¿EL EJÉRCITO
DE QUIÉN?
JOHN TAMAYO
© John Tamayo, 2021
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autorización por escrito del autor, a excepción del crítico que
desee citar pasajes breves en relación con críticas escritas para
su inclusión en revistas, periódicos, programas radiofónicos o
televisivos.
ISBN: 979-8512091197
Impreso en los Estados Unidos de América por KDP, una
compañía de Amazon.
Mayo 2021
Edición: José Luis Altet & Migdalia Álvarez
Diagramación: José Luis Altet
Para mayor información:
[email protected]
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ADVERTENCIA
Los hechos narrados en este relato son reales. Sin
embargo, se han alterado las ubicaciones de los lugares
donde ocurrieron y se han cambiado los nombres de los
diferentes personajes para proteger sus identidades.
Las opiniones expresadas son propias del autor.
ÍNDICE
PRÓLOGO 9
INTRODUCCIÓN 11
LA REPÚBLICA BANANERA
CAPÍTULO I 49
ESCUELA INOCENCIO CHINCA
CAPÍTULO II 79
ENTRENAMIENTO MILITAR
CAPÍTULO III 111
LA PRIMERA UNIDAD MILITAR
CAPÍTULO IV 133
LA MANO NEGRA
CAPÍTULO V 159
LOS PARAMILITARES
CAPÍTULO VI 183
CERRO ESLABONES
CAPÍTULO VII 211
BASE LA ESMERALDA
PRÓLOGO
Las guerras han existido desde que la humanidad existe. Al
principio, los hombres peleaban por los recursos que
necesitaban para su existencia: el fuego, el agua, la sal, el
campo donde sembrar, los bosques donde cazar. Luego
lucharon por el poder, por establecer dinastías de monarcas
o emperadores y después también por religiones, por ideas
y por recursos naturales no renovables, como el petróleo.
Como lo dijo Paul Valéry, escritor y filósofo francés
(1871-1945): “la guerra es la masacre de personas que no
se conocen para el beneficio de personas que se conocen
pero no se masacran”. Al final, los soldados que pierdan la
vida en estas matanzas serán recordados como héroes y
patriotas. Los políticos los usarán en sus discursos,
exaltando los valores patrios, sin mencionarle al público
que ellos mismos nunca enviarían a sus propios hijos al
frente de batalla; es más fácil hacerlo con los hijos de los
demás.
En las guerras civiles, aquellas en las cuales se enfrentan los
ciudadanos de una misma nación, se cometen atrocidades
en nombre de ideales, de religiones o de divisiones
generadas por políticos que pescan en río revuelto para
asegurar su control sobre el país y sus parcelas de poder.
En este libro, John Tamayo nos narra su historia personal
como soldado del ejército colombiano y destruye muchos
mitos que existen alrededor de este ejército que muchos
hemos admirado por su valor en la guerra contra las FARC
y el ELN en particular. Es lógico equivocarse cuando no se
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conocen todos los hechos ni se han vivido estos tiempos
tan turbios de la historia de Colombia. La historia depende
de quién la escribe, de la versión oficial de los hechos, que
muy a menudo no refleja la realidad y es complaciente con
los políticos de turno.
Al leer el testimonio que nos ofrece John, basado en sus
experiencias personales, le aseguro al lector que tendrá
otra perspectiva de lo que es el Ejército colombiano y
también se preguntará de quién es el ejército de su país.
José Luis Altet
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INTRODUCCIÓN
LA REPÚBLICA BANANERA
Contexto histórico
Para los turistas, Colombia es un paraíso tropical donde la
mezcla de la cultura indígena con la europea y africana dio
como resultado deliciosos platos en la gastronomía y
nuevos ritmos musicales. Para nosotros, los colombianos,
la mezcla de creencias y tradiciones resultó en una
estructura social conflictiva que bloqueó nuestra
capacidad de desarrollo y nos dejó estancados en la época
colonial. Los indígenas, los negros y la mayoría de los
mestizos aún continúan segregados y sumergidos en la
pobreza como hace trescientos años. La única esfera social
que ha cambiado ha sido la de los hacendados. Antes, sólo
aquellos de sangre europea tenían acceso a la exclusividad
social y a gobernar. En la actualidad, el estatus más alto en
la sociedad colombiana también se puede alcanzar con
dinero (no importa quién sea el aspirante), como en
cualquier otra sociedad capitalista de hoy, pero en ésta, la
colombiana, todo es válido: el narcotraficante, el
estafador, el corrupto, el asesino y el violador, todos ellos
también tienen la oportunidad de codearse con la
oligarquía de antaño y buscar sus intereses desde alguna
posición gubernamental.
Desde que comenzó la gesta de independencia en 1810, el
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Virreinato de Bogotá dejó de ser una colonia española y pasó
a ser una gran finca de propietarios. El proyecto de formar la
“Gran Colombia” fue una inspiración de Simón Bolívar.
Fracasó con la consolidación de la independencia; ésta dio
paso a la separación definitiva del Virreinato de Bogotá y la
Capitanía General de Venezuela, constituyéndose en
Repúblicas independientes. Las élites criollas que participan
en la independencia no estaban ganadas para integrar la
Gran Colombia y construir una gran nación, pues eso exigía
pensar y dejar desarrollar la individualidad de otros. La
imaginación de la oligarquía de ese entonces no alcanzó para
formar un estado capitalista que pudiera competir con el
comercio norteamericano y europeo. El sistema de enmienda
y minero les dio todas las comodidades que desearon. Así,
pasaron de ser jefes colonizadores a grandes terratenientes
agrícolas y mineros.
La cohabitación del indígena y el africano con el español
dio origen a una nueva clase social, representada por los
criollos terratenientes, que desplazó al dominio español.
Fueron víctimas de sus propias lujurias. Hoy en día, son
muy pocos los descendientes de estos linajes que aún
conservan parte del poder gubernamental y las riquezas
que dejó la época colonial. Aquellos que actualmente
trazan los destinos de la nación son criollos que se
hicieron poderosos a través del tiempo, en su mayoría
usando la violencia y la trampa. Es fácil para éstos porque
permanecen rodeados de escoltas; no tienen empresas
productivas y se les ve activos en épocas electorales.
Desde la invasión española, la sociedad colombiana ha
evolucionado entre el miedo, la mentira, la perversidad y
la manipulación. De nuestro proceso evolutivo como
sociedad sólo sentimos los efectos; los principios son
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poco claros, por el simple motivo de que muy pocos han
tenido la iniciativa de cuidar el patrimonio histórico. Así
fue como terminamos siendo adoctrinados y crecimos
aceptando que los conquistadores españoles fueron una
especie de redentores que llegaron a salvar a los indígenas,
imponiéndoles la religión católica.
De cierta forma, la religión y el adoctrinamiento escolar de
respetar el sistema social de castas funcionó por casi dos
siglos, hasta que el líder socialista Jorge Eliecer Gaitán, de
tendencia liberal, promovió un inmenso movimiento político
– social, movió las masas con sus discursos en contra de la
oligarquía y fue asesinado. Él fue un líder social que
conmocionó la clase dominante colombiana, representada
esencialmente por hacendados. Muchas versiones se tejieron
sobre su asesinato. Incluso se acusó a los comunistas de
querer justificar una revolución como la Bolchevique.
Siempre ha sido un misterio quién fue el autor intelectual de
este crimen que desató la violencia, provocando el caos que
se apoderó de la sociedad colombiana.
Simultáneamente con el asesinato de Gaitán, sus
seguidores provocaron una conmoción social que luego se
extendió por todo el país. Con esta muerte, el partido
liberal quedó sin candidato para las elecciones de 1950,
permitiendo así que Laureano Gómez llegara a la
presidencia sin rival alguno y con una agenda revanchista
en contra del gaitanismo liberal, esa chusma que le quemó
su casa culpando a los conservadores por la muerte de su
líder. Usando como justificación la antipatía presidencial
hacia los liberales, los terratenientes y políticos locales
manipularon a la fuerza pública para despojarlos de sus
tierras.
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Bajo estas circunstancias de persecución semi-estatal, los
campesinos hostigados se organizaron en grupos de
defensa que el gobierno bautizó como “bandoleros”. Se
armó entonces la ofensiva de todos contra todos. Ciudades
y campos se llenaron de confusión y violencia, hasta que el
general Rojas Pinilla, comandante en jefe de las fuerzas
militares, entendió que su poder era incluso más grande
que el de la misma oligarquía que lo utilizaba para
reprimir las masas. En un acto de patriotismo y deseo de
ordenar la casa, el jefe militar dio un golpe de Estado.
Aunque el general Rojas Pinillas lograra conseguir y
mantener la paz en el país después de la muerte de Gaitán,
los partidos tradicionales siguieron enfrascados en un
conflicto de baja intensidad en las zonas rurales. Nadie se
lo esperaba. El general empezó a ganarse a la población
más pobre con sus buenas gestiones, mientras ignoraba la
crítica de los partidos políticos.
El general subestimó a los líderes políticos en su contra,
quienes, aprovechando la ignorancia y religiosidad de las
masas, lograron en 1958 reunir la suficiente fuerza
electoral para sacar del poder al dictador. Entendieron que
trabajando juntos tenían mayor poder y formaron lo que
se llamó: “El Frente Nacional”. Acordaron turnarse el
poder cada cuatro años. Esto bajó el nivel de la violencia
partidista, pero la suerte de varios bandoleros liberales
estacionados en la región caldense de Marquetalia ya
estaba echada.
En 1964, el gobierno del conservador Guillermo León
Valencia lanzó una operación militar vergonzosa, donde
más de quince mil soldados llegaron con helicópteros y
morteros a capturar o matar al menos a cincuenta
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campesinos liberales armados con escopetas y machetes.
Aunque los generales de entonces vendieron la vulgar
redada como un éxito operacional, luego se evidenció que
fue un total fiasco. Cuando llegaron al lugar, ya la mayoría
de los insurgentes se habían escapado. La falta de ética y
capacidad estratégica de los generales que dirigían la
operación los llevó a encarcelar y torturar por sospecha a
varios campesinos de las veredas adyacentes. Las casas
fueron saqueadas y los animales de granja confiscados.
Cuando los militares se marcharon, los pobladores
quedaron desconcertados y temerosos, hasta que el audaz
panadero, Pedro Antonio Marín Marín, tomó la iniciativa
de armar grupos de defensa y unirse al partido comunista,
que también estaba siendo aniquilado por el Estado. Al
mismo tiempo, los generales y el gobierno habían dado
por resuelto el problema. Ignoraron por completo a los
campesinos que creyeron haber asustado y no se dieron
cuenta ni cuándo ni cómo se acrecentaron, fortalecieron y
se convirtieron en el grupo revolucionario más notable del
mundo occidental: las Fuerzas Armadas Revolucionarias
de Colombia (FARC).
Iniciados los años setenta, la violencia partidista ya no
existía; la amenaza cubana que quería convertir a toda la
América Latina en comunista unió a los políticos del país.
No había pasado ni siquiera una década después que el
gobierno fracasara en apaciguar a los bandoleros en
Marquetalia cuando las FARC tuvieron competidores
buscando llegar al poder por la vía de las armas. El Ejército
de Liberación Nacional (ELN), el Movimiento 19 de abril
(M-19) y el Ejército Popular de Liberación (EPL) ya tenían
presencia en casi todo el territorio nacional.
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En esa misma época, paralelamente a la violencia en el
campo por el crecimiento de las guerrillas, surgió también
en las ciudades un nuevo problema: el narcotráfico, que
empezaría a financiar a las organizaciones de todos los
frentes en conflicto. Cuando el negocio de la cocaína
empezó a generar millones de dólares, muchos empleados
estatales y particularmente los políticos, lo vieron como
una oportunidad de enriquecerse. Así fue cómo, ayudados
por la estructura gubernamental, los narcotraficantes
pasaron de ser vulgares expendedores de marihuana a
honorables personajes de la alta sociedad colombiana.
Mientras la policía los cuidaba y la justicia ignoraba sus
actividades, la burguesía industrial los aceptó, por miedo.
Narcotraficantes como Pablo Escobar Gaviria se hicieron
querer repartiendo tanto dinero entre los pobres, como
balas a quienes los criticaban. De esta forma, el débil
Estado de Derecho que había logrado la República después
de la independencia se desvaneció en manos del crimen
organizado. Hasta ese momento, a las élites políticas y
económicas no les importaban la corrupción y el
narcotráfico; las guerrillas comunistas patrocinadas por
Cuba y la Unión Soviética seguían siendo su principal
temor.
En 1985, una “célula comando” del grupo guerrillero M-19
tomó el Palacio de Justicia; unos dicen que para borrar los
expedientes criminales de los narcotraficantes; otros que
para hacer un juicio público al Presidente por su
incompetencia. Cualquiera que haya sido el motivo, el
ejército llegó inmediatamente con tanques de artillería, y
entre éstos y los asaltantes mataron a casi todos los
funcionarios públicos que allí se encontraban. Ningún
guerrillero salió con vida, pero su acción suicida dejó en
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claro su capacidad de hacer daño.
Para finales de los años ochenta, las guerrillas ya habían
tomado los suburbios de las ciudades y casi todo el
escenario gubernamental había pasado al servicio de la
mafia, principalmente las regiones de Antioquia y del
Valle del Cauca. Bajo estas circunstancias, el Presidente
Virgilio Barco Vargas no tuvo más opción que negociar con
las guerrillas y tratar de bloquear el dominio de los
carteles sobre la justicia y la policía.
Para principios de 1990, la amenaza del M-19, el grupo
guerrillero más intrépido hasta ese momento, dejó las
armas y dio por terminada sus acciones insurgentes a
cambio de amnistía jurídica y la oportunidad de que sus
comandantes entraran a la arena política, como si nada de
lo que habían hecho hubiera pasado. Por su lado, las FARC
y el ELN se habían enfocado en las selvas y montañas,
pues con el abandono del Estado, las zonas rurales fueron
presa fácil para para reclutar combatientes, controlar la
producción de cocaína y retener a los secuestrados.
Sin la presencia física de los grupos rebeldes en las
ciudades, la población urbana sentía que la paz había
llegado. Se creía que después del M-19 la entrega de los
grupos guerrilleros restantes era sólo cuestión de tiempo.
No obstante, los asesinatos sucesivos de líderes sindicales,
líderes rurales, pensadores de izquierda y hasta de los
mismos líderes guerrilleros indultados, cerró la oportunidad
de negociar con los grupos rebeldes restantes.
Seis meses después de las negociaciones con el M-19, el
economista y político liberal, Cesar Gaviria Trujillo,
asumió la Presidencia de la República. La esperanza de
acabar con la violencia no se dio; por el contrario, se
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agudizó: el M-19 representaba una mínima parte de los
males del país. Por un lado, los carteles de la droga
continuaban con el mismo poder criminal e influencia
política de los años ochenta, mientras que las guerrillas ya
habían declarado a las zonas rurales como un Estado
independiente. Por otro lado, la seguridad privada de los
terratenientes se había transformado en pequeños
ejércitos al servicio de la mafia. Al mismo tiempo, las
multinacionales mineras y petroleras acosaban al
gobierno por no tener estabilidad en el país para poder
traer más inversionistas y más maquinaria de perforación.
Con el propósito de calmar al país y lanzar señales de
estabilidad al mercado externo, el gobierno de Cesar
Gaviria decidió entonces negociar la paz con los carteles
de la droga, fortalecer las Fuerzas Armadas e incorporar a
los sobrevivientes del M-19 para que le ayudaran a
redactar una nueva constitución, incluyendo más derechos
civiles, más leyes contra la corrupción política y algunas
otras normas, anticipándose a la llegada de una masiva
inversión extranjera.
A mediados de 1991, las élites políticas celebraban con los
ex-guerrilleros del M-19 la reconciliación, una nueva
constitución, la entrega de Pablo Escobar, la llegada de
decenas de inversionistas en busca de oportunidades de
negocios y la generación de empleos. Sin embargo, y pese
al positivismo que vendían los medios de comunicación,
en las calles todavía reinaba la incertidumbre y la
incredulidad. Las guerrillas de las FARC y el ELN ya
controlaban más del 70% de la zona rural del país y se
disputaban el 30% restante con el ejército y las
Autodefensas, mientras que en las ciudades la corrupción
y los narcotraficantes se armonizaban para continuar
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controlando las instituciones públicas.
Pese a los esfuerzos del presidente Cesar Gaviria por
apaciguar al país, al final de su gobierno la situación de
violencia seguía igual. Sólo logró que el narcotráfico
bajara su perfil. En cuanto a las guerrillas, lo que se hizo
no fue suficiente para los inversionistas extranjeros,
quienes vieron a Colombia como un país inestable para
invertir y continuaron su búsqueda de negocios en otros
países de la región. La única inversión extranjera que no
tenía mayores traumas estaba constituida por las
compañías mineras y petroleras. No importa la violencia
que se genere a su alrededor, éstas aún cuentan a su
servicio con más del 30% del pie de fuerza militar y
policial del país.
Para esa época, la cultura del narcotráfico ya había tirado
al garete el mito de que el trabajo duro y la educación eran
las únicas formas de obtener el éxito. Pablo Escobar,
Carlos Lehder y otros ya habían demostrado que existían
otros caminos para alcanzarlo. Para los estratos sociales
bajos, la opción fue convertirse en sicarios, prostitutas,
transportadores de drogas, o no hacer nada y esperar que
alguno de los bandos en conflicto los absorbiera como
combatientes urbanos.
En las zonas rurales, los grupos rebeldes de las FARC y el
ELN se hacían cada vez más fuertes con los impuestos que
les cobraban a los narcotraficantes y contrabandistas de
mercancías desde Venezuela y Brasil. Por su parte, para
proteger sus intereses, la clase burguesa, dueña de la
industria y diferente de la clase política, fortaleció su
presencia en el gobierno para afianzar su posición, ya que
desde ahí se manejan las Fuerzas Armadas, la economía y
19
la justicia. De esta forma, las tres ramas del Estado se
convirtieron en un muro de protección de una élite social
—como en la colonia—, que esta vez incluía también toda
clase de bandidos y bellacos. En pocos años, la
administración pública se convirtió en una cloaca de
ambiciones. Sólo las caras bonitas de algunas mujeres en
el poder, como María Emma Mejía, Noemí Sanín y Martha
Lucia Ramírez, distraían la fetidez que salía de las oficinas
públicas.
Antes del narcotráfico, aún existía algo de honorabilidad en
las actividades diarias de cada colombiano, incluso entre los
empleados públicos. Confiar en la palabra de otro y obtener
títulos académicos era el discurso diario en las familias de
ricos y pobres. La mayoría de los aspirantes políticos
buscaban formarse en otros países y algunos aceptaban con
nobleza las críticas académicas de sus contradictores, pero
en menos de diez años el narcotráfico acabó por completo
con esta cultura. Con la entrada de Pablo Escobar a la
política, la clase obrera entendió que el prepararse
intelectualmente agregaba muy poco a su hoja de vida,
excepto una gran deuda bancaria, mientras que los políticos
de profesión dedujeron también que para administrar una
“puta finca bananera” no se necesita invertir tiempo en
universidades; era sólo cuestión de astucia, mantener sus
contactos y, en algunas ocasiones, comprar los títulos
académicos para que la “vuelta” quedara bien hecha.
Aunque la política está hecha de mentiras y engaños, en
Colombia, ésta pasó a ser de otro nivel.
Después de los años noventa, todo presidente llegó al poder
gracias a algún delito cometido en su entorno, o después de
traicionar la confianza de alguien cercano. César Gaviria
llegó a la presidencia después de la muerte de Luis Carlos
20
Galán en 1990; Ernesto Samper, por la generosidad de los
carteles de cocaína en 1994. Andrés Pastrana, en 1998, se
convirtió en presidente gracias a la popularidad que le dio
una semana de secuestro. En el año 2002, Álvaro Uribe
Vélez subió a la presidencia con el apoyo incondicional de
los latifundistas y la coerción paramilitar a muchos
votantes. En el año 2010, después de asumir como
presidente, Juan Manuel Santos traicionó a la Derecha al
indultar a las guerrillas de las FARC para que dejaran de
sabotear la agenda neoliberal y además ganar el Premio
Nobel de la Paz. Aunque a Álvaro Uribe se le atribuye el
espermatozoide fecundador de las Autodefensas, la verdad
es que él sólo las adoptó, las amamantó y las educó.
En 1994, el presidente Cesar Gaviria creó el Decreto de Ley
356, el cual reglamentó la seguridad privada y al mismo
tiempo autorizó la creación de asociaciones comunitarias
de vigilancia rural. Inicialmente, éstas fueron de carácter
defensivo o cooperativo con las Fuerzas Armadas del
Estado, pero luego se les autorizó el porte de armas y más
adelante el acceso a la Inteligencia Militar para hacerlas
más efectivas. Con este decreto, el gobierno les había
enviado el mensaje a los terratenientes de que no se les
podía garantizar la seguridad y que, por tal motivo, la
protección de sus vidas y de sus propiedades era problema
de ellos. Un año después de este decreto, Álvaro Uribe,
siendo gobernador del Departamento de Antioquia,
encandilado por su odio hacia las guerrillas que habían
asesinado a su padre en un intento de secuestro, legalizó
jurídicamente a los pequeños ejércitos privados que se
formaron y los que ya existían en Antioquia desde los años
ochenta, protegiendo así al cartel de Medellín.
Pese a las advertencias de que éstos podrían mutar en
21
algo más peligroso, otros políticos se unieron a una
cruzada para involucrar a todo el mundo en el conflicto y
apoyar jurídicamente la defensa armada. A los ricos se les
dio la opción de armar a sus propios grupos de defensa,
como los carteles de la droga, mientras los pobres estaban
obligados a informar si conocían algún guerrillero o
alguien de ideas socialistas, so pena de ir a la cárcel por
complicidad. El derecho a la defensa fue el argumento
central para organizar ejércitos privados e involucrar a la
población neutral como soplones, inicialmente en
Antioquia. Dos años después, las pequeñas cooperativas
estimuladas por el gobernador Uribe crecieron y se
extendieron como plagas por casi todo el país,
destruyendo y matando todo lo que oliera a socialismo. Ni
siquiera era necesario ser guerrillero, bastaba con criticar
al gobierno o pertenecer a algún sindicato de trabajadores
para ser asesinado.
Cuando Andrés Pastrana llegó a la presidencia en 1998, los
paramilitares no sólo habían hecho retroceder a las FARC
en algunas zonas, sino también habían desplazado a miles
de campesinos y se habían adueñado de parte del negocio
de la cocaína. El remedio fue peor que la enfermedad. El
poder intimidatorio paramilitar era tan persuasivo que
llegó al punto en que eran los políticos y burgueses
quienes seguían sus instrucciones. Con el reducido
número de soldados que tenía el Estado, apenas le
alcanzaba para proteger a las petroleras, base de la
economía nacional, y garantizar la seguridad de los
centros urbanos donde la élite se recreaba. Por su lado, los
paramilitares tenían la capacidad suficiente para proteger
los latifundios y la disposición mental para realizar
operaciones militares que el ejército no podía y no debía
22
ejecutar, como las masacres, por ejemplo.
De hecho, el método operativo de los paramilitares fue más
disuasivo que militar. Buscando intimidar al enemigo,
cometían aberrantes crímenes y genocidios. Los guerrilleros
capturados eran despedazados vivos con motosierras y sus
familias, incluyendo niños, con garrotes y machetes, pero el
efecto era contrario porque las FARC respondían con igual
agresividad, atacando a puestos de policía, bases militares y
a civiles que sospechaban de estar ayudando a sus rivales.
Pese a la presión internacional sobre violación a los
derechos humanos por parte de todos los frentes en
conflicto, el nuevo presidente tenía grandes limitaciones
para resolver el problema. Tanto el narcotráfico como los
paramilitares estaban involucrados en todas las actividades
del establecimiento.
Para finales del año 1998, los paramilitares parecían más la
avanzada del ejército que grupos al margen de la ley. El
Estado aprendió a convivir con ellos y a minimizar sus
acciones al atribuirle al ejército resultados militares
obtenidos por ellos, claro está, cuando no eran masacres.
Pese al problema que representaba encubrir organizaciones
de asesinos en serie, como lo eran los paramilitares, el
gobierno y las élites económicas los necesitaban para
detener el avance guerrillero hacia las ciudades.
Un año después de asumir como presidente, Andrés
Pastrana aún continuaba descifrando la problemática del
país e intentando sentar en una mesa de diálogo al líder
máximo de las FARC, algo que prometió durante su
campaña presidencial, no sólo a las víctimas del conflicto
sino también a los inversionistas extranjeros. Mientras
tanto, a nivel internacional, aún se discutía si ya era hora
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de considerar a Colombia como un Estado fallido. Las
zonas rurales se habían convertido en campos de batallas
barbáricas entre guerrilleros, militares y paramilitares. La
población civil se encontró entre el fuego cruzado y no
tuvo más opción que continuar mudándose hacia las
ciudades, pero esta vez por oleadas de miles de personas,
incrementándose así la violencia callejera y el micro-
tráfico de armas y drogas.
En enero de 1999, más por desespero que por estrategia
política, el presidente Pastrana aceptó la demanda de las
FARC de remover el ejército y la policía de cuarenta y dos
mil kilómetros cuadrados de territorio conocido como
“zona de distensión”. Sin embargo, ninguno de los bandos
sabía cómo aproximarse para negociar. La guerrilla tenía
más para ganar que perder al negociar con un gobierno de
poca credibilidad. Las FARC contaban con una posible
victoria militar y también política. La campaña mediática
acerca de la corrupción y el abandono social de una casta
política y económica que sumió al país en la miseria
estaba ganando simpatizantes y donantes en Europa. A
esto se le sumó el hecho que el nuevo presidente de
Venezuela, Hugo Chávez Frías, apoyaba a las FARC de
manera abierta y sistemática. Por otro lado, el gobierno no
supo cómo persuadir a las guerrillas que la única manera
que el país saliera de la desgracia era que entregaran las
armas y se unieran a las fuerzas laborales de los
inversionistas por un sueldo mínimo.
Bajo estas circunstancias, las negociaciones de paz dieron
inicio con diferentes agendas en mente. Mientras el
presidente Pastrana buscaba que los Estados Unidos
aprobaran la ayuda militar y económica para fortalecer las
Fuerzas Armadas —vendiendo el cuento de que sería
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estrictamente en contra de los carteles de la droga—, las
FARC aprovecharon ese tiempo para entrenar a sus frentes
guerrilleros y utilizar la zona despejada para esconder a
los secuestrados, ya que buscaban presionar las
negociaciones a su favor, secuestrando protagonistas de
las élites políticas y económicas.
Para el año 2001, los dos bandos no habían llegado a ningún
acuerdo. No sirvió la visita de Wall Street explicando las
bondades de la Bolsa de Valores internacional, ni tampoco
la visita de los empresarios más ricos del país ofreciéndoles
trabajo en sus compañías. Lo que pedían las guerrillas,
como la redistribución de tierras y la no privatización del
Estado, entre otras cosas, no era viable ni para las élites ni
para el mercado internacional. Aunque los visitantes
prometían cumplir algunas de las demandas de las FARC
para entregar las armas, los guerrilleros no confiaban en
ellos, más aún cuando el gobierno, buscando la sustitución
del cultivo de hoja de coca por productos agrícolas —punto
crucial en las negociaciones—, envió a varios “sardinos” de
1
la élite a darse un paseo en helicóptero y dejar bultos de
abono para que los indígenas y campesinos empezaran a
sembrar otra cosa. Al gobierno no le interesó escuchar que
cualquier alternativa agrícola no era posible, porque no
existían vías de acceso y los productos que se podrían
cultivar demandarían más trabajo y producirían pocos
beneficios.
Las negociaciones de paz transcurrieron entre visitas y
propuestas que no satisfacían a ninguno de los bandos, al
punto que la zona despejada no sólo parecía un sitio de
recreación de alguna república independiente, sino
1 Señoritos perfumados, jóvenes vanidosos
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también un campo de concentración autorizado. El viejo
truco de negociar por debajo de la mesa solamente trajo
consigo más secuestrados a la zona y más presencia
paramilitar para matar a la población civil, acusándola de
prestar auxilio a las guerrillas.
El 20 de febrero de 2002, seis meses antes de terminar su
mandato, el presidente Pastrana dio por concluidas las
negociaciones de paz con las guerrillas. La ayuda externa
para fortalecer las Fuerzas Armadas del país ya mostraba
los primeros cambios. El ejército, aunque sin prestaciones
de seguridad social ni beneficios para sus familias, había
aumentado su fuerza de combate con más “soldados
profesionales”, es decir aquellos que habían terminado de
prestar el servicio militar obligatorio y seguían en la
fuerza por un sueldo mínimo. Lo que se buscaba con esto
era comprometer y motivar a los soldados experimentados
para que permanecieran en la institución. Los reclutas
obligados no tenían más objetivo que salir con vida del
servicio militar. El dinero estadounidense fue crucial para
uniformarlos, equiparlos, entrenarlos y transportarlos a
las zonas de combate, pero para infortunio del gobierno,
las FARC también habían utilizado ese tiempo para re–
entrenarse militarmente, armar grupos de comandos
urbanos y crear nuevas rutas para el tráfico de cocaína y
armas. Dicho de otra forma, también se fortalecieron.
Mientras esto ocurría en el país, todo el sur del continente
americano se convulsionaba con la elección de Hugo
Chávez como presidente de Venezuela y con la crisis
política y económica de Argentina. Los beneficios del
capitalismo y del mercado internacional ofrecidos después
de 1990 sólo habían servido para aumentar la desigualdad
social y con ésta justificar el discurso socialista que
26
promovía Chávez. El temor a que la nación se convirtiera
en un estado comunista, como Corea del Norte o Cuba,
llevó a que incluso la población de los estratos sociales
más bajos en Colombia eligiera presidente al hacendado y
ganadero Álvaro Uribe Vélez en las elecciones del año
2002. Con él, la clase dominante, los inversionistas
extranjeros y la agenda neoliberal estarían a salvo. Todos
ellos sabían que con su capacidad política y de liderazgo
entre las fuerzas militares podría acabar de una vez por
todas con la amenaza guerrillera.
Para muchos analistas, la llegada de Álvaro Uribe a la
presidencia fue también la máxima victoria de las
organizaciones paramilitares, porque él era un referente
ideológico para justificar la existencia de la defensa
armada y con él en el ejecutivo sería más fácil legitimar el
daño que habían hecho y legalizar las tierras que habían
dejado atrás los desplazados. Se puede decir que la toma
del Estado que buscaron las guerrillas por más de medio
siglo la consiguieron los paramilitares en menos de diez
años.
No obstante, cuatro meses después de posesionarse como
presidente, y a través de un proceso de paz (porque sabía
que militarmente no podría), Álvaro Uribe buscó sacudirse
de la responsabilidad que tenía de haber promovido las
Autodefensas en los años noventa. Lo hizo, no porque
considerara que ya no eran útiles después de que el Plan
Colombia hubiera fortalecido las Fuerzas Armadas, sino
porque el Departamento de Defensa de los Estados Unidos
había colocado a los paramilitares entre la lista de
terroristas internacionales, y porque éstos, al igual que las
guerrillas, buscaban también la toma física del Estado.
27
Dos años tardó el presidente Uribe para convencer a los
jefes paramilitares que se sometieran a la justicia, que
escogieran entre una lista de penas alternativas las que
mejor les parecieran y luego salieran a rehacer su vida
lejos del crimen. Entre las penas alternativas estaban el
comprometerse a no portar armas, el estar lejos de sus
víctimas y no aspirar a cargos públicos. Lo que proponía el
mandatario para sacar a los grupos paramilitares como
ganadores del conflicto era ofensivo para las víctimas y
para la propia justicia. De todas formas, su propuesta tenía
argumentos válidos. Es verdad que la mayoría de las
negociaciones de paz en otras partes del mundo se dieron
después de una leve inyección de impunidad, pero los
crímenes cometidos por los paramilitares estaban frescos
y difíciles de absorber. Si los paramilitares aceptaban el
trato, esto generaría más odio.
Afortunadamente para el presidente Uribe, muy pocos en
el país se atrevían a contradecirlo. Detrás de una cara de
evangelista y gafas de John Lennon se ocultaba una mente
siniestra a la que todos temían. Fue gracias a las
organizaciones internacionales de Derechos Humanos que
se logró agregar una pena física de ocho años de cárcel a la
propuesta inicial.
En julio del 2004, justo después del asesinato de Carlos
Castaño, máximo jefe de las organizaciones paramilitares,
dicen que, por divisiones internas, los otros jefes
paramilitares, autorizados por el gobierno, la OEA, y la
Iglesia, dieron un conmovedor discurso ante el Congreso
explicando por qué ellos no debían ser castigados.
Expusieron también que la Colombia que ellos soñaban
era muy similar a la del presidente Uribe. Cuando
terminaron, fueron aplaudidos con emoción por los
28
congresistas y salieron del recinto con la frente en alto y
victoriosos. Pero en la política todo es dinámico y lo que
había empezado como una negociación de paz sencilla,
entre colaboradores se convirtió en un calvario para el
presidente Uribe. Con los paramilitares concentrados en
Santafé de Ralito esperando las buenas noticias del
gobierno, sus víctimas empezaron a contar sus historias y
poco a poco todo el mundo se dio cuenta que éstos no
eran los guardianes de la democracia, como los había
vendido el gobernador Uribe desde los años noventa. Bajo
esta presión y entre decreto y decreto, el gobierno terminó
buscando “justicia y reparación”. Pero esto no era
suficiente; todos querían saber la verdad de cómo unas
autodefensas campesinas se transformaron en sicarios y
luego en narcotraficantes.
Aunque los jefes paramilitares consideraban a Álvaro
Uribe como uno de los suyos, detrás de la línea de fuego,
entendieron que la mejor opción era entonces aceptar los
ocho años de cárcel, antes de que les aumentaran el
número de años de condena.
Ayudar a reparar a las víctimas con lo mismo que les
habían quitado y contar la verdad de quiénes fueron los
que los apoyaron desde la clandestinidad se convirtió
también en parte de la pena. Desafortunadamente para los
cabecillas paramilitares y para el mismo presidente, estos
dummies decidieron contar la verdad. Los delitos
cometidos por ellos habían sido tan aberrantes que hasta
el mismo presidente Uribe se asqueó y los entregó a los
Estados Unidos, antes que su nombre fuera involucrado de
forma directa en alguno de estos crímenes.
En honor a la verdad, Álvaro Uribe nunca fue militante
29
físico de las Autodefensas, ni cometió algún crimen atroz
con sus propias manos, hasta donde sabemos, pero sí fue
el gran motivador para que el número de criminales
creciera.
En la historia republicana de Colombia, nunca había
existido un presidente que tuviera la capacidad de Álvaro
Uribe de retener información, procesarla y dirigirla hacia un
objetivo en particular. Durante su vida de estudiante y muy
seguramente por la estricta niñez que tuvo, había recogido
tanta información teórica que desarrolló una capacidad
única para manejar el lenguaje interpretativo. Detrás de sus
palabras se escondían mensajes subliminales que sólo
aquellos que vibraban en su misma frecuencia eran capaces
de captar y tomar como órdenes. En el mundo de la
irracionalidad, como lo es un conflicto armado interno,
señalar a alguien públicamente de ser enemigo del Estado
era lo mismo que dar la orden a todas sus Fuerzas Armadas
de eliminar esa amenaza. Entre miles de hombres armados,
el mensaje oculto llegaría y se cometería el asesinato
creyendo que esa era la misión.
El periodo presidencial de Álvaro Uribe coincidió con la
administración de George W. Bush, quien, después de los
ataques terroristas del 9 de septiembre del 2001, creó la
doctrina de la guerra preventiva y empezó a calificar de
aliadas del terrorismo aquellas naciones que no apoyaban
las intervenciones americanas. Para el Departamento de
Seguridad Nacional de los Estados Unidos, todo grupo
armado ilegal en el planeta pasó a ser terrorista y entre
éstos se encontraban las FARC. A partir de ese momento,
la palabra “terrorista” se convirtió en la preferida del
mandatario colombiano para referirse a los grupos
guerrilleros y la utilizó también para tildar de “terrorista
30
de corbata” a todo aquel que cuestionara sus estrategias o
los negocios de sus hijos. Cada vez que nombraban los
terroristas de las FARC en las noticias, la gente temblaba y
en sus mentes aparecían las Torres Gemelas de New York
cayendo, al punto que el grupo guerrillero, conocido
entonces como terrorista y no como guerrero marxista,
empezó a hacer terrorismo también.
En febrero del año 2003, las FARC dejaron un carro
cargado con explosivos en el parqueadero del exclusivo
club el Nogal en Bogotá, donde la alta sociedad suele ir a
recrearse. Las dantescas imágenes de la explosión
agudizaron el odio contra las guerrillas y esto dio la
justificación para que la política de soplones, inventada
por el mandatario cuando era gobernador de Antioquia, se
esparciera por todas las ciudades, barrios y aulas de las
universidades.
La versatilidad mental y política del presidente Uribe le
daba para defender una controvertible negociación de paz
con los paramilitares y al mismo tiempo enfilar todos los
recursos para derrotar militarmente a las guerrillas,
incluyendo estrategias que afectaron más a la población
civil que al mismo enemigo.
Después del general Rojas Pinilla, presidente de Colombia
de 1953 a 1957, nadie le había hablado de una manera tan
fuerte a los militares. En forma directa les exigió a los
altos mandos del ejército salir de los clubes sociales e ir en
busca del enemigo. Bastó sólo con despedir a unos cuantos
oficiales para que el resto siguiera sus órdenes al pie de la
letra. Usando la zanahoria y el garrote, Uribe logró que los
militares lo respaldaran incondicionalmente y a cambio
defendió públicamente cualquier acción militar. Exoneró a
31
los militares de los daños colaterales y creó un método de
recompensa para los soldados por cada guerrillero muerto.
La práctica de dar dinero y permisos a los soldados por
cada cadáver que trajeran históricamente ha resultado en
desgracias para la población civil. Durante la guerra de
Vietnam, miles de civiles fueron asesinados por soldados
norteamericanos, ya que mostrando cadáveres por la
televisión no sólo era la manera en la que se medía el
triunfo americano sobre Vietnam, sino que también servía
para determinar qué patrulla regresaba a casa. La patrulla
que no reportaba muertos al final del día era considerada
un fracaso y debía permanecer en el área de combate. La
Masacre de “My Lai”,— donde más de 400 personas,
incluyendo mujeres y niños, fueron asesinadas por los
norteamericanos—, es siempre tomada como referencia en
países serios al momento de desarrollar políticas de
guerra.
En Colombia, durante la administración de Álvaro Uribe, se
produjeron más de dos mil asesinatos de jóvenes
desarmados y a éstos se les llama casi en burla “falsos
positivos”. Lo que muchos no entienden es que tanto los
militares colombianos como los soldados americanos
seguían instrucciones de traer cadáveres. En la guerra no
existe la racionalidad, sólo el cumplimiento de las órdenes.
En el caso colombiano, tanto el presidente como el ministro
de defensa sabían que en algo así podría terminar la
estrategia de pagar recompensas por cadáveres. En el
lenguaje militar, Álvaro Uribe envió la “Carta a García” con
el ministro y los militares procedieron a ejecutar la orden.
Pasó lo mismo que ocurrió con los grupos paramilitares. El
presidente Uribe y su ministro de defensa, se sacudieron sus
responsabilidades y enviaron a los militares a la cárcel.
32
Por dos períodos consecutivos, del 2002 al 2010, la
administración del presidente Uribe buscó derrotar a las
FARC usando todas las técnicas posibles. A las ilegales, las
llamó “Secreto de Estado” y por lo tanto quedaron ocultas y
en la impunidad. Usando la técnica psicológica de la “Carta
a García”, el presidente Uribe obligó a casi todas las
instituciones públicas a cometer delitos y fraudes para
complacerlo. La destreza del presidente para impartir
órdenes subliminales descompuso muchas agencias y
personas cercanas a él. Como ruedas sueltas, empezaron a
actuar de acuerdo a su criterio. Las agencias de inteligencia,
además de empezar a espiar y a intimidar a la rama judicial
y a periodistas críticos, en medio del desorden también
terminaron sirviéndole a los paramilitares y a los carteles de
la droga.
Al finalizar su periodo de gobierno, en el 2010, Álvaro Uribe
tenía más de la mitad de su gabinete político investigado
por corrupción, paramilitarismo y narcotráfico. Además, el
exterminio de las guerrillas que había prometido, no se
cumplió; éstas seguían intactas y fuertes como en los años
setenta.
Uribe nunca entendió que las FARC y el ELN, al igual que
el ejército y los paramilitares, se alimentaban de la misma
población abandonada por el gobierno. Querer acabar con
las rebeliones era buscar el exterminio de los miles de
campesinos, miles de indígenas y millones de personas en
las ciudades que no creían en la institucionalidad
colombiana.
Con la persistencia de las guerrillas, la esperanza de los
inversionistas extranjeros, aquellos que ya habían
terminado de destruir las montañas y ríos de China, India
33
y Brasil, se empezó a esfumar. En ocho años, con un
control sobre el país parecido al de un dictador, Álvaro
Uribe no pudo eliminar las guerrillas, ni siquiera a sangre y
fuego como lo había prometido. Quedó mal con algunas
multinacionales pero hizo los cambios necesarios para que
el neoliberalismo económico, que no es más que la
privatización de todo, se profundizara. También logró que
las masas vieran la desnacionalización como el único
camino para ser como los Estados Unidos, Francia o
Alemania.
Los tres “huevitos”, fue el nombre que el presidente Uribe
le puso a sus políticas de gobierno para que fueran fácil de
identificar: “Seguridad Democrática, Cohesión Social y
Confianza Inversionista”. En palabras más coherentes con
lo que hacía en la práctica, se pueden traducir a:
militarización, sometimiento, y explotación. Para aquellos
que fuimos afectados, nunca olvidaremos cómo, después
de posesionarse como presidente, Álvaro Uribe, en voz
casi angelical, nos dijo que el pago de las horas extras y
nocturnas era un abuso del empleado con el empresariado.
Al día siguiente, les quitó por decreto a todos los
trabajadores el derecho a cobrar por horas extras y horas
nocturnas; incluso uno de sus ministros llegó a sugerir
que el sueldo mínimo debía dividirse para pagar dos
empleados por el precio de uno. El mandatario creía
firmemente que las masas debían mantenerse ocupadas
buscando la subsistencia, pues un ingreso alto les daría la
tranquilidad para pensar y cuestionar. Es un hecho que las
sociedades ricas se controlan con ingresos suficientes para
satisfacer los gustos; las pobres a través de la represión y
la esperanza.
La “mano fuerte y corazón grande”, jingle que vendió
34
durante su campaña política, fue aplicada de forma
contraria a lo que propuso. La mano fuerte la sentimos los
pobres y el corazón grande se convirtió en guarida de
bandidos, esos a los que él mismo aún defiende porque
eran “buenos muchachos” que perdieron el rumbo.
El presidente Uribe también había entrenado su cerebro
para no expresar gestos que contradijeran lo que decía, de
la misma forma que en ocasiones nos decimos a nosotros
mismos para controlar algún dolor: “no hay dolor, no hay
dolor, el dolor no existe”. En su mente, las palabras
honorabilidad, verdad y honestidad son muy diferentes a
la que entendemos.
Su conocimiento empírico de muchas técnicas psicológicas
le ayudó en su objetivo de crear las condiciones psíquicas y
anímicas para que la mayoría de la sociedad aceptara la
privatización como única opción, pero no le funcionó para
eliminar a las guerrillas, aquella plaga de la zona rural del
país que no dejaba a las multinacionales derribar las selvas
y generar empleo. De todas formas, al final de su mandato,
las multinacionales, las élites económicas e incluso la clase
media empezaron a perder la esperanza de eliminar a las
guerrillas. Defraudado, aunque sin demostrarlo, el
presidente Uribe insistió en que todo era cuestión de
persistencia, pero tiempo no tenía. En ocho años, sólo logró
que las guerrillas se adaptaran a un nuevo escenario militar.
Para las elecciones presidenciales del año 2010, Álvaro
Uribe buscaba entre sus colaboradores más cercanos la
persona que pudiera continuar empollando sus tres
“huevitos”, alguien perspicaz pero fácil de influenciar, una
persona también fiel a quién en el camino no le diera por
desportillarle los “huevos”. Por lealtad tenía a Andrés
35
Felipe Arias, exministro de agricultura y por confianza
entre los militares y espina dorsal de sus políticas de
seguridad, su Ministro de Defensa, Juan Manuel Santos.
Durante la campaña preliminar para escoger su sucesor,
Arias fue dejado atrás en los debates por sus incoherencias
en su forma de hablar. Mientras tanto, Santos subió en las
encuestas por comer lechona , bailar perreo y criticar la
2
desigualdad social, algo visible para las masas.
Aunque Álvaro Uribe presentía que Santos podría no
seguir sus instrucciones, era su única opción para
enfrentar al reconocido intelectual Antanas Mockus,
quien, por su honesta trayectoria política, tenía las
mayores probabilidades de ganar la presidencia. Así que
Uribe encabezó una campaña mediática para desprestigiar
al “profesor”, como se le llamaba cariñosamente y quien
en esos días fue diagnosticado con Parkinson. Por un lado,
Uribe sugirió públicamente que Mockus no debía ganar la
presidencia porque ya era un “caballo discapacitado”. Por
otro lado, su forma sincera de hablar lo llevó a decir “no
sé” a una pregunta sobre la Corte Suprema de Justicia
durante un debate político con Santos. Vicky Dávila, la
periodista que controlaba el debate, lo criticó hasta el
punto que dejó la sensación entre muchos electores que el
profesor estaba medio loco y prefirieron votar por Santos,
pues con cínica tranquilidad éste respondía a todo, así
fuera con mentiras.
El 7 de agosto del 2010, Juan Manuel Santos tomó posesión
como presidente. Frente a una multitud de personajes
económicos, políticos, y sociales a nivel mundial, empezó un
2 plato típico colombiano
36
largo discurso con la frase: “¡Le llegó la hora a Colombia!” y
continuó hablando de unión, de respeto por la madre tierra,
de empleo, etc… de una forma muy similar a todo lo que
dijeron sus antecesores. Pero esta vez, una gran mayoría le
creyó, no porque tenía capacidad de oratoria como Álvaro
Uribe, pero sí por criticar la abismal desigualdad económica,
culpando a los ricos por ella, al contrario de su antecesor que
culpaba a los pobres por vagos. Ese mismo día, Uribe
presintió que sus tres “huevitos” se iban a descomponer. En
el mismo discurso, Santos cambió la “Seguridad
Democrática” por “Prosperidad Democrática”, haciendo
entender que las riquezas del país iban a ser distribuidas y
que buscaría la unión del país para encender lo que él llamó:
“la locomotora de la prosperidad”, que no fue más que
incrementar la minería.
Durante los primeros días de su gobierno, Santos recorrió
todo el país; subió a las montañas sagradas de la Sierra de
Santa Marta, navegó por los ríos de la Amazonia, visitó los
áridos desiertos de la Guajira y luego regresó a Bogotá.
Exhausto y con ampollas en las manos por saludar al
pueblo, empezó a animar a todos a cerrar un capítulo de
violencia por la vía civilizada. Los medios de comunicación
registraron todo su recorrido y dejó la impresión que quería
conocer de antemano los problemas sociales, evidenciar las
consecuencias de más de medio siglo de violencia y
corrupción para buscarles solución a través de una
negociación de paz con las guerrillas. Después empezamos
a entender que nada de lo anterior era su objetivo. Lo que
hacía era una especie de inventario de venta para las
multinacionales. Lo de la negociación de paz con los grupos
armados tampoco era una iniciativa suya, sino una
imposición del mercado internacional para explotar las
37
riquezas naturales del país sin mucho trauma para los
empleados extranjeros y porque Washington, con el
presidente Obama, había entrado en la fase de “Soft
Doctrine”, con la que buscaba pacificar el Medio Oriente.
Esto incluyó también la negociación alrededor del mundo
con grupos armados que podrían perturbar los intereses
norteamericanos.
No había pasado siquiera un mes desde que juró proteger
la naturaleza en una ceremonia indígena en la Sierra
Nevada cuando viajó a los Estados Unidos a reunirse con
inversionistas agrícolas y mineros de ese país. Para ese
momento ya empezaba sus acercamientos de paz con las
guerrillas de las FARC. Con este último gesto de deslealtad
—como lo llamó Álvaro Uribe—, los tres “huevitos”
políticos de su antecesor se pudrieron. Cuando llegó a la
Casa de Nariño, Juan Manuel Santos no sólo tenía ya
elaborado su propio plan de gobierno, sino también la
intención de desligarse de la cuestionada administración
presidencial de Uribe, cuyo objetivo fue eliminar a las
FARC a cualquier costo. Santos entendía que esto no era
más que un reto pasional por la muerte de su padre y no
un plan objetivo de gobierno a largo plazo.
Juan Manuel Santos nunca fue un buen orador público; era
incluso tímido. La fortaleza de su imagen, antes de ser
presidente, se debía a su linaje familiar, lleno de políticos y
periodistas adinerados. Muchos lo consideran más astuto
que inteligente, pues sus logros se deben esencialmente a
la manipulación de las circunstancias, a la mentira y a una
paciencia envidiable para convencer a otros. Así fue como
consiguió llevar a los jefes de las FARC a las playas de
Cuba donde, con paciencia, los “engordó” por cuatro años,
hasta que éstos ya no quisieron regresar a las selvas y
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decidieran entrar a la cloaca política, supuestamente para
reclamar con discursos lo que no pudieron con las armas.
Así dejaron a sus hombres a la suerte del destino para
unirse al enemigo y salvar la vejez. De esta forma terminó
oficialmente la guerrilla comunista más antigua y
numerosa del continente: arrumada en campamentos de
miseria, sin armas y con un futuro incierto.
Al presidente Santos le importó muy poco lo que podía
ocurrir con las tropas guerrilleras; su principal objetivo
fue cautivar a la comandancia central de las FARC para
poder desarticularla como organización. En forma
coloquial, hipnotizó a la culebra y la atrapó por la cabeza.
Ahora nadie habla de los grupos guerrilleros como una
expresión de descontento social que fue creciendo. La
poca simpatía que despertó el idealismo comunista en
quienes apoyaron a las FARC ha terminado. El grupo
guerrillero sobreviviente, el ELN, ahora sólo se ve como un
tentáculo más del terrorismo y del narcotráfico
internacional.
En septiembre del año 2015, con un apretón de manos
entre Santos y alias Timochenko, jefe máximo de la
organización, terminó la existencia de las FARC como
movimiento revolucionario armado. Los jefes guerrilleros
se fiaron por la empatía que se creó con los delegados del
gobierno y aceptaron regresar a Colombia a empezar una
nueva etapa como congresistas. Desgraciadamente para
éstos, no les contaron toda la verdad, e incluso se puede
creer que también fueron manipulados por las
delegaciones europeas.
Tanto los representantes del gobierno como los acompañantes
internacionales sabían que era poco lo que se podía cumplir
39
de todo lo que se pactó entre ellos. Primero, con la intensa
oposición a estas negociaciones de paz, las reformas políticas
que concretaron poco se podrían implementar. Segundo, la
reforma agraria, o redistribución de tierras, no sólo podría
revivir a los paramilitares, sino que a largo plazo de nada
serviría. Si ésta se pudiera llevar a cabo, las tierras de los
pequeños dueños serían lentamente absorbidas por los
grandes terratenientes, como ocurrió en los Estados Unidos
con la industrialización de la comida después de la Segunda
Guerra Mundial, donde los campesinos tradicionales se
vieron obligados a vender sus tierras por la presión de los
latifundistas y las demandas del gobierno. Tercero, el
gobierno colombiano no tiene ninguna influencia en la
justicia norteamericana, donde los líderes guerrilleros, aún
en el año 2019, aparecen en la lista del departamento
antidrogas como parte de la cadena exportadora de cocaína.
Es decir, en cualquier momento podrían ser capturados y
extraditados. Al final, a muy pocos colombianos nos importa
lo que ocurra con ellos, pues siempre fueron vistos como
plagas dañinas.
Al concluir su segundo periodo presidencial, Juan Manuel
Santos ya se había convertido en el dirigente más
impopular de la historia reciente colombiana. Antes de
llegar a la casa de Nariño solía mentir ocasionalmente—
como todo político—, y a engañar al uno y al otro para
lograr sus objetivos. Siendo presidente, fue vergonzoso
verlo mentirle una y otra vez al país entero y engañar
también a las víctimas del conflicto con promesas que
nunca cumplió. El desprestigio y la desconfianza que
generó fueron tan grandes que ni los políticos más
lagartos se apuntaron a continuar su legado. Cualquiera
que hubiera estado asociado a su gobierno y aspirara a la
40
presidencia por su cuenta sólo quedaba en ridículo
negando la corrupción y el clientelismo político de los que
fue parte. A esto se le suma la polarización social y política
que dejaron las negociaciones de paz.
Con un gobierno totalmente anulado por la oposición y el
reproche ciudadano, se inició la carrera presidencial para
reemplazar a Juan Manuel Santos. De 24 precandidatos
inscritos, Gustavo Petro e Iván Duque salieron a disputar
la presidencia. El primero llegó representando a millones
de colombianos que ya estaban asqueados de la política
santista, que solamente favoreció a las empresas
extranjeras y a los corruptos locales, mientras el segundo,
Iván Duque, el “sardino” de 41 años que enamoró a Álvaro
Uribe con la guitarra, llegó representando la continuidad
del sistema político y económico de su mentor.
Uribe necesitaba a alguien en la Casa de Nariño que
estuviera dispuesto a no aprobar las negociaciones con la
guerrilla, no porque estaba en desacuerdo con lo que
habían acordado con el gobierno, sino porque le
preocupaba que una de las condiciones del acuerdo
pudiera llevarlo a la cárcel por haber facilitado el
paramilitarismo. Principalmente por esta razón, Uribe se
dio a la tarea de entrenarlo y promoverlo como el único
hombre que nos podría salvar del castro-chavismo.
Así fue como, gracias a los altos niveles de analfabetismo,
religiosidad y clasismo social que tienen la mayoría de los
colombianos, en agosto del año 2018, Juan Manuel Santos
le entregó la banda presidencial a Iván Duque, el joven
malabarista que se ganó la lotería al ser elegido por Álvaro
Uribe y quien recibió también la bendición de la élite
económica, los medios de comunicación y el apoyo de los
41
políticos de derecha tradicionales.
Muchos afirman que el país perdió una oportunidad de oro
para salir de la lista de las sociedades más desiguales del
planeta. Gustavo Petro buscaba construir un país más
equitativo al democratizar el mercado. La aberrante
concentración de riqueza ha sido en parte culpable de
nuestro atraso industrial.
Desafortunadamente, su pasado como militante del grupo
armado subversivo M-19, su corta amistad con Hugo
Chávez y su apoyo a la igualdad de género pusieron en su
contra a casi toda la clase alta y a miles de familias de
militares y policías que aún lo ven como guerrillero.
Por falta de análisis, la mayoría de la población colombiana
cree todo lo que sale de esa pantalla mágica llamada
televisor. Muchos no entendieron que la convicción de
Gustavo Petro por sacar al país de la pobreza era real;
irónicamente, su pasado guerrillero demostraba que lo que
quería era componer la inestable pirámide social que
construyó el capitalismo extranjero con nosotros.
Con Iván Duque dirigiendo los destinos del país, las
negociaciones de paz con los grupos armados entraron en
revisión; se fortaleció el neoliberalismo; se aumentó la
explotación de los recursos naturales de la nación y
seguramente habrá un recorte más severo a los derechos
civiles. Nadie entiende mejor que Álvaro Uribe — voz de la
conciencia del presidente Duque y un 30% del congreso—,
que el crecimiento poblacional, el desempleo y la
desigualdad de ingresos pondrán en riesgo la pirámide
social capitalista. Por este motivo, Duque no se quiere
apartar de su mentor; lo necesita para los momentos de
crisis que vendrán.
42
Se puede entender entonces que la “seguridad democrática”
que Uribe dejó a medias, intentará concluirla a través de
Iván Duque. Pero Colombia es una sociedad difícil de
administrar y la violencia continuará, esta vez no en forma
de guerrillas o protestas sociales, sino en medianos y
pequeños grupos criminales diseminados por todo el país.
Aunque lo lógico sería que después de las negociaciones
de paz con las FARC se redujera el número de soldados y
ese presupuesto pasara a la educación, esto no ocurrirá y
al contrario se hará más inversión militar. El ingreso de
Colombia a la Organización para la Cooperación del
Desarrollo Económico y a la OTAN demuestran nuestra
subyugación a los intereses económicos extranjeros y el
apoyo incondicional a las intervenciones armadas de
Estados Unidos.
La intención de motivar la guerra contra el terrorismo, las
drogas y el castro-chavismo gravita sólo en dos tipos de
políticos: el que no piensa y cree que éstos son los mayores
problemas del siglo XXI y el político perteneciente a las
élites económicas que entiende que su mayor desafío será el
de preservar su clase, aquella minoría que controla el
destino de la nación.
En un futuro próximo, la combinación de escasez de
recursos naturales, automatización, desempleo y
consecuencias del cambio climático desatarán grandes
revoluciones sociales pidiendo la cabeza de las élites
sociales. Tener unas Fuerzas Armadas numerosas, bien
equipadas y adoctrinadas servirá tanto para controlar a la
plebe, como para alcanzar objetivos fuera de las fronteras.
Dentro de este nuevo escenario, las nuevas generaciones de
soldados estarán elaborando un capítulo diferente, una
43
sección de nuestra historia donde miles de ellos perderán la
vida, sin percibir los intereses que se mueven detrás de
ellos. Los soldados de Bolívar pelearon y murieron por la
independencia de los hacendados; los que peleamos en
contra de las guerrillas comunistas sufrimos e hicimos
sufrir a millones de compatriotas sin entender que la lucha
fue por preservar la riqueza de los hacendados y mantener
lejos de ellos a la plebe, esos campesinos que se armaron
para defender lo que tenían. Ahora, este escenario tiene
componentes internacionales y probablemente una guerra
con los países vecinos. Así se olvida el pasado; cada día que
pasa sepulta al anterior. Los miles de soldados, de
guerrilleros y de civiles muertos de las escenas anteriores
están ya en el olvido; sobreviven sólo aquellos que el
establecimiento decidió recordar como héroes y ejemplo a
seguir; los que quedan nunca existieron.
De todo lo que ocurrió en las profundidades de las selvas
colombianas durante los años noventa, el período más
cruel de la confrontación, nos quedan únicamente las
historias. La gran mayoría de los que fuimos soldados
desde los inicios de las guerrillas de las FARC hasta que
éstas aceptaran el tratado de paz, entramos en un
profundo dilema. Es difícil aceptar que aquellos feroces
guerrilleros, que sin piedad masacraron decenas de
soldados y policías novatos, posen luego como líderes
políticos y morales.
Por fraternidad institucional, muchos militares y policías
recordamos con rabia y tristeza la toma a Mitú, Patascoy y
la base militar de las Delicias. Por otro lado, con estas
negociaciones de paz, entendemos que había otras formas
de parar el derramamiento de sangre, pero no se llevaron a
cabo porque había que preservar un enemigo vivo para
44
justificar la estrategia geopolítica de los Estados Unidos en
América Latina y al mismo tiempo facilitar el saqueo del
Estado.
Es evidente que las élites políticas y militares no estaban
interesadas en desactivar la amenaza leninista. La táctica
de preservar un enemigo se salió de control con la
interferencia del narcotráfico y los paramilitares. Ahora
me pregunto ¿cómo aquellos que fuimos soldados
virtuosos podríamos haber vencido a un enemigo
financiado por el narcotráfico y éste a su vez estuviera
asociado con el Estado? ¿Cómo pudimos haber cumplido
la misión con el armamento y la logística militar que otras
naciones ya habían puesto en museos? Aún a principios
del siglo XXI, mientras los Estados Unidos abrían la
discusión sobre la guerra espacial, nuestro ejército
continuaba recibiendo el armamento sobrante de la
Segunda Guerra Mundial como si fueran las herramientas
más sofisticadas para el tipo de guerra que vivíamos.
Hasta ahora, el conflicto colombiano ha generado docenas
de libros, documentales, películas y series de televisión.
Cada una de estas historias cuenta un pedazo de lo
acontecido, pero también es verdad que el papel que le
han dado al ejército en la mayoría de estas historias no se
acerca ni lo más mínimo a la realidad.
El objetivo de la crónica que narra este escrito, más allá de
contar una historia, es derribar varios mitos que existen
alrededor de los hombres que decidieron empuñar las
armas a favor del Estado. Por ejemplo, los soldados no
todos son sanguinarios como algunos los describen, ni
todos son honorables y valientes como se representan a sí
mismos. El mito de que el soldado está ahí para defender
45
la patria no ha sido más que un ardid psicológico para que
éste acepte su valor servil en las ambiciones de otros.
Tampoco se puede decir que sólo aquellos que vivimos el
conflicto armado en primera persona sabemos con exactitud
lo que pasó y cuánto sufrimiento hubo, pues cada región del
país creó eventos diferentes, así como cada persona es un
universo de pensamientos y comportamientos. Para aquellos
jóvenes que crecieron en las zonas de conflicto, ver y hacer
barbaridades era normal. Muchos guerrilleros, soldados y
paramilitares se unieron a alguno de estos bandos en
conflicto en busca de venganza. Asesinatos selectivos y
masacres de familias enteras en las zonas rurales sólo
alimentaron la confrontación. Mientras la mayoría de
aquellos jóvenes que nos unimos por voluntad al ejército, es
decir, que no nos arrojaron a la fuerza en un camión, sino que
subimos por voluntad, lo hicimos para garantizar al menos la
comida.
Colombia ha sido un país donde la imaginación empresarial
no existe y por tanto predomina el rebusque y el desempleo.
La gran mayoría de los colombianos anda entre estar en la
miseria o sirviendo los intereses de otros. En nuestra
cultura, debido a una gran vanidad y religiosidad heredada
de la colonia, es importante estar haciendo algo productivo,
cualquier cosa. ¿Qué puede ser mejor que decir que mi
trabajo es defender la patria del comunismo y el
terrorismo?
En mi caso, la búsqueda de oportunidades, que no veía en
un pequeño pueblo de menos de dos mil habitantes, me
llevó a Bogotá cuando tenía catorce años. Durante tres
años trabajé descargando y cargando camiones en una
fábrica de reciclaje, y estudiando de noche. Al mismo
46
tiempo, hacía las veces de vigilante y portero del mismo
sitio donde dormía, a cambio de la habitación y la comida.
Al cumplir los diecisiete años, empecé a cuestionar mi
entorno y a cuestionarme a mí mismo por aceptarlo. Me
sentía lleno de vitalidad y sueños. No quería ni siquiera
imaginar que terminaría como la mayoría de mis
compañeros de trabajo: viejos y cansados, esperando cada
día que llegara el sábado para llevar a los hijos a comer
fritanga a Monserrate. Para ellos, el fútbol, la televisión y
la cerveza eran las mayores distracciones para olvidar su
rutina, las deudas y la posibilidad de ser despedidos en
cualquier día. A mi corta edad mis responsabilidades eran
diferentes; mi mayor preocupación era cómo distribuir los
cuatrocientos mil pesos que tenía de sueldo, sin afectar
mis ahorros para comprar una motocicleta y sin dejar de
enviarle dinero a mi madre.
Irónicamente, desde la habitación donde dormía, la única
vista era la del patio principal de la Cárcel Modelo, ese
terrorífico lugar de dónde sólo salían gritos y muertos
después de las constantes revueltas. A eso me acostumbré,
e incluso a ver policías y soldados patrullando todo el
sector, previendo el escape de algún preso o el intento de
rescate de algún narcotraficante.
Cuando los días se hacían crueles, debido al exceso de
trabajo físico, pretendía ser un soldado, de esos que
permanecían estacionados en las esquinas sin hacer nada,
sólo ahí, parados mirando a su alrededor, sin ninguna
preocupación por la comida o por quedarse sin trabajo.
Pese al deseo de ser uno de ellos, me llenaba de terror
cuando veía los camiones reclutadores que como
fantasmas pasaban, atrapando cuanto joven desprevenido
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había en las calles.
Un día cualquiera, después de discutir con el dueño del
lugar, salí en la tarde a recorrer las calles, esperando que
pasara uno de estos camiones y me llevara.
Mientras caminaba, la furia que llevaba por dentro
desapareció y, con la sensación de un gran alivio, regresé
al sitio donde dormía. No sentía el valor suficiente para
matar a otro ser humano o vivir en persona lo que veía en
las noticias de televisión.
Cada vez que me enojaba emergía el mismo dilema:
continuar rumiando mi desdicha o empezar a actuar como
un hombre y afrontar el reto militar. La disyuntiva
terminó, un día cualquiera, cuando me acerqué a uno de
los soldados estacionados en las esquinas. Bajo el pesado
casco metálico de Policía Militar, encontré un rostro casi
de niño, de diecisiete años, mi propia edad. Me enteré
entonces que era legal reclutar aquellos adolescentes que
cumplirían la mayoría de edad antes de terminar su
servicio militar. “Si este joven puede, yo también” me dije
a mí mismo y al día siguiente me presenté ante el distrito
de reclutamiento más cercano.
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CAPÍTULO I
ESCUELA INOCENCIO CHINCA
El Recluta
Eran las 0730 cuando, apresurado, llegué a la guardia del
3
Batallón de Policía Militar Número 13, localizado a unos
dos kilómetros del sitio donde laboré por varios años.
Obscuras nubes cubrían el cielo, vaticinando fuertes
lluvias, como el día anterior. En la parte superior de las
entradas, una para peatones y otra para vehículos, se
hallaban varios soldados armados con fusiles caminando
de un extremo a otro. Mientras me acercaba, observé que
entre ellos se hicieron varias señas con la mano, algo que
no entendí hasta que uno de ellos, el más cercano a mí, me
gritó: ¡alto ahí o disparo! Instintivamente levanté las
manos y asustado le expliqué el propósito de mi visita.
Cuando terminé de hablar, el segundo soldado me señaló
con un gesto de cabeza hacia una especie de cabina
telefónica donde se encontraba el comandante de guardia:
un hombre joven de grado cabo primero, dueño de un
despotismo que no había visto antes.
Sin saludarme siquiera, el hombre me arrebató los
documentos y los revisó detenidamente. Al terminar, me
los regresó de la misma forma. Luego llamó a uno de los
soldados que me había recibido:
3 Las horas se indican en el formato militar
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—¡Acompañe a este joven y déjelo en reclutamiento! —
vociferó a todo pulmón y, encogido de hombros sobre un
viejo pupitre escolar, siguió llenando el crucigrama de un
arrugado periódico.
Mientras seguía los pasos del soldado a través de varias
edificaciones repletas de militares revoloteando como
abejas, por mi mente se cruzaron diversos pensamientos.
Me extrañaba, e incluso me parecía indignante, ver cómo
los soldados evitaban mirar a los ojos de los comandantes;
totalmente acobardados, sólo repetían como loros:
“¡Como ordene, como ordene!” a todo lo que les pedían
que hicieran.
Ese mismo día, por la evidente subordinación de los
soldados, creí que la vida militar no era más que un asunto
de seguir instrucciones. Pasaron años para entender y
asimilar el hecho que la vida militar es más que entregar la
voluntad y la vida misma; es conceder también la
cognición. Lo que me estaba siendo difícil de asimilar en
ese momento era el lenguaje grosero y abusivo que había
escuchado de los comandantes hacia los soldados. En
menos de dos horas, ya había escuchado más gritos y
blasfemias que en todos los diecisiete años que tenía de
vida. Pese a esto, prefería estar en la posición desventajosa
de esos jóvenes recibiendo alaridos que continuar
rumiando mis ilusiones en un pequeño cuarto de una
fábrica, esperando que llegaran los domingos para ir al
cine.
Sumergido en imaginarias escenas de mi pasado y lo que
podría ser de mi futuro, llegamos a las oficinas de
reclutamiento minutos después: éstas eran dos cuartos
pequeños al final de uno de los hangares donde dormían
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