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Héctor Malverde - Guía De Novela Negra

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Published by @editorialsonar, 2021-03-19 19:01:24

Héctor Malverde - Guía De Novela Negra

Héctor Malverde - Guía De Novela Negra

sabiduría popular. Jaritos recorre las calles de una Atenas pre y post-
olímpica a bordo de su Mirafiori, mientras su mirada crítica y, según él
mismo afirma, brechtiana, descubre una ciudad en la que imperan la
corrupción, el racismo, el amiguismo y la dejadez. El pan nuestro de cada
día. En Muerte en Estambul, el comisario viaja con su mujer a la capital turca
y allí se verá envuelto en la desaparición de una anciana griega que no
tardará en convertirse en un caso de asesinato. Jaritos tendrá que trabajar
con el suspicaz comisario turco Murat, e irá internándose en la pequeña
comunidad que conforman los griegos que todavía, tras el éxodo masivo
que protagonizaron en 1995, permanecen en la ciudad. Un interesante
recorrido geográfico, histórico y político por la delgada línea que une y
separa las tradiciones turca y griega de la simpática mano de un especialis-
ta en Bertolt Brecht que se ha convertido en un verdadero fenómeno
comercial en toda Europa.

Petros Márkaris nació en Estambul en 1937 de madre griega y padre
armenio (siempre que oigo hablar de Armenia me acuerdo de Saroyan,
que Dios lo tenga en su gloria o que, al menos, le deje sentarse cerca de
Salinger en las fiestas de cumpleaños). Estudió Economía en Grecia,
Turquía, Alemania y Austria antes de especializarse en la cultura alemana
y dedicarse a la traducción de autores como Bertolt Brecht, Thomas
Bernhard o Arthur Schnitzler. Ha colaborado asiduamente con el director
de cine Theo Angelopoulos, pero lo que le ha dado fama han sido las
novelas de género negro protagonizadas por el teniente Jaritos.

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Barbara Nadel

Aguas profundas (2002)

Barbara Nadel se queda en esta guía por varias razones, pero
sobre todo por una: Estambul. ¿Como la Venecia de Donna
Leon y el Boston de Lehane? ¿Igual que el LA de Chandler o el
Baltimore de Simon? ¿Acaso basta con elegir una ciudad y llenar unas cuantas
decenas de folios para convertirse en un buen escritor de negra y criminal?
Claro que no, por Dios. Pero reconocerán ustedes que cuando les digo Leon y
Venecia, Simon y Baltimore, Chandler y LA, sus códigos culturales y sus
hábitos estéticos proyectan imágenes con facilidad y con facilidad exploran el
terreno. Estambul es otra cosa. Estambul se escapa un poco más, se nos
desliza entre los dedos. Estambul nos desorienta y enfatiza toda trama
detectivesca bien construida. Potencia el desconcierto. Aumenta la tensión y
el deseo. Barbara Nadel está en esta guía y espero que en muchas otras
porque ha llevado la novela negra de calidad a las calles de Turquía y no ha
sucumbido en el intento. Más bien todo lo contrario. Ha vencido. Se ha
quedado. Ha creado al detective Çetin İkmen y a sus colegas Mehmet
Süleyman, Balthazar Cohen y el armenio Arto Sarkissian. Es muy probable
que cuando hayan leído tres o cuatro libros de Nadel se sientan como en casa,
pero en una casa de la que uno nunca quiere salir, una casa a la que les invito a
entrar de la mano de Aguas profundas. El cadáver del joven Rifat aparece
decapitado en las aguas del Bósforo. Durante su investigación, el inspector
İkmen se ve arrastrado por una trama de antiguas vendettas que le revelarán
secretos de su propia familia. La intriga aumenta cuando el forense encuentra
una herida en el cadáver que evidencia la extirpación de un riñón. Este hecho
guía al equipo de investigadores policiales por las profundidades y los
entresijos de clanes, mafias y personajes extraños. Por la ausencia de huellas
dactilares del muerto y sin ninguna pista fiable, el inspector İkmen y su
equipo siguen el rastro del órgano que sospechan fue vendido por dinero.

Barbara Nadel nació en Londres en fecha indeterminada. Se licenció en
Psicología y ha trabajado durante años en hospitales con enfermos esquizo-

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frénicos y delincuentes con trastornos mentales. Ha colaborado con la
National Schizophrenia Fellowship y en su obra queda patente su experiencia
y conocimiento de los límites de aquel invento no sé si griego o moderno que
fascinara y encabritara al bueno de Michel Foucault: la Razón.

Jo Nesbø

Némesis (2009)

Petirrojo. Ahí comienza mi relación de amor con Jo Nesbø.
Más que de amor, de pasión, de lujuria. Me gusta mucho
esta estrella del rock noruego. Me gusta tanto que, después
de leer Petirrojo, me prometí no volver a abrir un libro de
Nesbø y anular la posibilidad de la decepción. Siempre hago lo mismo. Lo
hice con Cien años de soledad y con Ada o el ardor. Lo hice con Corrección de
Thomas Bernhard y con La invención de Morel. En ninguno de los casos
anteriores conseguí contener la curiosidad. Decidí arriesgarme y seguir
leyendo. Me alegro de haberlo hecho en el caso de Bernhard y Nabokov.
Me arrepiento profundamente en el de García Márquez y Bioy Casares.
¿Con Jo Nesbø? Me arriesgué, como digo, y me alegro infinitamente de
haberlo hecho, porque lo que me esperaba tras el temblor de piernas era
Némesis. El titulo está ya un pelín manido, pero me puede lo griego, como
ya habrán intuido. Lo griego y lo escandinavo.
Némesis: el detective Harry Hole contempla la grabación de la
cámara de un banco. En ella, un atracador encañona con una pistola al
director de la sucursal y le dice que tiene 25 segundos para abrir la caja. El
tipo se entretiene 6 segundos más de la cuenta y el atracador le vuela la
cabeza. Junto a su inexperta compañera, Beate Lønn, Hole intentará dar
con la pista del criminal. El problema es que la vida sigue, que la vida no
espera ni perdona y que se acomoda y se engolfa en hábitos tan típicos
como el alcohol. El problema es que Harry Hole cree estar recuperando el

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concierto de su propia vida marital con la guapa Rakel hasta que el pasado,
que no tiene escrúpulos, llama a su puerta en la forma de una ex novia que
le invita a cenar. Hole acude y después todo es confuso: despierta con una
resaca infame y apenas recuerda nada de la noche anterior. Ana está
muerta y él comienza a recibir e-mails repletos de amenazas.

Jo Nesbø ha salido de Noruega, pero podría haber salido de la mismísima
nada. La sensación de criatura única habría sido la misma. Nacido en Oslo
en 1960, es músico y líder de la banda de rock Di Derre. De pequeño le
gustaba que su padre le leyera historias en el salón de su casa. Luego se
aficionó al fútbol y se rompió tantos ligamentos que no le quedó más
remedio que quedarse en casa y empezar a engordar y a escribir. Desde
1997, se ha convertido en un fogonazo deslumbrante en la literatura
europea negra y criminal. Aún no he escuchado ninguna de sus canciones.

Håkan Nesser

La mujer del lunar (1996)

Se ha escrito poco y mal sobre las relaciones entre la
literatura, el frío y el malhumor. Thomas Bernhard ha
dicho algunas cosas. Y Emil Cioran. Knut Hamsun también,
pero Hamsun me aburre soberanamente. Si me permiten el
salto, uno de los escritores más impresionantes que he descubierto en los
últimos años es el noruego Kjell Askildsen, el autor de Últimas notas de
Thomas F. para la humanidad, Todo como antes, Los perros de Tesalónica y Desde
ahora te acompañaré a casa. Me encanta Askildsen, de veras. No entiendo
cómo he pasado tantos años sin percibir su paradójica y cálida presencia.
De no ser por mi querida Ms. Swing, probablemente habría muerto triste y
solo sin llegar a conocerlo (thank you again, my dear). Últimas notas es
muchas cosas, entre ellas un extraordinario ensayo sobre la literatura, el

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frío y el malhumor. Pero también es un puente personal que, de algún
modo, me condujo sin querer a otro país escandinavo, a otro ensayista del
hielo y los humores. Me refiero al detective Van Veeteren, el protagonista
de algunas de las novelas del escritor sueco Håkan Nesser, un narrador no
sé si omnisciente, pero casi, que se ha posicionado con suavidad y
elegancia en la cúspide de la narrativa policial europea. Comisario ficticio
en alguna ciudad ficticia del norte de Europa, Van Veeteren es un foco de
absorción de toda la narrativa de Nesser, una fuente de estímulo constan-
te, un hombre malhumorado y amante de la música clásica. Nesser ha
escrito ya un buen número de obras, pero les recomiendo la lectura de La
mujer del lunar. Una historia que comienza de manera irresistible con una
mujer misteriosa con un lunar en el rostro que parece una mujer pero que,
en realidad, es un fragmento de Fernando Pessoa, una línea escrita y
abandonada en un cuaderno de viajes: «Tengo el cansancio anticipado de
lo que no voy a encontrar». Una mujer que ha cometido el mismo error de
siempre, aquel que nos recuerda Tarkovski al comienzo de su Sacrificio en
una secuencia licuada en la que Erland Josephson escucha el lamento de
un hombre montado en una bicicleta: «He vivido toda mi vida como si lo
mejor estuviera por llegar». La mujer del lunar se arrodilla ante la lápida de
su madre muerta y jura comenzar a vivir nuevamente, intervenir en su
vida sin reparos, matar a cuatro hombres que nunca deberían haberse
cruzado ni en su vida ni en la de su difunta madre. Van Veeteren tratará de
comprender la metamorfosis serena de esta mujer y de impedir que lleve a
cabo sus ejecuciones.

Håkan Nesser nació en Kumla, Suecia, en 1950. Se crio en Uppsala, en
cuyo cementerio una vez me eché la siesta. Trabajó durante años como
maestro de escuela y, a juzgar por la expresión de su rostro en las fotogra-
fías y por la capacidad explicativa de alguno de sus pasajes, estoy seguro de
que lo hizo muy bien. Se casó con una psiquiatra. Se trasladó a Nueva
York. Se arrepintió. Ahora vive en Londres, donde le deseo muchos y
buenos libros.

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Leonardo Padura

Paisaje de otoño (1998)

Corríjanme si me equivoco, pero hasta el momento no
hemos dado con ningún policía que quisiera ser escritor.
Marlowe podría ser locutor de radio, desde luego, y el Adam
Dalgliesh de P. D. James es un poeta. Pero me refiero al
escritor total y, por ende, al escritor frustrado, un escritor que no llega a ser
lo que es, poco pindárico, uno que se sabe entre dos tierras feroces y a
menudo despierta en mitad de la noche empapado en sudores fríos
preguntándose dónde, quién, cómo. Leonardo Padura nos regaló a un
personaje como éste, Mario Conde, un policía que bien podría haber sido
un novelista o un borracho o un enfermo mental. Conde es el protagonista
de Paisaje de otoño, el último de los cuatro libros que componen la espléndi-
da tetralogía Cuatro estaciones. ¿Por qué tetralogía? Porque son cuatro. ¿Por
qué espléndida? Porque Padura es un escritor buenísimo que, además,
sabe combinar los mandamientos del género negro y policial con una
reflexión crítica, a menudo amarga, sobre la generación del desencanto en
Cuba. Una Cuba que, por lo demás, aparece retratada con delicadeza y
sonrisa, con amor, sin esperanza, una Cuba y una Habana que se parecen a
los cuerpos descifrables de los que hablara Deleuze en Proust y los signos:
territorios llenos de significación, de luz y de secreto.
La novela comienza cuando un cadáver aparece en la playa del Chivo.
Es de noche. Otoño. El cuerpo está destrozado, ha sido víctima de un
ensañamiento brutal (recuerdo haber pensado en la brutalidad y en la
secuencia de Caro Diario de Nanni Moretti, la secuencia de ocho minutos
en la que la cámara persigue la moto roja de Moretti por una carretera
sinuosa hasta la playa de Ostia, hasta el lugar exacto donde asesinaron
brutalmente a Pasolini… el piano de fondo). La víctima es Miguel Forcade
Mier, un hombre que en los años sesenta había dirigido oficialmente las
expropiaciones de bienes artísticos requisados a la burguesía tras la
Revolución. El caso levanta ampollas y despierta a todos los fantasmas de
La Habana porque lo cierto es que, después de tanto embrollo, Forcade

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fue uno de los muchos que decidieron exiliarse en Miami. ¿Por qué lo hizo?
¿Y por qué había vuelto a Cuba? ¿Qué anhelaba Miguel Forcade Mier?
¿Quién le dio muerte?

Leonardo Padura Fuentes nació en La Habana en 1955. Estudió Letras
Latinoamericanas y ha desempeñado labores de guionista, periodista y
crítico literario. Ha escrito mucho y ha ganado cositas tan ricas como el
Premio Dashiell Hammett en 1997. Pero lo más importante es que es un
hombre inquieto, que se hace preguntas, un hombre que, viviendo dónde
ha vivido y leyendo como ha leído, no puede más que asediar el concepto
de utopía con uñas y dientes. Fruto de este asedio es también El hombre que
amaba a los perros, última estación Padura después de Paisaje de otoño.

Ian Rankin

Black & blue (1998)

Al igual que en el caso de Donna Leon o Dennis Lehane, Ian
Rankin nos recuerda que una ciudad es algo más que una
imagen o un itinerario turístico. El Edimburgo en que
Rankin sitúa las operaciones de su detective John Rebus
—de resonancias escolásticas— está lleno de macarras y de drogadictos,
de bandas, extorsión y corrupción política y policial. La verdad es que,
más que a Leon, Rankin me recuerda a Lehane y a David Simon, al
empeño de ambos por desenmascarar los mecanismos obscenos que
gobiernan cotidianamente nuestras vidas y nuestras comunidades. Me
recuerda a Simon porque sabe pensar la tensión de fuerzas entre lo que
ocurre —crimen, pesquisa, resolución— y el contexto que legitima,
promueve y contiene lo que ocurre. En mi opinión, la mejor de las novelas
de Rankin es Black and Blue, una radiografía perfecta y desgarradora de la
sociedad escocesa contemporánea. Durante la década de los años 70, un

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asesino en serie, apodado Bible John, sembró el terror en el país y
consiguió salir indemne. Ahora, un imitador se ha puesto manos a la obra
y, aunque Rebus no está en su mejor momento —alcohol, juegos de
poder, incapacidad para reconocer su propia fragilidad y su necesidad de
ayuda—, el recuerdo de aquellos crímenes treinta años atrás y la quiebra
interior que lo domina conducen a Rebus al centro de la Tierra, es decir, al
calor abrasador de una intriga narrada con decisión compleja, enorme,
contundente, permeada siempre por el zumbido delirante de los demo-
nios de Rebus, que se parecen a los de todos nosotros.

Ian Rankin nació en Cardenden, Escocia, en 1960. Recogedor durante la
vendimia, porquero —palabra con eco homérico donde las haya—, recau-
dador de impuestos, periodista, secretario, músico, universitario y nove-
lista. Vivió unos años en la campiña francesa y comenzó a escribir.
Colabora frecuentemente con la televisión británica. Les recomiendo que
vean su documental sobre el mal de la BBC. ¿Es Rankin el escritor de negra
y policial de mayor éxito del Reino Unido en la actualidad? Sí. ¿Es el mejor?

Derek Raymond

El diablo vuelve a casa (1985)

El Departamento de Muertes Inexplicadas bien pudiera ser el
nombre de una institución burocrática en una novela de
Kafka o de una comunidad clandestina en un relato de Ches-
terton, pero no lo es. El Departamento de Muertes Inexplicadas
o A14 es una invención genial del británico Derek Raymond capitaneada
por su célebre Sargento sin nombre, un tipo duro que nunca creyó de-
masiado en los argumentos de autoridad y que tiende a favorecer a los más
desafortunados. Le encantan los casos que nadie quiere, los asesinatos que
nadie entiende, los crímenes que repugnan al resto de sus compañeros. Un

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sargento más de hierro que el de Clint, con el que uno entra de pleno en el
territorio salvaje de la narrativa policial británica. Observen el título: El
diablo vuelve a casa. El cadáver descuartizado de un hombre aparece en un
almacén al lado del río Támesis. Sus restos han sido repartidos en cinco
bolsas de plástico, no sin antes pasar por la olla. Sí, sí, no me miren con esa
cara. El asesino descuartiza y cuece los restos de su víctima con la intención
de eliminar todas las huellas dactilares. Imposible identificar el cuerpo. Un
caso perfecto para el sargento y su división kafkiana, que pronto descubri-
rán que el brutal asesinato no es más que la punta del iceberg, un iceberg
que las autoridades no quieren extraer a la superficie y que acompaña la
carrera en paralelo del sargento y el sádico asesino.

Derek Raymond es el seudónimo de Robin Cook, un niño bien nacido en
el Reino Unido en 1931 que antes de elegir seudónimo había publicado ya
seis o siete novelas sobre los bajos fondos londinenses (The Crust on its
Uppers y A State of Denmark, entre ellas). Pasó la década de los años 50 en el
extranjero. En Francia se codeó con Burroughs y Ginsberg. En Nueva York
se casó, pero sólo por sesenta y cinco días. En España fue arrestado por
insultar el nombre de Franco en un bar. Cansado de aristocracias, se dedicó
al contrabando de pinturas al óleo en Ámsterdam y de coches deportivos
de España a Gibraltar. Cuando regresó a su tierra natal comenzó a escribir
lo que se conoce como novelas de la serie Factory —el nombre del edificio
donde trabaja la división A14—, que es un conjunto de granadas de mano
que parece ya mojado e inservible pero que bien podrían derrumbar el
edificio entero en el que está usted leyendo estas páginas.

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Peter Robinson

Jugando con fuego (2004)

Al comienzo del libro II de su De rerum natura, Tito Lucrecio
Caro afirma que no hay placer comparable al de observar
un naufragio desde tierra firme. Nada tan dulce, dice, nada
tan suave como ver a otro hombre sufrir. No tanto por la
satisfacción que nos produce el dolor ajeno, como por la alegría que nos
reporta sabernos libres del mismo. En sus Comentarios a las Sentencias de
Pedro Lombardo, Tomás de Aquino afirma que Dios permite a los bienaven-
turados contemplar en el cielo el sufrimiento eterno de los condenados en
el infierno para que entiendan, para que sepan de lo que se han librado y
comprendan en qué consiste el paraíso. La escena de Lucrecio y el fuego
del Infierno del aquinate que, por cierto, tendrá ramificaciones en la
Divina Comedia de Dante, me visitaron al leer Jugando con fuego, de Peter
Robinson. Peter Robinson es un tramposo. Abre el relato con una imagen
hermosa y terrible, dos barcas ardiendo en el agua, consumidas por el
fuego, contempladas con placer desde tierra firme. Es un tramposo
porque dice que esa escena le recuerda a un verso de Shakespeare, cuando
en realidad pensaba en Lucrecio, Dante y Tomás de Aquino. No pasa nada.
Se lo perdonamos. Se lo perdonamos todo porque Robinson, además de
tramposo, es un autor digno de memoria y aplauso. Quédense con su
nombre, no abunda en las librerías. Tiene el extraño privilegio de que
algunos sigan pensando que la calidad de sus libros queda reflejada en los
índices más bien escuálidos de sus ventas. Ni caso. Demasiado saber hacer
en aquel libro escrito en 1987, Gallows View, y demasiado saber estar en In a
Dry Season, de 1999, como para seguir diciendo sandeces. Y, por si no
bastara, en 2004, Jugando con fuego, la novela que les recomiendo leer
sentados frente a una hoguera, cerca de una ventana y mirando al mar, por
si acaso naufraga un navío y al placer de la lectura pueden ustedes unir el
del sufrimiento ajeno.
Dos barcas arden sin tregua en el Eastvale Canal de Yorkshire. El
inspector Alan Banks y su colega D. I. Cabbot encuentran en su interior los

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restos de dos personas, un artista local y una joven drogadicta que han
servido a un criminal excéntrico y con tendencias artísticas para escenifi-
car quién sabe si el horror, la muerte o la belleza. ¿Quién es el asesino?
¿Quiénes las víctimas? Cuando apenas hemos terminado de formular la
pregunta, el asesino vuelve a construir su teatro macabro. Un placer per-
verso, este librito, casi tanto como la bienaventuranza.

Estaría gracioso, la verdad, pero lamento decirles que Peter Robinson no
es el ministro irlandés y líder del Partido Unionista Democrático que
recientemente dimitió de su cargo tras un escándalo sexual. Ése es otro
Robinson. El nuestro nació en Yorkshire en 1950. Licenciado y Doctor en
Letras Inglesas, tuvo la buena fortuna de trabajar en su disertación bajo las
órdenes de Joyce Carol Oates. Vive en Canadá, donde a veces se queda
pensando si su detective Alan Banks se parece más al Maigret de Simenon
o al Marlowe de Chandler. Al Maigret de Simenon, mi querido Peter,
muchísimo más.

Leonardo Sciascia

El caballero y la muerte (1988)

Leonardo Sciascia domina a la perfección los mecanismos
de la seducción retórica. Es un tipo que, si te invita a cenar a
su casa, vigila cada detalle del entorno, cada libro aparente-
mente olvidado sobre las mesas y los estantes, que se vean
los vinilos y el buen gusto de modo que la entrada en el apartamento
genere en el recién llegado una sensación de felicidad inminente, una
especie de amenaza suave e irresistible que anticipa el placer en sus más
diversas formas. Cuando queremos darnos cuenta, Sciascia nos ha metido
en su cama y es de día y nos está preparando el desayuno. Lo que digo
parece una frivolidad, pero cada cual valora la literatura según sus propios

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criterios —concedámonos al menos eso—. Desafío a cualquiera de ustedes
a que comience a leer El caballero y la muerte y piense en la frivolidad del
apartamento. Cuando uno abre la puerta, lo que se encuentra es a un
policía con un cáncer terminal que fuma al ritmo de los personajes de Mad
Men y que ha perdido toda fe y toda esperanza en el género humano.
¿Suena bien, no? Pues esperen, porque hay más: el caballero mortal tiene
en su despacho el célebre grabado de Durero, El caballero, la muerte y el
diablo, una imagen sobre la que no deja de reflexionar. El caballero y la muerte
narra la intriga de un asesinato político. Sandoz, el abogado del presidente,
ha sido presuntamente asesinado por un grupo de individuos que se hacen
llamar Los hijos del 89. Como siempre, Sciascia emplea la novela para
diseccionar el ambiente político italiano, en este caso de la segunda mitad
de siglo XX, y para reflexionar sobre la ilusión de la victoria, sobre el ser
humano y la derrota en la que ya siempre estamos instalados. El protago-
nista, Vice, camina sobre un caballo mortal hacia su propia muerte como si
el camino tuviera sentido, como si Beckett no hubiera escrito ya que de
nada sirve hablar y que, sin embargo, es imposible no hacerlo, que es
imposible callar a pesar de toda la muerte en la que consistimos. Vázquez
Montalbán decía de Sciascia que era el último gran escritor político de
Europa. Los dos están muertos, como Durero.

Vecino de Empédocles, Leonardo Sciascia nació en Agrigento en 1921 y
murió en Palermo en 1989. Se graduó en Magisterio y dedicó buena parte
de su vida a la enseñanza. Combinó las clases con el periodismo y la
literatura, y debió de hacerlo muy bien, porque las malas lenguas dicen que
es uno de los mejores escritores italianos del siglo XX. Comunista fugaz y
aguijón de la corrupción política italiana y de la violencia del crimen
organizado. En 1961 publicó su primera novela policiaca sobre la mafia, El
día de la lechuza. En el último decenio ha publicado un puñado de cosas
buenas: El teatro de la memoria, 1912+1, La bruja y el capitán, Puertas abiertas,
El caballero y la muerte y Una historia sencilla.

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Lorenzo Silva

El lejano país de los estanques (1998)

Cuando yo era inmortal quería ser escritor. Quería ser poeta,
novelista y ensayista. Bastantes años antes había querido ser
basurero, me fascinaba la idea de viajar toda la noche por la
ciudad subido en la parte trasera de un camión que portaba
un cilindro enorme, una boca implacable que reducía a polvo todos los
desechos de nuestras vidas. A la larga, ser escritor me pareció tan absurdo
como convertirme en basurero. No estoy a la altura de ninguna de las dos
labores, sobre todo de la de escritor. Pero en aquellos tiempos de hambre y
vanidad, mi primo José Luis —hombre de circo y buen corazón al que
quiero con locura— me dijo que en la empresa de energía en la que
trabajaba había un abogado que escribía en sus ratos libres. Un tal Silva,
Lorenzo Silva. Me dijo que el tal Silva había publicado un libro y que, si
quería, podía pedirle que me lo dedicara. Así fue. Comencé a leer a Lorenzo
Silva sólo porque de repente tuve en mis manos el autógrafo de un hombre
que aún no se había convertido en el grandísimo escritor que es hoy en día.
La dedicatoria decía algo así como «ánimo con la escritura», no recuerdo
bien. El libro era El lejano país de los estanques. Siempre agradeceré a mi
primo José Luis que me hiciera saber de Lorenzo Silva, que me siga llaman-
do tigre y que me quiera mucho y bien.
Lorenzo Silva escribió El lejano país de los estanques en treinta y cuatro
días febriles del verano de 1995, «los treinta y cuatro días más fructíferos de
mi vida», según sus propias palabras. ¿Por qué? Porque en ellos perfiló al
sargento de la Guardia Civil Rubén Bevilacqua y a la guardia Virginia
Chamorro, pero sobre todo a Bevilacqua, un benemérito sin precedentes
licenciado en Psicología y escéptico a más no poder, como los grandes
sabios. La historia comienza con un cadáver hermoso. Ya sé que esta
cuestión ha dejado llover ríos de tinta, pero en este caso no hay ninguna
duda: el cadáver es bellísimo. Se trata del cuerpo de Eva, una extranjera
hallada desnuda y maniatada con dos tiros en la cabeza en el chalet de una
urbanización mallorquina. El sargento y su ayudante se verán inmersos en

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una investigación veraniega de chiringos, playas nudistas y clubes noctur-
nos con drogas duras por doquier y abundantes dosis de análisis psicológi-
co muy bien trazado.

Lorenzo Silva nació en Carabanchel, Madrid, en 1966. Estudió Derecho
en la Universidad Complutense y trabajó como abogado de empresa
durante diez años hasta que pudo dedicarse a la literatura a tiempo
completo. Allí conoció a mi primo. Ha escrito numerosas novelas, algunas
de ellas llevadas con mayor o menor suerte a la gran pantalla y es uno de los
nombres ya indiscutibles en el repertorio de calidad de la narrativa
española. ¿De la negra? Y de la roja y de la verde. Un escritor con mayúscu-
las. Punto. Sereno, sabio, sencillo. Un verdadero placer.

Georges Simenon

El loco de Bergerac (1932)

Algunos autores son responsables de su propio éxito y, por
tanto, de la calidad de sus libros venideros. Otros lo tienen
más difícil. Además de ser responsables de sí mismos, son
responsables del grado de intensidad y de calidad de la
destreza que manejan, el ámbito en el que operan o el género en el que
escriben. Quiero decir que algunos escritores, voluntaria o involuntaria-
mente, han elevado el listón de su propio oficio. Y ya no se puede volver
atrás después de ellos. O se puede, claro está, pero al precio de la mediocri-
dad, el abucheo y, lo que es peor, el desinterés. Georges Simenon es
responsable de sí mismo y del nivel de calidad alcanzado por la literatura
negra y policial a ambos lados del Atlántico. Y no lo digo yo, lo dice André
Gide, que algo sabía de literatura y no que dudó en calificar a Simenon de
extraordinario. Escribió casi doscientas novelas, así que lo mejor será
centrarnos en una sola y en una buena, protagonizada, a ser posible, por

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Monsieur Maigret. Elijo El loco de Bergerac, un ejemplo preciso de que el
genio de Simenon está en el arte de la simplicidad y de la honestidad, en un
dibujo de los personajes a la altura de la contradicción y en un aroma
proustiano que a muchos resultará pesado en nuestros días pero que a mí,
sinceramente, me fascina.

El loco de Bergerac comienza en un tren. Maigret se baja del vagón con
el fin de perseguir a un individuo que terminará pegándole un tiro y llega
medio muerto a una pequeña localidad de nombre estimulante, Bergerac,
en la que están pasando cosas raras o peligrosas o ambas cosas a la vez.
Durante su convalecencia, Maigret deberá ocuparse de un hombre loco
que vaga por las calles de la ciudad riendo y gritando, un hombre que mata
impunemente y al que es necesario detener. Para ello, Maigret tendrá que
importunar una y otra vez a los habitantes de Bergerac, que terminan
deseando la muerte del entrometido comisario.

Georges Joseph Christian Simenon nació en Lieja, Bélgica, en 1903, en el
seno de una familia supersticiosa que decidió cambiar en el registro la
fecha real de su nacimiento, 13 de febrero, por otra menos ceniza, 12 de
febrero. Los astros y/o el azar condujeron a Simenon a una vida intensa y
ajetreada llena de viajes, libros y mujeres. Con apenas veinte años se hizo
miembro de «La Caque», un grupo de jóvenes bohemios que compartían
su pasión por la literatura, el sexo, el alcohol y las drogas, no necesaria-
mente por este orden. Viaja. Vive en Francia. Tiene miles de amantes,
entre ellas Josephine Baker. Se casa, creo recordar, y llega a ser acusado de
colaboracionismo con los nazis por los propios franceses. Abandona
Francia y vive de corrido hasta los ochenta y seis años sin pararse a pensar
demasiado en nada que no sea, insisto, las mujeres, los libros y los viajes.
No tengo una copa de vino en la mano, querido Georges, pero si la tuviera,
ahora mismo la alzaría en tu honor.

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Maj Sjöwall y Per Wahlöö

El coche de bomberos que desapareció (1969)

—Papá, ¿de dónde vienen los escritores europeos?
—Los escritores europeos vienen de Homero, tesoro.
—¿Y de dónde vienen los escritores europeos de novela
negra?
—Los escritores europeos de novela negra vienen de Maj Sjöwall y Per
Wahlöö.
—¿Todos?
—Todos, hijita. Todos sin excepción.
Durante algún tiempo estuve obsesionado con la figura de Julio Cortázar.
Después me obsesioné con Borges. Después con Marguerite Duras. Luego
se me pasó. A Cortázar lo leía con devoción. Registraba sus huellas, escu-
chaba sus temas, contemplaba sus fotografías. Me gustaban aquellas imá-
genes del viaje en coche con Carol Dunlop, las fotos de ambos a un lado de
la carretera, escribiendo, las máquinas de escribir sobre una mesa improvi-
sada y la caravana de fondo. O aquellas en las que don Julio está bajándose
de una furgoneta roja. O ésa en la que aparecen los dos sentados, creo, en
un sofá viejo y hermoso. Él le pasa a ella el brazo izquierdo por encima del
hombro y ella le mira como si fuera verdad que el mundo se acaba y
revienta y se esfuma para siempre pero todavía no. Como si él fuera el
hombre de aquellos poemas:
«Y cuando todo el mundo se iba / y nos quedábamos los dos / entre
vasos vacíos y ceniceros sucios, / qué hermoso era saber que estabas /
ahí como un remanso, / sola conmigo al borde de la noche, / y que
durabas, eras más que el tiempo, / eras la que no se iba / porque una
misma almohada / y una misma tibieza / iba a llamarnos otra vez / a
despertar al nuevo día, / juntos, riendo, despeinados».
Ya ven… Las fotos me ponen ñoño. Más aún si pertenecen a parejas que
comparten no sólo la cama, la furgoneta o la vida, sino también la obra. Como
Carol y Julio. Como Ingmar y Liv. Como Maj Sjöwall y Per Wahlöö, cuyas
fotografías en blanco y negro siempre me recordarán a don Julio y la señorita
Dunlop haciendo lo que sabían hacer. ¿Quiénes son Sjöwall y Wahlöö?

169

—Ya te lo he dicho, hijita. Son el origen de toda la novela negra
europea, sobre todo de la escandinava, desde Mankell hasta Rankin, pasando
por Nesser, Indriðason, Larsson, Läckberg, Eriksson y Nesbø.

Supongo que no habrán creído que la quiebra del paradigma clásico en
la narrativa detectivesca se rompió de un solo golpe, o que ese golpe se dio
en un solo contexto, en los Estados Unidos y de la mano de Hammett y de
Chandler. El golpe norteamericano fue maestro, eso está clarísimo. Pero
llevamos ya un rato aquí sentados y hemos visto que hay tierra más allá de la
tierra. Que existen otros océanos. Y, por lo que respecta a eso que se llama
Europa, también hubo un golpe certero contra las tendencias clásicas de la
novela detectivesca y una apertura hacia la narración crítica de trasfondo
social. Ese impacto decisivo y ese temblor lo provocó el matrimonioaparen-
temente entrañable compuesto por Sjöwall y Wahlöö, una parejita de
escritores-editores-periodistas-traductores-amantes, con tendencias políti-
cas izquierdistas , que se propuso retratar la farsa de la sociedad sueca de los
años 60 y los 70 con instrumentos de demolicióntan eficaces como la novela
negra y detectivesca. Sjöwall y Wahlöö son los autores de diez estupendas
novelas en cuyo interior encontramos a Martin Beck, el Comisario de la
Brigada Nacional de Homicidios de Estocolmo, un tipo que lleva veintitrés
años de servicio y que, al contrario de lo que aconseja Nietzsche al pensador
lúcido, no para de fumar y de beber café. A mí me recuerda ligeramente al
Wallander de Mankell, por lo sombrío, y por el modo en que ambos con-
densan una crítica radical a la sociedad del bienestar y a la buena conciencia
escandinava del siglo XX. Mediante el relato detectivesco y un empleo del
humor que sólo puede proceder del frío más aterrador, Sjöwall y Wahlöö
consiguieron desenmascarar la supuesta Arcadia sueca de la segunda mitad
del XX, haciendo agujeros por doquier para que se filtrara el fango. Mis
libros favoritos son Roseanne, El alegre policía y El coche de bomberos que
desapareció. Voy a recomendarles este último porque me gusta mucho el
título (muy a lo Bohumil Hrabal) y porque contiene un incendio. Nada
como un buen incendio en el interior de un libro. Al fin y al cabo, todos
tenemos un incendio en nuestro pasado (Askildsen).

Los miembros de una banda de vulgares ladrones de coches comienzan
a ser eliminados misteriosamente. Junto al cadáver del primero de ellos, una
nota con el nombre del comisario Martin Beck. ¿Quién es este tipo? ¿Qué

170

tiene que ver con Beck? Al otro lado de la ciudad, un edificio salta por los aires
y las llamas acaban con la vida de otros miembros del grupo y dos prostitutas.
¿Dónde están los bomberos? ¿Cómo es posible que se haya esfumado un
coche de bomberos en mitad de la noche en Estocolmo?

Per Wahlöö nació en Gotemburgo en 1926. Se graduó en la Universidad de
Lund en 1946 y dedicó los diez primeros años de su carrera al periodismo
como reportero criminalístico. Durante los años 50 publicó algunas novelas
de ficción, esencialmente de tipo político. Conoció a Maj en 1962, él estaba
casado. Se enamoraron, se hicieron fotos, se afiliaron al Partido Comunista,
escribieron a cuatro manos y revolucionaron la novela negra europea en
general y escandinava en particular. Wahlöö murió en 1975, demasiado
pronto.

Maj Sjöwall nació en 1935 en Estocolmo. Editora, traductora y activista
política. Dice que aún recuerda los bares de periodistas donde se reunía con
Per a escondidas y cómo él le pedía que le ayudara a terminar alguna de sus
novelas. Lo conoció en 1962, él estaba casado. Se enamoraron, se hicieron
fotos, se afiliaron al Partido Comunista, escribieron a cuatro manos y
revolucionaron la novela negra europea en general y escandinava en
particular. Maj sigue escribiendo y traduce del danés, del noruego, del
alemán y del inglés. Supongo que casi todos los días, de algún modo, le echa
de menos.

171

Fred Vargas

Huye rápido, vete lejos (2001)

En alguna ocasión, Fred Vargas ha dicho que ella no escribe
novelas negras o detectivescas, sino novelas de enigmas, a la
griega: «El comisario es el héroe; el asesino, el minotauro, y las
falsas pistas son el laberinto. Con esos elementos juego cada
vez». Si han leído la pila de páginas que anteceden a ésta seguramente hayan
contrastado de sobra mi recalcitrante pasión griega y comprenderán
entonces que, tras esta declaración, Fred Vargas no puede ser santa de mi
devoción. En primer lugar, porque los comisarios no son héroes griegos, o si
lo son, tienen que serlo en serio, y no en el sentido moderno y glorificador
que damos al término héroe. Un comisario es o puede ser un héroe en la
medida en que un héroe (griego) es, también, un cabronazo, un brutal
guerrero y un exterminador de monstruos. Que erradique lo monstruoso no
implica que él mismo sea bondadoso. ¿El asesino un minotauro? Ya les
gustaría a muchos asesinos. El minotauro no es el mal, es la vergüenza. Es el
error, el desvío, aquello que es necesario esconder. Y del laberinto mejor no
hablamos, porque me conozco. En todo caso, Vargas no es santa de mi
devoción porque perpetúa con alegría los esquemas más pulcros de la novela
detectivesca. Y para leer a Vargas pues, qué quieren que les diga, mejor leo a
Agatha Christie, a Dorothy Sayers o a A. C. Doyle.
Dicho esto, también digo esto otro: no me hagan mucho caso. Me dejo
llevar por las pasiones y estas declaraciones pseudo-helénicas de la autora me
pusieron como una hidra (por seguir con lo mitológico). Pero ya se me está
pasando, así que puedo recomendarles un libro de la escritora francesa que
sin duda vale la pena conocer: Huye rápido, vete lejos, una novela ágil y bien
construida que nos lleva a las calles de París. En el distrito 18 de la capital
francesa hay un edificio con 13 puertas. Sobre cada una de ellas, alguien ha
pintado un número 4 invertido de color negro. Bajo el número, las letras
CTL. El comisario Adamberg deberá descubrir si se trata de una simple
broma o del gesto aterrador de algún demente peligroso. Al otro lado de la
ciudad, un viejo marino bretón comienza a estar aterrorizado. Joss Le Guern,

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ex presidiario por una paliza infligida al armador del barco que capitaneaba
cuando naufragó debido a su mal estado —provocando la muerte de otros
marinos—, decide hacerle caso al fantasma de su abuelo y renacer el viejo
oficio de pregonero. Deja su urna en una plaza de la capital para que la gente
vaya depositando mensajes, junto con una cantidad simbólica de dinero.
Ahora bien, cuando a los anuncios de variadas compras y ventas, amores,
peleas o reconciliaciones se les unen unas extrañas cartas que parecen
contener textos de pasados siglos, Decambrais, vecino de la plaza, otro viejo
bretón con un pasado que ocultar, empieza a sospechar que un tremendo
mal se cierne sobre la ciudad de París.

Fred Vargas es el seudónimo de Frédérique Audoin-Rouzeau, nacida en
París en 1957. Hija de Philippe Audoin, escritor surrealista próximo a André
Breton, es historiadora y arqueóloga y experta en arqueozoología. Durante
años se ha dedicado a la investigación de las epidemias y la transmisión de
enfermedades estudiando el cuidado y tratamiento que se daba a los anima-
les en la Antigüedad y la Edad Media. Sus obras han sido publicadas en treinta
y cinco países y su prestigio internacional se hincha como un globo. No se le
dan bien las metáforas y tal vez sus novelas sean más negras de lo que ella
misma piensa. En cualquier caso, abran y devoren este libro sin pensar en el
minotauro. Probablemente no se arrepentirán ni de lo uno ni de lo otro.

Domingo Villar

La playa de los ahogados (2009)

Siempre se me hace de día con Ms. Swing. Solemos
sentarnos de madrugada en el sofá de mi estudio a leernos
poemas y textos varios. Elegimos un autor. Agarramos un
par de libros y rastreamos en silencio las páginas insomnes
hasta que algún párrafo, palabra o verso merece ser escuchado. Después

173

amanece y desayunamos tostadas. Recuerdo la noche en que me leyó los
textos de Benedetti. Recuerdo sus ojos grandes y azules viajando entre
líneas por un volumen de Vivir adrede, la boca entreabierta, el dibujo
travieso de una sonrisa inminente. Ms. Swing no lo sabe, pero siempre que
pienso en ella me acuerdo de tres cosas. La primera es Mario Benedetti; la
segunda es el mar, que nunca vimos juntos. La tercera es un haiku del
uruguayo: «Ola por ola / el mar lo sabe todo / pero se olvida».

El cerebro es una madeja o un ratón o un laberinto, un animal
travieso de trayectorias inesperadas. Pienso en Ms. Swing, en Benedetti y
en el mar, que lo sabe todo pero se olvida, y la memoria me salta a un
poema de Borges («tu ausencia me rodea como la cuerda a la garganta / el
mar al que se hunde») y a una novela de Stevenson, Los traficantes de
naufragios y, así, sin darme cuenta, termino en la orilla de una playa gallega
contemplando el cadáver de un marinero de la mano del magnífico
Domingo Villar. Hacía tiempo que no pensaba en Villar. Y es extraño. Es
muy extraño, de hecho, porque este escritor y, en concreto, La playa de los
ahogados, me salvaron la vida en el norte de Europa hace miles de años, o
así lo recuerdo. Este libro es un naufragio sereno, un temporal que se
acerca sigiloso por la espalda y te engulle sin que tengas tiempo para
reaccionar. Se acabó. La vida no es más que un capricho del océano, que
nos escupe y nos vuelve a tragar.

Un marinero aparece muerto en una orilla del norte de España.
Tiene las manos atadas a la espalda. No hay testigos. No hay barco. Sólo el
cuerpo de Justo Castelo y un pueblo de marineros en cuyo hermético
intestino deberá deslizarse el detective Leo Caldas, luchando, como
Dustin Hoffman en Perros de paja, contra la violencia contenida durante
siglos en las pequeñas aldeas, los pueblos, las tribus, las comunidades
cerradas. El suspense y la angostura vienen acompañados, además, por el
perfil del propio Caldas, un detective huérfano, locutor de radio melancó-
lico y gallego, que nos vehicula maravillosamente a través de los secretos
de una vida dedicada al mar. Hipnótico como el rugir del océano en las
playas del Pacífico.

Domingo Villar nació en Vigo en 1971. Amante del buen vino y crítico
gastronómico en una emisora de radio nacional, alterna sus labores

174

narrativas con el arte de la buena mesa. Me encantaría que este hombre
me invitara a comer, que me enseñara a comer, que me contara de sus
años dedicado a los guiones televisivos y cinematográficos y me respon-
diera a una pregunta bien sencilla: ¿tierra, mar o aire?

Joseph Wambaugh

Los nuevos centuriones (1971)

Seguro que han visto Los chicos del coro. Seguro que saben que
esa película está basada en la novela homónima de Joseph
Wambaugh. Lo que no sé si sabrán es que Wambaugh es algo
más que un escritor: es el hijo de un policía de Pittsburgh; es
un hombre que, al escribir la afamada novela, había trabajado ya durante más
de catorce años en el Departamento de Policía de Los Ángeles. ¿Quiere esto
decir que Wambaugh es un hombre que sabe lo que hace? No. Esto quiere de-
cir que Wambaugh es un hombre que escribe acerca de lo que conoce. Y eso
se nota. Los nuevos centuriones es una historia que recrea ambientes a los que la
industria cinematográfica norteamericana nos tiene acostumbrados, pero
mejor. Los años de aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante los
años 60. Robos, asesinatos, prostitución, juego, diálogos absurdos, sentido
del humor, muy negro, además. Un viaje alucinante por los entresijos del
trabajo policial estadounidense que, lejos de sucumbir a la tentación de lo
espectacular (más de lo inevitable, quiero decir), genera su propio tempo
narrativo y urbano, un ritmo que se te mete en el cuerpo como los temitas
más bailables de Saturday Night Fever.

Joseph Aloysius Wambaugh, Jr. nació en Pittsburgh en 1937. Marine a los
diecisiete años, miembro del Departamento de Policía de Los Ángeles,
patrullero, detective, sargento. Los chicos del coro y El campo de cebollas son

175

clásicos de la narrativa policial contemporánea. Hay un comentario de Evan
Hunter sobre Wambaugh para el New York Times Review que siempre me ha
encantado: «Olvidémonos ya de esa idea según la cual el Sr. Wambaugh es un
policía que, además, da la casualidad de que escribe libros. Eso sería tanto
como decir que Jack London era primeramente y ante todo un marinero. El
Sr. Wambaugh es, de hecho, un escritor genuino y poderoso, que ha elegido
escribir específicamente sobre la policía y los policías para expresar así sus
puntos de vista sobre la sociedad en general». Pues eso.

Robert Wilson

Condenados al silencio (2004)

Lo último que uno se espera encontrar en una novela policial
es un verano en Sevilla. Pero si el detective se llama Javier
Falcón, la cosa empieza a cuadrar. Y si el autor se llama
Robert Wilson, todo arreglado. Wilson es un autor extraño,
insólito, ajeno a las señas de identidad de un género a menudo emplazado
con demasiada frecuencia en la sucia urbe. Sus historias serpentean por el
terreno psicológico y tienden a escenarios extranjeros. En esta ocasión,
Wilson apuesta una vez más por Sevilla después de haber terminado con
honores El ciego de Sevilla. El detective Javier Falcón se enfrenta a una serie de
suicidios que en realidad responden a la sofisticada estrategia de un asesino.
Prostitutas italianas y mafia rusa mezcladas con una caracterización algo
distorsionada de la vida sevillana que componen una historia a veces
tortuosa y difícil de seguir, pero por momentos irresistible. Tal vez la virtud
y el defecto de Wilson sean el mismo: su enorme habilidad para la creación
de personajes, una habilidad tan minuciosa que, a menudo, excede sus
propios límites.

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Robert Wilson nació en el Reino Unido en 1957. Estudió Lengua y
Literatura en la Universidad de Oxford y ha viajado por todo el globo. Vive
en una granja ubicada en Portugal y algunas de sus novelas están ambienta-
das en España, en Sevilla, concretamente. Cuenta que una vez se subió a
una bicicleta en Londres y pedaleó hasta la gran Hispalis para visitar a un
amigo y que, probablemente, aquel viaje sea la razón de su querencia
narrativa hacia la ciudad andaluza. Condenados al silencio es su mejor novela,
pero lean antes El ciego de Sevilla, por aquello de la solución de continuidad.

Qui Xiaolong

Cuando el rojo es negro (2004)

Steiner tiene razón, como siempre: la pulsión literaria nos
arrastra hacia las estepas, las grandes llanuras, el hielo, el
cañón del Colorado, el océano, el espacio, el infierno, Dios, la
nada. Paisajes imposibles hacia los que, sin embargo, no
podemos evitar tender nuestros brazos. ¿Recuerdan a Kant, al mejor Kant, el
de aquellas introducciones a la Crítica de la Razón Pura? En aquellas páginas
inigualables, el chino de Königsberg —tal como lo apodaba Nietzsche—
afirma que la razón humana tiene el curioso destino de formular preguntas
que no puede responder. La tensión es la misma. La pulsión literaria vive de
la misma tensión: el espacio, Dios, la nada, el hielo, el infierno, los hábitos
cotidianos de la persona a la que amamos y que, sin embargo, siempre
veremos como a un extraño, siempre será quien no soy yo.
Cuando pienso en Steiner y en las razones que nos llevan a leer, a
escribir y a viajar, se me vienen a la cabeza personajes que han construido su
vida en torno a una experiencia estética centrada en la lejanía, el extraña-
miento y la distancia. Qui Xiaolong, por ejemplo. Un escritor chino
licenciado en Letras Anglo-Americanas y amante de la novela negra que ha

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terminado enseñando en la Universidad de San Luis. ¿Por qué lejanía? Por el
extrañamiento cotidiano, por la tendencia a la fuga encarnada en las lecturas
de un creador nacido en Shanghai que decide traducir a Joyce, Conrad y
Faulkner al chino y que aprende a escribir sobre la sociedad china contempo-
ránea como si pudiera contemplarla desde dentro, pero también desde
arriba, desde lejos, con la paciencia del robinson que mira lo que le pertenece
desde el otro lado del mundo. Qui Xiaolong es una ventana. Una ventana al
entramado político y social de una comunidad que quiere alejarse de sí
misma y de su pasado con la misma intensidad con la que está anclada en ese
mismo pasado. Leí Muerte de una heroína roja y Visado para Shangai y, después,
cuando pude secarme las lágrimas y cerrar la boca, comencé a leer el libro
que les recomiendo hoy aquí: Cuando el rojo es negro. El detective Chen Chao,
apartado temporalmente del Departamento de Policía de Shanghai, trabaja
para un millonario nostálgico y misterioso que pretende levantar un
complejo residencial al estilo de los años 30. Chen está tranquilo, se deja
llevar por la frivolidad de su labor y escribe poemas. Pero no sabe resistirse a
la verdadera acción. La novelista Ying Le, antiguo miembro de la Guardia
Roja, es asesinada tras la publicación de un libro contra el régimen y Chen
regresa al departamento y se sumerge en una trama de intrigas políticas
apenas imaginables con el fin de hallar al culpable. Uno lee a Xiaolong y
parece que está en América, en una América habitada por nadie, en una lla-
nura o un desierto, en el hielo, en el infierno, en la mente de Dios, en una
extensión de terreno brutal y exuberante que, con el mejor tempo de la
novela negra estadounidense, echa a correr como un depredador tras la ima-
gen de la sociedad china actual y le hunde sus fauces sin compasión.

Qui Xiaolong nació en Shanghai en 1953. Estudió Literatura Angloame-
ricana. Dominó el inglés con sus propias manos. En 1988 viajó a Estados
Unidos y decidió quedarse para siempre por motivos políticos, al menos eso
es lo que dice. Todas sus obras están ambientadas en China. Muchas de ellas
están protagonizadas por el inspector Chen. En la actualidad, Xiaolong es
profesor de Literatura en la Universidad de Washington. Supongo que
conoce bien la obra de Steiner. Seguro que ha leído Tolstói o Dostoievski. Y sin
duda está familiarizado con los narradores del extrañamiento, el páramo y la
distancia.

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MÉDICOS, FORENSES Y OTROS ADMIRABLES INTRUSOS

En ocasiones, el trabajo de un médico puede asemejarse realmente al de un
detective: sospechar, investigar, deducir, establecer causas y, si es posible,

obtener conclusiones. Algo muy parecido hace un forense. Y, a veces, a
éstos y a otros profesionales les pica el gusanillo y deciden medirse a sí

mismos en la verdadera escena del crimen.



John F. Bardin

El percherón mortal (1946)

Si tuviera que hacer un inventario de objetos del infierno, yo
contrataría a cinco escritores: Horacio Quiroga, Edgar Allan
Poe, Giorgio Manganelli, Arthur Machen y James Ellroy. Todos
ellos estarían a las órdenes de John F. Bardin, que es el maestro
indiscutible de la pesadilla y una de las plumas más insólitas y asombrosas
que han producido las letras norteamericanas. La primera vez que leí a
Bardin pensé: «Bardin está colocado; Bardin tiene doce años; Bardin se cree
que siempre es primavera». Lo pensé durante los primeros compases de El
percherón mortal debido a los escenarios delirantes y los argumentos aluci-
natorios. Después me di cuenta: Bardin no está colocado y sabe que nunca es
primavera. Bardin es un genio en el arte de la perplejidad, un encantador de
serpientes que escribe libros increíbles y fabulosos que parecen cuadros
surrealistas. En concreto, todos los libros de Bardin se parecen a una imagen
de Salvador Dalí que mi madre tuvo durante años colgada en su cuarto,
aquella mujer asomada a una ventana que, según te alejabas, iba convir-
tiéndose en el rostro de Abraham Lincoln: Gala desnuda mirando al mar que, a
una distancia de 20 metros, se convierte en el retrato de Abraham Lincoln (Homenaje
a Rothko).
El percherón mortal comienza en el interior de un hospital psiquiátrico,
en el despacho del Dr. George Matthews. Matthews escucha atentamente a
un hombre que parece estar muy bien de la cabeza, pero cuyos relatos harían
sospechar al más escéptico. El paciente afirma estar al servicio de un grupo
de homúnculos llamados leprecanus, duendes traviesos parecidos a los
trasgos asturianos que, según la mitología irlandesa, se quedan paralizados si
alguien consigue mirarlos fijamente. Estos hombrecillos estarían encargán-
dole al paciente del Dr. Matthews las labores más inverosímiles.

181

Por ejemplo, entregar un caballo percherón a una conocidísima actriz.
Matthews determina que el paciente está como una cabra, pero comienza a
sospechar de todo y de sí mismo cuando cree ver a una de estas criaturas. En
el momento en que la actriz a la que debía ser entregado el percherón
aparece muerta en su apartamento, no le queda más remedio que creer la
historia del paciente. Pero para entonces es atacado y, cuando despierta, se
encuentra internado en un hospital psiquiátrico y nadie cree su historia:
claro, claro, Dr. Matthews, usted no está loco y nosotros sí… John F. Bardin
es un ejemplar extinto y maravilloso. Háganme el favor de no perder el
tiempo con tonterías y ponerse manos a la obra.

John Franklin Bardin nació en Ohio en 1916 y murió en Nueva York en
1981. Siendo muy joven tuvo que abandonar la universidad por problemas
económicos y comenzó a trabajar en una librería, devoró los anaqueles sin
compasión y comenzó a fabular hasta que, en los años cuarenta, escribió tres
obras que me hacen salivar cada vez que escribo sus títulos: El percherón
mortal, El final de Philip Banter y Al salir del infierno. Fue profesor de Escritura
Creativa en Chicago. ¿Por qué sería Bardin el coordinador de los catalo-
gadores del infierno? Por su sentido del humor.

Simon Beckett

La química de la muerte (2006)

Ya sé que las series de La Sexta están muy bien y que a todos
nos gusta eso del forense con bata blanca charlando con los
detectives en presencia del cadáver. Pero seamos sinceros: la
única razón por la que vemos muchas de esas series es porque
estamos agotados, deprimidos y aburridos, porque no nos apetece hacer el
amor con nuestros cónyuges ni masturbarnos en la soledad de nuestra
alcoba y el mundo pesa como un cuerpo muerto al meternos en la cama cada

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noche. Podríamos encontrar una pistola o una pipa de opio cuando
alargamos la mano hasta la mesilla de noche, eso estaría bien, pero lo único
que encontramos es el mando a distancia. Así que «clic» en lugar de «pum»:
Bones, CSI, salvados por la campana hasta la noche siguiente. Yo no tengo
opio en casa, pero tengo un par de novelitas del británico Simon Beckett y me
atrevo a recomendarles La química de la muerte hasta que encuentren a un
buen proveedor. El poder lenitivo de este individuo raya en lo narcótico.
David Hunter es un antropólogo forense que, por más que lo intenta, no
consigue dejar atrás su pasado. En esta ocasión, el personaje de Beckett se
enfrenta a la aparición del cadáver de una mujer en un pueblecito pequeño y
hermético del condado de Norfolk, donde sus demonios reaparecen con más
fuerza que nunca. El doctor Hunter aborda una vez más el jeroglífico del
crimen, empleando toda su sabiduría para que la química de muerte delate al
culpable antes de que otra mujer sea asesinada.

Simon Beckett nació en el Reino Unido en 1968. Escritor y periodista, ha
sido profesor en España y miembro de diversas bandas de música antes de
convertirse en un aclamado autor de novela negra y policial. La química de la
muerte es la primera de la serie del Dr. Hunter, personaje inspirado en una
visita que el propio Beckett realizó a la «Granja de los cuerpos», el Instituto
de Antropología Forense de la Ciudad de Tennessee. Mucho mejor que Bones
y CSI juntos. Si una noche alargan la mano y en lugar del mando encuentran
un revólver, sigan palpando hasta dar con los libros de Beckett. Siempre hay
tiempo para morir.

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Benjamin Black

El secreto de Christine (2006)

Cuando un escritor tiene el tamaño de su propio universo;
cuando un escritor tiene el olfato y el coraje de recorrer los
mapas que él mismo ha diseñado; cuando un escritor escribe y
todo se tambalea, lo más probable es que ese escritor se llame
Vladimir Nabokov, Mark Twain o Isaac B. Singer. Pero en esta ocasión me
estoy refiriendo a John Banville: Nabokov para el otoño. Singer para el
invierno. Twain para siempre jamás. Banville, pues, que además de una
bibliografía absolutamente gloriosa, tiene un titulito sospechoso de grande-
za y temblor y sabiduría en clave detectivesca: El secreto de Christine, escrito
bajo el seudónimo de Benjamin Black.
¿La mejor literatura negra irlandesa? Es muy probable. Dublín, años
50, vapores etílicos, niebla, pluma elegante, bella, corrosiva. Dos familias
emparentadas por el matrimonio de dos de sus hijos y sendos lados del
Atlántico, Irlanda, Estados Unidos y un depósito de cadáveres en el que
aparece un cuerpo de una joven que nunca debería haber llegado hasta allí, y
donde el patólogo Garret Quirke comenzará a investigar por su cuenta esta
misteriosa muerte.
Entiendo que cuando un escritor se desdobla tiende a creer que ha
dejado de ser el escritor que era para comenzar a ser otro escritor comple-
tamente distinto. Vamos a ver: eso puede ser cierto, insisto, en cualquier
escritor de tres al cuarto o, también, en escritores buenísimos que, sin em-
bargo, no se hayan convertido en gigantes. John Banville es un escritor
gigante y, mal que le pese, eso se nota. Se nota en sus descripciones y en su
fidelidad nabokoviana a los detalles. Se nota en los modales narrativos, en la
paciencia, en el tempo estrictamente neoirlandés de su prosa. Y sobre todo
se nota en la tristeza. Imagine que tiene usted dos amigos escritores. Uno es
bueno, el otro es excelente. Pero usted aún no ha leído nada de ellos y tiene
que averiguar quién es quién. El premio es una sorpresa. Si quiere salir de
dudas, pídales que escriban una historia triste. Después lea ambas historias y
espere a que surtan efecto. El escritor bueno escribirá una historia triste que

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le conmoverá unos minutos y que, sin embargo, usted olvidará rápidamen-
te. El escritor excelente le rodeará el cuello con ambas manos y apretará muy
despacio, incrementando paulatinamente la presión ejercida hasta que usted
empiece a cambiar de color y a llorar, suplicando desesperadamente: por
Dios, sigue apretando, sigue apretando, sigue… Ese escritor excelente es
Benjamin Black.

Benjamin Black es el seudónimo de John Banville, nacido en Dublín en 1945
y autor de oberturas como ésta: «Colocamos una palabra allí donde comien-
za nuestra ignorancia, donde ya no vemos más allá; por ejemplo, la palabra
yo, la palabra hacer, la palabra sufrir: son quizás el horizonte de nuestro cono-
cimiento, pero no verdades». (¿Samuel Beckett? ¡Presente!). Quiso ser pintor y
arquitecto, pero es escritor. Trabajó para diversos periódicos y siempre
lamentó no haber asistido a la universidad, un lugar, dice, perfecto para el
amor y el alcohol en buenas dosis. Vegetariano, defensor de los derechos de
los animales y amante del gaélico, una lengua oblicua en cuya concavidad se
ha gestado buena parte de la gran literatura irlandesa de los últimos ciento
cincuenta años. Ha ganado docenas de premios. Es uno de los más grandes y,
sin embargo, se desenvuelve como un niño travieso y ágil en el ámbito de la
novela negra con su detective Quirke y novelones como El secreto de Christine,
El otro nombre de Laura y El lémur. ¿Banville mejor que Amis y McEwan? ¡No
puede ser! Si usted lo dice...

Fredric Brown

La noche a través del espejo (1951)

Dirán que me dejo llevar por los argumentos de autoridad,
que soy un blando y un borrego y que bastan un par de títu-
los para que me tiemblen las rodillas. Digan lo que quieran,
que para eso han venido. Pero antes, permítanme añadir lo

185

siguiente: Fredric Brown es un escritor de ciencia-ficción y de misterio
que, en sus ratos libres, escribió novela negra y policial y entre cuyos rela-
tos fantásticos —ahí va la autoridad— Philip K. Dick aseguró que se
encontraba alguno de los más influyentes de la literatura de ciencia-
ficción. Pero es que resulta que Mike Spillane, mi bestia favorita, también
declaró que Brown era su escritor predilecto. Así que soy un blando y un
borrego fácil de convencer y, sí, esos argumentos de autoridad me suenan
a música celestial. Y, por si fuera poco, resulta que Brown escribió un libro
inolvidable que es un tambor con seis balas: La noche a través del espejo.

El título recuerda a la pieza de Lewis Carroll, Alicia a través del espejo,
y supongo que algo se podría inventar para aproximarlas. Alicia, por ejem-
plo, podría ser la única noche en la que se desarrolla esta auténtica pesadi-
lla, una pesadilla nocturna que tiene como protagonista a Doc Stoeger, el
editor de un semanario local que se está planteando vender la imprenta en
la que lleva trabajando más de veinte años. ¿Por qué? Porque nunca pasa
nada y nunca hay nada que contar. Nunca hasta esta misma noche. La
novela avanza y descubrimos que el título recuerda a la pieza de Lewis
Carroll porque Brown y el propio Stoeger son amantes del matemático y
lo integran en la trama de su novela. Imaginen el placer en las dos manos.
En la derecha, Alicia. En la izquierda, Doc Stoeger y su apacible pueblecito
a punto de estallar. En cuanto termine esta nota, voy a hojear el volumen
de Brown que guardo debajo de la cama junto a mis secretos adolescentes.

Fredric Brown nació en Cincinati en 1906 y murió en 1972. Trabajó en un
parque de atracciones. Saltó a la fama por sus obras en el ámbito de la
literatura de misterio y de ciencia-ficción. Robert Bloch lo describe como
«alguien de estatura minúscula, huesos pequeños y delicadas facciones
parcialmente ocultas por unos lentes con montura de concha y un fino
bigote...». Igualito que Giordano Bruno, pero menos mujeriego y con
gafas. Ha escrito microcuentos y palíndromos y todas, insisto, todas sus
obras son un deleite para la imaginación y el razonamiento lógico. Es
curioso que, además de tanto juego narrativo, haya sido capaz de proezas
del género negro como este librito que les regalaré a mis nietos en cuanto
tengan edad de merecer.

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Janet Evanovich

Qué vida ésta (2002)

Janet Evanovich tiene buenos y malos momentos, como
todos. En los buenos, sus historias me recuerdan a Broadway
Danny Rose de Woody Allen, el tiroteo en la escena de la fuga de
helio, los mafiosos y las torpezas, los trajes horteras y el crimen,
presente pero como si no importara demasiado. O los personajes inverosí-
miles a los que representa el bueno de Danny. Supongo que, en muchos
sentidos, uno de ellos podría ser la cazarrecompensas más patosa y desastro-
sa de todos los tiempos, Stephanie Plum, que conduce una Harley Davidson
y está llena de sorpresas. Qué vida ésta es una de esas novelas que podrían
despeñarse por un terraplén como un Cadillac y dar vueltas y vueltas colina
abajo hasta que el combustible se incendiara y murieran todos sus ocupan-
tes. Pero no lo hace. Es un libro divertido y lleno de acción que entretiene a
la par que instruye (perdón, se me ha escapado), que entretiene mucho,
quería decir, como la mejor de las comedias cinematográficas. En este caso,
Stephanie emprenderá la búsqueda de una hija y una madre desaparecidas,
será perseguida por el mafioso Eddie Abruzzi, escuchará los consejos de su
abuela, se debatirá entre su novio de siempre o el Ranger cachas de turno.
Una solfa divertidísima, la verdad, que desconcierta a todo lector curtido en
las callejuelas de Los Ángeles, pero que resulta muy gratificante incluso
como lectura ajena al género «playero».

Janet Evanovich es el seudónimo de Janet Schneider, nacida en Nueva
Jersey en 1943. Su padre era maquinista de trenes. Estudió Arte. Se casó.
Decidió ser ama de casa y escribir. Comenzó con las novelas románticas,
pero, vaya usted a saber por qué, decidió pegar el salto a la novela policial y
crear un personaje divertido como el de Plum, en el que poder combinar el
romance con la acción detectivesca y unas dosis hilarantes de sentido del
humor. Los gruñones no le darán a Evanovich ninguna oportunidad y
seguirán anclados en las cosas de siempre, con el bourbon a medio terminar.
Ellos se lo pierden.

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William Faulkner

Santuario (1931)

Érase una vez una familia norteamericana formada por un
padre y dos hijos. El padre se llamaba Mark Twain y los hijos
William Faulkner y Ernest Hemingway. Los pequeños se pasa-
ban todo el día peleando: que si yo bebo más que tú, que si yo
meo más lejos, que si tus frases son demasiado largas y las tuyas demasiado
cortas, que si el Nobel por aquí, que si el Nobel por allá, que si el mundo no
se acaba en Misisipi, que si los toros o la pesca, que si pitos que si flautas…
Un día, cansado de tanto revuelo, el padre se levantó de su mesa de
trabajo y les soltó a cada uno un bofetón de proporciones homéricas. A
partir de hoy, dijo dirigiéndose a Ernest, tú te irás de esta casa y viajarás por el
mundo entero y escribirás algunos de los mejores relatos de las letras ameri-
canas mientras sucumbes al whisky y la nostalgia de los sacrificios arcaicos. Y
tú, William, tú te quedarás aquí encerrado tocando el banjo y aburriéndote
de ti mismo mientras entonas un ritmo hipnótico que perturbará al resto de
las naciones y a todos los escritores acomplejados de este mundo.
Ernest no dijo ni una palabra. Agarró su petaca y su caña de pescar y
farfulló en inglés algo que podría parecerse a un «ahí te quedas». William, en
cambio, se echó a llorar y le preguntó a su padre:
—Padre, ¿qué va a ser de mí? ¿Acaso no podré escribir también yo los
mejores cuentos de este mundo?
—No, hijo mío, pero algún día escribirás una gran historia y la llamarás
Santuario y conocerás el rostro y el aroma del diablo encarnado en una
turba de borrachos sureños.
—¿Eso es todo? —respondió William entre pucheros.
Santuario es la obra más descarnada del maestro de las letras norte-
americanas William Faulkner. En pleno apogeo de la prohibición, en el ojo
mismo del huracán de la ley seca, Faulkner decide dar rienda suelta a su
talante vertiginoso para la introspección y relatar el horror empleando a una
serie de personajes alcoholizados que frecuentan burdeles, raptan, violan,
matan y duermen la mona. La novela ha pasado a la memoria colectiva
gracias al personaje de Temple Drake. Temple es una niña de buena familia,

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una jovencita ajetreada que una noche decide huir de su colegio de la mano
de un hombre borracho. El tipo la sube en un coche. El coche, por supuesto,
se estrella, y ambos van a dar con sus huesos en una casa medio derrumbada
que un par de tipos negros ha rehabilitado en forma de café. La noche abre
sus fauces y la turba de borrachos entra en escena. Temple será violada por
un personaje enigmático llamado Popeye y el asesinato no se hace esperar
para terminar de fortalecer la trama. La investigación policial y los esfuerzos
de uno de los personajes más destacados de la trama, el abogado Horace
Benbow, no servirán para otra cosa que para hurgar en la herida mortal que
Faulkner nos ha hecho desde los primeros compases del relato, un navajazo
que duele como el mordisco de un perro lobo y que nos hace entender aque-
llas palabras de André Malraux sobre esta novela: «Es la irrupción de la trage-
dia griega en la novela policíaca». No voy a ponerme pesado, bastantes grie-
gos caminan ya por estas páginas, pero la verdad es que la frase acojona. El
juicio de Malraux me parece tan preciso como una muesca en una bala.
Faulkner queda, como siempre, ensimismado en el retruécano de su prosa,
pero consigue con esta obra espectacular y escandalosa trasladar el fatalismo
arcaico a la América profunda de la Gran Depresión, un territorio tan apto
como cualquier otro para dar cuenta de la fragilidad y la miseria de la condi-
ción humana al antojo de fuerzas incontrolables como la ebriedad, la pobre-
za, el delirio, la brutalidad y el crimen.

William Faulkner nació en Misisipi en 1897 y murió en 1962. Sureño hasta la
médula, mayor de cuatro hermanos, hombre de campo y horizonte intermi-
nable aficionado a las dimensiones inhumanas de los paisajes norteamerica-
nos. Su talento para hablar de lo que nos condena le llevó a pronunciar un
discurso de agradecimiento en la ceremonia de los Premios Nobel. Fue
cartero, fue pintor, fue piloto de guerra. Nunca terminó sus estudios univer-
sitarios. Trabajó durante un tiempo como periodista en Nueva Orleans y,
más tarde, se embarcó camino a Europa. Ganó el Nobel, el Pulitzer y el
National Book Award. Sucumbió al alcohol, como tantos otros mejores y
peores que él. Su cuento largo, El oso, sigue siendo una de las creaciones más
extraordinarias de la literatura de todos los tiempos.

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Tess Gerritsen

Doble cuerpo (2004)

La historia del pensamiento occidental tiene múltiples obse-
siones. El doble, por ejemplo. Desde la mitología griega hasta
Descartes pasando por Plauto, Philip K. Dick, Kieslowski o la
literatura de Tess Gerritsen, el tema del doble ha sido una de las
constantes en los más diversos géneros de la producción intelectual de todos
los tiempos. Cuando somos niños, se nos convence de que allí fuera, en
algún lugar de éste u otros mundos, hay una persona idéntica a nosotros,
con los mismos gestos y las mismas facciones, pero con distinta biografía.
Cuando crecemos y aprendemos a leer y la vida nos da cuatro hostias y nos
zarandea de aquí para allá, comenzamos a fantasear con otros mundos
posibles, con los contrafácticos, preguntas típicas que no nos dejan dormir:
si hubiera dicho sí en lugar de no, si hubiera dicho no en lugar de sí, si no
hubiera subido a aquel tren, si hubiera estudiado Oftalmología en lugar de
Historia, si me hubiera atrevido a romper con ella en lugar de jurarle amor
eterno… Supongo que saben a qué me refiero. Dejamos de creer en un
individuo de carne y hueso idéntico a nosotros que ocupa unas coordenadas
espacio-temporales concretas y comenzamos a multiplicar nuestra historia,
a doblar nuestra vida, como si fuera posible escapar del pozo.
Si trasladamos la obsesión del Doppelgänger al género detectivesco,
encontramos una novela trepidante y brutal de Tess Gerritsen, Doble cuerpo.
Gerritsen es escritora, pero también es médico, y buena parte de sus creacio-
nes combinan la práctica forense y la investigación médica con las mejores
rugosidades del género negro. Prueba de ello es la pareja femenina com-
puesta por la detective Jane Rizzoli y la doctora Maura Isles, dos mujeres
antagónicas que siempre consiguen acelerarnos el pulso hasta el límite del
colapso. En esta ocasión, la doctora Maura Isles deberá batallar con la pesa-
dilla del doble cuando el cadáver al que se enfrenta en la mesa de disección es
el suyo, una mujer idéntica a la doctora, pero muerta. Las investigaciones
revelarán que la muerta comparte con ella no sólo el aspecto físico, sino
también la fecha de nacimiento y el grupo sanguíneo. Una hermana gemela
de la que Isles nada sabía y cuya muerte desencadena el viaje que nunca

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nadie debería emprender, el viaje hacia los orígenes, donde habitan nuestros
dobles, nuestras furias y nuestras derrotas. Agárrense bien al butacón de
lectura, porque les aseguro que Tess Gerritsen puede tumbarles sin despei-
narse.

Tess Gerritsen nació en California en 1953. Hija de inmigrantes chinos.
Amante de Nancy Drew. Estudió Antropología y Medicina y ejerció como
médico en Honolulu, Hawai, desde 1979. Sus primeras novelas son thrillers
románticos. Las últimas, en cambio, son bolas de acero rodando por una
pendiente a toda velocidad. Una escritora visceral de mirada irresistible que
te golpea en la cara nada más empezar la lectura, para que no haya sorpresas.

Mempo Giardinelli

Luna caliente (1983)

Hace poco le pregunté a mi rubita cuáles de mis libros le
gustaría quedarse si —deo nollente— yo muriera de repente en
un accidente de tráfico. Primero se rio. Luego me insultó. Des-
pués, se levantó de la cama y se aproximó desnuda y serena a la
sección derecha de mi biblioteca y dijo muy despacio:
—Si te mueres, cabrón, quiero todo Bernhard, ningún Nabokov, Cortá-
zar, novela negra europea, los norteamericanos de todos los géneros y
los diálogos de Platón. Y me quedo también con Luna Caliente, de
Mempo Giardinelli.
—¿No prefieres alguna de Tizziani o de Sinaí?
—No me tientes, Malverde, a ver si te voy a cortar los cables del freno y
me quedo hasta con los diccionarios de latín.
Comprendo a mi rubita. Si uno se levanta desnudo de una cama en una
noche de agosto y se acerca a una biblioteca, lo más probable es que sienta la
mirada o las fauces de miles de ficciones eróticas y policiales recorriendo su

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cuerpo y entonces, sin querer, sin apenas darnos cuenta, fijamos la vista en
un volumen que narra el calor, el sofoco, el deseo, la obsesión y la muerte.

Ramiro Bernárdez, un joven argentino de familia acomodada que ha
estudiado leyes en Europa, regresa a su ciudad natal y se encuentra con Ara-
celi, una niña de trece años que lo conducirá al cielo y al infierno. Una histo-
ria aparentemente articulada en la pasión carnal, pero que en realidad nos
habla del desgarro vital, intelectual y social de Argentina durante la dictadu-
ra militar, empleando con agilidad los motivos clásicos del género negro y
utilizando al personaje principal como a un insecto aplastado por el calor del
Chaco, la luna caliente, los poderes fácticos y el deseo, que lo arrasa todo. Un
agón delicioso y terrible entre las potencias racionales e irracionales que
atraviesan los cuerpos y las instituciones y que bien pudiera ser un puente
para narrar el horror de las masacres dictatoriales del siglo XX.

Mempo Giardinelli nació en Resistencia, Argentina, en 1947. Escritor y
periodista, se exilió en México durante la dictadura militar argentina. Volvió
a casa. Fundó la revista Puro Cuento. Se detuvo a pensarlo un instante, y des-
pués decidió donar su biblioteca de diez mil volúmenes a una institución en
Chaco especializada en el fomento y la pedagogía de la lectura. Quédate con
Giardinelli, rubita, y no se te ocurra olvidarme.

Carl Hiaasen

Un caso perdido (2002)

Todos nos hemos preguntado alguna vez quién redactará las
necrológicas de los periódicos, las sinopsis de las películas, los
prospectos, las instrucciones de lavadoras, licuadoras, aspirado-
ras y máquinas de fotomatón. A mí me interesan particularmente
las necrológicas. Conozco a un tipo que redacta necrológicas y a otro que
diseña crucigramas en latín para una revista bastante freak sobre el mundo

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antiguo. Tengo que presentarles algún día, organizar una timba y emborra-
charles hasta que acuerden voluntariamente combinar sus aficiones: necro-
lógicas en latín. Disculpen. Decía que nos preguntamos por los autores de
los obituarios y suponemos, o yo supongo, al menos, que se trata de perio-
distas venidos a menos. Algo así como los guardias de tráfico. No tenemos ni
idea, pero contemplamos a esos personajes como animales frustrados,
como hombres humillados al límite del estallido emocional. Así se nos pre-
senta el protagonista de Un caso perdido, del norteamericano Carl Hiaasen.
Jack Tagger, antaño un peso pesado del periodismo de investigación en un
periódico de Florida, ha visto su carrera tirada por el retrete a causa de los
chanchullos de sus superiores. No queda para él otro lugar que el de redactor
de necrológicas. Necesita un caso apetitoso. Un caso llamativo. Necesita una
noticia espectacular y sólo la muerte espectacular genera la posibilidad de
algo semejante. La suerte parece sonreír a Tagger en mitad de su obsesión: la
muerte de Jimmy Stomma, una estrella del rock de los años 80 que, al pare-
cer, se ha ahogado en las Bahamas en extrañas circunstancias. No contento
con redactar el obituario, Tagger se propone desentrañar el caso de Stomma
y recuperar su crédito profesional. Deliciosa y envolvente, Hiaasen en estado
puro.

Carl Hiaasen nació en Florida en 1953. Ascendentes noruegos. Periodista
desde el instituto, Hiaasen ha trabajado en diversos diarios formándose
especialmente en el periodismo de investigación, en particular en los casos
de explotación natural por parte de las empresas de construcción privadas.
Recordarán la peor película de todos los tiempos: Striptease, con Demi Moo-
re. Lástima que la cinta saliera del horno oliendo a estiércol, porque la novela
en la que está basada es de Hiaasen y vale tanto como Un caso perdido.

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Stieg Larsson

Los hombres que no amaban a las mujeres (2005)

Nada como pegarse un tiro o que te lo peguen para conver-
tirse en un personaje de fama internacional. Ayuda un poco
ser alguien antes de recibir el balazo, pero nada como la muer-
te para sacarnos del anonimato, la medianía, el desierto o el
olvido. El caso de Stieg Larsson es paradigmático en este senti-
do. Cierto que ni le pegaron ni se pegó un tiro, murió de un infarto subiendo
por las escaleras hasta su casa en un quinto piso. El ascensor de su edificio
estaba averiado. Para el caso es lo mismo. Larsson no era nadie, o lo era,
pero en silencio. ¿Quién era? Larsson era un periodista que llevaba escri-
biendo desde los doce años aquejado de un insomnio voraz y una imagina-
ción implacable. Fruto de las noches blancas y la potencia imaginativa son
los libros que le han convertido en uno de los autores más aclamados de las
últimas décadas. Si usted da una patada a una lata, saldrán diez individuos
leyendo Los hombres que no amaban a las mujeres. Si da una patada a un cubo,
saldrán otros diez leyendo La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de
gasolina. Y si decide patear una caja de cartón, lo mismo, diez individuos
más leyendo La reina en el palacio de las corrientes de aire. Larsson es un fenó-
meno en el sentido que le daba a la expresión mi abuela Paca, para quien un
fenómeno era un señor respetable que sabía hacer cosas difíciles e incom-
prensibles. Lo que hace Larsson es difícil pero no incomprensible y, básica-
mente, consiste en reflejar las entrañas de la sociedad sueca contemporánea
y subrayar con un bolígrafo rojo los lugares de perversión, los giros al infier-
no, los potros de tortura física e institucional, los tribunales inquisitorios y
las madejas de corrupción en cuyo interior se desarrollan nuestras vidas. A
mí Larsson no me parece el mejor escritor del mundo ni el mejor escritor
escandinavo de todos los tiempos. Ni siquiera me parece uno de los cin-
cuenta mejores escritores escandinavos de todos los tiempos, pero hay que
reconocer que la trilogía Millenium es buena ficción policial, entretenida y
ágil, con personajes sólidos e historias bien construidas. Eso es algo difícil,
desde luego. Y Larsson lo ejecuta con la precisión de un clavadista.

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Los hombres que no amaban a las mujeres nos presenta a Mikael Blom-
kvist, periodista y copropietario de la revista mensual Millenium y Lisbeth
Salander, hacker informático infalible con serios problemas de sociabilidad.
Cuando Blomkvist es acusado y encontrado culpable de difamación al
magnate Wennerström, su posición en la revista Millenium queda relegada
a un segundo plano. Henrik Vanger, ex director de una de las empresas más
importantes y poderosas de Suecia, le propone un trato para salir del mal
trago. A cambio de información privilegiada sobre Wennerström, le pro-
pone que escriba un libro sobre el clan Vanger e investigue la misteriosa
desaparición de su sobrina Harriet en 1966. Blomkvist acepta el caso y se
retira a la pequeña localidad de Hedestad para conocer a la familia Vanger y
descubrir con horror el pasado oscuro de muchos de sus miembros: nazis,
violadores, asesinos y chantajeadores. Hombres que odiaban a las mujeres.

Stieg Larsson nació en Suecia en 1954 y murió en el mismo país en 2004.
Insomne como Cioran, pero más divertido y menos intenso, Larsson reci-
be a los doce años una máquina de escribir de parte de sus padres para con-
trarrestar la pesadilla. Comienza a escribir. Viajero, lavaplatos, activista
contra la guerra de Vietnam y autor de diversos libros de investigación
periodística sobre los grupos nazis en Suecia y los vínculos políticos de la
extrema derecha con distintas entidades financieras. Su compañera, la
arquitecta Eva Gabrielsson, cuenta que empezó a escribir la trilogía Mille-
nium por pura diversión. Nunca llegó a verla publicada. Tenía todos los
vicios: el café, el tabaco, la comida basura. Murió subiendo una escalera.
¿Qué significa eso? Pregúntenselo a Georges Perec o a Julio Cortázar, por-
que yo no tengo ni idea.

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Åsa Larsson

Sangre derramada (2004)

Åsa Larsson ha tenido el mejor entrenador posible en el
campo de la escritura violenta y el estudio de la maldad en la
condición humana. Educada en Suecia en un movimiento
extremadamente conservador, el laestadianismo, Larsson
conoce a la perfección la Biblia, esa biblioteca de libritos deliciosos y maca-
bros en los que todos estamos hundiéndonos desde hace siglos. Algunos se
asfixian y mueren. Otros saben leer, como Larsson, y encuentran en el libro
sagrado una fuente inagotable de historias profundamente humanas que,
sin duda y para sorpresa de propios y extraños, sirven a la perfección como
motor y estímulo de la mejor novela negra escandinava. Porque Åsa Lars-
son, junto a Mankell, Nesser, Nesbø, Sjöwall, Wahlöö e Indriðason, forma
parte de la mejor novela negra y policial escandinava de todos los tiempos.
Si no me creen, lean a todos éstos y, después, al terminar con los espasmos y
el placer físico casi insoportable, lean Sangre derramada. ¿Saben por qué la
literatura de Larsson vale la pena? Porque está escrita desde el tedio y contra
el tedio, desde la inercia vital más viscosa imaginable —una mujer licencia-
da en Derecho en Uppsala y dedicada a resolver asuntos de leyes tributarias
que no sabe qué hacer con su vida—. Es decir, la literatura como plan de
huida o como proyecto vital. Instrucciones para matar el aburrimiento y
empezar a vivir como si valiera la pena.
Sangre derramada es la historia del asesinato de una mujer sacerdote en
la pequeña localidad sueca de Kiruna. Mildred, sacerdotisa luterana, ha sido
torturada y asesinada, y su muerte parece guardar algún vínculo con la
escasa simpatía popular, por el hecho de que una mujer desempeñara labo-
res tan propias de un hombre. Mientras tanto, la abogada Rebeka Martins-
son regresa a Kiruna por motivos de trabajo. Pero pronto su ayuda será
requerida para desvelar el misterioso asesinato de Mildred. Una historia
excelente y ambientada, además, en el límite de la cordura, en el verano
sueco e interminable, en esos cielos blanquecinos donde, como decía mi
querida Inés, parece que Dios se hubiera dejado una luz encendida.

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Åsa Larsson nació en Uppsala en 1966. Estudió Derecho y, durante algunos
años, se dedicó a las leyes tributarias. No soportó el sopor jurídico y decidió
reinventar su cotidianidad con historias policiales y detectivescas ambien-
tadas en el fin del mundo, o en el principio, según se mire. Su novela Aurora
boreal es un placer para los cinco sentidos. No me pregunten cómo.

Phillip Margolin

Lazos mortales (2003)

¿Por qué nos siguen gustando los thrillers legales, las tramas
jurídicas, los casos de asesinatos y abogados y jueces y fiscales y
ayudantes de los fiscales? ¿Qué encontramos tan irresistible en
un mundo aparentemente gélido y deshumanizado? Cualquiera
sabe. Yo, para no perder el hilo que me lleva deshilachando las últimas ciento
y pico páginas, les diré que la mejor manera de responder a este tipo de pre-
guntas es el método deíctico: se escucha con atención la pregunta del intere-
sado —por qué nos gusta lo que nos gusta, en este caso el thriller legal—, se
saca lentamente la mano derecha del bolsillo, se levanta el dedo índice y, con
él, se apunta con precisión a nuestra biblioteca, a un título como Lazos morta-
les de Phillip Margolin. Me atrevería a decir que este libro podría suplir todas
las pelis de abogados que he visto en mi vida (aunque confieso que lo digo
con la boca pequeña).
La abogada defensora Amanda Jaffe ha asumido un caso imposible:
John Dupre se enfrenta a la pena máxima por un doble asesinato, entre ellos
el de un político de renombre estadounidense. Por si fuera poco, el abogado
que le fue asignado en un primer momento también ha sido asesinado y no
se descarta que el propio Dupre esté detrás del crimen. Nadie quiere el caso.
Nadie, excepto Amanda Jaffe, que tratará por todos los medios de demostrar
que su cliente es la víctima de una emboscada para acallar secretos que impli-
carían a personajes que nunca deberían dejarse ver por los juzgados.

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Una trama espectacularmente diseñada. Casi tan bien como el persona-
je de Jaffe, contrastado consigo mismo, complejo y hondo como un pozo
bien profundo.

Phillip Margolin nació en Nueva York en 1944 y es un afamado creador de
thrillers legales. Se fue de voluntario a Liberia. Se graduó en Leyes y trabajó
durante 25 años como abogado criminalista hasta que, en 1996, decidió dedi-
carse por completo a la escritura. Phillip Margolin es también el presidente
de Chess for Success, una organización sin fines de lucro que intenta ayudar a
los niños y jóvenes mediante el ajedrez.

Kathy Reichs

Lunes de ceniza (2004)

Al igual que Simon Beckett y Patricia Cornwell, Kathy Reichs
juega con ventaja. Los tres tienen un as en la manga. Y ese as es
el pasado, un pasado de antropóloga forense, en el caso de
Reichs, que ha trabajado durante años en la oficina del Jefe Médi-
co Examinador de Carolina del Norte. Para que se hagan una idea, tan sólo
cincuenta personas en toda Norteamérica están acreditadas por el Ameri-
can Board of Forensic Anthropology. De esas cincuenta personas, las muje-
res pueden contarse con los dedos de una mano. Uno de esos dedos es Kathy
Reichs. Lunes de ceniza me parece una introducciónperfecta a su obra.
Los esqueletos de tres mujeres jóvenes aparecen en el sótano de una
pizzería en Montreal. Los restos sugieren que podría tratarse de cuerpos
antiguos, asesinatoscometidos un siglo atrás. La doctora Temperance Bren-
nan analiza los esqueletos y descubre que, en realidad, se trata de tres muer-
tes recientes y todo indicio que conduzca a pensar que los asesinatos fueron
cometidos años atrás resulta enormemente sospechoso. Demasiadas pistas
falsas descubiertas, demasiados intereses. La doctora Brennan llegó a Mon-

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treal para declarar como experta en un caso por asesinato, pero ahora su
vida podría estar en peligro.
Kathleen Joan «Kathy» Reichs nació en Chicago en 1950. Se doctoró en
Antropología Forense en la Universidad de Northwestern y es profesora en
la Universidad de Charlotte, Carolina del Norte. Colaboradora de la Oficina
del Jefe Médico Examinador de Carolina del Norte y del laboratorio de Cien-
cias Jurídicas y Medicina Legal de Montreal. Sus novelas han sido llevadas a la
televisión en formato de serie: Bones. Una producción que, como ya les dije,
no está mal si uno no tiene un revólver a mano, aunque siempre es preferible
regresar a los tramposos del as en la manga, la tríada del insomnio formada
por Simon Beckett, Patricia Cornwell y Kathy Reichs.

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CUANDO EL CRIMEN SE CRUZA EN TU VIDA: LOS AMATEURS

Todos nosotros, lectores y lectoras de novela negra, llevamos vidas
pacíficas, predecibles y discretas. Pero puede ocurrir que el día menos
pensado un reguero de sangre nos indique el camino que conduce, para
bien o para mal, fuera de nuestra mediocre monotonía, ante los flashes de

las cámaras o hasta los titulares de la sección de sucesos.



Eric Ambler

Una historia sucia (1967)

Eric Ambler ocupa un lugar prominente en la historia del
olvido. De todos los autores vilipendiados por la indiferencia,
de todos los escritores dejados a un lado de la carretera en
mitad de la nieve o en los páramos o en el hielo a la espera de los
lobos hambrientos, Eric Ambler es, sin duda, uno de los más representati-
vos. El autor británico ha escrito algunos de los mejores thrillers de toda la
historia, La máscara de Demetrio, por ejemplo. Ha inaugurado la literatura de
espionaje junto a Somerset Maugham y Graham Greene con títulos como
Epitafio para un espía y Los visitantes del crepúsculo. Greene no dudó en califi-
carlo como «nuestro mejor escritor de thrillers, sin duda». John Le Carré le
dio la razón. Entonces, ¿cómo es posible que sea tan difícil encontrar sus
libros? ¿A qué se debe que apenas nadie sepa o quiera hablar de Ambler en
una mesa redonda o cuadrada o en un sofá entre amigos, copas y música de
Billie Holliday? Los caminos del señor son inescrutables. Un ingeniero inte-
ligente con olfato político y tendencias izquierdistas y una muñeca para el
suspense que hizo las delicias del mismísimo Orson Welles. Nosotros no
somos Welles. No entendemos el olvido de Ambler. Nunca perdonamos a
nuestros deudores. Salgan a la calle y pregunten a los libreros, a los borra-
chos, a los amigos. Cojan una linterna si es necesario e increpen a los vian-
dantes a plena luz del día, pregunten si alguien ha visto a Eric Ambler. Es
posible que esté muerto y que nosotros lo hayamos matado.
Les recomiendo que conozcan al personaje de Abdel Arthur Simpson,
mitad inglés, mitad egipcio, un pícaro descarado devenido ladrón, pro-
xeneta, artista de la estafa, el prototipo del singular héroe ambleriano. El
informe de la Interpol lo describe así: intérprete, chófer, mesero, chulo,
pornógrafo y guía. Les aconsejo que lean La luz del día y Una historia sucia,

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