niños ricos. Selb tiene 68 años, fuma como Michel Piccoli en las pelis de Jean-
Luc Godard y bebe Aviateur, un hombre complejo de códigos difusos o tal
vez no tan difusos que han servido a B. Schlink y a W. Popp para crear una
novela magnífica. No sé si conocen a Popp, pero sé que conocen a Schlink. Sé
que lo conocen como autor de El lector, la novela llevada al cine por Stephen
Daldry en 2007. Háganme caso una vez más, si es que todavía no han perdido
la paciencia ni la esperanza. Olvídense de Kate Winslet y de Ralph Fiennes y
vayan corriendo a comprar esta novela escrita en 1989, plagada de ecología,
corrupción y fantasmas del pasado en la que Schlink y Popp nos sacan los
colores a todos los que tenemos un poco de memoria.
Bernhard Schlink nació en Bielefeld, Alemania, en 1944. Escritor y jurista.
Tipo serio. En 1998 fue nombrado juez en la corte constitucional del estado
federal de Renania del Norte-Westfalia y es también profesor de Historia de
la Ley (bonito nombre) en la Humboldt Universität de Berlín. No me
pregunten cómo lo hace para, además, haberse convertido en uno de los
autores alemanes más leídos del mundo. Supongo que la culpa la tiene el
lector. Pero recuerden, olviden a la Winslet y corran a por La justiciade Selb.
Walter Popp es el seudónimo de Thomas Richter, nacido en Nüremberg en
1948, licenciado en Derecho y traductor, además de amigo de Schlink. Un
hombre con sombrero capaz de escribir como si no existiera, que es lo que
les gustaría a todos los escritores.
Rafael Reig
Sangre a borbotones (2002)
A un tipo que ha escrito Manual de literatura para caníbales,
yo, sinceramente, le felicito y le presento mis respetos.
Ahora bien, a un tipo que ha escrito Sangre a borbotones no
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sólo le felicito: le doy un abrazo y lo invito a unas cañas y me lo llevo a
pasear por todos los tugurios de España, para que me hable del difícil arte
de hacer las cosas bien y para que me cuente en qué momento se descubre
que el sentido del humor, la inteligencia, la supervivencia y el placer son
una y la misma cosa. Así que, si algún día me cruzo con este asturiano por el
centro de la capital o por el centro de la Tierra, que se vaya preparando.
Rafael Reig ha hecho algo muy difícil en el ámbito de la novela negra. Le
ha echado huevos. En principio, la expresión malsonante no debería despertar
nuestra sorpresa. Echarle huevos es lo que hacen los tipos duros. Los de-
tectives le echan huevos. Los inspectores de policía le echan huevos. Los
criminales le echan huevos. Hasta Holmes le echaba huevos. Ahora bien, si
nos posicionamos del lado del autor —que nunca murió del todo, le pese a
quien le pese—, resulta que adentrarse en un género primero desprestigiado,
luego venerado y siempre arriesgado, como el de la novela negra, exige
cumplir ciertas normas. Cuando digo que Rafael Reig le echa huevos, quiero
decir que se ha saltado esas normas a la torera y que no sólo ha sobrevivido,
sino que ha salido del salto con un tirabuzón insólito y ha hecho un clavado y
los jueces han dicho: «¡Olé!». El coraje es más sencillo de lo que parece:
humor, ciencia-ficción, western y delirios varios se dan cita en Sangre a
borbotones, una historia articulada en torno a tres mujeres: la desaparecida, la
perdida y la atolondrada, según palabras del propio autor. Todo ello ambien-
tado en la distopía de un Madrid fluvial donde hay que navegar para recorrer
el Paseo de la Castellana, una capital donde se habla spanglish, porque España
se ha convertido en una colonia más de los Estados Unidos. Y en mitad del
meollo, el detective Carlos Clot, un tipo duro a ratos, melancólico siempre y
uniforme nunca, como debe ser.
Rafael Reig nació en Asturias en 1963. Estudió Filosofía en Madrid y
Nueva York. Se doctoró en los Estados Unidos con una tesis que suena
bien: Mujeres por entregas: la prostituta en la novela del XIX. Profesor de
Literatura en la escuela de creación literaria Hotel Kafka, editor de Larra
y Galdós. Reig dice que se llevaría a Galdós a una isla desierta, así que yo
nunca iré con Reig a una isla desierta. Por lo demás: un autor valiente que
sabe escribir y que tiene un sentido del humor del tamaño de un menhir.
Combinación perfecta e inesperada que les sabrá a gloria a los defensores
105
italocalvinianos de la ligereza y a mierda a los lectores más rancios del no-
me-saques-de-lo-de-siempre.
Paco Ignacio Taibo II / Subcomandante Marcos
Muertos incómodos (2005)
Taibo tiene razón en una cosa importante: la novela policial
nos ofrece un diagnóstico del poder (The Wire, lo digo en
serio). Supongo que por eso hemos llegado a este libro:
Muertos incómodos, escrito a cuatro manos por un escritor
con oficio versado en novela negra y autor de una biografía inmensa sobre
el Che que leí en mis años mozos, y el subcomandante Marcos, ideólogo,
líder y portavoz del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
Marcos le envía una carta a Taibo en la que le propone escribir una novela
policial a cuatro manos. Taibo lee la carta. Taibo abre la boca. Taibo se
echa las manos a la cabeza: no se puede escribir un libro a cuatro manos sin
reunirse de vez en cuando o sin hablar por teléfono, al menos, con cierta
regularidad. Pero Taibo es débil, como todos, y tras el titubeo inicial no se
resiste al caramelo y dice, órale, y aquí está el libro, una historia detecti-
vesca protagonizada por un insurrecto zapatista creado por Marcos (Elías
Contreras) y Héctor Belascoarán Shayne, el detective de Taibo al que no
veíamos desde Adiós, Madrid (1993), un sabueso burlón con un método de
investigación que, básicamente, consiste en echarse a la calle y dejarse
llevar por el olfato y el instinto. La novela es más curiosa en su génesis que
valiosa en su factura. Una serie de desconcertantes llamadas, que supues-
tamente provienen de un militante estudiantil asesinado en 1971, ponen a
Héctor Belascoarán Shayne, detective independiente, sobre la pista de un
tal «Morales», fuente y eje de innumerables crímenes protagonizados a la
sombra del aparato estatal mexicano. Simultáneamente, en la selva
106
chiapaneca, el investigador zapatista Elías Contreras recibe la comisión
de seguir las huellas de un tal «Morales» que, según los papeles que la
familia del novelista español Manuel Vázquez Montalbán hace llegar al
EZLN, estaba involucrado en misteriosas operaciones criminales en los
últimos años y en una extraña relación que va de Barcelona a la ciudad de
México pasando por Chiapas. Como diagnóstico del poder, la novela es un
buen reflejo del universo de la corrupción en Latinoamérica en general y
en México en particular.
Yo creo que Taibo es mejor escritor en sus demás novelas. Pero
también creo que ninguno de los dos autores andaba detrás de la obra
maestra, sino de la obra molesta. Y ésta, se lo aseguro, molesta y mucho a
ciertos sectores políticamente repugnantes de cualquier nación, a la par
que denuncia las cosas de siempre, ésas que ni Dios (si existiera) podría
modificar y que se reducen a la desigualdad radical en la distribución de la
riqueza y al modo en que el poder carcome a los seres humanos.
Francisco Ignacio Taibo Mahojo nació en Asturias en 1949. Desde 1958
ha vivido en México. Activista sindical, investigador, profesor, escritor y
director de la Semana Negra de Gijón y cofundador de la Asociación
Internacional de Escritores Policíacos. Taibo lleva escribiendo toda la vida
y lo hace, además, muy bien, sin complejos, con sentido histórico y del
humor, que también pueden y deben combinarse. En el ámbito de la
novela negra, yo no sé si Taibo es o no es un clásico de las letras policiales,
pero sé que en mi biblioteca están Guelbenzu, Vázquez Montalbán,
Madrid, Ledesma, Mendoza, Villar, Silva, Eugenio Fuentes o Rodolfo
Walsh, entre otros, y que tendría que mirar hacia el suelo muerto de
vergüenza si me faltaran las novelas de Paco Ignacio Taibo II.
El subcomandante Marcos es el principal ideólogo, portavoz y mando
militar del grupo armado indígena mexicano denominado Ejército
Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que hizo su aparición pública
el 1 de enero de 1994, cuando lanzaron una ofensiva militar en la que
tomaron seis cabeceras municipales del estado sureño mexicano de
Chiapas, demandando democracia, libertad, tierra, pan y justicia para los
indígenas. Tras el pasamontañas, la pipa y el nombre de Marcos, se
107
esconde, al parecer, Rafael Sebastián Guillén Vicente, nacido en México
en 1957. De niño, le gustaban los juegos de magia. De joven, estudió
Filosofía y Letras. Se hizo profesor. Leyó a Marx, a Mao y a Gramsci. Ha
escrito más de 200 ensayos y multitud de libros de ideología crítica y
anticapitalista, así como de reivindicación de los derechos de los pueblos
indígenas y denuncia de la corrupción política.
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NUESTROS QUERIDOS AGENTES DE LA LEY
Comisarios, inspectores, policías e incluso guardias civiles de los de toda la
vida. La mayoría de ellos anda bien jodida: alcohólicos, divorciados y más
solos que la una. Están metidos en tantos líos como los que solucionan, es
cierto, pero a pesar de todo son auténticos profesionales.
Andrea Camilleri
La paciencia de la araña (2004)
La paciencia de la araña… Me dan asco las arañas. Me dan
miedo y me dan asco. Me producen una mezcla de
inquietud psicológica y repulsión física que suele desembo-
car en un grito infantil o en un respingo, casi siempre en
público y siempre bochornoso. Me dan tanto asco que ni siquiera tengo
que verlas para sucumbir. Por ejemplo: puedo estar dando un paseíto por
la ciudad y meterme en una librería y acudir con fidelidad e inercia a la
sección de literatura italiana y allí, entre manganellis, dantes y calvinos,
encontrarme un título arácnido y repugnante… Los pelos como escar-
pias. Las arañas en los títulos también me dan un asco espantoso. Incluso
en títulos que admiro y frecuento, como El sendero de los libros de araña, de
Calvino, o como éste de Andrea Camilleri que, no lo duden, me cuesta
incluso escribir: La paciencia de la araña. En esta octava entrega, Camilleri
nos devuelve al comisario Salvo Montalbano, pero nos lo devuelve más
viejo, más humano y filosófico, si cabe, que en las siete novelas anteriores.
Montalbano está cascado, como diría mi abuela, magullado tras su último
caso, postrado en la cama haciéndose preguntas peligrosas sobre la
justicia y el sentido de la justicia, sobre la ley y la falibilidad y los afectos,
que siempre nos confunden. En tal situación, se le informa sobre el
secuestro de una joven perteneciente a una familia que alguna vez fue
adinerada y lo perdió todo en misteriosas circunstancias. Montalbano
emprende una vez más (¿la última?) una labor de hermeneuta (todos los
detectives son filósofos hermeneutas, como sabe el maestro Uriel Fogué)
que consiste en el desentrañamiento, la interpretación y el desciframien-
to de una tela de araña, es decir, de una venganza urdida pacientemente
durante años y en la que se quedan adheridos los afectos y las vergüenzas,
111
las traiciones y las danzas fúnebres, la muerte y el amor, que se parecen
algo, pero muy poquito, y que en la obra de Camilleri están perfectamen-
te imbricadas en la complejidad y la maravilla del universo siciliano.
Andrea Camilleri es siciliano. Tenía ganas de toparme con un italiano en
estas páginas. Nacido en Porto Empedocle en 1925, se dedicó durante
más de cuarenta años a escribir guiones, al teatro y a la televisión hasta
que, en 1978, publicó su primera novela, El curso de las cosas. Es el autor de
un ciclo detectivesco protagonizado por Salvo Montalbano, que, sí, en
efecto, mis queridos amiguitos, es un homenaje al español Manuel
Vázquez Montalbán. Odio las arañas, aunque sean de Camilleri, y si no
fuera por eso, releería este libro al menos una vez cada lustro.
Vera Caspary
Laura (1943)
Laura es todas las cosas. Laura es el único habitante de este
planeta. Laura es todos los personajes y todos los ambientes.
El resto no es silencio, el resto es un reflejo de Laura o una
mera excusa narrativa para abundar en la complejidad y la
magnificencia de un personaje que fascinó a dos amantes del género
policial tan sutiles como Borges y Bioy Casares. ¿Y a Bolaño? ¿Conocía
Bolaño a Vera Caspary? Yo sabía que Bolaño admiraba a los padres, a los
hijos y a los nietos del género, a los legítimos y a los bastardos. Sabía que
admiraba a Chester Himes y sabía que no es cierto que Los detectives salvajes
no se parezca a nada escrito con anterioridad. Todo se parece ya siempre a
algo anterior y no hay nada nuevo bajo el sol, que dice el Libro. Lo que no
sabía, y sigo sin saber, es si la estructura narrativa y la forma de la segunda
parte de Los detectives… podría o no haberse visto contagiada por esa voz
polifónica que narra en primera persona eso que nos incumbe y nos
112
gobierna, en el caso de Bolaño, y eso que nos inquieta, nos reclama y nos
seduce, en el de Vera Caspary: Laura Hunt. ¿Quién es Laura? Insisto: Laura
es todas las cosas y es también la narración de su propia ausencia y en esa
narración reside la grandeza de una obra que hizo mundialmente famosa a
la escritora Vera Caspary y que mi querido Preminger llevó al cine en 1944
con Gene Tierney en el papel principal y Vincent Price —Belcebú lo tenga
en su gloria— en el papel secundario de Shelby Carpenter.
Lejos de ser una novela detectivesca al uso, articulada en torno a la
típica, tópica y no por ello menos apetecible mujer fatal, Laura es la historia
del asesinato de Laura Hunt, una mujer hermosa e inteligente, enorme-
mente ambiciosa y asidua de los saraos de la clase alta neoyorquina del
Manhattan de los años 40, cuyo cadáver aparece desfigurado por un tiro en
la cara en la puerta de su apartamento. El detective McPherson interroga a
todos los personajes de algún modo relacionados con la difunta Laura,
prometido y supuesto amante incluidos, y la novela se va tejiendo y
componiendo al modo testimonial, en primera persona, generando una
atracción irresistible hacia el personaje de Laura que termina cautivando al
mismísimo detective. En uno de los pasajes ya clásicos del relato, McPher-
son se queda dormido en un sofá con la foto de Laura sobre el regazo. Estos
chicos… Novela psicológica y romántica más que negra, tengo la impre-
sión de que Laura continuará apareciendo en el insomnio de todos los
pecadores de este mundo aficionados al género.
Vera Caspary nació en 1899 en Chicago, ciudad del viento, en una familia
de emigrantes alemanes y holandeses. Judía educada en las costumbres
tradicionales de su credo religioso, Caspary supo deshacerse rápidamente
del lastre chovinista y se convirtió muy pronto en una mujer independiente
y reivindicativa, con un espíritu político y revolucionario que la condujo a
coquetear con el comunismo e, incluso, a visitar la antigua Unión Soviética
con esperanza e ilusión, que es lo último que debe hacerse en la vida en
general y en la política en particular. Eso dicen, al menos, los supervivientes
y los hombres felices. El estrellato —que es una palabra curiosa y un estado
anímico singularmente infame— le llegó de la mano de la que sigue siendo
su mejor creación, Laura, un éxito literario que es una sombra cinemato-
gráfica alargada que tal vez lo oscurezca en buena parte, pero que deja
113
claridad suficiente como para leer un par de libros más de esta mujer que
siempre me recordará que Nabokov era un hombre constante y que nunca
dedicó ninguno de sus libros a nadie que no fuera su esposa. Perdón, la
sombra: Bedelia y The Man Who Loved His Wife.
Michael Connelly
El eco negro (1992)
Pensar es como entrar en una mina. Cuando quieres darte
cuenta, ya estás dentro y en peligro. Lo decía Albert Camus:
«Estamos dentro y en peligro». Por si fuera poco, avanzamos
en peligro por una mina de lenguaje, un agujero narrativo
inmenso caracterizado por la etiqueta y, por ende, por las señas de identi-
dad. De manera que el primer riesgo al que debemos enfrentarnos es el más
peligroso de todos: la inercia, el tópico, la casilla, la reproducción de
modelos. Y lo cierto es que no es sencillo eludir la estandarización en un
género como el de la novela negra. No es sencillo en absoluto. Eso es lo que
estaba pensando justo antes de ponerme a describir al héroe de Michael
Connelly, Hyeronimus «Harry» Bosch, Jerónimo Bosco. ¿Les suena? Claro
que les suena. Jeroen Anthoniszoon van Aken, el pintor flamenco obsesio-
nado, igual que Hesíodo, con la decadencia del género humano y con la
salvación y los infiernos. ¿Por qué querría Connelly llamar así a su detective
privado? Pasen y lean, o, si no, piensen en la ecuación infierno = capitalis-
mo postindustrial = género humano y lo sabrán. En todo caso, la pregunta
no era esa. La pregunta era otra bien distinta. Nos preguntábamos cómo
escapar a la estandarización si, por ejemplo, buena parte de los detectives
privados que ya pueblan esta guía son veteranos de guerra, alcohólicos y
mujeriegos. Recuerden a Nabokov: lo más importante son los detalles. Y
Michael Connelly domina el arte del detalle y lo domina hasta el aplauso,
además, en la que considero la mejor de sus novelas: El eco negro, escenario
114
de presentación de el Bosco, que si bien es veterano de guerra que cumple
con los requisitos estéticos y psicológicos del hardboiled para detectives, se
deja reconocer en la singularidad y la sutileza de sus detalles. Una sutileza
que a mí me recuerda a la Antígona de Sófocles y al viejo Esquilo, a su
obsesión por la justicia cósmica y a aquella idea antigua, arcaica y tal vez
hermosa de que alguien tiene que hablar por los muertos y devolverles lo
que se les debe. Ese alguien es el Bosco, hijo de una prostituta que murió
asesinada cuando él no era más que un niño, un hombre rodeado de
fantasmas bélicos y psicoanalíticos que decide convertirse en investigador
privado y especializarse en homicidios ( James Ellroy en nuestros corazo-
nes envenenados). El eco negro es una novela de diván y callejón, de
memoria y subterráneo a partes iguales. Harry Bosch se enfrenta a un caso
de muerte por sobredosis que despierta sus espectros de la guerra de
Vietnam. La víctima es Billy Meadows, un antiguo compañero de unidad
durante la guerra con el que compartió el miedo, el sudor y el olor a muerte
y a mierda en los túneles construidos por el Viet Cong, esos intestinos
hediondos y subterráneos donde el horror del propio cuerpo, el pánico que
sube desde las vísceras y emerge por la boca como un gruñido, un llanto o
un grito inútil, resuena implacable como un eco negro. El Bosco pasea por
su propio infierno, encarnado en las calles de Los Ángeles, y descubre a una
agente del FBI con cuya ayuda tratará de vencerse a sí mismo y resolver, de
paso, la misteriosa muerte de Billy Meadows.
Michael Connelly es un escritor indispensable por culpa de Harry Bosch,
animal vertiginoso de bellísima factura que habitará per secula seculorum los
anaqueles de la novela detectivesca. Nacido en Filadelfia, Pensilvania, en
1956, Connelly estudió Periodismo y se ganó el Pulitzer algunos años
después de que su madre, ama de casa aficionada al crime fiction, le inoculara
el virus de la lectura y promoviera sin quererlo un ritmo de ansia y precipita-
ción hacia esa boca omnívora que se llama Raymond Chandler y que ha
impulsado a tanto jovencito insensato a ponerse a escribir historias sobre
crímenes, estados del alma, puñetazos y amor discreto. Los hijos de
Chandler son muchos. Algunos, además de hijos de Chandler son unos hijos
de puta y no valen ni para limpiarse el culo. Connelly no es uno de ellos.
Connelly ha escrito El eco negro y eso debería bastar. Pero, si no les basta,
115
también ha escrito The Concrete Blonde y A Darkness More than Night. Y si eso
tampoco les basta, es que no tienen remedio. Los que tenemos de sobra con
la literatura de este hombre nos consolamospensando que Connelly escribe
como un titán con las espaldas fuertes y que siempre tiene un plan. Uno de
esos tipejos que te gustaría llevar al lado cuando te das cuenta de que hace
tiempo que entraste en la mina y de que no hay marcha atrás.
K. C. Constantine
El hombre al que le gustaban los tomates tardíos (1982)
Supongamos que sabemos lo que queremos decir cuando
decimos «la vida real de K. C. Constantine». Pues bien, poco o
nada se sabe de la vida real de K. C. Constantine. Ni siquiera
su nombre es real. Su pasado es incierto. Su rostro desconoci-
do. Sus entrevistas escasísimas. Creo que su mujer se llama Linda y que sirvió
en los marines norteamericanos. En cualquier caso, nada de lo que voy a
escribir a continuación ha sido confirmado como real. Háganme el favor y
no le den más vueltas a eso de «lo real». K. C. Constantine es el seudónimo de
lo que pudiera ser el nombre real de un hombre real nacido en Estados
Unidos en 1934, un nombre real de resonancias eslavas: Carl Constantine
Cosak. Cosak podría haber sido un jugador de béisbol de segunda e incluso de
primera. Podría haber sido Phil Rizzuto, shortstop de los NY Yankees, aunque
lo dudo mucho. Podría no haber tenido nada que ver con el mundo del
béisbol y haber sido en realidad periodista en Pensilvania, que suena
estupendamente. Podría, en fin, haber sido profesor de Escritura Creativa y
Composición en la Setton Hill University, en Greensburg. Lo único que está
claro es que es el autor de al menos veinte novelas de ficción detectivesca y
que es el creador de Mario Balzic, policía norteamericano de ascendencia
serboitaliana que protagoniza todas sus obras. No es mucho decir, lo admito,
pero ¿qué más quieren? ¿Qué más necesitan saber? Lo único que necesitan
116
saber de este individuo enigmático y esquivo es que ha engendrado dos
títulos mayúsculos:
1. El hombre al que le gustaba mirarse a sí mismo
2. El hombre al que le gustaban los tomates tardíos
Me gustan los dos, pero prefiero los tomates. Me gustan los dos porque
soy hombre sencillo amante de los patrones y Constantine perpetúa en sus
novelas un esquema narrativo fijo: Mario Balzic es el jefe de policía de una
ciudad imaginaria situada en Pensilvania, un enclave minero acosado por el
declive de la industria y la escasez del carbón. Constantine escribe crime
fiction, eso es cierto, pero la dimensión policíaca de la historia no es más que
una excusa para profundizar en las relaciones humanas de trabajadores de
mediana edad en mitad de la tierra de las oportunidades que asisten
serenamente a su propio derrumbe. La otra constante es el propio Balzic,
autoritario pero próximo, preciso en sus razonamientos, opiniones y
sentencias, genial pero sin alardes, absolutamente inmerso en el tempo real
de una lengua inglesa alejada de la gran urbe, un hombre que sabe mantener
una conversación con cualquiera en cualquier lugar sin perder el tiempo, la
firmeza o el acento. De las dos novelas, decía, prefiero los tomates porque
me encanta la apertura de la novela. Balzic pide un vaso de vino en
Muscotti’s Bar, su guarida preferida, y comienza a hablar con Vinnie, el
camarero. Hablan de tomates, de tomates fuera de temporada. Vinnie le ha
comprado tres cajas de tomates a un tal Jimmy Romanelli, tomates criados
en junio, tomates a deshora que llevarán a Balzic al descubrimiento de tres
cadáveres y al itinerario narrativo usual de Constantine: las almas en pena de
una ciudad moribunda, las esposas, los maridos, la decadencia sorda pero
implacable que avanza y nos devora mientras nos acodamos en la barra de
un bar, resolvemos un asesinato o criamos tomates fuera de temporada.
Nunca me ha importado ignorarlo casi todo de Thomas Pynchon y
confieso que las fotos de Rimbaud en África me dejan bastante indiferente.
Soy megalómano como el que más y a nadie le amarga un dulce. Pero
seamos honestos: en última instancia, en los momentos decisivos, en las
horas importantes, cuando la soledad impera y nos faltan las fuerzas para
seguir interpretando un personaje, ¿qué es lo que nos queda? Nos queda
Woody Allen corriendo hacia Mariel Hemingway al final de Manhattan; nos
quedan las Iluminaciones del joven Arturo; nos queda V de Thomas Pynchon
117
y El hombre al que le gustaban los tomates tardíos de un tal K. C. Constantine, tan
necesario, tan irreal y tan certero como cualquiera de nuestras mentiras
cotidianas.
Robert Crais
El mono bajo la lluvia (1987)
También me he preguntado alguna vez quién andaba detrás
de mis dos horteras favoritos, los detectives Sonny Crocket y
Ricardo Tubbs. Y quién detrás del teniente Furillo. Me
gustaba tanto Furillo que no puedo evitar evocar su imagen y
sus corbatas cada vez que oigo pasar lista. Cagney & Lacey me son más
desconocidos. En cualquier caso, detrás de los horteras magistralmente
parodiados en mi juventud por Martes y Trece y detrás de Hill Street Blues y
Cagney & Lacey está el apuesto Robert Crais, que escribió guiones para la
televisión y limpió casetas de perro antes de convertirse en una referencia no
sé si indiscutible pero en todo caso apetecible de la narrativa policial
contemporánea. Crais adora LA. Su escenario es LA, quizás porque tam-
bién es uno de esos hijos de Chandler de los que hablábamos más arriba
—no de los hijos de puta que no valen para nada, de los otros—, y tal vez
porque el paisaje californiano se acopla mejor con el detective estelar de sus
trece novelas, Elvis Cole, un veterano del Vietnam con sentido del humor y
buen talante que decora su despacho con cierta pasión estética por Mr.
Disney —me imagino al gordo Manganelli entrando en el despacho de Elvis
Cole y mirando por encima de las gafas el reloj de Pinocho colgado en la
pared—. Crais saltó a la fama con El mono bajo la lluvia (1987) y con la intro-
ducción de una pareja inimitable en el universo de la narrativa criminalísti-
ca: Elvis Cole va acompañado por su fiel amigo Joe Pike, silencioso y letal
como un guerrero comanche, ambas figuras emergen con potencia
devastadora en esta fascinantehistoria.
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El mono bajo la lluvia es la historia de un encargo, como debe ser. Ellen
Lang aparece en el pintoresco despacho de Cole para contratar sus servicios.
Su marido ha desaparecido llevándose a su hijo y nada se sabe de su parade-
ro. En principio, el caso parece relativamente sencillo, pero la trama avanza
repentinamente empujando a los dos investigadores a un viajecito sangrien-
to poblado de violencia, sexo y drogas duras en la noche californiana. Lo
mejor: el salto, como siempre. El salto desde los bajos fondos de LA hasta el
registro más elitista de Hollywood Blvd. Nada se salva de la saliva y la sangre.
Eso está claro. O al menos lo está en este novelón de Crais, divertido,
apasionante, magistralmente diseñado en sus atmósferas. Hay que tener
muy buena mano para introducir la fuerza bruta del baño de sangre y la
espiral del delirio en Beverly Hills y salir tan victorioso como sale Crais. Lean
a Crais y empiecen por este libro. Y si ya lo han leído, léanlo otra vez.
Robert Crais nació en Louisiana en 1953 y en 1976 se trasladó a Hollywood,
donde comenzó a escribir guiones televisivos hasta que no soportó más la
infamia y el exceso y la cantidad ingente de barro y arenas movedizas que,
supongo, decoran los pasillos, los despachos y las mansiones de los
magnates de la industria cinematográfica. Me gustan las coincidencias, pero
no creo que el diseño, la factura y el carácter de las dos estrellas de Crais sea
producto del azar. Creo que Cole y Pinke son el resultado de una arcada
estética, ética y política de Robert Crais. Creo que Cole es un personaje que
parece un niñato estúpido moldeado por la sociedad del espectáculo y, en
concreto, por las fábulas hollywoodienses y absolutamente reaccionarias de
Walt Disney, pero que en realidad constituye el contrapunto perfecto, la
carga explosiva en el interior del pastel: un tipo enamorado de Peter Pan y de
Pinocho que desayuna viendo Barrio Sésamo y del que, sin embargo, se nos
dice en boca del teniente Baishe: «…Sé quién eres. Serviste un buen tiempo
en el ejército, fuiste guardia de seguridad en un par de estudios y estuviste
pateándote las calles de la ciudad con ese hijo de puta de Joe Pike. Dicen que
te crees muy mono y muy listo. También he oído que eres muy bueno…».
Buenísimo, diría yo. Y duro de pelar. Casi tanto como Pike, que no se quita
las gafas de sol ni de noche, como Warren Oates, y que, a ciertas horas y en
ciertos ámbitos, puede ser tan letal como una granada de mano en el bolsillo
del pantalón.
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Colin Dexter
Los muertos de Jericó (1981)
¿Han visto alguna vez una película porno en un cine
comercial? No lo hagan. Es una experiencia horrible y
físicamente dolorosa. La tensión se acumula de tal modo
que a la mañana siguiente despiertas con agujetas. Yo lo hice
una sola vez en mi vida, en Oxford, Inglaterra, en un ciclo de cine bastante
alternativo que, a juicio del organizador, debía incluir 10 clásicos de los
géneros más diversos. Entre ellos el porno. ¡Mira tú qué bien! Acudimos
con sentido del humor y un ligero cosquilleo en la entrepierna a la proyec-
ción no pornográfica de un clásico del cine porno: Garganta Profunda. Ho-
rrible, ya les digo, para habernos matado en la primera curva todos y cada
uno de los imbéciles que creímos en la apreciación teórica del documento.
¿Por qué les cuento esto? Porque esa experiencia horrible la tuve en el ba-
rrio más bonito de Oxford, el que a mí me más me gustaba, al menos, el
barrio de Jericó, y porque es ese el barrio que menta el título de uno de mis
libros más favoritos del británico Colin Dexter: Los muertos de Jericó. Dexter
ha hecho de Oxford un santuario para los amantes del género. Un templo
en el que brillan con intensidad sus dos personajes principales: el inspector
Morse y el detective Lewis, la pareja más popular y entretenida de la
literatura policial y detectivesca británica desde A. C. Doyle. La historia me
gusta por el barrio y por los recuerdos pornográficos del mismo, pero sobre
todo porque es una historia que comienza como todas las buenas historias:
Morse conoce a una mujer en una fiesta y se queda prendado. Cuando
decide ir a visitarla, la mujer parece no estar en casa, aunque lo cierto es que
sí está: está muerta. Suicidio, dice el informe. Pero el suicidio no es razón
suficiente ni convincente para este santo bebedor que detesta al género
humano, pero al que le había gustado esa mujer. Una mujer a la que tal vez
pudiera haber salvado la vida.
Los muertos de Jericó pertenece a la etapa inmediatamente anterior al
éxito televisivo del inspector Morse, interpretado por John Thaw para las
cadenas británicas. Así que, si les gusta la serie, les gustará más el libro,
120
porque verán a un Morse más joven y a un Lewis distinto. En todo caso,
disfrutarán como niños. Unos niños elegantemente vestidos, eso sí, unos
niños bien educados a los que el maestro Colin Dexter saca a pasear por la
ciudad más pulcra del mundo para que vean dónde y cómo se pudren los
muertos.
Colin Dexter nació en Stamford, Inglaterra, en 1930. Estudió Filología
Clásica en Cambridge, enseñó durante 13 años y fue obligado a abandonar
la docencia debido a su creciente sordera. Es campeón nacional de Palabras
Cruzadas, una hazaña de la que no puede presumir ni el mismísimo
Georges Perec.
Michael Dibdin
Laguna muerta (1994)
Aurelio Zen es un nombre espantoso incluso para un
detective perteneciente al Ministerio Italiano del Interior. Feo
de preocupar. No obstante, este detalle importantísimo no le
resta valor a la creación literaria del irlandés Michael Dibdin,
que ha sabido construir un genio de la investigación detectivesca caracteriza-
do por su peculiar conocimiento y capacidad de adaptación al monstruo
burocrático de las sociedades contemporáneas. Un tipo con un nombre así
sólo puede ser dos cosas en la vida: un imbécil o un tramposo. Zen no es un
tramposo. Tampoco es profundamente imbécil. Yo diría que simplemente
es un poco ingenuo, demasiado idealista y primaveral para el mundo en el
que se mueve, un tipo que no entra con buen pie en el mundo de los tipos
duros y que, además, cree que la verdad y la honestidad vencerán por encima
de todas las cosas.
Laguna muerta se desarrolla en Venecia, la ciudad que vio nacer a Zen y
a la que éste regresa con el fin de encontrar a un millonario desaparecido en
121
extrañas circunstancias. La novela es estupenda por el contraste entre la
Venecia de salón y de postal a la que estamos acostumbrados y la Venecia
que nos muestra Dibdin. Zen tiene nombre de imbécil, sin duda, pero nos
lleva de paseo por las dimensiones más oscuras de la ciudad de los canales y
nos enseña que la economía lo gobierna todo, los amigos, el amor, las vistas
maravillosas desde todos los puentes del mundo. Una ciudad que es un
fantasma para el detective Zen, y en la que no quedan más que cosas
muertas, cuerpos muertos, códigos, esperanzas e ilusiones.
Michael Dibdin nació en Irlanda del Norte en 1947 y murió en Seattle en
2007. Se enamoró de Italia y enseñó durante cuatro años en la Universidad
de Perugia. Es el autor de una serie detectivesca notable pero no fabulosa
protagonizada por el detective Aurelio Zen.
Friedrich Dürrenmatt
La promesa (1958)
La balada del minotauro de Friedrich Dürrenmatt es una de las
piezas más impresionantes de la literatura europea contem-
poránea. Apenas había oído hablar del suizo cuando me topé
con su libro. Vivía muy lejos de aquí y alguien, un arquitecto,
creo, se empeñó en que escribiera un texto sobre el mito más manido de
todos los tiempos: el mito del laberinto y el minotauro. Me encerré en las
bibliotecas de mayor abolengo del continente, escarbé como un perro en
un cementerio, desenterré toda la erudición de la que fui capaz sobre el
mundo griego y minoico, las catedrales francesas, las danzas tribales, los
jardines, el Bosco, el Bomarzo de Mújica Láinez. Me enredé con Foucault y
con Deleuze. Me creí todas las mentiras de Jorge Luis Borges. Lloré de pena
y de gloria con Los Reyes de Cortázar. Terminé exhausto. El texto era
122
imposible, hermético, demasiado rico en citas y en detalles. De haber
tenido algo de pelo, me lo habría arrancado a tirones. No soportaba la idea
de haber sucumbido al laberinto, es decir, de no entender, de no saber, de no
poder explicar con sencillez el más sencillo de todos los mitos. Entonces
llegó Inés y me regaló un librito de Friedrich Dürrenmatt. Se bajó de la
bicicleta en el Puente de Varsovia y me dijo: «Piensas demasiado». «Cortá-
zar y Borges no están mal», me dijo. «La arqueología y la arquitectura no
están mal. Pero el laberinto es más sencillo que todas sus versiones, y eso
sólo lo ha entendido Friedrich Dürrenmatt: Minotaurus. Eine Ballade».
Desde aquella mañana sobre el Puente de Varsovia no he dejado de
leer a Friedrich Dürrenmatt. Resulta que el suizo, además de contar entre
sus obras con una de las mejores y más sugerentes lecturas del mito del labe-
rinto y el minotauro, es uno de los escritores más importantes de toda Eu-
ropa. Lo digo sin miedo: uno de los escritores más importantes de toda
Europa. Y resulta, además, que su grandeza no sólo reside en las obras que
le han encumbrado entre quienes saben leer (Los físicos, La visita de la vieja
dama, Titus Andronicus o Griego busca griega). Dürrenmatt es autor de tres
novelas policiales absolutamente imprescindibles: El juez y su verdugo, La
sospecha y La promesa. Tres ejemplos de genialidad y contundencia narrativa
que, en el caso de La promesa, configuran uno de los mejores retratos de la
obsesión detectivesca que un servidor ha leído en toda su vida. Una joven es
encontrada muerta en un bosque suizo. El asesino parece haber seguido el
patrón de otros asesinatos cometidos algunos años atrás. El caso le es
asignado al inspector Mattei, pero debe abandonarlo antes de poder dar con
la identidad del asesino al serle encomendada la tarea de asesor de las
fuerzas policiales jordanas. Cuando se encuentra con el padre de la joven
para comunicarle la horrible noticia, le promete que encontrará al asesino
de su hija cueste lo que cueste. Mattei empieza a obsesionarse y acude a una
zona del Cantón donde sospecha que podría vivir el asesino. Entonces
comienza a esperar. Espera sin descanso. Espera día y noche. En la
dilatación enfermiza de esa espera, en la quiebra serena y paulatina de la
cordura del inspector de policía está la potencia devastadora de la literatura
de Dürrenmatt. Impresionante. Les juro por lo más sagrado que esta novela
es impresionante. Mucho mejor que la película de Sean Penn protagoniza-
da por Jack Nicholson en 2000.
123
Friedrich Dürrenmatt nació en el Cantón de Berna en 1921 y murió en
Neuchâtel en 1990. Estudió Filosofía, Filología y Ciencias, pero sus verda-
deras pasiones fueron la pintura y el dibujo. Ilustró muchas de sus piezas
teatrales. Ensayista, pintor, dramaturgo, novelista, filósofo, guionista.
Estuvo a punto de hacer una tesis doctoral sobre Kierkegaard. Le fascinaban
Camus y Strindberg. Dürrenmatt es uno de esos autores que uno va dejando
para más tarde, como Joyce, Woolf o Steinbeck, pero a diferencia de lo que
ocurre con Joyce, Woolf o Steinbeck, morirse sin leer a Dürrenmatt es un
error, un pecado y un desastre.
James Ellroy
La dalia negra (1987)
¿Han visto fotos de Ellroy? ¿Conocen a Foucault? ¿Saben de
aquellos viajecitos que el filósofo francés se regalaba de vez en
cuando entre libro y libro? ¿Aquellos viajes en los que
Foucault se lo jugaba todo y llevaba su propio cuerpo al límite
de todos los límites imaginables? Pues bien, James Ellroy me recuerda a
Michel Foucault después de uno de aquellos viajes. Algunos dirán que eso es
una estupidez. Déjenme explicarles: Ellroy es un grandísimo escritor y es un
bastardo y un cabrón y un despiadado hijo de la gran puta. Como escritor,
quiero decir. El resto ni me incumbe ni me interesa. Ellroy es un narrador
cruel y perverso como pocos en la historia de la literatura universal, y entre
esos pocos hay dos de talla única. Uno es Agustín de Hipona, a.k.a san
Agustín. El otro es Michel Foucault. Imagino a Foucault regresando a París
después de todos los excesos y, no sé por qué, se me vienen a la cabeza las
páginas de uno de mis escritores favoritos y todas sus fotografías. James
Ellroy es el tercer cabrón más despiadado de la historia de las letras universa-
les, después de Agustín y de Michel Foucault. Premio de consolación: Jean
Jacques Rousseau.
124
Los lectores más inteligentes habrán cerrado ahora mismo este libro.
Los segundos más inteligentes se estarán preguntando si escribir en estos
términos sobre James Ellroy no forma parte de la propaganda del propio
Ellroy; si no es una fanfarronada; si el énfasis en el exceso del más excesivo de
los autores del hardboiled norteamericano —con permiso de Mike Spillane,
por supuesto— no contribuye a prestar más atención al personaje que a su
obra. Voy a repetirlo, por si no ha quedado claro: James Ellroy es un cabrón
despiadado y un hijo de la grandísima puta y el tercer escritor más perverso
de la historia de las letras universales. ¿Seguro? Segurísimo. Pero no hace falta
centrarse en su biografía de alcohólico, ladrón, putero, voyeur y fanfarrón
nazi o en el asesinato no resuelto de su madre cuando el chaval tenía 10 años.
Lo que hay que hacer es leer. Leer todo Ellroy, principalmente Mis rincones
oscuros, El asesino en la carretera y La dalia negra. Mis argumentos son
estrictamente literarios.
¿Qué tiene Ellroy que no tenga yo?, se preguntan los más flojos del
género. Para empezar, disciplina, método y estilo. Para seguir, economía
verbal y pocos escrúpulos. Para terminar, el motor más peligroso de todos, la
fuente de acción más nociva y grandiosa de todas las fuentes de creación
artística e infierno afectivo: la obsesión. Ellroy es un escritor obsesivo, un
hombre obsesionado con el crimen y el relato del crimen, con el crimen de su
madre y el de Elisabeth Short. Escribe como un endemoniado, con la
claridad y la contundencia de un individuo que es capaz de matar por llegar
hasta donde sabe que puede llegar con sus propios demonios. No sé si esos
demonios son reales o impostados, pero sé que su eficacia narrativa ha
convertido a este californiano en uno de los lugares más impresionantes del
crime fiction de todos los tiempos, un impacto visual e intelectual sólo
comparable con la visión de una manada de lobos aproximándose muy
despacio a una presa acorralada. Pero una visión que no termina en el
acecho, sino que se extiende hasta que el último lobo ha desgarrado el último
trozo de carne del cuerpo del animal y se ha dado la vuelta para volver a su
guarida.
Conocen bien el argumento de La dalia negra. Brian de Palma hizo un
trabajo célebre con el texto de Ellroy: el hallazgo en un solar del cadáver
descuartizado y brutalmente mutilado de una mujer joven se convierte en
un caso de interés mediático a causa de la gran repercusión que éste recibe
125
por parte de la prensa de Los Ángeles. El médico forense determina que ha
sido torturada durante días, mientras conservaba el conocimiento. Un
periodista bautiza a la víctima como La Dalia Negra por la manera en que
solía vestir la víctima. Dos de los investigadores del caso, Bucky Bleichert y su
compañero Lee Blanchard, se lo tomarán como hay que tomárselo, como
algo personal, sucumbiendo a la obsesión del propio Ellroy, que aún sueña
con su madre asesinada y violada en 1958.
Lee Earle Ellroy nació en Los Ángeles, California, en 1948. Cuenta que su
padre trabajaba para las estrellas de Hollywood de la época. Dice que su padre
decía que se acostaba con Rita Hayworth y que su madre era una enfermera
con problemas de alcoholismo. La mataron en 1958. Por resolver. Después
todo es catábasis: alcohol, drogas, prostitución, juego, cárcel, más alcohol,
más drogas, un poco de racismo, de nazismo, de arrogancia y, por fin, Kansas
City en 1977, desintoxicación y verbalización de las toneladas de odio y de
rabia que, sinceramente, yo sí creo que invaden a este gran escritor. El mundo
sería el mismo si no existiera Ellroy, pero yo me aburriría mucho más.
Marcello Fois
Siempre caro (1998)
Marcello Fois se ha convertido en un autor de obligada
referencia en Italia. Siempre caro es una de las razones de un
éxito fulgurante que, paradójicamente, se articula en torno
al diseño de un escenario narrativo localizado en la Cerdeña
de finales del siglo XIX y poblado de múltiples resistencias a la unificación de
Italia. Fois me recuerda a las páginas siempre lúcidas de Hans Magnus
Enzensberger cuando, en La balada de Al Capone, retrata a la perfección el
cuadro antagónico del mafioso italiano más célebre de todos los tiempos.
El criminal, afirma Enzensberger, el miembro de la Cosa Nostra, convive
126
en la juntura entre el capitalismo extremo como expresión máxima de la
sociedad contemporánea y el culto a las sociedades arcaicas, a los valores
ancestrales ligados a la tierra y a la sangre. Marcello Fois ha decidido narrar
la tierra y la sangre de Cerdeña. A finales del siglo XIX, tres narradores
cuentan la historia de una investigación llevada a cabo por el abogado
Bustianu, que debe defender a un joven acusado de robo. Bustianu es un
hombre solitario, un burgués de talante reflexivo aficionado a la lectura y a
la filosofía y con tendencias poéticas. El abogado es el único partidario de la
unidad italiana en toda la aldea. A través de sus investigaciones, Fois nos
introduce en el territorio sardo más profundo y en los recovecos innombra-
bles de la condición humana. Novela negra, asesinato, amor, celos y
traición en una isla que tiene algo de espacio mítico. Marcello Fois escribe
de maravilla, como los náufragos y los poetas. Un libro espléndido cuyo
título quiere homenajear al joven Giacomo Leopardi y a su poema «El
infinito» :
«Siempre caro me fue este yermo collado / y este seto que priva a la
mirada / de tanto espacio del último horizonte. / Mas sentado,
contemplando, imagino / más allá de él espacios sin fin, y sobrehuma-
nos silencios; y una quietud hondísima / me oculta el pensamiento./
Tanta que casi el corazón se espanta. / Y como oigo expirar el viento en
la espesura / voy comparando ese infinito silencio / con esta voz, y
pienso en lo eterno / y en las estaciones muertas, y en la presente viva.
Así que en esta / inmensidad se anega el pensamiento / y naufragar es
dulce en este mar»
Marcello Fois nace en Nuoro en 1960, vive y trabaja en Bolonia. En 1989
escribe su primera novela, Ferro Recente. Ha ganado el Premio Calvino con
Picta, el Premio Dessì con Nulla, los premios Scerbanenco y Zerilli Marimò
con Siempre caro y los premios Grinzane Cavour, Volponi y Alassio con la
novela Memoria del vuoto. Ahí es nada. Además de la narrativa, Fois también
se dedica a escribir guiones para la televisión y el cine.
127
Karin Fossum
Una mujer en tu camino (2000)
De repente, Escandinavia. ¿Y qué sucede en Escandinavia?
¿En Noruega, por ejemplo? Si quieren saber lo que sucede en
Noruega, lean L´isola pianeta de Giorgio Manganelli. Pero ya
se lo digo yo, por si no tienen tiempo. Lo que sucede en Noruega es lo de
siempre: nada es lo que parece, de Platón hasta el mismísimo Kant pasando
por Berkeley y Michael Haneke. Nadie es inocente, y menos en una
comunidad pequeña en la que todos se conocen, en la que todos saben que
tras la serenidad, la calma y la belleza se esconde algo de lo que un servidor
no puede hablar con sentido, algo así como el mal o el desastre o las
potencias ciegas y devastadoras que todo lo gobiernan. ¿Acojona, no? Pues
sí, y más aún cuando el asunto queda en manos de una de las escritoras más
interesantes del género en la actualidad, la noruega Karin Fossum, que ha
escrito muchas cosas buenas y algunas sinceramente espléndidas como
Una mujer en tu camino.
Gunder Jomman es un hombre afortunado que regresa a su aldea
escandinava después de un viaje inolvidable. Un viaje a la India en el que cree
haber encontrado el amor de su vida encarnado en una mujer a la que no le
queda más que esperar sentado. Pero la vida se tuerce, como el relato, y la
mujer nunca llegará a su destino para reunirse con él. Pocos días después,
una mujer extranjera aparece mutilada y desfigurada a las afueras del pueblo.
Con la ayuda de Skarre, el inspector Sejer, retoño agraciado de Fossum,
tratará de esclarecer ambos casos en el seno de una comunidad hermética y
aparentemente perfecta que, tras la sonrisa, esconde unas fauces hediondas.
Karin Fossum es el otro nombre de Karen Maticen, que nació en
Sanderfjord, Noruega, en 1954. Antes de ponerse a escribir y ganar un
premio de poesía y subirse a las alturas del género tanto en Europa como en
Norteamérica, Fossum fue taxista y empleada en un hospital y en una
residencia geriátrica. ¿Una más en el boom escandinavo de la novela negra? No
lo creo, sinceramente. Es difícil brillar entre Henning Mankell, Anne Holt,
128
Anders Roslund, Camilla Läckberg, Stieg Larsson, Maj Sjöwall, Per Wahlöö,
Kjell Ola Dahl, Jens Lapidus, Karin Alvtegen, Arnaldur Indrijdason, Mari
Jungstedt, Håkan Nesser, Inger Frimansson, Jo Nesbø, Camilla Ceder, Liza
Marklund, Camilla Grebe, Åsa Träff y Arne Dahl. Sobre todo, entre Mankell
y Larsson. Fossum lo hace sin apenas esfuerzo, como el médico que detecta
la muerte en las sombras de una radiografía.
Francisco García Pavón
Las hermanas coloradas (1969)
Me resisto, pero me cuesta. Lo que a mí me gustaría es
comenzar a hacer cabriolas y saltar de Sancho Panza al Dr.
Watson y del Dr. Watson a don Lotario, el ayudante de
Manuel González, el jefe de policía de Tomelloso creado por
García Pavón que responde al apodo de Plinio. Malabares haría yo entre Gar-
cía Pavón y el Imperio romano, pero me resisto. Además, los fuegos de
artificio están muy bien y bla bla bla, pero no siempre son necesarios. En el
caso de Francisco García Pavón, no, desde luego. Y mucho menos en
relación a los logros que el escritor ciudadrealeño ha conseguido en el
interior del género y para el género en territorio español. Supongo que
estarán de acuerdo conmigo en que García Pavón ha roturado el terreno, ha
balizado los campos y, lo que es más importante, ha clausurado las derivas
peninsulares de una literatura policial subordinada a la escuela anglosajona
y norteamericana. Sin Pavón no hay Carvalho. Sin Plinio no hay Bevilacqua
ni Toni Romano. Sin Tomelloso no hay Malasaña ni Barcelona. Lo que voy a
decir ahora puede sonar rancio en algunos oídos delicados: Francisco García
Pavón ha marcado la pauta de una literatura detectivesca específicamente
española, autóctona, ibérica, si quieren. Con ello no quiero decir que haya
que sacar pecho y decir chorradas. Quiero decir que Pavón ha conseguido
escribir con seriedad, rigor y agilidad narrativa acerca de una España de
129
posguerra en cuyo interior el crimen también ejerce el papel de termómetro
social. Todo en Pavón es un acierto: Tomelloso como telón de fondo, el
paisaje rural de la España de los años 50 y 60, la complejidad del investigador
sagaz y delicado que es Plinio y su perfecta combinación con el veterinario
don Lotario. Si hubiera empezado este párrafo haciendo cabriolas, mi últi-
mo salto mortal iría directo a las sociedades orales, a Grecia antes de la escri-
tura, a las comunidades pequeñas en cuyo seno los ancianos cuentan
historias a los niños alrededor del fuego. La literatura de Francisco García
Pavón es el relato escrito de una España trenzada en la oralidad de las
abuelas, en los oídos atentos de los niños del pueblo, que escuchan con los
ojos muy abiertos cientos de intrigas sobre crímenes antiguos y personajes
funestos.
Las hermanas coloradas es tal vez la obra más célebre de García Pavón.
Dos mujeres pelirrojas entradas en años, hijas de un antiguo notario de
Tomelloso y afincadas en Madrid, reciben una llamada telefónica y abando-
nan su casa de inmediato, se suben a un taxi y desaparecen. Plinio es requeri-
do en la capital para resolver un caso fascinante que irá desvelando múltiples
historias de amor y frustración sobre el fondo de la represión franquista y de la
mano de los paletos más ilustres de la historia de la literatura ibérica. Una
delicia autóctona y un ejemplo de literatura ágil y flexible.
Francisco García Pavón nació en Ciudad Real en 1919. Doctor en Filosofía y
Letras por la Universidad de Madrid, profesor en la Escuela Nacional de Arte
Dramático, ensayista, novelista, crítico teatral y editor en la cumbre de
Taurus, editorial inolvidable cuyos ejemplares guardo con amor filial en la
parte más alta de mi biblioteca. García Pavón saltó a la fama con la saga del
detective Plinio: El reinado de Witiza, El rapto de las Sabinas, Las hermanas
coloradas, Una semana de lluvia, Vendimiario de Plinio, Voces en Ruidera, Otra vez
domingo, El hospital de los dormidos. Costumbrismo, franquismo, crítica social,
sentido del humor, mirada histórica, calidad literaria y ritmo detectivesco.
Que lo disfruten.
130
Alicia Giménez Bartlett
Ritos de muerte (1996)
Prefiero aquello del syderoxylon tan caro a Schopenhauer
como ejemplo de un buen oxímoron, pero Petra Delicado
no está nada mal. ¿Quién? ¿Cómo que quién? La detective
creada por Alicia Giménez Bartlett, una mujer que, a mi
juicio, ha tenido el coraje (que sirve en literatura, pero muy poco sin talento
y disciplina) de pegar un salto mortal desde novelas como Exit y Vida
sentimental de un camionero a la saga de la detective más célebre de la
península, Petra Delicado, una abogada cansada de la burocracia que
decide pasar a la acción y emplear la imaginación, el verbo indelicado y la
ironía para resolver los casos más dispares con la ayuda de su subordinado
Fermín Garzón. En Ritos de muerte, ambos personajes tendrán que
enfrentarse a un caso de violación. Salomé, una joven de 17 años, ha sido
violada en el barrio de Trinidad, y la única pista con la que cuenta Delicado
es la marca de una especie de corona punteada que el atacante ha dejado en
el brazo de la víctima.
Alicia Giménez Bartlett nació en Almansa en 1951 y estudió Filología
Española en la Universidad de Valencia. Doctora por la Universidad de
Barcelona y autora de un ensayo digno de mención sobre la obra de Torrente
Ballester, Bartlett tiene libros que describiría como ligeros y eficaces. A mí
me gustan un par de ellos de la primera época, los dos que he señalado más
arriba, pero igualmente son recomendables por la saga y el oxímoron Día de
perros (1997), Mensajeros de la oscuridad (1999), Muertos de papel (2000),
Serpientes en el paraíso (2002) y Un barco cargado de arroz (2004).
131
Francisco González Ledesma
Una novela de barrio (2007)
Si a mí me hubieran dado un premio literario verdaderamen-
te importante con veintiún años me habría vuelto loco y
habría dejado de escribir para siempre víctima del deterioro y
la vanidad. Si lo hubiera recibido por mi primera novela y en
el marco de un concurso internacional, todavía estaría llorando de ilusión o
de rabia. Pero si, además de todo esto, en el jurado internacional que
hubiera premiado mi obra se encontraran Somerset Maugham y Walter
Starkie… No quiero ni pensarlo. No sé qué hubiera sido de mí. De lo que
estoy seguro es de que jamás me habría convertido en un escritor de calidad
como Francisco González Ledesma, que, con veintiún añitos escribió su
primera novela, Sombras viejas, y ganó el Premio Internacional de Novela
gracias a un jurado del que formaban parte Maugham y Starkie. Nunca
hubiera llegado a convertirme en uno de los autores más importantes de
novela negra de España. Un hombre que escribe sobre el crimen y el ase-
sinato, sin duda, pero también y principalmentesobre la ciudad, la ciudad de
Barcelona, el modo certero en que se van imbricando en ella las pasiones y
los espacios urbanos, los afectos y las clases sociales, la desesperación y el
propio cuerpo, la especulación y la historia. González Ledesma es un
pensador. Pero le gusta pasar desapercibido y hacernos creer que no es más
que uno de los escritores españoles más relevantes de novela negra de los
últimos cuarenta o cincuentaaños.
Podríamos quedarnos con cualquiera de ellas: Crónica sentimental en
rojo y El pecado o algo parecido son espléndidas. Y no me resisto a citar El
Expediente Barcelona e Historia de Dios en una esquina. Pero me quedo con
Una novela de barrio por varias razones. En primer lugar, porque es la
historia de una venganza y porque las historias de venganza son las que más
me gustan después de las historias de adulterio. En segundo lugar, porque
es la historia de un barrio y de la extinción paulatina de los barrios en las
grandes urbes a manos de la especulación. En tercer lugar, porque me
encanta el inspector Méndez, un hombre con métodos algo heterodoxos
que bien podría ser un perro o un rastreador callejero curtido en las
132
esquinas que sabe distinguir lo que está bien de lo que está mal y ambos de
lo que es debido. Una novela de barrio cuenta la historia de un padre que
perdió a su hijo allá por los años setenta. Durante el atraco a un banco, los
ladrones mataron a un niño mientras intentaban escapar. El niño es el hijo
de David Miralles. Muchos años después, uno de los atracadores morirá en
extrañas circunstancias y su antiguo compañero de fechorías está convenci-
do de que el responsable es Miralles y de que el próximo en caer, fruto de la
venganza, será él. De modo que decide anticiparse al vengador y eliminarle
antes de que sea demasiado tarde. Un padre, una venganza, una ciudad
extinta, un investigador cansado pero infalible, Barcelona… Gracias,
Ledesma.
Francisco González Ledesma nació en Barcelona en 1927. Novelista,
periodista e historietista, Ledesma fue sistemáticamente sepultado por la
censura franquista y se dedicó a escribir para La Vanguardia y El Correo
Catalán durante más de un cuarto de siglo. Pero es que resulta que, además
de un grande de las letras españolas, Ledesma es el autor de más de
trescientas historietas bajo el seudónimo de Silver Kane, un maestro del
western, como está mandado. Ledesma ya ha vivido muchos años y espero
que aún viva muchos más. Ha escrito muchos libros y, si no escribe ninguno
más en los muchos años que le deseo, no pasa absolutamente nada. Nos ha
regalado literatura con mayúsculas más que de sobra.
José María Guelbenzu
El cadáver arrepentido (2007)
En alguna ocasión, José María Guelbenzu ha contado que el
motivo que le condujo a escribir novela policial fue saber si
podía estar a la altura de los grandes maestros ingleses de la
novela de crimen y misterio. Pensaba en Doyle, supongo.
133
Pensaba en Dickinson Carr, Dorothy L. Sayers y, tal vez, en Agatha
Christie. Un reto, por tanto. Un desafío. Una bravata. Guelbenzu se puso
serio, respiró muy hondo y comenzó a escribir. Escribió No acosen al
asesino y La muerte viene de lejos. Inventó a la juez Mariana de Marco y, por
fin, redactó, corrigió y publicó El cadáver arrepentido, que, en mi opinión,
es la mejor de las tres novelas. La pregunta obligada es la siguiente: ¿lo ha
conseguido? ¿Ha conseguido José María Guelbenzu escribir una novela a
la altura de aquellos maestros ingleses? Pues claro que lo ha conseguido. Y
de largo. Guelbenzu me gusta por la misma razón que les gusta a ustedes,
porque es un escritor excelente. Pero también por otra razón. Guelbenzu
me gusta por sus desafíos y sus bravatas. El escritor español ha diseñado
un personaje complejo e inagotable como el de Mariana de Marco y la ha
dotado de la difícil tarea del viaje vertical, es decir, de vivir en vertical,
huyendo de la mediocritas, apostando por la intensidad y, lo que es más
peliagudo, por la verdad, que tal vez tenga algo que ver con la belleza y con
la palabra bien dicha. O tal vez no. En cualquier caso, El cadáver arrepentido
es la cúspide del reto de Guelbenzu por dos razones: 1) porque con ella no
sólo ha demostrado que puede escribir en la línea de Christie, Sayers o
Dickinson Carr, sino que, además, le gusta hacerlo; 2) porque El cadáver
arrepentido nos brinda el regalo que siempre esperamos de nuestros
escritores favoritos, que nos agarren de la manita y nos lleven al pasado,
que nos desvelen la procedencia de esos personajes a los que llevamos
meses, lustros o décadas persiguiendo.
El cadáver arrepentido es una novela de misterio con crimen, cadáver y
boda incluida. El detalle litúrgico es importante porque dota a la novela de
la ligereza y el sentido del humor necesarios para deslizarnos como niños
por una pendiente nevada o un tobogán acuático. Mariana de Marco se
enfrenta esta vez al caso más insólito de su larga trayectoria profesional:
Amelia, una antigua compañera de facultad, ve peligrar su boda por la
repentina muerte de su madre y el descubrimiento de un cadáver enterra-
do en actitud suplicante. Ante este desconcertante hallazgo, la juez
desplegará todos sus recursos, aun poniendo en peligro su propia vida,
para esclarecer un oscuro misterio familiar. Secretos poco a poco deshila-
chados que nos llevan a las grandes guerras del siglo XX, a la Guerra Civil
española, al laberinto oscuro y hediondo al que nos arroja la voluntad de
134
verdad y el ansia de la certeza. Tal vez Bergman tuviera razón y los
mentirosos siempre han sentido una profunda pasión por la verdad. Quién
sabe. En cualquier caso, Guelbenzu sí que tiene razón. La razón de la
literatura alta y baja. La razón de la excelencia y la imaginación rigurosa.
La razón del escritor. Ya lo he dicho antes: yo a Guelbenzu le hago caso con
los ojos cerrados. Para leerle, en cambio, los abro y devoro hasta caer
exhausto.
José María Guelbenzu nació en Madrid el 14 de abril de 1944. Cursó
estudios de bachillerato en el Colegio Areneros de la Compañía de Jesús en
Madrid y, posteriormente, ingresó en la universidad. Realizó estudios de
Derecho y Dirección de Empresas en ICADE y en la Facultad de Derecho
de la Universidad Complutense de Madrid. Ha colaborado en diversas
revistas y diarios a lo largo de toda su vida y ha sido director editorial de mi
bien amada Taurus. Después de casi veinte años de labor editorial, decide
dedicarse íntegramente a la escritura. Guelbenzu es un profundo admira-
dor de Albert Camus. Eso debería decirnos mucho de su propia obra.
Además de la serie de la juez de Marco, Guelbenzu ha explorado la
condición humana y las posibilidades experimentales de la literatura desde
otras atalayas: El Mercurio, Antifaz, El pasajero de Ultramar y La noche en casa,
donde ejecuta una espléndida revisión de las pautas narrativas de las
novelas anteriores y amplía horizontes expresivos. Posteriormente publicó:
El río de la luna, El esperado, La mirada y La tierra prometida. José María
Guelbenzu consigue parecerse a los grandes de la novela detectivesca
anglosajona, que se giran inquietos en sus tumbas preguntándose si ellos
serían capaces de escribir como Guelbenzu.
135
Batya Gur
El asesinato del sábado por la mañana (1998)
Constelaciones. Entre Los renglones torcidos de Dios, de
Torcuato Luca de Tena, y Shutter Island, de Dennis Lehane,
dista un desierto de proporciones bíblicas. Un desierto en el
que se alternan la literatura asequible y la literatura adictiva.
Yo he atravesado ese desierto. Hace poco, además. La memoria nos juega
malas pasadas. Leí a Lehane pocos meses antes del estreno de la película de
Scorsese y, sin verlo venir, me acordé de aquellas tardes de julio adolescente
tumbado en un camastro en casa de mi tío Gelín, leyendo una historia de
misterio y desorden mental, un cuento sobre los espacios y las sospechas, la
historia de Alice Gould, caminando como el trapecista sobre la superficie
de un hilo y sin red.
La memoria involuntaria genera sentido, construye mundo, interviene
de modo activo en la configuración cotidiana de nuestros hábitos, apetitos y
afectos. Me ha vuelto a pasar. Luca de Tena y Lehane, ya ven, que se parecen
como un huevo a una castaña, y ambos dos, de nuevo, llevándome a la mejor
novela de una escritora de misterio israelí que les recomiendo con amor y
sordidez, como decía Jerome. Se trata de El asesinato del sábado por la mañana,
de Batya Gur, que nos presenta a un detective erudito, brillante y universita-
rio con una obsesión sana y enormemente narrativa. No hay nada que
comprender, pero si lo hubiere, se trataría de una fórmula tan simple como
la siguiente: el mundo es una proyección de la mente humana, a veces
menosprecia y otras mejora. Pero siempre distorsiona. En esa distorsión se
desarrollan nuestras vidas, se rompen nuestros planes y se ejecutan nuestros
crímenes. Me gusta esta novela por la implicación involuntaria de Luca de
Tena y Lehane, porque también aquí nos encontramos con un sanatorio
mental y con un crimen por resolver cometido en su interior. El detective
Ohyon, hermeneuta y versado en los escritos del Dr. Freud, juega su propio
juego psicoanalítico desmenuzando y enredando y volviendo a desmenuzar
el universo afectivo que vincula, glorifica y destruye a pacientes y enferme-
ros. Una novela difícil de olvidar.
136
Batya Gur nació en Tel-Aviv en 1947 y murió en 2005. Descendiente de
judíos desaparecidos durante el Holocausto, doctora por la Universidad
de Tel-Aviv y profesora de Literatura Comparada durante más de 20 años,
a menudo se ha dicho de ella que es la Agatha Christie hebrea, la Christie
israelita. No sé. La Christie no hubiera sobrevivido a ciertos conflictos ni
viéndolos en la televisión de su casa, mientras que Batya Gur escribe desde
un lugar estrangulado y lo hace sin mirar para otro lado. Con talento. Con
decisión. Ligera como una navaja automática.
Reginald Hill
La chica del club (1970)
Reginald Hill nunca hubiera imaginado que iba a convertirse
en uno de los escritores de negra y policial más aclamados
del Reino Unido. Ni por asomo. No, al menos, en 1970, que
es la fecha de aparición de su primera novela, La chica del club,
y la presentación en sociedad de una pareja detectivesca antagónicamente
equilibrada: Andie Dalziel y Peter Pascoe. Han pasado 40 años y Hill ha
escrito cosas tremendas de resonancias lucianescas, como los Diálogos de los
muertos. Pero creo que nadie se mesará los cabellos si digo que aquel primer
libro, aquel revolcón de literatura completamente inesperado, sigue siendo
lo mejor que nos ha ofrecido este maestro sutil y elegante. La chica del club
cumple con más requisitos de los necesarios para alzarse con premios de
diversa índole y aplausos todos. Pero lo que a mí más me gusta es el
argumento: Connon juega al rugby. Regresa a su casa después de haber
sufrido una contusión más que notable en la cabeza. Se acuesta. Duerme y
cinco horas después, cuando despierta más o menos recuperado del
golpazo, se encuentra a su esposa muerta de un solo tiro en la cabeza
sentada en el sofá del salón. Cosas del rugby. Todas las sospechas apuntan a
Connon, incluso las del propio Connon, que comienza a preguntarse si no
137
habrá cometido una locura que ha olvidado debido al impacto. Dalziel y
Pascoe entran en escena como un ciclón: Dalziel es impertinente, audaz,
excesivo, poco amante de los límites y de las buenas maneras. Pascoe es
amable y compasivo, desprecia las fórmulas maquiavélicas y le gusta el
trabajo pulcro y bien ejecutado. Lo que siempre me ha fascinado de esta
primera novela de Hill es la herencia involuntaria de lo que, en mi opinión,
fue la mejor virtud de Chandler. Los detectives son figuras inmensas, pero
no centrales. Dalziel y Pascoe, como Marlowe, son una excusa narrativa
para la navegación, la exploración y la representación de una plétora de
bípedos implumes frágiles y desamparados que no hacen más que dar
vueltas como una pantera en una jaula. Si unimos este detalle aparente-
mente insignificante al don de la imaginación y la forma, ¿qué nos queda?
Reginald Hill, suave como un guante.
Reginald Hill nació en el Reino Unido en 1936 en una familia normalita.
Hijo de un jugador de fútbol. Graduado en Letras Inglesas por la
Universidad de Oxford. Profesor en fuga. Escritor a tiempo completo desde
1980. Un tipo astuto e insaciable que ha sabido contener su imaginación
desbordante y convertirse en fuente de placer para cualquier vicioso.
Tony Hillerman
La primera águila (1998)
La literatura y el fin de los tiempos. La literatura y el
Apocalipsis. La literatura y la apocatástasis. Me atraganto
con tanto palabro. Lo que en realidad quiero decir es que el
mundo significa algo o no significa nada. Lo de siempre, aquello del tiempo
y el progreso y el decurso y la finalidad de todas las cosas. Teodiceas,
filosofías de la historia, narración constante, sí, pero ¿hacia dónde? No sé si
138
Dios existe ni si la Historia se encamina hacia su culminación. Tiendo a
pensar que no. Por eso me encanta fantasear con las posibilidadesnarrativas
del absurdo. Y es que, si el mundo y, por ende, la literatura tuvieran sentido
y existiera algo así como una justicia cósmica de corte estético, cabría
preguntarse por el lugar que ocupa el género negro y policial en la econo-
mía de todos los seres. Porque, bien pensado, si todo devenir estético está
inscrito en la lógica inmutable del sentido, orientado hacia la perfección
última, etc., etc., la novela negra parecería haber superado, integrándolo
—pesaíto, el Hegel y pesaíto el Heidegger— escenarios narrativos como el
del western. Eppur’… Mi tesis es la siguiente: puede que no nos hayamos
dado cuenta, pero Tony Hillerman es una prueba fehaciente contra la
existencia de Dios, es decir, de sentido, es decir, de progreso orientado, es
decir, de teología, teodicea y aspiraciones varias. Tony Hillerman es mi
héroe. Tony Hillerman es un autor imprescindible y original como pocos
que ha agarrado por el cuello a la novela policial, anclada en la urbe
norteamericana, y la ha llevado al Oeste, a Arizona, a Nuevo México, al
contexto de una comunidad india de navajos. Negra y policial en el
Southwest. De calidad, además. Tony Hillerman ha incluido el desierto en la
novela negra, o la novela negra en el desierto, y nos ha demostrado que
también los escenarios son caducos y que el género negro, como el Lute,
camina o revienta. No en balde, Hillerman ha sido considerado el fundador
de la novela policíacade las minorías indígenasde Estados Unidos.
Confieso que, si yo mismo hubiera leído estas líneas antes de conocer,
pongamos por caso, La primera águila, habría fruncido el ceño. ¿Novela
policial fuera de la ciudad? ¿Dónde? ¿En el bosque? ¿En la Naturaleza?
¡Seamos serios! Eso es lo que habría pensado, sinceramente. De hecho, es lo
que me pasó al comienzo de Twin Peaks, me chirrió la combinación entre
el traje del detective y los ambientes, los hábitos y los ritmos de una región
ajena a la gran urbe. Y sin embargo… Lo importante es el relato, el buen
relato, y Hillerman ha conseguido generar un relato espléndido de la
cultura navaja, hopi y zuni aún existentes en los Estados Unidos. La mayoría
de sus novelas están ambientadas en el seno de la sociedad navaja. Sus
crímenes llegan siempre a manos de la Policía Tribal Navaja, una comuni-
dad de indios norteamericanos que se encarga de resolver sus propios
asuntos judiciales y policiales, es decir, que integran en las pesquisas las
139
tradiciones ancestrales de un grupo de hombres que, durante siglos,
convivieron de un modo apenas comprensible para urbanitas con el
entorno natural. Me fascina este tipo. Me fascinan sus dos personajes
centrales, el agente Jim Chee (aprendiz de chamán) y el teniente John
Leaphorn, y el significado crítico y social de los mismos en el ámbito de la
cultura norteamericana: dos individuos pertenecientes a la cultura india-
navaja que, sin embargo, han sido educados en la civilización blanca. Dos
hombres partidos por la mitad, pero de verdad, no como nosotros. Les
recomiendo que lean cualquier libro de Hillerman. Y si, como ya les dije,
tienen que salir corriendo de una casa en llamas y sólo pueden salvar un
libro de Hillerman, salven La primera águila (salven el fuego también, en
homenaje a Jean Cocteau). Lo digo porque se trata de la más serena de sus
obras: sin grandes tensiones, sin demasiado suspense en comparación con
el resto de sus escritos, pero perfecta como mapa introductorio al universo
de Hillerman. Aunque eso depende de hacia dónde apunten sus impulsos,
por supuesto.
El asesinato de un oficial de policía y la desaparición de un científico
especialista en la investigación de plagas reunirán los caos y las cosmovisio-
nes de Jim Chee y John Leaphorn en una trama equilibrada que nos
sumerge en los mejores rincones de las culturas navaja y hopi. Puede parecer
que el trasfondo no es importante. Que no hay diferencia relevante entre
Los Ángeles y Arizona si de lo que se trata es de resolver asesinatos y jugar a
los tipos duros… A estas alturas del partido, ustedes saben tan bien como yo
que los tipos duros no son más que individuos, y que los individuos son, ¡ay!,
una alteración o un relieve del fondo complejo en el que se insertan.
Tony Hillerman nació en Sacred Heart, Oklahoma, en 1925. Hijo de
granjeros. Se crio en una granja de Oklahoma y, dicen, en contacto directo
con las tribus seminolas. Se alistó en el ejército y combatió al lado del
mortero en la Segunda Guerra Mundial. Volvió a casa hecho polvo, pero
volvió, y trabajó durante años como periodista y profesor universitario. La
última vez que estuve en Montana me llevé dos únicos libros: Rocksprings,
de Richard Ford, y La primera águila, de Tony Hillerman. A Ford lo leía en los
moteles de carretera mientras mi acompañante se daba baños en la piscina.
A Hillerman, en cambio, lo leía en mitad de ninguna parte, entre Montana y
140
Dakota del Sur, sentado en el capó del coche y rodeado de horizontes sin
medida. Supongo que la fragilidad de un lector y la importancia de un autor
están, en el fondo, ligadas a detalles como éstos, a accidentesy fugas.
Chester Himes
Un hombre ciego con una pistola (1969)
¿Qué libros hay en una prisión? ¿Cuál es el catálogo de una
biblioteca penitenciaria?¿Qué leyeron en la cárcel Jean Genet
y Chester Himes? ¿Leyeron para ser libres? ¿Leyeron para
librarse de sus cadenas? Miren, cuando uno está encarcelado lo último que
necesita son metáforas, así que no creo que dos figuras tan drásticas y tan
excelsas en el arte de la escritura como Genet y Himes leyeran para ser
libres. Leyeron para seguir leyendo, como todos. Para matar el aburrimien-
to, como todos. Para salvar la vida, como Himes, que dijo un millón de
veces que había comenzado a escribir relatos en la cárcel para construir un
personaje que le permitiera ser temido por los presos y respetado por los
funcionarios. En cualquier caso, lo que me interesa destacar es que estamos
antes dos presos. Y que uno de ellos es el escritor norteamericanoal que más
admiro después de Chandler, Carver, Ford y Scott Fitzgerald. Chester
Himes fue condenado a veinte años de cárcel por robo a mano armada.
Cumplió siete. Comenzó a escribir entre rejas y, hoy por hoy, es uno de los
más grandes autores de novela negra y policial de todos los tiempos. ¿Nos
alegramos de su presidio? No pregunten, si no quieren ser respondidos.
En 1957, Jean Giono escribió estas palabras en la solapa de una novela
recién editada de Chester Himes: «Os doy todo Hemingway, Dos Passos y
Fitzgerald a cambio de Chester Himes». Ingenuo, Jean. Nadie va a deshacer-
se de Chester Himes, ni los blancos ni los negros ni los amarillos. Como
mucho, nos desharemos del aura exótica y completamente innecesaria que
141
se deriva de una etiqueta que nunca enganchó en la chaqueta de Himes:
literatura de negros para negros. ¿Significa esto que a Himes le da igual ser
blanco que negro? No. Significa que Himes intenta comprender qué
significa ser negro en Norteamérica mas allá de los eslóganes y el victimis-
mo. Y que lo hace, además, en un edificio narrativo poblado de humor y
golpes secos en el que de florido no quedan ya ni los sentimentalismos más
consagrados del género. Chester Himes es un criminal, literal y estético.
Chester Himes ha cometido un crimen de corte casi freudiano con aquellos
autores que leyó como un coyote hambriento durante siete años de cárcel.
Ha cometido con Chandler y con Hammett un parricidio más sucio que el
del mismísimo Platón. Después de abrazarles a ambos y decirles entre
lágrimas: «Os quiero papás, gracias», Himes se atrevió a decirles a la cara lo
que nadie les había dicho antes: que detrás del supuesto realismo descarna-
do de LA, detrás del callejón oscuro al que Hammett había trasladado a la
novela detectivesca tras el reinado de la Christie; detrás de la niebla y el
hedor, en realidad se esconden la utopía y el ornato excesivo, la idealización
de personajes como Spade y Marlowe.
—Sois tan ficticios como Poirot y Holmes, pero con facciones más
duras. Así que me voy.
—¿A dónde vas, hijo?
—A escribir con las entrañas. Yo no las tengo tan serenas como Safo.
Al hablar así, Himes se equivocaba en algo importante: papá Chandler
y papá Hammett, sobre todo papá Chandler, no quisieron dotar de realidad
a sus protagonistas tanto como mostrar la realidad a través del exceso
paradigmático de sus protagonistas. Pero bueno, lo cierto es que el hijo
negro dejó de perpetuar los patrones del hardboiled de Black Mask y se
adentró en un universo desolador, el Harlem negro norteamericano, de la
mano de dos personajes distintos al resto del panteón detectivesco. Decir
distintos en el interior del género es harto difícil, pero creo que ajustado en
el caso de Coffin Ed Johnson y Grave Digger Jones. Ataúd Johnson y
Sepulturero Jones. En última instancia, ambos sirven a Himes para lo
mismo que Marlowe y Spade sirvieron a Ray y a Dashiell: para pensar la
ciudad. Pero esta vez, para pensar la ciudad siendo un negro en un mundo
gobernado por los blancos. Los agentes Johnson y Jones trabajan en
Harlem, Nueva York, y todo lo que dicen, todo lo que hacen, todas las
142
hostias que reparten o los chivatazos que reciben, todas las conversaciones
pseudofilosóficas que practican y cada uno de los diálogos nocivos que
mantienen con su superior blanco apuntan a un mismo objetivo: pensar la
ciudad contemporánea siendo un negro en un mundo gobernado por
blancos. Podría contarles la trama, pero prefiero contarles otra cosa. Un
hombre ciego con una pistola es, por lo pronto, algo que todos hemos querido
ser alguna vez. Y además es un libro en el que lo único verdaderamente
importante, por encima del caso, los crímenes y los encuentros físicos y
verbales, es el tratamiento de las relaciones simbólicas, tribales, sociales y
económicas entre negros y negros, por un lado, y negros y blancos, por
otro. Sin patetismo. Sin anestesia. Sin victimismo. Sin propaganda ni
alaridos panfletarios. Chester Himes son palabras mayores, lo juro. Y tiene,
además, el don de la caña de pescar, la habilidad del cazador, el talento de la
tentación irresistible: «Un amigo mío, Phil Lomax, me contó que un ciego
había disparado con una pistola contra un hombre que le había abofeteado
en el metro y que había matado a un espectador inocente que leía tranquilo
su periódicoal otro lado del paseo».
Chester Himes nació en Missouri en 1909 y murió en Alicante, España, en
1984. Fue expulsado de la Universidad de Columbus por llevar a sus
compañeros a una casa ilegal de apuestas. Tonteó con los delitos de poca
monta hasta que, con 19 años, fue arrestado, encerrado y condenado a
veinte años de cárcel por robo a mano armada (otra vez las manos, la misma
mano armada que redactó Todos muertos, Si grita, déjalo ir, Algodón en Harlem,
Corre, hombre o Por el pasado, llorarás). Leyó entre rejas. Escribió. Salió y
redactó y redactó hasta que, en 1945, con la publicación de Si grita, déjalo ir
pudo dedicarse por completo a la literatura. Abandonó un país en el que no
le querían ni los blancos, por su látigo y su azote, ni los negros, por negarse a
la homogeneización de la conciencia racial. Chester Himes murió en
España. Le gustaban mucho los gatos. Un día de éstos, antes de que todo
acabe, me subiré en un coche y visitaré su tumba en Moraira.
143
Arnaldur Indriðason
La voz (2006)
L. P. Hartley tenía razón, pero sólo un poco: «The past is a
foreign country. They do things differently there». Tenía razón en
que el pasado es un país extranjero y extraño, pero tal vez allí
las cosas no sean tan distintas. Al fin y al cabo, todo es
cuestión de tiempo, y el tiempo pasa y rotura, quema, pincha y mancha,
devasta y desvanece. El tiempo es un territorio lleno de fantasmas, y los
fantasmas, ya vengan del pasado, del presente o del futuro, siempre se
comportan del mismo modo. Así lo enseña Walter Benjamin. Los fantas-
mas vuelven una y otra vez porque tenemos cuentas pendientes. Y todo el
que tiene un pasado tiene cuentas pendientes. Ésa es la idea principal del
islandés Arnaldur Indriðason y de su espectacular novela La voz, la historia
de un asesinato cometido en un hotel que se convierte en la excusa para
hacer eso que a Indriðason tanto le gusta hacer: empeñarse en demostrar-
nos que, en realidad, todos los argumentos y todas las tramas no sirven más
que para bucear en las profundidades de la condición humana.
La voz comienza con la muerte de Gulli, el portero de un hotel de
Reikiavik que aparece acuchillado en el sótano, medio desnudo y con un
condón puesto. El detective Erlendur, un clásico ya de las letras escandina-
vas, se encargará de un caso extraño en el que todos los clientes del hotel
parecen asesinos potenciales. No obstante, la clave no está ahí. La clave es el
pasado. El pasado de Erlendur y el pasado de Gulli, un hombre que alguna
vez, de niño, tuvo una voz privilegiada y que apuntaba maneras de genio en
el mundo del canto. Un hombre que se rompió de repente, en ese país
extranjero, cuando su hermano desapareció sin dejar rastro. A ese
escenario fantasmal se une, como de costumbre, la vida en ruinas del
detective Erlendur, excelente en su trabajo y devastado en su existencia
privada. Un personaje complejo y rico como pocos que ha cautivado a
millones de lectores. Esto puede no ser bueno, o puede ser buenísimo. Y la
razón del cautiverio es bien sencilla. Erlendur es un cualquiera, un fulano,
un tipo inteligente y estúpido al mismo tiempo que no sabe imprimir a su
144
vida un poco de concierto y que sufre infinitamente por ello. Una curiosi-
dad: quienes detesten las Navidades, adorarán este librito.
Arnaldur Indriðason nació en Reikiavik en 1961. Licenciado en Historia,
periodista y crítico de cine. Amante de la literatura sueca de los años 90 y,
supongo, espero y deseo, del cine de Ingmar Bergman. Siento debilidad por
Islandia, por las sagas y por la luz imposible de los paisajes lunares, así que
tal vez me esté dejando llevar por las querencias y el bueno de Indriðason
no sea más que un islandés que escribe normalito y vende mucho. Decidan
ustedes mismos: La voz y La mujer de verde, por ejemplo. A ver si voy a ser yo
el único al que no es tan difícil hacerle feliz de vez en cuando…
P. D. James
Sabor a muerte (1986)
Lo más difícil es dar cuenta de las coincidencias. Por qué
razón algunos acontecimientos, personas y espacios físicos
se combinan de cierto modo y no de otro en un momento
concreto y en un lugar preciso. Por ejemplo, supongamos que usted es un
detective y un poeta y que se llama Adam Dalgliesh. Le ha sido encargada la
resolución de dos asesinatos que, en principio, pudieran estar conectados.
Dos cadáveres con la garganta seccionada en la sacristía de una iglesia
londinense. Uno pertenece a un vagabundo cualquiera al que, de vez en
cuando, le gustaba dormir en suelo santo. El otro, en cambio, es cadáver
oficial, el cuerpo de un señor y un tory, sir Paul Berowne. Lo difícil,
entonces, es dar cuenta de esa extraña coincidencia, del común denomina-
dor que abraza ambas muertes. Así comienza un librito de P. D. James que
no está mal, Sabor a muerte. Un librito que arranca con esta coincidencia y
que nos conduce al desentrañamiento de los trapos más que sucios,
apestosos, de la entera familia Berowne. Ya me conocen, digo que no está
145
mal porque me gusta aparentar que detesto la edad dorada del género, en
concreto la edad dorada británica, y resulta que P. D. James es, en muchos
aspectos, un salto hacia atrás, una recuperación de lo mejor y lo peor de A.
C. Doyle y Agatha Christie. Escenarios pulcros, iglesias, todo muy
hogareño y cordial, todo demasiado elegante, como el detective y poeta
Dalgliesh, que no aguantaría una cena con Spenser, Marlowe, Spade, Coffin
Johnson y Grave Digger Jones a menos que ingiriera unas buenas dosis de
cocaína y alcohol. Supongo que podría decirse que P. D. James ha aprendido
a integrar las reliquias de la edad dorada con cierto tempo contemporáneo.
En ese sentido, Sabor a muerte no está nada mal. Yo leería este libro de P. D.
James y, después, volvería a las andadas.
Phyllis Dorothy James nació en Oxford en 1920. Se graduó en Cambridge
y trabajó durante muchos años en los servicios sociales de la administración
pública. También desempeñó labores funcionariales en el Ministerio del
Interior británico, de ahí su pasión por los pasillos y los suelos de mármol.
Ha escrito más de veinte novelas policiales y muchas de sus obras han sido
llevadas a la gran pantalla.
Yasmina Khadra
Morituri (1997)
Uno se enfrenta a los libros del antiguo comandante del
ejército argelino oculto tras el seudónimo femenino de
Yasmina Khadra y apenas puede evitar una reacción de
diletante: literatura para las masas, un best-seller detrás de otro,
narrativa lacrimógena. No, mire usted. Creo que está confundiendo a
Yasmina Khadra con Sándor Márai (o con Nieves Herrero). Céntrese un
poco, se lo ruego. Cierto que Khadra se ha convertido en un autor de éxito
internacional. Cierto que también se le ve por doquier en los vagones de
146
metro. Pero seamos serios. Si usted consigue eliminar el tópico y desgarrar la
tormenta sensacionalista y pseudomoral que se desató tras el descubrimien-
to de la verdadera identidad de Yasmina Khadra, lo que se va a encontrar es
uno de esos testimonios que demuestran que el género negro y la literatura
policial detectivesca también encierran joyas de relevancia indiscutible. Por
ejemplo, la trilogía de Argel con la que Khadra —repito: antiguo comandante
del ejército argelino sometido al miedo y la censura de su propio país—
disecciona los conflictos internos de un país incandescente. Morituri es la
primera novela de la serie. En ella conocemos al comisario Llob, funcionario
del cuerpo de policía de Argel, y a su fiel ayudante, Lino. Ambos representan
el frágil y necesario enfrentamiento fáctico y moral frente a las redes mafiosas
que gobiernan la política y la economía del país africano. Llob deberá
encargarse de descubrir quién anda detrás del secuestro de la hija de un
antiguo gerifalte del régimen mientras se enfrenta a un abanico de terroristas
que avanzan invencibles sobre el fondo de un país en derrumbe. Completada
con Doble blanco y El oro de las quimeras, la trilogía de Argel es el relato del
desgarro y el desencanto de un hombre —Khadra-Moulessehoul-Llob— que
contempla, mordiéndose los labios, el modo en que su hogar, su memoria y
su infancia son acuchillados por los fantasmas del terrorismo y los intereses
de las clases dominantes.
Yasmina Khadra es el seudónimo de Mohammed Moulessehoul, nacido
en Kednasa, en el Sáhara argelino, en 1955. Su madre era una mujer
nómada. Su padre, en cambio, un oficial del Ejército de Liberación
Nacional. Con nueve años ingresa en una academia militar. Escribe desde
niño. Publica seis novelas con su verdadero nombre antes de decidirse por
el seudónimo femenino que le dará la fama, una estrategia inteligente que
le permite ahuyentar la censura y relatar sin obstáculo. En el año 2000
decide abandonar el ejército y desvelar su identidad. Le llueven las críticas.
Le llueven los insultos. Le llueve el dinero. Moulessehoul sigue escribiendo
y se convierte en un autor de renombre. Sus aportaciones al género negro
desde el ángulo del conflicto argelino y el continente africano son
incalculables.
147
Stephen Leather
El infiltrado (2005)
¿Les gusta el patinaje artístico? A mí tampoco. De vez en
cuando me encuentro por casualidad con esas coreografías
gélidas con musiquita de Michael Jackson, Roxette o el
mismísimo Schubert y me dan ganas de salir corriendo. Pero
lo cierto es que no lo hago. Me quedo sentado frente al televisor con los
ojos bien abiertos y una sensación de pánico que comienza a recorrerme
todo el cuerpo. Odio el patinaje artístico porque sufro cuando lo veo,
porque lo veo con la esperanza de que ese giro con tirabuzón no termine
con los dientes de la patinadora rusa —monísima— esparcidos por la pista
o entre los pies de algún espectador. Por lo general, siempre me han sacado
de quicio las representaciones basadas en la producción de ansiedad y la
explosión de júbilo (en caso de que el tirabuzón se complete, claro está). En
el ámbito de la novela detectivesca, por ejemplo, me cuestan sudores fríos
las historias de policías infiltrados. Pero he de reconocer que me pasa lo
mismo que con el patinaje o los toros: la posibilidad continua del accidente,
la inminencia del tobillo roto, la cornada o el desenmascaramiento me
producen cierta adicción. En el cine lo he comprobado miles de veces,
Infiltrados de Scorsese y, sobre todo, Donnie Brasco, de Mike Newell, basada
en la historia real del agente del FBI J. D. Pistone, y unas cuantas veces más
en la literatura. De todas ellas, me quedo con El infiltrado, de Stephen
Leather. Dan «Spider» Shepherd decide ofrecerse como agente infiltrado
en un grupo de policías corruptos de elite de Londres. Antiguo integrante
de las SAS, viudo y con un hijo al que no consigue aproximarse del todo,
Shepherd tendrá que ajustar su historia gestual y sus hábitos más recóndi-
tos al ritmo delirante y excesivo del hampa británica, a la par que se verá
envuelto en el caso de una mujer que quiere eliminar a su propio marido,
un gánster del que Shepherd simula poder ocuparse por una suma de
dinero adecuada. No les voy a contar si al final la patinadora rusa se parte o
no la crisma. Sólo les diré que la nota de los jueces no bajaba del 9,5.
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Stephen Leather nació en Inglaterra. Se licenció en Bioquímica en la
Universidad de Bath. Iba para científico, pero una conversación con un
borracho en la barra de un bar mientras trabajaba de camarero le hizo
decantarse por el periodismo. Ha trabajado para el Daily Mirror, el South
China Morning Post de Hong Kong y The Times, y es autor de más de veinte
thrillers entre los que se encuentran El infiltrado y El terrorista, dos de las seis
aventuras protagonizadas hasta la fecha por Dan «Spider» Shepherd.
Afirma que el periodismo le enseñó a hacer preguntas y a construir tramas.
Escritor tardío pero muy joven. Me froto las manos pensando en futuras
competiciones sobre hielo.
Dennis Lehane
Mystic River (2001)
Si es del poder y la fuerza de lo que estamos hablando,
Dennis Lehane es el Coloso de Rodas. Si es del talento
literario y el arte de la composición sinfónica, Dennis
Lehane es el Demiurgo del Timeo de Platón. Pero si lo que
estamos diciendo es que la literatura es un naufragio y el escritor un
náufrago en busca de alimento, fuego y cobijo, entonces Lehane es el
Pencroff de La isla misteriosa de Julio Verne: «Bueno, dijo el marino, todo se
arreglará. Procedamos con método. Estamos fatigados, tenemos frío y
hambre. Por consiguiente, hay que buscar abrigo, fuego y alimento. El
bosque tiene leña, los nidos tienen huevos: basta buscar la casa».
Esta cita siempre le ha gustado a Vázquez Montalbán y, sin duda, le
gustaría a Dennis Lehane. Un hombre que se parece al Coloso de Rodas y al
Demiurgo y a Pencroff pero que, en realidad, es mucho más sólido y
contundente que cualquier símil literario que podamos inventar. Lehane se
ha convertido en muy poco tiempo en uno de los escritores norteamerica-
nos más interesantes, potentes, coherentes y audaces de las últimas décadas
149
gracias a títulos como Oscuridad, Shutter Island, Mystic River, Coge mi mano, o
Gone, Baby, Gone. Historias de grupos marginales ambientadas por lo
general en Boston, historias de clanes irlandeses asentados en USA,
historias con una pareja de detectives que, personalmente, me parecen un
regalo del cielo o del infierno, lo mismo da. Voy a recomendarles la lectura
de Mystic River porque seguro que ya vieron la película de Clint Eastwood
(inolvidable aquel planito cenital de lágrima fácil con Penn llorando en el
suelo), y porque seguro que saben apreciar la diferencia entre un producto
aceptable y un producto excelente. Mystic River, el libro, es excelente. Tres
amigos de la infancia, Sean, Jimmy y Dave, verán sus vidas completamente
alteradas cuando uno de ellos suba al coche de un desconocido en mitad de
la calle. A partir de entonces, su amistad se romperá para siempre.
Veinticinco años más tarde, los caminos de aquellos amigos discurren por
sendas diversas. Sean es un detective de homicidios. Jimmy es un criminal.
Dave es otra historia. Cuando la hija de Jimmy aparece brutalmente
asesinada y el caso le es asignado a Sean comienza la pesadilla que nunca
terminó, las furias despiertan de su fingido letargo, el Kraken abandona su
tumba y parece que resonaran los versos de Leopoldo María Panero:
«Y me encontré una mujer frente a mí, / y le dije: no tengo pelo, / soy
un pez. Y ella me dijo: conocerás el mar, esa ancha tumba / en que
nada el Kraken / y se pierden los barcos. / Y era como descubrir en un
barco, de noche / a la luz de las estrellas / que está uno abrazado al
diablo, / a esa mujer, esa limosna / que sólo él puede ofrecerme / y
cuya mano acaricia torpemente / las cuencas vacías de mis ojos / en
ese albañal que tengo por juguete / y por figura; y le dije entonces: /
he tenido comercio con la nada».
Me gustaría que leyeran Mystic River para de que se dieran cuenta que la
perfección de esta obra no le debe ni un ápice de su valor a la película de
Eastwood. La novela es incomparable en su género y en su formato. No
existe ninguna versión que pueda mejorarla. En ningún lugar del universo
encontrarán ustedes un thriller psicológico en el que ese abrazo con el
diablo del que habla Panero haya sido mejor comprendido y descrito.
Dennis Lehane nació en Boston en 1966 en el seno de una familia de
inmigrantes irlandeses. Ha sido profesor de Escritura Creativa en diversas
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universidades y su enorme talento llevó a David Simon a fijarse en él para la
creación de varios capítulos de The Wire, ¿lo he dicho ya?, la mejor serie de
televisión de todos los tiempos.
Donna Leon
Muerte en un país extraño (1993)
Donna Leon y sus cuentos venecianos. Muerte en un país
extraño, por ejemplo. El cadáver de un joven soldado
norteamericano es encontrado y extraído de uno de los
canales de Venecia. El comisario Brunetti se encarga del caso
y, entre otras cosas, descubre drogas en el apartamento del chaval que
parecen sugerir que andaba metido en cosas feas, que la culpa siempre es
del muerto. Demasiado evidente para un hombre que siempre tiene la
mosca detrás de la oreja y que tiende a sospechar que el camino más corto
entre dos puntos no es la recta ni la curva, sino todo lo contrario. Brunetti es
el protagonista de toda la serie veneciana de Donna Leon. Aunque tal vez
sería más acertado decir: Venecia es la protagonista de la serie veneciana de
Donna Leon. Mejor así. ¿Qué nos gusta de la Venecia de Leon? ¿Las
postales? ¿El carnaval? ¿El amor? ¿Las máscaras? No. Lo que nos gusta en la
Venecia de Leon es el lado oscuro y salvaje de una ciudad anclada en el
merengue y el pastelón, en el turismo y la góndola, una isla que parece
flotar sobre una cama de rosas cuando lo cierto es que flota ya muy poco y
que, además, la cama es de mierda, narcotráfico, prostitución y dinero
manchado de sangre. Eso es lo que nos atrae de la obra de Donna Leon. Lo
que ya no nos gusta tanto es el tono un tanto arcaico de la caracterización de
Brunetti, el empeño en ser a todas horas un buen marido y padre de familia
y la falta de obsesión, la confianza en que la verdad siempre vence y la
justicia triunfa. En cualquier caso, Venecia, esta Venecia, vale la pena. Si
tienen un rato, dense una vuelta.
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Donna Leon nació en Nueva Jersey en 1942. Viajó a Italia como si fuera
posible regresar. Trabajó como guía turística en Roma y desempeñó
labores de docencia en diversas universidades. Su serie veneciana de novela
policial le ha granjeado un éxito internacional abrumador con títulos
como Muerte y juicio, Acqua alta, Mientras dormían, Nobleza obliga, El peor
remedio, Amigos en las altas esferas. Me gusta su pelo blanco.
Henning Mankell
La falsa pista (1995)
Detesto eso de: ¡¡no me cuentes el final!! ¿Que no te cuente
el final? ¿Que no te cuente el final…? No te voy a contar ni el
final ni el principio ni nada de nada, guapa. Faltaría más. A
estas alturas del partido y seguimos anclados en mecanis-
mos narrativos sólo aptos para zombis, como si fuera impensable contar
una buena historia en la que no haya nada que desvelar o en la que todo lo
desvelable no sea ni más ni menos que uno mismo. Es más: como si no
hubiera buenas historias de detectives y novelas de misterio en las que uno
conoce perfectamente la identidad del asesino desde los primeros com-
pases. Ya sé lo que me vas a decir, bonita, así que mejor te lo ahorras y te
compras La falsa pista de Henning Mankell. Verás: una joven se suicida
prendiéndose fuego, un asesino en serie brutal y sanguinario deja un
rastro de muertos cada vez más grueso y un detective, el célebre Kurt
Wallander, que está empeñado en encontrar algún vínculo relevante entre
el horrible suicidio de la chica y el asesino. Todo ello acompañado de una
fotografía crítica de la sociedad sueca contemporánea que no deja títere
con cabeza.
Mankell ha estado a punto de despeñarse por un acantilado. Se
resbaló, de hecho, después de haber escrito un novelón como Asesinos sin
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rostro y, sinceramente, un servidor pensó que se iba a partir la crisma. Me
equivoqué. La falsa pista es la obra de un maestro sin edulcorantes de la
novela negra y de misterio, un creador que se aparta conscientemente de
los esquemas narrativos convencionales y del funcionalismo excesivo
exigido por la masa de los lectores. Un ojo crítico que contempla la Suecia
actual con desencanto y sin compasión y que nos devuelve una imagen de
nosotros mismos tan ajustada que da miedo mirarla.
Henning Mankell nació en Estocolmo en 1948. Escritor y dramaturgo.
Animal de teatro, como su suegro, Ingmar Bergman. Director del Teatro
Nacional de Mozambique. Entre 1991 y 2009 ha escrito la serie del
detective Kurt Wallander y se ha convertido en uno de los rostros más
frecuentes en los vagones de metro de esta ciudad.
Petros Márkaris
Muerte en Estambul (2009)
Voy a serles sincero: Márkaris no me fascina. Puedo
sobrevivir en una biblioteca llena de libros de Petros
Márkaris sin la necesidad de sacarlo de los estantes. Sin
embargo, el escritor griego de origen armenio tiene dos
grandes virtudes. La primera es que ha traducido del alemán a autores
como Brecht, Schnitzler y Thomas Bernhard. Bravo. La segunda es el
comisario Kostas Jaritos, protagonista de Muerte en Estambul, una novela
que, a pesar de mis aversiones y mis manías persecutorias, merece un
instante de atención y una lectura aplicada. El comisario Kostas Jaritos
trabaja en la policía de Atenas: gruñón, malhumorado, gritón, intransi-
gente, con oscuros secretos en su pasado policial. Su mujer, Adrianí, es una
excelente cocinera adicta a la televisión y un verdadero manantial de
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