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Published by aspinwall38, 2017-06-17 14:33:28

los_misterios_de_udolfo_radcliffe_ann

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silencio del lugar, interrumpido a intervalos por los golpes de viento. Abrió una pequeña mesa y una silla
cerca del fuego, cogió una botella de vino y algunas provisiones del cesto y se entretuvo comiendo.
Cuando terminó el refrigerio dejó la espada sobre la mesa y, al no estar dispuesto para dormir, sacó del
bolsillo el libro del que había hablado. Era un volumen de viejos cuentos provenzales. Después de
remover el fuego, avivó la lámpara y acercó la silla a la chimenea, comenzando a leer, y su atención se
vio pronto sumergida en las escenas del libro.

Mientras tanto, el conde había regresado al comedor, al que se había retirado el grupo de amigos
desde los cuartos del lado norte, tras el grito de Dorothée, y estaban entretenidos con preguntas sobre las
habitaciones. El conde reprendió a sus invitados por su precipitada retirada y por su inclinación a las
supersticiones y atendió sus preguntas. Trataron de si el espíritu, después de abandonar el cuerpo, puede
volver a la tierra y si era posible que esos espíritus fueran visibles a los sentidos. El barón opinaba que
lo primero era probable y lo último posible, y trató de justificar su punto de vista con citas de
autoridades respetables, antiguas y modernas. Por el contrario, el conde estaba decididamente en contra
de él y mantuvieron una larga conversación, en la que los argumentos de costumbre sobre el tema fueron
manifestados por ambas partes y discutidas con candor pero sin lograr que cada una de ellas convergiera
en la opinión de su oponente. El efecto de aquella conversación en el auditorio fue variada. Aunque el
conde superó al barón por lo que se refiere a los argumentos, tuvo muchos menos seguidores; porque la
tendencia, tan natural en la mente humana, a todo lo que permite distender sus facultades con lo
maravilloso y lo asombroso, inclinó a la mayoría del lado del barón; y, pese a que muchas de las
proposiciones del conde no podían ser rechazadas, sus oponentes se inclinaban a creer que era
consecuencia de su propio deseo de conocimiento.

Blanche estaba pálida y atenta, hasta que una mirada de su padre ridiculizándola, la hizo enrojecer y
trató de superar los cuentos supersticiosos que le habían contado en el convento. Emily había escuchado
con profunda atención la discusión de lo que para ella era un tema muy interesante y, recordando la
aparición que había visto en la alcoba de la difunta marquesa, sintió escalofríos en varias ocasiones.
Varias veces estuvo a punto de comentarlo, pero se detuvo ante el temor de preocupar al conde y de
exponerse al ridículo, y, en ansiosa expectación por el resultado de la intrepidez de Ludovico, decidió
que su silencio futuro tenía que depender de ello.

Cuando el grupo se separó para pasar la noche y el conde se retiró a su cuarto, el recuerdo del
aspecto desolado que había visto en su propia casa le afectó profundamente, pero fue despertado de su
sueño y de su silencio.

—¿Qué música es esa? —dijo de pronto a su mayordomo—, ¿quién toca a estas horas?
El hombre no contestó, y el conde continuó escuchando, añadiendo después:
—No es un músico cualquiera; toca el instrumento con mano delicada. ¿De quién se trata, Pierre?
—Señor —dijo el hombre, dudando.
—¿Quién está tocando ese instrumento? —repitió el conde.
—¿Entonces es que su señoría no lo sabe? —dijo el criado.
—¿Qué quieres decir? —dijo el conde algo inquieto.
—Nada mi señor, no quiero decir nada —prosiguió el hombre en tono sumiso—, sólo…, que esa
música…, se oye con frecuencia en el castillo a medianoche y pensé que su señoría la habría oído antes.
—¡Que se oye música en el castillo a medianoche! ¡Pobre de ti! ¿Y no hay nadie que baile también
con la música?
—No es en el castillo, creo, mi señor. El sonido llega desde el bosque, eso dicen, aunque parece muy

próximo, pero los espíritus pueden hacerlo todo.
—¡Ah, ya! —dijo el conde—, me doy cuenta de que eres tan bobo como todos los demás. Mañana te

convencerás de tu error ridículo, pero ¡silencio! ¿Qué voz es ésa?
—¡Mi señor!, ésa es la voz que se oye con frecuencia con la música.
—¡Con frecuencia! —dijo el conde—, ¿con cuánta frecuencia? Es una buena voz.
—Yo la he oído sólo dos o tres veces, pero hay algunos que llevan viviendo aquí largo tiempo que la

han oído muchas.
—¡Qué interpretación! —exclamó el conde, que escuchaba atentamente—. ¡Qué cadencia! ¡Estoy

seguro de que es algo más que mortal!
—Eso es lo que dicen, mi señor —dijo el criado—, que no es mortal, y si puedo deciros lo que

pienso…
—¡Silencio! —dijo el conde y se quedó escuchando hasta que la melodía cesó—. ¡Es muy extraño!

—dijo al regresar de la ventana—, ciérralas, Pierre.
Pierre obedeció y el conde le despidió poco después, pero no pudo olvidar la música que vibró largo

tiempo en su fantasía mientras la sorpresa y la perplejidad ocupaban su pensamiento.
Ludovico, mientras tanto, en la remota habitación oyó de vez en cuando el eco lejano de puertas que

se cerraban, según se retiraban todos a descansar y, poco después, el reloj del vestíbulo, a gran distancia,
dio doce campanadas. «Medianoche», dijo, y miró con sospecha por la habitación. El fuego de la
chimenea estaba a punto de apagarse, ya que su atención se había concentrado en el libro que tenía ante él
y se había olvidado de todo lo que le rodeaba. Añadió algunos troncos, no porque tuviera frío, aunque la
noche era tormentosa, sino para que hubiera más claridad, y, tras avivar la lámpara, se echó un vaso de
vino, aproximó más la silla al fuego, trató de no oír el viento, que azotaba tristemente en las ventanas, y
de abstraer su mente de la melancolía que le envolvía, y retomó al libro. Se lo había prestado Dorothée,
que lo había cogido de un oscuro rincón de la biblioteca del marqués, y después de conocer las
maravillas que relataba, lo había guardado cuidadosamente para su entretenimiento, lo que le daba una
excusa para no devolverlo a su lugar. Por habérsele caído al suelo, la cubierta estaba algo desfigurada y
las hojas descoloridas con manchas y las letras se seguían con dificultad. Las narraciones de los
escritores provenzales, ya fueran procedentes de leyendas árabes, llevadas a España por los sarracenos,
o recogidas por las expediciones de los cruzados, a los que acompañaron al este los trovadores, eran por
lo regular espléndidas y siempre maravillosas, tanto en sus descripciones como en sus incidencias, y no
era sorprendente que Dorothée y Ludovico se sintieran fascinados por las historias que habían cautivado
en etapas anteriores la imaginación despreocupada en todos los rangos sociales. Algunos de los cuentos
del libro que tenía Ludovico eran de estructura simple y no carecían del armazón magnífico de las
conductas heroicas que caracterizan habitualmente las fábulas del siglo XII y de sus descripciones, como
el que acababa de empezar a leer, que, en su forma original, era de gran extensión, pero que puede ser
relatado de forma breve. El lector advertirá que está profundamente imbuido con las supersticiones de la
época.

CUENTO PROVENZAL

En la provincia de Bretaña vivía un noble barón, famoso por su magnificencia y cortés
hospitalidad. Su castillo estaba adornado con damas de exquisita belleza, y protegido por ilustres
caballeros; porque el honor con que pagaba los hechos caballerescos invitaba a los valientes de

distintos países a entrar en su ejército y su corte era más espléndida que la de muchos príncipes.
Tenía ocho trovadores a su servicio, que solían cantar con sus arpas historias románticas, inspiradas
en los árabes o en aventuras caballerescas, a las que se enfrentaron los caballeros durante las
cruzadas, o en las hazañas marciales del barón, su señor; mientras, él, rodeado por sus caballeros y
damas, celebraba banquetes en el gran salón de su castillo, en el que la costosa tapicería que
adornaba los muros con la descripción de las batallas de sus antepasados; las vidrieras de sus
ventanales, enriquecidas con escudos de armas; las deslumbrantes banderas, que se agitaban en el
techo, las suntuosas panoplias, la profusión de oro y plata, que brillaba en los armarios; los
numerosos platos, que cubrían las mesas, el número y las alegres libreas de sus criados, con el
vestuario caballeresco y espléndido de sus invitados, se unían para formar una escena magnífica que
no podríamos esperar ver en estos «días degenerados».

Se relata la siguiente aventura del barón. Una noche, habiéndose retirado tarde del banquete a su
cámara, y despedido a sus criados, se vio sorprendido por la aparición de un desconocido de aire
noble, pero de rostro entristecido y melancólico. Creyendo que aquella persona había entrado
secretamente en la habitación, puesto que parecía imposible que hubiera podido pasar por la
antecámara sin ser descubierto por los pajes, que habrían impedido su intrusión en la de su señor, el
barón llamó en voz alta a sus servidores, desenvainó la espada, que aún no se había quitado de su
costado y se dispuso a defenderse. El desconocido, avanzando lentamente, le dijo que no tenía nada
que temer; que no venía con un propósito hostil, sino para comunicarle un terrible secreto que era
necesario que conociera.

El barón, contenido por los ademanes corteses del desconocido, tras observarle durante algún
tiempo, en silencio, guardó la espada en la vaina y le indicó que explicara por qué medios había
conseguido llegar a su cámara y el propósito de su extraordinaria visita.

Sin contestar a ninguna de estas preguntas, el desconocido dijo que no podía en ese momento
explicar nada, pero que, si el barón le seguía hasta el borde del bosque, a poca distancia de los muros
del castillo, se convencería de que tenía algo importante que comunicarle.

Esta propuesta alarmó de nuevo al barón, quien no podía creer que el desconocido intentara
llevarle a un lugar tan solitario a aquella hora de la noche sin tener algún propósito contra su vida, y
rehusó acudir, observando, al mismo tiempo, que si los propósitos del desconocido eran honorables,
no persistiría en negarse a revelar el motivo de su visita a la cámara en la que se encontraba.

Mientras lo decía, observó al desconocido aún con más atención que antes, pero no se advirtió
cambio alguno en su rostro o síntoma alguno que pudiera revelar la conciencia de una intención
malvada. Iba vestido como un caballero, era de alta y majestuosa estatura y de ademanes dignos y
corteses. Pese a ello, siguió negándose a comunicar la razón de su deseo de que acudiera a aquel
lugar que había mencionado, y, al mismo tiempo, dio algunas indicaciones relativas al secreto que iba
a revelar, que despertaron un cierto grado de curiosidad en el barón que, finalmente, le indujeron a
acceder a seguir al desconocido bajo ciertas condiciones.

—Señor caballero —dijo—, os acompañaré hasta el bosque, y llevaré conmigo únicamente a
cuatro de mis hombres, que serán testigos de nuestra conferencia.

Sin embargo, el caballero se opuso a ello.
—Lo que tengo que desvelaros —dijo solemnemente— es únicamente para vos. Sólo hay tres
personas vivas que conocen este asunto; es de más importancia para vos y para vuestra casa de lo que
puedo explicar ahora. En años futuros recordaréis esta noche con satisfacción o arrepentimiento, de

acuerdo con lo que ahora decidáis, como podréis comprobar. Seguidme. Os ofrezco mi honor de
caballero de que nada malo os ocurrirá; si estáis dispuesto a enfrentaros al futuro, permaneced en
vuestra cámara y me marcharé como he venido.

—Señor caballero —replicó el barón—, ¿cómo es posible que mi futuro pueda depender de mi
decisión presente?

—No os puedo informar de eso —dijo el desconocido—, ya he dicho todo lo que podía. Se hace
tarde; si me seguís debe ser rápido; tenéis que considerar la alternativa.

El barón quedó pensativo, y, al mirar al caballero, advirtió que su rostro asumía una solemnidad
singular.

En este momento Ludovico creyó oír un ruido y echó una mirada por la habitación, cogiendo después
la lám para p ara que le asistiera en su observación; pero, al no ver nada que confirmara su alarma,
retomó de nuevo al libro y continuó con la historia.

El barón paseó por la habitación durante un momento, en silencio, impresionado por las últimas
palabras del desconocido, cuya extraordinaria petición temía aceptar, del mismo modo que también
temía rechazarla. Por fin dijo:

—Señor caballero, me sois totalmente desconocido; decidme vos mismo, si es razonable que confíe
en una persona extraña, a esta hora, en un bosque solitario. Decidme, al menos, quién sois, y quién os
ayudó a entrar secretamente en mi cámara.

El caballero frunció el ceño al oír estas últimas palabras y guardó silencio. Después, con el rostro
algo alterado, dijo:

—Soy un caballero inglés; me llamo sir Bevys of Lancaster, y mis hazañas no son desconocidas en
la Ciudad Santa, de donde regresaba a mi país cuando me vi sorprendido por la noche en un bosque
próximo.

—Vuestro nombre no es desconocido para la fama —dijo el barón—, lo he oído. —El caballero le
miró altivamente—. Pero, puesto que mi castillo es famoso por estar dispuesto a entretener a todos los
verdaderos caballeros, ¿por qué vuestros heraldos no os han anunciado? ¿Por qué no os habéis
presentado en el banquete, en el que vuestra presencia habría sido bien recibida, en lugar de
esconderos en mi castillo é introduciros en mi cámara a medianoche?

El desconocido frunció el ceño de nuevo y se apartó en silencio; pero el barón repitió las
preguntas.

—No he venido —dijo el caballero— para responder a preguntas, sino para revelar hechos. Si
queréis saber más, seguidme, y de nuevo os ofrezco el honor de caballero de que regresaréis sano y
salvo. Decidid rápido, debo marcharme.

Tras una nueva duda, el barón decidió seguir al desconocido y ver el resultado de su
extraordinaria petición. En consecuencia, sacó de nuevo la espada y, cogiendo una lámpara, hizo una
señal al caballero para que dirigiera el camino. Este último obedeció, y, abriendo la puerta de la
cámara, pasaron a la antecámara, donde el barón, sorprendido al encontrar a todos sus pajes
dormidos, se detuvo, y con enorme violencia se dirigió a reprimirlos por su descuido, cuando el
caballero agitó una mano y le miró tan expresivamente que contuvo su indignación y siguió su camino.

El caballero, tras descender por una escalera, abrió una puerta secreta que el barón creía que
sólo conocía él, y, recorriendo varios pasadizos estrechos y en círculo, llegó, finalmente, a una












































































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