abierta y Annette estaba con ella, exploraría a dónde conducía, ya que el asunto se relacionaba
materialmente con su propia seguridad. Annette estuvo de acuerdo, a medias curiosa y a medias llena de
miedo, cuando le propuso bajar por la escalera. Al acercarse a la puerta comprobaron que había sido
cerrada de nuevo, por lo que su preocupación se dirigió a asegurarla desde dentro, colocando los
muebles más pesados que pudieron trasladar. Emily se acostó y Annette reposó en una silla al lado de la
chimenea, donde quedaban algunos débiles rescoldos.
Capítulo VII
De lenguas aéreas, que silabean los nombres de los hombres
en las arenas y las playas y en las soledades del desierto.
MILTON
Se hace necesario mencionar algunas circunstancias que no pudieron ser relatadas entre los
acontecimientos de la precipitada marcha de Emily de Venecia y los que tan rápidamente se sucedieron a
su llegada al castillo.
En la mañana de su viaje, el conde Morano acudió a la hora prevista a la casa de Montoni para
solicitar a su prometida. Al llegar se quedó sorprendido por el silencio y aire de soledad del pórtico, en
el que usualmente esperaban los lacayos de Montoni; pero la sorpresa no tardó en convertirse en
asombro, y en asombro al extremo de contrariedad, cuando la puerta fue abierta por una mujer de cierta
edad que informó a los criados que su amo y su familia había salido de Venecia para Terra-firma muy
temprano. Incapaz de creerse lo que le decían sus criados, descendió de la góndola y corrió a preguntar
más detalles. La criada, que era la única persona que había quedado al cuidado de la casa, insistió en sus
afirmaciones, y el silencio y las habitaciones solitarias no tardaron en convencerle de que eran ciertas.
Se volvió contra ella con aire amenazador, como si quisiera descargar en la criada todo su deseo de
venganza, haciéndole al mismo tiempo innumerables preguntas con tan gesticulante furia que la pobre
mujer fue incapaz de contestar. Entonces la dejó ir de pronto y paseó por el vestíbulo como un loco,
insultando a Montoni y lamentando su propia locura.
Cuando la pobre mujer se vio libre y se recuperó del susto le informó de lo que sabía del asunto, que
era en realidad muy poco, pero lo suficiente para que Morano descubriera que Montoni se había ido a su
castillo en los Apeninos. Allí le siguió tan pronto como sus criados pudieron preparar lo necesario para
el viaje, acompañado por un amigo y atendido por sus hombres, decidido a conseguir a Emily o una total
venganza sobre Montoni. Cuando se recuperó de la primera efervescencia de ira y sus pensamientos se
hicieron menos oscuros, su consciencia le descubrió algunas circunstancias que en cierta medida
explicaban la conducta de Montoni; pero no podía ni siquiera imaginar cómo había llegado a sospechar
de una intención que, según creía, sólo él conocía. En esta ocasión, sin embargo, él había sido
traicionado en parte por esa comprensión de simpatía que puede decirse que existe entre mentes
perversas y que enseña al hombre lo que haría el otro en las mismas circunstancias. Eso es lo que le
había sucedido a Montoni, que recibió pruebas indiscutibles de una verdad que llevaba algún tiempo
sospechando, en el sentido de que las circunstancias de Morano, en lugar de ser prósperas, como él
trataba de hacer creer, estaban muy comprometidas. Montoni había estado interesado en su propio
beneficio. Los motivos eran totalmente egoístas, los de la avaricia y el orgullo. Este último habría sido
compensado con la alianza con un noble veneciano, la primera por las propiedades de Emily en Gascuña,
que él había supuesto, como precio de su favor, que pasarían a sus manos el día de su matrimonio.
Mientras tanto, había llegado a sospechar de las consecuencias de la generosa extravagancia del conde,
pero hasta la noche anterior al día previsto para las nupcias no obtuvo ciertas informaciones sobre su
desesperada situación económica. Entonces no dudó en deducir que Morano trataba de defraudarle
quedándose con las propiedades de Emily. Sus suposiciones se vieron confirmadas, y con aparente razón,
por la conducta posterior del conde, quien, tras haberse citado con él aquella noche, con el propósito de
firmar el documento que aseguraría a Montoni su premio, no se presentó. Tal circunstancia, en un hombre
como Morano de carácter alegre e irreflexivo, y en un momento en que sus preocupaciones se dirigían a
las nupcias, podía haber sido atribuida a causas menos decisivas que estudiadas; pero Montoni no titubeó
un instante en interpretarlas a su modo, y, tras haber esperado en vano la llegada del conde durante varias
horas, dio órdenes a sus hombres para estar preparados en cualquier momento. Su intención al dirigirse a
Udolfo era la de alejar a Emily de Morano, así como para romper el compromiso, sin someterse a una
discusión innecesaria. Si el conde tenía intenciones honorables seguiría sin duda tras Emily y firmaría el
documento en cuestión. Si lo hacía así, Montoni tenía poca consideración por el futuro de Emily, que no
habría tenido escrúpulos en sacrificarla a un hombre arruinado, puesto que él se enriquecía, por lo que le
ocultó el motivo de su inesperado viaje, y más aún para tenerla sometida cuando él lo requiriera.
Con estas consideraciones había abandonado Venecia; y, con otras totalmente diferentes, Morano
había seguido poco después sus pasos por los agrestes Apeninos. Cuando su llegada fue anunciada al
castillo, Montoni no pensó que se hubiera atrevido a presentarse a menos que estuviera dispuesto a
cumplir su compromiso y, en consecuencia, le admitió de inmediato. El rostro iracundo de Morano
cuando entró en el salón le desengañó al instante; y, cuando Montoni hubo explicado en parte los motivos
de su abrupta marcha de Venecia, el conde insistió en la petición de Emily y en sus reproches a Montoni,
sin mencionar siquiera su compromiso anterior.
Montoni, al final, para evitar una disputa, retrasó el asunto hasta el día siguiente, y Morano se retiró
con algunas esperanzas, sugeridas por la aparente indecisión de Montoni. Sin embargo, cuando en el
silencio de su cuarto comenzó a considerar su última conversación, el carácter de Montoni y algunos
datos anteriores sobre su doblez, su esperanza desapareció, decidiendo no demorar sus posibilidades de
conseguir a Emily por otros medios. Informó de su deseo de llevarse a Emily a su criado de confianza y
le envió a que descubriera entre los de Montoni quién podría ayudarle a ello. La elección de esa persona
la dejó al buen juicio de su criado, y no imprudentemente, porque no tardó en descubrir a uno que había
sido maltratado por Montoni y que estaba dispuesto a traicionarle. Aquel hombre condujo a Cesáreo por
el castillo a través de un pasadizo secreto, a la escalera que conducía a la habitación de Emily, después
le mostró un atajo para salir del edificio y le procuró las llaves que asegurarían su huida. El hombre fue
ampliamente compensado por su colaboración; de cómo el conde fue compensado por la traición de
aquel hombre, ya ha sido expuesto.
Mientras tanto, el viejo Cario había oído que dos hombres de Morano recibían la orden de esperar en
el carruaje, al otro lado de los muros del castillo, que expresaban su sorpresa por la inesperada y secreta
marcha de su amo, ya que el valet no les había informado de más detalles de la decisión de Morano que
lo estrictamente necesario que debían ejecutar. Sin embargo, ellos cambiaron impresiones sobre los
motivos, de las que CarIo sacó sus propias conclusiones. Antes de aventurarse a informar a Montoni se
decidió a obtener alguna confirmación y, con este propósito, se situó con unos compañeros en la puerta
del cuarto de Emily que daba al corredor. No tuvo que esperar mucho tiempo, aunque los gruñidos del
perro estuvieron a punto de traicionarle. Cuando se convenció de que Morano estaba en la cámara y hubo
escuchado lo suficiente de su conversación para estar al corriente de sus intenciones, avisó de inmediato
a Montoni, por lo que Emily fue rescatada de los designios del conde.
Al día siguiente Montoni apareció como de costumbre, salvo que llevaba el brazo herido en
cabestrillo. Salió a la muralla, miró a los hombres que se ocupaban de repararla dio órdenes para que
acudieran otros al trabajo, y entró en el castillo para recibir a varias personas que acababan de llegar,
con las que se reunió en un salón privado durante una hora. Carlo fue llamado y se le ordenó que
condujera a los desconocidos a una parte del castillo que en otros tiempos había estado ocupada por los
principales criados de la familia y que les facilitara los necesarios refrigerios. Se le ordenó que una vez
hecho esto regresara con su amo.
Por otra parte, el conde continuaba en la cabaña al pie del bosque, sufriendo en el cuerpo y en la
mente y meditando su venganza contra Montoni. Su cuñado, al que había enviado a la ciudad más próxima
en busca de un cirujano, no regresó hasta el día siguiente. Al examinar sus heridas, el médico se negó a
dar cualquier impresión positiva, administró a su paciente algunas medicinas y le ordenó que se
mantuviera en reposo donde estaba.
Emily pasó lo que quedaba de la noche durmiendo, sin ser molestada. Cuando se recuperó de la
confusión de su somnolencia, recordó que se había liberado de los asedios del conde Morano y su
espíritu se alivió de la terrible ansiedad que la oprimía desde hacía tiempo, pero le quedaron los temores
por las afirmaciones de Morano en relación con la conducta de Montoni. Le había dicho que los planes
de este último sobre ella eran inescrutables, pero que sabía que eran terribles. Cuando se lo dijo estaba
casi convencida de que su intención era conseguir que se pusiera bajo su protección, pero le habían
dejado una impresión tremenda, y el pensar en el carácter y en el comportamiento anterior de Montoni no
contribuyó a suavizarla. De todos modos no dejó de pensar en su propensión a anticipar los males, por lo
que decidió disfrutar del pequeño respiro dentro de su desgracia y cogió sus útiles de dibujo,
colocándose ante la ventana para elegir algún aspecto del paisaje.
Según se entretenía dibujando, vio paseando por la muralla de abajo a los hombres que habían
llegado al castillo. La vista de aquellos desconocidos la sorprendió, pero más aún por su aspecto. Sus
ropas tenían un aire singular que le llamó la atención, lo mismo que la fiereza de su aspecto. Se retiró de
la ventana mientras pasaban, pero volvió a observarlos con más detalle. Sus figuras parecían encajar
perfectamente en lo agreste de los alrededores y, según rodeaban el castillo, los dibujó como si se tratara
de bandidos, entre la vista de la montaña. Cuando lo terminó, se sorprendió por el espíritu de aquel
grupo. Pero lo había copiado de la naturaleza.
Carlo, cuando situó a los hombres y les proporcionó las provisiones, regresó como se le había
ordenado junto a Montoni, que estaba inquieto por descubrir cuál de los criados había facilitado las
llaves del castillo a Morano la noche anterior. Pero aquel hombre, aunque era demasiado leal a su amo,
que además estaba vivo, no habría traicionado a uno de sus compañeros ni siquiera ante la justicia. En
consecuencia, pretendió ignorar quién era el que había conspirado con el conde Morano y le contó, como
antes, que lo único que sabía era lo que había oído a los dos criados.
Las sospechas de Montoni recayeron naturalmente sobre el portero y ordenó que fuera llamado. Carlo
dudó primero y con pasos lentos acabó por ir a buscarle.
Bamardine, el portero, negó la acusación con el rostro tan firme que Montoni no podía creer que fuera
culpable, aunque no acertaba a comprender cómo podía ser inocente. Finalmente, el hombre fue
despedido y el culpable no fue detectado.
Montoni se dirigió entonces a las habitaciones de su esposa, a las que Emily llegó poco después. Al
encontrarlos discutiendo, se dispuso a abandonar la habitación, pero su tía la hizo volver, expresándole
sus deseos de que se quedara.
—Serás testigo —dijo— de mi oposición. Ahora, señor, repetid la orden que con tanta frecuencia he
rehusado obedecer.
Montoni se volvió con gesto sombrío hacia Emily, gritándole que abandonara la habitación, mientras
su mujer insistía en que se quedara. Emily deseaba escapar de aquella escena, aunque también estaba
ansiosa de servir a su tía, pero temía la cólera que apuntaba en los ojos de Montoni.
—Sal de la habitación —dijo con voz de trueno.
Emily obedeció y salió a la muralla, de la que habían desaparecido los desconocidos, y continuó
meditando sobre el desgraciado matrimonio de la hermana de su padre y en su propia situación,
ocasionada por la ridícula imprudencia de su tía, a la que siempre había deseado respetar y querer. La
conducta de madame Montoni había hecho imposible ambas cosas, pero su corazón generoso se veía
afectado por su desconsuelo y, avivada su piedad, olvidó el injurioso trato que había recibido de ella.
Según paseaba por la muralla, Annette apareció por la puerta del vestíbulo, miró con precaución a su
alrededor, y se acercó a ella.
—Querida mademoiselle, os he estado buscando por todo el castillo —dijo—. Si me seguís, os
mostraré un cuadro.
—¡Un cuadro! —exclamó Emily, dando un respingo.
—Sí, un retrato de la difunta señora de este castillo. Cario me acaba de decir que era ella y pensé que
os resultaría curioso verlo. Como sabéis, mademoiselle, es algo que no podría decirle a mi señora…
—Y por ello —dijo Emily sonriendo— tienes que decírselo a alguien…
—Sí, mademoiselle, ¿qué se puede hacer en un sitio como éste, si no se puede hablar? Si estuviera en
un calabozo me dejarían hablar, me serviría de consuelo, aunque si lo hiciera sería sólo a los muros.
Vamos, no perdamos tiempo, permitidme que os muestre el retrato.
—¿Está cubierto con un velo? —dijo Emily, tras una pausa.
—¡Querida mademoiselle! —dijo Annette mirando fijamente al rostro de Emily—, ¿por qué os
ponéis pálida? ¿Estáis enferma?
—No, Annette, estoy bien, pero no deseo ver ese retrato, regresa al vestíbulo.
—¿Cómo, no queréis ver a la señora de este castillo? —dijo la muchacha—, ¿la señora que
desapareció tan extrañamente? Yo habría corrido hasta la montaña más lejana que se pueda ver por
lograrlo. Porque esta extraña historia es lo único que me preocupa de este viejo castillo, aunque hace que
tiemble cada vez que pienso en ello.
—Sí, Annette, te gusta todo lo maravilloso. Pero ¿no sabes que, a menos que te guardes de esa
inclinación, acabará conduciéndote a la desgracia de la superstición?
Annette sonrió ante la observación de Emily, que podía temblar con temores imaginados, como ella
misma, y escuchar casi con el mismo entusiasmo la narración de historias misteriosas. Annette insistió en
su petición
—¿Estás segura de que es un cuadro? —dijo Emily—, ¿lo has visto?, ¿está tapado con un velo?
—¡Virgen Santa!, mademoiselle, sí, no, sí. Estoy segura de que es un cuadro. Lo he visto, y no está
tapado con un velo.