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Héctor Malverde - Guía De Novela Negra

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Published by @editorialsonar, 2021-03-19 19:01:24

Héctor Malverde - Guía De Novela Negra

Héctor Malverde - Guía De Novela Negra

«Uno de los raros divertimentos intelec-
tuales que aún le quedan a la humanidad es
la lectura de novelas policiacas. Esta opinión
tal vez le causará una suerte de estupor, no
tanto porque yo tenga predilección por
estos autores, que se encuentran entre mis
lecturas de cabecera, sino porque me atreva
a confesar que así es».

Fernando Pessoa

«Los hombres se acuestan con Rita Hay-
worth y se levantan conmigo».

Rita Hayworth



Índice



Introducción

¿Cuál es la mejor escena de la historia del cine? Empezamos bien…
Sinceramente, no me importa, a quién podría importarle, pero me en-
cantan estos juegos. ¿Cuáles son los tres mejores momentos de la historia
del cine? Si dejamos fuera los manierismos y otros excesos técnicos, yo me
quedo con los siguientes:

1. Grupo Salvaje de Sam Peckinpah: Holden, Borgine, Oates y un cuarto que
se me escapa vistiéndose para la muerte después de la última noche en
compañía de una dama.

2. Gilda de Charles Vidor: Rita Hayworth diciéndole a Glenn Ford: «Si fuera
un rancho me llamaría Tierra de nadie».

3. Los diez últimos minutos de Manhattan de Woody Allen: Woody
tumbado en el sofá con una grabadora sobre el pecho preguntándose: «why
is life worth living?», es decir: ¿qué cosas hacen que la vida valga la pena? Y él
mismo respondiéndose: Groucho Marx, el segundo movimiento de la
Sinfonía Júpiter, la grabación de Potatohead blues realizada por Louis
Armstrong, las películas suecas, La educación sentimental de Flaubert,
Marlon Brando, Frank Sinatra, las fabulosas manzanas y peras de Cézanne,
los cangrejos de Sam Wo, el rostro de Tracy… Woody corriendo por todo
Manhattan para llegar a tiempo antes de que Mariel Hemingway, cuyo
rostro podría justificar la existencia de cualquiera, se suba a un avión
directo a Londres.

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No sé si los cowboys de Peckinpah olvidaron algo en su camino y está claro
que Rita no se deja absolutamente nada en el tintero cuando suelta esas
perlas, pero siempre he tenido la sensación de que Woody olvida mencio-
nar un par de cosas y de que, entre esas cosas, hay al menos una que vale la
pena tener siempre a mano, al lado de la grabadora, por si necesitamos
responder a esa pregunta letal como una serpiente. Woody se olvida de la
novela negra, del hardboiled, de Poe y de Conan Doyle, del relato detectives-
co, de Bogart, a quien homenajea inolvidablemente, Play it again, Sam. Se
olvida de Hammett y de Chandler. Se olvida de la palabra mágica que
recorre su propia filmografía y también la historia del crime fiction: la
ciudad. Yo no tengo grabadora, pero también necesito responder esa
pregunta de vez en cuando. Entonces miro a izquierda y derecha, arriba y
abajo en mi biblioteca negra y empiezo a respirar mejor, más despacio, sin
esperanza y sin miedo. Woody se olvida de que algunos somos hijos de un
dios menor y que, además, no nos gustan los cangrejos, pero en cambio
temblamos con la descripción de unas piernas largas entrando en el
despacho de un detective pobre, pero honrado.

Seamos francos. Este libro no está muy lejos del gesto infantil de un
hombre belicoso, el resultado público de un ejercicio privado que me habrá
salvado del incendio más de una o dos noches. Es posible que también
pueda salvarles a ustedes, tan posible, al menos, como que se les queme la
casa, el coche y el jardín. ¿Un libro práctico, entonces? Sí y no. Al fin y al
cabo, a quién pueden importarle realmente las derivas funcionales de una
guía de la novela negra, la obsesión por la acumulación de conocimiento, la
pretensión hegeliana y voraz de abarcarlo todo, devorarlo todo sin rumiar
para poder presentar un buen currículum, la panza llena, los deberes
hechos… Saber más, leer menos. Peligrosa ecuación, mis queridos amigos.
Tal vez ésta no sea su guía ideal si es eso lo que están buscando. Quedarán
igual de bien en las cenas de empresa si citan a Espronceda o asienten con la
cabeza cuando el tipo del flequillo comience a hablar de Robbe-Grillet.
Nadie se va a enterar. Nadie se entera nunca de nada. Por eso es necesario
repetirlo todo una y otra vez, como hace Kjell Askildsen. Por eso hay que vol-
ver sobre los pasos de siempre, sobre los títulos y los autores de siempre para
insistir —bonita palabra— sobre las cosas de siempre, sobre lo que perma-
nece indeleble en cada callejón y en cada playa, en todas las trampas de

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nuestra biografía. Tengo para mí que la novela negra es una de las muchas
cosas de siempre sobre las que es necesario volver una y otra vez. ¿Para qué?
¿Para encumbrarla? ¿Para sacarla del arrabal? ¿Para decir cosas nuevas? ¿Para
decir cosas inteligentes?¿Para decir cosas nuevas e inteligentes?No. Hay que
volver a la novela negra para que no nos tiemblen las piernas cuando se nos
pase el efecto del calmante. Es necesario volver a la novela negra para decir
las cosas de siempre, pero sin titubeos: la violencia, la traición, la muerte, la
ciudad, la corrupción, la noche, la seducción, la jaqueca, el desamparo, el
imperio, la soledad, el sexo, la infamia, el misterio, la literatura…
Nomenclaturas todas para un mismo desconcierto, que decía Julio
Cortázar.

No he querido ser exhaustivo. No he querido rendirme a las clasifica-
ciones ni ponerlo todo en su lugar. No me interesa la pregunta platónica por
la esencia de la novela negra. Me gusta leer. Llevo veinte años viviendo en el
mismo portal y mi vida es tan predecible como la de cualquiera de ustedes.
Tan predecible, de hecho, que a menudo siento la necesidad de diseñar
mapas para la desorientación e instrumentos para el desvío, cartas
marítimas que generen la ilusión del sentido sobre la superficie del océano
indomable. La Guía de novela negra que el lector tiene en sus manos es mi
apuesta personal en mitad de la jungla. Estoy seguro de que muchos otros
exploradores habrán escogido otras sendas y empleado otros machetes.
Que descansen en paz.

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LOS PRIMEROS EN LLEGAR A LA ESCENA DEL CRIMEN

Los primeros en llegar a la escena del crimen no fueron los gendarmes ni las
moscas. Antes aparecieron una serie de escritores imprescindibles que, a lo

largo del S. XIX y durante los primeros años del S. XX, asentaron con sus
historias las bases del género negro.



Wilkie Collins

La piedra lunar (1868)

Quién sabe. Podría ser cierto que la verdad no
existe o que la verdad no importa o que, en todo
caso, a la verdad no se accede más que por ensoñación, muerte o
desamparo. Tal vez la verdad no sea más que una forma de hablar y la
literatura el arte de diseñar un mapa lo suficientemente certero como para
desactivar toda voluntad de certeza. De ser así, la misión del lector no
podría ser otra que la de bosquejar constelaciones sin temor, vergüenza o
cautela algunas. Exactamente la misma que la del escritor. La literatura es
un mapa del océano, como intuyó Perec, y el escritor no hace más que
sucumbir a la irresistible maleabilidad del terreno acuoso, nadar, depredar,
hacerse el muerto sobre la superficie y anhelar la tierra, inventar la tierra.
Todo esto aparece con claridad y distinción en la que T. S. Eliot considerara
la primera y mejor novela detectivesca de toda la literatura inglesa: La
piedra lunar, de Wilkie Collins. Relato coral de extraordinaria destreza
narrativa, exceso alucinógeno en cuyo decurso Collins nos cuenta la
historia de una profanación y de una piedra tan preciosa como maldita. En
su decimoctavo cumpleaños, la joven y hermosa Rachel Verinder ha de
recibir un extraño diamante de parte de su tío John Herncastle, coronel del
ejército inglés que durante la toma de Srirangapatha deshonra el espacio
sagrado de una poderosa divinidad hindú y arranca de su frente el diamante
maldito, desatando así una espiral narrativa que nos conducirá hasta
Yorkshire, Inglaterra, donde, la víspera del cumpleaños de la joven Rachel,
el diamante desaparecerá misteriosamente. El sargento Cuff, prototipo in-
discutible de tantos detectives de ficción posteriores, comenzará entonces
una investigación exhaustiva que permitirá a Collins articular una estruc-
tura sinfónica extraordinariamente trepidante y original con el fin de recu-
perar el diamante y devolverlo a su lugar de origen.

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Wilkie Collins pertenece a una curiosa constelación literaria y existencial: la
estirpe del láudano y la confesión escrita, la escuela del crimen y el paraíso
artificial que ya alimentara a Thomas de Quincey, Baudelaire, san Agustín o
el pequeño Rousseau (que adoraba los azotes). No obstante, el escritor inglés
también pertenece a un linaje de hombres sentados muchísimo más
importante. Como el Aristóteles de Dante, Wilkie Collins es, fue y será
«maestro de los que saben». Nacido en Inglaterra en 1824 y amigo íntimo de
Charles Dickens, Collins tiene el curioso mérito de haber sido un escritor
inmenso y rápidamente olvidado —por todos menos por Borges— que bien
pudiera ser considerado el fundador de la novela detectivesca contemporá-
nea. Aquejado de una extraña forma de artritis, se convirtió en un voraz
adicto al opio y escribió veintiséis novelas, entre las que destacan La dama
vestida de blanco, Antonina o la caída de Roma o No Thoroughfare, en colabora-
ción con Charles Dickens. Nunca perdió el sentido del humor (véanse los
despliegues opiáceos de su álter ego en el personaje de Francis Blake de La
piedra lunar) y se puede decir sin temor ni vergüenza ni cautela algunas que si
el resto de su obra resultara ser absolutamente infame (no es el caso), si
ninguno de sus otros libros mereciera otro destino que ser pasto de las
llamas, Wilkie Collins seguiría sentado y consumiendo opio en el noble
castillo de Dante. ¿Por qué? Por La piedra lunar, por el ejercicio magistral de
composición polifónica de La piedra lunar, por los personajes y las sombras de
La piedra lunar y, en particular, por el sargento Cuff, el inolvidable sargento
Cuff, un hombre sabio y valiente que amaba las rosas.

Arthur Conan Doyle

Estudio en escarlata (1887)

Sherlock Holmes es el detective de ficción más
famoso de todos los tiempos. Arthur Conan Doyle
es el creador de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle es, por

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tanto, el creador del detective de ficción más famoso de todos los tiempos.
Hasta aquí, todos de acuerdo, como en el caso de la mortalidad de Sócrates.
A partir de aquí, en cambio, agárrense a la mesa o a la silla o a cualquier
objeto anclado con firmeza en el suelo de sus buhardillas, porque nuestras
opiniones comienzan a divergir. Y es que, bien mirado, ¿qué significa ser el
detective de ficción más famoso de todos los tiempos? ¿Qué implica desde
un punto de vista estrictamente literario ser el detective de ficción más
famoso de todos los tiempos? ¿Qué es eso de todos los tiempos? Y, sobre
todo, ¿a quién le importa lo más mínimo que Sherlock Holmes sea el
detective de ficción más famoso de todos los tiempos? Valiente pregunta.
Sherlock Holmes es, sin lugar a dudas, el detective de ficción más famoso de
todos los tiempos. Más famoso que Philip Marlowe y Sam Spade juntos. Más
famoso que Auguste Dupin y, desde luego, muchísimo más famoso que el
padre Brown, el sargento Cuff, Samuel Gorby o el detective Lecoq. Sherlock
Holmes es incluso más famoso que el modelo histórico de Lecoq, Eugène-
François Vidocq (Arras 1775 - París 1857), que gozaba de la dudosa ventaja
de ser real. En cualquier caso, lo cierto es que la fama le ha hecho un flaco
favor tanto a A. C. Doyle como a Sherlock Holmes. Como escritor, Doyle
vale más de lo que parece. Su modelo narrativo está agotado, eso está claro,
pero lo cierto es que todos los modelos se agotan antes o después y que
arrastran a sus pobres copias. Así que mi propuesta de lectura del primer
relato de A. C. Doyle en el que aparece la figura de Sherlock Holmes no es
más que una invitación, y mi invitación requiere un cierto esfuerzo: el
esfuerzo de restar importancia al hecho folletinesco de que Sherlock
Holmes es el detective de ficción más famoso de todos los tiempos y de que
su creador, sir Arthur Conan Doyle, es el creador de Sherlock Holmes.

Arthur Conan Doyle nació en Escocia en 1859 y murió en Inglaterra en
1930. Estudió Medicina, se doctoró, abrió una clínica de oftalmología a la que
nunca, repito, nunca entró paciente alguno, coqueteó con la política y la
novela histórica e intimó a fondo con el espiritismo y las ciencias ocultas tras
la muerte de su hijo mayor en el campo de batalla. Pero lo más importante no
es esto. Lo más importante, como de costumbre, es que Doyle escribió sin
pausa durante toda su vida y que, gracias a un personaje basado en uno de sus
profesores de la facultad de Medicina, se convirtió en el icono indiscutible y

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en la cumbre más que discutible de la narrativa policial de todos los tiempos.
El profesor en cuestión es Joseph Bell, amante de los juegos y los métodos
deductivos. El personaje es Sherlock Holmes, un detective singular aficiona-
do al violín y a las pipas de tabaco, diestro en el manejo de los puños y el
razonamiento lógico y defensor a ultranza de una corriente de personajes
literarios que bien podríamos llamar la escuela espartana. Estudio en escarlata
es la primera novela de Arthur Conan Doyle y también la carta de presenta-
ción del detective Sherlock Holmes y de su leal acompañante, el Dr. Watson.
Dividida en dos partes, la obra recrea el escenario ficticio de un asesinato real
ocurrido en Londres por aquel entonces: el del panadero alemán Urban N.
Stranger. Una casa desierta, un cadáver sin heridas, agentes estupefactos de
Scotland Yard y una misteriosa palabra alemana escrita con sangre en la
pared, «Rache», es decir: «venganza». Estos cuatro elementos iniciales bastan a
A. C. Doyle para bosquejar —todavía con cierta rudeza— el carácter y el
estilo que posteriormente, sobre todo en El signo de los cuatro, Las aventuras de
Sherlock Holmes, El sabueso de los Baskerville y Su último saludo en el escenario,
harán mundialmente famoso al detective más célebre de todos los tiempos
pasados, presentes y venideros. Seamos justos, además de suspicaces. A. C.
Doyle ha pasado a engrosar el mobiliario estandarizado de nuestras casas y de
nuestras bibliotecas con fortunas diversas. Aquellos que, además de ubicar el
grueso volumen de sus obras completas en el estante superior de la chimenea
artificial, se hayan dedicado a la lectura de, al menos, Estudio en escarlata,
sabrán apreciar que Holmes ofrece, en realidad, mucho más de lo que sugiere
su comercialidad y mucho menos de lo que anhela su memoria. Hay que leer
a A. C. Doyle al menos una vez en la vida y como mucho dos. Hay que leerlo
sin esperanza y, sobre todo, sin complejos.

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Charles Dickens

El misterio de Edwin Drood (1870)

Chesterton nos lo ha enseñado todo. Chesterton es
como E. A. Poe. Nos lo ha enseñado absolutamente
todo. Chesterton es como Nabokov y como Jorge Luis Borges, un
hombre que sabe leer, un lector que, como todo buen lector en 1870,
se quedó con las ganas de leer el final imposible de El misterio de Edwin Drood, de
Charles Dickens. De hecho, Chesterton se quedó con tantas ganas que no tuvo
más remedio que exorcizar el aguijón o el demonio escribiendo un ensayo
sobre la última novela del maestro inglés, una novela bíblica y metafísica —si es
cierta aquella pamplina de que los últimos serán los primeros— pero, ante
todo, una novela policial de crimen y misterio. El misterio de Edwin Drood es la
última novela de Dickens porque Dickens se murió de repente y sin permiso
antes de terminarla, a los 58 años de edad en su casa de Gad’s Hill. El misterio de
Edwin Drood es la primera novela de Dickens si por primera entendemos la
primera novela policial de Charles Dickens, la primera novela en la que el
escritor inglés se da el capricho de narrar al modo de su queridísimo amigo
Wilkie Collins, relatar un desafío lógico y un misterio, un asesinato envuelto en
un ambiente opresivo y asfixiante que avanza con la agilidad de un gigante de
la literatura universal hacia la culminación de un final inesperado. Me da igual
lo que diga la crítica. La crítica es conservadora y, al contrario que el azar,
desprecia toda novedad. La crítica es asustadiza y no me importa lo más
mínimo: El misterio de Edwin Drood está a la altura de Grandes esperanzas y yo,
qué quieren que les diga, la prefiero sin remordimientos. Sueltos y rabiosos, los
perros seguirán ladrando ahí fuera. Ladrarán sin parar, dirán que Dickens
jamás debió rebajarse tanto, que nunca debió sucumbir a la tentación mediocre
del relato policial. Que ladren. Que ladren esos perros. Que sigan ladrando
mientras ustedes abren este libro y penetran en el fumadero de opio del East
End londinense y en el pueblecito más lúgubre de toda la historia de los
pueblecitos lúgubres: Cloisterham; que ladren mientras conocen ustedes a sus
extrañas y mohínas gentes, el cementerio, al sepulturero Durdles, la opresión,

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el matrimonio, la angustia. El misterio de Edwin Drood es la historia de la desa-
parición de Edwin Ned Drood, un joven condenado al matrimonio con la
ingenua Rosa Bud. Su enlace había sido acordado tiempo atrás por los padres
de ambos. Pese a ellos, los jóvenes se resisten y prefieren dar rienda suelta a sus
verdaderos sentimientos. Edwin y Rosa rompen su compromiso, el joven
desaparece, no queda de él más rastro que un reloj y un prendedor de corbata
abandonado en el lecho del río que cruza el pueblo y la plétora de potenciales
asesinos emerge como una ballena en mitad del océano. Dickens no defrauda y
perfila personajes complejos e irresistibles como el tutor del joven Drood, el
maestro de música opiómano John Jaspers, enamorado en secreto de la joven
Rosa y firme candidato al papel de asesino, o los gemelos Helena y Neville
Landless, enamorados de los futuros esposos y candidatos también, en especial
Neville, al premio gordo de la rifa. El sepulturero Durdles, el canónigo
Crisparkles, la institutriz Twinkleton, el detective Datchery… Supongo que en
ellos pensaba Borges cuando predicaba el adjetivo «imperecederos» de los
personajes de Dickens.

Dickens nunca debió morir, como Catulo, y, sobre todo, nunca debió
dejar inacabada esta espléndida novela… Estoy bromeando. Por supuesto
que debió dejarla inacabada. A veces tengo la sensación de que Dickens se
murió para fastidiar al lector medio que de vez en cuando visitaba sus
novelas, o para fastidiar a Wilkie Collins, para obligarle a pelear con los
sacacuartos que trataron de convencerle sin éxito de que terminara la obra
de su amigo, o para reírse de la propia muerte. Dickens murió de un síncope
a los cincuenta y ocho años en su casa de Glad’s Hill para reírse de la muerte,
para pillarla a contrapié, para que la muerte entienda y sufra su propia
impaciencia. Y para acabar de una vez por todas con el imperio del desenlace.

Se dice pronto, pero Charles John Huffam Dickens es uno de los escritores
más importantes de la historia de la literatura universal. Hijo de una mujer de
clase media y de un hombre con tendencia al despilfarro, lector voraz,
autodidacta, niño empleado doce horas diarias en una fábrica de betún para
calzado a la que con gusto hubieran pegado fuego Marx y Engels, reportero,
cronista parlamentario, actor aficionado, padre de diez hijos, defensor
público de las prostitutas y los derechos humanos, amigo de Wilkie Collins,
lector, estímulo, aguijón de Roman Polanski y maestro de los intestinos, la

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risa y los afectos. Si tuviera que escoger una frase de toda la literatura de
Dickens esa frase sería una frase de Roberto Bolaño en una reseña sobre 84,
Charing Cross Road, de Helen Hanff. Bolaño dice que, a veces, uno puede
encontrar en Hanff «el oscuro mecanismo de ciertos textos de Dickens: las
mejores lágrimas son las que nos hacen mejores, y las mejores lágrimas,
asimismo, son las que no se alejan demasiado de la risa».

Émile Gaboriau

El caso Lerouge (1866)

Hacia finales del siglo XIX, el asesinato en París de la
viuda Claudine Lerouge empujaría a Émile Gabo-
riau a la redacción de su primera novela policial y,
con ella, a su inmediata inclusión en el panteón de los escritores
ilustres del legal thriller o el roman policier, como ustedes prefieran. La novela
narra las peripecias del singular Tabaret Tirauclair, detective aficionado y
proclive al tropiezo que se propone resolver el asesinato de Claudine
Lerouge, la viuda Lerouge, cuyo cuerpo muerto aparece tendido en el suelo
de su casa parisina, en mitad de un gran desorden y con evidentes signos de
violencia. La noticia es publicada en los periódicos. Valeria Gerdy, amiga
personal de Tirauclair y madre del pupilo de este último, muere inmediata-
mente de un ataque cardíaco al leer la noticia del asesinato de la viuda
Lerouge. Tirauclair acude a la residencia de la señora Gerdy con el fin de
revelar el vínculo entre ambas muertes. Descubre entonces que las dos
mujeres guardaron durante años un misterioso secreto cuyo desvelamiento
podría comprometer a reputados miembros de la aristocracia francesa de
finales del siglo XIX. El tono folletinesco y el trasfondo de la crítica social
permite a Gaboriau articular una novela excelente en la que se combinan con
agilidad y destreza el placer clásico de la paulatina resolución del misterio
con la crítica de las instituciones sociales y la falibilidad del sistema judicial.

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Émile Gaboriau se parece a Chéjov, a Kafka, a Byron y a Perec. Se parece,
incluso, a John Keats y a Giacomo Leopardi. Se parece mucho, por desgracia,
y tan sólo en lo estrictamente biográfico: todos murieron demasiado pronto.
Por eso sorprende la versatilidad y la calidad vital de este francés nacido en
Saujon en 1832 que durante sus escasos cuarenta años desempeñó labores
tan dispares como las de empleado de aduanas, periodista en Italia y
colaborador de La pays y Le petit journal, militar destinado en África durante
años, escritor pionero del roman policier… Profundamente influenciado por
Balzac y Poe y versado en el arte.

E. W. Hornung

Ladrón de guante blanco (1899)

Es usted un caballero y un ladrón. Y, además, un
empresario. No lo parece, pero estoy hablando de
Raffles, el gentleman cambrioleur creado por E. W.
Hornung a finales del XIX cuyas andanzas se reúnen en cuatro
libros de relatos: Ladrón de guante blanco, La máscara negra, Un ladrón
en la noche y El justiciero Raffles. Hablo de Raffles, pero lo cierto es que podría
estar hablando de cualquier héroe antimoderno o de cualquier antihéroe
moderno o del mismísimo Roger Moore en El santo de Leslie Charteris, o de
Cary Grant interpretando a John Robie en Atrapa a un ladrón de Alfred
Hitchcock, el ladrón de joyas que conquista irremediablemente a la desafor-
tunada Grace Kelly en la Riviera francesa. En fin, mucho rizoma y poca raíz.
Más acertado sería buscar comparaciones en la biografía de Hornung y tratar
de entender por qué el cuñado de A. C. Doyle representa el reverso perfecto
de las buenas maneras de la Inglaterra victoriana de finales del XIX, y por qué
lo hace, además, en clave literaria y biográfica. Nacido en Middlesbrough en
1866, Hornung se convirtió en periodista poco antes de casarse con Cons-
tance «Connie» Doyle, la hermana del creador de Sherlock Holmes, y co-

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menzar a hacer de sí mismo una perfecta antítesis de su cuñado y un
excelente representante de los naughty nineties de la Inglaterra victoriana,
herederos de Oscar Wilde y tenistas, bebedores y jugadores de cricket, cínicos
groseros exquisitamente elegantes, escritores de ficción aficionados al
crimen… Hornung era todas estas cosas. Todas menos bebedor, creo. Sobre
todo era escritor. Un escritor al que apenas leemos en la actualidad pero que,
como recuerda George Orwell en su ensayo Raffles y Miss Blandish, constituye
sin duda un referente de la literatura coloquial y la sátira social, magistral en
la factura de un ladrón sentimental y apuesto, un caradura irresistible
acompañado siempre por su fiel camarada Bunny —reverso, a su vez, del Dr.
Watson—. Ladrón de guante blanco es la presentación de esta pareja de
bribones románticos y de sus interminables fechorías, un referente tal vez
prescindible pero indiscutible del crime fiction y una excusa excelente para
dejar de lamentarse y leer como es debido.

Fergus Hume

El misterio del coche de punto (1886)

Nadie se acuerda de Fergus Hume y El misterio del
coche de punto. Ni siquiera Borges, que se acuerda
de casi todo y que, para demostrarlo, rescató a
Wilkie Collins del más sordo de los olvidos. Nadie se acuerda de
Fergusson Wright Hume. Los incautos dirán que la culpa la tiene
A. C. Doyle, como siempre; que la culpa es de Doyle o, si no de Doyle, de
Gaboriau, que cometió el delito de vender libros como rosquillas en
Australia y cuya popularidad sirvió de inspiración al bueno de Hume, un
hombre de leyes que quería hacer teatro y que terminó conformándose con
la publicación de una novela que los de Stanford no dudan en calificar como
«la novela de detectives más maravillosa del siglo», del siglo victoriano,
entiéndase. Lo cierto es que la culpa de que nadie se acuerde ya de Fergus

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Hume y de su novela El misterio del coche de punto —excelente, oscura,
apetitosa, de callejón, sin miedo— la tienen más bien la geografía y el azar,
que siempre se han tirado los trastos. De no haber emigrado con cuatro
años a Nueva Zelanda y publicado El misterio… en Australia, Hume sería
recordado en nuestros días por delante de Gaboriau y por detrás de A. C.
Doyle —como siempre también, pero por los pelos—; Hume sería un
clásico si hubiera nacido en Francia o en Irlanda o en Italia, lejos de
Melbourne, en cualquier caso, y de las peligrosas calles de Melbourne, que
es donde comienza a bocajarro y sin contemplaciones esta obra indispensa-
ble. El conductor de un taxi descubre de repente que su pasajero está
muerto y que el hombre que lo acompañaba hasta hacía unos instantes ha
desaparecido sin dejar rastro. Nadie conoce la identidad del cadáver ni, por
supuesto, la del asesino. El detective Samuel Gorby tendrá que bucear en
los ambientes más sórdidos del paisaje urbano de Melbourne tratando de
descifrar un crimen que nos permitirá visitar la enrarecida atmósfera de la
ciudad, atravesando el ritmo nocturno del chantaje, la extorsión y el humo
denso de escenarios magistrales y asfixiantes diseñados por el abogado
Hume. La novela se convirtió inesperadamente en un auténtico best-seller,
hasta el punto de inspirar y animar la redacción del primer libro de sir
Arthur Conan Doyle, Estudio en escarlata.

Tampoco nadie se acuerda ya de la naturaleza absolutamente
accidental de su éxito. Ansioso de reconocimiento popular y con el fin de
hacerse un nombre entre los dramaturgos australianos de la época, Fergus
Hume solicitó a un editor de cierto renombre su más sincera opinión: si
quieres vender —se le dijo—, escribe como Gaboriau, escribe novelas
negras, de misterio, con asesinatos, un poco de intriga, ambientes inquie-
tantes, incursiones en la mente del criminal, ¡¡Gaboriau, Gaboriau!! Ignoro
si Hume frecuentó a los criminales australianos y a sus peculiares mentes,
pero lo que a buen seguro frecuentó, lo que se trilló y sabe bien cualquiera
que haya leído su prefacio a la segunda edición de su mejor libro, es que
Hume habitó noches enteras en los bajos fondos de Melbourne, que se pasó
las horas vivas y también las muertas en Little Baker Street con el fin de
captar el tono rancio y exquisito de los arrabales y que, sin duda, lo
consiguió antes de regresar a Inglaterra y seguir escribiendo y morirse sin
más, como cualquiera, a los 73 años de edad y con más de cien novelas a sus

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espaldas. Hay al menos diez razones de peso para leer este libro una y otra
vez. Me quedo con una, la más liviana: la sospecha de que el olvido sabe leer
y que, además, es un amante celoso, que selecciona a sus clásicos con el más
refinado de los olfatos.

Edgar Allan Poe

Los asesinatos de la calle Morgue (1841)

Habría que retroceder mucho y en griego, además,
para encontrar los orígenes de la fascinación
racional por el colapso de la razón. El nudo, la
contradicción, la aporía, el misterio. Habría que llegarse hasta el
enigma délfico y no perder de vista a Heráclito ni a Hegel ni al
mismísimo Nicolás de Cusa. Habría que ponerse serios y muy laberínticos
para comprender que la arquitectura matemáticamente perfecta que
encierra al minotauro no es más que una excusa, una estrategia de despiste, el
lugar geométricamente perfecto en el que habita la potencia irracional por
excelencia. El secreto. El horror. La vergüenza. De este viaje volveríamos
exhaustos. Volveríamos frustrados. Nos sonreiríamos al pensar que no era
necesaria tanta Creta ni tanto Heráclito para satisfacer nuestra sed de
contradicción, que la dialéctica no debe pasar siempre y sólo por el suabo más
pesado de todos los tiempos, y que el enlace mortal de la razón con su delirio
y su exceso está siempre tan cerca como un buen escritor catalogado en un
estante. Volveríamos de Delfos sabiendo que todos los griegos que importan
están en Baltimore, que todos los secretos relativos a la frágil membrana que
separa la razón del abismo también están en la narrativa gótica y policial de
Edgar Allan Poe, en el horror corvado, en el arte inigualable de Poe, tan
simple y certero como un disparo a bocajarro en el pecho de un hombre: la
inteligencia pura entregada al enigma de sus propios límites, el análisis
aplicado a la resolución matemática de la crueldad, el crimen y el horror, el

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delirio poético del amor y la muerte sometidos a la métrica más comedida, al
rigor estético y la elegancia.

Edgar Allan Poe nació en Boston, Massachusetts, en 1809, y murió en
Baltimore, Maryland, en 1849. Apenas unos meses después de su muerte, ya
era considerado el padre del relato policial y el maestro indiscutible del
horror y la literatura gótica. Hijo de actores itinerantes, huérfano a los 3 años
de edad, miserable sin descanso, viudo, periodista, escritor, poeta, pionero
del relato de ciencia ficción, Edgar Allan Poe se tambaleó durante toda su
vida entre las paredes de un cuarto oscuro y maloliente en el que el amor, la
muerte, la escasez, la adicción, la enfermedad y la locura camparon a sus
anchas. Si uno consigue detener el paso y mirar con calma la obra completa
del norteamericano, observará sin esfuerzo que, por encima de toda
sofisticación gótica, por encima de la pesadilla, el crimen y el rigor científico,
se eleva probablemente uno de los mejores escritores de relatos cortos de
toda la historia de la literatura universal. Los crímenes de la calle Morgue es un
buen ejemplo de ello. Los cadáveres horriblemente mutilados de dos mujeres
aparecen en una habitación herméticamente cerrada de la parisina rue Mor-
gue. Auguste Dupin, el detective amateur de Poe que servirá de modelo al
mismísimo Sherlock Holmes, se hará cargo de la investigación ante la
incapacidad de la policía para resolver los asesinatos, conduciendo una
pesquisa de espectacular sofisticación lógica y analítica que desembocará en
la resolución brillante e inesperada de la aporía inicial. Junto con El misterio de
Marie Rôget, La carta robada y El escarabajo de oro, Los crímenes de la calle Morgue
configuran una constelación narrativa muy precisa en la literatura de E. A.
Poe: se trata de relatos policiales en los que la naturaleza del misterio queda
reducida al enigma puramente intelectual, el misterio es un problema, el
problema es un desafío intelectual y el desafío intelectual es siempre
susceptible de explicación científica y resolución. En ellos prima el compo-
nente lógico por encima del elemento metafísico y fantasmagórico caracte-
rístico de otras composiciones. Poe establece los cimientos del relato
detectivesco y muestra, con una elegancia que raya en lo insoportable, que la
razón humana no es más que exceso, exuberancia y apetito, un juego de
máscaras y cálculos perversos que nunca logrará satisfacer el hambre voraz y
sin objeto de un fondo irracional que nos empuja, nos arrastra y nos devora.

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Maurice Leblanc

Arsenio Lupin, caballero ladrón (1907)

Maurice Leblanc y la palabra rocambolesco tienen
en común mucho más de lo que parece. Según el
Diccionario de la Real Academia Española, rocambolesco es un
adjetivo dicho de una circunstancia o de un hecho, generalmente
en serie con otros: extraordinario, exagerado o inverosímil. ¿Saben de
dónde viene el vocablo? Se lo cuento encantado: rocambolesco es un término
parecido a kafkiano, acuñado en relación a un personaje de ficción creado
por el escritor francés del XIX Pierre Alexis, vizconde de Ponson du Terrail.
El personaje en cuestión no es otro que el bueno de Rocambole, anteceden-
te literario de todos aquellos personajes detectivescos cuya singularidad
consiste en operar desde la dimensión más ambigua e incorrecta de la ley:
ladrones de guante blanco, detectives con malas artes, pícaros y caraduras
que, sin embargo, se enfrentan constantemente a poderes más oscuros que
ellos mismos. Rocambole es el padre de Raffles, como habrán adivinado.
Pero también es el padre de Arsenio Lupin, caballero ladrón con el que
Maurice Leblanc se ha ganado un asiento cómodo y bien mullidito en el
patio de butacas de los orígenes del género detectivesco. Abogado, médico,
conocedor de las lenguas clásicas más muertas y amante de la prestidigita-
ción, Lupin es un experto luchador marcial que domina el boxeo y el jiu
jitsu. Guapísimo, por supuesto, el personaje ha sido considerado por el
mismísimo Sartre un «Cyrano de los bajos fondos», un gentleman cambrio-
leur que resuelve con elegancia y astucia los casos más complicados con los
que debe enfrentarse el departamento de policía y que, por su parte, no cesa
de enfrentarse a individuos tan renombrados como el comisario Ganimard,
su clásico oponente, o el propio investigador británico Sherlock Holmes.
Arsenio Lupin, caballero ladrón es un conjunto de relatos que narra las
peripecias de este ladrón de guante blanco metido a detective ocasional que
deslumbra y divierte con su encanto, su sentido del humor y su extraordi-
naria inteligencia.

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Maurice-Marie-Émile Leblanc nació en Ruán en 1864 y murió en
Perpiñán en 1941. Hijo de un constructor naval, estudió Derecho y trabajó
un tiempo en la empresa familiar. Más tarde se dio a conocer en París con
novelas analíticas, que le valieron la estima y la protección de Guy de
Maupassant. Leblanc alcanzó la fama por su personaje de Arsenio Lupin,
que apareció por primera vez en una publicación mensual llamada Je sais
tout entre 1905 y 1907, con el título de Arsenio Lupin, gentleman y ladrón.
Desde entonces, se dedicó casi exclusivamente a las aventuras de su héroe,
en innumerables novelas y recopilaciones de historias cortas.

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LOS SABUESOS MÁS CLÁSICOS

Deliciosos y elegantes misterios ambientados en caserones de la campiña
inglesa, vetustos claustros universitarios o exclusivos cruceros. Asesinatos,
secuestros y robos millonarios que no quedarán sin solución, ni lo duden,

una vez entren en escena el padre Brown y compañía.



Margery Allingham

El tigre de Londres (1952)

De las muchas plumas pertenecientes a la edad dorada del crime
fiction británico, pocas serán recordadas por sus logros en el lado
oscuro. La mayoría lo serán por sus detectives, por sus escenarios,
por la complejidad de la trama y el impacto de la resolución, por el brillo, en
fin, del enigma. Pero muy pocas serán recordadas por la destreza en el arte de
la descripción del crimen y, menos aún, del criminal. Por la destreza, la
crudeza y la belleza en la representación del mal, Margery Allingham será,
sin duda, una de esas figuras. Y lo será gracias a Jack Havoc, un criminal
inolvidable, un asesino sanguinario e insaciable que abandona los escenarios
asépticos de Agatha Christie para sumergirse en la neblina de las callejuelas
londinenses de la posguerra. El tigre de Londres es la mejor obra de Allingham,
eso está claro, y en ella aparece el psicópata Jack Havoc acompañado de una
plétora de personajes imprescindibles combinados con singular destreza.
Meg Elginbrode está a punto de casarse con Geoffrey Levett cuando
comienza a ser víctima de una extraña forma de extorsión. Meg está
recibiendo anónimos que parecen sugerir que Martin, su difunto marido, no
está tan muerto como parece. Si Martin murió en la guerra, ¿por qué aparece
en esas fotografías recientes? ¿Y quién las envía? Simultáneamente, el cruel
asesino Jack Havoc ha escapado de la cárcel y vaga por las calles de Londres
como un coyote encerrado en una galería de arte. Los argumentos comien-
zan a multiplicarse y las historias de Meg y de Havoc, aparentemente
independientes, terminarán por estrellarse ante los ojos atentos del refinado
detective Albert Campion.

Margery Allingham nació en Inglaterra en 1904 en el seno de una familia de
escritores y amantes de la literatura. Aquejada de una disfunción del habla, se

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convertiría desde muy pronto en una de las mejores representantes de los
mejores años de la edad dorada de la ficción criminal británica con obras
como Muerte de un fantasma, Más trabajo para el enterrador, Milla del misterio o
Peligro dulce. Su mayor logro poético se llama Albert Campion, uno de esos
detectives elegantes y afables que se quedan en la retina durante más tiempo
del esperado.

Nicholas Blake

La bestia debe morir (1938)

La bestia debe morir. El título es precioso, un título de resonancias
italianas que me recuerda a la estatua de Giordano Bruno en
Campo dei Fiori, la pira de fuego que devoró al autor de Expulsión
de la bestia triunfante, un título dantesco en el mejor sentido del término,
aquel que alude al poeta florentino en cuya Divina Comedia se basaron
Borges y Bioy Casares para su selección de los mejores títulos del relato
policial, El séptimo círculo. En la Divina Comedia, el séptimo círculo del
Infierno es el que Dante reserva a los violentos. Los violentos contra sí
mismos y contra Dios, contra la Naturaleza y contra la sociedad. El
minotauro es su suplicio. Borges y Bioy abren su antología con un título en
ocasiones considerado como una de las mejores obras del género detecti-
vesco de todos los tiempos. No digo que sí ni que no. El título es precioso y
la novela espectacular. Y, por si fuera poco, está íntegramente sumergido en
esa piscina oscura y apetitosa que los sabios llaman venganza. Por lo que a
mí respecta, es más que suficiente.
La bestia debe morir narra la historia de Frank Cairne, un escritor de
novela detectivesca cuyo hijo muere atropellado por un conductor que se
da a la fuga. Cairne, como Dante, llama a las puertas del Infierno y una voz
le dice que lo difícil es salir, que entrar en el Averno es tarea bien sencilla,
pero salir, mi querido amigo, eso ya es otra historia. Cairne no escucha la
voz de la Sibila y comienza a elaborar un plan perfecto para rastrear,

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encontrar y eliminar al asesino de su hijo, una estrategia sofisticada y
sedienta de sangre que, sin embargo, desembocará en un estallido de
intensidad completamente inesperado para el lector. Me encanta este libro.
Me encanta el título, me encanta el tempo, me gusta irremediablemente el
apellido del detective Nigel Strangeways.

Nicholas Blake es el seudónimo del poeta Cecil Day Lewis, padre del
actorazo que todos recordamos y profesor de Poesía en la Universidad de
Oxford, nacido en Irlanda en 1904 y muerto en 1972. Lewis empleó el
nombre de Blake para escribir más de una veintena de novelas policiales
mientras coqueteaba con el activismo izquierdista y la compañía de W. H.
Auden. En 1968 fue nombrado Poet Laureate por la Corona británica en
sustitución de John Masefield. Escribió dos novelas infantiles y tradujo
Eneida, Bucólicas y Geórgicas de Publio Virgilio Marón, el guía de Dante en
los Infiernos.

John Dickson Carr

El hombre hueco (1935)

Sucede con frecuencia: autores norteamericanos pertenecien-
tes a las más diversas disciplinas deciden trasladar sus huesos, sus
tramas, sus guiones o sus exposiciones permanentes a suelo
británico. John Dickson Carr es uno de los mejores ejemplos de escritor
anglófilo estadounidense. En concreto es, con toda probabilidad, el novelista
norteamericano perteneciente a la edad dorada de la novela policial que más
personajes ha colocado en el Reino Unido y que lo ha hecho, además,
enfatizando las English manners tanto en el estilo refinado de sus obras como
en la selección de los contenidos y en la factura de los personajes. Dickson
Carr ha sido considerado uno de los maestros del así llamado «misterio de
habitación cerrada», que alcanza en El hombre hueco su grado de perfección

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máxima. La novela cuenta con el detective predilecto de Carr y de sus
lectores, el excéntrico y más bien sibarita Dr. Gideon Fell, un lexicógrafo
gordo como un tonel que apenas puede caminar por su propio pie y que, sin
duda, constituye un homenaje de Dickson Carr a su admirado Chesterton.
La novela abre sus puertas en una taberna de Bloomsbury donde el profesor
Grimaud y unos amigos se deleitan conversando y bebiendo cerveza hasta
que son interrumpidos por un misterioso caballero vestido de negro. El
hombre les habla de un individuo aterrador que sale de su propia tumba y se
desliza por toda la ciudad sin ser visto, atravesando puertas y muros. El
misterioso caballero advierte al profesor Grimaud que ese hombre, ayudado
por un hermano al que puede invocar, amenaza con hacerle daño. Grimaud
se ríe en su cara como habríamos hecho todos (¿no?), pero unas noches más
tarde y, como era de esperar, el profesor aparece muerto en una habitación
cerrada a cal y canto. El hombre hueco, en efecto, parece haber penetrado en
su habitación atravesando toda resistencia sólida para desvanecerse después
del crimen. El Dr. Fell tendrá que ocuparse de éste y de otro caso misterioso
en el que un hombre ha sido encontrado muerto en mitad de la nieve sin
pistas ni huellas a su alrededor. Carr desenvuelve la trama como si se la
estuviera explicando a un niño pequeño, al niño pequeño que siempre
seremos, ese que abre la boca y los ojos con estupor, miedo y esperanza
mientras termina el espectáculo.

Muchos se preguntan por qué Carr cultivó el estilo de la escuela británica y
por qué ambientó sus mejores obras en suelo inglés. Bien, buena pregunta.
Tal vez sea tan sencillo como que John Dickson Carr nació en Estados
Unidos en 1906 pero vivió buena parte de su infancia en el Reino Unido. Hijo
de un congresista estadounidense por el estado de Pensilvania, Carr admiró,
estudió y ejerció el género detectivesco en su vertiente más clásica y firmó
numerosas obras bajo los seudónimos de Carter Dickson, Carr Dickson y
Roger Fairbairn. Escribió una biografía de A. C. Doyle que le valió el primero
de sus dos Edgar Awards. En 1963 sufrió un ataque cerebral que paralizó por
completo el lado izquierdo de su cuerpo. Me gusta imaginármelo escribien-
do con una sola mano y sin descanso durante los últimos 14 años de su vida.
Divertido, jugando a ser gentleman, atusándose el bigote a derecha e izquier-
da como un jugador de cricket.

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G. K. Chesterton

La inocencia del padre Brown (1911)

Me siento al ordenador con la intención de hablar de Chesterton
y me invade la tristeza. No puedo hablar de Chesterton. No sé
hacerlo. Quién sabe hablar de Chesterton con la elegancia y la
inteligencia que merece el orondo más brillante de todos los tiempos. No
estoy a la altura de honrar a Chesterton, así que voy a contarles la historia del
naufragio de mi prima Ana. Ana se fue de viaje a Colombia. En Colombia
conoció a Marcel, un joven ingeniero francés que llevaba cinco años
recorriendo Latinoamérica y viviendo en una embarcación que él mismo
había construido en su país natal. El barco se llamaba Father Brown. Ana
conoció a Marcel y Marcel le dijo:« ¿Subes?» y ella subió y se enamoró y deci-
dió quedarse en mitad del mar con su marinero francés hasta que la vida
decidiera pincharles la pompa de jabón. Marcel le explicó a Ana que Father
Brown era lo que más quería en su vida y que el nombre del barco procedía de
las historietas de su escritor favorito, un tal Chesterton, del que Ana había
oído hablar en sus años de instituto. Aquella noche, en mitad del océano,
Marcel habló de Chesterton sin parar. Habló durante horas mientras avan-
zaban en paralelo a veinte kilómetros de las costas de Cuba. Después se
retiró al camarote y dejó a Ana en cubierta haciendo guardia, pensando en
Chesterton y escuchando el sonido indescifrable de la ausencia de la tierra.
Ana se durmió. Sin querer se quedó dormida. Father Brown se desvió con un
golpe de viento y chocó contra unos arrecifes de coral. Ana cuenta que el bar-
co se hundió en apenas diez minutos y que Marcel, a salvo ya ambos en el
bote salvavidas, contempló en silencio y entre lágrimas cómo el padre
Brown desaparecía para siempre ante sus ojos.
—¿Volverás a leerlo alguna vez? —le dijo.
Marcel no contestó.
Chesterton ha escrito numerosas historias detectivescas al mejor estilo
clásico. Las mejores están protagonizadas por el inimitable padre Brown. Al
menos las que a mí más me gustan. Chesterton era un escritor omnívoro,
como Nietzsche y Montalbán, así que su obra está repleta de extrañas
maravillas: desde una biografía de santo Tomás hasta un estudio impresio-

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nante sobre la condición religiosa del ser humano, pasando por la historia de
Inglaterra y la metafísica especulativa de la teología medieval. Entre tantos
diamantes, también hay piezas de intriga policial lo suficientemente buenas
como para habilitarle al gordo Gilbert un asiento preferente en el panteón
olímpico de la ficción criminal. Las piezas son muchas, así que, por el
momento, agarren La inocencia del padre Brown, en la que aparecen numero-
sas historias protagonizadas por este detective-sacerdote católico siempre
atento a las debilidades del alma humana y con un olfato y un gusto excelente
para las paradojas, los puzles y las soluciones. El padre Brown tiene ayudante,
por supuesto, un ladrón convertido en detective privado llamado Flambeau,
y con su ayuda tratará de desvelar los casos más inverosímiles, desde la
identidad de un asesino aparentemente invisible que no deja huellas ni en la
nieve hasta el caso de un criminal que consigue hacerse ver practicando sus
ritos religiosos en el momento justo en que su víctima es asesinada. Las
cincuenta historias protagonizadas por Brown tienen la virtud de la regla de
oro: Chesterton sitúa a Brown siempre y sin excepción a ambos lados del
abismo, la razón del investigador y la motivación del criminal. Recuerden
aquella escena en la que el asesino, desenmascarado por la inteligencia
clarividente del sacerdote, que parece leer su mente, le pregunta asustado:

—¿Es usted un demonio?
—No soy más que un hombre —replica el cura—. Y es por eso que
llevo en mi corazón a todos los demonios.
Descendiente eclesiástico de Sherlock Holmes, el padre Brown se ha
convertido en un clásico de maletín de primeros auxilios. No vaya sin él a
ningún sitio. No salga de casa sin Brown. Viaje con él hasta que el mar decida
arrebatárselo de las manos.

Gilbert Keith Chesterton nació en Londres en 1874 y murió en Beaconsfield
en 1936, en el seno de una familia de clase media. Fue bautizado en una
pequeña iglesia anglicana llamada St. George. Hombre gordo, enorme,
Chesterton medía un metro y noventa y tres centímetros y pesaba alrededor
de ciento treinta y cuatro kilos, lo cual ha permitido la gestación de alguna que
otra famosa anécdota: durante la Primera Guerra Mundial una mujer
londinense le preguntó al escritor por qué no estaba «afuera en el frente».
Chesterton replicó: «Si da usted una vuelta hasta mi costado, verá que en

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realidad sí lo estoy». Siempre le imagino peleando con el pequeño Bernard
Shaw, ambos con pantalones cortos y el pecho descubierto. De cultura tan
inmensa como su propio cuerpo, Chesterton sabía de casi todo (menos de
mitología nórdica, al decir de Tolkien). Aficionado al ocultismo y obsesiona-
do con la búsqueda de la verdad, se dedicó en cuerpo y alma a los escritos
patrísticos. Agnóstico, anglicano y, por último, católico. Cuentan sus biógra-
fos que se reía mucho, con una sonoridad contagiosa y agradable que contras-
taba con su aspecto indestructible. Publicó cerca de cien libros y demostró,
como Overbeck, que la certeza sobre la existencia o inexistencia de Dios no
concierne a los seres humanos. Tan sólo nos ha sido dada la pregunta. Ches-
terton es un escritor peligroso. Lo leemos y durante un par de horas olvida-
mos que apenas sabemos pensar, que no entendemos nada, que somos
borreguitos fáciles de convencer, esquilar y ejecutar. Pasan las horas, terminan
los libros de Chesterton y uno se queda en mitad del océano, desamparado,
mirando alrededor en busca de un punto de referencia.

Agatha Christie
El asesinato de Roger Ackroyd (1926)

Tan ingenuo como excesivo sería ignorar las palabras que
Raymond Chandler dedica al arte literario de Agatha Christie.
Esas palabras vehiculan una crítica generalizada a la que la escritora
inglesa ha estado sometida desde las primeras horas de su fama internacio-
nal: el carácter aséptico de sus escenarios, el laboratorio absolutamente
inverosímil en el que se despliegan sus misterios, la mediocridad narrativa,
la pobreza de sus diálogos… Todos queremos a Raymond Chandler y

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algunos, además, estamos convencidos de que tiene razón. Pero esto no
significa, ni muchísimo menos, que debamos menospreciar la posición que
Agatha Christie (1890-1976) ocupa en el mapa internacional de la novela
detectivesca: el máximo exponente de lo que se ha denominado la edad
dorada de la narrativa policial inglesa o el paradigma tradicional. ¿Y en qué
consiste ese paradigma? Pues, precisamente, en el énfasis en todos aquellos
aspectos de la narración y los contenidos que Chandler, que admiraba y
envidiaba a Hammett, consideraba insoportables e intolerables, y que, en
el caso de El asesinato de Roger Ackroyd, la mejor de entre las obras tempranas
de la escritora británica, emergen en todo su esplendor. La señora Ferraris
aparece muerta víctima de una sobredosis de somníferos. Un año más
tarde, su marido sufre igual destino aquejado de lo que, según los médicos,
no ha sido más que una gastritis aguda. Pero Carolina Sheppard, hermana
del médico del pueblo y narrador de la historia, el Dr. Sheppard, está
convencida de que en ambos casos se trata de un asesinato. La situación se
hace insostenible cuando Roger Ackroyd, adinerado hombre de negocios y
terrateniente del pueblo, aparece asesinado en su propia casa después de
una fiesta con una daga tunecina hundida en el cuerpo. Los sospechosos se
multiplican y sólo la intervención del detective Hércules Poirot, vecino del
doctor Sheppard y recién llegado al pueblo con la intención de cultivar
vegetales, conseguirá desvelar quién está detrás de los asesinatos. Agatha
Christie comenzó a despegar internacionalmente con esta temprana
novela gracias a su extraordinaria habilidad para construir tramas comple-
jas en las que un tempo creciente de misterio, asfixia e intriga terminan por
ofrecer al lector la satisfacción —simple, tal vez, fácil, sin duda, pero muy
placentera— de un desenlace completamente inesperado. Es muy posible,
como decía, que Chandler tenga razón en casi todo, pero tal vez también
sea cierto que el valor de aquello que merece elogio exija un perímetro. El
perímetro en el que Agatha Christie se convierte en una escritora digna y de
lectura obligada es precisamente ése, el del escenario aséptico y el puzle
infantil, el de su extraordinaria destreza para elaborar argumentos y
edificios de fascinante precisión que harán las delicias de cualquier lector
amante de, por qué no, la vieja escuela y la edad dorada de la novela
detectivesca.

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Agatha Mary Clarissa Miller Christie Mallowan nació en Torquay,
Inglaterra, en 1890 y murió en Cholsey, Inglaterra, en 1976. Estudiante y
amante de la danza, el canto y el piano en su juventud, trabajó como
enfermera en un hospital durante la Primera Guerra Mundial y se casó dos
veces, la primera con un aviador con rango de coronel del Royal Flying
Corps, y la segunda con el arqueólogo Max Mallowan, con quien recorrió
los países de Oriente Medio coleccionando escenarios para sus novelas. Su
fama es inmensa y excesiva, como toda fama, y sin duda está ligada a la
creación de Miss Marple y Monsieur Hercule Poirot, detective belga en
quien, como nos recuerda Arthur Hastings en El misterioso caso de Styles, «la
pulcritud de su vestimenta era casi increíble; creo que una mota de polvo le
habría causado más dolor que una herida de bala». No digo más.

Erle Stanley Gardner

El caso de la mecanógrafa asustada (1956)

Se ha difundido entre la crítica la opinión de que Erle Stanley
Gardner es un pésimo novelista. Rex Scout, por ejemplo, el creador
de Nero Wolfe, coleccionista de orquídeas y sin duda el detective
más terco, gordo y alcohólico del gremio, llegó a afirmar que las novelas en
las que aparecía Perry Mason no podían siquiera calificarse de «novelas». A
pesar de los delirios de Scout, lo cierto es que Perry Mason, abogado más
que detective y personaje creado por Gardner en la década de 1930, se ha
convertido en uno de los personajes más célebres de la narrativa policial de
todos los tiempos. Un abogado criminalista que saltó del ámbito de la letra
impresa al universo televisivo en los años 50 y los 60 y que, encarnado por el
mítico Raymond Burr, continúa anclado en la memoria visual de espectado-
res viejos y viejísimos de la segunda mitad del siglo XX. Perry Mason ha
protagonizado más de cuarenta libros de Gardner. En todos ellos encontra-
mos un mismo patrón: clientes con problemas acuden al abogado Mason,

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un púgil dialéctico-forense absolutamente imbatible que despliega sus
mejores artes en el terreno de los juzgados, golpeando inesperadamente a
sus adversarios con el desvelamiento de una clave inesperada en la resolu-
ción del caso, que casi siempre se decanta a su favor. Casi siempre, en efecto.
No siempre. El caso de la mecanógrafa asustada constituye, además de la única
desavenencia judicial en la carrera de Perry Mason, la más ágil de todas las
creaciones de Gardner y, con toda probabilidad, la que mejor expresa el
talento, el genio y el estilo del escritor norteamericano. Poco tiempo
después de ingresar en el despacho de Perry Mason como mecanógrafa,
Mae Willis desaparece misteriosamente convirtiéndose de inmediato en la
principal sospechosa de una serie de robos ocurridos en el edificio. Unos días
más tarde, Mason acepta la defensa de un hombre acusado de asesinato y
para ello deberá seguir la pista y encontrar rápidamente a la desaparecida
mecanógrafa, en cuya tarea le asistirán su secretaria, Della Street, y el
detective privado Paul Drake.

La metáfora pugilística empleada más arriba parece gratuita, pero no lo es.
Erle Stanley Gardner (1889-1970) fue un abogado y escritor norteameri-
cano que, mucho antes de enfundarse la pluma y la toga, había sido
expulsado de la Universidad de Valparaíso (Indiana) por agredir a un
profesor —quién sabe si por motivos loables y estrictamente intelectua-
les— y era conocido por su participación directa en la organización de
veladas ilegales de boxeo. El joven Gardner pronto advirtió hasta qué
punto podría beneficiarle un cierto conocimiento del sistema legal
norteamericano, y terminó ejerciendo la abogacía a partir de 1911. El mo-
vimiento fluido entre el ámbito jurídico y el terreno literario le permitió
aplicar sus conocimientos al terreno de la novela policial. El ritmo
compulsivo de su producción escrita (más de cincuenta novelas entre las
que destacan El caso del diario de la nudista, El caso de la rubia con el ojo
amoratado o El caso de la silueta insinuante y colaboraciones en Argosy o la
legendaria Black Mask junto a Chandler, Hammett, Hugo B. Cave o Carroll
John Dayly) le ha convertido en uno de los autores de ficción policial más
exitosos del siglo XX norteamericano.

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Geoffrey Household

Animal acorralado (1939)

Existe un fuerte vínculo imaginario entre la ciencia ficción, las
lecciones de ética práctica y los juegos dialécticos de los amantes
en la fase de encantamiento. En todos ellos, los condicionales con-
trafácticos juegan un papel fundamental. ¿Los qué? Los condicionales
contrafácticos, la recreación de situaciones imposibles y contrarias al
verdadero discurrir de los acontecimientos que suelen plasmarse en
preguntas como ésta: ¿qué hubiera pasado si…? ¿Si qué? Si uno hubiera
tomado esa decisión que nunca tomó, si hubiera girado a la derecha en
lugar de a la izquierda, si le hubiera dicho a su mujer que la engañó sin
querer con aquella cabaretera espectacular. Ya ven por dónde voy. Philip K.
Dick lo plantea con delicadeza o con crudeza, no estoy seguro. Con ambas
a la vez, probablemente y conociendo al bueno de Philip. ¿Recuerdan? Me
refiero, por ejemplo, a El hombre en el castillo. Novelón lo miren por donde lo
miren. Obra de arte con mayúsculas que fantasea y coquetea con los
contrafácticos: ¿qué habría pasado si los alemanes y los japoneses hubieran
ganado la Segunda Guerra Mundial? Los amantes en fase amatoria,
decíamos: «¿Te imaginas, amor, que no me hubiera subido aquella tarde en
ese vagón de metro? Estuve a punto de no hacerlo, te lo juro, ¿crees que nos
habríamos encontrado de todos modos…? ». Bien, no perdamos la calma.
Fuera el merengue. Estamos aquí para hablar de Geoffrey Household y de
su mejor construcción narrativa, Animal acorralado, la historia de un
hombre que quiso cambiar el mundo asesinando a un dictador loco y
sanguinario que se parece peligrosamente al señor Hitler. El salvador de la
humanidad es un individuo inglés aficionado a la caza que decide emplear
sus habilidades cinegéticas y su puntería en la eliminación del mentado
dictador. ¿Ingenuo, verdad? Pues no. Parece un argumento estúpido para
una novela floja, cuando lo cierto es que se trata de un argumento aparen-
temente estúpido para una novela intensa, emocionante y fabulosa. Lo que
son las cosas. ¿Cómo es posible? Muy sencillo. Primero: el juego como
premisa. El protagonista de la novela es un deportista, insisto, aficionado a

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la caza, que se propone un desafío o un experimento: comprobar si sería
capaz de generar las condiciones de posibilidad necesarias y suficientes
para matar al dictador europeo; si podría organizar el golpe con tal destreza
que pudiera verse a sí mismo en la situación de no tener más que apretar el
gatillo. La premisa inicial nos hace pensar que no pretende hacerlo.
Segundo: en la ejecución de su plan, el tipo es descubierto por la guardia del
dictador, torturado, vejado y encerrado, pero consigue escapar y regresar a
Inglaterra, donde descubrirá que sigue siendo perseguido y que no tiene
más remedio que quitarse del medio. Tercero: catábasis, la bajada a los
infiernos. Household sumerge literalmente a su personaje bajo tierra,
obligándole a vivir como un animal subterráneo, además de racional, para
conservar la vida, empujándole a una espiral de cuestionamientos ético-
psicológicos absolutamente inesperados. Qué más puedo decir. Un inglés
que juega a los contrafácticos y termina hablando solo bajo tierra pregun-
tándose si, llegado el momento, habría sido capaz de no apretar el gatillo.

Geoffrey Household nació en Bristol en 1900. Licenciado en Letras
Inglesas por la Universidad de Oxford, secretario confidencial del Banco de
Rumanía, vendedor de plátanos en España, creador de guiones radiofóni-
cos y enciclopedias para niños, miembro de los servicios de inteligencia
británica durante la Segunda Guerra Mundial, amante de la ciencia ficción,
de Conrad y de Stevenson. Murió como un caballero inglés, en Oxford-
shire, en 1988.

Michael Innes

¡Hamlet, venganza! (1937)

Imagínense a un catedrático de Literatura Inglesa merodean-
do los claustros oxonienses entre clase y clase. Imagínenlo
ensimismado, de camino a cualquier aula para explicar el monó-

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logo de siempre o comentar la Oda a un ruiseñor del joven Keats, enterrado
entre romanos. Un hombre que anhela llegar a casa después de su jornada
erudita y desenfundarse la toga con el único fin de enfundarse una diversa y
menos literal, un seudónimo, por ejemplo, un nombre falso como Michael
Innes que permita al eminente profesor dedicarse en cuerpo y alma a la
composición y redacción de historias de detectives. Ese hombre se llama
John Innes Mackintosh Stewart (1906-1994) y no es difícil suponer que los
claustros de Christ Church dejaran en él su huella, que los años de docencia
del señor Stewart en universidades australianas y europeas imprimieran
sello en su quehacer literario y que, por esa misma razón, las obras del
profesor con seudónimo estén repletas de referencias bibliográficas, citas,
guiños y homenajes eruditos a los grandes clásicos de la literatura
universal. Sin duda, el mejor regalo literario que puede hacernos Innes y el
mejor de sus homenajes a la literatura inglesa que tan bien conocía es
¡Hamlet, venganza!, mi preferida entre sus más de 50 novelas policiales,
protagonizada por el glorioso y cultivado detective John Appleby. Una
novela que siempre me ha recordado a cierto relato extraño y muy inglés
del señor Julio Cortázar, «Instrucciones para John Howell», en el que las
tablas de un teatro sirven al argentino para homenajear una vez más la falsa
distinción entre la realidad y la ficción. ¡Hamlet, venganza! también es la
historia de un asesinato sobre el escenario. Situada en uno de los paisajes
predilectos de la edad dorada de la literatura detectivesca, una fiesta
organizada en una casa de campo, la novela se articula en torno a una
representación teatral. Durante la fiesta, un grupo de actores aficionados
interpreta Hamlet, de William Shakespeare. Lord Auldearn, que interpreta
a Polonio, será asesinado sobre el escenario de un disparo en el mismísimo
instante en que Shakespeare hace a Hamlet apuñalar por error al chambe-
lán detrás de un tapiz. A partir de ese momento, el inspector Appleby se
verá obligado a desplegar sus mejores artes en la resolución de un crimen
cuya dinámica y desvelamiento están magistralmente ajustados al ritmo
propio del drama shakespeariano.

Michael Innes, seudonimo de John Innes Mackintosh Stewart, nació en
Edimburgo en 1906. Estudió Filología y Literatura Inglesa en el Oriel
College de Oxford y en 1929, tras su graduación y con apenas 23 años de

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inconsciente activo, se trasladó a Viena durante un año con el fin de pro-
fundizar en el universo del psicoanálisis freudiano. Fue profesor en las uni-
versidades de Leeds (Reino Unido), Adelaida (Australia) y Oxford (Reino
Unido) y, a juzgar por el tono y la calidad de sus obras, murió con buena
cara. En su célebre Bloody Murder, Julian Symons llegó a considerarle el
primer ejemplo de aquella singular escuela «bromista» o «farceur» de la
narrativa detectivesca británica, una corriente literaria que elude el exceso:
el exceso de seriedad en la consideración de sus propias obras y en la
configuración de sus personajes (algunos de ellos marcadamente inverosí-
miles) y el exceso en la construcción de la trama. Además de ¡Hamlet,
venganza!, lean sin pestañear Appleby's End y The Daffodil Affair y, para los
idólatras, Myself and Michael Innes.

Ngaio Marsh

Muerte de un payaso (1957)

La culpa es de la crítica, supongo, y del mito de la manzana de
Paris y la leyenda del espejito. Espejito, espejito, dime quién es la
más hermosa de todo el reino o si no lo sabes, si no tienes ni idea de
quién es la más hermosa del condado porque nada de lo humano te es ajeno
excepto la sensualidad, y te pasas el día leyendo novela negra, entonces dime al
menos quién es la mejor escritora de ficción detectivesca de todos los tiempos.
La culpa es de la crítica, que a menudo nos presenta a los grandes nombres
sorteados según credenciales sexuales y acaba, como es natural, en un estallido
de chorradas de proporciones bíblicas. Como si Ngaio Marsh, Dorothy L.
Sayers, Margery Allingham y Agatha Christie sólo pudieran competir entre
ellas, como si las así llamadas «cuatro reinas del crimen» no fueran más que un
puñado de damiselas enfurecidas luchando por el primer puesto en un con-
curso de belleza. Sinceramente, no me imagino a Ngaio Marsh en un
concurso de belleza. Me la imagino en un teatro, eso sí. El teatro fue su

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hábitat, su imperio y su dominio. Me la imagino interpretando y conduciendo
el Otelo de Shakespeare o Seis personajes en busca de autor de Pirandello, eso sí
que me lo imagino. Pero no, desde luego, un concurso de belleza. Es cierto
que Marsh es una de las máximas representantes de la época dorada de la
novela negra en las décadas de los 20 y de los 30. Pero la razón de su rango
nada o muy poco tiene que ver con su condición femenina. Tiene que ver con
los escenarios teatrales en los que a menudo ubicó sus tramas; tiene que ver
con la creación del inspector Roderick Alleyn, hombre culto y urbanita,
caballero sagaz amante de la pintura y de las pintoras; tiene que ver con su
extraordinario olfato y su habilidad para describir en profundidad el english
way of life en todas sus facetas. Y tiene que ver, por último, con la mejor de sus
treinta y dos novelas negras, La muerte de un payaso, una historia divertida y
dinámica que a uno le gustaría que le contaran de viva voz, sin prisas, en una
velada interminable, deliciosa y llena de misterio. La muerte de un payaso nos
sitúa un paso más allá de los ya clásicos escenarios de la época dorada: una villa
excesiva e imaginaria, un ritual conocido como la danza de los cinco hijos
celebrado anualmente durante el solsticio de invierno, una decapitación
simulada con la que suele culminar la liturgia pero que esta vez, y ante la mi-
rada atónita de los aldeanos, se ejecuta con absoluta fidelidad, separando la
cabeza del tronco de la víctima. El inspector Alleyn se verá envuelto en una
espiral macabra y entretenidísima en la que la cultura popular, el aroma
arcaico combinado con las elegantes maneras inglesas y los bailes sacrificiales
completan uno de los mejores escenarios jamás pisados por Ngaio Marsh.

Ngaio Marsh nació en Nueva Zelanda en 1895 y dedicó las mejores horas
de sus 86 largos años a la escritura y al teatro. Ha sido considerada una de
las mejores plumas de los años felices de la novela negra (Opening Night,
Final Curtain, Enter a Murderer y la misma Off With His Head lo demues-
tran), y su labor como renovadora e impulsora de las artes escénicas
neozelandesas la ha convertido en uno de los hitos culturales de su país.

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Dorothy L. Sayers

Los secretos de Oxford (1936)

Se me van los ojos. Confieso que me pongo a escribir sobre las
virtudes de la narrativa detectivesca de Dorothy L. Sayers y no
puedo evitar cierta tendencia transgresiva, me quedo con las ganas
de insistir en sus dotes de traductora y conocedora de las lenguas muertas.
Se me van los ojos sobre todo a su traducción de la Divina Comedia de Dante,
quien, si no me equivoco, ya se ha paseado por estas páginas. ¿Se puede
traducir la Divina Comedia y, a la vez, ser una escritora clásica de ficción
detectivesca? ¿Se puede traducir la Divina Comedia y ser mejor escritora de
ficción detectivesca que la mismísima Agatha Christie? ¿Se puede seguir
siendo actual cuando tus personajes están anclados en el modelo británico
del detective elegante e impoluto que no prueba una gota de alcohol en
comparación con los borrachuzos del hardboiled? Se puede, sí. Claro que se
puede. Y si no me creen, hagan ustedes estas cuatro cosas: lean la traducción
de Sayers de la Divina Comedia, lean Los secretos de Oxford, observen a lord
Wimsey y, por último, compárenlo con Hercule Poirot. Por supuesto que se
puede.
Los secretos de Oxford reúne en un mismo escenario a dos grandes
personajes de Sayers, lord Peter Wimsey, la figura estelar de su narrativa
policial, un investigador aficionado de largos dedos musicales y extraordina-
rias dotes intelectualesque ha creado escuela más allá de la sombra de Doyle
y nuestra queridísimaAgatha, y Harriet Vane, objeto de amor y devoción de
lord Wimsey, cuyo primer encuentro en Strong Poison parece hallar por fin
resolución en Los secretos de Oxford. Harriet se ha convertido en una fabulosa
novelista después de permanecer ausente de la vida de Wimsey durante
cinco o seis años y decide regresar a Oxford. Wimsey y Harriet se hacen
proposiciones de matrimonio y otros excesos en latín. Y, por si eso no
bastara, se involucran en un misterio imposible en el que un poltergeist es
capaz de recitar de memoria versos de la Ilíada. En el interior de un colegio
femenino de la Universidad de Oxford comienzan a aparecer misteriosos
mensajes amenazantes que atemorizan al alumnado. Harriet, antigua

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alumna de ese mismo colegio, es invitada por su directora con el fin de
resolver el caso, para lo cual contará con la ayuda de su amado Wimsey. Una
novela trepidante, repleta de acción detectivesca en el mejor estilo clásico,
no exenta de crítica social y de reivindicaciones de género por parte de una
mujer demasiado inteligente y mordaz para aquellos años raros de la
Europa de entreguerras.
Dorothy L. Sayers nació en Inglaterra en 1893. Traductora, humanista,
erudita, hija del capellán de la Christ Church de Oxford. Experta en Dante y
en literatura medieval, se permitió el placer y el lujo de asesinar literaria-
mente en Veneno mortal al hombre que le rompió el corazón, el novelista
John Cournos. Sus novelas de detectives superan con mucho algunos de los
clásicos indiscutibles de su amiga y rival, Agatha Christie. Gozó de la
amistad de Mr. Chesterton. Habló con él. Se rieron juntos en infinidad de
ocasiones de los paganos y de sí mismos. Murió en 1957 de un infarto
cerebral a los sesenta y cuatro años.

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HARDBOILED: TIPOS DUROS, CHULOS Y SOLITARIOS

Hablamos de Sam Spade, de Philip Marlowe, de Lew Archer y de su
maravillosa plétora de hijos bastardos, marcados a fuego por la violencia y
la soledad. Hombres que recorren los callejones de la tristeza sin miedo ni

esperanza. Pero con un revólver siempre a mano.



W. R. Burnett

La jungla de asfalto (1949)

—¿Papá, de dónde vienen los gánsteres?
—Los gánsteres vienen de Ohio, tesoro. Los gánsteres
vienen de W. R. Burnett.

La culpa de todo la tiene el cine. Eso está claro. El cine es nuestra derrota. El
cine es una confabulación, como decía Gena Rowlands borracha como una
cuba en una escena de cocina que veo de vez en cuando en Minnie y
Moskowitz de John Cassavetes. Somos incapaces de leer sin ver, de ver sin
recordar, de recordar sin volver a imaginar. Y lo que leemos es ya siempre lo
que hemos visto. El cine es mi derrota porque cuando empecé a leer novela
negra ya había visto todo el cine negro que hay que ver para mantener la
cabeza alta y la alegría —¿cómo era aquel verso de Mallarmé…? «La carne
es triste y ya la he visto en todas las películas del cine negro»—. De modo
que cuando abrí La jungla de asfalto de W. R. Burnett, en realidad ya había
leído a Burnett, ya había visto su guión tras la mano de Houston en el filme
de 1950. Ya tenía en la retina al criminal Rheimenschneider y a su abogado
Emmerich; ya había observado con detenimiento y placer físico al brutal
Dix Hanley interpretado por Sterling Hayden y al elenco criminal que lo
acompaña, a Louis Calhern, Jean Hagen, James Whitmore, Sam Jaffe y a la
novatísima Marilyn Monroe. Cuando leí La gran evasión, Wake Island, Atajo
al infierno y, sobre todo, High Sierra, ya había visto a un Bogart inmenso
como casi siempre interpretando a Roy Earle. Goethe tenía razón, como
Aristóteles, y sabía que en el principio no era el verbo sino la acción y que la
acción ha venido filtrada para tantas generaciones por el blanco y negro. La
pregunta que uno debe hacerse ahora, después del tono fúnebre, es si en
realidad importa quién fue primero, si el huevo o la gallina, si Burnett o

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John Houston, si el personaje horizontal del relato escrito o el bidimensio-
nal de la gran pantalla. Cuando me hago esta pregunta, siempre llego a la
misma conclusión. Es una pregunta estúpida, una mierda de pregunta que,
lejos de confundirme, me consolida en la defensa de mis muchas conviccio-
nes y mis escasos principios: W. R. Burnett es el padre de todos los gánsteres
de este mundo, de los narrados y de los filmados. Nosotros, los adictos al
género y, sobre todo, los adictos a las crook stories, no hacemos más que errar
por el universo burnettiano como planetas o canicas o casquillos de bala.

Si quieren saber de dónde vienen los gánsteres, les propongo que
lean a Burnett y vean mucho western. Les propongo que lean La jungla de
asfalto. Si no han visto la película de Houston, no la vean todavía. Y si ya la
han visto, véanla otra vez antes de leer esta magnífica historia en la que un
gánster que les resultará tan familiar como su propia madre sale de prisión
y comienza a planear meticulosamente el atraco a una joyería con su
polifónica banda. Una obra maestra.

William Riley Burnett nació en Ohio en 1899 y se trasladó a Chicago en
1927. Conoció de primera mano el mundo de la ley seca, los personajes
sedientos, los asfixiados, los ahogados por el alcohol, los guardaespaldas,
los usureros, los policías corruptos, los policías corruptos borrachos y
usureros, los vividores, todo el ruido de fondo que crepita sinfónico en
Little Caesar, que es algo así como la matriz o el huevo cósmico del cine
negro. Se pasó a los guiones, Scarface entre ellos, y comenzó a explorar la
delgada línea roja que separa al bienhechor del gánster con una destreza y
un estilo tan singular que los adictos más grandes del celuloide (Cimino,
Ford, Hawks, Eastwood y el gran Nicholas Ray) adoptaron sus textos para
la realización de algunas películas inolvidables. Después de todo, tal vez
Cassavetes se equivoque y el cine no sea el culpable de todas las cosas. Tal
vez la culpa la tenga Burnett, que sin duda está en el infierno como un rey
escribiendo a las órdenes de James M. Cain, Raymond Chandler y Dashiell
Hammett.

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James M. Cain

El cartero siempre llama dos veces (1934)

Si tuviera que escoger mi propia ruina, elegiría el precipicio, de
eso no hay duda, pero no sé si el precipicio Lana Turner en la
versión de Tay Garnett protagonizada por Joy Garfield, o el
precipicio Jessica Lange en la versión en color de Bob Rafelson con Jack
Nicholson como protagonista. ¡Bullshit! En realidad lo tengo clarísimo.
Aunque empezara a ver la tele en blanco y negro, realmente soy un hijo del
color y me cuesta, como a todos, resistir sin escalofríos y otros delitos físicos la
memoria de Jessica Lange embadurnada de harina empuñando un cuchillo
sobre la mesa de la cocina en la versión de Rafelson. Elegiría el precipicio
Jessica Lange. No se hable más. Toda la literatura detectivesca de James M.
Cain es un tratado sobre los precipicios, un elogio de la pendiente, un
diccionario del declive, un manual del descenso a los infiernos, un mapa de la
fascinación por despeñarse y un encomio de la caída. Por lo general, la caída
de un hombre que lo echa todo a perder por una mujer irresistible y que, por
lo general también, se mancha las manos de sangre y se convierte en un cri-
minal o, al menos, en cómplice de una mujer fatal capaz de empuñar un
cuchillo y seducir a un perdedor con la misma intensidad. Ese y no otro es el
argumento de la obra estelar de Cain, un título que sin temor a equívoco
puede ser considerado una de las cinco novelas negras más influyentes de
todos los tiempos. Una novela que ha sido llevada a la gran pantalla en tres
ocasiones (Garnett, Rafelson y Visconti en Ossessione, 1940) y que, por esa
misma razón, podría ser malinterpretada o, al menos, desperdiciada. Podría
parecer que la fascinación ejercida por la tensión visual de Garnett y Rafelson
agota la grandeza de esta obra. Craso error. Daría mi vida por el precipicio
Jessica Lange, pero he de reconocer que la obra de M. Cain es, si cabe, aún
más irresistible, más tentadora, que duele más y que duele donde debe doler,
en los intestinos, en las vísceras, y no en la conciencia. El cartero siempre llama
dos veces es la historia de una mujer que seduce a su amante para asesinar a su
marido con nefastas consecuencias para todos, sobre todo para el marido.
Como un regalo olímpico y con mala leche, Frank Chambers (¿recuerdan la
voz de ella diciendo su nombre: «Frank…»?) se baja de una camioneta en un

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