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Published by aspinwall38, 2017-06-17 14:33:28

los_misterios_de_udolfo_radcliffe_ann

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Al observar su silencio y la profunda preocupación de su rostro, concluyó diciendo:
—No diré más ahora, pero seguiré creyendo, mi querida mademoiselle St. Aubert, que no rechazaréis
siempre a una persona tan profundamente estimable como mi amigo Du Pont.
Le ahorró el dolor de contestar, apartándose de él, y se alejó algo contrariada con el conde por haber
perseverado en apoyar una solicitud que había rechazado repetidamente, y se perdió en los recuerdos
melancólicos que había revivido el tema, hasta que alcanzó sin darse cuenta los límites de los bosques
que rodeaban el monasterio de Santa Clara. Al percibir lo lejos que había llegado, decidió extender su
paseo un poco más y preguntar por la abadesa y por alguna de sus amigas entre las monjas.
Aunque la tarde era ya algo avanzada, aceptó la invitación del fraile, que abrió la puerta, y, deseosa
de encontrarse con algunas de sus antiguas amistades, procedió hacia el salón del comedor. Al cruzar el
césped que desde el monasterio se extendía hasta el mar, se conmovió con el cuadro de reposo que
mostraban algunos monjes, sentados en los claustros, que se extendía bajo las ramas de los árboles que
coronaban el promontorio, donde, según meditaban sobre temas sagrados en la hora del crepúsculo, no
podían apartar en ocasiones su atención de la escena que les rodeaba, porque no era profano el mirar a la
naturaleza ahora que se habían cambiado los brillantes colores del día por los tintes sobrios de la tarde.
Frente a los claustros había un viejo castaño, cuyas anchas ramas parecían enmarcar la completa
magnificencia de la escena, que podía tentar el deseo a los placeres más mundanos; pero quieto, tras las
hojas oscuras y extendidas, brillaba una amplia extensión del océano y muchos barcos navegando,
mientras a la derecha y a la izquierda los espesos bosques se extendían por las costas irregulares. En
gran medida aquello había sido aceptado, tal vez para dar al recluido voluntario una imagen de los
peligros y vicisitudes de la vida y para consolarle, ahora que había renunciado a sus placeres. Según
Emily caminaba pensativa, considerando de cuántos sufrimientos se habría escapado si se hubiera
quedado en la orden y en aquel retiro desde la muerte de su padre, la campana de vísperas la hizo
reaccionar, y los monjes se retiraron lentamente hacia la capilla, mientras ella, manteniéndose en su
camino, entró en el vestíbulo, en el que reinaba un silencio inusual. También el salón contiguo estaba
vacío y, puesto que sonaba la campana de la tarde, creyó que las monjas se habían retirado a la capilla y
se sentó para descansar un momento antes de volver al castillo, donde el aumento de la oscuridad le
hacía estar ansiosa por regresar.
No habían pasado muchos minutos cuando una monja, entrando deprisa, preguntó por la abadesa, y se
retiraba sin reparar en Emily cuando ella se dio a conocer y supo que se iba a celebrar una misa por el
alma de la hermana Agnes, que había empeorado desde hacía algún tiempo y pensaban que moriría.
La hermana le dio algunos informes de su sufrimiento y de los horrores en los que se veía envuelta a
veces, que había cedido a un hundimiento tan sombrío que ni las oraciones, en la que era acompañada por
la hermandad, ni las afirmaciones de su confesor, habían tenido poder para que reaccionara o para animar
su mente con algún rayo momentáneo de consuelo.
Emily escuchó los detalles con extrema preocupación, y, recordando los gestos y las expresiones de
horror de las que había sido testigo, junto con la historia de Agnes que le había comunicado la hermana
Frances, su compasión se elevó a un grado muy doloroso. Como la tarde estaba muy avanzada, Emily no
deseó verla o asistir a la misa, y después de dejar muchos recuerdos con la monja para sus viejas amigas,
salió del monasterio y regresó por los acantilados hacia el castillo, meditando sobre lo que acababa de
oír hasta que al fin forzó a su mente a temas menos interesantes.
El viento era fuerte cuando se acercaba al castillo y varias veces se detuvo para escuchar su sonido
sombrío, según barría el oleaje al fondo o gemía entre los árboles que la rodeaban, y, mientras

descansaba en una roca a poca distancia del castillo y miraba las extensas aguas, contempló la suave
sombra del crepúsculo y pensó la siguiente dedicatoria:

A LOS VIENTOS

¡Invisibles, a través de la vasta bóveda del cielo conducís vuestra ruta,
sin que se sepa de dónde venís o adónde vais!
¡Poderes misteriosos! Oigo vuestro murmullo grave,
hasta que sopla vuestro recio arrebato en mi asustado oído,
y, ¡terrible!, parece decir —¡Un Dios está cerca!
Me gusta escuchar vuestras voces de medianoche flotando
en la tremenda tormenta, que rueda por el océano,
y, mientras su encantamiento controla a la airada ola,
mezclarme con su tétrico rugir, y hundirme a lo lejos.
Entonces, elevándose en el silencio, una nota más dulce,
el canto fúnebre de los espíritus, que lamentan vuestras acciones.
¡Una nota más dulce se desliza a veces mientras duerme la galerna!
Pero no tarda, ¡vuestros poderes invisibles!, vuestro descanso, terminó,
solemnes y lentos, os eleváis por el aire,
habláis en las jarcias, y ordenáis el miedo del grumete,
y el canto fúnebre desaparece ondulante —¡No se vuelve a oír!
¡Oh! ¡Entonces desapruebo vuestro terrible reino!
¡El lamento ruidoso ya no lleva vuestro aliento!,
ni lleva el fragor del barco lejos en el océano,
ni lleva el grito de los hombres, que gimen en vano,
¡el coro terrible de la tripulación se sumerge en la muerte!
¡Oh! ¡No mostréis vuestros poderes! ¡Suplico sola,
mientras extasiada subo estos oscuros y románticos acantilados,
a la guerra de los elementos, a la espuma de las olas,
suplico la quietud, la lágrima dulce, que escucha el llanto de Fancy!

Capítulo XVI

Actos inhumanos
alimentan cuitas inhumanas, mentes infestadas
descargarán sus secretos en sus almohadas sordas.
Más necesita de lo divino que del médico.

MACBETH

A la tarde siguiente, la vista de las torres del convento, elevándose entre los bosques umbrosos,
recordó a Emily a la monja, cuyas condiciones tanto la habían afectado, y ansiosa por saber
cómo estaba, así como por ver a algunas de sus antiguas amigas, extendió su paseo con Blanche
hasta el monasterio. A su puerta había un carruaje, que, por el sudor de los caballos, parecía que acababa
de llegar. Una quietud superior a lo común se extendía por el patio y los claustros, por lo que Emily y
Blanche pasaron en su camino hacia el gran vestíbulo, donde una monja, que cruzaba hacia la escalera,
replicó a las preguntas de la primera que la hermana Agnes seguía viva y sensible, pero que pensaban
que no llegaría a la noche. En el salón encontraron a varias de las internas, que se alegraron al ver a
Emily, informándole de pequeños detalles que habían sucedido en el convento desde su marcha, y que
resultaban interesantes para ella únicamente porque se referían a personas que recordaba con afecto.
Mientras conversaban, la abadesa entró en la habitación y expresó su satisfacción al ver a Emily, pero
sus ademanes eran más solemnes que de costumbre y su rostro preocupado.

—Nuestra casa —dijo, tras los primeros saludos— es verdaderamente un lugar de tristeza. Una hija
está pagando su deuda a la naturaleza. Tal vez ya habréis oído que nuestra hija Agnes está muriéndose.

Emily expresó su preocupación sincera.
—Su muerte nos ofrece una lección grande y tremenda —continuó la abadesa—; aprendámosla y
beneficiémonos de ella. ¡Que nos enseñe a preparamos para el cambio que nos espera a todos! Sois
jóvenes y está aún en vuestro poder el asegurar «la paz que sobrepasa toda comprensión», la paz de la
conciencia. Conservadla en vuestra juventud para que pueda consolaros con los años, porque ¡vanas e
imperfectas son las acciones de nuestros últimos años, si las de nuestra vida anterior han sido malas!
Emily habría dicho que las buenas acciones nunca serían vanas, así lo esperaba, pero consideró que
era la abadesa la que hablaba y permaneció silenciosa.
—Los últimos días de Agnes —prosiguió la abadesa— han sido ejemplares. ¡Que sirvan para borrar
los errores de los anteriores! Sus sufrimientos ahora, por fin, son grandes, ¡esperemos que sirvan para su
paz después de este mundo! La he dejado con el confesor y con un caballero que hace tiempo estaba

deseosa de ver y que acaba de llegar de París. Espero que sean capaces de administrarle el reposo que
hasta ahora ha estado pidiendo su mente.

Emily se unió fervorosamente a su deseo.
—Durante su enfermedad ha hablado a veces de vos —continuó la abadesa—, tal vez la consolará
veros. Cuando las visitas que están con ella la dejen, iremos a su celda, si la escena no es demasiado
melancólica para vuestro ánimo. Aunque tales escenas, por muy dolorosas que sean, debemos
acostumbrarnos a verlas porque son saludables para el alma y nos preparan para lo que nosotros mismos
hemos de sufrir.
Emily quedó seria y pensativa, porque la conversación le había traído el recuerdo de los momentos
de la muerte de su querido padre, y deseó una vez más llorar sobre el lugar en el que habían sido
enterrados sus restos. Durante el silencio que siguió a las palabras de la abadesa, muchas pequeñas
circunstancias que rodearon sus últimas horas acudieron a su mente: su emoción al descubrir que se
encontraba en la vecindad del Chateau-le-Blanc; su petición de ser enterrado en un lugar concreto de la
iglesia del monasterio, y el solemne encargo que le había hecho de destruir ciertos papeles sin
examinarlos. Recordó también las palabras misteriosas y horribles de aquellos manuscritos, en los que
involuntariamente se había fijado su mirada y, aunque ahora, y siempre que las había recordado, le
producían una dolorosa curiosidad por su sentido y por los motivos de la orden de su padre, le había
servido de consuelo fundamental el haber obedecido estrictamente sus indicaciones sobre el particular.
Poco más dijo la abadesa, que parecía demasiado afectada por el tema comentado para continuar
conversando, y sus acompañantes habían estado silenciosas durante algún tiempo por la misma razón,
cuando la meditación general se vio interrumpida por la entrada de un desconocido, monsieur Bonnac,
que acababa de salir de la celda de la hermana Agnes. Parecía muy alterado, pero Emily supuso que su
rostro tenía más la expresión del horror que del pesar. Tras retirarse con la abadesa a un lugar apartado
de la habitación, conversó con ella durante algún tiempo, en el que pareció escucharle con la más viva
atención y él hablar con precaución y con un interés mayor de lo común. Cuando hubo concluido, se
inclinó silencioso ante el resto de las personas y salió de la habitación. Poco después la abadesa propuso
que fueran a la celda de la hermana Agnes, a lo que Emily consintió, aunque con algunas dudas, y Blanche
permaneció con las internas.
En la puerta de la celda se encontraron con el confesor, que, según observó Emily, al levantar la
cabeza cuando se aproximaban, era el mismo que atendió a su padre moribundo, pero pasó sin
apercibirse de ella. Entraron en la habitación, donde yacía la hermana Agnes sobre un colchón, atendida
por una monja sentada en una silla a su lado. Había cambiado tanto su rostro que Emily casi no la
reconoció de no haber sabido que era ella. Estaba tan sumergida en sus pensamientos que no se dio
cuenta de la entrada de la abadesa y de Emily hasta que estuvieron al iado de su cama. Entonces,
volviendo sus ojos cansados, los fijó en ellas con una mirada de horror fija en Emily, y gritó,
exclamando:
—¡Esa visión se me presenta en mis horas de moribunda!
Emily dio un paso atrás aterrorizada y miró a la abadesa pidiendo una explicación, que le hizo una
señal para que no se alarmara y en tono suave le dijo a Agnes:
—Hija, he traído a mademoiselle St. Aubert a visitaros. Pensé que os agradaría verla.
Agnes no replicó, pero siguió mirando intensamente a Emily y exclamó:
—¡Es ella misma! ¡Oh! ¡En su mirada está toda la fascinación que prueba mi destrucción! ¿Qué es lo
que tenéis que…? ¿Qué es lo que venís a pedir? ¿Retribución? Pronto será vuestro, es vuestro ya.

¡Cuántos años han pasado desde la última vez que os vi! Mi crimen parece que fue ayer. Sin embargo, me
he hecho vieja con él, mientras vos seguís joven y resplandeciente como estabais cuando me obligasteis a
cometer el acto más aborrecible. ¡Oh! ¡Podría olvidarlo un momento! ¿De qué serviría? ¡La acción está
hecha!

Emily, extremadamente alterada, quiso salir de la habitación, pero la abadesa, cogiendo su mano,
trató de animar su espíritu y le rogó que se quedara unos momentos, hasta que Agnes se calmara, lo que
trató de conseguir. Pero esta última parecía ignorarla, mientras mantenía la mirada fija en Emily, y
añadió:

—¿Qué son años de rezo y de arrepentimiento? ¡No pueden borrar la locura del asesinato! ¡Sí,
asesinato! ¿Dónde está, dónde está él? ¡Mirad ahí, mirad ahí! ¡Ved cómo se mueve por la habitación! ¿Por
qué viene a atormentarme ahora? —continuó Agnes, mientras sus ojos erraban por el aire—, ¿por qué no
fui castigada antes? ¡Oh! ¡No me miréis así! ¡Ah! ¡Ahí está de nuevo! ¿Es ella? ¿Por qué me miráis con
tanta piedad y además sonreís? ¿Sonreírme? ¿Qué gemido es ése?

Agnes cayó sobre la almohada, aparentemente sin vida, y Emily, incapaz de sostenerse, se inclinó
sobre la cama, mientras la abadesa y la monja aplicaron los remedios usuales a Agnes.

—Paz —dijo la abadesa, cuando Emily trató de hablar—, el delirio se aleja, no tardará en
recobrarse. ¿Cuándo se ha puesto así anteriormente, hija?

—No desde hace muchas semanas, señora —replicó la monja—, pero su ánimo se ha agitado desde
la llegada del caballero que tanto deseaba ver.

—Sí —observó la abadesa—, eso ha sido sin duda lo que ha ocasionado este paroxismo de locura.
Cuando se encuentre mejor, dejaremos que descanse.

Emily estaba preparada para acceder, pero, aunque poca era la ayuda que podía prestar, no se decidía
a abandonar la celda mientras pudiera ser necesaria.

Cuando Agnes recobró el sentido, volvió a fijar sus ojos en Emily, pero había desaparecido la
expresión agitada, a la que había sucedido una triste melancolía. Pasaron algunos momentos antes de que
se recobrara lo suficiente para hablar y dijo débilmente:

—¡El parecido es increíble! Sin duda tienes que ser algo más que mi fantasía. Decidme, os lo suplico
—añadió, dirigiéndose a Emily—, aunque vuestro nombre es St. Aubert, ¿no sois hija de la marquesa?

—¿Qué marquesa? —dijo Emily totalmente sorprendida, porque había supuesto, por el tono calmado
de Agnes, que había recobrado su entendimiento. La abadesa la miró con gesto significativo, pero repitió
la pregunta.

—¿Qué marquesa? —exclamó Agnes—, yo sólo conozco una, la marquesa De Villeroi.
Emily, recordando la emoción de su difunto padre tras la inesperada mención de su nombre, y su
petición de reposar cerca de la tumba de los Villeroi, se sintió profundamente interesada y trató de que
Agnes explicara las razones de su pregunta. La abadesa habría retirado a Emily de la habitación, que,
detenida por un fuerte interés, repitió sus ruegos.
—Traedme ese cofrecillo, hermana —dijo Agnes—, os lo mostraré. Lo único que tenéis que hacer es
miraros en ese espejo y lo veréis. Estoy segura de que sois su hija, un parecido semejante no se encuentra
nunca entre los parientes más próximos.
La monja trajo el cofrecillo y Agnes le indicó cómo tenía que abrirlo. Cogió entonces una miniatura,
en la que Emily percibió el exacto parecido con el retrato que había encontrado entre los papeles de su
padre. Agnes extendió la mano para cogerlo, lo miró profundamente durante unos momentos en silencio, y
después con el rostro cubierto por una profunda desesperanza, elevó sus ojos al cielo y rezó. Al terminar,






































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