pareció que llegaba vuestra voz con el viento, llamándome. No me atreví a replicar temiendo que el
centinela de puerta me oyera. ¿Estaba en lo cierto, señora, en mi sospecha, de que erais vos quien
hablaba?
—Sí —dijo Emily con un suspiro involuntario—, estabais en lo cierto.
Du Pont, al observar las emociones que había removido, cambió de tema.
—En una de esas incursiones por el pasadizo, que he mencionado, oí una extraña conversación —
dijo.
—¡En el pasadizo! —dijo Emily sorprendida.
—Lo oí en el pasadizo —dijo Du Pont—, pero procedía de una habitación que cruzaba por el muro, y
la capa era tan fina en las paredes y estaba tan deteriorada que pude distinguir todas las palabras que se
dijeron al otro lado. Montoni y sus acompañantes estaban juntos en la habitación, y él empezó a relatar la
extraordinaria historia de la señora que fue su predecesora en el castillo. Mencionó algunas
circunstancias sorprendentes y su conciencia dirá si responden o no exactamente a la verdad, aunque me
temo que se decidiera en contra de él. Pero vos, señora, tenéis que haber oído hablar de ese asunto al que
se refería en relación con el misterioso destino de la dama.
—Así es, señor —replicó Emily—, y me parece advertir que lo dudáis.
—Ya dudaba de ello antes del momento del que os estoy hablando —prosiguió Du Pont—, pero
alguno de los detalles mencionados por Montoni contribuyeron en gran medida a mi sospecha. El relato
que oí entonces casi me convenció de que él fue el asesino. Temblé por vos, más aún porque oí a alguno
de los invitados mencionar vuestro nombre de un modo que hubiera amenazado vuestra tranquilidad.
Sabiendo que la mayoría de los hombres impíos son con frecuencia los más supersticiosos, decidió que
ya que no podía despertar sus conciencias, podría asustarles para que no cometieran el crimen que
planeaban. Escuché atentamente a Montoni, y en los pasajes más sorprendentes de su historia intervine
repitiendo sus últimas palabras en un tono temeroso.
—¿No teníais miedo de ser descubierto? —dijo Emily.
—No —replicó Du Pont—, porque sabía que si Montoni hubiera estado enterado de la existencia del
pasadizo secreto, no me habría confinado en aquella habitación, a la que conducía. También sabía, por
otras razones, que lo ignoraba. El grupo no pareció oír mi voz durante algún tiempo, pero por fin se
asustaron tanto que abandonaron el salón, y al oír a Montoni que ordenaba a sus criados que lo
registraran, regresé a mi habitación, que estaba muy distante de esa zona del pasadizo.
,Recuerdo perfectamente haber oído la conversación que mencionáis —dijo Emily—, se extendió un
temor general entre las gentes de Montoni y debo reconocer que fui lo suficientemente débil como para
participar del mismo.
Monsieur Du Pont y Emily continuaron así hablando de Montoni, después de Francia y del plan de su
viaje. Emily le dijo que tenía la intención de retirarse a un convento en el Languedoc, donde había sido
tratada con gran amabilidad, y desde allí escribir a su pariente, monsieur Quesnel, e informarle de su
situación. Allí deseaba esperar hasta recuperar La Vallée, donde confiaba que sus ingresos pudieran
permitirle regresar. Du Pont le informó que las propiedades que Montoni había tratado de quitarle no
estaban perdidas del todo y la felicitó por haber, escapado de él, que, sin duda, tenía la intención de
tenerla secuestrada de por vida. La posibilidad de recuperar las propiedades de su tía para Valancourt y
para ella misma llenaron de júbilo el corazón de Emily, como hacía mucho tiempo que no sentía, pero
trató de ocultárselo a monsieur Du Pont, ya que además le produciría el doloroso recuerdo de su rival.
Continuaron conversando hasta que el sol empezó a declinar por el oeste. Du Pont despertó entonces
a Ludovico y reemprendieron la marcha. Descendieron gradualmente las últimas estribaciones del valle
hasta alcanzar el Amo, que siguieron por su margen durante muchas millas, disfrutando recuerdos que su
movimiento clásico revivía. A lo lejos oyeron las alegres canciones de los campesinos en los viñedos y
observaron el color amarillo con que se teñían las olas en la puesta del sol, mientras un tono púrpura
oscuro se extendía por las montañas en el crepúsculo hasta oscurecerse en la noche. Entonces las
lucciola, las luciérnagas de Toscana, empezaron a lucir entre las ramas, mientras que la cicala[32], con su
nota aguda, se hizo más clamorosa que incluso en el calor del mediodía, gozando mejor de la hora en la
que el escarabajo inglés, con sonidos menos hirientes,
retuerce
su pequeña pero sucia trompa,
tantas veces como se alza en medio del sendero sombrío,
contra el peregrino que pasa, en descuidado zumbido[33].
Los viajeros cruzaron el Amo a la luz de la luna, en una balsa, y al enterarse de que Pisa distaba sólo
unas pocas millas siguiendo el camino del río, trataron de llegar hasta allí en barca, pero como no
pudieron conseguirla, prosiguieron en sus cansados caballos hacia aquella ciudad. Según se
aproximaban, el valle se abría en una planicie cubierta de viñedos, maizales, olivos y zarzas; pero ya era
tarde cuando llegaron a las puertas, donde Emily se sorprendió al oír el ruido de pasos y el sonido de
instrumentos musicales, así como grupos alegres que llenaban las calles y que le produjeron la impresión
de estar de nuevo en Venecia. Sin embargo no había un mar iluminado por la luna, ni alegres góndolas
cruzando las olas, ni palacios Palladian, para cubrir de encantamiento la fantasía y despertar cuentos de
hadas. El Amo cruzaba la ciudad, pero no había música que brotara desde los balcones sobre las aguas;
sólo se oían las voces inquietas de los marineros a bordo de los barcos que acababan de llegar del
Mediterráneo; la melancolía de levar anclas y los agudos pitidos de los barcos, sonidos que los
sumergieron en el silencio. Sin embargo, sirvieron para recordar a Du Pont que cabía la posibilidad de
que hubiera algún barco que saliera pronto para Francia desde aquel puerto, con lo que se librarían de
tener que ir a Liorna. Tan pronto como Emily llegó a la posada, él se fue al muelle, pero después de sus
preguntas y las que hizo Ludovico, no tuvieron información de que saliera barco alguno con destino
inmediato a Francia y ambos regresaron al lugar de descanso. Allí, Du Pont trató también de saber dónde
estaba su regimiento, pero no pudo obtener información alguna. Los viajeros se retiraron pronto a
descansar tras las fatigas del día, y al siguiente se levantaron temprano, y sin detenerse a contemplar las
bellezas del lugar o las maravillas de la torre inclinada, siguieron su camino en las horas más frescas, a
través de un paisaje encantador, lleno de viñedos, maizales y olivos. Los Apeninos, que habían perdido
su aspecto temeroso e incluso grandioso, se suavizaban en la belleza del paisaje rústico y pastoril, y
Emily, según descendían, contempló encantada la ciudad de Liorna y su espaciosa bahía, llena de barcos
y coronada por hermosas colinas.
Se vio igualmente sorprendida y distraída cuando al entrar en la ciudad encontraron grupos de
personas con ropas de todas las naciones; una escena que le recordó las mascaradas venecianas que
había visto en la época del carnaval, pero aquí con toda seguridad, sin alegría, y ruido en lugar de
música, mientras que la elegancia sólo podía ser contemplada en los perfiles de las colinas que les
rodeaban.
Nada más llegar, monsieur Du Pont se fue al muelle, donde tuvo noticia de varios barcos franceses y
de uno en concreto que saldría a los pocos días para Marsella, donde podrían conseguir otro sin
dificultad para conducirlos a través del golfo de León hacia Narbona, en la costa distante sólo a unas
pocas leguas de la ciudad en la que estaba situado el convento al que Emily quería retirarse. En
consecuencia, convino inmediatamente con el capitán que les llevaría a Marsella y Emily se sintió feliz al
enterarse de que su pasaje a Francia era seguro. Se vio liberada por fin del terror de la persecución, y
con la grata esperanza de ver muy pronto su país, en el que estaba Valancourt, su ánimo se recuperó con
una ilusión que no recordaba haber tenido desde la muerte de su padre. En Liorna, Du Pont también tuvo
noticias de su regimiento y de que había embarcado para Francia, con lo que recibió la gran satisfacción
de que podría acompañar a Emily sin que su conciencia se lo reprochara o con temor a desagradar a su
comandante. Durante aquellos días evitó escrupulosamente disgustarla con la mención de su amor y ella
se vio inclinada a estimarle y compadecerle, aunque no estaba enamorada de él. Trató de entretenerla
mostrándole los alrededores de la ciudad y pasearon con frecuencia a la llegada y salida de los barcos,
participando de la alegría de los amigos que se encontraban y, a veces, derramando una lágrima de
simpatía por el dolor de los que se separaban. Tras haber contemplado una de estas últimas escenas,
escribió las siguientes estancias:
EL MARINERO
Suave llegaba el aliento de la primavera; tranquila crecía la marea;
y, azul, el cielo sonreía en su espejo;
la vela blanca se estreme cía, se inflaba, se dilataba,
los marineros activos se afanaban con el ancla.
De amigos anhelante, que vertían las lágrimas de la separación,
estaba apiñada la cubierta, ¡qué raudos vuelan los momentos!
El bajel vira, aparecen las señales de la despedida,
¡mudas están las lenguas, y elocuentes las miradas!
¡Llega el terrible y último momento! El grumete
esconde la gran lágrima, y sonríe por encima del dolor,
consuela a su novia triste, y promete eterna fidelidad.
«¡Adiós, amor mío, volveremos, volveremos a encontrarnos!»
Firme en la popa, agitando la mano, permanece;
la playa abarrotada se oculta, disminuye ante su vista,
según se desliza gradualmente el buque por las aguas;
ya no ve a su novia. «¡Adiós! ¡Adiós!»
La brisa de la noche gime débilmente, su sonrisa ha cesado,
la oscuridad apaga el crepúsculo carmesí del oeste,
se sube al palo más alto, para ver una vez más
la línea distante de la costa, donde quedan todos sus deseos.
Contempla su línea oscura en el cielo distante,
y la Fantasía le lleva a su pequeño hogar,
ve a su amor llorando, oye su suspiro,
consuela sus pesares, y le habla de júbilos que vendrán.
La tarde cede a la noche, la brisa al ventarrón invernal,
en una vasta sombra mares y playas reposan;
vuelve los ojos doloridos… su ánimo decae,
brota la lágrima del desaliento; ¡se dirige triste a la cubierta!
La tormenta de media noche se inflama, los marineros se aferran,
la sonda suena en lo profundo, pero no encuentra playas amigas,
el barco desventurado es lanzado rápido sobre las olas.
«¡Oh, Ellen, Ellen! ¡No volveremos a encontrarnos!»
¡Los relámpagos, que se esparcen por la vasta profundidad espumosa,
los renovados truenos, según redoblan por el cielo,
los fuertes, recios vientos, que se arrastran por el oleaje,
hacen temblar el ánimo firme, espantan al alma más brava!
¡Ah! ¡Cuánto vale el afanoso quehacer de los marinos!
¡El cordaje tirante se rompe, el mástil se ha rajado!
Los gritos de terror se esparcen por el aire,
se pierden después en la distancia.
¡El barco es lanzado contra las rocas!
¡Furiosas sobre el naufragio pasan las olas sumergidas,
la tripulación impotente se hunde en el rugiente océano!
Las débiles inflexiones de Henry tiemblan en un golpe de aire.
«¡Adiós, amor mío! ¡Nunca volveremos a encontrarnos!»
A veces, en la calma y en el silencio del atardecer,
cuando las brisas del verano se detienen en las olas,
¡se oye una voz triste al derramar
su dulce soledad sobre la tumba del pobre Henry!
Ya veces, a medianoche, se oyen melodías etéreas
alrededor de la sepultura, donde yace la sombra de Ellen;
¡el canto fúnebre no es temido por las doncellas del poblado,
porque el alma de los enamorados guarda la sombra sagrada!
Capítulo X
¡Oh! ¡El júbilo
de los proyectos jóvenes!, dibujados en la mente
con los relucientes y cálidos colores que derrama la fantasía
sobre cosas que aún no conocen, cuando todo es nuevo,
y ¡todo es hermoso!
DRAMAS SACROS
V olvemos ahora al Languedoc y a mencionar al conde De Villefort, el noble que sucedió en una
propiedad al marqués De Villeroi, situada cerca del monasterio de Santa Clara. Se recordará
que este castillo no estaba habitado cuando St. Aubert y su hija estuvieron en aquella zona, y
que el primero se conmovió profundamente al saber que se encontraba tan cerca del Chateau-le-Blanc, un
lugar sobre el que el viejo La Voisin había hecho después algunas insinuaciones que despertaron la
curiosidad de Emily.
Fue al comienzo del año 1584, el mismo en que murió St. Aubert, cuando Francis Beauveau, conde
De Villefort, tomó posesión de la casa y los extensos dominios llamados Chateau-le-Blanc, situados en la
provincia de Languedoc, en las costas del Mediterráneo. Esta propiedad, que durante varios siglos había
pertenecido a su familia, pasaba a sus manos a la muerte de su pariente, el marqués De Villeroi, que
había sido en los últimos tiempos un hombre de carácter reservado y austero, circunstancia que junto con
los deberes de su profesión, que le habían llevado con frecuencia a los campos de batalla, habían
impedido cualquier grado de intimidad con su primo el conde De Villefort. Durante muchos años habían
sabido muy poco el uno del otro, y el conde había recibido la primera noticia de su muerte, sucedida en
una parte distante de Francia, al mismo tiempo que los documentos que le concedían la posesión del
dominio Chateau-le-Blanc; pero hasta el año siguiente no decidió visitar la propiedad, estableciendo que
pasaría allí el otoño. Con frecuencia recordaba el ambiente del Chateau-le-Blanc, engrandecido con los
toques que una imaginación calenturienta aporta a los placeres juveniles, ya que, muchos años antes,
cuando aún vivía la marquesa, y a una edad en la que la imaginación es particularmente sensible a las
impresiones de alegría y entretenimiento, había visitado aquel lugar, y, aunque había pasado mucho
tiempo entre las vejaciones y problemas de los asuntos públicos que con demasiada frecuencia corroen el
corazón y oscurecen el gusto, las sombras de Languedoc y la grandeza de los distantes paisajes nunca
habían sido recordados por él con indiferencia.
Durante muchos años el castillo había estado abandonado por el fallecido marqués y, al estar
habitado únicamente por un viejo criado y su mujer se encontraba en clara decadencia. La supervisión de
las reparaciones que eran necesarias para convertirlo en una residencia confortable habían sido el
principal motivo para que el conde pasara los meses otoñales en Languedoc, y ni las protestas ni las
lágrimas de la condesa, porque en situaciones extremas hasta podía llorar, fueron suficientemente
poderosas para hacerle desistir de su determinación. La condesa se preparó, por ello, a obedecer sus
órdenes, que no pudo modificar, y a renunciar a las animadas reuniones de París —donde su belleza no
tenía generalmente rival y ganaba el aplauso al que su agudeza no recurría— por la sombría estancia en
los bosques, la solitaria grandeza de las montañas, las solemnidad de los patios góticos y las largas y
prolongadas galerías en las que sólo resuenan los pasos solitarios de las personas de la casa o el sonido
regular del enorme reloj que contempla todo desde lo alto. Desde estas melancólicas expectaciones trató
de consolarse recogiendo todo lo que había oído relativo a las alegres cosechas de las llanuras de
Languedoc, pero nada podía compensarla de la alegre melodía de las danzas parisinas, y la vista de las
fiestas rústicas de los campesinos poco podía aportar a su corazón, en el que incluso los sentimientos de
una tolerancia común habían decaído desde hacía largo tiempo por la corrupción del lujo.
El conde tenía un hijo y una hija, fruto de un matrimonio anterior, quienes, según decidió, deberían
acompañarle al sur de Francia. Henri, que tenía veinte años, estaba en el ejército francés, y Blanche, que
aún no había cumplido dieciocho, había estado confinada en un convento desde el segundo matrimonio de
su padre. La condesa, que no había tenido la habilidad suficiente ni inclinación para vigilar la educación
de su hijastra, había aconsejado este paso, y el temor a la superior belleza de Blanche le había impelido
desde entonces a servirse de cualquier medio para que se prolongara su reclusión. En consecuencia,
recibió una nueva mortificación al saber que no seguiría dominándole en este aspecto, pero le produjo
algún consuelo considerar que aunque Blanche saliera de su convento, las sombras de su estancia en el
campo ocultarían con un velo su belleza de la mirada pública.
La mañana en la que iniciaron el viaje los postillones se detuvieron en el convento por orden del
conde para recoger a Blanche, cuyo corazón latía emocionado ante el panorama de novedad y de libertad
que se le abría. Según se acercaba el tiempo de su salida, su impaciencia había aumentado de tal modo
que la última noche, en la que contó cada campanada de cada hora, le pareció la más tediosa de las que
había vivido. Por fin llegó la luz de la mañana, sonó la campana de maitines, oyó a las monjas que
bajaban desde sus celdas y saltó desde su almohada para dar la bienvenida al nuevo día, que la
emanciparía de las severidades del claustro y la introduciría en un mundo en el que los placeres sonreían
y la bonanza era bendecida; en el que, en resumen, ¡sólo reinaban el placer y la satisfacción! Cuando oyó
la campana de la gran puerta de entrada y el sonido que siguió de las ruedas del carruaje, corrió con el
corazón palpitante a la ventana, y al ver el coche de su padre en el patio, bailó con pasos etéreos por el
pasillo, donde tropezó con una monja que le traía un recado de la abadesa. Un momento después se
encontró en el refectorio, y en presencia de la condesa, que le pareció un ángel que la conducía a la
felicidad. Pero las emociones de la condesa al contemplarla no latieron al unísono con las de Blanche,
que estaba más hermosa que nunca, porque su rostro, animado por la sonrisa iluminada de la alegría,
resplandecía con la belleza de la felicidad inocente.