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Héctor Malverde - Guía De Novela Negra

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Published by @editorialsonar, 2021-03-19 19:01:24

Héctor Malverde - Guía De Novela Negra

Héctor Malverde - Guía De Novela Negra

donde Ambler nos pasea por Turquía y Grecia de la mano de Simpson, pri-
mero a través de las historias de un grupo de individuos que intenta saquear
el Museo del Palacio de Topkapi en Estambul; y después en Atenas tratando
de obtener desesperadamente un pasaporte válido. Cuando lean estas dos
historias, decidan ustedes mismos si recogen al hombre abandonado en la
cuneta y se lo llevan a casa, le dan un vaso de leche calentita y prometen
cuidarle para siempre.

Eric Ambler Clifford nació en Londres en 1909 y murió en 1998. Hijo de
marionetistas y artistas del music-hall. Estudió Ingeniería en la actual City
University of London, pero se aburrió y comenzó a dedicarse a la publicidad
y al teatro. Abandonó Inglaterra y se enamoró en Francia. Antifascista. Sol-
dado raso en la Segunda Guerra Mundial. Guionista de cine. Forjador del
estilo que encumbrará las novelas de espionaje de Graham Greene y John Le
Carré. Creador del periodista Latimer, un hombre ordinario involucrado en
las más peligrosas aventuras, que abre el camino para una exploración del
género distinta y distante de las tendencias conservadoras de Le Queux,
Buchan y Sapper.

Juan Aparicio Belmonte

El disparatado círculo de los pájaros borrachos (2006)

Balance fugaz de mis años mozos: durante la infancia babeé,
comí, eructé y dormí como un bendito; en la escuela pasé
completamente desapercibido hasta que don Emeterio me
calzó un guantazo en clase de matemáticas que casi me tira del pupitre;
en el instituto conocí el sexo, las drogas, el rock and roll y la literatura his-
panoamericana.La vida era simple. La vida era sencilla. El dolor, poético.
El abandono, lírico. El amor, punzante… En la universidad se me pasó la
tontería. Leí como un cabrón y sufrí como un condenado y lo más proba-

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ble es que exista alguna conexión causal entre ambos hechos. Me consolé
pensando en algo que me había contado mi amigo Fernando, no sé qué de
un griego belicista y poeta que se hacía llamar Esquilo y que, en un lance de
coraje o estupidez supina, había sentenciado aquello de que el conocimien-
to sólo se alcanza mediante el sufrimiento. ¡Qué desolación! ¡Qué horror!
¡Qué angustia! No perdamos la calma. Siempre nos quedará el sentido del
humor, la sátira, el cinismo y el buen hacer de un grupo de escritores desca-
rados y valientes que ha decidido sumergirse en la novela negra para darle la
vuelta al género y, con ello, para denunciar el carácter absurdo y disparatado
de las sociedades contemporáneas. Uno de esos escritores es el español,
nacido en Londres, Juan Aparicio Belmonte, que hasta la fecha ha escrito
cosas raras e imprescindibles, granadas de mano suaves como un peluche
que dinamitan la distinción clásica entre la realidad y la ficción, a la par que
nos ofrecen un retrato exacto, y muy adorniano, de la función del arte y del
mundo roto e incongruente en el que vivimos usted y yo. Mala suerte es
desternillante, como López López. Les recomiendo ambas alegre y vivamen-
te. Pero si deben elegir, elijan El disparatado círculo de los pájaros borrachos, la
historia de un escritor acusado de dos crímenes, la historia de un texto inédi-
to que narra la llegada de un estrafalario Mesías, la historia de una detective
enviada a Roma, en misión especial, para desenmascarar una peligrosa
trama, organizada por unas señoras de la limpieza en la Academia de Espa-
ña, la historia o el collage de los múltiples fragmentos que atraviesan nuestra
vida cotidiana, el mapa de un mareo… Podría seguir, pero prefiero que lo
hagan ustedes.

Juan Aparicio Belmonte nació en Londres en 1971. Es sagitario, como yo.
Pero su año zodiacal apunta al jabalí, mientras que yo soy mono, creo, o
conejo de fuego. Belmonte ha escrito Mala suerte, López López, El disparatado
círculo de los pájaros borrachos, Una revolución pequeña y Mis seres queridos. Ha
ganado diversos premios, entre ellos el Lengua de trapo de Narrativa 2006.
Hay quien cuenta por ahí que la novela negra no es más que una gota de
pintura en la obra de Belmonte, que no hace más que coquetear con ella,
pero que no pasa de los preliminares. Yo creo que Belmonte es un tipo serio.
Hace mucho tiempo que le quitó la blusa al género negro: la blusa, la falda y
la dignidad. Incluso ha cenado en casa de sus padres. Así que no se dejen

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confundir por el disparate y la tentación del absurdo. Hay que valer mucho
para reírse bien de este tinglado y para hacerlo, además, en clave literaria y
con soltura. Bravo, Belmonte.

Harlan Coben

No se lo digas a nadie (2001)

Supongo que ya va siendo hora de que les diga por qué me
gusta tanto la novela negra. La novela negra me gusta porque
potencia uno de los rasgos elementales y más divertidos del ser
humano: la construcción retrospectiva, la necesidad de otorgar
significado a todas las cosas y encontrar nódulos de sentido en mitad de la
más pura dispersión. El salto me parece bellísimo. Todo comienza con un
crimen. El universo, el derecho, la familia. Al principio no era el verbo ni la
acción ni el caos. Al principio era el crimen y la significación y el valor de la
historia a la que da lugar ese acto innombrable dependen de la reconstruc-
ción narrativa, del relato. La pregunta más importante de todas sigue siendo
la misma, desde los líricos griegos arcaicos hasta el petardo más petardo de la
literatura española (no, no estaba pensando en Juan Manuel de Prada): ¿có-
mo me cuento a mí mismo mi propia vida? El esquema detectivesco, la nove-
la de misterio y suspense sofistica hasta grados inimaginables las estrategias
narrativas mediante las que los bípedos implumes generan sentido. De dón-
de ha salido este muerto, quién es este fantasma, por qué yo, cómo he llega-
do hasta aquí, dónde conducen estas huellas, ¿acaso son mis propias huellas?
Harlan Coben escribe así, desenredando, poniendo el énfasis en la interpre-
tación del pasado. Ya está. Ya lo he dicho: interpretación y pasado. No sé las
de ustedes, pero mi vida está regida por estas coordenadas. Coben me fascina
porque decide construir sus historias a partir de la interpretación errónea del
pasado, o de la interpretación débil, perezosa e insuficiente del pasado, que
siempre deja abierta una rendija para que se cuelen el hedor y los fantasmas.

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Desde 1995, Harlan Coben ha publicado una decena de libros. Todos ellos
exitosos y casi todos recomendables. No se lo digas a nadie me parece una
curva cerrada en la carretera que une Dakota del Sur con el estado de Monta-
na, es decir: una joya, una rareza, un giro insólito que puede depararte cual-
quier cosa, desde el cadáver de un animal en mitad del asfalto hasta un grupo
de niños indios jugando a la pelota. Durante trece años, David y Elisabeth
Beck han viajado en coche hasta el lago Charmaine, en Pensilvania. Allí
celebran el aniversario del primer beso que se dieron cuando ambos conta-
ban apenas doce años. Pero esta vez será distinto. El viaje será interrumpido,
Elisabeth secuestrada y asesinada y David golpeado brutalmente y abando-
nado a su suerte. Ocho años después, David es pediatra y el asesino de su
mujer ha sido capturado y aguarda la hora de su ejecución en el corredor de
la muerte. No obstante, la noticia del hallazgo de dos cadáveres pertenecien-
tes a dos niños de ocho años cerca del lago Charmaine inquieta a David. Pero
más le inquieta aún un e-mail en su ordenador, un mensaje llegado en el día
del aniversario de aquel primer beso, una invitación a entrar en una página
web en el momento justo en que se produjo ese primer beso y utilizando una
clave que sólo podían conocer él y Elisabeth. Las instrucciones son bien
sencillas: no se lo digas a nadie.

Harlan Coben nació en Nueva Jersey en 1962 en el seno de una familia judía.
Licenciado en Ciencia Políticas. Amigo de Dan Brown —aunque no se le
note mucho— y creador del detective Myrton Bolitar, un antiguo jugador
profesional de baloncesto que termina trabajando en una agencia deportiva e
investigando misteriosos crímenes. Coben ha triunfado con el retrato de un
sector medio-alto de la población norteamericana. Le falta, por tanto, cierto
desgarro social, cierta jauría entre las páginas, pero su habilidad para el sus-
pense le ha convertido en uno de los autores indiscutibles del panorama
detectivesco contemporáneo. ¿Cómo era eso...? Pasen y lean.

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Amanda Cross

Muerte en la cátedra (1981)

Amanda Cross es irresistible. Cualquier persona aficionada
a la lectura que haya estudiado en un campus universitario la
encontrará irresistible. Cualquier persona mínimamente
sensible a la literatura moderna anglosajona la encontrará
irresistible. Cualquier individuo con tendencia a la mascarada convertirá a
Amanda Cross en su compañera predilecta de juegos prohibidos. Profesora
en Columbia durante treinta años, miembro reputado de la Academia Uni-
versitaria más excelsa de los Estados Unidos de América, defensora inteli-
gente del feminismo con un secreto enorme y deslumbrante del tamaño de
un seudónimo y una serie de catorce novelas detectivescas protagonizadas
por Kate Fansler. ¿Por qué irresistible? Si unimos la calidad literaria en el
ejercicio narrativo a la decisión de ambientar todas las tramas de sus críme-
nes en el ámbito universitario (profesores muertos, estudiantes muertos,
funcionarios muertos…), resulta que la prosa de Amanda Cross se te agarra
a los hombros como un animal inquieto. Espacios cerrados en el mejor
estilo de la narrativa detectivesca tradicional, espacios de poder intelectual, e
institucional como la Universidad de Harvard, que sirvieron a la profesora
estadounidense para exponer sus propias ideas sobre el sistema universitario
norteamericano (tomado completamente por el género másculino) y
denunciar los múltiples abusos políticos que se producen en su interior.
Amanda Cross y su álter ego Kate Fansler son, quizás, las mejores exponen-
tes de una literatura detectivesca o de campus que inyecta en el seno mismo
de la comunidad del saber el horror y la sospecha del crimen insoluble y que
tiene otros buenos representantes en Dorothy L. Sayers (Noche de esplendor),
Umberto Eco (El nombre de la rosa), Joan Smith (Un final masculino), Batya
Gur (Un asesinato literario: un caso crítico), Gonzalo Torrente Ballester (La
muerte de un decano) o Guillermo Martínez (Los crímenes de Oxford).
Muerte en la cátedra es una de las novelas más sugerentes de la serie
Fansler. La primera, además, en la que Amanda Cross desenfunda y dispara
contra el statu quo desde las bases del feminismo. La trama nos lleva al

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Departamento de Inglés de la Universidad de Harvard, en cuyo interior, por
primera vez en la historia, una mujer consigue una plaza de docente. Cuando
un donante anónimo cede un millón de dólares a la Universidad con el fin de
que se convoque una plaza de inglés para una mujer en un departamento
donde hasta la fecha no ha habido más que hombres, Janet Mandelbaum,
especialista en el siglo XVII, es contratada para el cargo. Sin embargo, su cadá-
ver será encontrado en el baño de caballeros durante su primer año de docen-
cia. Kate Fansler asume la investigación y comienza a desvelar la posibilidad
de que, tras el horrible crimen, se esconda el machismo imperante en la aca-
demia universitaria.

Amanda Cross es el seudónimo de Carolyn Gold Heilbrun, nacida en Nueva
Jersey en 1926 y muerta en Nueva York en 2003. Heilbrun se graduó y docto-
ró en Literatura Inglesa en la Universidad de Columbia bajo la supervisión de
Barzun, Trilling y Fadiman, los únicos tres profesores a los que quizá no
hubiera matado en sus propias novelas de ficción. Enseñó en Columbia
durante treinta y tres años y se convirtió en la primera catedrática de la histo-
ria en el Departamento de Inglés de la Universidad de Harvard. Además de
sus obras de ficción, escribió numerosos libros y ensayos, muchos de ellos en
torno a las relaciones entre el género femenino, la literatura y el poder. Se
suicidó en su apartamento de Nueva York, en 2003, dejando una breve nota
que descarta toda desesperación y todo tormento, y que recuerda al final de
Epicuro y de Ludwig Wittgenstein: «The journey is over. Love to all».

Gesualdo Bufalino

Qui pro quo (1992)

La primera vez que me reuní con Irene Antón y Rubén
Hernández, editores de Errata Naturae, para perfilar este
despropósito a modo de guía de novela negra y detectivesca,

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pensé que sería cortés llevarles un regalito. Un vino tinto, me dije. O unos
pasteles. Nos imaginé hablando de Ellroy, Hammett y Spillane entre voces y
vasos de tubo y descarté los pasteles. Compré un Caecus, por aquello del
latín, y, antes de salir de casa, decidí esconder dos ejemplares de Qui pro quo
del grandísimo e inimitable Gesualdo Bufalino en la mochila, por si la reu-
nión resultaba placentera y el vino suavizaba definitivamente las «negocia-
ciones». La reunión fue placentera. El vino suavizó definitivamente las
«negociaciones». Hablamos de Ellroy, Hammett y Spillane y bebimos sere-
nos hasta las dos de la mañana. Cuando salí de la oficina de Errata Naturae
editores, les entregué sendos ejemplares de Bufalino y les dije:«Cuidadocon
las vacaciones».

Qui pro quo es un extraño homenaje a la literatura detectivesca: la his-
toria del asesinato de un editor en su residencia vacacional. El dueño de una
empresa editorial italiana muere misteriosamenteen su propia casa, duran-
te las vacaciones, acompañado de un grupo de sospechosos potenciales
entre los que se encuentran su mujer y su secretaria, la espléndida Scampo-
rrino, escritora aficionada a los relatos policiales que se hace llamar Agatha.
Parodia o extensión inteligente y deliciosa del género, muy atenta a las
normas de la casa (espacio cerrado, grupo selecto, crimen, enigma, análisis,
deducción), pero aderezadas con algo que muchos anhelan y muy pocos
tienen: sabiduría, serenidad, paciencia y sentido del humor. Gesualdo Bufa-
lino es un autor imprescindible, uno de los escritores italianos más impor-
tantes de las letras italianas contemporáneas, un siciliano de voz baja y
mirada estrábica que, sin embargo, habla con la contundencia de una tor-
menta. Hace algún tiempo, Enrique Vila-Matas le hizo un precioso home-
naje al profesor siciliano en el que hablaba de su literatura como de un ejer-
cicio de baja lujuria. Perfecto. No encuentro mejor manera de decirlo. Pla-
cer intenso, inmoral, sabiamente administrado, barroco, enrevesado,
juguetón, solar, veraniego. Bufalino llegó tarde a nuestras vidas, pero llegó
entero.

Gesualdo Bufalino nació en Sicilia en 1920. Leyó desde niño con la voraci-
dad de un Monterroso. Escribió poemas. En 1939, ganó un premio de prosa
latina que le entregaría el mismísimo Mussolini. Estudió Filosofía y Letras en
Palermo y Catania hasta que fue llamado a filas. Combatió en la Segunda

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Guerra Mundial y fue capturado por los alemanes. Consiguió escapar. Sobre-
vivió en un pueblecito de Emilia-Romaña. Se dedicó a la enseñanza escolar
durante unos años hasta que, en 1944, la tuberculosis lo arrancó de cuajo de
cualquier normalidad y lo internó en un sanatorio especializado. De aquellos
días saldrá buena parte de su primera novela, publicada muy tarde, en 1981,
después de estar diez años escondida en un cajón: Perorata del apestado. Tras
su descubrimiento, Sciascia declara que este escritor es un hombre sereno de
literatura siniestra y espectacular. Publica Museo de sombras, Argos el ciego, El
hombre invadido, Las mentiras de la noche y La miel amarga. Publica también Qui
pro quo. Empieza a sentirse escritor después de una vida anónima y, de repen-
te, se mata en un accidente de tráfico en su ciudad natal. Creo recordar que se
lo preguntaban Bolaño y Fresán a lo largo de una conversación, y se lo pre-
guntaban con razón: ¿qué habría sido de Kafka si la tuberculosis no lo hubie-
ra matado? ¿Qué habrían escrito Georges Perec y Anton Chéjov si hubieran
superado el umbral de los cuarenta y cinco años? ¿Habrían sido mejores o ya
estaba todo dicho y entregado? Creo que Bolaño, que murió poco después
sin haber cumplido los cincuenta y uno, decía: «La muerte es una mierda y
no hay en ella el más mínimo rasgo de belleza o poesía». La muerte termina
con las posibilidades de la belleza y de la poesía, así que, sin duda, nos hemos
perdido mucho con la desaparición prematura de Kafka, Perec, Chéjov,
Leopardi, Bolaño o Camus. Cierto que Bufalino murió con setenta y seis
años, pero a un escritor de este rango no puede robársele ni una sola hora.
Suscribo a Girondo una vez más: «Muerte puta, muerte cruel…».

Mario Levrero

Dejen todo en mis manos (1998)

A Sonia siempre le gustó que le leyera poemas por teléfono.
Me gusta tu voz, decía. Ponme acento argentino y léeme a
Neruda. Neruda es un petardo, le decía yo. Neruda es chileno,

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Sonia. Da igual, léeme Residencia en la tierra en argentino. Por aquel enton-
ces yo sabía varias cosas: sabía que Neruda no era un petardo, sino un poeta
inmenso, pero que estaba de moda negarlo; sabía que la entonación en la
lectura de un poema puede decidir cosas tan importantes como la humedad
de un beso, la calidad de una caricia o la agitación del sueño; sabía que un
chileno y un argentino ni son lo mismo ni escriben igual. Sabía esas tres
cosas, pero me faltaba aprender otra: un argentino y un uruguayo tampoco
hablan igual, ni mucho menos, ni siquiera escriben igual. Escriben distinto.
Escriben con acento bien distinto. Sonia me pedía que le leyera en argentino
a todos los poetas y siempre por teléfono. Yo me esforzaba en convertir al
bonaerense a Sabines, Roque Dalton y Claudio Rodríguez; a Nicanor Parra,
¡por el amor de dios!; impostaba a Octavio Paz y a Cernuda, a Sor Juana Inés
de la Cruz y al mismísimo Enrique Lihn. Las facturas eran criminales. Las
lecturas también, supongo. Pero siempre recuerdo a Sonia con acento
argentino. Y sobre todo recuerdo nuestra primera conversación sobre
Mario Levrero, el uruguayo Levrero, el indomable escritor montevideano
al que Sonia descubrió de repente en el otoño de1996. Llegó a mi casa con La
ciudad en la mano y me dijo: «Desde ahora quiero que me leas a Levrero».
«¿Por teléfono?», «le pregunté». «No, más cerca», dijo. «Más cerca y sin acen-
to». Quiero que me leas a Levrero en directo y sin acento».

Mario Levrero es un animal lunar, una criatura perdida en un asteroide
que da vueltas a la Tierra como si no le importaran ni la ingravidez ni la falta
de oxígeno ni la ausencia de pares, amigos y extraños. Uno empieza a hacer
crucigramas por las tardes y llega un momento en que necesita fabricarlos él
mismo, proponer enigmas y acertijos, diseñar las casillas, cuatro, cinco, diez
letras, apócope de santo, artefacto ideado por Dédalo, capital de Eslove-
nia…

Levrero empezó a escribir desde las profundidades, es decir, desde la
dimensión inefable de todo lo que nos pasa, desde lo no dicho que nos
gobierna, nos empuja y nos daña, desde algo que bien pudiera ser el deseo o
la voluntad o el espíritu o la falta de relato. Eso es, una pujanza que no es
relato pero que impone relato: la literatura de Levrero es arte en primera
persona desde ese reino previo a toda posibilidad de decir yo. Más cosas:
«Uno le cierra la puerta al dolor, y por el mismo acto también al placer y a
todo lo que hace que la vida valga la pena de ser vivida». Yo no sé lo que hace

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que la vida valga la pena ser vivida (o sí que lo sé, pero me lo guardo), pero les
aseguro que Levrero es un regalo en la memoria y que algún día seremos
viejos y habremos perdido toda esperanza y entonces entenderemos que
Balzac tenía razón: la esperanza no es más que la memoria que desea. Desea-
remos volver a Levrero, para que se joda la muerte.

Voy a recomendarles Dejen todo en mis manos por dos razones: la escritu-
ra y la investigación, o lo que es lo mismo, el fracaso y la investigación acerca
del fracaso, o mejor todavía: el desencanto y la pérdida de todas las fuerzas
que nos llevan de un libro a otro libro, de un manuscrito a otro, de un amante
a otro amante, de ciudad en ciudad como si Cavafis no lo hubiera gritado en
griego moderno una y mil veces:

«Dices: “Iré a otra tierra, hacia otro mar / y una ciudad mejor con certe-
za hallaré. / Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado. / Y muere mi
corazón / lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
/ Donde vuelvo los ojos sólo veo / las oscuras ruinas de mi vida / y los
muchos años que aquí pasé o destruí”. / No hallarás otra tierra ni otro
mar. / La ciudad irá en ti siempre. Volverás / a las mismas calles. Y en
los mismos suburbios llegará tu vejez; / en la misma casa encanecerás.
/ Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques —no la hay— /
ni caminos ni barco para ti. / La vida que aquí perdiste / la has destrui-
do en toda la tierra».
Dejen todo en mis manos es la historia de un escritor fracasado y sin nom-
bre al que, por motivos económicos, su editor le encomienda la misión de
buscar a otro escritor desaparecido, un tal Juan Pérez, autor de la que tal vez
pudiera considerarse la más importante obra jamás escrita en Uruguay. El
escritor viaja hasta una localidad llamada Penurias, a varias horas de Monte-
video, una ciudad donde nadie lee y donde nadie escribe, y entonces es don-
de empieza Mario Levrero, la geografía levreriana de cruces y encontrona-
zos, de personajes difusos y contrapuestos que emplean el trasfondo de la
novela detectivesca para penetrar cada vez más en lo único que le importa a
Mario Levrero: explorar sus rincones más oscuros o más claros mediante la
expresión escrita, con sentido del humor, con una honestidad y un aplomo
literario que a mí, personalmente, me pasma y me derrota. Muchos de uste-
des se sorprenderán al ver a este uruguayo que ni habla ni escribe en argenti-
no en el interior de un itinerario negro y detectivesco. Cierren la boca y

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abran los ojos. Esta entrada podría ser un capricho, pero no lo es.
Jorge Mario Varlotta Levrero nació en Montevideo en 1940 y murió en la
misma ciudad sesenta y cuatro años después. Librero, levrero, fotógrafo,
humorista, editor de una revista de entretenimientos y guionista de cómics,
diseñador de crucigramas, organizador de talleres literarios. De su obra, me
quedo con La ciudad, París, El lugar, Dejen todo en mis manos, La novela luminosa
y El discurso vacío. Me lo imagino siempre a solas, no sé por qué. Y a veces, las
menos, también me lo imagino hablando con el cadete Franz Xaver Kappus,
el joven poeta al que se dirigiera Rilke en 1929. Levrero está sentado en un
butacón verde oscuro y le dice: mira Franz, hay quien escribe «para» y hay
quien escribe «por». Los que escriben «para» sólo buscan la fama, la gloria, el
dinero y el sexo; los que escriben «por», en cambio, no buscan nada, o tal vez
sólo sexo. En cualquier caso, los que escriben «por» escriben por necesidad,
porque no pueden evitarlo, por imposición divina, natural o humana, lo
mismo da. Porque también hay lo ineluctable. ¿Lo qué, don Mario? Lo inelu-
dible, hijito, lo necesario. La escritura.

Elmore Leonard

Jackie Brown (1992)

¿Conocen a algún macarra? ¿Conocen al camello del barrio?
¿Han hablado alguna vez con un ex convicto? ¿Y con un agente
de la condicional? ¿Se han enamorado, siquiera por diez segun-
dos, de la mujer o el hombre equivocados en el lugar equivocado y en el
momento equivocado? ¿Cuándo empieza a torcerse nuestra historia? Elmo-
re Leonard es el mejor cronista de callejones que he conocido en toda mi
vida y una de las fuentes de estímulo intelectual, visual y cinematográfico
del grandísimo creador de Pulp Fiction, Mr. Quentin Tarantino. Pero es que
también es el autor del relato que está detrás del guión de 3:10 to Yuma,
peliculón de Delmer Yaves con Glenn Ford en blanco y negro y de su secue-
la, El tren de las 3:10, dirigida por James Mangold y protagonizada por Chris-

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tian Bale y el siempre-idéntico-a-sí-mismo Russell Crowe. Dicho esto, pase-
mos al salón: cualquier alma sensible a los personajes leonardianos se rendi-
rá a los encantos del filme dirigido por Tarantino en 1997, Jackie Brown, y
basado en la novela de Leonard Rum Punch. Tarantino lo ha dicho sin com-
plejos: Elmore Leonard es mi maestro; Elmore Leonard es mi mentor; mi
vida sería una mierda sin Elmore Leonard, y el cine le ha hecho siempre luz
de gas, como dice mi rubita decimonónica. ¡Qué grande es el cine! Pero la
novela es mejor, y lo que nos encontramos en Rum Punch (traducida al caste-
llano con el título de la película: Jackie Brown ) es la cartografía clásica de
Leonard: psicópatas insaciables con pasión por los coches, agentes de la
condicional, perdedores, ex convictos, macarras de barrio de esos con los
que usted y yo hemos hablado demasiado o demasiado poco. Pero sobre
todo nos encontramos con Jackie Burke, una voluptuosa azafata aérea que
apenas llega a fin de mes y debe buscarse un dinero extra chanchulleando
para Ordell Robie (el psicópata del coche). Jackie es arrestada y el agente de
la condicional Max Cherry se enamora de ella como el rayo, es decir, que se
ve envuelto en un universo hostil y bastante peliagudo del que intentará
sacar para siempre a su bien amada Jackie. Leonard es un maestro del ritmo
y del diálogo callejero, y si tenemos en cuenta que ese diálogo callejero se
produce en Florida y está acompañado de buenas dosis de violencia y retra-
tos gloriosos y graciosísimos, pues qué más quieren, la verdad.

Elmore John Leonard Jr. nació en Nueva Orleans en 1925 y se crio en
Detroit. Escritor y guionista. Cuentan que su infancia estuvo marcada por
el béisbol y por las andanzas de Bonnie and Clyde, fugados desde 1931 y
acribillados en 1934. Se licenció en Inglés y Filosofía. Se alistó en la Marina
y sirvió durante tres años en el Pacífico. Durante los años cincuenta se
dedicó a escribir westerns, como los valientes y los desperados: The Bounty
Hunters, The Law at Randado, Escape from five shadows, Last Stand at Saber
river y Hombre, llevada al cine por Martin Ritt y protagonizada por Paul
Newman. Y además estoy convencido de que Leonard sabe reconocer a
un perdedor por su modo de caminar.

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Norman Mailer

Los tipos duros no bailan (1984)

Conocí a Rebeca en enero de 2007. Rebeca era eco-
nomista y venía de México con la intención de hacer un
máster en Finanzas Internacionales. Tenía los ojos azules, la
boca fría y el pelo largo y liso. Durante algún tiempo se dejó caer por mi
casa sin avisar. Invítame a una cerveza, decía. Yo la invitaba a todas las que
tenía y después hablábamos de México y de su infancia en los Estados
Unidos hasta que nos cansábamos de hablar. Le gustaba tumbarse al revés
en mi cama grande y mirar los libros y las paredes. Una vez me preguntó:
—¿Te gusta Norman Mailer?
—No está mal —respondí.
—Mi abuela estuvo casada con Norman Mailer.
—No jodas, Rebeca. ¿En serio?
—En serio.
Al día siguiente me trajo un ejemplar de Los tipos duros no bailan. Me
contó que le había conocido años atrás, en la Costa Este. Al parecer era un
viejito amable, aunque algo distante. Me dijo que le había hecho daño a su
abuela, pero sin querer. No he vuelto a saber nada de Rebeca. Se fugó con
un motorista. Pienso en ella cada vez que alguien menciona al autor de La
canción y el verdugo, Los desnudos y los muertos y El sueño americano. En opi-
nión de Woody Allen, Mailer tiene casi el mismo ego que un argentino
ególatra, y supongo que muchos podrán sobrevivir sin haber abierto uno
solo de sus libros. Yo no he abierto muchos, la verdad. Abrí el ejemplar
que me regaló Rebeca y le estaré eternamente agradecido. O si no eterna-
mente, siempre. Siempre le agradeceré a Rebeca que, antes de fugarse
con aquel motorista, me regalara el mejor libro de Norman Mailer.
Tim Madden es un escritor fracasado al que su mujer abandona por
otro hombre. Veinticuatro días después, Madden despierta de una resaca
inhumana convertido en sospechoso de asesinato. No recuerda nada. No
sabe nada. Tiene una erección enorme. Tiene el nombre de una mujer del
pasado tatuado en el brazo. El asiento del copiloto de su porche está baña-

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do en sangre. En el escondrijo en mitad del bosque donde guarda la
marihuana aparece la cabeza de una rubia… Madden decide emprender el
camino infernal de la memoria y reconstruir el olvido, averiguar si es o no
es el asesino que parece ser, y adentrarse en una galería de personajes
absolutamente magistrales: ex boxeadores, médiums, timadores, bus-
cavidas, polis de todo tipo, heterosexuales, homosexuales, machitos de
barrio, machitos de pueblo, capullos, adictos al sexo… La intriga y el sus-
pense no hacen sino abrir las puertas de América, que es lo que siempre ha
sabido hacer Mailer. Pero no para que América se airee o para que salgan
los malos espíritus, sino para que América respire, para que se respire a sí
misma y sienta cómo le arden los pulmones, para que sienta la náusea, la
hipocresía, la intolerancia, la paradoja, el contraste.

Norman Kingsley Mailer nació en Nueva Jersey en 1923 y murió en Nueva
York en 2007. Judío criado en Brooklyn. Comenzó estudios de Ingeniería
Aeronáutica en la Universidad de Nueva York pero terminó dedicándose a
la escritura. Fue reclutado para la Segunda Guerra Mundial. Luchó en el
Pacífico. Después escribió Los desnudos y los muertos. Es uno de los padres
del llamado Nuevo Periodismo. Recibió dos premios Pulitzer y sus obras
están catalogadas en todos los idiomas dentro de las cotas más altas de la
literatura norteamericana de los siglos XX y XXI. Ha escrito biografías nota-
bles de Marilyn, Lee Harvey Oswald y Pablo Picasso. Se casó seis veces, una
de ellas con la abuela de Rebeca. Apuñaló a su segunda mujer. Dicen que
era un hombre rudo y contundente y que, en sus mejores momentos, rozó
el cielo con la punta de los dedos. Los tipos duros no bailan fue uno de esos
momentos. Lean este libro, aunque sólo sea por averiguar el origen del
título.

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Eduardo Mendoza

La aventura del tocador de señoras (2001)

Una vez escribí un poema sobre la luna. Lo presenté al con-
curso literario del colegio y gané el segundo premio. Me
hicieron leerlo en el salón de actos delante de ochocientos
niños enfurecidos y desquiciados. La luna es lo último de lo que
uno debe hablar ante ochocientos niños enfurecidos y desquiciados. Declamar
es lo último que debe uno hacer ante ochocientos niños enfurecidos y desqui-
ciados. Declamar sobre la luna ante semejante auditorio es un suicidio. ¿Que la
música amansa a las fieras? No a las de mi barrio, desde luego. En cualquier
caso, yo era un joven poeta y decidí hacer lo que hacen todos los jóvenes poe-
tas: asumir mi destino. Así que declamé, sudé, temblé de frío y me cagué de
miedo y bajé del escenario con un regalo entre los brazos. Los organizadores
del concurso habían decidido premiar a los ganadores con dos novelas policia-
les y de misterio de un tal Eduardo Mendoza, El misterio de la cripta embrujada y
El laberinto de las aceitunas. Recuerdo a José Sacristán en la portada bajando las
escaleras de una cripta (embrujada, claro). Supongo que alguien rodó una
película. También recuerdo los abucheos y las miradas y la sensación de fin del
mundo, de adiós para siempre a los escenarios y los focos. Sólo he vuelto a
hablar en público una vez desde entonces, en el bautizo de mi ahijada. Leí un
pasaje infumable del Cantar de los Cantares y regresé a mi asiento.
Detalles como éstos configuran el deseo y la atracción, la pasión o el
rechazo de ciertos libros y autores. Durante años, Eduardo Mendoza no fue
más que un estímulo negativo, un nombre cuya sola pronunciación me pro-
ducía una ingobernable sensación de desamparo. Lo guardé en un cajón con
las cartas de las niñas que nunca me quisieron, y no volví a pensar en él hasta
una noche berlinesa, en casa de Inés y Sara, veinte años después. Hablábamos
sobre las primeras frases de un libro. Como ya he escrito en otros sitios yo
defiendo a Nabokov y a Kawabata, esas primeras líneas de Lolita y de La casa
de las bellas durmientes. Inés defendió Playback, de Raymond Chandler, y Sara
se acordó de Eduardo Mendoza (nudo en el estómago, ingobernable desam-
paro), La aventura del tocador de señoras:

218

«Cuando sus piernas (bien torneadas y tal y cual) entraron en mi lugar
de trabajo, yo ya llevaba varios años hecho un merluzo».

Nos reímos mucho y seguimos bebiendo hasta las tantas de la madru-
gada, y cuando por fin volví a casa, decidí desempolvar el segundo premio
del concurso literario y hacer las paces para siempre con el escritor barcelo-
nés. Leí El misterio… y El laberinto… antes de lanzarme a por La aventura del
tocador de señoras. Cuando terminé de leer, dije: «Te perdono, Eduardo
Mendoza. Espero que tú también puedas perdonarme a mí». Pocas veces
he disfrutado tanto del humor, el suspense, la crítica descarnada, la farsa y
la buena literatura.

La aventura del tocador de señoras es la tercera novela de una serie espec-
tacular que comienza en 1978 con El misterio de la cripta embrujada y conti-
núa en 1982 con El laberinto de las aceitunas. Las tres obras siguen un esque-
ma esperpéntico y maravilloso que puede resumirse más o menos así: un
protagonista anónimo internado desde hace décadas en un sanatorio men-
tal disfruta de vez en cuando de ciertas escapaditas. Durante sus periplos
por el mundo exterior, el protagonista suele verse enfrentado con enigmas
grotescos y divertidísimos que finalmente resuelve para ser devuelto al
manicomio con la sensación absurda de que todo el esfuerzo no ha valido
para nada. El primer periplo es El misterio… El segundo es El laberinto... Y el
tercero es La aventura del tocador de señoras. En esta ocasión, nuestro eje
narrativo es liberado definitivamente del frenopático y comienza a trabajar
como peluquero en la peluquería de su cuñado en Barcelona, a finales de los
años 90. No tardará en verse envuelto en una misteriosa trama de robo y
asesinato y en mezclarse con los personajes más variopintos en su intento
por demostrar su inocencia. Mendoza saca a su loco del manicomio para
meterlo en el mundo de los cuerdos y demostrar al lector lo perdidos que es-
tamos todos, desde el alcalde hasta el chófer de turno, lo hundidos que
estamos todos en mitad de una ciénaga económica y social en la que sólo
importan el dinero y las estrategias de compensaciónespectacular.

Eduardo Mendoza nació en Barcelona en 1943. Se licenció en Derecho en
1965 y decidió escapar de la negrura, el tedio y la tristeza del franquismo.
Residió primero en Londres y después en Nueva York, donde trabajó como

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traductor para la ONU. Escribió lo que muchos consideran la primera
novela de la transición democrática española, La verdad sobre el caso Savolta,
y se lanzó a la sátira y la crítica social con el género detectivesco. Maestro en
todos los registros, Mendoza es un escritor con bigote. O tal vez sea más
ajustado decirlo de este modo: escritor con bigote, Mendoza es un maestro
en todos los registros. Si esta guía tuviera un poco más de espacio hacia los
lados, o si fuera una guía sobre literatura urbana y sobre el arte de caminar
por la ciudad, con gusto incluiría La ciudad de los prodigios. Eduardo Mendo-
za es un escritor con bigote como la copa de un pino.

Margaret Millar

Más allá hay monstruos (1970)

Lo difícil no es morir, sino matar. Lo difícil es el acto de
cierre, la ceremonia de clausura, el rito que sella y entierra el
pasado, el cadáver, el amor, la amistad, la infancia, la pena, el
desastre. Antes o después, todo se convierte en un caballo mori-
bundo. Lo más difícil es sacar el arma y descerrajarle un tiro en la cabeza. Hay
que matarlo para seguir viviendo. Por ejemplo: un hombre lleva desaparecido
más de un año. Su mujer quiere que un juez le declare muerto para poder
seguir con su vida; su madre, en cambio, se niega a clausurar la esperanza y
desea continuar con su búsqueda. Robert Devon salió una noche de su casa
para buscar a su perro y nunca más volvió. La policía encontró restos de san-
gre en un barracón cercano y una posible arma homicida. Pero no hay ni
rastro del cuerpo por el que ambas mujeres deciden verse las caras en un
juzgado de California, el espacio urbano que sirve a la asombrosa escritora
Margaret Millar para dibujar un mapa del infierno, es decir, del alma humana
enfrentada a sus propios límites y de los peligros que entraña la búsqueda de la
verdad, la inmersión a pulmón en los rincones más oscuros de nuestra histo-
ria. Según una idea generalizada, Más allá hay monstruos es una frase que apa-

220

rece en los mapas de los cartógrafos medievales para indicar que, a partir de
un cierto punto, el territorio es completamente desconocido, inexplorado y,
por ende, poblado de criaturas y fuerzas inimaginables. Margaret Millar
emplea esta sentencia para dar título a una de sus obras más logradas, con una
prosa potente, implacable, sureña, fascinante, que nos demuestra hasta qué
punto la crítica literaria se ha equivocado durante décadas al sepultar el nom-
bre de Millar bajo la égida de su marido, el escritor Ross Macdonald.

Margaret Ellis Millar (nacida Sturm: tormenta en alemán) vino al mundo en
Ontario, Canadá, en 1915. Creció en Estados Unidos, en California, donde
conocería a Kenneth Millar (Ross Macdonald, creador de Lew Archer). Licen-
ciada en Lenguas Clásicas. Durante los años 40, Millar se aventura en la novela
negra con una serie de títulos protagonizados por Paul Prye, un psiquiatra
convertido en detective. Margaret Millar tiene un don, un don parecido al que
siempre tuvo Philip K. Dick. Un don schopenhaueriano y doloroso que con-
siste en la visión penetrante, la conciencia aguda de que, detrás de las aparien-
cias y el orden armónico de la cotidianidad, operan fuerzas irracionales devas-
tadoras. Las mismas que acabaron con su marido y con ella al final de sus días.
Ese fondo vampírico de potencia brutal que, sin embargo, no pudo evitar que
escribiera obras inolvidables como Un extraño en mi tumba y La bestia se acerca.

Vernon Sullivan (seudónimo de Boris Vian)

Con las mujeres no hay manera (1948)

Vernon Sullivan debería ser la coda final de esta Guía de la
novela negra. En sus catorce letras se condensa la historia del
género y también la de quien suscribe estas páginas: violencia,
crimen, sexo, crítica social, coqueteo existencial, racismo, corrupción,
degeneración, amor, impostura, lectura y seudónimo. Vernon Sullivan es

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la mentira más excelsa de la literatura europea del siglo XX, un nombre al
que se le atribuyen cuatro novelas escandalosas, dos de ellas excepcionales:
Escupiré sobre vuestra tumba, Todos los muertos tienen la misma piel, Que se
mueran los feos y Con las mujeres no hay manera. Cuatro novelas creadas como
un desafío o como un juego, como una apuesta, que es el único modo de
vivir en serio. Vernon Sullivan es el seudónimo de un animal implacable de
las letras francesas, Monsieur Boris Vian, que decidió hacerse pasar por un
escritor negro para imitar con placer las novelas negras americanas tan en
boga en aquellos tiempos y, de paso, narrar las injusticias a las que la pobla-
ción afroamericana era sometida en los Estados del Sur, reírse de todo lo
políticamente correcto y despreciar la literatura inofensiva.
1. Escupiré sobre vuestra tumba narra la historia de la venganza de Lee Ander-
son, un negro con apariencia de blanco cuyo hermano ha muerto asesinado
por un grupo de salvajes racistas blancos. La violencia, el sexo, la sangre y la
brutalidad son excesivos. Los personajes son excesivos. Los ambientes son
excesivos. La novela me encanta, pero creo que me encanta porque siempre
supe que se trataba de una obra crítica, paródica, satírica y descarnada de
Boris Vian. Y en ello estriba también, a mi juicio, el valor de esta pieza y de
las otras tres. El estilo deliberadamente excesivo de Vian no es más que una
provocación estética, un guiño autorreferencial devastador y, a la vez, un
modo de pensar y de derruir las convenciones sociales norteamericanas.
Vian consigue diseñar un bucle infernal del que nadie escapa: ni el lector ni
los personajes.
2. Todos los muertos tienen la misma piel cuenta la historia de Dan, un mesti-
zo que ha logrado hacerse un lugar en la sociedad de los hombres blancos,
sin que éstos conozcan sus orígenes. Su vida es perfecta hasta que un día
un hombre que dice ser su hermano amenaza con desvelar sus verdaderas
raíces. Ante esta amenaza, Dan decide asesinar a su hermano, lo que lo
conduce a una nueva espiral de crimen y violencia.
3. Con las mujeres no hay manera traslada la narración desde la perspectiva del
criminal hasta la acción policial y detectivesca. Narra la persecución de una
banda de traficantes de droga por parte de dos hermanos convertidos en
improvisados detectives. Un hijo de papá descubre que una de sus mejores
amigas ha caído en una red de gays y lesbianas que trapichean con drogas y
se dispone a sacarla de allí cueste lo que cueste. Siempre me ha parecido la

222

más desternillante de las cuatro, por los excesos machistas y homófobos y
por el ansia de provocación constante que, aún hoy, provoca picores, dia-
rreas e insomnio en los lectores políticamente correctos.
4.Que se mueran los feos: la última de la serie y la más difícil de catalogar den-
tro del género, porque lo cierto es que a ratos parece pornografía pura y a
ratos ciencia-ficción. El doctor Schultz está empeñado en mejorar a la
humanidad mediante experimentos genéticos y utiliza a Rocky Bailey, el
protagonista, como conejillo de indias. Su misión es convertir a todos los
habitantes del planeta en individuos estéticamente irresistibles. Pero los
colaboradores están más interesados en otros fines y se dedican a vender
ciertas imágenes tomadas durante los experimentos (tanto de la parte
generativa como de la puramente clínica) montando una red de venta de
imágenes porno y snuff.

Las dos últimas novelas son prescindibles, aunque recomendables para
una tarde de carcajadas sin control. Las dos primeras, en cambio, son dos
joyas pequeñas, dos joyitas irreverentes que no deben dejar pasar por alto.

Vernon Sullivan es Boris Vian y Boris Vian nació en París en 1920 y murió
en 1959. Novelista, poeta, dramaturgo, ingeniero, músico de jazz, composi-
tor, patafísico a mucha honra. Criado en un ambiente artístico envidiable
en el que la música ocupaba un lugar privilegiado, Boris no tardó en conver-
tirse en un músico excelente. Fue un hombre descarado e inteligente, es
decir, un rifle de asalto y una amenaza constante contra el statu quo y las
buenas maneras. Escribió con y sin seudónimo y su obra legítima contiene
algunos de mis mejores recuerdos de juventud, La espuma de los días, La
hierba roja o los relatos incluidos en El Lobo-hombre. Aquejado de una dolen-
cia cardíaca grave desde niño, Boris Vian empezó a morir como nos gusta-
ría a muchos, en una sala de cine próxima a los Campos Elíseos durante la
proyección de una versión cinematográfica de Escupiré sobre vuestra tumba.
Vian murió de tanto soplar la trompeta. Murió de aire, como el lobo de los
cuentos, soplando y soplando para derrumbar todas las casas del mundo en
las que se esconden los cerdos y los corderos. Sobre todo los cerdos.

223

Andrés Trapiello

Los amigos del crimen perfecto (2003)

Woody Allen se ha pasado la vida citando a Esquilo, a Sófo-
cles y a Eurípides, deambulando de un lado a otro de la cuer-
da entre Dostoievski y Albert Camus, aireando aquel dilema
para funambulistas temerarios que recordarán todos los niñitos
aplicados: si Dios no existe, todo está permitido vs. porque Dios no existe, no todo está
permitido. El Sr. Königsberg, decía, se ha pasado la vida entera merodeando el
problema ético y metafísico favorito de cualquier pensador a la sombra: la
justicia y el mérito, la recompensa y el castigo, el equilibrio cósmico que pare-
ce quebrarse cada vez que un criminal comete sus actos impunemente. En
Match Point estaba muy clarito, pero más clarito y mejor expuesto aún en la
conversación inolvidable entre Allen y Landau al final de Delitos y faltas. Si los
culpables no son castigados, ¿qué tipo de Dios rige este mundo? En la quiebra
entre la retribución cósmica según medida y la ausencia de justicia cobra
sentido uno de nuestros personajes favoritos: la venganza.
¿Andrés Trapiello escribe sobre la venganza en Los amigos del crimen
perfecto? Bueno, Andrés Trapiello escribe sobre muchas cosas en ese libro
varias veces repetido en mis estanterías. Escribe sobre la venganza, sí. De eso
no hay duda. Pero también escribe sobre la pasión literaria y sobre los límites
tanto de la pasión como de la literatura. Escribe sobre Cervantes, como siem-
pre, y sobre la necesidad de acabar de una vez por todas con el género policial
y detectivesco. Y en esto, de nuevo, el maestro Allen y sus páginas gloriosas al
respecto en Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. ¿Qué más? Trapiello
escribe sobre un grupo de amigos amantes de la literatura negra y detectives-
ca. Se reúnen en un café, se dan nombres de autores y personajes del género,
se divierten y se deleitan hasta que uno de ellos, Paco Cortés (Sam Spade),
escritor frustrado de novela policiaca y fundador de Los amigos del crimen
perfecto, se ve envuelto en un crimen real y da de lleno con sus huesos en el
interior de su propia obsesión vital. Ambientada en los alrededores del golpe
de estado del 23-F, Trapiello reflexiona con placer y agilidad narrativa sobre las

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cosas de siempre, cuestiones vikingas, griegas, romanas, europeas, moder-
nas, medievales, futuras y pluscuamperfectas: ¿es justo matar a un asesino?

Andrés Trapiello nació en León en 1953. Poeta, ensayista, cervantófilo,
novelista, colaborador de La Vanguardia, escritor prolífico donde los haya.
Como poeta ha publicado Junto al agua, Las tradiciones, La vida fácil, El mismo
libro, Acaso una verdad (Premio Nacional de la Crítica 1993), Poemas escogi-
dos, Rama desnuda, Un sueño en otro. Como novelista: La tinta simpática, El
buque fantasma, La malandanza, Días y noches, Al morir don Quijote, y Los
amigos del crimen perfecto (Premio Nadal de Novela 2003). Ha duplicado los
dieciséis tomos de su colección de diarios agrupados bajo el título general
de Salón de los pasos perdidos. ¿Seguimos?

Rodolfo Walsh

Variaciones en rojo (1953)

A Rodolfo Walsh lo mataron en plena calle. Los milicos lo
rodearon con la intención de capturarlo vivo, pero Rodolfo
estaba armado y se resistió. Cuentan que fue acribillado entre
las avenidas bonaerenses de San Juan y Entre Ríos. No sé por qué, pero se
me viene a la cabeza el relato de Cornelio Nepote, las Vidas de hombres ilus-
tres, la narración de la muerte de Aníbal Barca. Pienso ahora en el fin de
Aníbal, rodeada su casa por soldados romanos con la intención de capturar-
le vivo y devolverle a Roma. Aníbal llevó un anillo durante toda su vida y, en
el anillo, la libertad de la que hablara Séneca en sus cartas a Lucilio: el vene-
no que siempre podría salvarle de convertirse en un esclavo. Rodolfo Walsh
murió en 1977 en una Argentina ajetreada y dictatorial. Murió por revolu-
cionario, no por escritor de ficción. Pero fue ambas cosas: revolucionario y
escritor, activista y narrador. Se muere o nos matan. Lo mismo da. Nos
matan a los hijos o los hijos se nos pegan un tiro en la sien rodeados también

225

como nosotros. Un año antes de ser abatido en las calles de Buenos Aires,
Walsh hubo de experimentar la muerte de su propia hija en un enfren-
tamiento con el ejército. Acorralada junto a Alberto Molina en un balcón
durante el llamado «combate de la calle Corro». María Victoria y Alberto,
armados, alzaron los brazos ante los milicos y dijeron: «Ustedes no nos
matan, somos nosotros quienes decidimos morir». Se pegaron un tiro en la
sien. El anillo de Aníbal, la espada de Séneca, las armas de Rodolfo y María
Victoria Walsh. Supongo que deberíamos hacer criba y distinguir con clari-
dad al activista político del escritor. Difícil tarea, en el caso de Walsh, por no
decir imposible. Sus escritos destacan en el arte del relato policial ambienta-
do en Argentina y en las investigaciones periodísticas, sobre el fusilamiento
ilegal de civiles en José León Suárez de junio de 1956 (Operación Masacre) y
sobre los asesinatos de Rosendo García (¿Quién mató a Rosendo?) y Marcos
Satanowsky (Caso Satanowsky). Entenderán que la línea que separa al crea-
dor de ficción del investigador y narrador del horror se deshace como una
pompa de jabón. En todo caso, la obra de Walsh merece una atención privi-
legiada al margen de toda consideración estrictamentepolítica.

Variaciones en rojo está compuesta por tres novelas breves calificadas por
muchos (algunos de ellos bien dotados para la crítica) como obras maestras
de la literatura policial de todos los tiempos. Tres asesinatos y dos investiga-
dores: el comisario Jiménez y Daniel Hernández, pareja perfecta y equilibra-
da que despliega un delicioso agón en la resolución de cada uno de los casos.
Jiménez, con la experiencia del sabueso curtido; Hernández, con la juventud
del observador infalible con el don del olfato. Un narrador excelente que
emplea el relato detectivesco como instrumento de denuncia social y estímu-
lo intelectual y que consigue hilar el tapiz al mejor estilo latinoamericano, el
estilo crudo y desgarrado, el estilo de Roque Dalton y de los muertos que
morirán y mueren matando.

Ignoro si Borges citó alguna vez a Rodolfo Walsh en sus escritos o si lo
incluyó en sus antologías del relato policial y detectivesco. Qué extraña, la
vida; qué infame.

Rodolfo Walsh nació en Lamarque, Argentina, en 1927. Hijo de Miguel
Esteban Walsh y Dora Gil, ambos de ascendencia irlandesa, fue y es para
muchos el mejor ejemplo de intelectual comprometido que ha dado la

226

Argentina en los últimos cincuenta años, un modelo a imitar no sólo por su
compromiso con la verdad, sino también por su valentía como periodista,
investigador, escritor, crítico y militante revolucionario. A los diecisiete
años comenzó a trabajar en la editorial Hachette como traductor y correc-
tor de pruebas. A los veinte comenzó a publicar sus primeros textos perio-
dísticos. Se enamoró de Elina Tejerina en la Facultad de Filosofía y Letras,
que es tan buen lugar como cualquier otro para enamorarse. Dos hijas. En
1953 publicó su primer libro: Variaciones en rojo. En 1970, militó en el Pero-
nismo de Base, hasta que en 1973 decide unirse a la organización político-
militar Montoneros. En estos años enseñó periodismo en villas miseria y
editó el Semanario Villero. En Montoneros ingresa con el grado de Oficial
2.° y el alias de «Esteban». Crea un sector del departamento de informacio-
nes del cual será responsable. También integra el equipo que funda el diario
Noticias, órgano de prensa que presentaba los puntos de vista de su organi-
zación, del cual se convierte en redactor. En Cuba fundó la agencia Prensa
Latina junto con su colega y compatriota Jorge Mascetti. Como jefe de
Servicios Especiales en el Departamento de Informaciones de Prensa Lati-
na, usó sus conocimientos de criptógrafo aficionado para descubrir, a tra-
vés de unos cables comerciales, la invasión a Bahía de Cochinos, instrumen-
tada por la CIA. El 25 de marzo de 1977 un pelotón especializado emboscó a
Rodolfo Walsh en calles de Buenos Aires con el objetivo de aprehenderlo
vivo. Walsh, militante revolucionario, se resistió, hirió y fue herido a su vez
de muerte. Su cuerpo nunca apareció. El día anterior había escrito lo que
sería su última palabra pública: Carta abierta a la Junta Militar. Vida y muerte
de un varón ilustre y un grandísimo escritor.

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Cornell Woolrich

La ventana indiscreta (1942)

Los maestros literarios son animales de salón, criaturas
de pasillo, sofá y gesto discreto, genios del espacio domés-
tico, de la escena trivial y aparentemente inocua en la que,
sin embargo, laten los crímenes y los delirios. Cornell Wool-
rich es un maestro por muchas razones. Una de ellas, en mi opinión, es el
dominio sereno de la cotidianidad, el relato de la sospecha, la prosa ino-
cente que anuncia una dentellada. Ya lo decía Aristóteles en el libro VI de
su Metafísica: la muerte llega sin más, sin querer, resultado contundente
de un cruce fortuito de trayectorias. Un hombre come un platillo picante
en su casa, le arde la boca, sale al exterior con el fin de beber agua en la
fuente (no había grifos, supongo, en el siglo IV a.C) y se cruza con unos
rufianes que le asesinan por dinero. Sucesos sin importancia que desem-
bocan en crímenes asombrosos y una habilidad para el suspense que
llevó al maestro Hitchcock a fijarse en aquellos relatos del escritor nor-
teamericano. Hitchcock se fijó en Cocaína y en Proyecto de asesinato, pero
sobre todo se fijó en La ventana indiscreta, aguijón y delirio de todos los
mirones de este mundo (recuerdo de nuevo a Kjell Askildsen, el relato en
el que un niño coge sin permiso unos prismáticos de su padre en cuya
superficie puede leerse la siguiente inscripción: «Para el que es limpio,
todo es limpio excepto unos prismáticos»). Así que, si hacemos caso a
José María Guelbenzu (y yo le hago caso sin pestañear), podría estable-
cerse una línea resistente y bellísima entre las reflexiones aristotélicas
sobre el azar y el accidente y las obras de Cornell Woolrich y Harry Ste-
phen Keeler, amante de la casualidad y la irrupción fortuita. Aristóteles
estaba interesado en la libertad y, por tanto, en la defensa de un fondo de
azar innegociable en toda empresa humana; Keeler estaba interesado en
los lectores, en las ventas y el entretenimiento; Woolrich, en cambio, va
mucho más allá tanto del griego como de Keeler. Woolrich construye el
suspense sobre el trasfondo del desasosiego existencial y la Gran Depre-
sión estadounidense, y ese desasosiego, esa tensión radical en los escena-
rios, los climas y las situaciones límite en el horizonte del relato, es lo que

228

capta con maestría el genio de Hitchcock en la película de 1954. Olvide-
mos la película (si es que somos capaces) y centrémonos en el relato.

Tal vez Woolrich no lo sepa, pero La ventana indiscreta es una magnífi-
ca versión cristiana de uno de los conceptos más hermosos de la historia del
pensamiento humano. Ése con el que, a juicio de Platón y Aristóteles,
comienza el ejercicio filosófico, y que solemos llamar curiosidad. La ventana
indiscreta es una interpretación fílmica de la curiosidad, pero, insisto, en cla-
ve cristiana, no griega. Un griego —como enseña Hans Blumenberg en sus
Paradigmas— es siempre premiado por su curiosidad con el conocimiento,
la verdad, la satisfacción estética y la contundencia cósmica del orden de
todas las cosas. Un cristiano, en cambio, suele ser castigado por ella. La
curiosidad mató al gato, se nos dice en las casas españolas desde tiempos
inmemoriales: no curiosees, no olfatees, no quieras saber demasiado. El
deseo de saber se convierte en imprudencia y no en fuente de placer y sabi-
duría (san Agustín, que ha hecho estragos). Y esa imprudencia es la que
lleva al protagonista del relato de Woolrich a verse amenazado por un
supuesto criminal y envuelto en un supuesto asesinato. Un hombre aburri-
do que contempla a través de su ventana el deambular de sus vecinos hasta
que cree que uno de ellos ha matado a su esposa. La obsesión se apodera del
mirón y decide desenmascarar al asesino con la ayuda de su criado (el cria-
do que se convertirá en la bellísima Grace Kelly en la adaptación cinemato-
gráfica), aun a riesgo de convertirse él mismo en una víctima. La curiosidad
mató al gato… Me encantan estos cristianos perversos… Cuidado con lo
que preguntas. Cuidado con lo que deseas. Cuidado, ante todo, con lo que
deseas saber, no metas la cabecita por esa ventana, no te arrodilles ante la
puerta de tu primita para mirarla por el ojo de la cerradura, no contemples,
cierra las cortinas, cierra las ventanas, cancela toda tentación, toda imagen,
todo estímulo. El mundo es como el diablo. Perdición y derrota. Un juego
letal aparentemente inofensivo. Desconfía de la visión. No mires. No mires
más… Allí donde el griego, como el Strogoff de Julio Verne, dice: «¡Abre los
ojos, mira!», el cristiano desconfía de la visión y del enigma. Aristóteles,
Nietzsche, Keeler, Woolrich, Hitchcock. A mí me basta, la verdad.

Cornell Woolrich nació en Nueva York en 1903 y murió en 1968. Según
algunas versiones se doctoró en Periodismo por la Universidad de Columbia,

229

aunque según otras jamás finalizó sus estudios. En Columbia ganó un pre-
mio de narrativa otorgado por la revista College Humour y la Paramount Pic-
tures‚ lo que le permitió viajar a Europa y pasar una larga temporada en París.
De regreso a Estados Unidos comenzó a ser escritor y a sumirse en una espi-
ral de desamparo y soledad que le llevaría a pasar los últimos años de su vida
encerrado en la habitación de un hotel neoyorquino. Once años bebiendo y
escribiendo, mirando a la calle, espiando la vida desde una silla de ruedas. La
gangrena le amputó una pierna. Murió solo como un perro en 1968. Me
pregunto qué vio Cornell Woolrich desde aquella ventana indiscreta antes de
morir. Qué vio Woolrich que nunca veremos nosotros.

230

Y LOS ASESINOS

Armas de fuego de todos los calibres. Cuchillos, machetes, picahielos y
otros objetos más o menos afilados. Así como un bate de béisbol, una llave

inglesa, la estatuilla de un Premio Oscar o cualquier otro elemento
contundente. O un trozo de cable. O una lata de gasolina. O las propias

manos. Infinitas son las herramientas de trabajo de nuestros killers
favoritos.



Patricia Cornwell

Post mortem (1990)

Patricia Cornwell nos presentó a la doctora forense Kay
Scarpetta en Post mortem, la primera novela de una saga de una
de las plumas más célebres del suspense a ambos lados del Atlán-
tico. Una serie de mujeres está siendo sistemáticamente violada y asesinada
en sus propias casas. Todo el mundo maneja opiniones e hipótesis, pero
nadie tiene la más mínima idea de la posible identidad del asesino ni del
criterio que emplea para seleccionar a sus víctimas. Por si fuera poco,
información secreta está siendo filtrada a la prensa desde los órganos
policiales, probablemente desde la propia oficina en la que trabaja la doctora
Scarpetta. Las sospechas se centran a su alrededor y el machismo imperante
en el sector no ayuda en absoluto: nunca vieron con buenos ojos el carrerón
emprendido y culminado por la investigadora Scarpetta. La doctora se
dispone a descifrar los asesinatos aportando todas las pruebas forenses que
sean necesarias, pero, como era de esperar, eso despierta la curiosidad del
asesino, que convierte a nuestra protagonista en su próximo objetivo.
Cornwell ha madurado mucho desde su primera novela. Ha madu-
rado al hacer madurar a la doctora Kay, a su sobrina Lucy y al oficial de
policía Pete Marino, pero lo cierto es que nada ha cambiado demasiado.
Triunfó con esta primera historia del mismo modo que ha triunfado con
todas las restantes. La culpa la tienen la experiencia y el saber hacer, como
de costumbre. Cornwell trabajó en un laboratorio forense antes de conver-
tirse en una escritora de éxito internacional. Lo único que ha tenido que
hacer es combinar sus destrezas técnicas con una prosa estricta y sólida que
maneja con soltura la tensión y el suspense. Le ha salido tan bien, de hecho,
que no paran de surgirle epígonos y plagiadores hasta de debajo de las
piedras.

233

Patricia Carroll Daniels, que es el verdadero nombre de la Cornwell, nació
en Miami en 1956. Licenciada en Filología Inglesa. Reportera, biógrafa,
analista informática y escritora técnica para el Jefe Médico Examinador de
Virginia durante seis años. Desde principios de los noventa, Cornwell goza
de una presencia abrumadora en el panorama literario internacional, como
ya saben.

James Ellroy

El asesino de la carretera (1986)

De James Ellroy ya he dicho todo lo que tenía que decir en la
entrada dedicada en esta guía a La dalia negra. Pero, si no les
importa, me gustaría reincidir un poco y recomendarles otra de
sus monstruosas creaciones, The Killer on the Road o El asesino de la carretera.
Esta novela evoca en mis delicadas mientes el nombre de dos amores de
juventud. El primero es Jim Morrison, cantante y líder del grupo
norteamericano The Doors, cuyos pósters, poemas, vídeos y demás
fetiches coleccioné con fidelidad y regocijo durante la adolescencia.
Recuerdo haber plagiado poemas de Morrison que nunca entendí y
recuerdo haberme escudado en aquella frase de Derrida que dice algo así
como que todo poema corre el riesgo de carecer de sentido y no sería nada
sin ese riesgo. Los míos, desde luego, no había por dónde cogerlos.
Cuando se me pasó la fiebre y comencé a escuchar de verdad la música de
The Doors, descubrí algo más que a un icono sexual y a una encarnación
mediocre del viejo Dionisos. Descubrí L. A. Woman. Descubrí a un hombre
gordo y destruido de apenas treinta años neutralizando todo mal y todo
bien en The cars hiss by my window. Y descubrí el temblor y la belleza pluvial
de uno de los mejores temas de todos los tiempos, Riders on the storm.
Recuerden el sonido de la lluvia y la voz de Morrison, oscura como la
garganta de un oso pardo:

234

«Riders on the storm / Riders on the storm / Into this house we’re
born / Into this world we’re thrown / Like a dog without a bone / An
actor out on loan / Riders on the storm / There’s a killer on the road /
His brain is squirmin’ like a toad / Take a long holiday / Let your chil-
dren play / If ya give this man a ride / Sweet memory will die /
KILLER ON THE ROAD, yeah».
El segundo amor de juventud es el pensador francés Michel Foucault,
que después se convirtió en un amor de madurez y, por fin, en el amante más
despiadado de todos los que me han traído a la cama un zumito de naranja.
Cuando aún no me atrevía con Las palabras y las cosas y El orden del discurso me
parecía un suplicio, recuerdo acudir con devoción a los escritos carcelarios y a
las lecciones sobre las prisiones y el poder de las instituciones. Un maestro de
cuyo nombre no quiero acordarme me presentó un escrito espléndido y
estremecedor: Moi, Pierre Rivière, el relato solar de un campesino francés que,
en 1850, mató a su madre, a su hermano y a su hermana y redacta por escrito
una memoria del por qué de sus acciones. Narrativa criminal en primera per-
sona, sin desdoblamiento, sin distancia estética… «Yo, Pierre Rivière, habien-
do degollado a mi madre, a mi hermana y a mi hermano…».
El asesino en la carretera es un homenaje a las biografías criminales de
comienzos del XVIII, pero tal vez sólo desde el punto de vista de la crítica.
Ellroy escribe a machetazos, como sabemos, y la jungla en la que se adentra
esta vez es el relato en primera persona del periplo vital y criminal del asesi-
no Martin Michael Plunkett. Acusado de cuatro crímenes sangrientos y
horrorosos y sospechoso de muchos más, Plunkett es detenido e internado
en prisión. Durante su reclusión, decide contactar con un agente literario
para contar su biografía criminal en unas memorias que, a juicio de las auto-
ridades, tal vez puedan ayudar a aclarar crímenes no resueltos. Los amantes
de Ellroy ya están condenados, así que no les importará que esta novela
rompa con ciertos hábitos narrativos del autor, sobre todo en lo referente a
los escenarios espacio-temporales. A diferencia de otras entregas, la ciudad
deja paso a la imaginación, el tiempo interior y la memoria. La psicología y
la soledad de la maquinaria cerebral se imponen en este libro a los lugares e
individuos magistrales a los que el estadounidense nos tiene acostumbra-
dos. Plunkett es un poeta delirante, un hado, un pastor beocio tocado por las
musas que, en forma de sombra, le recitan el contenido de la narración. Un

235

demonio metido en el cuerpo que funciona como mecanismo narrativo
para desactivar, de nuevo y sin compasión, la farsa del sistema norteameri-
cano, esta vez desde el prisma de un asesino en serie alentado por el sistema
para generar más y más espectáculo. Obra maestra. Punto.

Bret Easton Ellis

American psycho (1991)

Algunos vivieron los años 80 en Madrid y otros en Manhattan.
En Madrid llevábamos pantalones violetas y zapatillas J’hayber.
Los más comedidos fumábamos hierba, mientras nuestros cole-
gas del barrio caían como moscas a causa de la heroína o se las daban de
nietzscheanos chapoteando en las fuentes públicas. En Manhattan lo mismo,
pero no igual. Yuppies recalcitrantes vestidos con miles de dólares, coches de
lujo, brokers engominados y corbateados con jersey y nudo Windsor, niños
de Wall Street tan próximos al cielo como al ridículo. En Madrid tuvimos a
Nacha Pop, a Juan Madrid, a Alaska y a Almodóvar teñidos de transición. En
Manhattan, la comedia negra americana se despachó a gusto con aquella
generación de criajos prepotentes que no pensaban en nada que no fuera el
dinero, las marcas y la posición social. Patrick Bateman, el personaje de la
célebre American Psycho, de Bret Easton Ellis, es el prototipo perfecto de
aquella muchachada: graduado en la Escuela de Negocios de Harvard, vice-
presidente del departamento de fusiones de la empresa de su padre, aparta-
mento en American Gardens, novia y amante, inteligente, guapo, obsesiona-
do con el cuerpo y el aspecto físico… El único problemilla de Patrick es que,
además de la ropa cara y los coches de lujo, también le gusta partir cráneos,
descuartizar cuerpos y comer restos humanos. El chaval es un psicópata, qué
le vamos a hacer. Un psicópata americano que poco a poco descubre que su
verdadera pasión es el sexo ultraviolento, el asesinato sangriento y el caniba-
lismo. La novela avanza inexorable en una primera persona que termina por

236

neutralizar el escándalo del relato, un individuo aparentemente perfecto
que esconde una bestia en su interior y que se siente cada vez más motivado
según aumentan el peligro y el riesgo. American Psycho es la continuación de
un análisis literario de la década de los ochenta como metáfora de la deca-
dencia norteamericana y del carácter nocivo de sus valores (hincado con Less
than Zero y The Rules of Attraction). Ellis narra con fuerza adictiva, aunque tal
vez demasiada fuerza y demasiado adictiva en contraste con una cierta
carencia de método o de estructura que, quizás, busque enfatizar el carácter
grotesco de las descripciones violentas. Un engendro singular y digno de
atención, prescindible pero recomendable.

Bret Easton Ellis nació en Los Ángeles en 1964. Novelista, ensayista, perio-
dista y académico, ha sido tambaleado por la crítica norteamericana de un
lado a otro del espectro: desde máximo exponente de la Generación X y el
nuevo Hemingway de las letras americanas hasta un sucio sensacionalista,
una mente podrida y perversa que no busca más que la celebridad y la fama
mediante el exceso de sangre, tetas y culos. Millonario a los veintiún años,
Ellis mantiene un estilo crudo y violento que, si quieren que les sea sincero,
se ajusta de manera variable a los relieves del propio cuerpo. Hay días que
Ellis me repugna. Hay días que Ellis me deleita. Ellis nunca me aburre, lo cual
no puedo decir de casi nada y de absolutamente nadie. No me escandaliza. Es
como un niño travieso al que unos días contemplas con estupor y cierta
fascinación y al que otros días no prestas la más mínima atención.

Octavio Escobar Giraldo

Saide (1995 / 2007)

Recuerdo a Tomás Pradera, un colombiano nacido en Mede-
llín y experto en artes marciales con el que compartí piso
durante un par de años. Tomás tenía el cuerpo tatuado e invenci-

237

ble. Bebía infusiones de menta y hierbabuena y hablaba despacio, como si a
cada momento estuviera a punto de levantarse de un brinco y partirte el
cuello de un solo golpe. Me gustaba hablar con Tomás porque a Tomás sólo
le interesaban dos cosas en la vida: la violencia y la literatura. Algún día,
decía, me voy a cansar de tanto aprendiz de poeta y de tanto imbécil que
anda por ahí diciendo que la literatura es la vida, que literatura y vida se
confunden, que la vida es violencia, como la literatura. La literatura y la vida
no se parecen en nada, decía. La literatura y la violencia no se parecen en
nada. Por eso la literatura debe sumergirse en la violencia. La violencia no se
deja decir, te atraviesa el cuerpo como un proyectil incandescente. Por eso
hay que escribir sobre la violencia. Esa es la tarea de la literatura. Relatar la
trayectoria de un proyectil incandescente, narrar el desgarro de la piel y los
músculos, el chasquido de los huesos, el reventar sordo de los órganos inter-
nos. Daba miedo, Tomás, allí sentado, con la infusión y las piernas cruzadas,
grande y musculoso como el Coloso de Rodas. Una tarde me dijo: «En
Colombia hay dos tipos de escritores: los que saben que la vida y la violencia
son más jodidas que la literatura y los que siguen flotando en una nube de
celebridad y algodón de azúcar. Los primeros son casi todos buenos. Los
segundos también son buenos, pero no han entendido absolutamente nada
y eso les convierte en una panda de hijos de puta enormemente peligrosos».

No recuerdo todos los nombres que me dio Tomás en aquella lección
improvisada de literatura colombiana, pero sí algunos. Uno, en particular, del
que mi compañero de piso llegó a decir que bien pudiera haber oficiado de
maestro de ceremonias en un sacrificio azteca: coraje, precisión, instinto de
muerte, un hombre que conoce el sabor de la carne cruda y los ritos y sabe
cómo invocar a los dioses de la tribu. No entendí estas palabras hasta que leí
Saide, del colombiano Octavio Escobar Giraldo, un espejo descarnado y
preciso de la realidad colombiana de los años 80 y 90 que se adentra como un
puñal de obsidiana en la dimensión sociopolítica de la violencia, el narcotráfi-
co, la economía y la corrupción. Sin miedo. Sin embellecimiento ni culto a los
ídolos del criminal clásico, Escobar ha entendido que la violencia es una
modalidad de las relaciones socioeconómicas; que la violencia, como el
poder, nos atraviesa y nos destina; que, a diferencia de lo que ocurre en la
literatura y el cine más comercial, la vida cotidiana de millones de personas se
quiebra y se parte en dos bajo el peso de líneas de fuerza que nos atrapan

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inexorablemente y que el fatalismo es, sin embargo, la moral de los esclavos.
Saide es una novela negra maravillosamente escrita y, en mi opinión, ajusta-
da al máximo a su propia estatura. Perfecta. Calibrada. Quiero decir que, en
efecto, la historia busca su canal, el contenido su expresión idónea, y Escobar
recurre a la novela negra y policial porque sabe que sólo en su interior, con
agilidad y sin tópicos, puede uno sumergirse en la violencia y la brutalidad
de la cotidianidad colombiana, la injusticia social, el crimen organizado y la
corrupción omnímoda «sin caer en el lamento, la denuncia explícita o la
desesperación». A través de la inmersión en el secreto insondable de los ojos
de Saide, Octavio Escobar Giraldo nos pasea por los parajes de los que oímos
hablar pero nunca visitamos, eso que intuimos y que no cesa, eso que queda
a un lado del camino, como la carroña, y que demanda un relato a la altura
de su propia descomposición.

Octavio Escobar Giraldo nació en Manizales, Colombia en 1962. Es médi-
co y profesor de Literatura en la Universidad de Caldas. Tras la compila-
ción de sus cuentos premiados en El color del agua, publicó El último diario de
Tony Flowers, un libro que los amantes de las clasificaciones definitivas han
calificado de literatura latinoamericana posmoderna. Ahí es nada. Es
autor también de otra novela negra, Destinos intermedios (2010). En 1997
recibió el Premio Nacional de Literatura por De música ligera, en 2002 ganó
el Premio Nacional de Cuento de la Universidad de Antioquía por Hotel en
Shangri-La, y la Bienal Nacional de Novela «José Eustasio Rivera» por El
álbum de Mónica Pont. Escobar tiene un cuento, El perro del guardián, cuyas
primeras líneas pueden darles una idea del talante al que se están enfren-
tando:

«Antes de recibir la corona, una de nuestras reinas de la belleza fue
importunada con la siguiente pregunta: “¿Si usted estuviera en un museo y
se declarara un incendio, qué salvaría: La Gioconda o al perrito del guar-
dián del museo?”. Es famosa la impecable respuesta de la futura soberana
de los colombianos: “Al perrito, porque también son seres humanos”».

Da gusto leer a Escobar Giraldo.

239

Graham Greene

Brighton Rock (1938)

Esta guía contiene ausencias notables. Algunas, supongo,
completamente imperdonables. Graham Greene no será una
de ellas, desde luego, pero sí su obra El tercer hombre. La mayoría
de ustedes pensará que Greene debe estar en esta guía. Yo les pregunto:
¿con qué obra? No con las de corte teológico, eso está claro. A todos nos
admira el británico y pocos dudan de la calidad de El revés de la trama, El
poder y la gloria o El fin de la aventura, pero esas piezas pertenecen al lado
salvaje de Graham Greene y quedan algo lejos de nuestros intereses. Gree-
ne debe estar en cartel con algunas de sus novelas de entretenimiento, tal
como él mismo gustaba de designarlas: novelas policiacas y de espionaje,
en las que el escritor británico homenajea a Eric Ambler decorando la intri-
ga y el suspense con un talento para el pliegue psicológico ciertamente
inusual. ¿Qué obra, entonces? Les oigo alto y claro diciendo al unísono: «El
tercer hombre, El tercer hombre… ¡Fantástica, El tercer hombre, redonda…!»
Pero me temo que no va a poder ser… Me quedo con Brighton Rock. ¿Cómo
dice? Que me quedo con Brighton Rock. ¿Por qué? Muy sencillo: llevo no sé
cuántas páginas peleándome con el cine y no voy a permitir que, precisa-
mente ahora y con Graham Greene, el celuloide me haga besar la lona. El
tercer hombre es una novela de Graham Greene. Es cierto. Una buena nove-
la. Pero la película de Carol Reed, con guión de Korda y del propio Greene,
protagonizada por Wells y Cotten es mucho mejor, y me niego a incluir en
esta guía un libro que esté por debajo de su versión cinematográfica.
Teniendo en cuenta que Graham Greene es uno de los mejores escritores
de literatura de espionaje de todos los tiempos, supongo que podremos
encontrar otro título que no esté supeditado a absolutamente nada. Ese
título es Brighton Rock. Por cierto, eso de que la película supera a la novela
no lo digo yo, lo dice Greene en el prólogo a una de sus ediciones inglesas:
«El filme, en realidad, es mejor que la novela, porque es, en este caso, la
novela en su forma definitiva». Greene escribió la novela para que se con-
virtiera en película. Y eso, amiguitos, siempre se nota.

240

Brighton Rock sigue siendo uno de los mejores ejemplos de literatura
criminal y urbana de la narrativa universal. Greene escribe para entretener,
o al menos eso dice, pero no puede evitar constantes escarceos con la fe
católica, la filosofía, la culpa, el resentimiento, las contradicciones del ser
humano y su extrema fragilidad, la violencia, el odio, el ansia. Pinkie, el
protagonista de esta obra, es un joven gánster que bucea como puede por
los bajos fondos de Brighton, y que pelea como un héroe griego por no
sucumbir a los designios de fuerzas mayores que lo bandean como a un
pelele. Un delincuente de altos vuelos aparece en la ciudad y amenaza con
poner en peligro su pequeño imperio. Pinkie asesina a un periodista en los
primeros compases de la novela y su poder parece estabilizarse, hasta que
entra en juego la figura magistral de Ida Arnold, una mujer decidida a desve-
lar la verdad y vengar el asesinato de un hombre al que alguna vez tuvo la
oportunidad de conocer. Un personaje redondo y ambiguo, confuso y con-
tundente, que equilibra la trama y hace de perfecto contrapeso al terrible
gánster Pinkie. ¿Lo mejor? Lo de siempre: el conflicto moral, la imposibili-
dad de salir vencedor en este juego perverso que unos llaman el universo y
otros la biblioteca y otros el viaje alucinante. ¿Lo segundo mejor? Que
Graham Greene se parece al inmenso Chesterton en un detalle importantí-
simo: mucho idiota se queda en el cliché y decide no abrir las páginas de un
escritor religioso y católico, no vaya a ser que se le contagie algo. Lo segun-
do mejor es el tratamiento de la fe desde el interior de personajes complejos
y maravillosamente elaborados, en cuyo interior la angustia (creyente y no
creyente) se perfila como un accidente de la miseria elemental que atraviesa
al género humano. Gran literatura sin proselitismo. Literatura de entreteni-
miento que, en manos de Greene, funciona como un laboratorio o un cua-
derno de viajes: la plataforma que nos permite pensar despacio sobre aque-
llo que nos incumbe y nos derrota.

Henry Graham Greene (Berkhamsted, Hertfordshire, 2 de octubre de 1904
– Vevey, Suiza, 3 de abril de 1991) fue un escritor, guionista y crítico británi-
co, cuya obra explora la confusión del hombre moderno, tratando asuntos
política o moralmente ambiguos en un trasfondo contemporáneo. Sensible
e hiperestésico desde muy niño, Greene intentó suicidarse un par de veces
debido a sus experiencias en el internado. Estudió Historia Moderna en

241

Oxford, donde bebió hasta caerse muerto. Trabajó durante años como
periodista y, probablemente, toda su obra literaria proceda de su pasión por
la aventura y los viajes. Sus relaciones con los servicios de inteligencia britá-
nicos han dado lugar a las especulaciones más alucinantes. Tuvo numerosas
amantes en sus ratos libres y solía sentarse a conversar con T. S. Eliot, Her-
bert Read, Evelyn Waugh, Alexander Korda, Ian Fleming y Noel Coward.
Al final de su vida perdió la fe. Nos ha dejado algunas frases memorables:
«Nunca convencerás a un ratón de que un gato negro trae buena suerte».

Rodrigo Rey Rosa

Que me maten si… (1997)

Rodrigo Rey Rosa salió una tarde de su casa en Guatemala,
tomó un taxi en dirección al aeropuerto y se subió a un avión
con destino a Nueva York. Cuando llegó a Nueva York, Rey Rosa
se matriculó en un taller de escritura y conoció a Paul Bowles. Paul Bowles le
dijo:
—¡Madre mía, Rodrigo! ¿Qué llevas debajo del brazo?
—Estos son mis libros, Paul —dijo Rodrigo—. ¿Quieres leerlos?
—¡Claro! —dijo Paul Bowles—. Los leo y te llamo.
Y cuando por fin Paul Bowles levantó el auricular de su teléfono domés-
tico y llamo a Rodrigo Rey Rosa, le dijo:
—¡Madre mía, Rodrigo! Eres un maestro del relato y tus novelas pare-
cen salidas de un lugar en el que me gustaría pasar un par de meses antes de
morir o de seguir escribiendo. ¿Te importa que traduzca al inglés toda tu
obra?
—En absoluto, Paul —dijo Rodrigo—. Será un honor para mí.
—Lo mismo digo, Rodrigo.
Fin.
Supongo que no les basta con saber que la calidad literaria de Rodrigo

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Rey Rosa convirtió al mismísimo Paul Bowles en un mediador y en un balse-
ro, que es lo que suele decirse de los traductores. Son ustedes exigentes. Lo
comprendo. En todo caso, si no se fían de Bowles ni de mí, fíense de Roberto
Bolaño, que es tan bueno como Bowles y que ha leído un poco más que cual-
quiera de nosotros y dice cosas como éstas: «Los cuentos de Rodrigo Rey
Rosa no los ha escrito nadie en lengua castellana. Antes que él hay grandes
cuentistas, incluso un cuentista genial, que es Borges, pero los cuentos de Rey
Rosa nadie los ha escrito. Son absolutamente propios. Creo que Rey Rosa es
un autor que será estudiado dentro de cincuenta años. Lo tendrán como un
verdadero renovador del relato corto. Los territorios donde se mueve son
territorios que únicamente le pertenecen a él y a su tradición, a lo que lleva
detrás. Porque, desde luego, él no nace sabiendo escribir».

Olvidémonos del futuro por un instante y centrémonos en el tiempo
muerto de la literatura, es decir, en el presente y en el pasado. Los territorios
de los que habla Bolaño son, desde luego, territorios formales, pero también
apuntan a una experiencia histórica concreta, la de Guatemala, y a un desti-
no inexorable, el de la literatura de denuncia que delata, condena, maldice y
escupe sobre los mecanismos de violencia brutal, corrupción política, bar-
barie, desinformación, ignorancia y abusos de poder que caracterizan el
pasado y el presente de la sociedad guatemalteca. Como en el caso de Esco-
bar Giraldo, Rey Rosa apuesta por los parámetros de la novela policial y la
intriga criminal para denunciar (lean El material humano, sentados, a ser
posible, y en un momento de agilidad vital) las múltiples ciénagas de su país
de origen, desde la matanza impune de civiles por parte del ejército hasta las
estrategias de manipulación de masas de los gobiernos. La historia nos lleva
desde Inglaterra a Guatemala mediante la voz entrecortada y plural de
varios personajes, entre ellos Emilia, una joven integrante de una red de
espías que investiga las actividades de oscuros personajes relacionados con
el poder. Del mismo lado que la espía trabajan tres jóvenes de escasos escrú-
pulos y una pareja de ancianos británicos. Emilia está rodeada por las histo-
rias de Ernesto, un militar que decide abandonar el ejército; su padre, que lo
anima a hacerlo debido a los rumores sobre abusos cometidos en terreno
marcial contra los civiles; Pedro, amigo de Ernesto involucrado en el tráfico
de drogas y diversas corruptelas y Lucien, escritor británico de libros de
viajes. Todos ellos son modificaciones de un mismo tempo, un idéntico

243

temblor de tierra bajo nuestros pies, una sacudida infame que Rey Rosa
llama brutalidad, corrupción y barbarie y de la que nunca nadie podrá
librarse.

Rodrigo Rey Rosa nació en Guatemala en 1958. Tras acabar los estudios en
su país, residió en Nueva York y posteriormente en Tánger. En Estados Uni-
dos, donde se instaló tras abandonar Guatemala debido al ambiente de vio-
lencia y crispación, se matriculó en una escuela de cine, pero no llegó a termi-
nar sus estudios. Conoció a Paul Bowles en su taller de escritura. Éste le tra-
dujo sus tres primeras obras al inglés, lo que le permitió darse a conocer en el
mundo anglosajón. Además de escritor, Rodrigo Rey Rosa se ha dedicado a la
traducción al español de obras literarias, entre otras, las de este escritor y
compositor norteamericano. Algunos títulos del escritor guatemalteco han
sido además traducidos a otras lenguas, como el francés y el alemán. Perdo-
nen que insista con Bolaño, pero es que le echo de menos y, además, sus
palabras tienen la precisión de un francotirador apostado en lo más alto de la
Bodleian Library: «Rodrigo Rey Rosa es el escritor más riguroso de mi gene-
ración y al mismo tiempo el más transparente, el que mejor teje sus historias
y el más luminoso de todos». Un hombre, al parecer, «que cree en la vida
como sólo creen los niños y los que han sentido la presencia de la muerte».

Patricia Highsmith

El talento de Mr. Ripley (1955)

Puedo prometer y prometo que Patricia Highsmith forma
parte de algunos de mis mejores recuerdos veraniegos. Patricia
es el sol, las tormentas del Pacífico, la resaca en los pies en las
playas de Acapulco, el paseo en barco hasta los riscos que sirven de trampolín
a los clavadistas mexicanos. El talento de Mr. Ripley me acompañó durante
años, cada uno de los veranos en que recorrí de parte a parte todas las costas

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de México. No me pregunten por qué. Llegaba julio y yo empaquetaba mi
vida y me subía en un avión y procuraba no olvidar dos ejemplares leídos y
releídos durante años que, por alguna extraña razón, me reclamaban nada
más pisar el aeropuerto de Juárez en el DF: El talento de Mr. Ripley, de Patricia
Highsmith y la biografía de Raymond Chandler escrita por Frank Macshane.
La biografía la leía en la playa. La novela en cualquier parte. Conocía Extraños
en un tren, pero nunca sucumbí a su prosa del mismo modo en que sucumbí
al encanto dúplice y cómplice de esta criatura hedonista, impactante y amo-
ral que es el señor Tom Ripley. Tom es un vividor norteamericano de buenas
maneras, un preppy en toda regla, que viaja por encargo a Italia con el fin de
localizar al hijo de Mr. Greenleaf, Dickie, y persuadirle de que vuelva a casa
con su familia. Dickie vive en Sicilia y, a juicio de su padre, está desperdician-
do su vida y olvidando sus responsabilidades en Nueva York. Tom no lo duda
ni un instante y se embarca rumbo a Europa ilusionado con la idea de poder
aprovecharse del viejo y llevar en Italia una vida semejante a la de Dickie. Sin
embargo, poco después de encontrarse con él y con Marge, se crea entre
ellos una tensión creciente de crueldad emocional y sexual que termina con
el asesinato de Dickie a manos de Tom. Ripley se deshace del cadáver y asu-
me la identidad de Dickie, dispuesto a eliminar a cualquiera que pueda
desenmascararle. Cuando la policía comienza a sospechar, Ripley recupera
su identidad y comienza a construir el relato de lo que supuestamente le pasó
al hijo de Mr. Greenleaf. Un relato que es como un artefacto musical, hipnó-
tico e implacable, y que acaba por convencer de la inocencia de Ripley tanto
al lector como a cada uno de los personajes.

Tom Ripley aparece en novelas posteriores: La máscara de Ripley, El juego
de Ripley, Tras los pasos de Ripley y Ripley en peligro. En mi opinión, ninguna de
ellas comparable con la primera, donde asistimos a la gestación de una de las
personalidades más desconcertantes de la historia de la novela negra, policial
y detectivesca. Este año he vuelto a leer El talento de Mr. Ripley. Un muchacho
mexicano estaba a punto de hacer un clavado en la roca de la bahía de Aca-
pulco, vertical de treinta metros, peligro de muerte, la tensión acumulada y
el mar golpeando la barcaza. Fui incapaz de separar los ojos del libro. Sucede
muy poco, pero a veces todas las cosas quedan subordinadas y en segundo
plano y se convierten en un accidente de la literatura. El peligro más próxi-
mo o la belleza no son más que un accidente de la narración.

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Mary Patricia Plangman nació en Texas en 1921 y murió en Suiza en
1995. Alguna vez fantaseó con la idea de apuñalar a su madre, como
todos. La señora había intentado abortar ingiriendo aguarrás durante el
embarazo de Patricia. Conoció a su padre a los doce años. Se trasladó con
su madre y su padrastro a Nueva York y comenzó a escribir muy pronto,
asediada por los fantasmas de la vergüenza, la venganza, la culpa, el cri-
men y el castigo. Estudió Literatura Inglesa, Latín y Griego. Alcohólica y
misántropa, según algunos, Highsmith escribió más de treinta libros,
entre ellos dos gloriosos —Extraños en un tren y El talento de Mr. Ripley— y
nunca se cansó de repetir que prefería la compañía de los gatos y los cara-
coles a la de los seres humanos.

Ira Levin

Un beso antes de morir (1953)

Una vez me desperté borracho en la trastienda de un café berli-
nés. Un bar del Este dirigido por un grupo de intelectuales inso-
portables que había tenido la genial idea de combinar el alcohol, el ping-
pong y el cine independiente. Los viernes había sesión norteamericana. Max
y yo solíamos llegar a eso de las nueve de la noche. Bebíamos cerveza, jugába-
mos al ping-pong en la mesa situada en mitad del local con el resto de los
curiosos y, sobre las diez y media, nos adentrábamos en la parte trasera del
bar y nos acomodábamos en el habitáculo, un espacio pequeño e improvisa-
do con aforo para unas veinticinco personas. Las butacas eran sofás o sillones
enormes, muy antiguos, algunos verdaderamente sucios. Los clientes entra-
ban y salían durante la proyección. La pantalla era enorme. El Ping-Pong-
Bar. Un clásico del barrio turco. El caso es que una noche me quedé dormido
viendo una película en la que aparecía John Cassavetes, que años después se
convertiría en mi confesor y en mi hermano, mi única esperanza junto con
Bergman, Peckinpah y Woody Allen. Cassavetes interpretaba el papel de un

246

piloto de carreras enamorado de Angie Dickinson en The Killers, adaptación
cinematográfica de una novela de Hemingway realizada por Rod Steiger.
Recordé haber visto a ese tipo joven y guapo en un peliculón de Roman
Polanski, Rosemary’s Baby. Y recordé que Roman Polanski había leído un
libro de un tal Ira Levin antes de rodar lo que me pareció un pedazo del cielo
y del infierno al mismo tiempo, una pieza magistral del creador de El inquili-
no, Frenético y Repulsión. Abrí los ojos en la trastienda del Ping-Pong Bar y me
pregunté si existiría algún tipo de conexión invisible entre Cassavetes, Polans-
ki, Ira Levin y Berlín. Decidí leer el libro de Levin en busca de alguna respues-
ta. No encontré nada. Nada en absoluto. Pero leí el libro de Levin y me pare-
ció que Polanski tampoco era para tanto. Al fin y al cabo, el relato era una
obra maestra de proporciones olímpicas. Tan solo había que estar a la altura
e imitar el modelo. Jugar a ser Dios.

Ira Levin pasará a la historia del cine y de la literatura por Rosemary’s
Baby. Me parece muy bien. No tengo nada en contra. Ya les he dicho que el
libro me pareció un milagro. No obstante, me preocupa la posibilidad de que
los lectores caprichosos y los amantes del cine se queden en la superficie de
este libro y no descubran el que, a mi juicio, es el gran regalo del escritor
estadounidense a los lectores caprichosos, a los amantes del cine y a los con-
servadores del museo de la novela negra: Un beso antes de morir, de 1955, la
historia de Bud Corliss, un joven atractivo y extremadamente ambicioso que
asesina a su novia Dorothy Kingship haciendo que su muerte parezca un
suicidio. ¿Por qué la mata? Por dinero. Porque la chica se ha quedado emba-
razada y eso bloquea de inmediato todas las posibilidades del buscavidas de
acceder a la fortuna de los Kingship. El padre, en efecto, la hubiera deshereda-
do en menos de lo que canta un gallo (graciosa expresión). La hermana de
Dorothy, Ellen, no cree la historia del suicidio y comienza a investigar por su
cuenta. Pero entonces conoce a Bud, de quien ignora su pasado, e inicia una
relación sentimental con él. Una obra maestra que le valió a Levin el Premio
Edgar Allan Poe en 1954 y que ha sido llevada al cine en dos ocasiones. Me
hubiera gustado ver la versión protagonizada por Robert Wagner en aquella
trastienda. Aún no entiendo el papel de John Cassavetes en todo esto.

Ira Levin nació en Nueva York en 1929 y murió allí mismo en 2007. Hijo de
un comerciante judío. En la Universidad de Nueva York se licenció en Filoso-

247

fía e Inglés, tras lo cual se enroló en el ejército a comienzos de los cincuenta.
Empezó su carrera como guionista para televisión, estrenando después No
Time for Sergeants, una obra de teatro de Broadway que adaptaba la novela
homónima de Mac Hyman. Levin fue conocido principalmente por sus
novelas de intriga, como Bésame antes de morir. Trampa mortal, escrita poco
después, es su obra de teatro más famosa, con la que obtuvo un importante
éxito en Broadway. Otras dos novelas suyas, que fueron además llevadas al
cine con gran éxito, son Rosemary’s Baby y The Boys from Brazil .

Andreu Martín

Corpus delicti (2002)

Platón y yo nos hemos llevado a la gresca desde el instituto,
pero lo cierto es que el tipo sabía escribir. Escribía muy bien, sí
señor, y contaba historias preciosas. Supongo que la clave de
todos mis rencores está en que no soporto lo que me fascina. La clave, como
decían Emile Cioran, Javier Cercas y John Keats, está en saber si nos atreve-
mos o no a ser felices, si estamos a la altura de lo que nos gusta y nos seduce.
Platón me ha arruinado la vida, como el cine, pero la verdad es que el cabrón
escribía que da gusto. Todas las fantasías post mortem y muchas de las ante
mortem tienen calado platónico —la puñetera historia de la media naranja
también—. Antes de nacer, las almas lo saben todo. La existencia no es más
que sufrimiento y olvido, cárcel, tumba y prisión. Antes de nacer, las almas
de los hombres que serán perecederos pueden elegir sus propios destinos,
seleccionar sus vidas futuras como si se tratara de un coche, una casa o un
pantalón vaquero. A la gresca, ya les digo. Yo me imaginaba a un enjambre
de espíritus luminosos apelotonados frente a las moiras, una muchedumbre
enfurecida y en silencio batallando a codazo limpio por las más porciones
más jugosas. Me imaginaba las almas luchando cuerpo a cuerpo y me pre-
guntaba si alguna vez, en vida, si alguna vez más tarde y en el mundo de los

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mortales, esas almas tendrían la más mínima posibilidad de reconocerse
entre sí; si, al cruzarse por azar en un paso de peatones, el alfarero y el médi-
co sentirían un escalofrío recorriéndoles todo el cuerpo. Me preguntaba, en
fin, si en esas dimensiones platónicas de la vida antes de la vida y la vida des-
pués de la muerte, nos topamos o no con quienes alguna vez, más tarde,
cumplirán un papel determinante en nuestra biografía.

Andreu Martín ha fantaseado alguna vez con los mitos de Platón. Entre
sus muchas y espléndidas creaciones, les sugiero que se fijen en Corpus delicti,
unas falsas memorias escritas por un personaje que fue tan real como su
enfermedad mental y todos sus crímenes: John George Haigh, conocido
como el vampiro de Londres. Haigh nació en Inglaterra en 1910 y murió
ajusticiado en la horca en 1949. Creció en el seno de una familia pertenecien-
te a la secta Playmouth, una hermandad extremadamente puritana que
consideraba cualquier implicación de modernidad como un instrumento del
demonio para corromper al hombre. Cuando era niño, John tenía un sueño
recurrente: se veía a sí mismo caminando hacia el interior de un bosque de
crucifijos que se transformaban paulatinamente en árboles. Las ramas des-
nudas derramaban gotas de rocío. John se acercaba a los árboles y comproba-
ba que, en realidad, las gotas no eran de lluvia sino de sangre. A su alrededor,
comenzaban a abrirse heridas en los troncos y de ellas manaban abundantes
flujos de líquido rojo y espeso. A lo lejos, una figura distorsionada sostenien-
do una copa se acercaba a él recolectando sangre de los árboles hasta llenarla.
Cuando por fin estaba llena, la figura siempre se la ofrecía a John y le ordena-
ba beberla. John estaba aterrorizado. Deseaba escapar pero, al mismo tiem-
po, sentía una poderosa sed, una sed insaciable que le empujaba a ingerir el
contenido de la copa. Esa sed le acompañó durante toda su vida. Muchos de
sus crímenes no tenían otro objetivo que el de degollar a sus víctimas para
poder beber su sangre directamente del cuello seccionado. Lo capturaron
después de que asesinara a una viejecita en una bodega, le chupara la sangre
e hiciera desaparecer su cuerpo en ácido sulfúrico. El cuerpo del delito.

¿Pero qué tiene todo esto que ver con Platón? El vampiro de Londres
fue ahorcado en 1949. Andreu Martín nació en 1949. El escritor catalán ha
declarado en alguna ocasión que Corpus delicti, «nació como un juego, el reto
personal de ponerme la máscara de John George Haigh, que fue ahorcado el
mismo año que yo nací, por lo que posiblemente nos cruzamos en el cami-

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no». Posiblemente, como un alma que busca piso nuevo o pide un taxi a la
centralita. En cualquier caso, si unimos la fascinación propia de esta trucu-
lenta historia a la destreza narrativa y el oficio siempre excelente del escritor
barcelonés, lo que nos queda es uno de esos libros que podríamos leer una y
otra vez sin descanso, uno de esos libros que ya hemos leído y recordamos y
tenemos bien localizado en la biblioteca de nuestros hogares. Un libro que
acariciamos muy despacio con los dedos, cautelosamente, con miedo, un
libro afilado que visitamos de noche y que duerme como un animal giron-
diano: «noches en las que súbitamente se comprende que no hay ternura
comparable a la de acariciar algo que duerme».

Andreu Martín nació en Barcelona en 1949. Estudió Psicología. Domina la
obsesión, la psicopatía y la locura, al menos la de sus personajes. Desde muy
niño le fascinaron las historietas. Entre 1971 y 1979 trabajó como guionista
de cómic y colaboró en numerosas revistas. Terminándose ya la década de
los setenta escribe su primera novela, Aprende y calla, con la que inició un
largo camino en el género negro. Entre sus obras destacan Prótesis, Si es no es,
Espera, ponte así, Barcelona Connection, El hombre de la navaja y Bellísimas perso-
nas. Con el escritor y amigo Jaume Ribera ha escrito la inolvidable saga del
detective Flanagan.

Alan Moore / Eddie Campbell

From Hell (1998)

Yo he hecho muchas cosas durante el insomnio. La mayoría de
ellas desesperadas. Nunca he sabido sacarle partido a esas
noches blancas e interminables. Por lo general, soy incapaz de leer o
escribir. No quiero hablar por teléfono. Las películas me exasperan. El sexo
me entristece. Siempre salgo a la calle a caminar y a blasfemar y me fumo dos
o tres cigarrillos antes de volver a casa. No me consuelan las páginas de Cio-

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ran. El insomnio es una mierda. Punto. El insomnio es un destino, el tormen-
to más sofisticado del catálogo. Cuando vivía en el Norte y era incapaz de
pegar ojo durante los meses de invierno, la idea de caminar quedaba inme-
diatamente descartada. El frío era insoportable incluso para un insomne. Me
quedaba en casa dando vueltas como las panteras en los sueños de H. y curio-
seaba entre los libros del dueño, que no era yo. El tipo tenía una buena colec-
ción de libros y, entre ellos, algunos cómics. A mí no me gustan los cómics.
No soy un buen lector de cómics. Tengo prejuicios y, además, carezco del
entrenamiento y el apetito necesarios para disfrutar de un cómic. Entre
aquellos títulos encontré un volumen más bien grueso firmado por Alan
Moore y Eddie Campbell: From Hell. Lo extraje de la estantería pensando en
las afinidades nocturnas, preguntándome qué es lo que procede del infierno
y de dónde procede el insomnio. Me puse a leer desordenadamente, como
un niño que escucha por primera vez a un grupo de extranjeros. Tardé en
comprender la textura visual y el entretejimiento narrativo del conjunto.
Cuando por fin lo conseguí, estaba dentro de una cueva oscura y rodaba
cuesta abajo por una pendiente dolorosa y deliciosa al mismo tiempo. Estaba
atrapado. El insomnio parecía un recuerdo del pasado.

Tendrán que perdonarme los puristas de ambos bandos. Los lectores
de cómics, por la intromisión y el abuso. Los lectores de novela negra y
policial, por el desliz y el capricho de colar entre mis páginas un volumen
con viñetas y dibujitos. Bueno, verán: a los adictos al cómic les diré que,
además de las bondades gráficas de From Hell, resulta que el guión de esta
historia y el modo de exponerla me parecen dignos de cualquier aproxima-
ción medianamente seria al universo del crimen y del relato del crimen.
Con eso debería bastar, pero voy a ir un poco más lejos. Uno se pone a escri-
bir sobre novela negra y se olvida sin querer de que, como ya enseñara
Walter Benjamin, el formato es la revolución. El cómic de Alan Moore y
Eddie Campbell no debería ser circunscrito a los límites del relato gráfico
por la sencilla razón de que desborda cualquier encasillamiento, porque,
precisamente gracias a su formato, consigue explorar regiones del género
negro y detectivesco a las que, obviamente, no llegan ni la literatura ni el
cine. A los adictos a la novela, en cambio, les aconsejo que dejen de fruncir
el ceño y que lean, que es lo que saben hacer y lo que en realidad les gusta.
From Hell es una novela gráfica donde los mejores rasgos del género coinci-

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den en un escenario magistral e insólito para el lector ajeno al mundo del
cómic. Se ven más cosas. Se sienten muchas más cosas.

From Hell constituye una versión de la historia del célebre Jack el Destri-
pador, un asesino de identidad difusa que ha alimentado el bolsillo y el imagi-
nario de todo el siglo XX. Una versión, por cierto, bastante desquiciada, en la
que los asesinatos de las prostitutas londinenses deben ser encuadrados en
una estratagema masónica para encubrir el nacimiento de un hijo ilegítimo
del príncipe Alberto, duque de Clarence y nieto de la reina Victoria. Todo
ello de la mano del inspector Abberline, encargado de investigar el caso. El
propio Moore se distancia de la interpretación masónica en el prólogo del
libro, si bien reconoce que le sirvió como estímulo para poner el relato en
movimiento y contar lo que verdaderamente importa: el contraste radical
entre las clases altas de la Inglaterra victoriana y la pobreza infernal de los
trabajadores asalariados, así como el modo en que la brecha salvaje instalada
en la Inglaterra del siglo XIX se traduce en la brutalidad, el crimen y la barba-
rie. Londres es el infierno, y no solamente el hombre que empuña un cuchi-
llo para destripar a un grupo de prostitutas que, al parecer, conocen el secre-
to del príncipe Alberto. El relato es largo y tortuoso, los dibujos generan una
atmósfera angosta, asfixiante e irresistible. Cualquier alma cándida que
alguna vez haya pensado que un cómic es una obra ligera, facilona y menor
concebida para el deleite inofensivo de la mirada neutra o el puro entreteni-
miento, que abra From Hell y descubra el grado de sofisticación que pueden
alcanzar los canales expresivos que nos rodean.

Alan Moore nació en Inglaterra en 1953 y es uno de los guionistas más
importantes de la historia del cómic. Tras ser expulsado del colegio, Moore
pasó varios años trabajando antes de iniciar su carrera como historietista a
finales de los años 70. Hizo ilustraciones para publicaciones más o menos
underground y para revistas de música como Sounds y NME. En 1986 hizo
temblar los cimientos del mundo del cómic de superhéroes con una aproxi-
mación realista en la serie Watchmen, que se convertiría en una de las obras
más destacadas de la década. Posteriormente realiza varios trabajos para las
series de Batman, Wild C.A.T.S., Violador, Supreme, además de otros muchos
cómics independientes. Actualmente, Moore se ha convertido en una leyen-
da por su misantropía e inaccesibilidad. Es ciego de un ojo y sordo de un oído.

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Eddie Campbell nació en Escocia en 1955. Es ilustrador y dibujante de
cómics. Creador, junto con Moore, de From Hell y mundialmente conocido
por Alec y Bacchus, una serie de historias sobre un puñado de antiguos dioses
griegos que viven entre nosotros y que voy a comprarme en cuanto salga de
aquí. Campbell ha sido sistemáticamente ensombrecido por la figura de
Moore y definido como el dibujante malo de From Hell, una novela gráfica
con un dibujo insoportable y un guión espléndido. Yo no tengo ni idea, pero
me parece que el tipo de historia, el tono de la narración, el contenido y la
agresividad tenebrosa del guión de From Hell sólo pueden ser retratadas con
un diseño como el de Campbell.

Manuel Vázquez Montalbán

Tatuaje (1974)

El doctor Nietzsche, gallardo e implacable, disertó en el prólo-
go a La Gaya Ciencia y Ecce homo sobre la necesidad de convertir
el vino, la comida, la lectura y otras maravillas cotidianas en obje-
to de reflexión filosófica y narración literaria. Hasta ahora, dice Federico,
todo lo que nos ha hecho vivir carece de historia. Fisiología del gusto, afir-
man los franceses. Gastronomía y letras o cómo justificar la existencia ante
un filetón argentino y un bacalao al ajoarriero. Cosas que valen la pena.
Pequeñas cosas que hacen que la vida valga la pena de ser vivida. Aprender a
designar el contexto propicio para relatarlas, mimarlas y consumirlas. Un
libro, por ejemplo. Una conversación. La lectura y el hambre reunidas en la
figura de un escritor o de un orador de olfato y buen paladar, omnívoro. Un
escritor debe ser omnívoro. Un lector, en cambio, selecto y cuidadoso.
Nietzsche siempre me pareció un escritor omnívoro. Se te come las manos
hasta el muñón mientras sostienes muchos de sus libros. Nietzsche me
recuerda a Manuel Vázquez Montalbán. Omnívoros, arrasando en la narra-
ción. Selectos, cuidadosos en la elección de los temas, los platos y las lecturas.

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