


unfrisson a toda la experiencia.





Los brazos de la silla de Hackworth incluían


algunos controles que le permitían moverla por


el suelo del teatro, que tenía la forma de un cono,

hundiéndose con rapidez hacia el centro. Un


peatón lo hubiese considerado un terreno difícil,


pero la silla poseía un potente motor


nanotecnológico y compensaba la inclinación.



1201

Era un teatro circular, al estilo del Globe. El


suelo cónico estaba rodeado de una pared


circular, con aberturas aquí y allá de distintos


tamaños. Algunas parecían ser respiraderos,


algunas eran aberturas para cabinas privadas o


habitaciones de control técnico, y la mayor con


diferencia era un proscenio que ocupaba un

cuarto de la circunferencia, y que en ese


momento estaba cerrado por una cortina.





Hackworth vio que la parte más baja e interior


del suelo no estaba ocupada. Se dirigió cuesta


abajo y se sorprendió al comprobar que se


encontraba de pronto inmerso hasta la cintura


en agua fría. Puso la silla en marcha atrás, pero

no respondió a los controles.














1202

—¡Muerto en el agua! —gritó el payaso


triunfalmente; parecía como si estuviese justo a


su lado, aunque Hackworth no podía verle.





Encontró una forma de abrir los seguros de la


silla y luchó en el suelo inclinado, las piernas


rígidas por la fría y apestosa agua de mar.


Evidentemente el tercio central del suelo se

hundía en realidad por debajo de la superficie y


estaba abierto al mar: otro detalle que las gafas


de Hackworth no se habían molestado en


revelar.





De nuevo, una docena de luces caía sobre él.


La audiencia se reía, y hubo incluso algunos


aplausos sarcásticos. ¡VENGA, AMIGOS, EL

AGUA ESTÁ BUENA! le sugirieron las gafas,


pero una vez más Hackworth declinó leer la


línea. Aparentemente aquéllas no eran más que


sugerencias propuestas por los escritores de



1203

Dramatis Personae, que desaparecían en cuanto


perdían el sentido.





Los sucesos de los últimos minutos —el


fenomenoscopio que no se podía quitar, el salto


inesperado, la caída en el agua de mar fría—


habían dejado a Hackworth en estado de shock.


Sentía la necesidad de esconderse en algún sitio

y recuperar la orientación. Se dirigió hacia el


perímetro del teatro, esquivando la ocasional


silla móvil, y seguido por los haces de las


linternas de compañeros de la audiencia que se


habían interesado especialmente por su historia


personal. Sobre él había una abertura, brillando


con luz cálida, y atravesándola, Hackworth se


encontró en un cómodo y pequeño bar con

ventanas curvadas que le permitía una excelente


vista del teatro. De muchas formas era un refu‐


gio; aquí podía ver normalmente a través de las


gafas, que parecían estar dándole una visión no



1204

tergiversada de la realidad. Pidió una pinta de


cerveza al camarero y se sentó en la barra al lado


de la ventana. En algún momento del tercer o


cuarto trago de cerveza, comprendió que ya se


había rendido a la exigencia del payaso. El salto


al agua le había enseñado que no tenía otra


elección sino creer en lo que las gafas decían a sus


ojos y oídos —aunque supiese que era falso— y

aceptar las consecuencias. La pinta de cerveza le


ayudó a calentar las piernas y a relajar la mente.


Había venido allí por el espectáculo, y lo estaba


viendo, y no había razón para luchar; Dramatis


Personae podría tener reputación de marrullera,


pero nadie les había acusado de matar a los


espectadores.




Las arañas se apagaron. Los miembros de la


audiencia con linternas se pusieron en


movimiento como pequeñas chispas movidas


por el viento, algunos dirigiéndose hacia la zona



1205

alta, otros escogiendo el borde del agua. A


medida que las luces del teatro se apagaban, se


divirtieron jugando con las linternas de un lado


a otro de las paredes y la cortina, creando un


cielo apocalíptico roto por cientos de cometas.


Una lengua de luz fría coloreada por las algas


brilló bajo el agua, convirtiéndose en un largo


escenario en columna que se elevó hacia la su‐

perficie, como Atlantis resurgida. Los


espectadores lo vieron y apuntaron las luces


hacia la superficie, atrapando algunas motas


oscuras en el fuego cruzado: las cabezas de una


docena de participantes, elevándose lentamente


del agua. Comenzaron a hablar en algo


armónico, y Hackworth comprendió que era el


coro de lunáticos que había visto antes.




—Sírveme, Nick —dijo una voz de mujer tras


él.






1206

—Los metiste, ¿no? —dijo el camarero.





—Memos.





Hackworth se volvió y vio a la joven con el


traje de diablo que había servido de guía a los


heartlanders. Era muy pequeña, vestía una


larga camisa negra abierta hasta la cadera, y

tenía un cabello bonito, muy abundante negro y


brillante. Llevó un vaso de cerveza hasta la


barra, echó primorosamente a un lado la cola


de diablo en un gesto que Hackworth encontró


devastadoramente atractivo y se sentó. Luego


soltó un suspiro explosivo y metió la cabeza


entre los brazos durante un momento, mientras


sus cuernos rojos parpadeantes se reflejaban en

la ventana curva como las luces de un coche.


Hackworth puso los dedos alrededor de la


cerveza y olió el perfume de la mujer. Abajo, el


coro se había desmadrado e intentaba ejecutar



1207

un número de baile de Busby Berkeley bastante


ambicioso. Mostraban una extraña habilidad


para actuar al unísono —algo relacionado con


los ʹsitos que se les habían metido en el


cerebro— pero sus cuerpos eran rígidos, débiles


y estaban mal coordinados. Lo que hacían, lo


hacían con absoluta convicción, lo que lo


convertía en bueno de todas formas.




—¿Se lo tragaron? —dijo Hackworth.





—¿Cómo dice? —dijo la mujer, levantando la


vista alerta como un pájaro, como si no hubiese


sabido que Hackworth estaba allí.





—¿Los heartlanders se creyeron realmente

esa historia sobre el piloto borracho?





—Oh, ¿a quién le importa? —dijo la mujer.






1208

Hackworth rió, satisfecho de que un


miembro de Dramatis Per‐sonae le hiciese esa


confidencia.





—No es lo importante —dijo la mujer en voz


más baja, poniéndose ahora un poco filosófica.


Exprimió una rodaja de limón sobre la cerveza


de trigo y bebió un sorbo—. Las creencias no

son estados binarios, no aquí al menos.


¿Alguien cree algo al cien por cien? ¿Cree todo


lo que ve por esas gafas?





—No —dijo Hackworth—, lo único que creo


en este momento es que mis pies están


húmedos, esta cerveza negra está buena y que


me gusta su perfume.




Ella pareció un poco sorprendida, aunque no


le desagradaba, pero ella ni de lejos era tan fácil.






1209

—Vaya, ¿por qué está aquí? ¿Qué espectáculo


ha venido a ver?





—¿Qué quiere decir? Supongo que vine a ver


éste.





—Pero no es éste. Es toda una familia de


espectáculos. Entremezclados. —Aparcó la

cerveza y ejecutó Fase 1 del movimiento aquí‐


está‐la‐iglesia—. El espectáculo que ve depende


de la emisión que esté viendo.





—Parece que no tengo ningún control sobre


eso.





—Ah, entonces es un participante.




—Hasta ahora me he sentido como un muy


inepto bufón.






1210

—¿Bufón inepto? ¿No es un poco


redundante?





No era tan gracioso, pero lo dijo con gracia y


Hackworth rió amablemente.





—Parece que ha sido elegido para ser un


participante.




—No me diga.





—Ahora bien, no suelo revelar secretos del


negocio —la mujer siguió hablando en voz más


baja—, pero normalmente cuando alguien es


elegido como participante, se debe a que ha


venido aquí con un propósito distinto al del

entretenimiento puro y pasivo.





Hackworth tartamudeó y luchó un poco con


las palabras.



1211

—¿Eso... eso se hace?





—Oh, ¡sí! —dijo la mujer. Se levantó del


taburete y se cambió a uno justo al lado de


Hackworth—. El teatro no es sólo unas personas


haciendo el tonto en un escenario, siendo


observadas por una manada de bueyes. Es decir,

a veces es sólo eso. Pero puede ser mucho más...


realmente puede ser cualquier tipo de


interacción entre persona y persona, o persona e


información. —La mujer se había apasionado,


olvidándose por completo de sí misma.


Hackworth obtuvo un placer infinito sólo con


mirarla. Cuando ella había entrado en el bar por


primera vez, Hackworth pensó que tenía una

cara normal, pero cuando bajaba la guardia y


hablaba sin ser consciente de sí misma, parecía


hacerse más y más bonita—. Aquí estamos


unidos a todo: conectados a todo un universo de



1212

información. Realmente, es teatro virtual. En


lugar de ser fijos, el escenario, los decorados, los


ractores son todos fluidos: pueden


reconfigurarse cambiando unos bits.





—Oh, ¿así que el espectáculo, el conjunto de


espectáculos entrelazados, puede ser diferente


cada noche?




—No, todavía no lo entiende —dijo,


emocionándose. Lanzó una mano y le agarró el


brazo justo por debajo del hombro y se inclinó


hacia él, intentando desesperadamente que lo


entendiese—. No es que hagamos un


espectáculo, lo cambiemos, y tengamos uno


diferente la noche siguiente. Los cambios son

dinámicos y se producen en tiempo real. El


espectáculo se reconfigura a sí mismo


dinámicamente dependiendo de lo que sucede


momento a momento... y oiga, no es sólo lo que



1213

sucede aquí, sino lo que sucede en todo el


mundo. Es una obra inteligente: un organismo


inteligente.








—Así que si, por ejemplo, una batalla entre los


Puños de la Recta Armonía y la República


Costera tuviese lugar en el interior de China en

este momento, los cambios en la batalla


podrían...





—Podrían cambiar el color de una luz o una


línea de diálogo... no necesariamente de forma


simple o determinista.





—Creo que entiendo —dijo Hackworth—. Las

variables internas de la obra dependen del


universo total de información que hay fuera...










1214

La mujer asintió con fuerza, satisfecha con él,


bailándole los enormes ojos negros.





Hackworth siguió hablando.





—Al igual, por ejemplo, que el estado mental


determinado de una persona en un momento


dado puede depender de las concentraciones

relativas de innumerables compuestos químicos


que circulan por su sangre.





—Sí —dijo la mujer—, como si estás en un pub


entretenida por un caballero joven, las palabras


que salen de tu boca se ven afectadas por la


cantidad de alcohol que hayas metido en el


sistema, y, por supuesto, por la concentración de

hormonas naturales, una vez más, no de una


forma determinista; esas cosas son todas


entradas en el sistema.






1215

—Creo que empiezo a entenderlo —dijo


Hackworth.





—Sustituya el espectáculo de esta noche por el


cerebro y la información corriendo por una red,


por moléculas corriendo por la sangre, y lo


tendrá —dijo la mujer.




Hackworth se sintió un poco decepcionado de


que hubiese decidido retirar la metáfora del pub


que él había encontrado de mayor interés


inmediato.





La mujer siguió hablando.





—Esa falta de determinismo hace que algunos

rechacen el proceso como masturbación. Pero en


realidad es una herramienta muy poderosa.


Algunas personas lo entienden así.






1216

—Creo que yo también —dijo Hackworth,


queriendo desesperadamente que ella creyese


que así era.





—Y algunas personas vienen aquí porque


están buscando algo: intentando encontrar un


amor perdido, digamos, o para entender por


qué algo terrible sucedió en su vida, o por qué

hay crueldad en el mundo, o por qué no se


sienten satisfechos con su carrera. La sociedad


nunca ha sido buena contestando a esas


preguntas, el tipo de preguntas que no puedes


responder con un libro de referencia.





—Pero el teatro dinámico le permite a uno


relacionarse con el universo de datos de forma

más intuitiva —dijo Hackworth.





—Eso es exactamente —dijo la mujer—. Me


agrada que lo entienda.



1217

—Cuando trabajaba con información,


recurrentemente se me ocurría, de forma vaga y


general, que algo así podría ser deseable —dijo


Hackworth—. Pero esto va más allá de lo que


había imaginado.





—¿Dónde supo de nosotros?




—Me envió aquí una amiga que se ha visto


asociada con ustedes en el pasado, de forma algo


vaga.


—¿Oh? ¿Puedo preguntar quién? Quizá


tengamos una amiga en común —dijo la mujer,


como si eso estuviese bien.




Hackworth se sintió enrojecer y dejó escapar


el aliento.










1218

—Vale —dijo—, mentí. No era realmente una


amiga mía. Era alguien a quien me guiaron.





—Ah, ahora nos acercamos —dijo la mujer—.


Sabía que había algo misterioso sobre usted.





Hackworth estaba avergonzado y no sabía


qué decir. Miró a su cerveza. La mujer lo miraba

fijamente, y podía sentir sus ojos en la cara como


el calor de una luz de seguimiento.





—Así que vino aquí buscando algo, ¿no? Algo


que no podía encontrar buscando en una base


de datos.





—Busco a alguien llamado el Alquimista—

dijo Hackworth.





De pronto todo se iluminó. El lado de la cara


de la mujer que daba hacia la ventana estaba



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brillantemente iluminada, como una sonda


espacial iluminada por un lado por la luz


direccional del sol. Hackworth sintió, de alguna


forma, que aquello no era algo nuevo. Mirando


a la audiencia, vio que casi todos allí dirigían las


linternas hacia el bar, y que todos habían estado


escuchado y observando toda la conversación


con la mujer. Las gafas le habían engañado

ajustando el nivel de luz aparente. La mujer


también parecía diferente; su rostro había vuelto


a ser el que tenía cuando entró, y Hackworth


entendió ahora que la imagen en sus gafas había


evolucionado gradualmente durante la


conversación, recibiendo información de la


parte de su cerebro que se activaba cuando veía


una mujer bonita.




La cortina se abrió para revelar un cartel


luminoso que venía desde arriba:






1220

JOHN HACKWORTH en EN BUSCA DEL


ALQUIMISTA protagonizada por JOHN


HACKWORTH como ÉL MISMO.





El Coro cantó:



Es un tipo tan estirado, John Hackworth


que no mostraría una emoción ñipara


salvar su vida


con desagradables repercusiones, a saber,


perdió su trabajo y perdió a su mujer.


Ahora está en la maldita Búsqueda

vagando por el ancho mundo


persiguiendo al Alquimista


menos cuando se para a ligar.








Quizá se ponga serio y acabe el trabajo esta


noche. Una fabulosa aventura con maravillosos









1221

sonidos y vistas. Vamos, oh Hackerjohn, vamos,


vamos, vamos.




Algo tiró violentamente del cuello de

Hackworth. La mujer había puesto un lazo a su


alrededor mientras miraba por la ventana, y


ahora lo sacaba por la puerta del bar como a un


perro recalcitrante. Tan pronto como cruzó la


puerta, la capa se infló como en una explosión


acelerada, y salió disparada tres metros en el


aire, propulsada por chorros de aire instalados


de alguna forma en la ropa; soltó correa para no

ahorcar a Hackworth en el proceso. Volando


sobre la audiencia como la llama de fuego del


motor de un cohete, guió al desequilibrado


Hackworth por el suelo inclinado hacia el


borde del agua. El escenario columnado estaba


unido al borde del agua por un par de puentes


estrechos, y Hackworth pasó por uno de ellos


sintiendo cientos de luces sobre los hombros,





1222

que parecían lo suficientemente calientes para


hacer arder la ropa. Ella lo llevó directamente


por el centro del coro, bajo el cartel eléctrico, a


través del área de bastidores y una puerta, que


se cerró tras ellos. Luego la chica desapareció.






Hackworth estaba rodeado por tres lados por


paredes azules ligeramente resplandecientes.


Tocó una y recibió una pequeña conmoción por


su acto. Caminando hacia delante, tropezó con


algo tirado en el suelo: un hueso seco, grande y

pesado, más largo que un fémur humano.





Pasó por el único hueco disponible y


encontró más paredes. Le habían colocado en


el centro de un laberinto.





Le llevó más o menos una hora comprender


que la huida por medios normales no tenía





1223

sentido. Ni siquiera intentó descubrir la es‐


tructura del laberinto; en su lugar, sabiendo


que no podía ser mayor que la nave, siguió el


método seguro de girar a la derecha en todas las


esquinas, que los chicos inteligentes sabían que


siempre lleva a la salida. Pero no fue así, y no


entendió la razón hasta que una vez, por el


rabillo del ojo, vio una pared que se movía,

cerrando un camino y abriendo uno nuevo. Era


un laberinto dinámico.





Encontró un pestillo oxidado en el suelo, lo


recogió y lo arrojó contra la pared. No rebotó


sino que la atravesó y sonó en el suelo que


estaba más allá. Así que las paredes no existían


sino como ficciones de las gafas. El laberinto

estaba construido de información. Para escapar,


tendría que descubrir cómo funcionaba.










1224

Se sentó en el suelo. Nick el camarero


apareció, atravesando sin problemas las


paredes, llevando una bandeja con otra cerveza


negra, v se la dio junto con un bol de cacahuetes


salados. A lo largo de la tarde, otras personas


pasaron por la zona, bailando, cantando,


enfrentándose, discutiendo o haciendo el amor.


Ninguna de ellas tenía relación, en particular,

con la Búsqueda de Hackworth, y parecía que


tenían poca relación unos con otros.


Aparentemente la Búsqueda de Hackworth era


(como le había dicho la mujer demonio) sólo una


de las historias concurrentes que se


representaban esa noche, coexistiendo en el mis‐


mo espacio.




¿Pero qué tenía que ver todo aquello con la


vida de John Hackworth? ¿Y cómo entraba


Piona en todo aquello?






1225

Al pensar Hackworth en Piona, un panel


frente a él se hizo a un lado, dejando libre varios


metros de corredor. Durante las siguientes dos


horas vio lo mismo varias veces: se le ocurría una


idea y una pared se movía.





Así se movió de forma irregular a través del


laberinto, al pasar su mente de una idea a la

siguiente. Definitivamente el suelo se inclinaba


hacia abajo, lo que evidentemente acabaría


llevándole por debajo del agua en algún


momento; y realmente había comenzado a sentir


un pesado tamborileo que venía de las cubiertas


inferiores, lo que podría haber sido el latido de


un poderoso motor excepto que aquella nave,


por lo que sabía, no iba a ningún sitio. Olió a

agua de mar frente a él y vio débiles luces que


brillaban a través de su superficie, rota por las


olas, y supo que en los depósitos de lastre llenos


de la nave había una red de túneles submarinos,



1226

y que en esos túneles había Tamborileros. Por lo


que sabía, todo el espectáculo podría ser una


ficción en la mente de los Tamborileros. Ni


siquiera lo principal; era probablemente un


epifenómeno de cualquier proceso profundo


que los Tamborileros estuviesen ejecutando ahí


abajo en su mente colectiva.




Una pared se hizo a un lado y le dejó camino


libre al agua. Hackworth se puso en cuclillas al


borde del agua durante unos minutos, oyendo


los tamborilees, luego se puso en pie y comenzó


a quitarse la corbata.





Sentía mucho calor y estaba sudando, había


una luz brillante en sus ojos, y ninguna de esas


cosas tenía algo que ver con estar bajo el agua.

Se despertó para ver un brillante cielo azul sobre


él, se pasó la mano por la cara y vio que las gafas


habían desaparecido. Piona estaba allí con su




1227

vestido blanco, mirándolo con una sonrisa


pesarosa. El suelo golpeaba a Hackworth en el


trasero y evidentemente lo había hecho durante


un tiempo, porque las partes huesudas de su


espalda estaban doloridas y magulladas.


Comprendió que estaban en la balsa, volviendo


a los muelles de Londres; que él estaba desnudo


y que Piona le había cubierto con una lámina de

plástico para protegerle la piel del sol. Había


algunos otros espectadores, tirados unos encima


de los otros, completamente pasivos, como


refugiados, o gente que ha tenido la experiencia


sexual más maravillosa de su vida, o gente que


tiene una tremenda resaca.








—Fuiste todo un éxito —dijo Piona. Y de

pronto Hackworth se recordó a sí mismo sobre


el escenario en columna desnudo y chorreando,








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y la ola de aplausos que le llegó de todo el


auditorio en pie.





—La Búsqueda ha terminado —soltó—.


Vamos a Shanghai.





—Tú vas a Shanghai —dijo Piona—. Te dejaré


en el muelle. Luego voy a volver —pasó la

cabeza por la borda.





—¿De vuelta a la nave?





—Yo fui un éxito mayor que tú —dijo—. He


encontrado mi vocación en la vida, padre. He


aceptado una invitación para unirme a


Dramatis Personae.







El truco de Cari Hollywood









1229

Cari Hollywood se echó hacia atrás sobre el


duro asiento lacado de la esquina por primera


vez en muchas horas, y se frotó la cara con


ambas manos, raspándose con su propio bigote.


Había estado sentado en el salón de té durante


más de veinticuatro horas, había bebido doce


teteras y en dos ocasiones había llamado a un


masajista para que le relajase la espalda. Tras él

la luz de la tarde que entraba por la ventana


parpadeó al empezar a dispersarse la multitud.


Habían asistido a un sorprendente espectáculo


mediático gratuito, mirando sobre su hombro


cómo se habían desarrollado las aventuras


teatrales de John Percival Hackworth durante


horas, desde varios ángulos de cámara dife‐


rentes, en ventanas‐cine flotantes en las páginas

de Cari Hollywood. Ninguno de ellos podía leer


inglés, así que no habían podido seguir la


historia de las aventuras de la Princesa Nell en


la tierra del Rey Coyote, que había fluido por las



1230

páginas al mismo tiempo, con la línea


argumental fluctuando y volviendo sobre sí


misma como una nube de humo movida y


arrastrada por corrientes invisibles.








Ahora las páginas estaban en blanco y vacías.


Cari comenzó vagamente a recogerlas, algo en

que ocupar las manos mientras su mente


trabajaba: aunque realmente no estaba


trabajando, sino más bien atravesando a ciegas


un oscuro laberinto a la John Percival


Hackworth.





Cari Hollywood hacía tiempo que sospechaba


que, entre otras cosas, la red de los Tamborileros


era un gigantesco sistema para romper códigos.


Los sistemas criptográficos que permitían el

funcionamiento seguro de la red mediatrónica,


y que le permitían poder transferir dinero con




1231

seguridad, se basaban en el uso de inmensos


números primos como claves. Teóricamente las


claves podían romperse usando suficiente


potencia computacional en el problema. Pero


dada cierta potencia computacional, hacer un


código era siempre mucho más fácil que


romperlo, por lo que mientras el sistema iba


funcionando con números primos cada vez más

grandes, los ordenadores se hacían cada vez


más rápidos, y los fabricantes de códigos podían


permanecer por delante de los rompedores de


códigos.





Pero la mente humana no funcionaba como


un ordenador digital y era capaz de hacer cosas


muy extrañas. Cari Hollywood recordaba a una

de las Águilas Solitarias, un hombre viejo que


podía sumar grandes columnas de números en


la cabeza tan rápido como se las decían. Eso, por


sí mismo, era simplemente una duplicación de



1232

lo que podía hacer un ordenador digital. Pero


aquel hombre también podía realizar algunos


trucos numéricos que no podían programarse


con facilidad en un ordenador.





Si muchas mentes pudiesen combinarse en la


red de los Tamborileros, quizá de alguna forma


podrían ver a través de la tormenta de datos

encriptados que recorrían continuamente el


espacio mediatrónico, haciendo que bits


aparentemente caóticos adquiriesen sentido. El


hombre que había hablado con Miranda, el que


la había convencido para entrar en el mundo de


los Tamborileros, había dado a entender que eso


era posible; que a través de ellos, Miranda podría


encontrar a Nell.




Superficialmente, eso sería desastroso, porque


destruiría el sistema usado para las


transacciones financieras. Sería como si, en un



1233

mundo en el que el comercio se basase en el


intercambio de oro, una persona descubriera


cómo convertir el plomo en oro. Un alquimista.





Pero Cari Hollywood se preguntó si


realmente planteaba una diferencia. Los


Tamborileros sólo podían hacer algo así


entregándose a una sociedad gestalt. Como

demostraba el caso de Hackworth, tan pronto


como un Tamborilero se apartaba de ese gestalt,


perdía el contacto por completo. Toda


comunicación entre los Tamborileros y 1 a


sociedad humana normal tenía lugar


inconscientemente, a través de su influencia en


la red, por medio de estructuras que aparecían


subliminalmente en los ractivos que todos

usaban en sus hogares y veían ejecutándose en


las paredes de los edificios. Los Tamborileros


podían romper el código, pero no podían


aprovecharse de ello de forma obvia, o quizá



1234

simplemente no querían. Podían fabricar oro,


pero ya no estaban interesados en tenerlo.








John Hackworth, de alguna forma, era mejor


que cualquier otro en realizar la transición entre


la sociedad de los Tamborileros y la tribu


victoriana, y cada vez que atravesaba el límite,

parecía llevar algo con él, algo que se colgaba de


sus ropas como un olor. Esos débiles ecos de


datos prohibidos dejados a su paso provocaban


deformaciones y repercusiones impredecibles,


en ambos lados de la frontera, de las que el


propio Hackworth podía no ser consciente. Cari


Hollywood había sabido poco de Hackworth


hasta hacía unas horas, cuando, por el aviso de

un amigo en Dramatis Personae, se había unido


a su historia en ejecución en la cubierta negra del


barco de espectáculos. Ahora parecía saber


mucho: que Hackworth era el progenitor del



1235

Manual ilustrado para jovencias, y que tenía


profundas relaciones con los Tamborileros que


iban mucho más allá de algo tan simple como la


cautividad. No se había limitado a comer lotos y


a vaciar los testículos durante todos aquellos


años bajo las olas.





Esta vez Hackworth se había traído algo con

él, cuando había salido desnudo y chorreando


agua fría de la conejera de los Tamborileros en


los depósitos de lastre de la nave. Había salido


con un conjunto de claves numéricas que se


usaban para identificar a ciertas entidades: el


Manual, Nell, Miranda, y alguien que recibía el


nombre de Doctor X. Antes de haber recuperado


por completo su estado consciente, le había

dado las claves al payaso, que había estado allí


para sacar su cuerpo sin aire y tembloroso del


agua. El payaso era un dispositivo mecánico,


pero Dramatis Personae había permitido



1236

amablemente que Cari Hollywood lo controlase


—y que improvisase gran parte del guión


personal de Hackworth y de la historia—


durante el espectáculo.





Ahora Cari tenía las claves, y en lo que


concernía a la red, era indistinguible de


Miranda o Nell o el Doctor X o del propio Hack‐

worth. Estaban escritas en la superficie de una


página, como largas columnas de dígitos


agrupados en cuatro montones. Cari


Hollywood le dijo a la hoja que se doblase y


luego se la guardó en el bolsillo. Podía usarla


para desenredar todo aquel asunto, pero ése


sería el truco de otra no‐che. El rapé y la cafeína


habían hecho todo lo posible. Era hora de volver

al hotel, meterse en la bañera, dormir algo y


prepararse para el acto final.










1237

Del Manual, el viaje de la Princesa Nettal


Castillo del Rey Coyote;


descripción del castillo; una audiencia con el


Mago; su triunfo


final sobre el Rey Coyote; un ejército encantado





La Princesa Nell cabalgó hacia el norte hasta


entrar en una tormenta. Los caballos casi se

volvieron locos de terror por las explosiones


como cañonazos de los truenos y los


ultraterrenos resplandores de luz, pero con


mano firme y voz suave en los oídos, Nell los


llevó adelante. Los montones de huesos a lo


largo del camino probaban que aquel paso


montañoso no era lugar paro perder tiempo, y


los pobres animales no estarían menos aterrori‐


zados amontonados bajo una piedra. Por lo que


ella sabía, el gran Rey Coyote podría ser capaz

de controlar incluso el tiempo y había








1238

preparado aquella recepción para probar la


voluntad de la Princesa Nell.


Finalmente atravesó el paso, y justo a tiempo,


porque los cascos de los caballos habían


comenzado a resbalar sobre una gruesa capa de


hielo, y el hielo había comenzado a cubrir las


riendas, crines y colas de los caballos.


Abriéndose paso hacia el camino ondulado,

dejó la furia de la tormenta atrás y se metió en


una masa de lluvia tan densa como una selva.


Estaba bien que se hubiese detenido durante


unos días al pie de las montañas para repasar los


libros mágicos de Púrpura, porque en su paso


nocturno por entre las montañas había usado


todos los hechizos que Púrpura le había ense‐


ñado: hechizos para producir luz, para elegir el

camino correcto, para calmar a los animales y


calentar cuerpos congelados, para elevar su


coraje, para sentir la aproximación de cualquier


monstruo lo bastante estúpido para salir con



1239

aquel tiempo, y para derrotar a aquellos lo


bastante desesperados para atacar. El camino


nocturno era, quizás, un acto impetuoso, pero la


Princesa Nell demostró ser capaz de superarlo.


El Rey Coyote no podía esperar que ella hiciese


algo así. Al día siguiente, cuando la tormenta se


despejase, él enviaría los cuervos centinelas al


paso y al valle para espiarla, como había hecho

durante los últimos días, y regresarían con malas


noticias: ¡la Princesa Nell se había desvanecido!


Incluso los mejores rastreadores del Rey Coyote


no podrían seguir su rastro desde el


campamento del día anterior, habiendo cubierto


con tanta habilidad sus huellas y habiendo


colocado otras falsas.


La aurora la encontró en el corazón del gran

bosque. El Castillo del Rey Coyote estaba


construido sobre una alta meseta boscosa


rodeado de montanos: Nell estaba a varias


horas de camino. Bien alejada de la carretera



1240

empleada por los mensajes del Mercado de los


Cifradores, estableció su campamento bajo un


saliente rocoso al lado del río, protegida del frío


viento húmedo y a salvo de los ojos de los


centinelas cuervos, y encendió un pequeño


fuego para preparar algo de té y gachas.


Durmió hasta la mitad de la tarde, luego se


levantó, se bañó en las frías aguas de la

corriente, y desató el paquete de hule que


había traído con ello. Éste contenía uno de los


trajes que vestían los mensajeros que galopaban


hacia y desde el Mercado de los Cifradores.


También contenía algunos libros con mensajes


cifrados: mensajes auténticos enviados desde


varios puestos del mercado y dirigidos al


Castillo del Rey Coyote.

Al abrirse camino por entre el bosque hacia el


camino, oyó un masivo ruido de cascos y supo


que el primer contingente de mensajeros había


atravesado el paso después de esperar a que



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posase la tormenta. Nell esperó unos minutos y


luego los siguió. Saliendo al gran camino


después del bosque, detuvo el caballo y miró


durante un momento, asombrada ante su pri‐


mera visión del Castillo del Rey Coyote.


Nunca había visto uno igual en rodos sus


viajes por Tierra Más Allá. Su base era tan


grande como una montaña, y sus paredes se

elevaban rectas y puras hacia las nubes. Nubes


galácticas de luz brillaban en la miríada de


ventanas. Estaba guardado por poderosos


empalizadas, cada una constituía un castillo por


derecho propio, pero edificado no sobre


cimientos de piedras, sino sobre las mismas


nubes; porque el Rey Coyote, en su inteligencia,


había inventado una formo de hacer que los

edificios florasen en el aire.


La Princesa Nell hizo moverse oí caballo,


porque incluso en su distracción sentía que


alguien podría estar vigilando el gran camino



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desde uno de los brillantes miradores del


castillo. Galopando hacía el castillo, se


encontraba dividida entre la sensación de su


propio estupidez ante asaltar una fortaleza tan


poderosa y la admiración ante la obra del Rey


Coyote. Ligeras nubes de diáfana oscuridad


corrían entre las torres y las empalizadas y, al


acercarse, lo Princesa Nell vio que eran

regimientos de cuervos que realizaban sus


ejercicios militares. Era lo más cercano a un


ejército que tenía el Rey Coyote; porque como le


había dicho uno de los cuervos cuando le había


robado las once llaves de su cuello:



Castillos, jardines, oro y joyas


contentan a los tontos


como la Princesa Nell; pero aquellos


que cultivan sus mentes


como el Rey Coyote y sus cuervos


reúnen su poder trozo a trozo





1243

y lo esconden en lugares que nadie


conoce.




El Rey Coyote no conservaba su poder por la

fuerza armada sino por la inteligencia, y los


centinelas eran el único ejército que necesitaba,


la información su única arma.


Al recorrer al galope los últimos kilómetros


hasta la puerta del castillo, preguntándose si


sus piernas y espalda aguantarían, una nube


negra salió de uno de los estrechos porrales en


las empalizados florantes, convirtiéndose en


una esfera transparente que se dirigió hacia ella

como un cometa que caía. No pudo evitar


echarse atrás ante la sensación de masa e


impulso, pero a un tiro de piedra por encima de


su cabeza la nube de cuervos se dividió en


varios contingentes que giraron en el airé y


atacaron desde varias direcciones,


convergiendo sobre ella, pasando tan cerco que





1244

el viento de sus alas le movió el pelo, y


finalmente volviendo a formar un grupo


disciplinado y regresando a la empalizada sin


mirar atrás. Aparentemente había pasado la


inspección. Cuando llegó a la inmensa puerta,


estaba abierta para ella y nadie la defendía. La


Princesa Nell entró en las grandes calles del


Castillo del Rey Coyote.

Era el lugar más elegante que había visto


nunca. Allí el oro y el cristal no estaban


escondidos en el tesoro del Rey sino que se


usaban como material de construcción. Se veían


cosas verdes en crecimiento por todos partes,


porque el Rey Coyote se sentía fascinado por los


secretos de la naturaleza y había enviado a sus


agentes a las regiones más remotas del mundo

en busca de simientes exóticas. Los amplios


bulevares de la ciudad del Rey Coyote estaban


bordeados de árboles cuyas ramas arqueadas se


unían sobre los sillares y formaban una bóveda



1245

vegetal. El envés de las hojas era plateado y


parecía emitir una luz suave, y las ramas estaban


repletas de bromelias violetas y rojas del


tamaño de calderos, produciendo un aroma


dulce e intenso, rodeadas de ruiseñores de


buche rojo y llenas de agua en la que vivían


pequeñas ranas y escarabajos fluorescentes.


La Ruta de los Mensajeros estaba marcada con

placas de bronce pulido entre las piedras del


pavimento. La Princesa Nell las siguió por el


gran bulevar, por un porque que rodeaba la


ciudad, y una calle que subía en espiral


alrededor de un promontorio central. Al


llevarlo el caballo hacia las nubes, sus oídos


saltaban una y otra vez, y en cada curva del


camino disfrutaba de una inmensa vista de la

parte baja de la ciudad y de la constelación de


grandes empalizadas sobre las que volaban los


cuervos centinelas, yendo y viniendo en







1246

escuadrillas y escuadrones, trayendo noticias de


cada rincón del imperio.


Pasó al lado de un solar donde el Rey Coyote


construía; pero en lugar de un ejército de


albañiles y carpinteros, el constructor era un


único hombre, un tipo regordete de barba gris


que fumaba una larga pipa y que llevaba una


bolsa de cuero al cinto. Una vez llegado al

centro del emplazamiento del nuevo edificio,


buscó en la bolsa y sacó una gran semilla del


tamaño de una manzana y la tiró al suelo. Para


cuando el hombre había regresado o la carretera


espiral, un alto tallo de brillante cristal había


brotado de la tierra y había crecido hasta estar


por encima de sus cabezas, y resplandeciendo


bajo la luz del sol, le salieron ramas como a un

árbol. Pora cuando la Princesa Nell lo perdió de


vista al doblar uno esquina, el constructor


fumaba satisfecho y miraba lo bóveda cristalina


que casi cubría el solar.



1247

Eso y otras maravillas vio la Princesa Nell


durante su larga cabalgado por la carretera


espiral. Las nubes se aclararon, y Nell pudo ver


a mucha distancia en todas direcciones. Los


dominios del Rey Coyote se encontraban en


pleno corazón de Tierra Más Allá, y el castillo


estaba construido sobre una alta meseta en el


centro de sus tierras, de forma que desde todas

las ventanas podía ver el brillante océano en


todas direcciones. Nell vigiló el horizonte


mientras subía hacia la torre interior, con la


esperanza de poder ver la lejana isla en la que


Harv languidecía encerrado en el Castillo


Tenebroso; pero había demasiadas islas en el


lejano mar, y era difícil distinguir las torres del


Castillo Tenebroso de los picos montañosos.

Finalmente la carretera dejó de subir y se


volvió hacia dentro para atravesar otra puerta


sin vigilancia en otro alto muro, y la Princesa


Nell se encontró en un patio verde lleno de



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flores, frente a la Torre del Rey; un palacio alto


que parecía haber sido tallado de un único


trozo de diamante del tamaño de un iceberg.


Para entonces el sol se escondía por el oeste, y


sus rayos de color naranja encendían las paredes


de la torre y proyectaban pequeños arco iris por


todas partes como astillas de un tazón roto. Una


docena más o menos de mensajeros hacían cola

frente a las puertas de la torre. Habían dejado


los caballos en una esquina del patio donde


había agua y forraje. La Princesa Nell hizo lo


mismo y se unió a la cola.


—Nunca he tenido el honor de traer un


mensaje al Rey Coyote —dijo la Princesa Nell al


mensajero que estaba delante de ella en la cola.


—Es una experiencia que nunca olvidarás —

dijo el mensajero, un joven presumido de pelo


negro y perilla.


—¿Por qué tenemos que hacer cola? En los


puestos del Mercado de los Cifradores, dejamos



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los libros sobre las mesas y seguimos nuestro


camino.


Varios mensajeros se dieron la vuelta y


miraron a la Princesa Nell desdeñosos. El


mensajero de la perilla controló visiblemente su


diversión y dijo:


—¡El Rey Coyote no es un tipo de poca


categoría sentado tras un puesto en el Mercado

de los Cifradores! Pronto lo verás por ti misma.


—¿Pero no toma las decisiones como todos los


demás, consultando reglas en un libro?


Ante eso, lo otros mensajeros no realizaron


ningún esfuerzo por controlar su diversión. El


de la perilla adoptó un tono claramente burlón.


—¿Qué sentido tendría tener un Rey en ese


caso? —dijo—. No toma sus decisiones según un

libro. El Rey Coyote ha construido una poderosa


máquina para pensar, Mago 0.2, que contiene


toda la sabiduría del mundo. Cuando traemos


un libro o este lugar, sus acólitos lo descifran y



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