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Published by aspinwall38, 2017-06-17 14:33:28

los_misterios_de_udolfo_radcliffe_ann

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y se quedó contemplándolos hasta que el último susurro de su canción murió en el aire. Se quedó
entonces sumida en una tranquilidad pensativa, la que la música dulce deja en la mente, un estado igual al
que produce la vista de un hermoso paisaje iluminado por la luna o el recuerdo de escenas marcadas con
la ternura de los amigos perdidos para siempre y con las penas que el tiempo ha ido ocultando. Esas
escenas son para la mente como «esas huellas desdibujadas que la memoria descubre en la música que
pasa».

Otros sonidos llamaron de nuevo su atención; era la solemne armonía de las trompas que sonaban en
la distancia, y al observar las góndolas que se situaban en los márgenes de las terrazas, se echó el velo
por la cara y salió al balcón, descubriendo en la distante perspectiva del canal, algo parecido a una
procesión, flotando en la leve superficie de las aguas. Según se aproximaban, los sonidos de las trompas
y otros instrumentos se mezclaron dulcemente y poco después las deidades de fábula de la ciudad
parecieron surgir del Océano, ya que Neptuno, con Venecia personificada como su reina, llegó en las
aguas ondulantes, rodeado por tritones y ninfas marinas. El esplendor fantástico de aquel espectáculo,
junto con la grandeza de los palacios, parecía la visión de un poeta, y las fantásticas imágenes que
despertaron en la mente de Emily se mantuvieron largo rato después de que hubiera concluido el desfile.
Se entretuvo pensando en lo que podrían ser los actos y los entretenimientos de una ninfa marina, hasta
que casi deseó verse libre de la imposición de la mortalidad y hundirse en una ola verde para participar
con ellas.

«¡Qué encantador —se dijo—, vivir entre las cuevas de coral y de cristal del océano, con mis
hermanas las ninfas, y escuchar el ruido de las aguas por encima y las blandas conchas de los tritones y
después, tras la caída del sol, nadar hasta la superficie de las aguas rodeadas por las rocas y por las
solitarias playas, a las que, tal vez algún caminante pensativo acude para llorar! Yo suavizaría sus penas
con mi música dulce y le ofrecería en una concha alguno de los frutos deliciosos que rodean el palacio de
Neptuno».

La llamada para algo tan mortal como la cena la arrancó de su fantasía y no pudo evitar una sonrisa al
pensar en lo que había imaginado y por la seguridad del descontento que habría mostrado madame
Montoni si hubiera tenido noticia de ello.

Después de la cena, su tía esperó hasta muy tarde, pero Montoni no regresó y, finalmente, se retiró a
descansar. Si Emily había admirado la magnificencia del salón, no se quedó menos sorprendida al
observar la apariencia de las habitaciones que cruzó hasta llegar a la suya, a medio amueblar y
abandonadas. Según se alejaba de las habitaciones nobles encontró otras de aspecto desolado que hacía
muchos años que no eran utilizadas. En las paredes de algunas de ellas quedaban las sombras de los
tapices; en otras, pintadas al fresco, la suciedad casi había borrado los colores y el dibujo. Cuando llegó
a su propia habitación, la encontró espaciosa, pero desolada y abandonada como el resto, con altos
ventanales que se abrían sobre el Adriático. El ambiente le trajo recuerdos tristes, pero la vista del
Adriático no tardó en despertarle otros más animados, y entre ellos el de la ninfa marina, cuyas
distracciones la habían entretenido en su imaginación, y, ansiosa por escapar de reflexiones más serias,
se animó a plasmar sus ideas y concluyó el día componiendo los siguientes versos:

LA NINFA MARINA

Abajo, a mil brazas de profundidad,
voy entre las sonoras aguas;

jugando a los pies de los acantilados
cuyos riscos se elevan por encima del océano.
Allí, dentro de las cavernas secretas,
oigo rugir a los poderosos ríos;
y llevar sus corrientes a través de las olas de Neptuno
para bendecir las recónditas playas de la verde tierra;
y ofrecer las aguas frescas y deslizantes
a las ninfas coronadas de helechos del lago, o del río,
a través de los recodos de los bosques, en la anchura de los pastos
y en muchos escondrijos silvestres y románticos.
Por eso, las ninfas, cuando cae la noche,
danzan a veces en las orillas floridas,
y cantan mi nombre, y trenzan guirnaldas,
para mostrar su agradecimiento bajo las olas.
Quiero reposar en colonias de coral,
y oír el oleaje batirse por encima,
y, a través de las aguas, ver en lo alto
barcos que navegan orgullosos y gentes alegres que caminan.
Ya veces, en la hora quieta de la media noche,
cuando los mares del verano bañan los navíos,
me gusta probar mi poder encantador
mientras floto sobre las olas a la luz de la luna.
y cuando la tripulación ha caído en profundo sueño,
y el triste enamorado meditabundo se inclina
sobre un costado del barco, respiro alrededor
con tal fuerza como no lo haría ningún mortal.
Por las olas oscuras, su ojo vigilante
sólo ve la sombra alargada del navío.
¡Arriba —la luna y el cielo azul;
extasiado escucha, y a medias temeroso!
El joven tembloroso, hechizado por mi fuerza,
llama a la tripulación, que, silenciosa, se inclina
sobre la cubierta alta, pero registran en vano;
¡mi canción se acalla, mi encantamiento termina!
Dentro de la bahía arbolada de la montaña,
donde el alto barco cabalga sobre el ancla,
a la hora del crepúsculo, con alegres tritones,
bailo sobre los mares ondulantes;
y con mis ninfas hermanas, juego
hasta que el ancho sol mira las aguas;
entonces, buscamos ligeras nuestra mansión de cristal
en las olas profundas, en los bosques de Neptuno.
En los porches frescos y de estímulos acristalados,

pasamos las sofocantes horas del mediodía,
más allá de donde llegan los rayos del sol,
trenzando flores marinas en vistosas guirnaldas.
Es el tiempo en que cantamos nuestras dulces cantinelas
a alguna concha que susurra próxima;
acompañadas por el murmullo de la corriente veloz,
que resbala por nuestros claros salones.
Allí, la perla pálida y el zafiro azul,
y el rubí rojo, y la verde esmeralda,
lanzan desde la bóveda tintes irisados
y columnas de mástiles engalanan la escena.
Cuando la oscura tormenta mira con genio la profundidad
y suena el largo estruendo de los truenos,
contemplo desde algún alto acantilado,
todos los mares inquietos que me rodean.
Hasta que desde el lejano ondular de las olas,
viene un navío solitario, avanzando lentamente,
lanzando espuma blanca al aire
con las velas del palo mayor bajas.
Entonces, me zambullo en medio del rugir del océano
mostrando mi camino por trémulos relámpagos,
para guiar al barco a la tranquila playa
y acallar los gemidos de miedo del marino.
Y si llego demasiado tarde a su costado,
para salvarle del destructor oleaje,
llamo a mis delfines en la marea
para que conduzcan a la tripulación a las islas que emergen.
Pronto alegro sus apesadumbrados espíritus,
mientras paso por la costa solitaria,
con canciones melodiosas que oyen débilmente,
cuando los arrebatos de la tormenta se abaten.
Mi música les lleva a las elevadas arboledas,
que ondulan sobre la orilla del mar;
donde florecen dulces frutos, y corren frescos manantiales,
y ramas tupidas desafían la tempestad.
Entonces, los espíritus del aire obedecen,
y, en las nubes, dibujan visiones alegres,
mientras en la distancia surgen indicios de calma.
Y así, engaño las horas solitarias,
aliviando el corazón del marinero del barco hundido,
hasta que la tormenta retira el oleaje,
y por el este asoma el día brillante.
Por ello, Neptuno me arrastra rápido

a las rocas del fondo, con cadenas de coral,
hasta que toda la tormenta ha pasado,
y los marineros ahogados lloran en vano.
Quienquiera que seas que gustas de mi canción,
ven, cuando los rayos rojos del ocaso tiñen la ola,
hasta las arenas tranquilas, donde juegan las hadas,
allí, en los mares tibios, me gusta bañarme.

Capítulo III

Es un gran observador, y ve todo a través de los actos del hombre: no le gustan las comedias,
no escucha la música; sonríe rara vez; y sonríe de tal modo,
como si se burlara de sí mismo, y desdeñara su espíritu que puede llegar a sonreír por cualquier
cosa.
Hombres como él nunca tendrán el corazón tranquilo,
mientras contemplen a alguien más grande que ellos mismos.

JULIUS CAESAR

M ontoni y su acompañante no regresaron a casa hasta muchas horas después de que el
amanecer hubiera iluminado el Adriático. Los alegres grupos, que habían bailado toda la
noche en la plaza de San Marcos, se dispersaron antes de la mañana, como muchos espíritus.
Montoni había estado ocupado; su alma no se dejaba llevar fácilmente por los placeres. Le gustaban las
energías de las pasiones; las dificultades y las tempestades de la vida, que destruyen la felicidad de
otros, le levantaban y parecían fortalecer su mente permitiéndole los más altos entretenimientos de que
era capaz su naturaleza. Sin algo por lo que sintiera un fuerte interés, la vida para él era poco más que un
sueño; y, cuando fallaba el tema real que pudiera interesarle, lo sustituía con otros artificiales, hasta que
la costumbre cambiaba su naturaleza y dejaban de ser irreales. De esta clase era su hábito de jugar, que
había adquirido, primero, con el propósito de liberarse de la inanición, pero que había pasado a alcanzar
el ardor de la pasión. En esta ocupación había pasado la noche con Cavigni y un grupo de jóvenes, que
tenían más dinero que rango, y más vicio que cualquiera de las otras condiciones. Montoni despreciaba a
la mayoría por la inferioridad de su talento y no por sus inclinaciones viciosas y se asoció con ellos para
convertirlos en instrumento de sus propósitos. Sin embargo, algunos tenían habilidades superiores y unos
pocos eran admitidos por Montoni en su intimidad, pero incluso ante ellos mantenía un aire reservado y
altivo, que, mientras imponía la sumisión en los de mente débil y tímida, despertaba un odio profundo en
los más fuertes. Tenía, naturalmente, muchos y encarnizados enemigos; pero el rencor del odio que
despertaba probaba el alto grado de su fuerza; y como el poder era su máxima ambición, se veía
glorificado más por ser odiado de lo que podría haberse sentido de ser estimado. Desdeñaba el
sentimiento templado de la estima y se habría despreciado a sí mismo si pensara que era capaz de
sentirse halagado por ello.

Entre los pocos a los que distinguía, estaban los signors[21] Bertolini, Orsino y Verezzi. El primero
era un hombre de temperamento alegre, de fuertes pasiones, disipado y de gran extravagancia, pero

generoso, valiente y confiado. Orsino era reservado y altivo, le gustaba más el poder que la ostentación,
de temperamento cruel y desconfiado, rápido en sentirse herido e incansable en la venganza; astuto y
escurridizo en los intereses de los demás, paciente e infatigable en la ejecución de sus designios. Tenía
un dominio perfecto de su rostro y de sus pasiones en las que destacaban el orgullo, la venganza y la
avaricia y, cuando se trataba de satisfacerlas, pocas consideraciones tenían fuerza suficiente para
detenerle, pocos obstáculos se oponían a la profundidad de sus estratagemas. Este hombre era el favorito
de Montoni. Verezzi era un hombre de cierto talento, de exaltada imaginación, esclavo de sus pasiones.
Era alegre, voluptuoso y temerario; sin embargo, no tenía perseverancia o verdadero valor y en todos sus
actos se veía dominado por el egoísmo. Rápido para sus proyectos y sanguíneo en sus esperanzas de
éxito, era el primero en comenzar y en abandonar, no sólo en sus propios planes sino también en los de
las demás personas. Lleno de orgullo e impetuoso, se revolvía contra toda subordinación; no obstante, los
que conocían bien su carácter y la irregularidad de sus pasiones, podían conducirle como a un niño.

Esos fueron los amigos que Montoni presentó a su familia y en su mesa al día siguiente de su llegada
a Venecia. Acudieron otros nobles venecianos, el conde Morano y la signora Livona, que Montoni
presento a su mujer como dama de distinguido mérito y que, al visitarles por la mañana para darles la
bienvenida a Venecia, le pidieron que se quedara a la fiesta.

Madame Montoni recibió, con poca satisfacción, los cumplidos de los signors. No le agradaban,
porque eran los amigos de su marido; los odiaba, porque creía que habían contribuido a retenerle hasta
tan tarde aquella mañana; y los envidiaba, porque, consciente de su propio deseo de influencia, estaba
convencida de que Montoni prefería su compañía a la suya. El rango del conde Morano le proporcionaba
tal distinción que madame Montoni prefirió dedicarse a él. La altivez de su rostro y sus maneras, la
ostentosa extravagancia de su vestido, porque aún no había adoptado las ropas venecianas, formaban un
sorprendente contraste con la belleza, modestia, dulzura y sencillez de Emily, que observaba con más
atención que satisfacción a los asistentes. Sin embargo, la belleza y el fascinante comportamiento de la
signora Livona, atrajeron su atención, mientras que la dulzura de su acento y el aire gentil y amable
despertaron en Emily un grato afecto, como hacía mucho tiempo que no sentía.

Con la brisa fresca de la tarde el grupo se embarcó en la góndola de Montoni, dirigiéndose al mar. El
tono rojizo del sol que se ocultaba seguía cubriendo las olas y las aguas hacia el oeste, donde los últimos
rayos melancólicos expiraban lentamente, mientras el azul oscuro del éter empezó a titilar con las
estrellas. Emily se sentó, dejándose llevar por emociones pensativas y dulces. La suavidad de las aguas,
sobre las que se deslizaban, los reflejos de un nuevo cielo y el temblor de las estrellas sobre las olas,
con las siluetas de sombras de torres y pórticos, conspiraban con la tranquilidad de la hora, interrumpida
únicamente por el cruzar de las olas o las notas de alguna música distante, hasta elevar aquellas
emociones al entusiasmo. Según escuchaba el sonido medido de los remos, y los remotos murmullos que
traía la brisa, su mente recordó a St. Aubert y a Valancourt, y las lágrimas asomaron a sus ojos. Los rayos
de la luna, fortalecidos cuando las sombras se hacían más profundas, no tardaron en cubrir su rostro con
un brillo plateado, que estaba parcialmente tapado por un ligero velo negro, dándole una dulzura
inimitable. Era el perfil de una Madona, con la sensibilidad de una Magdalena y la mirada pensativa,
enturbiada con una lágrima que resbalaba por su mejilla y que confirmaba la expresión de su carácter.

El último eco de la música distante desapareció en el aire cuando la góndola se vio envuelta por las
olas y el grupo decidió hacer su propia música. El conde Morano, que estaba sentado al lado de Emily y
que la había estado observando en silencio desde hacía rato, sacó el laúd y pasó la mano por las cuerdas,
mientras su voz de tenor las acompañaba en un rondó lleno de tierna tristeza. Se le podría haber aplicado

aquella hermosa exhortación de un poeta inglés, si hubiera existido entonces:

¡Tañe, mi señor,
pero toca las cuerdas con suavidad religiosa!
Enseña a los sonidos a languidecer en el oído sordo de la noche
hasta que la Melancolía se levante de su lecho,
y la Indiferencia despierte su atención al concierto.

Con tales poderes de expresión el conde cantó el siguiente

RONDÓ

Suave como aquel rayo plateado, que duerme
sobre la corriente temblorosa del Océano;
suave como el aire, que arrastra ligero
aquella vela, que se hincha con orgullo majestuoso.
Suave como la nota que escapa al oleaje
que muere en las playas distantes,
o trinar de versos, que se sumergen remotos.
¡Así de suave mi pecho exhala mi suspiro!
Fiel como la ola al rayo de Cynthia,
fiel como el bajel a la brisa,
fiel como el alma al vaivén de la música,
o la música a los mares de Venecia.
Suave como aquellos destellos plateados, que duermen
sobre el seno tembloroso del Océano;
tan suave, tan fiel, tierno Amor llorará,
tan suave, tan fiel, contigo reposará.

La cadencia con la que pasó de la última estrofa a la repetición de la primera; la suave modulación
con la que su voz se detuvo en el primer verso, y la energía patética con que pronunció el último, tuvieron
la fuerza que sólo puede conseguir un gusto exquisito. Cuando concluyó, entregó el laúd a Emily con un
suspiro y ella, para evitar cualquier apariencia de afectación, comenzó a tocar de inmediato. Cantó una
pequeña aria melancólica, una de las canciones populares de su provincia natal, con tal sencillez y
sentimiento que la hizo encantadora. Pero aquella melodía tan conocida le trajo con tal fuerza el recuerdo
de escenas y personas, entre las que la había oído con frecuencia, que se conmovió, le tembló la voz y
dejó de cantar mientras las cuerdas del laúd eran tañidas por una mano incontrolada; hasta que,
avergonzada por haber revelado sus emocionas, pasó de inmediato a una canción tan alegre y movida que
los pasos de la danza casi parecían un eco de las notas. De los labios de su encantada audiencia se
disparó instantáneamente un Bravissimo! Se vio obligada a repetir el aria. Entre los elogios que
siguieron, los del conde no fueron los menos significativos, y cuando concluyeron, Emily entregó el
instrumento a la signora Livona, cuya voz lo acompañó con un gusto auténticamente italiano.

A continuación, el conde, Emily, Cavigni y la signora, cantaron canzonettes, acompañados por un par














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