Cuando Verezzi se volvió, el odio mortal expresado en el rostro de su oponente despertó por primera
vez las sospechas de sus intenciones. Puso su mano en la espada y con gesto de contenerse a sí mismo se
dirigió a Montoni.
—Signor —dijo, lanzando una mirada significativa a Orsino—, no somos una banda de asesinos; si
tenéis trabajo para hombres bravos empleadme en esta expedición; contaréis con la última gota de mi
sangre; si sólo tenéis trabajo para cobardes, quedaos con él —señaló a Orsino—, y permitid que me
marche de Udolfo.
Orsino, aún más encendido, sacó de nuevo el estilete, y corrió hacia Verezzi, quien en el mismo
momento, avanzó con su espada, cuando Montoni y el resto del grupo interfirieron y los separaron.
—Ése es el comportamiento de un niño —dijo Montoni a Verezzi—, no de un hombre; debéis ser más
moderado con vuestras palabras.
—La moderación es la virtud de los cobardes —exclamó Verezzi—, son moderados en todo, menos
en miedo.
—Acepto vuestras palabras —dijo Montoni, volviéndose a él con fiereza y una mirada dura, y
desenvainando su espada.
—Con todo mi corazón —gritó Verezzi—, aunque no lo dije por vos.
Dirigió un golpe a Montoni; y, mientras luchaban, el villano Orsino hizo otro intento de acuchillar a
Verezzi y fue detenido de nuevo.
Los combatientes fueron separados finalmente; y, tras una larga disputa, se reconciliaron. Montoni
salió entonces de la habitación con Orsino, con el que mantuvo una reunión privada durante considerable
tiempo.
Mientras tanto, Emily, sorprendida por las últimas palabras de Montoni, olvidó, por el momento su
declaración de que debía continuar en el castillo, y pensó en su desgraciada tía, que, según le había
dicho, estaba en el torreón este. El hecho de que mantuviera los restos de su esposa tanto tiempo sin
enterrar le parecía un grado de brutalidad más sorprendente del que hubiera sospechado que Montoni
sería capaz de practicar.
Tras una larga batalla consigo misma, decidió aceptar su permiso para visitar el torreón y echar una
última mirada a los restos de su tía, que había sufrido tan fatal destino. Con esta decisión regresó a su
cámara, y, mientras esperaba a Annette para que la acompañara, trató de adquirir la fortaleza suficiente
para que la soportara en la terrible escena; porque, aunque temblaba ante la idea de su contemplación,
sabía que recordar el hecho de ese último acto de deber le serviría más adelante como consuelo.
Annette se presentó a Emily, y con gran dificultad, accedió a acompañarla hasta el torreón, pero
ningún argumento pudo hacer que prometiera que entraría en la cámara de la muerte.
Pasaron por el corredor, y al llegar al pie de la escalera por la que Emily había subido anteriormente,
Annette declaró que no iría más allá y Emily continuó sola. Cuando vio el rastro de sangre, que había
observado antes, su ánimo decayó y se vio obligada a descansar en las escaleras, al extremo de casi
decidir que no seguiría. La pausa de aquellos momentos le hizo recobrar su resolución, y continuó.
Al llegar cerca del descansillo, al que se abría la cámara superior, recordó que la puerta estaba
cerrada en su visita anterior y temió que siguiera igual. Sin embargo, se confundía en esta suposición, ya
que la puerta abrió a la primera hacia una habitación silenciosa y polvorienta, a la que echó una mirada
temerosa avanzando después lentamente, cuando oyó una voz terrible. Emily, que era incapaz de hablar o
de moverse, no dejó escapar sonido alguno de terror. La voz sonó de nuevo y, entonces, pensando que se
parecía a la de madame Montoni, el ánimo de Emily se recuperó instantáneamente. Corrió hacia una
cama que había en la parte más alejada de la habitación y abrió el dosel. En su interior apareció una cara
pálida y macilenta. Dio un paso atrás, avanzando de nuevo, temblando según levantaba la mano del
esqueleto que yacía sobre el colchón. La dejó caer y volvió la vista hacia el rostro con una mirada
insegura. Era el de madame Montoni, pero tan cambiado por la enfermedad que el parecido con lo que
había sido difícilmente se podía advertir en lo que contemplaba. Seguía viva y, levantando sus pesados
ojos, los volvió hacia su sobrina.
—¿Dónde has estado? —dijo con la misma voz quebrada—. Pensé que me habías olvidado.
—¿Vivís realmente —dijo Emily, al fin—, o sois una terrible aparición?
No recibió respuesta y volvió a cogerle la mano.
—Sois real —exclamó—, ¡pero estáis fría, fría como el mármol! —dejó caer la mano—. ¡Oh, si de
verdad vivís, hablad! —dijo Emily, en tono desesperado—, que no llegue a desmayarme. ¡Decidme que
me conocéis!
—Vivo —replicó madame Montoni—, pero creo que estoy a punto de morir.
Emily apretó la mano que había cogido con más fuerza, y gimió. Ambas se quedaron silenciosas
durante unos momentos. Entonces Emily trató de consolarla y le preguntó qué la había reducido a aquella
deplorable situación.
Montoni, cuando la hizo llevar al torreón bajo la improbable sospecha de haber atentado contra su
vida, había ordenado a los hombres que empleó para ello que observaran un estricto secreto. Estaba
influido por un doble motivo: quería apartarla del consuelo de las visitas de Emily, y asegurarse una
oportunidad para librarse de ella privadamente, en caso de que se presentaran nuevas circunstancias que
confirmaran sus sospechas sobre el asunto. Su conciencia del odio que merecía era suficientemente
lógica al principio para llevarle a pensar que madame Montoni había hecho un intento de acabar con su
vida; y, aunque no había otras razones para creer que ella estaba complicada en aquel atroz designio, sus
sospechas permanecían; continuó teniéndola confinada en el torreón bajo una guardia estricta; y, sin
piedad ni remordimiento, la había mantenido olvidada con una altísima fiebre hasta reducirla a aquella
situación.
Las huellas de sangre, que Emily había visto en las escaleras, procedían de una de las heridas de los
hombres que trasladaron a madame Montoni, y que había recibido en la batalla anterior. Aquella noche
los hombres se aseguraron de cerrar la puerta de la habitación de su prisionera y suspendieron la guardia;
por ello, Emily, en su primera visita, había encontrado el torreón silencioso y desierto.
Cuando intentó abrir la puerta de la cámara, su tía estaba dormida, y aquello ocasionó el silencio que
había contribuido a engañarla en la creencia de que ya no vivía. Si el terror le hubiera permitido insistir
en sus llamadas, probablemente habría despertado a madame Montoni y le habría ahorrado muchos
sufrimientos. El espectáculo en la cámara de entrada, que había confirmado posteriormente a Emily su
terrible sospecha, era el cuerpo de un hombre que había muerto en la pelea, el mismo que había sido
conducido al salón de los criados en el que Emily se refugió del tumulto. El hombre había vivido con sus
heridas algunos días y, poco después de su muerte, su cuerpo había sido llevado en el colchón, en el que
había muerto, por los sótanos de la capilla que Emily y Bamardine cruzaron antes de llegar a la cámara.
Emily, tras preguntar a madame Montoni mil detalles referentes a su situación, la dejó y buscó a
Montoni; porque el más solemne interés que sentía por su tía, hizo que no tuviera en cuenta resentimiento
alguno por su comportamiento anterior con ella ni la improbabilidad de que le concediera lo que pensaba
solicitarle.
—Madame Montoni se está muriendo, señor —dijo Emily, tan pronto como se encontró con él—.
¡Vuestro resentimiento no puede perseguirla hasta el último momento! Aceptad que sea sacada de aquella
terrible habitación y llevada a la suya y que le sean administrados los necesarios cuidados.
—¿De qué servirá todo eso si se está muriendo? —dijo Montoni, con aparente indiferencia.
—Servirá, al menos, para salvaros, señor, de algunos remordimientos de conciencia que sufriréis
cuando os veáis en la misma situación —dijo Emily, con imprudente indignación, pero Montoni ordenó
que se alejara de su presencia. Entonces, olvidando su resentimiento, e impresionada tan sólo por la
compasión ante el doloroso estado de su tía, que moría sin socorro alguno, se sometió humildemente a
Montoni y adoptó todas las posibilidades persuasivas que pudieran inducirle a ceder en favor de su
mujer.
Durante mucho tiempo se manifestó contra todo lo que dijo y comentó; pero finalmente, la divinidad
de la piedad, que brillaba en los ojos de Emily pareció tocar su corazón. Se volvió, avergonzado de sus
mejores sentimientos, a medias hosco y a medias condescendiente, pero finalmente consintió en que su
esposa fuera llevada a su propia habitación y que Emily la atendiera. Temiendo en la misma medida que
aquella ayuda pudiera llegar demasiado tarde o que Montoni pudiera retractarse de su concesión, Emily
casi no se quedó para darle las gracias, si no que, ayudada por Annette, preparó rápidamente la cama de
madame Montoni, y le llevaron un cordial que hiciera posible que soportara la fatiga del traslado en su
estado de debilidad.
Acababa de llegar madame a su propia habitación, cuando su marido dio la orden de que debía
permanecer en el torreón; pero Emily, dando gracias por haber realizado el traslado tan prontamente,
corrió a informarle de ello a la vez que le comunicaba que llevarla allí de nuevo sería fatal y que debía
aceptar que quedara donde estaba.
Durante aquel día Emily no dejó a madame Montoni ni un momento, excepto para preparar ligeros
alimentos que consideraba necesarios para sostenerla, y que madame Montoni recibió con silenciosa
aquiescencia, aunque se diera cuenta de que no la salvarían del final que se acercaba y que no parecía
tener interés alguno por vivir. Emily la cuidó con su solicitud más tierna, sin ver ya a su imperiosa tía en
aquel pobre cuerpo que tenía ante ella, sino a la hermana de su querido padre desaparecido, en una
situación que exigía toda su compasión y su afecto. Cuando llegó la noche, decidió quedarse con su tía,
pero fue decididamente prohibido por esta última, que le ordenó que se retirará a descansar y que sólo
quedara Annette con ella en la habitación. El descanso era, verdaderamente, imprescindible para Emily,
cuyo ánimo y resistencia se habían visto igualmente afectados por los acontecimientos y conmociones del
día; pero no quiso dejar a madame Montoni hasta pasada la medianoche, momento que entonces era
considerado como crítico por los médicos.
Poco después de las doce, tras haber indicado a Annette que se mantuviera despierta y que la llamara
en caso de que se presentara algún empeoramiento, Emily, dio las buenas noches a madame Montoni y se
retiró a su habitación llena de pesar.
Su ánimo estaba más deprimido que de costumbre por la lamentable situación de su tía, cuya
recuperación casi no se atrevía a esperar. Para su propia desgracia, no pudo ver el final, encerrada como
estaba en un castillo remoto, más allá del alcance de cualquier amigo, si lo tuviera, y más allá incluso de
la piedad de los desconocidos, sabiendo que estaba en poder de un hombre capaz de cualquier acto que
le pudiera sugerir su interés o su ambición.
Ocupada por reflexiones melancólicas y anticipaciones tan tristes, no se retiró inmediatamente a
descansar, sino que se apoyó pensativa en el abierto ventanal. La escena que se abría ante ella de
bosques y montañas, reposando a la luz de la luna, formaba un triste contraste con el estado de su ánimo;
pero el lejano murmullo de esos bosques y la vista del dormido paisaje, suavizaron gradualmente sus
emociones e hicieron brotar sus lágrimas.
Continuó llorando durante algún tiempo, ausente de todo lo que no fuera el sentimiento interior de sus
desgracias. Cuando, finalmente, apartó el pañuelo de sus ojos, advirtió, ante ella, en la terraza inferior, la
figura que había observado anteriormente, que estaba quieta y silenciosa frente a su ventana. Al darse
cuenta de ello, dio un paso atrás, y durante un momento el terror se sobrepuso a la curiosidad; pudo al fin
regresar a la ventana, y allí seguía la figura, que ya se atrevió a observar, aunque se sentía incapaz de
hablar, como había planeado. La luna brillaba con luz clara, y tal vez fue la agitación de su mente lo que
le impidió distinguir con algún detalle la forma que había ante ella. Seguía inmóvil y empezó a dudar de
si realmente era una figura animada.
Sus pensamientos se tranquilizaron lo suficiente como para recordarle que la luz la exponía a una
peligrosa observación, y cuando iba a retroceder para apartarla, vio cómo la figura se movía y que
agitaba lo que parecía ser un brazo, como para saludarla; y, mientras miraba, inmóvil por el miedo,
repitió la acción. Trató entonces de hablar, pero las palabras murieron en sus labios, y se alejó de la
ventana para retirar la lámpara. Cuando lo hacía, oyó, en el exterior, un gemido desfallecido. Se quedó
escuchando, sin atreverse a regresar, y lo oyó de nuevo.
—¡Dios mío! ¡Qué puede ser! —dijo.
Escuchó de nuevo, pero no llegó sonido alguno; y, tras un largo intervalo de silencio, recobró el
coraje suficiente para acercarse a la ventana donde vio de nuevo la misma aparición. La saludó de nuevo
y de nuevo también produjo un sonido grave.
«¡Ese quejido era sin duda humano! —se dijo—. Hablaré».
—¿Quién es —exclamó Emily con voz desmayada— el que pasea a esta hora?
La figura levantó la cabeza, pero de pronto comenzó a alejarse y se escurrió por la terraza. Miró
durante un largo rato cómo avanzaba a la luz de la luna, pero sin oír paso alguno, hasta que un centinela
del otro extremo de la muralla empezó a caminar lentamente hacia la ventana. El soldado le preguntó
respetuosamente si había visto pasar a alguien. Ante la respuesta negativa de Emily, el centinela no dijo
nada más pero siguió paseando hacia el otro extremo de la terraza y Emily le siguió con la vista hasta que
se perdió en la distancia. Como estaba de guardia, Emily sabía que no podría ir más allá de la muralla, y,
en consecuencia, decidió esperar su regreso.
Poco después, oyó su voz, en la distancia, llamando en voz alta; y después una voz aún más distante
contestó. Al momento se dio la voz de alerta. Según cruzaban a toda prisa los soldados por debajo de la
ventana, les llamó para preguntarles lo que había sucedido, pero pasaron sin mirarla.
El pensamiento de Emily volvió a la figura que había visto. «No puede tratarse de una persona de las
que viven en el castillo —se dijo—, se comportaría de modo muy diferente. No se aventuraría en la zona
donde están los centinelas, ni se situaría frente a una ventana donde podría ser observado; menos aún
saludarla, o expresar un sonido de queja. Sin embargo, no puede tratarse de un prisionero. ¿Cómo
obtendría la oportunidad de moverse así si lo fuera?».
Si hubiera sido una persona vanidosa, habría supuesto que la figura tendría que ser algún habitante
del castillo, que paseaba bajo su ventana con la esperanza de verla y que le fuera permitido declarar su
admiración; pero esta idea no se le ocurrió nunca a Emily, y, si así hubiera sido, la habría rechazado
como improbable, considerando que, cuando se había presentado la oportunidad de hablar, había cruzado
en silencio; y que, incluso en el momento en que ella había hablado, la forma había abandonado
abruptamente el lugar.