pueblo californiano cualquiera, justo enfrente de un diner familiar dirigido
por el inmigrante griego Nick y por su bella mujer Cora (¿y lo recuerdan a él
diciendo el nombre de ella?). Frank y Cora protagonizan un choque sexual
que parece un terremoto pero que en realidad es un cataclismo y una plaga
bíblica y un incendio en mitad del bosque. Un incendio que les empuja a
planear el asesinato del bueno de Nick y a entrar en una espiral endiablada de
engaños, rencores, celos y espanto, una espiral que ambos observan con
detenimiento sentados en un mirador desde el que puede verse el fin del
mundo. Después Cora se levanta y se va. Y Frank se queda allí, solo, fumando,
mirando el fin del mundo con los ojos muy abiertos.
Toda la intensidad erótica y el suspense condensados en las películas de
Garnett, Rafelson y Visconti no bastan para anestesiar el impacto ético y
estético que produce la lectura de este librito. Admiro a James M. Cain por
encima de todas las cosas. Me fascina hasta el punto de que si Jessica Lange
nunca hubiera existido, si Rafelson no hubiera rodado esa película con la
incursión textual de David Mamet, seguiría teniendo El cartero siempre llama
dos veces por duplicado en mi biblioteca y, sin dudarlo, sería el libro que me
llevaría a ese banco fuera del tiempo desde el que contemplar el fin del
mundo, los cataclismos, los terremotos, la muerte y el adulterio.
James M. Cain nació en Maryland en 1892. Hijo de un profesor y de una
cantante de ópera, desde niño mostró un interés especial por dedicarse a la
canción. Su madre le dijo que no era lo bastante bueno, que su voz no daba el
tono, nunca estarás a la altura, James. Así que James se puso a estudiar y
después se alistó en el ejército y se fue a pegar tiros a Francia durante el
último año de la Primera Guerra Mundial. Cuando pienso en James M. Cain
me lo imagino con gafas y vestido de soldado, agazapado en una trinchera
cantando arias y maldiciendo a su madre y al mundo entero y jurando
venganza. Algún día me vengaré de todos vosotros y escribiré una de las
mejores novelas negras de todos los tiempos. ¿Y después, James? Después
seguiré cantando en mi trinchera.
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Raymond Chandler
El sueño eterno (1939)
Hay quien dice que Raymond Chandler es Dios. Supongo que
lo dicen porque Dios fuma en pipa y trasnocha y le gusta
importunar a las mujeres y, además, multiplica los cadáveres y
los peces. Supongo que quieren decir que Chandler sólo hay uno, que Chan-
dler es el más grande, que sin Chandler nada tendría sentido, que moriría-
mos sin más y que nuestros huesos descansarían bajo la tierra leve sin razón,
sin tiempo y sin historia. Me parece injusto decir que Chandler es Dios. Me
parece excesivo. Tennessee Williams es Dios. Friedrich Nietzsche es Dios.
Raymond Chandler no es más que el mejor escritor de novela negra de todos
los tiempos. Y además existe.
El sueño eterno es la primera novela de Chandler, la introducción al
universo poético de un lector inteligente y flexible de Hammett que
conocía la historia del género y que comenzó a interesarse por pensar en el
interior del mismo, por sentir desde dentro el latido constante de la ficción
detectivesca. El tempo de la ficción comienza con Chandler si es cierto que
el tempo de la ficción detectivesca comienza con Philip Marlowe, el
investigador privado y anómalo que Bogart convertiría en icono de la
cultura norteamericana de la primera mitad del siglo XX. Marlowe es un
personaje. Chandler es un pensador. Marlowe es un detective privado.
Chandler es un analista descarnado y sincero. A Marlowe le preocupan la
justicia, la seducción, el dinero y el whisky a partes iguales. Chandler sólo
quiere escribir, escribir sobre la ciudad contemporánea, delatarnos a todos
en el interior del organismo de un animal omnímodo gobernado por las
relaciones económicas y la incomunicación afectiva.
Marlowe es un tipo al que si le dices «háblame de ti» en un bar de
carretera o en un club de jazz, te responde cosas como éstas:
«Soy un investigador privado con licencia y llevo algún tiempo en este
trabajo. Tengo algo de lobo solitario, no estoy casado, ya no soy un
jovencito y carezco de dinero. He estado en la cárcel más de una vez y no me
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ocupo de casos de divorcio. Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y
algunas cosas más. Los policías no me aprecian demasiado, pero hay un par
con los que me llevo bien. Soy de California, nacido en Santa Rosa, padres
muertos, ni hermanos ni hermanas y cuando acaben conmigo un día en un
callejón oscuro, si es que sucede, como le puede ocurrir a cualquiera en mi
oficio, y a otras muchas personas en cualquier oficio, o en ninguno, en los
días que corren, nadie tendrá la sensación de que a su vida le falta de pronto
el suelo».
Chandler es distinto:
«Me sentía tan hueco y vacío como el espacio entre las estrellas.
Cuando llegué a casa me serví un whisky muy abundante, me situé junto a
la ventana abierta en el cuarto de estar, escuché el ruido sordo del tráfico en
el bulevar de Laurel Canyon y contemplé el resplandor de la gran ciudad
enfurecida que asomaba sobre la curva de las colinas a través de las cuales se
abrió el bulevar. Muy lejos subía y bajaba el gemido como de alma en pena
de las sirenas de la policía o de los bomberos, que nunca permanecían en
silencio mucho tiempo. Veinticuatro horas al día alguien corre y otra
persona está intentando alcanzarlo. Allí fuera, en la noche entrecruzada
por mil delitos, la gente moría, la mutilaban, se hacía cortes con cristales
que volaban, era aplastada contra los volantes de los automóviles o bajo sus
pesados neumáticos. A la gente la golpeaban, le robaban, la estrangulaban,
la violaban y la asesinaban; gente que estaba hambrienta, enferma,
aburrida, desesperada por la soledad o el remordimiento o el miedo;
airados, crueles, afiebrados, estremecidos por los sollozos. Una ciudad no
peor que otras, una ciudad rica y vigorosa y rebosante de orgullo, una
ciudad perdida y golpeada y llena de vacío».
El sueño eterno es una historia enrevesada, una madeja brillante pero
atropellada, sin duda, tan buena o tan mala como el El largo adiós, pero es la
primera novela de Chandler y me gustaría sugerir que la lean antes que
todas las demás. ¿Por qué? Porque si no han leído a Chandler y lo hacen
ahora, no podrán evitar seguir leyendo. Y cuando lo hagan, experimentarán
el placer enorme del proceso de crecimiento y maduración de Philip
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Marlowe. Marlowe acude a la residencia del general Sternwood, un militar
retirado y paralizado en una silla de ruedas que, al parecer, está siendo
chantajeado por un pornógrafo con el fin de encargarse de unas deudas de
juego que su hija menor ha adquirido de manera imprudente. Todos
mienten, como siempre, y Marlowe se ve envuelto en un juego de extorsio-
nes, asesinatos y mentiras en el que la hija mayor del general, Vivian
(Lauren Bacall, ¿cómo pudiste hacerme esto?), ejerce el papel del imán o del
pozo o de las fauces, uno de los tres. El argumento gira en torno a la
desaparición del marido de Vivian y la proliferación de personajes, drogas,
ambientes, disparos y afectos es espectacular. Pero el argumento es lo de
menos. Háganme caso. En la literatura de Chandler el argumento siempre
es lo de menos. Lo de más es Los Ángeles, el olor de LA, el sabor de LA; lo
que más importa en la literatura de Chandler es la lógica serena del
derrumbe, la dialéctica entre el desamparo y el honor, entre el desamparo y
el sexo, entre el desamparo y la necesidad de configurar un código bélico de
uso urbano que nos permita disfrutar y morir a tiempo. Raymond Chand-
ler no es Dios, queridos amigos. Raymond Chandler no es Dios ni falta que
le hace.
Raymond Thornton Chandler nació en Chicago en 1888 y murió en
California en 1959. Soldado, amante de Inglaterra, empleado de banca,
periodista, ejecutivo, acosador de secretarias, suicida frustrado, alcohólico
indiscutible, ensayista —El simple arte de matar merece un lugar limpio y
visible en cualquier biblioteca—, escritor lento y laborioso, cínico y sutil,
escritor impresionante, escritor inimitable o imitable a un precio tan alto
como el ridículo, la mofa y el olvido eterno… Todo lo que pueda decirse de
Raymond Chandler es poco o es excesivo. Me quedo con dos o tres detalles
que me ha contado mi rubita. Chandler se casó con Cissy, una mujer
dieciocho años mayor que él a la que cuidó hasta el fin de sus días y a la que
amó por encima de todas las cosas. Chandler odió a Billy Wilder desde el día
en que el director de El apartamento le mandó cerrar una ventana haciendo
un gesto con su bastón: «Ray, la ventanita…».
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James Hadley Chase
No hay orquídeas para Miss Blandish (1939)
¿Se acuerdan cuando les dije que E. W. Hornung había sido
encumbrado a la fama de la novela detectivesca por méritos
propios, pero también porque George Orwell lo había
elogiado en su ensayo Raffles y Miss Blandish? ¿Sí? No pensarían que iba a
conformarme con el ladrón de guante blanco y dejarles sin saber quién es
Miss Blandish. Por supuesto que no. Miss Blandish también merece los
respetos de Orwell, y, con ella, su creador, el escritor inglés James H. Chase.
En su ensayo, Orwell reivindica el estilo y la elegancia de un personaje como
Raffles frente al exceso de sexo, intensidad ilícita y violencia que caracteriza el
relato cruel del secuestro de una joven y rica heredera por parte de la banda
del psicópata Slim Grissom y su madre. La novela conoció tal éxito, y el
escándalo se expandió tan pronto que, en sucesivas publicaciones, el autor
decidió rebajar el tono irreverente y aparentemente inmoral del original y
ceder a las exigencias pazguatas de cualquier lector distraído de Orwell. En
efecto, en ese mismo texto Orwell califica de «brillante» una novela que tal
vez esté fuera de juego en nuestros días, pero que contiene todos los ingre-
dientes necesarios para la inmersión sin botella de oxígeno: secuestro,
asesinato, violación y, por supuesto, mi preferido, la construcción de una
relación psicoanalítica y perversa entre el viciosillo psicópata Grissom y su
impositiva madre.
James Hadley Chase es el seudónimo del escritor inglés René Brabazon
Raymond, nacido en Londres en 1906 y muerto en Courseux en 1985. Hijo de
un coronel de la Armada británica, cursó estudios en Calcuta y llegó a
convertirse en piloto líder de escuadra de la Royal Air Force. Amigo de
Graham Greene y lector voraz de James M. Cain, Raymond decidió dedicarse
a la novela negra después de leer El cartero siempre llama dos veces. Al parecer,
Chandler le denunció por plagio y tenía razón. De ser cierto el rumor, no nos
queda más que encerrarnos a llorar en el cuarto de baño y repetir entre
sollozos: «¡¿por qué, Chase, por qué lo hiciste?! ». Un hombre que ha escrito No
hay orquídeas para Miss Blandish no necesita plagiarse más que a sí mismo.
Mundo raro.
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David Goodis
Disparen sobre el pianista (1956)
No importa quién seas ni qué religión profeses. Si te han
pegado un tiro de noche en Filadelfia, siempre encontrarás
un tugurio al que llegar arrastrándote y en el que caerte
muerto. En ese tugurio habrá putas, chulos, borrachos y maleantes, pero
sobre todo y sin excepción, habrá un hombre taciturno tocando el piano. No
sé muy bien por qué, pero Disparen sobre el pianista de David Goodis me
recuerda a una película excelente y extraña de Sam Peckinpah, excelente
como Grupo salvaje o La huida, pero mucho más extraña: Traedme la cabeza de
Alfredo García. Al comienzo de la película, Warren Oates —inmenso como
siempre— está sentado a un piano con una camisa hortera a más no poder y
uno le ve y le escucha y tiene la sensación de que ese individuo procede de
una edad dorada, que es un coloso o un titán y que su aspecto casi desprecia-
ble, irrisorio, su aroma de perdedor embadurnado en miseria sólo puede ser
señal de que ese pianista es un dios que se ha despeñado desde el Olimpo sin
apenas darse cuenta. La misma sensación me producen los primeros
compases de la novela que prefiero de David Goodis. Edgard Webster Lynn
era una de esas divinidades urbanas que ruedan por una pendiente hasta caer
en el vertedero, un antiguo concertista de piano que brillaba como una
estrella enorme en las veladas del Carnegie Hall. Pero todo eso pertenece al
pasado. Un pasado enterrado en ese vertedero, un pasado oculto y olvidado
detrás del piano, entre putas, chulos, borrachos y maleantes. Un pasado del
que, con un poco de suerte y mucho alcohol, uno llega a olvidarse hasta que
tu propio hermano entra herido de bala por la puerta de tu nueva vida de
mierda. La noche en que su hermano entra malherido en el tugurio en el
que Eddie toca el piano, el dios despeñado sabe que no puede seguir
corriendo. Eddie ayuda a su hermano a escapar de los matones que le
persiguen y en ese momento sabe que también él deberá seguir huyendo.
Todos huyen, hasta Lena, una prostituta adorable y de gran corazón, la
única amiga de Eddie Lynn, el único espacio sagrado que le resta a un
hombre que no supo pegarse un tiro en el momento adecuado.
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David Loeb Goodis nació en Filadelfia en 1917 y murió cincuenta años
después internado en un manicomio en el que había ingresado por decisión
propia. Estudió Periodismo, escribió una novela que sabe a Hemingway por
los cuatro costados —Retreat from Oblivion—, se mudó a Nueva York, escribió
más, escribió para radio, cine y televisión, escribió seis años para la Warner,
escribió mucho y muy bien, alcanzó cierta fama con el texto que serviría a
Dalmer Daves para filmar Sendas tenebrosas en 1946 con Bogart y Bacall.
¿Qué le pasó a David Goodis? Supongo que se sintió solo, que se sintió más
solo que un perro y débil como un niño enfermo cuando se dio cuenta de
que en Hollywood nadie le tomaba demasiado en serio, que sus guiones eran
retocados a placer por los productores, que sus colegas lo consideraban un
escritor resultón completamente prescindible. Volvió a casa exhausto y
dolorido con treinta y tres años. Volvió a Filadelfia con sus padres y comenzó
a escribir novelas de bolsillo, folletines de basura para los quioscos, se ocupó
de su hermano esquizofrénico y comenzó a sucumbir al alcohol y a sí
mismo, a la muerte de su madre y de su padre, al desierto. Cuando murió, el
7 de enero de 1967, en el Albert Einstein Medical Center de Filadelfia, todos
sus libros (Retreat from Oblivion, Dark Passage, Cassidy's Girl, The Moon in the
Gutter, Nightfall… diecisiete en total con su firma y otros tantos con seudó-
nimo) estaban descatalogados de las librerías norteamericanas. Goodis era
un escritor que parecía un filósofo existencialista, un experto en el arte de lo
angosto, un Camus con pistola, un Sartre con resaca. El tiempo le ha puesto
en su sitio. Pero decir eso es decir nada y, además, nunca consuela a los
muertos. Goodis murió solo como un perro y nadie se enteró de nada a su
alrededor. Por suerte, los muertos siempre salen de sus tumbas. Y si no salen,
los críticos avispadillos como John Sallis se ocupan de sacarlos con mucho
gancho: «En California había alquilado un sofá en casa de un amigo por
cuatro dólares al mes, y allí vivía. Condujo el mismo destartalado Chrysler
descapotable durante la mayor parte de su vida de adulto. Vestía los mismos
viejos trajes hasta que se convertían en harapos, y entonces los teñía de azul
para seguir poniéndoselos».
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Joe Gores
Spade & Archer: antes de «El halcón maltés» (2009)
Además de complejos, uno tiene sus debilidades. Con
apenas veinte años comencé a aficionarme a una serie de
televisión que recuerdo con amor filial y con cierto regocijo:
Remington Steele. Siempre me pregunté quién estaba detrás de los guiones
de Remington Steele ¿La recuerdan? ¿Recuerdan la serie? ¿Recuerdan a Pierce
Brosnan? Bien. Olviden a Pierce Brosnan. Brosnan no estaba mal —mejor,
en todo caso, que en la última de Polanski— pero a mí me gustaba ella,
Stephanie Zimbalist. Me enamoré perdidamente de Stephanie Zimbalist, y
cuando se me pasó el arrobo, cuando comencé a recuperar cierta autono-
mía y a desprenderme del influjo de mi amada bidimensional, entonces
comencé a disfrutar verdaderamente de aquella serie de detectives privados
en clave de humor que posponía perversamente el encuentro sexual entre
ambos protagonistas. Joe Gores estaba detrás de aquellos guiones. El
mismo Joe Gores que avala series como Kojak, Magnum, Mike Hammer o
Colombo. El mismo Gores que se ha atrevido a escribir una novela que
rastrea los orígenes del detective Sam Spade, tratando de dar respuesta a
todas esas preguntas que, como recuerda James Ellroy, quedan sin respon-
der en las últimas páginas de El halcón maltés. Tal vez el coraje literario tenga
que ver con el coraje cotidiano; tal vez coraje no haya más que uno, aunque
se diga de muchas maneras, y lo más probable es que el impulso que llevó a
Gores a escribir Spade & Archer: antes de «El halcón maltés, el impulso y la
fuerza de esta novela digna de reverencia, lo más probable, digo, es que todo
eso tenga que ver con el hecho aparentemente accidental de que ambos,
tanto Hammett como Gores, fueron verdaderos detectives privados. Gores
nació en Minnesota en 1931, trabajó durante doce años como private eye y,
hasta la fecha, ha sido en tres ocasiones merecedor del prestigioso Premio
Edgar. Ha escrito más de una quincena de novelas entre las que destacan
Gone, No Forwarding, Hammett —en la que se inspiraron Coppola y
Wenders—, Wolf Time, Dead Man y la ya mentada Spade & Archer: antes de
«El halcón maltés». El relato mitológico de los orígenes de Spade, protagonis-
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ta de la que para muchos fue la primera novela existencial norteamericana,
configura un perfil asombrosamente sólido y coherente de aquello que
Dashiell Hammett dejó deliberadamente en la sombra: ¿quién es Sam
Spade? ¿Cómo consiguió este hombre alcanzar ese talante escéptico, esa
destreza en el arte del desencanto y la eficacia, ese coraje de día y de noche,
sobrio y sereno, sutil y despiadado? Gores ha confesado repetidas veces que
no quiere ser considerado un discípulo de Hammett. Lo sea o no, lo cierto
es que el encanto de esta novela debe ser complementado con otros libros,
en concreto con su extraordinaria serie articulada en torno a una agencia de
detectives de San Francisco, la DKA (Daniel Kearny Associates), formada
por el propio Kearny, Patrick Michael O’Bannon, Bart Heslip, Larry Ballard
y Gisèle Marc. Novela detectivesca de primera línea, fresca, con sentido del
humor y un grado de suspense entre enigmático y asombrosamente común
que uno se queda con las ganas de calificar de «astuto» o de «conveniente» o
de «actual» e incluso de «dinámico» e «indispensable». Recomendable, en
todo caso, muy recomendable, como el visionado ligero de Remington Steele
y la señorita Zimbalist, por cuya existencia Joe Gores siempre tendrá un
lugar en mis plegarias.
Dashiell Hammett
La llave de cristal (1931)
Raymond Chandler llegó a insinuar que podía perdonarle
cualquier cosa a un hombre que hubiera escrito El halcón
maltés. ¿Qué quería decir Chandler? ¿Que Hammett está
condenado? ¿Que Hammett es un pecador? ¿Que, exceptuando El halcón
maltés, el resto de la obra de Hammett no vale nada? ¿Que nunca ha habido ni
habrá en el terreno de la novela negra un fogonazo tan certero, tan cegador,
tan delicioso y fugaz como Dashiell Hammett? ¿Quería decir tal vez que le
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hubiera gustado a él escribir El halcón maltés y darse a la bebida y perderse
para siempre y culminar excesos, perseguir mujeres, dilapidar fortunas y
bailar con la muerte hasta caerse redondo? Creo que Chandler idolatraba,
envidiaba y compadecía a Hammett a partes iguales, y que su admiración
descansa en el valor estético y político del realismo descarnado y desencanta-
do con el que Hammett dibuja la sociedad capitalista contemporánea y las
redes de poder omnímodo que la atraviesan. Lo que no creo es que haya que
perdonarle nada a Dashiell Hammett. No creo que Hammett necesite
redención alguna ni que, en caso de necesitarla, dicha redención se la
otorgara El halcón maltés. Si lo que queremos es perdonarle sus pecados,
seamos rigurosos y digamos sin miedo que El halcón maltés es una obra de
arte absolutamente magistral en su género, pero que La llave de cristal es
mejor, muchísimo mejor. Penúltima novela del hombre de Chinatown
—como ya recordara Wim Wenders en una película insuficiente basada en
una novela exquisita de Joe Gores—, la cuarta, después de Cosecha roja, La
maldición de los Dain y el mentado halcón, y la última antes de El hombre
delgado. Por aquel entonces, Hammett ya estaba acabado y ya era el mejor. La
llave de cristal no hace más que expulsar de su organismo, con delicadeza, el
único resultado posible de una lógica narrativa marcada por la inteligencia,
una inteligencia con mayúsculas que concibe el ámbito urbano como una red
de relaciones de poder en la que se alternan los altercados emocionales con
las intrigas políticas, los asesinatos, las extorsiones y la soledad. Inteligencia
con mayúsculas porque Hammett ha entendido que nadie es inocente y que
la libertad no existe más que en los libros de historia, que el poder se ejerce y
que moldea a los individuos, que estamos sometidos a cadenas invisibles, que
el dinero, y no el rayo, es lo que impera y que es necesario saber emplear el
verbo y los puños, por este orden.
La acción de La llave de cristal se sitúa en el ambiente preelectoral de una
ciudad anónima cercana a Nueva York. Dos bandas rivales luchan por
hacerse con el control de la ciudad y colocar a sus respectivos candidatos, el
senador Henry y Bill Roan, en la cúspide del poder. El detective Ned
Beaumont se verá obligado a investigar el asesinato del hijo del senador
Henry, y este descubrimiento podría alterar intensamente los resultados
electorales. Beaumont se sumerge literalmente en el cuerpo de la ciudad
configurando un perfil detectivesco hasta entonces inaudito en el terreno de
la novela negra. Lejos de perpetuar el modelo clásico del inquisidor analítico
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y frío que, emplazado en un contexto aséptico y lejano —las villas, las
mansiones, los caserones en mitad del campo— se aproxima al crimen como
a un problema estrictamente lógico, Hammett verbaliza por primera vez el
carácter hediondo de las fuerzas socioeconómicas y puramente pasionales
que atraviesan, provocan o explican el crimen, convirtiendo a este último en
uno más entre los múltiples senderos de una trama que se parece peligrosa-
mente a la vida, la vida sucia y pestilente, la vida pasional, nocturna, la vida
intensa y liminal de los bajos fondos que ya no queda reducida a la resolución
de un acertijo, sino narrada con una crudeza y un desencanto feroces, sin
contemplaciones. La llave de cristal nos presenta a Beaumont, un guardaes-
paldas lacónico e inteligentísimo a años luz de distancia del cirujano
reflexivo e impoluto que ejecuta un proceso racional sin ensuciarse las
manos, un sujeto que denuncia sin tapujos a una sociedad corrupta donde
los gánsteres son los verdaderos gobernantes y los políticos y las personas
que éstos designan son meras marionetas a su servicio.
Dashiell Hammett nació en Maryland en 1894. A los veintiún años entró a
formar parte de la agencia de detectives Pinkerton, donde adquirió la
experiencia necesaria del mundo y de sí mismo que trasladaría a todas sus
novelas. Tuberculoso, alcohólico, veterano de las dos guerras, militante
izquierdista, sospechoso de comunismo, escritor indispensable que adquirió
la fama tan rápido como se arrinconó en un prolongado silencio, un silencio
de tres décadas en el que le acompañaría tortuosamente Lillian Hellman,
lectora de guiones y aspirante a dramaturga. Después de 1934 y tras la
publicación de cuatro novelas —todas ellas excelentes y alguna verdadera-
mente espectacular— y un conjunto de relatos, Hammett sucumbe al
deterioro salvaje y, hasta su muerte, acaecida treinta años más tarde, no
vuelve a escribir nada digno de mención. ¿Perdonar a Hammett? No hay
nada que perdonarle a Dashiell Hammett. Hammett creó a Sam Spade, que
dormía en pijama y nunca tenía miedo; creó a Ned Beaumont, un bebedor,
un jugador, un tipo duro con debilidad por las mujeres y el dinero fácil, un
hombre cínico y leal obsesionado con el honor. Dashiell Hammett escribe
como un golpe en los riñones, un golpe meditado y de bella factura en la
boca del estómago, el puñetazo en la boca que nos merecemos todos sin
excepción. Hasta Raymond Chandler. Y con eso basta.
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Ross Macdonald
El expediente Archer (2007)
Es rara, la vida. Piensen en Ross Macdonald, por ejemplo.
Doctor por la Universidad de Michigan en 1951 gracias a
una tesis doctoral sobre Samuel T. Coleridge («Había una
vez un barco...»), uno de los componentes del triunvirato indiscutible de
la novela negra junto con Hammett y Chandler, un escritor fascinante
capaz de crear al detective Lew Archer, un hombre que muere en 1983
aquejado del mal de Alzheimer, sin memoria de sí mismo. La vida es muy
rara o todo lo contrario. La vida apesta. Pero no nos pongamos dramáti-
cos. La vida apesta a veces. Otras veces huele que alimenta. ¿Cuándo?
Cuando uno se da de bruces, por ejemplo, con un volumen que recoge
todos los relatos protagonizados por el detective Lew Archer o cuando se
da de bruces con El blanco móvil o El caso Galton. Me atrevo a decir que
Archer hará las delicias de cualquier lector desorientado que nunca haya
leído un relato de Hammett ni de Chandler. Me atrevo a decir que Archer
hará las delicias de cualquier lector desorientado y sin nada que perder
que jamás haya leído novela policial. No obstante, creo que el placer bru-
tal que produce Ross Macdonald no procede únicamente de Ross
Macdonald. El placer de Ross Macdonald es el placer que produce la
visión del panóptico, el placer de la pieza musical cuando uno aprende a
distinguir las violas de los violines y las tubas, el placer del hipertexto y de
las películas de Woody Allen ambientadas en Nueva York, esas que has
visto tantas veces que empiezas a ignorar a los personajes y a fijarte en los
escenarios, en las calles, en el fabuloso compendio urbano que reside e
impera, en el arte de tejer, propio de abuelas, moiras e hilanderas. La
literatura de Ross Macdonald se disfruta más cuando se advierte quién y
cómo es Lew Archer, un detective engendrado por Hammett, criado por
Chandler y desperezado por Macdonald. Lew Archer es lo que Gilles
Deleuze llamaría un egiptólogo, un descifrador, un instrumento de
decodificación criminal. Archer sabe que los puños no bastan, ni los
puños ni las frases lapidarias, ni siquiera la inteligencia es suficiente para
acabar con el crimen. Con el crimen no se acaba, qué ingenuidad. Con el
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crimen se convive, con el crimen se duerme y se folla y se bebe y uno se
levanta y el crimen sigue ahí; uno sale de casa y el crimen sigue ahí, en el
trabajo, en el subsuelo, en los pasillos del metro, en las hipotecas, en las
aulas, en los quirófanos, en los despachos, sobre todo en los despachos. El
crimen sigue siempre ahí, indescifrable. Supongo que la grandeza del
personaje creado por Macdonald consiste en asumir los propios límites,
en integrar el error en su metodología y comprender. Comprender. Eso es
lo que quiere Archer. ¿Así que Archer es un hermeneuta? Eso lo han dicho
ustedes, no yo. Archer es el hijo de Chandler y el nieto de Hammett, pero
de algún modo va más allá de ambos por la sencilla razón de que el tiempo
pasa y la novela negra se mueve, que el espacio se metamorfosea, el poder
se sofistica, la infamia evoluciona y nosotros, pequeños bípedos pringa-
dos, además de implumes, no podemos sino leer entrecortadamente el
hilo de la trama. Hagámoslo bien, al menos, como Archer, con sentido del
humor, que es la forma más cruda y más sana del desencanto. ¿Les parece
que Chandler explora con destreza los misterios del alma humana además
de los callejones de Los Ángeles? Lean a Ross Macdonald y después
seguimos hablando.
Ross Macdonald es el seudónimo de Kenneth Millar. Nacido en Los
Gatos, California en 1915. Abandonado por su padre, desde muy joven se
movió con agilidad por diversos escenarios domésticos, todos rotos.
Oficial de transmisiones en un navío y doctor en Literatura por la
Universidad de Michigan, es probablemente uno de los autores más
relevantes del panorama detectivesco internacional por una sencilla
razón: estaba en el momento justo, en el lugar adecuado, actuando de la
manera correcta. El momento justo son los años 40 en Estados Unidos, el
lugar adecuado es la estela de Hammett y de Chandler, y lo correcto es esa
maniobra magistral de aterrizaje que potencia la dimensión psicológica
del relato y otorga a sus protagonistas el don de la insignificancia y la
serenidad, es decir, de la grandeza.
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Horace McCoy
Di adiós al mañana (1948)
Horace McCoy pasará a la historia por ser el autor de They
shoot horses, don’t they?, el libro impresionante en el que se
basó Sydney Pollack para rodar lo que en España conoci-
mos como Danzad, danzad, malditos. Me parece justo y necesario. Pero
más justo y, sobre todo, más necesario, me parece recordar que Horace
McCoy es uno de los insobornables en el panteón norteamericano de la
novela negra y la tradición del hardboiled. Tras combatir en la Primera
Guerra Mundial, aparecen sus primeros relatos durante la Gran
Depresión, una serie precisa de puñetazos al rostro del sueño americano
que transforman radicalmente la literatura criminal y dan paso a lo que
luego se conocerá como novela negra. A su regreso del conflicto, McCoy
trabaja como cronista deportivo antes de recalar en Hollywood y
convertirse en guionista (Gentleman Jim de Raoul Wash, Hombres errantes
de Nicholas Ray...), experiencias que reflejaría en sus primeras novelas.
Escritor-metralleta, escritor-granada de mano, McCoy firmó una novela
extraordinaria que, con el tiempo, también sería llevada al cine y protago-
nizada por el pequeño James Cagney. Di adiós al mañana es la historia de un
joven que escapa de prisión y triunfa en la difícil tarea de convertirse
paulatinamente en un criminal sin escrúpulos cuyo escaso respeto de la
ley y la vida humana rayan en la parodia. Después de fugarse de la cárcel,
Ralph Cotter se une a un grupo de gánsteres y consigue que la hija de un
millonario se enamore perdidamente de él. Pero el pasado terminará
atropellándole sin misericordia como a todo hijo de vecino. Violencia
magistral. Relato magistral de la violencia.
Horace McCoy nació en Tennessee en 1897 y murió en Beverly Hills en
1955. Sirvió en el Cuerpo Aéreo del Ejército de los Estados Unidos.
Hombre de altos vuelos, fotógrafo de reconocimiento desde las alturas.
Herido en combate. Trabajó durante años en Dallas como periodista y a
finales de los años veinte comenzó a publicar historias de género pulp.
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Quiso ser actor, pero era mejor escribiendo que declamando. Escribió
algunos clásicos del género negro y exploró otros raros horizontes, como
el famoso King Kong, en cuyo guión participó activamente, aunque
alguien se olvidó de meterle en los títulos de crédito.
Mickey Spillane
Yo, el jurado (1947)
Mickey Spillane es uno de los representantes más ilustres
del lado oscuro del hardboiled, pero lo más probable es que
llegara allí por casualidad o por necesidad, que no son cosas
tan distintas. A Spillane le gustaban los cómics y le gustaba la instrucción
militar. Tal vez por eso, por esa extraña mezcla entre el color aparente-
mente inocente del dibujo y la mala hostia del mundo bélico, fuera capaz
de crear a un detective violento e inolvidable, violento y machista,
violento y grosero, violento e irresistible como Mike Hammer, al que
Raymond Chandler despreciaba con todo su corazón tardorromántico.
Yo, el jurado es la primera novela de Spillane en la que aparece Mike
Hammer, un thriller salvaje y brutal que no escatima en buenas dosis de
sexo, violencia y excesos sensacionalistas, y en la que el detective se
enfrenta a la resolución del asesinato de su mejor amigo. La carne en el
asador. Violencia gráfica excesiva y basura comercial, puede ser. Pero
estoy con Barry Forshaw: cuando los expertos en novela negra llegan a
casa después de dar la charleta de turno sobre nihilismo y hardboiled en la
segunda mitad del siglo XX, lo más probable es que se pongan a leer en
secreto la saga de Mike Hammer. Basura, en efecto, pero basura de la
buena, basura adictiva de la buena. Así que no nos pongamos finos: Yo, el
jurado, y todas las novelas de Hammer fueron éxitos comerciales
inmediatos y pertenecen a un nivel estético y narrativo que, en sentido
estricto, deja mucho que desear. Pero también es cierto que la mala fama
68
de Spillane tiene que ver con la explicitud: sexo explícito, violencia
explícita, brutalidad gratuita, opiniones reaccionarias, machismo a lo
James Bond con un toque vikingo. Y no menos cierto es que la inercia, la
pompa y el boato han convertido a muchos especialistas en novela negra
en lectores con guantes y mascarilla que no saben apreciar ya nada que no
venga envuelto con un lazo de poética urbana del desencanto. Spillane es
un poco más bruto. Spillane te da dos hostias o te pega un tiro. Quien
tenga oídos, oiga.
Frank Morrison Spillane nació en California en 1918 y murió allí mismo en
2006. Aficionado primero y experto después, se dedicó en cuerpo y alma al
mundo del cómic y del pulp hasta que las necesidades económicas le
llevaron a escribir y a vender novelas como rosquillas. Autor de los guiones
que sustentan a personajes tan ilustres como el Capitán América. Piloto de
guerra e instructor militar, testigo de Jehová, marido de una cantante de
nightclub, pendenciero y provocador, un hombre al que le gustaba decir de sí
mismo que no era un tipo duro porque a los tipos duros se los cargan
enseguida, al que le gustaba decir que no le interesaban los lectores, sino los
compradores de sus libros, un hombre que se cagó en el aura de
Hemingway en un teatro lleno de gente y que vivió para contarlo. No me
tomaría una copa con Spillane, pero me gusta llevarme las manos a la
cabeza leyendo sus libros, me gustan sus coqueteos con el exceso, su falta de
modestia a la hora de llevar el género al borde del ridículo o de la perfección,
según se mire.
69
DETECTIVES PRIVADOS Y MALAS CALLES
Visten gabardina gris ajada o tal vez trajes hechos a medida. Los hay
melancólicos y los hay excesivos. Pueden ser licenciados o autodidactas.
Blancos y negros, hombres y mujeres. Algunos recorren sin cesar las calles
de Los Ángeles y otros andan recluidos en la celda 273. Private eyes para
todos los gustos.
Kate Atkinson
Expedientes (2004)
Tres tragedias familiares aparentemente inconexas entre sí
constituyen el eje de esta novela detectivesca de la escritora
inglesa Kate Atkinson. Una niña de tres años desaparece
durante una acampada con sus hermanas y sus padres; un
hombre es asesinado con un hacha y alguien mata a la hija de un abogado
sin motivos aparentes. Atkinson escribe bien, aunque no estoy convenci-
do de que el género detectivesco sea su mejor territorio. Dicho lo cual, hay
que añadir que tal vez Expedientes no sea una novela perteneciente al crime
fiction en sentido estricto. Quiero decir que esta novela es una novela de
detectives, sin duda, pero también es una novela de amor y de muerte, una
novela sobre la pérdida del amor y sobre el destino, que, en opinión de
Borges, es un camello ciego corriendo sin rumbo en mitad del desierto. La
novela es ambiciosa y consigue cumplir con las expectativas del lector que
vaya buscando una satisfacción de género: tenemos a Jackson Brodie,
investigador privado, ex policía y viudo; tenemos el caso de la niña perdida
misteriosamente, a la que muchos años después sus hermanas tratarán de
localizar; tenemos al abogado que ansía resolver el asesinato de su hija
diez años atrás y contrata a Brodie para conseguirlo; y tenemos al tipo del
hacha y al testigo que lo vio morir. Insisto: es una novela detectivesca,
pero sobre todo es una novela que explora las disfunciones internas
latentes y patentes en el seno de la familia, el modo extraño y fortuito en
que el desastre se va tejiendo a nuestro alrededor. Atkinson ya había
demostrado que es una escritora tremenda con Entre bastidores (1995) y
Human Croquet (1997). Expedientes no alcanza las cotas de calidad de las
novelas anteriores, pero se lee bien, se lee muy bien, de hecho, y de
corazón les digo que sería una verdadera pena perdérsela.
73
Kate Atkinson nació en Inglaterra en 1951 y actualmente reside en
Edimburgo. Estudió Literatura Inglesa en Dundee y comenzó un
doctorado en Literatura Norteamericana. Ha sido profesora de Litera-
tura en Dundee y desde 1981 una prolífica escritora de relatos cortos.
Entre sus obras destaca con claridad Entre bastidores, que consiguió el
Premio Whitbread Book. Supongo que nunca olvidará el placer estricta-
mente físico que le supuso saber que, al conseguirlo, había batido ni más
ni menos que a Salman Rushdie y a Roy Jenkins.
Lawrence Block
Un paseo entre las tumbas (1992)
Lawrence Block lo tiene todo. Tiene sentido del humor, tiene
una imaginación que deja a Borges y al mismísimo Manganelli
a la altura del betún (soy un exagerado, lo sé), tiene el don del
título inolvidable (8 millones de maneras de morir, Los pecados de
nuestros padres), tiene destreza, habilidad, calidad a raudales. Tiene Nueva
York y, por si fuera poco, tiene una serpiente con dos cabezas, el investigador
ex alcohólico y privado Matthew Scudder y el elegantísimo ladrón Bernie
Rhodenbarr. A mí me gusta más Scudder, y tal vez la culpa la tenga Un paseo
entre las tumbas, novelita genial y sin respiro en la que un traficante de drogas
entiende por qué hay que pagar cuando los matones que han secuestrado a tu
mujer te dicen que sueltes la lana. Hay que pagar porque si no tu mujer no
volverá a mirarte de reojo desde el otro lado del sofá. Kenan Khoury decide
no entregar el millón de pavos en efectivo que se le exige por la entrega de su
mujer y, claro está, la pobre aparece muerta al comienzo de la novela, lo que
despierta en Khoury el deseo de venganza —que sólo es superado por el azar
como mecanismo narrativo de propulsión en todo tipo de género literario—.
Khoury contrata al detective privado Scudder y ambos recorrerán las calles de
Nueva York acompañados de un punky, dos freaks informáticos y una
prostituta en busca de los asesinos.
74
Me gusta la serie de novelas que Block ha dedicado a Scudder porque
Scudder es una metáfora de la Gran Manzana. Lo de la metáfora suena muy
bien y siempre resulta socorrido, pero me da que se ajusta con cierta
precisión al caso del personaje más logrado del escritor estadounidense.
Scudder recorre Nueva York de Brooklyn a Harlem o de Manhattan a
Queens y lo hace como un espectro que ha sobrevivido a sí mismo. Block ha
tenido la audacia de permitirnos asistir a la debacle cronológica e histórica
de su criatura. Scudder es un alcohólico de reunión en iglesias, un hombre
atormentado por la muerte accidental de una niña a consecuencia de una
bala perdida en el pasado. En los años que separan las últimas páginas de mi
segunda novela favorita de Block, 8 millones de maneras de morir, y la trama de
Un paseo entre las tumbas, Scudder ha aprendido a serenarse, a mantenerse
sobrio, a abandonar la iglesia y las reuniones de alcohólicos anónimos.
¿Entonces Scudder es un héroe? ¿Es un superviviente? ¿Scudder es un
hombre feliz que se ha superado a sí mismo y que quiere mostrarnos el
camino recto y legitimar toda esperanza en la mejora de la humanidad y el
individuo que la conforma? Por supuesto que no. Scudder es un cuerpo
errante por las calles de Manhattan, un signo móvil de la decadencia de la
gran urbe y un hombre que ha perdido la poca esperanza que le quedaba. Es
un hombre fuerte y es un hombre que tiene razón. ¿Por qué tiene razón
Matthew Scudder? Porque no entiende los motivos de sus actos. Porque no
sabe por qué ha dejado de beber, por qué sigue empeñado en hacer justicia y
en reírse de sí mismo. Scudder tiene razón porque responde a la pregunta a
la que no supo responder Philip Marlowe. O mejor, porque cancela la
pregunta, porque la anula y la escupe, porque pisotea la pregunta: ¿qué nos
mueve a actuar?
Lawrence Block me cae bien. Me pasa con él lo mismo que con Spinoza.
Me caen bien y no sé muy bien por qué. Block nació en Estados Unidos en
1938 y se pasó buena parte de su juventud creadora escribiendo para
revistas pornográficas, para terminar convirtiéndose en Grand Master of
Mystery Writers en Norteamérica, y recibir todos los premios y escribir
más de cincuenta novelas negras, algunas de ellas rayanas en la genialidad.
Lawrence Block es un hombre que sabe cómo no escribir novela negra.
Siempre estará en mis oraciones —junto con Joe Gores— por ese detalle
mínimo e insignificante.
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H. Bustos Domecq
(seudónimo de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares)
Seis problemas para don Isidro Parodi (1942)
La clave de comprensión de la relación fraterno-filial y laboral
de Borges y Bioy Casares es la envidia. Borges fue con mucho
el escritor más fascinante —no digo el mejor, digo el más
fascinante— de Latinoamérica durante varias décadas del
siglo XX. Bioy es un lector perfecto, así que sabe que su amigo Borges
alcanza cotas de calidad literarias difícilmente comprensibles, y sabe que lo
hace, además, con cierta frecuencia, más o menos cada vez que escribe un
relato o un poema. Ahora bien, Borges también era un lector perfecto
(¿pueden existir dos lectores perfectos? ¿No limitaría el uno la perfección
del otro? ¿Y las paradojas de la omnipotencia? ¿Ha muerto el gato? ¿Dónde
he puesto mi paraguas?). Esto significa que Borges sabía que, si bien Bioy no
era el escritor más fascinante de Latinoamérica, al menos había escrito —y
esto lo digo en voz muy baja, que es como se dicen las verdades y los
secretos— la que sin duda es la mejor novela fantástica de la historia de la
literatura hispanoamericana. Ahí es nada. Así que uno esperaría que
cualquier día, durante una apacible reunión en casa de Bioy para tomar el té
y las pastas, uno de los dos se levantara serenamente, se sacudiera las migas
del pantalón del traje y le rompiera al otro en la cabeza una tetera de
porcelana china llena de infusión hirviendo ante los ojos abiertos y
encendidos de Silvina Ocampo. La envidia es muy mala, ya lo decía mi
madre. La envidia es atroz y es la clave. Porque la clave estriba en la ausencia
de envidia, la clave consiste en la sorprendente ausencia de envidia en los
textos de Borges y de Bioy —no digo en los cuerpos ni en los ojos ni en las
manos, digo en los textos de ambos autores—. Mi tesis es la siguiente:
precisamente porque Borges y Bioy no se envidiaron en sus textos,
pudieron escribir a cuatro manos una obrita tan divertida y deliciosa como
Seis problemas para don Isidro Parodi bajo el seudónimo de H. Bustos
Domecq. Eso es lo que hacen los amigos. Los amigos escriben juntos. Los
amigos saben a quién se enfrentan. Los amigos han convertido la envidia en
76
una fuente de creación estética, en un motor y en una fuerza bruta. Los
amigos escriben a cuatro manos como Borges, Bioy, Bolaño y García Porta.
Seis problemas para don Isidro Parodi es un conjunto de relatos policiales,
pero sobre todo es una celebración de la literatura más allá de todos los
géneros, una declaración de principios y un homenaje personal del dueto
argentino al género policial que tan bien conocían. Digo que es una
celebración y un homenaje y una declaración de principios porque Bustos
Domecq encuentra la forma de decir en qué consiste lo más importante: lo
más importante es la narración, lo importante es narrar y escuchar, que es
otra forma de narrar, y seguir narrando y escuchando hasta que alguien se
acerque y nos dé unas palmaditas en el hombro y nos diga que estamos
muertos. Isidro Parodi es un detective singular que termina con sus huesos
en la cárcel acusado de un crimen que no ha cometido. Dentro de esa cárcel,
dentro de su propia celda 273, el resto de los presos despliega la historia de la
literatura detectivesca y sus infinitos personajes, se ríen de ellos y de
nosotros, enfatizan las tramas y las destruyen, alimentan el hambre de más
historias y satisfacen el hambre de más historias y todo ello en clave
estrictamente detectivesca. Al fin y al cabo, se trata de un grupo de presos y
maleantes que acude a la celda de don Isidro para relatarle los casos más
inverosímiles e irresolubles con la esperanza de que el buen detective les
ofrezca una solución satisfactoria. No sé qué les parece: a mí me dan ganas
de llorar de alegría, la verdad; me dan ganas de pegarme una ducha fría y
salir a la calle y llorar de alegría y emborracharme; me dan ganas de leer los
Seis problemas una y otra vez, porque en esos seis cuentos encuentro el paso
atrás del que a veces carezco con respecto al consumo literario del género
policial, el paso a un lado, la visión clara y precisa de este animal hermoso
que se deja acariciar sólo por las noches. Seis problemas para don Isidro Parodi
es la justificación de la novela negra y el relato de misterio, el pulp, Agatha
Christie, Chandler, Wilkie Collins, Auguste Dupin, Holmes, Raffles, Walter
Mosley. Todos ellos encerrados para siempre con sus criaturas en la celda
273 de la Penitenciaría Nacional, condenados a narrar y a ser narrados por
los siglos de los siglos, amén.
Jorge Francisco Isidoro Luis Borges nació en 1899 y, por desgracia para
todos, murió, es decir, dejó de escribir en Ginebra en 1986. Muchos años
77
para un viajero que parecía un profeta cuando en realidad era un biblioteca-
rio ciego amante de los tigres, los laberintos y el idioma de los sueños. Ya
saben Vds. quién es Borges. No insistamos. Mejor quedarse con los
silencios del cementerio Plainpalais y las runas de su epitafio. Borges es una
fuente de placer inagotable y un mapa de todos los mundos posibles.
Punto. Adoro a Borges. Si un día me despertara y me diera cuenta de que
Borges no existe, de que no ha sido fruto más que de mi imaginación y que
sus libros nunca han sido escritos; si me despertara y el maldito genio de la
lamparita me dijera que la única forma de recuperar a Borges y los libros de
Borges es eliminar las obras completas de Chesterton y del triunvirato
Hammett-Chandler-Macdonald… Prefiero no pensarlo.
Adolfo Vicente Perfecto Bioy Casares nació en Argentina en 1914 y murió
en Argentina en 1999. Era un hombre guapo. Un hombre rico. Un hombre
tan guapo y tan rico que se pasó la vida leyendo y escribiendo y recibiendo
visitas. Un hombre con amigos y con suerte que se entregó por completo a
dos nociones más próximas de lo que pudiera parecer: el amor y la ciencia-
ficción. La invención de Morel sigue siendo hoy en día unas de las obras cumbre
de la literatura fantástica de todos los tiempos. Nadie nunca volverá a escribir
nada semejante, sólo Dios, que, según me dicen, tiene apuntadas en un
cuaderno las conversaciones entre Borges y Bioy Casares que nadie escuchó
ni registró jamás.
James Lee Burke
Camino púrpura (2000)
En todas las fotos que he visto de él, James Lee Burke lleva un
sombrero tejano. Detalle de escasa importancia, dirán
ustedes, cuando de lo que aquí se trata es de novela negra y
narrativa policial. Tienen toda la razón del mundo, faltaría
más. Será mi tendencia obsesiva a encontrar significado detrás de todas las
78
cosas lo que me lleva a pensar que el sombrero de Lee Burke es una imagen
elocuente y certera de su labor literaria como escritor de novela negra.
Quiero decir que la imagen de un maestro de la narrativa criminal
estadounidense vestido de cowboy es tan original e inesperada como la
aportación de Burke al universo literario del crime fiction. Burke no se
parece a nadie. Eso pasa muy pocas veces. Y cuando pasa uno se encuentra
con obras como Camino púrpura, que tiene la extraña virtud de ser una
novela de género más allá del género, tanto desde el punto de vista del autor
y la obra como del perfil del lector. Convertida en un best-seller en un
suspiro, Camino púrpura explora la dimensión más personalista del
investigador fetiche de Lee Burke, Dave Robicheaux, para quien el mundo
no es más que un enorme manicomio. Burke enfrenta a su antihéroe con la
muerte de su propia madre 30 años atrás. Louisiana es el escenario en el que
Robicheaux tendrá que rastrear sin pestañear las líneas ambiguas que le
llevarán a la comprensión de su propia infancia, a las razones del abandono
de su madre siendo él apenas un niño, al descubrimiento de su pasado
como prostituta vinculada a la mafia en un universo podrido y maloliente
poblado de tensiones raciales no resueltas, corrupción y desamparo.
Después de pasarse toda la juventud preguntándose por qué su madre le
dejó en manos de un padre alcohólico y cuando creía haber olvidado el
perímetro de su ausencia, Robicheaux es interpelado en plena calle por un
proxeneta que le pregunta si es el hijo de Mae Guillory, la puta que mataron
hace 30 años una panda de polis corruptos. La novela es una excusa, pero
una excusa excelente de rápida lectura que nos deja con la sensación de que
Burke nos está engañando, que es un escritor travieso que juega a la
narrativa puramente detectivesca cuando lo que verdaderamente le
interesa es rasgar el retrato aparentemente hermoso e impoluto de la vida
americana. Una novela que se bate a muerte con los fantasmas del
psicoanálisis, es decir, con el riesgo de la exageración y la pose, pero sale
victoriosa.
James Lee Burke nació en Houston, Texas, en 1936, y creció en la costa del
golfo de Louisiana. Licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de
Missouri, ha trabajado de casi todo y ha recibido en dos ocasiones un Pre-
mio Edgar con Heaven’s Prisioner y Two for Texas. James Lee Burke es un
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señor con sombrero de cowboy que bien pudiera ser un cirujano capaz de
diseccionar la sociedad norteamericana, abrirla despacito con un bisturí y
extraer la dimensión política de la decadencia, el crimen, la pobreza, el
asesinato y la memoria. Como James Ellroy, pero con sombrero, botas y
frases subordinadas.
Lee Child
El camino difícil (2006)
Lee Child es el creador del policía ex militar Jack Reacher, el
mejor cazador de hombres que uno puede encontrar a ambos
lados del Atlántico. Nacido en una base militar norteamerica-
na en Berlín, Reacher es un lobo solitario, un defensor de la
justicia y de la venganza que sabe aplicar con la precisión de un relojero una
singular versión del código de Hammurabi. No tiene teléfono, no tiene
residencia fija, el sistema le aburre, como a todos, pero él es capaz de
sobrevivir en sus delicados márgenes. Le gusta Nueva York, el cemento y la
luz de la Gran Manzana. Le gusta recibir encargos imposibles. En El camino
difícil, Reacher es contratado por el enigmático empresario Edgard Lane
para encontrar a su mujer y a su hijo, secuestrados por un psicópata.
Reacher es un hombre eficaz, un depredador que siempre está en el buen
camino para atrapar a su presa. Sin embargo, en esta ocasión ninguna de las
piezas del puzle parecen encajar en la mente del cazador. Lane está
ocultando algo y Reacher lo sabe, sabe que es algo gordo y que puede
estallarle en la cara, pero ya es demasiado tarde para echarse atrás y,
además, el dinero no lo permitiría. Así que la única manera de hacerlo es al
modo en que solían hacerse las cosas en el ejército, the hard way, seguir el
camino más difícil, un camino que le llevará al otro lado del mundo para
mostrar que un cazador siempre es un cazador, y Reacher es el mejor de
todos.
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Lee Child es un escritor excelente y sorprendentemente constante. Con él
nunca he tenido la sensación de montaña rusa que solemos experimentar al
sumergirnos demasiado en la obra de un autor. El enemigo, El visitante, Gone
Tomorrow, Bad Luck and Trouble, todos ellos libros fascinantes, dinámicos,
imparables. Lee Child es inglés, nacido en el Reino Unido en 1954, pero
escribe como un hombre que no hubiera salido de los Estados Unidos o que,
al menos, hubiera captado a la perfección el ritmo de los States con una
fidelidad asombrosa para cualquier extranjero. Estudió Derecho y trabajó
veinte años para la televisión británica escribiendo anuncios, trailers y
guiones para diversos programas. Le echaron en 1995, cosas de la corpora-
ción, y decidió que un experto en el mundo del espectáculo televisivo que ya
había cumplido los cuarenta no tenía más remedio que ponerse a escribir
novelas. Inventó a Reacher en los pasillos de un supermercado cuando su
mujer le dijo que, si no triunfaba como escritor, al menos podría trabajar de
«reacher» en un supermercado —el tipo es tan alto que puede alcanzarte
cualquier producto—. Los premios que ha recibido son muchos y variados.
Habla despacio, rumiando como un animal nietzscheano.
John Connolly
Los atormentados (2007)
¿Quiénes son los autores más adictivos de la novela negra? Es
una pregunta difícil. Más difícil que esta otra, en todo caso:
¿quiénes son los autores más adictivos de la literatura
universal? Esta pregunta es más fácil por la sencilla razón de
que cada cuerpo es un mundo, como sabía Hipócrates, y cada mundo tiene
sus propios relieves. Cada cuerpo sus aficiones y acantilados. Lo que a mí
me lleva al delirio a usted puede dejarle completamenteindiferente, y lo que
a mí me importa un bledo a usted le produce temblores y sudores fríos. A mí
Bernhard me lleva al delirio, por ejemplo. Es un autor adictivo, de prosa
81
adictiva; cuando anhelo la lectura de Bernhard lo hago como un yonqui, sin
medianías y con dolor muscular. Pero seamos honestos, por diversos que
sean nuestros cuerpos, el ámbito de la novela negra es más explícito, más
transparente. Yo adoro a Chandler y a Hammett, pero Chandler y Hammett
no me parecen adictivos. Me parecen gloriosos, pero no adictivos. Me ape-
tecen mucho, pero no siempre. Nunca pierdo la calma antes de leer a Walter
Mosley, Edgar Allan Poe o a David Goodis. A mí me pierden otros autores,
yo pierdo la calma cuando pienso en James Ellroy, por ejemplo, pierdo la
calma y me sudan las manos cuando abro una novela de Ellroy o de John
Connolly. Ellroy y Connolly son heroína pura. En eso estoy con Boyero.
Hablemos de drogas.
Connolly es un maestro irlandés y tenebroso, un hombre que ha
recorrido con decisión el camino que lleva del thriller violento y detectives-
co a la obra de arte inquietante, elegante y astuta, tan astuta y tan inquietan-
te que no le ha importado incorporar elementos sobrenaturales a las histo-
rias del detective Charlie Parker. Los atormentados es, así, un libro adictivo,
inquietante, elegante, astuto y tenebroso, una novela que juega sin saberlo
con uno de los enigmas más letales de Occidente, aquel asunto edípico que,
mucho antes de Freud —«¡vade retro, Sigmund!»— importunaba a los
héroes de todas las regiones del planeta: la voluntad de verdad que conduce
a la destrucción de uno mismo. Daniel Clay era un psiquiatra infantil que
desapareció tras el estallido de una serie de denuncias sobre abusos
cometidos a niños a los que había tratado. Se le dio por muerto y esa verdad
edípica quedó sepultada en el olvido. Pero Rebecca, la hija de Clay, está
siendo acosada por un hombre que quiere saber qué ocurrió realmente con
David Clay: se trata de Merrick, un fantasma del pasado que no descansará
hasta descubrir qué sucedió con su propia hija y cuál es la responsabilidad
real del psiquiatra. Rebecca contrata al detective Charlie Parker para
deshacerse de Merrick, pero el tsunami ya ha comenzado y con Merrick
despiertan otros habitantes de ese país extranjero y remoto que asedian a
Rebecca y diseñan su propia venganza; espectros atormentados e intran-
quilos que no descansarán hasta descubrir la verdad sobre los abusos come-
tidos mucho tiempo atrás.
Connolly es heroína pura, decía, por este libro y por muchos otros:
Todo lo que muere, El poder de las tinieblas y El ángel negro. Heroína pura
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porque en cada uno de los personajes y ambientes se condensa la totalidad
de su singular universo detectivesco y fantasmal, misterioso y áspero, un
universo poblado por personajes absolutamente imprescindibles para el
lector una vez que ha entrado en contacto con ellos: Parker, el señor Pudd,
el reverendo Faulkner, el gordo Brightwell, el Viajante y el Coleccionista,
los hombres huecos… Me pregunto si la adicción que me produce este ir-
landés tiene que ver con la imaginación, es decir, con la capacidad para
introducir en el género negro una imaginación desbordante que, lejos de in-
flar innecesariamente la trama y los personajes, los dota de un atractivo
irresistible, a la vez que instala al lector en un territorio que nunca termina
de ser familiar.
John Connolly nació en Irlanda en 1968. Periodista, camarero, funciona-
rio del gobierno local, creador de un ex policía con nombre de trompetista
que perdió a su mujer y a su hija y que no descansará hasta encontrar a su
asesino. Connolly es un equilibrista. A un lado del cable, la tradición negra
del hardboiled norteamericano y la influencia de Lee Burke y Ross
Macdonald; al otro lado, un pozo sin fondo en el que resuena un eco
irresistible o un grito sordo de Edgar Allan Poe: «¡Sácame de aquí, John,
pero despacito!».
Stella Duffy
La chica del calendario (1994)
¿Se acuerdan de Kelly McGillis? Puede que no. Permítanme
que les refresque la memoria, primero a los amantes del buen
cine y después a los coleccionistas de iconos. Kelly McGillis
interpretaba a una madre amish en aquella película protagoni-
zada por Harrison Ford y Danny Glover, Único testigo. Estaba guapísima.
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¿Se acuerdan? ¿No? A ver ahora: Kelly McGillis era la instructora devora-
yogurines que seduce a Tom Cruise en Top Gun, un referente dudoso pero
divertido que marcó la infancia de mucho adolescente con lorzas a
principios de los noventa. Se acuerdan, a que sí. Pues bien, Kelly McGillis
tiene mucho que decir al comienzo de La chica del calendario, la novela de
Stella Duffy perteneciente a la serie protagonizada por la detective Saz
Martin. Maggie Simpson —ahórrense la bromita— es una actriz y stand-up
comedian londinense que se enamora perdidamente de una mujer misterio-
sa y enigmática que, según sentencia, «tenía el cuerpo de Kelly McGillis».
En la misma ciudad, la detective Saz Martin es contratada por un tal Clark
para descubrir la verdadera identidad de la chica del calendario, una mujer
que se hace llamar Septiembre y que conducirá a Saz a un viaje explícita-
mente sexual por los alrededores del mejor thriller británico. Tórrido
escándalo de imágenes tan bien narrado por Duffy, tan serenamente
alternado con la historia de Maggie Simpson que cierras el libro y tardas un
par de minutos en despertar del arrobo y eliminar del rostro esa expresión
viciosa.
Stella Duffy es la autora de once novelas y múltiples relatos cortos de
tono detectivesco en las que somos literalmente empujados a conocer
una galería de malas mujeres en el mejor de los sentidos. Mujeres que se
portan mal, como ella misma dice, mujeres violentas, morbosas, letales e
irresistibles que sirven a la autora para elaborar siempre, repito, siempre
y sin excepción, una narrativa de ritmo fluido y de calidad. Duffy nació en
Londres en 1963 y pasó toda su infancia en Nueva Zelanda. Es actriz,
cómica y aficionada a la cocina y al aplauso del público. Adora cocinar
porque, a diferencia de la literatura, el consumidor de tus obras culinarias
te aplaude al instante, mientras que el lector permanece para siempre en
la sombra o, en el mejor de los casos, te envía sus felicitaciones con años
de retraso.
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Loren D. Estleman
La ciudad del motor (1980)
Lástima que la modernidad comience con Descartes. Lo
digo sin rencor. Es una lástima que los tiempos modernos
comiencen con Descartes menospreciando la literatura, la
historia y los viajes. Una pena inmensa, Cartesio, te
revolverías en tu tumba si supieras que la literatura y los viajes son figuras
de la verdad y que las ciudades, esas que no vale la pena frecuentar porque, a
la postre, como dices, uno ya no sabe si va o si viene, las ciudades son, en
efecto, eso que hoy por hoy nos da qué pensar. Y si no que se lo digan a
Loren D. Estleman —hombre agitado e inquieto, a pesar de su volumen
corporal—, que lleva más de 25 años recorriendo géneros: del western a la
ficción histórica y de la ficción histórica a la detectivesca y vuelta a empezar
reflexionando sobre la ciudad del motor, Detroit. Todas sus novelas de
detectives están ambientadas en Detroit. Y en casi todas ellas encontramos
al detective Amos Walker, veterano de la guerra de Vietnam, sociólogo y ex
policía, personaje estelar de Estleman, cuyo papel, siempre y con mucho
cuidado, podría reducirse a este gesto, tan sencillo como demoledor, que
consiste en detenerse en mitad de un puente construido sobre una estación
de ferrocarril y observar el descarrilamiento de un tren, o en quedarse
absorto contemplando el derrumbamiento de un edificio antiguo a base de
dinamita. Amos Walker es el testigo privilegiado de la decadencia posmo-
derna de la ciudad de Detroit, la ciudad del motor, una ciudad en declive
—como todo y como todos, hacia abajo, sin perdón— que merece si no un
poema, al menos una canción triste: Motor City Blue.
El anzuelo está servido y es irresistible: la decadencia y la urbe. Detroit.
Amos Walker, una suerte de Sam Spade en Michigan, según el propio autor.
Detroit, Spade, el porno y el crimen organizado. Servido, sí señor, y sin duda
irresistible, si tenemos en cuenta que Estleman sabe lo que hace cuando lo
hace, que no es poco. En su primera aparición literaria, Amos Walker es
contratado por un gánster indomable de apellido irrisorio (Ben Morning-
star) para encontrar a la bella Marla Bernstein, de apellido no irrisorio, pero
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sí mejorable. Marla —catorce años, pelo negro, preciosa— es la pupila del
pez gordo Morningstar y Morningstar es uno de esos hombres, recuerdan,
que sabe cómo hacer una oferta irrechazable. Morningstar encarga a Walker
el hallazgo de la chica y le advierte de su deseo de absoluta discreción: no
quiere leer ni una sola vez su nombre en los periódicos: «Si leo mi nombre en
el periódico, al día siguiente se podrá leer el tuyo. Con un marco negro». La
única pista con la que cuenta Walker es una fotografía de la chica con claros
tintes pornográficos que llevará al detective a los bajos fondos de la ciudad de
Detroit y a los más bien altos de la industria del porno. Una espiral creciente
o descendente, según se mire, pero espiral, un torbellino insonoro a lo Paul
Cain que nos deleita con la construcción de un nuevo binomio indiscutible
en el universo detectivesco: Detroit-Walker.
Loren D. Estleman nació en Michigan en 1952 y creció en Whitmore Lake,
en una granja familiar construida en 1867. Licenciado en Literatura Inglesa
y Periodismo, ha trabajado como periodista y ha escrito ficción sin parar
incurriendo en los parajes más dispares del universo-libro: el western
histórico, las secuelas y los malabares (Sherlock Holmes vs. Drácula y Dr. Jekyll y
Mr. Holmes) y la investigación periodística combinada con la ficción de
manera extraordinaria en una serie de novelas que exploran la historia
criminal de la ciudad de Detroit (lean Whiskey River, etílico y fabuloso).
Eugenio Fuentes
El interior del bosque (1999)
El escritor español Eugenio Fuentes maneja la Poética de
Aristóteles, pero también debe de saber algo del pensamiento
francés contemporáneo. Creo que Fuentes ha entendido que
no se puede escribir novela negra al margen de la evolución de
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los paradigmas narrativos de Occidente. Es decir, no se puede escribir
como si el espacio y el tiempo, el principio, el nudo, el desenlace, la
peripecia y la catarsis siguieran siendo conceptos sagrados e intocables. Ni
siquiera novela negra. Lo más probable es que Fuentes se negara a ser
clasificado sin más en la etiqueta de escritor de novela negra. ¿Por qué? Muy
sencillo: Fuentes se negaría a ser llamado escritor de género o de novela
negra porque lo que le interesa es la exploración de la condición humana en
un contexto de intriga que no privilegia los esquemas tradicionales del
relato policial ni tampoco exagera sus perfiles. Todo quema, todo pincha,
todo mancha, como decía el Ditirambo de Gonzalo Suárez. Fuentes quema,
Fuentes pincha, Fuentes mancha. Enhorabuena.
¿Las manos del pianista es una novela negra? Yo qué sé. Las manos del
pianista es un buen libro. Es un libro tremendo en el que encontramos de
nuevo a Ricardo Cupido, el detective soso predilecto de Fuentes, que se ve
envuelto en la investigación de un asesinato relacionado con una empresa
constructora. Martín Ordiales aparece despeñado desde lo alto de uno de
los edificios en construcción, y es más que probable que su muerte tenga
algo que ver con su reiterada oposición a los planes modernizadores de la
empresa. Todas las miradas apuntan a un pianista fracasado. ¡Mucho
cuidado con los pianistas fracasados! Un hombre roto que, a fuerza de
quiebra interna y penurias económicas, complementa sus ingresos con
tareas menos nobles que el teclado de un piano. Será él mismo quien,
acosado por las acusaciones, contrate al investigador Ricardo Cupido para
esclarecer la intriga.
¿Y El interior del bosque? ¿El interior del bosque es una novela negra? Eso
ya es otra cosa. El interior del bosque son palabras mayores, mejor que Las
manos del pianista y de título tentador, suculento, irresistible. Un libro
clásico y repleto de metáforas: el interior y el bosque, el camino tortuoso
hacia el núcleo de todos los misterios, los miedos y los enigmas, el itinerario
del terror, el proceso desvelador de la verdad, el descubrimiento. ¿Por qué
son palabras mayores? Porque Fuentes agarra las bases del género y les
implanta, ¡atención!, el paradigma de la Naturaleza, la descripción y el
retrato absolutamente asombroso de un entorno natural que, sin embargo,
es ante todo el dibujo de los secretos más oscuros de la mente humana, de
los pliegues de toda condición mortal. Una joven pintora es brutalmente
87
asesinada en la reserva natural de Paternóster. Poco después, una excursio-
nista es asesinada siguiendo el mismo patrón. No quiero contarles más. Me
fascina este libro. Me da miedo. Me estremece y me alegra las tardes de
invierno.
Eugenio Fuentes nació en Cáceres en 1958. Ha escrito una decena de
novelas y ha conseguido numerosos premios literarios. Su presencia en el
panorama narrativo español es un regalo se mire por donde se mire. Un
nombre que sabe a Vázquez Montalbán y a Juan Madrid y a Lorenzo Silva,
un realista descarnado con el don de los detalles y un manejo en el arte de
perfilar psicologías digno de la mejor escuela.
Sue Grafton
A de adulterio (1982)
La Grafton ha adquirido una fama internacional en el ámbito
de la novela detectivesca por varias razones:
1. Es una escritora eficaz y valiente.
2. Es una escritora eficaz y valiente que durante los años 80 se encaramó al
panteón femenino de la vanguardia detectivesca junto con Marcia Muller y
Sara Paretsky.
3. Es una escritora eficaz y valiente que ha creado a la detective Kinsey
Millhone, niña huérfana y adolescente rebelde que salió disparada del cuer-
po policial de Santa Teresa después de dos años de embestidas machistas y
engendros burocráticos para convertirse en investigadora privada y vivir en
un apartamento minúsculo y jugar a la resistencia emocional con su
octogenario casero.
La serie completa de las llamadas novelas del alfabeto supera tanto la
paciencia como las expectativas de cualquier lector mínimamente exigente,
pero, puestos a leer, me quedo con A de adulterio, la primera novela de la
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serie en la que aparece la detective Kinsey Millhone. Me gusta esta novela.
Kinsey Millhone es contratada para investigar un asesinato cometido ocho
años atrás, el asesinato de Laurence Fife, un abogado de éxito especializado
en divorcios y mujeriego hasta la saciedad que, aparentemente, fue
eliminado por su propia mujer presa de los celos o de la rabia, o del aburri-
miento y el tedio incomprensibles al que a menudo conducen los celos y la
rabia. La mujer de Fife ha pasado ocho años en la cárcel acusada de un
crimen que afirma no haber cometido y ahora tiene la oportunidad de
volver a intentar demostrarlo ante un jurado. Para ello, contrata a Kinsey,
que se sumerge en un ejercicio de desenmascaramiento de los más
sugerentes secretos del pasado, esos que tanto nos gustan y nos motivan y
nos llevan al psicoanalista o a la taberna de George, mejor y más barata: los
celos y los cuernos, el adulterio y el asesinato, la ruina de uno mismo, que
en esta novela Sue Grafton ha sabido combinar a la perfección con un estilo
rápido, inteligente, contundente y, sin embargo, abierto a la pausa narrati-
va, un cierto matiz de silencio después del sexo o de arrobo musical que
acompaña un relato por lo demás tan clásico como recomendable.
Sue Grafton (Kentucky, 1940) tiene, entre otros, el extraño mérito del estilo
literal, el buen gusto comercial de seleccionar con tiento los títulos de sus ya
más de 25 novelas, una suerte de léxico del crimen que recorre el alfabeto
como si fuera el pasillo de una biblioteca: A de adulterio, B de bestias, C de
cadáver, D de deuda, et caetera, que diría el romano. A mi juicio, las mejores
son A de adulterio, E de evidencia, I de inocente y O de odio. ¿Prescindibles?
Puede ser. Pero hace tiempo que lo imprescindible dejó de obsesionarme.
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Philip Kerr
Violetas de marzo (1989)
Viví dos años en Berlín, en los barrios de Prenzlauer Berg,
Mitte y Friedrichshain. Me gustaba ir al cine los domingos.
También me gustaba pasear y visitar cementerios. Recuerdo
la primera vez que entré en el cementerio de la
Dorotheenstrasse. Febrero de 2000. Frío polar. Julia, Javier, Aníbal y yo
decidimos separarnos para buscar la tumba de Hegel. Comenzó a nevar.
Nevaba sin parar mientras dábamos vueltas alrededor de cientos de nichos.
Julia encontró las lápidas de Hegel y de su mujer, y también las de la familia
Fichte. Fue una de las horas más frías y hermosas de toda mi vida. Recuerdo
haber vuelto a ese mismo lugar en primavera. Volví solo, sin amigos.
Regresé para buscar a otro hombre, un hombre muerto al que admiro
mucho más que al suabo más pesado de todos los tiempos. Volví para visitar
la tumba de Bertolt Brecht. Llevaba los bolsillos llenos de Brecht. Almanaque,
Galileo y Arturo Ui. Me senté en uno de los banquitos del cementerio y abrí El
resistible ascenso de Arturo Ui: «No os regocijéis en su derrota. Por más que el
mundo se mantuvo en pie y paró al bastardo, la perra de la que nació está en
celo otra vez».
Muchos años después entré en una librería de Zaragoza y una mujer
me arrastró hasta la sección de novela negra y me hizo dos preguntas.
Primera pregunta: «¿A ti no te gustaba Berlín?». Segunda pregunta: « ¿Cono-
ces a Philip Kerr?». Por aquel entonces, yo amaba Berlín como he amado
pocas cosas en mi vida, y nunca había leído una sola página del escritor
escocés. La mujer alzó su brazo derecho y me alcanzó Violetas de marzo.
«Lee», me dijo. Y yo leí. Hubiera bebido de cualquier copa si me hubiera
dicho: «Bebe». Hubiera matado, si me hubiera dicho: «Mata». Hubiera
saltado por todos los puentes del mundo, si ella me hubiera dicho: «Salta».
Pero dijo: «Lee». Eso es lo que me dijo. Y yo leí. Leí y leí más y, leyendo,
descubrí una novela negra, pero también histórica, ambientada en Berlín
durante la preparación de los Juegos Olímpicos de 1936. Leí sin parar, en una
pensión de Zaragoza, y allí descubrí al personaje estrella de la saga Berlin noir,
90
el detective privado Bernhard «Bernie» Gunther, un ex miembro de la Policía
Criminal nazi (Kripo) cuyas andanzas e investigaciones sirven a Kerr para
describir y descubrir el complejo entramado del Partido Nazi y la cara más
desconocida de la cotidianidad berlinesa de aquellos días no tan lejanos; un
hombre que sabe encontrar a personas desaparecidas —especialmente si son
judíos— y que, durante la Primera Guerra Mundial, fue condecorado con la
Cruz de Hierro. Leí aquellas palabras, «Cruz de Hierro», y se me pusieron
los pelos como escarpias. Brecht, Berlín, febrero, el invierno, el nazismo, el
horror, la muerte, el cine. Entendí por qué Philip Kerr y todas sus novelas
negras berlinesas iban a empezar a formar parte de mi presente o de mi
pasado, que se parecen más de lo que pensaba. La cruz de hierro es una
película de Sam Peckinpah, una de mis películas favoritas de uno de mis
directores predilectos. ¿Recuerdan el final? James Coburn riéndose del
mundo entero y aquellos títulos de crédito con fotografías reales de
muertos, ahorcamientos, campos de concentración. La primera vez que leí a
Philip Kerr recordé todas las imágenes de Peckinpah, pero sobre todo
recordé la cita final que el cineasta incluye en los últimos compases de la
cinta, el bofetón que nos regala antes de que se enciendan las luces, abando-
nemos la sala y volvamos lentamente a ser lo que no somos, como dice el
argentino. La cita de Bertolt Brecht que leí en la primavera de 2000 sentado
en un banquito de un cementerio berlinés: «No os regocijéis en su derrota.
Por más que el mundo se mantuvo en pie y paró al bastardo, la perra de la
que nació está en celo otra vez».
He leído todas las novelas de Berlin noir de Philip Kerr. Comiencen con
Violetas de marzo y piensen en Bertolt Brecht y en James Coburn. Piensen en
Sebald y en su Historia natural de la destrucción y en el siglo XX alemán.
Piensen en Adorno. Piensen en Bernie Gunther, una combinación lírica y
contundente de Marlowe, Montalbano y Kurt Wallander. Lean a Philip
Kerr. Léanlo por sí mismos porque tal vez yo me esté dejando llevar
excesivamente por el recuerdo de una mujer y por la nostalgia berlinesa
cuando les digo que he leído pocas cosas tan satisfactorias en mis ratos
negros.
Philip Kerr nació en Edimburgo en 1956. Estudió Derecho en Birmingham
y ha trabajado como redactor publicitario para varias compañías. En 1989
91
publica Violetas de marzo, primera novela de una trilogía denominada Berlin
noir y compuesta, además, por Pálido criminal y Réquiem alemán. En 2006
decide ampliar la saga con Unos por otros, Una llama misteriosa y Si los muertos
no resucitan. Ha escrito numerosos libros infantiles con el seudónimo de P. B.
Kerr. Está casado con la escritora Jane Thynne. Es uno de los autores más
importantes del panorama negro y policial actual y tengo la impresión que
seguirá siéndolo por muchos años.
Juan Madrid
Un beso de amigo (1980)
Hay dos detalles en la biografía de Juan Madrid que siempre
me han llamado la atención. El primero es que comenzara a
escribir gracias a la redacción de panfletos propagandísticos
del Partido Comunista en la España de Franco. El segundo,
que sea el creador del gitano Flores, ese inolvidable comisario interpretado
por Imanol Arias en Brigada Central. Juan Madrid es la mejor manera de
decir que la novela negra tradicional debe ser superada, pero sin prisas y
con cabeza. Un escritor de la talla de Madrid puede combinar el tempo de
Philip Marlowe con las calles de una ciudad española en la transición
democrática y volver a casa como un héroe. O como un investigador
privado que, antes de meterse a fisgonear sin licencia y con pistola por el
Madrid de finales de los 70, ha sido policía, boxeador y cobrador de
morosos. Esa figura urbana inolvidable se llama, atención, Toni Romano,
el protagonista de la primera novela de Juan Madrid y la razón de que, hoy
por hoy, siga siendo muy difícil no quitarse el sombrero cada vez que
alguien pronuncia el nombre del autor malagueño.
Un beso de amigo nos presenta al personaje de Antonio Carpintero, más
conocido como Toni Romano, un maromo de puño fácil que se pasea por
las calles de Malasaña con las manos metidas en los bolsillos por si acaso,
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por si acaso el mundo se acaba o el pasado viene a tocarte los huevos. La
historia comienza y termina con el rastreo de dos personajes igualmente
apetitosos, una jovencita ligera de cascos y un alemán llamado Otto, un tipo
que supuestamente ha robado unas cartas más que comprometedoras para
el rufián equivocado. Ambas líneas de fuga construyen un espacio
narrativo perfecto para Romano, una plétora de escenarios madrileños
donde se dan cita las tensiones de las recalificaciones y la extorsión, las
putas del barrio y los fachas de turno, los proxenetas y los ex boxeadores.
Ahora entiendo, después de tantos años, aquellas escenas de Brigada Central
en las que Imanol pegaba cuatro voces o cuatro hostias a la mínima de
cambio. Quiero decir que entiendo el código manejado por Juan Madrid,
que es el código de la ambigüedad plegada a una realidad llena de aristas y
rincones oscuros, un código flexible como la regla de medir de los lesbios,
pero flexible ante todo con respecto a la ley escrita, inflexible con su
contrario. Juan Madrid es ya un clásico, y eso no hay quien lo discuta. Y el
que quiera discutirlo, que se prepare para discutir también a Rodríguez
Ledesma y a Vázquez Montalbán. Pero que se prepare bien, no va a ser fácil.
Juan Madrid nació en Málaga en 1947. Se licenció en Historia por la
Universidad de Salamanca. Profesor de universidad, conferenciante,
articulista, cronista, reportero, guionista, corrector, asesor, documentalis-
ta, autor de más de cuarenta libros, heredero confeso de Chéjov, Hammett,
Isaac Bábel y Pío Baroja que se pasó tres meses completamente solo en el
Amazonas pensando en Viaje a la Patagonia de Bruce Chatwin y en el perio-
dismo real, el periodismo sin atrofia que te arranca la piel a tiras y que ya
apenas existe, un tipo que volvió de la selva diciendo que la selva también, y
sobre todo, es una mierda. Juan Madrid es un hombre al que si le preguntas:
«¿Por qué arriesgar la vida para escribir un libro?», te dice: «Porque vivir es
morirse».
93
Alexander McCall Smith
La 1.ª detective de Botswana (2002)
¿Quieren leer algo completamente diferente y de calidad en
el ámbito de la novela de detectives? Alexander McCall
Smith, La 1.ª detective de Botswana. Smith es un tipo divertido,
un escritor divertido y, en ocasiones, desternillante. Eso es
más o menos común. Lo raro es lo otro. Lo raro es que haya conseguido
elaborar un estilo narrativo divertido y desternillante vinculado al universo
del crime fiction. ¿Cómo lo hace? Derrumbando los cimientos. Más que
derrumbándolos, reconfigurándolos. Veamos: en primer lugar, Botswana
como escenario de la trama detectivesca. En segundo lugar, la señora
Ramotswe, una mujer negra, inteligente, serena y campechana que decide
vender todas sus vacas para abrir su propia agencia de detectives. Pero no al
modo en que la abre un Spade o un Marlowe, una puerta de madera al final
de un pasillo en un edificio enorme de una gran urbe norteamericana. La
señora Ramotswe abre su oficina al pie del monte Kgale, al ladito del
desierto del Kalahari. Y no necesita más que un par de sillas y un teléfono,
una secretaria y mucha paciencia para escuchar el relato de los singulares
personajes que vienen a contarle los casos más peregrinos. En esta primera
novela de la serie, Smith nos presenta a la primera detective de Botswana
como una mujer de extraordinaria inteligencia, que ni ha estado en el
ejército ni es alcohólica ni ex policía ni tiene el guantazo ligero. La señora
Ramotswe es como mi abuela o como la suya, una mujer alegre y enérgica
habitando un cuerpo rollizo y poderoso, una mujer que sabe escuchar y
que, fíjense qué curioso, quiere verdaderamente ayudar a todo el que se
deje caer por su oficina. Rompiendo con la metodología convencional y
con la ortodoxia operativa, Ramotswe se enfrenta, en esta ocasión, a la
extraña desaparición de una inocente criaturita que llevará a la detective
más insólita del planeta Crime a un delicioso periplo africano.
Alexander McCall Smith nació en la colonia británica de Bulawayo, actual
Zimbabwe. Profesor de Derecho Médico durante años en la Universidad de
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Edimburgo y experto en bioética, se le ocurrió escribir un superventas
divertido, refrescante y cautivador que le ha llevado a la fama mundial en
un abrir y cerrar de ojos. Escritor prolífico, autor de novelas infantiles y
otras maravillas, Smith ha conseguido combinar con agilidad —que es un
don de los dioses— el registro clásico de Poirot, Holmes y la Marple con los
fascinantes escenarios africanos, creando un universo literario irresistible,
una isla de oxígeno en el interior de un género que tiende a lo rancio y que,
ciertamente, muchos consideran superficial y prescindible. Cada loco con
su tema. Yo, por mi parte, me deleito de vez en cuando con las novelas de
Smith del mismo modo que saco la cabeza por la ventanilla, me tiro a una
piscina o me tumbo en la hierba.
Walter Mosley
El demonio vestido de azul (1990)
Constelaciones. Si encontrara una lámpara mágica en el fondo
de mi armario junto a las cartas de amor de aquella harpía que
me rompió el corazón, supongo que haría lo que cualquiera
de ustedes. La frotaría. Frotaría la lámpara hasta que saliera el
genio de turno y me concediera tres deseos. Si no les importa, los dos
primeros me los guardo para mí solito, pero voy a contarles el tercero. Si
encontrara una lámpara mágica en mi armario y un genio me echara su
aliento genial en la cara, le pediría pasar una jornada entera con Walter
Mosley y George Pelecanos, una jornada minuciosa y organizada con pre-
cisión: por la mañana, Pelecanos y yo asistiríamos juntos a un par de clases de
literatura inglesa impartidas por Mosley en la Universidad de Nueva York.
Nos sentaríamos en el mismo pupitre y George me susurraría al oído
comentarios mordaces e inteligentes sobre el bueno de Mosley. Después nos
iríamos los tres a comer y daríamos un paseo por Washington DC y Pelecanos
nos llevaría a los lugares donde le gustaría morir o vivir para siempre y Mosley
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me susurraría comentarios mordaces e inteligentes sobre Pelecanos, me diría
cosas como: en el fondo, Pelecanos es un tierno; o: Pelecanos es tan bueno
como yo, pero más blanco. Por la noche me los llevaría a los dos a un bar
berlinés en el que una vez estuve a punto de perderlo todo, hasta la vida, un
búnker rehabilitado con música en directo. Mosley y Pelecanos me explicarían
en voz baja el secreto mejor guardado de la historia de la literatura y después
me llevarían a casa en un Buick rojo y me dirían: «Take care, Malverde». Fin.
El genio no haría preguntas. Pero si las hiciera, si me preguntara por
qué ellos y por qué juntos, yo lo tendría muy claro. Mosley y Pelecanos son
artistas del suburbio que escogen ciudades enormes y de amplio abolengo,
escenarios tradicionalmente glorificados para el espectador y el lector
medio que, sin embargo, están repletos de imágenes, agujeros, guetos,
excepciones. Constelación Mosley-Pelecanos (y yo metería bien a gusto a
David Simon, que algo sabe de todo esto) porque Los Ángeles y Wash-
ington DC también están llenos de mierda y de rencor y de historia y de
tensión económica, social y racial. Esta última es la que ha convertido a
Walter Mosley en un maestro del género negro. Un maestro negro del
género negro, como se ha dicho tantas veces. Un escritor negro, hijo de un
afroamericano y una judía blanca, que decidió construir un detective negro
para tantear el terreno de la literatura con mayúsculas, y para emplear esa
literatura como un bisturí de crítica social devastadora sobre el conflicto
racial en los Estados Unidos de América durante el siglo XX. Mosley se
abalanza sobre la tensión racial en Norteamérica durante las décadas de los
40, 50 y 60, se sumerge en Los Ángeles South Central denunciando la
supremacía blanca y el racismo silenciado pero implacable que atraviesa the
land of the free. Y lo hace con un instrumento elegantemente diseñado: el
detective Ezequiel Easy Rawlins, llevado a la pantalla por Denzel Wash-
ington hace un puñado de años. Easy Rawlins es un investigador privado
veterano de la Segunda Guerra Mundial, un negro que desconfía de todo el
mundo y sobre todo de los blancos, pero con cautela, un hombre desconfia-
do con amigos de todos los colores, un negro nacido en Texas que termina
acodado en 1948 en la barra de un bar después de haber perdido su trabajo
en la industria aeronáutica, preguntándose cómo va a pagar su hipoteca. Así
comienza la mejor o, al menos, la más célebre de las obras de Walter Mosley,
El demonio vestido de azul, inolvidable no sólo por el título. Rawlins acodado
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en el bar de Joppy, y un hombre blanco vestido de blanco que entra en un
bar de negros, y le ofrece al negro Rawlins dinero rápido y abundante a
cambio de encontrar a una mujer vestida de azul, un diablo blanco y
devastador que abre la puerta a los ambientes más sórdidos e irresistibles de
la noche en LA: clubes de jazz, alcohol, mujeres, humo denso, sudor rancio,
polis corruptos y una gama de personajes sólidos entre los que destaca el
compañero psicópata de Easy, Raymond Alexander, a.k.a. «Mouse».
Walter Mosley nació en Los Ángeles en 1952, hijo de un negro procedente
de Louisiana y una judía blanca. Alfarero, programador informático,
amante de los sombreros, politólogo, escritor que merece un lugar entre los
más grandes del género por su espectacular traslación de la condición racial
al ámbito de la novela negra pero, sobre todo, por su calidad artística, por
esa rara avis perdida en las páginas de Hammett y Chandler y Ross Macdo-
nald que se llama precisión, pincel, olfato y desamparo.
Sara Paretsky
La lista negra (2003)
Mi padre solía beber Johnnie Walker etiqueta negra. Razones
como ésta nos conducen a ciertos hábitos de vida o de lectura
que guardamos con cuidado en un cajón, hábitos que
llevamos siempre en los bolsillos como si fueran pañuelos o
bolas de golf con el fin de tener siempre a mano y poder tocar
algo más que un objeto, acariciar el fetiche y sus ramificaciones, y sentirnos
mejor o peor que nunca mientras paseamos por la gran ciudad. Mi padre
bebía etiqueta negra como un cosaco y cuando descubrí que V. I.
Warshawski, el personaje femenino que protagoniza la práctica totalidad de
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las novelas de Sara Paretsky, además de disfrutar del sexo y la violencia,
bebía Johnnie Walker Black Label, ni pude ni quise resistirme al juego
perverso que todo lo gobierna. La metí para siempre en mis bolsillos y ahí la
tengo, madurando como un viejo amigo o el recuerdo ingrávido de un
hombre borracho.
V. I. Warshawski es probablemente una de las figuras más logradas de
la ficción detectivesca. Excesiva, inverosímil, licenciada en Derecho por la
Universidad de Chicago y experta en artes marciales, una mujer sexual y
agresiva que se ve envuelta física y emocionalmente —je t’aime, Spinoza—
en casos de asesinato, corrupción y conspiración sin renunciar al rigor
detectivesco ni al ritmo percusivo que subyace todas las cosas y que late en
todos los cuerpos. No es de extrañar, entonces, que el día en que un
mequetrefe californiano decidió llevarla al cine en 1991, la actriz elegida
fuera Kathleen Turner, aquella mujer nietzscheana que todos recordamos
en el interior de una mansión con las puertas acristaladas mirando a
William Hurt como un animal antiguo o un ciclón: Fuego en el cuerpo. La
lista negra es la vuelta al ruedo de este maravilloso artefacto narrativo. Con
el trasfondo histórico y político de la Caza de Brujas y los atentados del 11-S
en Nueva York, la detective Warshawski es contratada para limpiar el
nombre de una periodista negra muerta en extrañas circunstancias cuyo
asesinato la policía parece demasiado dispuesta a archivar. Su cadáver
descansa en el jardín de una antigua mansión. Warshawski no tiene
ninguna duda de que tras el desinterés de las fuerzas policiales está la
discriminación racial y comienza a tirar del hilo sordo de la trama. Todos
los pecados capitales, todos menos la gula, están incluidos en esta madeja
de conspiración, extorsión, sexo y violencia que conducirán a la investiga-
dora privada a los secretos mejor guardados del mismísimo senador
McCarthy y sus famosas listas negras. Una historia deliciosamente bien
construida que perpetúa la pregunta predilecta de cualquier periodista
entrometido o cualquier lector de Michel Foucault: ¿cuál es el vínculo entre
la Verdad y el Poder?
Sara Paretsky nació en Ames, Iowa, en 1947. Se crió en Kansas. Se doctoró
en Historia con una tesis que no he leído pero que me late bien, como dirían
en México, un trabajo sobre la quiebra de la filosofía moral en los años de la
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posguerra británica. Ha escrito una buena docena de libros y es la fundado-
ra de la asociación de mujeres escritoras Sisters in Crime. Además, Paretsky
es una de las mejores. Novela negra o policial, detectivesca o crime fiction.
Llámenlo como quieran. Una de las mejores escritoras del género. Sara
Paretsky es uno de esos regalos inesperados que uno encuentra en la vida o
en la calzada o en el estante de una biblioteca, y que conserva para siempre
en el bolsillo del abrigo como un pañuelo o una pelota de golf, con el objeto
de no estar solo nunca más, o de estarlo en condiciones, que es lo más difícil
y lo único importante.
Robert B. Parker
Cien dólares baby (2006)
Me fascinan estos tipos: nacen, crecen, se van a la guerra,
sobreviven, vuelven a casa y se doctoran en Historia, Eco-
nomía, Lengua o Literatura. Salinger flotando en el am-
biente, bailando tango con Byron y sus secuaces pero sin
pompa ni boato. Me fascina Robert B. Parker: nace, crece, se alista, guerrea
en Corea y, a su regreso, se licencia en Literatura por la Universidad de
Boston y decide redactar una tesis doctoral sobre Chandler, Hammett,
Macdonald y el género negro que, sinceramente, huele que alimenta: El
héroe violento, herencia salvaje y realidad urbana. Se convierte en profesor
universitario y ahí termina todo, ¿no? Pues no. Ahí empieza todo, porque
todo empieza con el asco y el abandono, si me permiten la rabia, y el asco
que le produce a B. Parker el ámbito académico (peor y más perverso que la
infantería en Corea) desemboca en el abandono de la carrera universitaria y
en el nacimiento de la carrera literaria, en la génesis gloriosa e inolvidable
de Spenser, detective privado, y las 60 novelas que han convertido a este autor
norteamericano en uno de los mejores alumnos de Raymond Chandler y
en una referencia indiscutible de la literatura detectivesca.
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A estas alturas del partido, uno podría querer hacerse el interesante y
parecer más versado en el arte de la reliquia y el margen diciendo, por
ejemplo, que Spenser está muy bien y bla bla bla, pero que, en realidad, las
mejores novelas del norteamericano son las protagonizadas por Jesse
Stone, Stone Cold, por ejemplo. Podría decirles que Spenser pasó a la historia
y que está agotado. No me apetece, sinceramente. A mí me gusta Spenser.
Estoy convencido de que la herencia literaria no está a la altura de cualquie-
ra, que no todos los escritores saben ser descendientes o antecesores. No
tengo la más mínima duda de que Robert B. Parker es un digno heredero de
Chandler y Hammett y de que su Spenser es el hijo más guapo e inteligente
de la prole: ex boxeador, ex policía, amante del jazz y del buen whisky como
Cortázar, zampabollos, levantador de pesas, un tipo duro y elegante que
describe la ciudad de Boston con la misma lírica urbana que sirvió a
Chandler para enseñarnos en qué consiste Los Ángeles. He escogido Cien
dólares baby por una razón muy sencilla. La novela es un guiño que Parker se
hace a sí mismo, un encontronazo de Spenser con su propio pasado y un
chapuzón de excelencia literaria. Y tal vez también una patada en los huevos
a Clint Eastwood, pero eso es lo de menos. Cien dólares baby es la historia de
April Kyle, una preciosa jovencita a quien Spenser había salvado de las
garras de la prostitución despiadada de los bajos fondos de Boston en
Ceremonia, y que ya había reaparecido en Taming a Sea Horse. Cuando April
llama a la puerta de Spenser veinticuatro años después, ya no es precisa-
mente Brooke Shields mirando a los ojos tristes de Keith Carradine en
aquel peliculón de Louis Malle (Pretty Baby, 1978). No. April es una mujer
madura y bellísima en la cúspide de la prostitución de lujo, una madame
acosada por depredadores anónimos que intentan destruirla, una mujer
aparentemente indefensa que vuelve a necesitar la ayuda de su detective
favorito. Hasta aquí todo es espléndido. Después mejora: nadie es tan
indefenso como parece y menos aún un fantasma irresistible del pasado que
dirige un negocio de prostitución. Spenser bucea en la madeja urbana de
Boston, y descubre a Tony Marcus y los círculos más selectos del crimen
organizado revoloteando en torno a una mujer moldeada a partes iguales
por la inteligencia, la belleza y el mejor de los venenos.
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Robert B. Parker nació en Springfield (Massachusetts) en 1932 y murió
hace muy poco, a los 77 años. Los datos biográficos que me interesan están
todos más arriba, aunque tal vez podríamos recordar aquello de que se casó
con la niña a la que nadie sacaba a bailar —te queremos, Teiller— en una
fiesta de cumpleaños cuando ambos tenían tres años, y que esa niña fue la
encargada de leer y corregir todos sus manuscritos. O que sus obras han
sido llevadas a la televisión y al cine. O que detrás de Appaloosa, western de
calidad suprema dirigido y protagonizado por Ed Harris, también está la
mano de Parker. No sé. Me quedo con el duelo de su muerte. Me quedo con
el peso muerto que sentimos en los brazos y en el cuerpo entero cuando
nos sabemos ante un titán literario. Me quedo con la imagen de Parker
mirando con desprecio a sus colegas en la cafetería de la facultad y tomando
la decisión de escribir novelas para que ustedes y yo no nos volvamos locos.
George Pelecanos
Revolución en las calles (2004)
Supongamos que me gusta Barry White. Supongamos que
llevo décadas escuchando a Barry White en el coche y en el
salón de mi casa, en la cocina, mientras mi esposa Betty
hornea un pastel de carne y los niños se preparan para ver el
partido de béisbol o en un apartamento de soltero lleno de colillas y botellas
de whisky. Si Leibniz tiene razón, existe al menos un mundo posible en el
que Barry White es blanco. Supongamos que Barry White es blanco y que
me gusta. Pero también que me he pasado décadas escuchando su voz sin
ver su rostro una sola vez, que nunca he visto su imagen o prestado la más
mínima atención al hombre escondido tras Let the music play… La sorpresa
que me llevaría al descubrir que esa voz claramente negra pertenece a un
hombre blanco sería mayúscula. Sería tremenda. A mi pobre Betty se le
caería el pastel de carne en mitad del salón.
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Algo parecido sucede con George Pelecanos. Uno lee Revolución en las
calles, por ejemplo, o Música de callejón, y lo último que se imagina es que el
señor tras el teclado es un blanquito con perilla de origen griego nacido en
Washington DC, casado y con tres hijos. Te imaginas a un negro. O a un
blanco y a un negro escribiendoa cuatro manos. O a un grupo de blancos y a
otro de negros haciendo juegos malabares con la literatura e intentando
confundir al lector para que sepa, para que entienda, para que sienta que la
mierda nos llega hasta el cuello y que se llama corrupción y discriminación
racial. Uno piensa que Pelecanos es un escritor negro y que, además, ha
vivido en el corazón de la jungla o de la capital del imperio, que no es lo
mismo, pero casi. De lo contrario, no es posible que ejecute con la precisión
de un puñal azteca la radiografía certera, desgarradora y explosiva de
Washington DC que encontramos en casi todos sus libros. George Pele-
canos es un escritor inmenso y devastador que ha llevado el género detec-
tivesco a sus últimas consecuencias. Es decir: que ha entendido de una vez
por todas que los individuos son un efecto del poder.
¿Cómo lo ha hecho? A mi juicio, Pelecanos ha vencido gracias a esa
confusión de personajes y de razas que insinuaba más arriba. Una confu-
sión potenciada por la creación magistral del binomio entre el detective
Derek Strange y el ex policía Terry Quinn, un afroamericano amante de
Ennio Morricone y un blanco impulsivo que se dedica a la venta de discos
de ocasión tras salir absuelto de un cargo de homicidio. En la tensión
heraclítea entre estas dos figuras magistrales radica el universo entero de
George Pelecanos: los olvidados de la capital de Estados Unidos, la América
abscondita tras el flash, las luces de neón y la Superbowl, el lodazal económi-
co y político en el que se revuelcan los más pobres, la discriminación racial
como telón de fondo, personajes anónimos y efímeros que no cambiarán la
historia, pero que la manejan a nivel local, como el mismo autor no se cansa
de repetir. Revolución en las calles es un buen ejemplo del genio de Pelecanos.
En la primavera de 1968, el Doctor King está a punto de pronunciar un
discurso que cambiará el mundo y el detective Derek Strange da sus
primeros pasos en la carrera policial. El asesinato de Luther King permite a
Pelecanos una ecuación perfecta entre el crimen organizado y urbano de
baja escala y la revuelta nacional y cultural vivida durante aquellas
jornadas, a la vez que perfila la historia personal del detective Strange, su
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infancia y su juventud en las áreas marginales de la ciudad, el origen y las
razones de su compromiso ético y político en un mundo de lobos. Qué
quieren que les diga: George Pelecanos es un autor imprescindible no sólo
para el amante de la novela negra y detectivesca. Pelecanos es imprescindi-
ble para cualquiera que tenga dos dedos de frente y que quiera comprender
la maquinaria perversa y despiadada en cuyo interior flotamos todos como
cadáveres o botellas de plástico.
George Pelecanos nació en Washington DC en 1957 en el seno de una
familia de inmigrantes griegos. Publicó su primera novela en 1992. Pero antes
de esa novela y de las otras quince o veinte que le han convertido en un
escritor premiado en todos los continentes, se dedicó a poner copas, a lavar
platos y a vender zapatos de mujer. Me gusta pensar en las manos de
Pelecanos tocando los pies desnudos de todas las damas de Washington. Las
mismas manos que han escrito tantos episodios de The Wire, probablemente
la mejor serie de televisión de todos los tiempos. Insisto: si un genio me con-
cediera tres deseos, Pelecanos me acompañaría todo el día en uno de ellos.
Bernhard Schlink / Walter Popp
La justicia de Selb (1987)
Ya lo decía Kaurismäki: lo peor que te puede pasar en este
mundo es tener pasado. Mucho peor, de hecho, si ese pasado
es un pasado nazi, si lo que fuiste y no puedes no haber sido es
un fiscal nazi en uno de los dos o tres mil peores momentos de
la historia de la humanidad. El detective privado Gerhard Selb es ese hombre
con pasado que alguna vez jugó a ser nazi y jurista al mismo tiempo y que
ahora, convertido en investigador, ha sido contratado por una empresa
farmacéutica, para dar caza a un pirata informático que está quebrando
todas las fronteras de seguridad y privacidad de estos tiburones con cara de
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