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Published by awesomeflipbook, 2021-09-05 05:34:17

El Ejercito de quien 05302021

Por ser el más joven, el más recluta como se dice en el
lenguaje militar, fui encargado de custodiar los vehículos y
la entrada del lugar hasta las 0500, hora en que me
remplazaría Popeye.

Sintiéndome más seguro con un fusil y varias granadas,
como me había entrenado, me senté sobre un ladrillo
detrás de la puerta metálica por donde habíamos entrado
con los vehículos, mientras el hombre que nos recibió me
observaba. Me enteré que éste era el vigilante de la casa
donde estábamos cuando se acercó a ofrecerme café. El
dueño era un notable político y ganadero de la región,
amigo del general y cuyas propiedades venían siendo
afectadas por la presencia de las guerrillas en la zona. Esta
no era la primera vez que las operaciones militares o
encubiertas daban prioridad a las necesidades de
seguridad de las personas más influyentes de las regiones.
Era normal que los fines de semana fuera enviado un
pelotón de soldados a cuidar un cumpleaños o algún
matrimonio en las haciendas aledañas, pero en esta
ocasión el hecho que los hacendados nos proporcionaran
la logística y también nos señalaran a los guerrilleros, nos
convertía simplemente en un grupo de esbirros al servicio
del más adinerado. A estas conclusiones llegué muchos
años después, cuando surgieron los paramilitares para
defender las propiedades que el ejército ya no podía
cuidar, no por fidelidad institucional, sino por la presión
de muchas organizaciones civiles.

A las 0455 llegó Popeye envuelto en una cobija, para recibir
su turno en el puesto de centinela, luego fui al cuarto que
me asignaron. Con cuidado, para no despertar a nadie con
los chirridos que hacían las tablas del piso, me quité los
zapatos y me extendí sobre la cama sin remover las cobijas.
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En la cama siguiente estaba el sargento, dormido, o al
menos eso creía; no se había quitado ni los zapatos y aún
permanecía empuñando la pistola contra su pecho. Le
observé con cierto temor y admiración. Me preguntaba si
algún día llegaría a ser un soldado tan valiente como él. A
mi corta edad y por lo que había vivido, confundía la
intrepidez con la irracionalidad. Mirando la tenue luz de la
luna que entraba por las rendijas de la ventana y, hundido
en diversos pensamientos, me quedé dormido.

Cuando desperté, el sargento no estaba y ya habían pasado
varias horas. De un salto me levanté, pensando en el
regaño que podría darme el capitán. Me puse los zapatos y
salí a toda prisa. Cerca de la cocina, en un gran salón
amueblado, estaban el sargento viendo televisión y sobre
el corredor Chunchurria y Popeye jugando cartas.

—¿Cómo durmió, viejo Lámpara?

—Bien, mi sargento. ¿Y mi capitán?

—No se ha despertado todavía. Usted relájese, que él sabe
que antes de las 1800, tenemos que salir a hacer otro
trabajo. Más bien tome asiento, que la empleada del
servicio le trae el almuerzo aquí mismo —me confirmó
riendo.

Me senté en el sofá contiguo. Recuerdo que estaban
transmitiendo: “Las Aventuras del Profesor Yarumo”. Por
varios minutos permanecimos en silencio, viendo el
programa de televisión, hasta que decidí preguntarle.

—¿Fue fácil o difícil la vuelta de anoche, mi sargento?
—Fácil —me contestó sin mirarme—; pelamos a tres.
Chunchurria le dio a dos que estaban en una mesa con la

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sub-ametralladora, y yo tumbé a otro que estaba en el
parque, me imagino que de guardia, porque casi le da un
tiro por la espalda a Chunchurria. Lo cogí de cerca y de dos
tiros le volé la cabeza para la puta mierda.

Se puso de pie y describió con detalle la forma en que
había matado al hombre en el parque. Parecía que le
emocionaba recordar ese momento, tanto que cuando
terminó de narrar la escena en el parque, continuó con
otras historias donde había hecho poner de rodillas a la
víctima, obligándole a confesar que era guerrillero. Tanto
los policías como yo le escuchamos atentos, hasta que
llegó el capitán.

—¿Cómo durmieron muchachos? —le interrumpió el
capitán.

—Muy bien jefe —respondimos todos casi al unísono.

—Tenemos un trabajo para esta noche, pero creo que lo
podemos hacer de una vez para no trasnochar —indicó el
capitán—. Ya tengo la información que necesitamos.

No recibimos detalles de la persona o personas que se
trataba de asesinar, suponíamos que todos eran guerrilleros
de civil. No creo que el capitán supiera quiénes eran los
objetivos; la orden desde la brigada era eliminar a quienes
señalaran los informantes. Esa mañana, mientras yo
dormía, el capitán había salido con el administrador de la
finca a reconocer el blanco de ese día. Cuando regresó, ya
tenía en mente dónde y a quién se debería asesinar esta vez.

—Este trabajo lo vamos a realizar de la siguiente forma —
continuó el capitán—, Chunchurria y Popeye se adelantan
y aseguran el área alrededor del objetivo. Luego entrarán
Lamparita y Quemado en la moto; dejan al paciente
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acostado y continúan para la Sierra.

En cuanto escuché mi apodo relacionado con otro
asesinato, sentí que la energía del cuerpo me abandonaba;
las piernas me temblaron y debí pedir permiso para
retirarme al baño. Sentí también que el estómago se me
había aflojado. La palidez de mi rostro debió ser tan
llamativa que todos, excepto el capitán, soltaron una
carcajada. Mientras estaba sentado en la taza del baño,
pensaba que yo no tenía el valor suficiente para matar a
otra persona. Incluso llegué a pensar escapar de allí en la
misma moto y regresar a mi casa. No sólo estaba apenado,
sino también en un profundo dilema; me había
programado mentalmente, incluso hasta beber sangre de
mi enemigo, pero cuando llegó ese momento sólo pensaba
en salir corriendo.

—Tranquilo Lamparita —me dijo el sargento tocando la
puerta del baño porque estaba tardando demasiado—,
después que tumbe el primero, el siguiente es más fácil.

—No hay problema mi sargento —le contesté—; yo sé que
tarde o temprano me iba a tocar matar a alguien. De eso se
trata el ejército, ¿no? Sólo deme unos minuticos, que estoy
como estreñido.

Pero en realidad, no estaba listo para aceptar mi destino. La
debilidad que aún sentía era tal que no pude siquiera
encender la motocicleta cuando nos disponíamos a
abandonar el lugar. Estaba tan estresado que por momentos
pensaba que estaba en una pesadilla que se desarrollaba en
forma real.

—¡Nos tocó cambiar de piloto porque a Lamparita le
quedó grande esta huevonada y yo que pensaba que no le

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temía a nada! —dijo el capitán con rabia.

—Tranquilo, yo manejo la moto por esta ocasión —dijo
Popeye—; usted vaya en la camioneta con Chunchurria.
Descendí cabizbajo de la motocicleta y apenado abordé la
camioneta.

El capitán no dijo nada más; aceptó con la cabeza la
propuesta de Popeye y salimos a cumplir la siguiente
misión; asesinar al dueño de un pequeño granero que le
vendía comida a la guerrilla. Para nosotros, éste era un
auxiliador de la guerrilla y no un comerciante cualquiera
que también suplía a la finca del hacendado amigo del
general. Despacio, pasamos Chunchurria y yo en la
camioneta, frente al negocio del blanco. Queríamos saber
si tenía alguna seguridad dentro del local. Después nos
estacionamos a media cuadra para asegurar el lugar,
mientras el sargento y Popeye llegaban para cometer el
delito. Aparecieron minutos después por la calle, en
sentido contrario. El sargento descendió de la moto y
entró a la tienda. Se escucharon dos disparos y casi de
inmediato salió a toda prisa, saltando sobre la moto.
Pasaron a toda velocidad frente a nosotros, haciendo la
“V” de victoria con los dedos. Chunchurria encendió la
camioneta y partimos despacio hacia la salida del pueblo.

Llevábamos casi dos horas conduciendo sobre la vía
principal sin verlos; pensamos que por equivocación
habían tomado otra ruta, pero los encontramos justo sobre
el desvió hacia la Sierra, una vereda de unas veinte casas
donde habían ubicado el próximo blanco. Allí esperamos
hasta que el capitán llegó en el Trooper, alrededor de las
1700.


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—En este cagadero no hay donde quedarnos —indicó el
capitán—, así que nos quedamos al borde de la carretera
mientras ustedes dos continúan y le dan de baja al
auxiliador que vive en la escuela —señaló al sargento y a
Popeye— y luego nos regresamos a Lérida a pasar el fin de
semana en la finca del hacendado.

Sobre la tierra rocosa, el capitán dibujó con un palo la
ubicación de cada uno de nosotros durante la corta
operación para asesinar al profesor de la vereda, quien
vivía en la misma escuela con su familia. El sargento iría
con Popeye hasta su propia casa para asesinarle, mientras
el resto nos ubicaríamos en las colinas cercanas para
evitar que el profesor se escapara. La acusación que
colgaba sobre su destino era la de ser líder sindical del
profesorado en las montañas y conocido político de
izquierda en la zona. Para nosotros, los militares de ese
entonces, la izquierda, el sindicalismo, el comunismo, el
socialismo, el revoltoso y hasta el resentido social, no eran
más que distintas máscaras que usaban las guerrillas para
imponer su agenda comunista y por lo tanto era
justificable eliminarlos.

—¡No mi capitán! —interrumpió el sargento durante el
planeamiento del asesinato— le solicito ir esta vez con
Lamparita y que Popeye más bien suba a la colina; es hora
de despertar este pelao.

—Bueno hermano, si usted cree que el muchacho puede
hacer esa vuelta llévelo, pero ni por las putas me deja ese
facineroso vivo.

En esta ocasión no había forma que evadiera mi labor
como simple instrumento de un sistema jerárquico.
Cuando ingresé al ejército, sabía que en algún momento
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enfrentaría la posibilidad de matar a alguien, pero no de
esta forma. Siempre tuve como referencia las películas de
la Segunda Guerra Mundial y en nuestro contexto, la
guerra de Vietnam. Se veía un cierto grado de honor al
matar o morir peleando, lo que no tienen los sicarios. En
ese momento no existía ninguna diferencia entre los
asesinos de los carteles de las drogas y nosotros.

Resignado, me subí a la motocicleta y pacientemente esperé
que el capitán terminara de darnos las instrucciones y que
Chunchurria y Popeye tomaran posición en una colina. El
capitán permaneció en el sitio, mientras el sargento saltó
sobre la moto detrás de mí. Con la mente en blanco y
escuchando de fondo la voz del sargento, empecé a subir la
carretera hacia la escuela. Ahora quisiera pensar que el
destino del profesor ya estaba determinado por Dios y que
sólo jugué un papel mínimo en la decisión divina. 
































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CAPÍTULO V





LOS PARAMILITARES

El Infierno





A mitad de camino, alcancé a ver que el profesor salía de
su casa, una humilde morada campesina rodeada de flores
ubicada junto a la escuela de dos salones y que estaba al
borde de la carretera. Se veía alegre y sonriente mientras
caminaba, seguido por una mujer y dos niños pequeños.
Llegó hasta una moto estacionada y antes de subirse,
amarró en forma de cola de caballo su larga cabellera de
hippie. Luego volteó hacia su familia y a cada uno le dio
un beso en la mejilla, el último que recibirían de su padre y
esposo.

—¡Ese hijueputa mechudo está de papayita! —me gritó el
sargento al oído— ¡Pare la puta moto y cambiemos de
lugar. Yo manejo y usted le dispara!

—¡No! ¡Yo lo veo a usted hacerlo, mi sargento! El próximo
me toca a mí —le contesté, con la esperanza de que no me
obligara a ser el ejecutor.
—¡Marica! —me gritó más fuerte, enojado— ¡No le estoy
consultando si quiere o no hacerlo; detenga la puta moto y
cambiamos de lugar! No sea cobarde hombre —me dijo en
tono más bajo esta vez—, sólo tiene que apuntarle a la
cabeza y disparar. La bala se encarga del resto y si falla, yo
termino lo que usted empezó.

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El grito del sargento me llenó de temor, no porque me
asustase como hombre, pero el haber enojado a un
superior era señal de desobediencia y de ser un mal
soldado. La misión de cualquier militar es la de seguir
órdenes; para eso me habían capacitado mentalmente. El
subalterno puede entender que la orden que cumple es
ilegal e incluso perjudicial para sí mismo, sin embargo,
para no enfadar al superior, el subalterno prefiere pensar
que la orden es correcta, justa y sin otras opciones para
llevar a cabo una misión, con la certeza que el superior se
hará responsable de los hechos. Pasaría mucho tiempo
antes de que se entendiera por qué este fenómeno
psicológico se cumple y otro tiempo más para corregirlo
sin tener que cambiar el sistema de autoridad jerárquica.
El caso es que ese día yo no podía seguir evadiendo lo que
como soldado algún día tenía que hacer: matar y seguir
matando para mantener la excelencia militar. Podía ser yo
el mejor en otros aspectos de estrategia, incluso el más
fuerte físicamente y no sería admirado ni respetado si no
había muertes que contar. Así que di un suspiro de
resignación y esta vez me senté detrás del sargento. Era yo
ahora el parrillero, como se le dice en el mundo del
sicariato a quien acciona el gatillo.

A partir de ese instante, todo en mi entorno continuó
rodando como una escena ajena, como si yo estuviese por
fuera de lo que estaba ocurriendo. Estaba en la primera
etapa del duelo: la negación, pero al mismo tiempo
deseaba acabar pronto con lo que había empezado. Desde
lo más profundo de mi irracionalidad como instinto de
supervivencia, quería demostrarle al sargento de que yo
podía ser igual o más avezado que él.

Mientras el sargento conducía la motocicleta, yo apreté las
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piernas contra el sillón para poder moverme de la cintura
hacia arriba con libertad, como él me había explicado
antes. Luego le di un beso de buena suerte al cañón de la
pistola y la sostuve bajo la camisa donde no se alcanzase a
ver. Miré al profesor y éste venía descendiendo a prudente
velocidad, esquivando los huecos del el camino hechos por
la lluvia y los pesados “buses escalera”. Nos separaban
unos veinte metros cuando el sargento me palmoteó la
pierna y aceleró; era la señal para alistar el disparo. El
profesor nos miró con descuido, pues era normal el
tránsito de motos sobre aquella vía.
—Pasaré tan cerca, que ni de putas puede fallar. Apúntele
a la cabeza, que con un tiro tiene —me susurró el sargento.

Y así fue, mi pistola quedó a escasos diez centímetros de
su cabeza. Todo ocurrió rápida y lentamente a la vez. Aún
recuerdo con claridad el fogonazo y el eco ensordecedor
del disparo. Automáticamente supe que no habría
necesidad de un segundo disparo; la bala había impactado
en su cabeza. Le seguí con la mirada hasta que rodó
aparatosamente sobre el piso de piedra menuda. No pude
ver su rostro porque al momento del disparo volteó la
cara, tratando de esquivar el ataque, razón por la que la
bala se incrustó en su cerebro. A espaldas nuestras se
escuchó el estruendo de la aparatosa caída, mientras el
sargento daba la vuelta para revisar que el cometido se
había logrado.
—¡Bájese y cerciórese que esté bien muerto! ¡Pero rápido,
viejo Lámpara, antes de que lleguen los chismosos!

Descendí de la moto y me quedé observando el cadáver a
corta distancia. Sus pies estaban enredados en la moto y
sus brazos bajo el pecho. Tenía miedo de acercarme; era la
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primera vez que estaba cerca de un cadáver.

—¡Levántele la cabeza para ver donde le pegó el tiro! —Me
gritó el sargento con cierto morbo— ¡revísele también los
bolsillos y tráigase la billetera para saber qué información
guardaba; quizás encontremos a otro hijueputa ahí para
darle de baja también.

Me incliné para cumplir la orden, pero una sensación de
asco se apoderó de mí. No había necesidad de corroborar
su muerte, faltaba un pedazo del hueso craneano.
Rápidamente le saqué la billetera del bolsillo trasero del
pantalón y le esculqué también los bolsillos delanteros. No
encontré más que una lista de huevos, pan, queso y
cebolla, seguramente para el desayuno del día siguiente.

—¡Traiga lo que tenga ese hijueputa, que después lo
revisamos con calma, y métale otro tiro para estar seguros!
—vociferó el sargento nuevamente.

—¡No mi sargento, este hombre está más que muerto,
vámonos mejor antes de que lleguen los chismosos!

—¡Este pelao sí es gallina! —alegó mientras desenfundaba
su arma. Seguidamente fue hacia el profesor y, a escasos
cinco centímetros, le propinó otro tiro en la frente—
¡Ahora con seguridad, sí está muerto este puto guerrillero!

Minutos después, me hallaba en medio del grupo a orilla
de la carretera, recibiendo felicitaciones por la acción.
Había superado la etapa de iniciación, lo que ellos
llamaron “el bautizo”. Superar el miedo a matar a otro ser
humano es un logro sobresaliente en la vida militar.
Después de esto, la actitud de todos cambió hacia mí y el
sargento me tomó como su pupilo; se sentía orgulloso de
mí. En realidad, y pese a que el sargento tenía lapsos
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bipolares donde se tornaba agresivo y grosero, se había
despertado cierta empatía entre nosotros. Yo me sentía
cómodo a su lado porque era una especie de protección,
mientras él me veía como alguien de confianza y ahora sin
temor para seguirle en otros asesinatos. Me lo dijo cuando
regresamos a Lérida en horas de la noche. Por alguna
razón, parecía que el sargento buscaba dejar en mí su
legado de muerte.

—¡Porque este pelao tiene que llegar a ser más matón que
todos nosotros juntos; así acabaremos rápido con esa puta
guerrilla! —Les señaló a los dos policías el sargento, ya
medio borracho con el whisky que nos había enviado el
hacendado como obsequio por nuestra labor patriótica.

Esa noche, bebimos y hablamos casi hasta las 0200, hasta
que el capitán, hombre abstemio y muy disciplinado, llegó
para terminar la celebración. Quería que durmiéramos
porque en la mañana saldríamos para otro pueblo, donde
estaba la siguiente víctima. Pero ni esa noche, ni muchas
otras pude dormir tranquilo. En la obscuridad, sentía la
presencia del profesor y en los cortos sueños que tenía, le
veía en múltiples ocasiones, algunas veces persiguiéndome
en forma de zombi y otras vestido como guerrillero.

Empecé a hundirme en las aguas podridas de un infierno
interior, convirtiendo mis sueños en dantescas pesadillas.
Sentía que había caído en el abismo y me estaba
transformando en demonio. No sé cómo ocurrió, pero
después de la muerte del profesor y de recibir los halagos
de mis superiores, quería seguir asesinando. Esperaba que
mi mente se acostumbrara a las escenas que no me
dejaban dormir, a esa lucha que sostenía mi parte buena
contra el mal, a ese olor a azufre que empezó a salir de mi

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conciencia cuando la misión terminó; contaba con siete
vidas sobre mis espaldas. Bastó con matar el primero,
como decía el sargento, para que mi mano empezara a
temblar cada vez menos al disparar. Era una confusión
total. Por un lado, me sentía arder al pensar que ya me
había ganado el infierno, ese que con insistencia me
describió mi madre de niño. Por otro lado, me sentí
infinitamente orgulloso cuando el general, quien nos
había enviado a realizar las muertes, me colmó de
sublimes elogios cuatro semanas después, cuando se
terminó la operación.
Si en realidad ésta hubiese sido una operación militar
orientada estrictamente para eliminar guerrilleros
urbanos, no habría durado más de dos días, pues es obvio
que después de haber asesinado a tres de sus integrantes
en el parque de Ambalema, los otros estarían a la
defensiva. Si este hubiera sido el caso, con toda seguridad
el capitán daría por concluida la operación, pero no lo hizo
porque los integrantes de todos los grupos estábamos
contentos con lo que hacíamos, no tanto por la facilidad
con la que alcanzábamos nuestros objetivos (número de
muertos), pero sí por estar lejos de la rutina militar que se
vive en los batallones, y por supuesto, las atenciones que
recibíamos de los hacendados, creyendo que estábamos
limpiando sus propiedades de guerrilla. Así fue cómo
terminamos también asesinando ladrones, drogadictos,
mendigos, y otra clase de gente que eran considerados
como “desechables”. Esto era lo que, más adelante,
denominarían los investigadores como una “limpieza
social” realizada por una “mano negra”.

A pesar de que, por todo lo anterior, me sumía en dolor
por haber traicionado los principios morales inculcados
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por mis padres, regresé a mi batallón de origen,
demostrando arrogancia y desapego por la vida. A partir
de ese entonces, me hundí aún más en el licor, buscando
borrar de mi mente los rostros de las víctimas, esas que
mentalmente me acompañaban día y noche; me
torturaban en el sueño. Mi único consuelo cuando
despertaba exaltado era reemplazar aquellas crueles
imágenes por recuerdos lindos de mi niñez, como cuando
corría libre sobre la hierba fresca del campo, en busca de
luciérnagas en la vereda donde crecí.
Inmerso en mi amorosa infancia, pasaba horas sentado en
una mesa de cantina tomando cerveza, buscando olvidar lo
que ya no podía. Contrariamente a lo que esperaba, el
efecto del licor logró arraigar más el sentimiento de
culpabilidad. Así que empecé a distraer mi mente dedicando
toda mi energía e imaginación al entrenamiento de los
soldados, pero esta vez con rabia. Les pegaba y decía que la
vida militar era sufrimiento y maldad, que para ser un buen
soldado no sólo se necesitaba bajar al infierno y conocer al
demonio en persona, sino también, desprenderse de los
principios morales, éticos y hasta del amor de la familia. Yo
les di a aquellos reclutas bajo mi mando la oportunidad de
conocer lo que era la maldad, lo que era en verdad el abuso
de autoridad, hasta que fui llamado nuevamente por el
coronel.

—¡Qué ordena mi coronel! —saludé, con fuerza.
—El capitán Téllez me comentó con detalle su participación
en el grupo y el capitán Estupiñán dice que usted es la
gonorrea más grande que haya conocido para entrenar
soldados. —Guardó silencio por un momento, mientras
encendía un cigarrillo y miraba por la ventana hacia afuera,

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donde observaba a los reclutas correr; luego agregó—. Estoy
de acuerdo con ellos, usted es un hombre que nació para
esta mierda, ¿usted qué cree, que nació para la milicia?

—¡Afirmativo mi coronel! —respondí sin vacilar.

—Excelente. Con ese positivismo lo necesito durante tres
meses para defender la patria desde otro lugar. Lo mejor
de todo es que va a recibir dinero extra por su trabajo. —Se
sonrió viendo mi recia postura militar; luego me palmoteó
el hombro e inclinó la cabeza indicándome la salida—.
Ahora organice su material de patrullaje y esté pendiente
para que salga hoy mismo a Puerto Boyacá con el sargento
Bermúdez, el de la sección segunda de inteligencia.

—¡Como ordene, mi coronel! —respondí fuerte, pero con
respeto.

Regresé a mi alojamiento y empecé a empacar mi equipo
de patrullaje en un costal de fibra, mientras hablaba con
mi compañero Mejía sobre la muerte de Sánchez, nuestro
compañero de curso, el primero en morir. Ahora éramos
seis de los siete que habíamos llegado a esta unidad.
Aconteció que descendiendo de un camión militar, el
soldado operador de la ametralladora M-60, activó sin
querer el gatillo cuando saltó y una ráfaga de balas
atravesó a Sánchez.

Estaba recordando a nuestro compañero y justo en ese
instante apareció el sargento Bermúdez indicándome que
era el momento de partir. Juntos salimos a toda prisa y
tomamos un taxi desde la guardia del batallón hasta el
terminal de transporte, donde un bus intermunicipal nos
llevó hasta el tórrido pueblo de Puerto Boyacá. Seis horas
tardó este viaje, en un vehículo destartalado, sin aire

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acondicionado y saturado de todos los olores. Cuando
llegamos, a eso de las 1500, vomité lo que había comido
ese día en el desayuno, mientras el sargento, sentado
sobre el costal que también llevaba, me observó riendo.
Después de esto, nos dirigimos hacia un restaurante al
costado del parque para esperar allí a quien nos debía
recoger.

—¿Mi coronel dijo que nos recogería una camioneta
blanca o beige? —me preguntó el sargento, desorientado,
mirando a todos lados—. Yo confiaba en que él conocía
todos los detalles de esta misión, pero no era así.

—Blanco mi sargento —le respondí—; claro que con estas
carreteras tan polvorientas, me imagino que es un carro
beige que debemos buscar.

—Comamos algo aquí, que tengo un hambre que no me
deja pensar. —Señaló, tomando asiento y llamando al
mesero con dos palmadas en la mesa—. Quiero un
sancocho de pescado reforzado con mariscos y un plato de
arroz. Aquí, en Puerto Boyacá, los caldos de pescado son
afrodisíacos; se los recomiendo —concluyó riendo.

Seguí el consejo del sargento y ordené lo mismo que él
había pedido. Minutos después, el sargento se secaba el
sudor mientras a rápidas cucharadas absorbía la ardiente
sopa diciendo:

—¡Puta si está rico este sancocho; para levantar muertos!

El calor del sitio era intolerable y los ventiladores de techo
alcanzaban sólo a mover los vapores de la comida de un
lugar a otro. La sofocación era tal que necesité ir al baño a
humedecerme la cara y el pecho en el lavamanos. Cuando
salí, me percaté que habían llegado dos hombres y se
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habían sentado al fondo del salón. Mirando al sargento,
uno de ellos sacó del cinto una pistola, la puso sobre la
mesa y sobre ella su sombrero de vaquero. Le comenté al
sargento lo que había visto y me respondió sin
preocuparse: —No se asuste pelao, esos deben ser
paramilitares; esta zona está controlada por ellos.
Afortunadamente, están con nosotros; de lo contrario ya
nos habrían quebrado el culo.

Minutos después, una camioneta se detuvo ruidosamente
frente al restaurante y salieron de ella cuatro hombres
armados, vestidos en uniforme camuflado pero con
brazaletes negros que decían “ACC” (Autodefensas
Campesinas de Colombia). Dos de ellos tomaron
posiciones de seguridad en las puertas del local mientras
los otros dos se acercaron a nosotros.

—Venimos a recogerlos —dijo un hombre de mediana edad
y rasgos puramente indígenas—; suban a la camioneta y
no se preocupen por la cuenta que nosotros pagamos.

Por más de una hora viajamos, mudos, en la parte trasera
de la camioneta marca Toyota, escuchando únicamente las
gangosas rancheras mexicanas que salían de la radio del
vehículo. Recuerdo que sonaba la canción “nadie es eterno
en el mundo” cuando ésta fue interrumpida por agresivos
latidos de perros rodeando la camioneta.

—Llegamos. ¡Fuera de aquí, perros hijueputas! —gritó el
conductor hacia los animales–.
Desde una modesta casa campesina de dos plantas,
rodeada por árboles y animales domésticos, salió un
hombre joven vestido en jeans, camiseta, botas pantaneras
y una pistola al cinto. El sargento le saludó militarmente

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mientras el hombre nos extendía la mano: —recuerde
sargento que ya no soy teniente, así que simplemente
dígame, Ari —aseveró cortésmente— ¿mi coronel me envió
lo que le pedí? —preguntó entusiasmado–.

—No señor —respondió el sargento encogiéndose de
hombros—, dijo que él no se arriesgaba a mandar
armamento en carros civiles, que enviaría un carro del
batallón con lo que usted le pidió.

—¡Perfecto! —continuó Ari— Necesitamos esas armas
porque la puta negociación que hicimos nos dejó
desarmados y el gobierno no envió ejército para cubrir lo
que dejamos sin seguridad. Ahora la puta guerrilla nos
está matando uno por uno y se está apoderando
nuevamente del área. No hay mal que por bien no venga;
esta vez tenemos más dinero que antes. De hecho, uno de
los financiadores está aquí; se llama Víctor Carranza, pero
le llamamos el patrón. Vamos para que lo conozcan, para
cuando quiera retirarse del ejército se vengan a trabajar
con nosotros o con él; paga muy bien su seguridad.

Subimos al segundo piso cargando los costales, hasta
donde estaba el patrón contando dinero en una pequeña
mesa en el corredor. Se quitó el sombrero aguadeño
cuando nos vio y, acomodándose el poncho doblado que
llevaba sobre su hombro derecho, se acercó a nosotros
para saludarnos. Era un hombre de baja estatura y de unos
cincuenta y cinco años. Tenía también un fino bigote
negro y un rostro lleno de pequeños huecos, como si de
adolescente hubiese sido víctima de un terrible acné. Sin
experiencia alguna, yo permanecía en silencio, algo que
los anfitriones parecieron entender y por lo que siempre
se dirigieron al sargento.

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—Gracias por venir, sargento —dijo Carranza—; estamos
necesitando entrenar a estos jóvenes rápido, para que me
apoyen con la seguridad en unas tierras que compré por
allá en la Costa Caribe; la guerrilla no me deja trabajar en
ellas. Ahora, con permiso, me retiro; tengo que ir a ver a
un compadre que vive cerca —concluyó, y salió en la
misma camioneta donde nosotros habíamos llegado,
escoltado por dos vehículos más.

Víctor Carranza era un conocido esmeraldero que se
movía entre la legalidad y la ilegalidad para mantener el
control de las minas de esmeraldas. Esa no fue la primera
vez que llegaron a aquel sitio personajes conocidos a nivel
nacional, a respaldar y apoyar el entrenamiento de
autodefensas. Empresarios locales, multinacionales,
ganaderos, políticos y hasta los carteles de Cali y Medellín
estaban en una lista de espera por los asesinos que se
estaban preparando, aquellos que luego se diseminaron
por todo el país.
Después de despedirnos de Carranza, Ari nos condujo a un
cuarto lleno de uniformes, botas y otros elementos
considerados material de guerra. El lugar parecía ser
también su oficina.

—Les quiero explicar algo antes que empiecen su trabajo
aquí —dijo Ari, recostándose sobre su escritorio, una mesa
vieja atiborrada de material bélico—. Esto no es una base
de entrenamiento del ejército, pero sí necesito entrenar a
estos muchachos como se hace en los batallones. Muchos
de los jóvenes que están allá —señaló hacia una colina
cercana donde se veían tiendas de campaña militar—
fueron soldados y algunos otros también fueron
integrantes del extinto M-19 y están aquí por el sueldo.

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Así que con algunos de ellos no tendrán que empezar de
cero; es más, ellos les pueden ayudar como auxiliares. Los
más bisoños son los campesinos que nos enviaron algunos
hacendados para que los entrenemos, así que son gente de
confianza. Entonces mi sargento, usted les dará clases de
inteligencia de combate y usted mi cabo, el cabo gonorrea
—me miró riendo— como dijo mi coronel, les dará técnicas
de combate y patrullaje, mejor dicho, todo lo que ven los
reclutas en la fase de contraguerrillas. ¿Tienen alguna
pregunta?
—Pues sobre lo que tenemos que hacer aquí, no —contestó
el sargento después de mirarme, para comprobar si yo
tenía alguna duda–. Pero si le quería preguntar, ¿cuál es la
diferencia entre el ejército y las autodefensas?, quiero
decir en la estructura y el trato personal. Estaba pensando
en retirarme y pedirles trabajo a ustedes; mi coronel dice
que les están pagando muy bien.

—Sobre la paga —respondió Ari— sí, es verdad, nos están
financiando los más ricos de este país y usted puede entrar
ganándose como tres millones de pesos. Sobre el trato
personal, es parecido al del ejército porque aquí también
se tiene la jerarquía del mando, aunque con menos
maltrato físico y psicológico porque tratamos de funcionar
como una empresa. Ahora bien, a la hora de operar —
guardó silencio por unos segundos, como analizando su
pasado como teniente y su presente como jefe paramilitar
—, aquí en las autodefensas, las normas y leyes las
ponemos nosotros. Nos importa un culo lo que digan los
políticos de izquierda y mucho menos lo que digan esas
putas organizaciones de derechos humanos que defienden
a la guerrilla en el exterior.


171

El objetivo nuestro es claro; acabar las guerrillas a
cualquier costo, mientras que en el ejército uno tiene
restricciones para operar porque se deben seguir
protocolos imposibles de aplicar en medio de una
balacera. Miren, les diré algo que he aprendido con el
tiempo, para que tengan en cuenta cuando estén
entrenando a los muchachos. El soldado no sólo tiene
restricciones para operar, también tiene miedo de matar y
eso es lo que buscamos eliminar aquí también. Por eso le
pedí al coronel, que me enviara el instructor más gonorrea
que tuviera. Mire, la operación que hicimos en Segovia,
donde limpiamos ese pueblo de un poco de hijueputas
auxiliadores de la guerrilla, nos enseñó que en vez de
buscar enfrentar al enemigo que está militarmente muy
bien organizado, lo mejor es quitarle en los pueblos el
soporte logístico, de inteligencia y político. En otras
palabras, es más fácil drenarle el agua al pez para que
muera.

Ari nos habló por más de una hora, exponiéndonos su
punto de vista con respecto a la guerra que vivíamos,
narrándonos también parte de su vida militar, así como los
motivos que le habían llevado a retirarse del ejército para
unirse a los paramilitares. Nos contó también que se había
cansado de la hipocresía de sus superiores, quienes en
privado le ordenaron hacer trabajos para los carteles de las
drogas y los paramilitares, pero en público lo señalaron
como una manzana podrida antes de retirarlo del ejército.
Aceptó que sentía rabia de ver también cómo las guerrillas
crecían, mientras el ejército no podía hacer mucho para
detenerlas. Explicó que la mayoría de las patrullas estaban
cuidando las refinerías y oleoductos de petróleo y al
mismo tiempo las propiedades de los más ricos y de los

172

políticos. Lo cierto era que en los años noventa, cuando se
consolidaron los paramilitares, el ejército no tenía la
capacidad numérica, ni la logística para contrarrestar a los
grupos guerrilleros en todo el territorio nacional.

—¡Bueno muchachos! —dijo Ari al terminar la
conversación—, síganme para mostrarles dónde se pueden
duchar y organizar sus cosas para mañana.

Nos condujo hasta una habitación contigua modestamente
decorada, con dos camas y un baño privado. La única
ventana de dos alas que tenía el cuarto daba una clara vista
a la pista de eficiencia de combate donde se podían divisar
jóvenes arrastrándose por el piso. Yo estaría allí la mañana
siguiente como instructor.

—Este es el cuarto de las honorables visitas —manifestó
Ari con sarcasmo—; aquí es donde se quedan algunos
empresarios y políticos cuando vienen a verificar su
inversión y cuando les da miedo coger carretera de noche
porque se los lleva la guerrilla. Aquí se quedarán ustedes
por esta noche; mañana pasarán a la carpa de los
instructores. Gusto me daría que continuaran durmiendo
aquí, pero es necesario que no se note mucho la diferencia
en comodidades cuando se combate por la misma causa.
Algo sí he aprendido aquí con las autodefensas: el
liderazgo en la guerra implica también el sacrifico de esas
comodidades. Convivir con las tropas no sólo despierta
empatía y lealtad hacia el comandante, también
demuestra entrega a la misión. Las autodefensas no se
iniciaron con un mando jerárquico, como el ejército y la
policía y por eso creo que hemos tenido éxito. Esa es la
razón del porqué a todos los que tenemos mando nos
gusta comer y dormir con la tropa, porque también

173

empezamos desde abajo.

Estoy de acuerdo con eso —expuso seguidamente el
sargento—, desafortunadamente, en el ejército, todos,
especialmente los oficiales, creen que el respeto y las
comodidades vienen con el grado. Sabemos que cuanto
más alto es el rango, más lejos están los oficiales de la
tropa y de la guerra.

—Sí—confirmó Ari con la cabeza—, la falta de un concepto
real sobre el liderazgo es lo que le está haciendo daño al
ejército; lo que significa ser un jefe militar allá no se
entiende.
—¿Será por eso que muchos oficiales y suboficiales
terminan robándose el presupuesto y maltratando a la
tropa? —cuestionó el sargento.

—Por supuesto —contestó Ari—, la falta de liderazgo y
otros problemas en el ejército están relacionados con la
falta de educación. Si muchos no saben siquiera qué es el
liderazgo, mucho menos van a entender qué son la
administración pública y los recursos humanos. La
mayoría de ellos cree que de su grado hacia abajo, todo les
pertenece. Afortunadamente, en las autodefensas no
tenemos ese problema. El que se robe un peso del
presupuesto lo paga con la vida. Aquí se da de baja a los
ladrones y a los que se quieren ir por la sombrita —miró al
sargento seriamente—. ¿Aún se nos quiere unir?

—Por supuesto, mi teniente —respondió el sargento de
inmediato—; ya estoy cansado de la rutina en esa puta
oficina, rastreando frecuencias de la guerrilla; no creo que
aguante los ocho años que me hacen falta para la pensión.
También me gusta la paga que ustedes ofrecen; es casi

174

cinco veces más de lo que gano en este momento.

—Por aquí lo espero entonces, sargento, en cuanto le
llegue su retiro —aseveró Ari palmoteándole el hombro;
luego me miró—, y usted, cabo, ¿se nos une también?
Necesitamos comandantes e instructores en otras
regiones del país.

—Por ahora, no lo sé —le contesté—; tengo que pensarlo
mi teniente.

—De todas formas, aquí en las autodefensas tiene las
puertas abiertas —me aseguró y se retiró a su oficina.

La oferta que me hizo el teniente Ari fue bastante
tentadora, pues las autodefensas habían empezado a
consolidarse como una organización militar paralela al
ejército y a la que toda la élite política y económica se
estaba arrodillando. Al ingresar a ellas, habría obtenido un
mayor ingreso, además de la oportunidad de conducir un
ejército. Como había explicado Ari, el ascenso en la escala
de mando era relativamente fácil; los referentes para esto
eran los hermanos Castaño. Claro está que en las
autodefensas, el relevo del mando se daba por medio de
asesinatos; jefe que mostrase debilidad era asesinado por
quien le seguía en jerarquía, hecho que confirmé algunas
semanas después de terminar aquella misión, cuando me
enteré de que a Ari lo habían asesinado sus propios
hombres. Este último requisito, fue el que me hizo desistir
de la idea de unirme a ellos.
Esa noche, me limité simplemente a escuchar los planes
de vida del sargento y a organizar mi instrucción del día
siguiente, hasta que el cansancio nos dominó y decidimos
descansar.

175

Eran las 0500, cuando llegó Ari a despertarnos. Aunque
habíamos acordado la noche anterior que estaríamos en
nuestros sitios de instrucción a las 0700, Ari insistió en
que debíamos asegurarnos que teníamos todo el material
necesario para dictar las clases, ya que le habían
informado que en cualquier momento en la mañana
llegaría Carlos Castaño en helicóptero con miembros del
cartel de Cali. En esos días los enemigos de Pablo Escobar,
se estaban organizando para asesinarle. De esta escuela
paramilitar salieron hombres para alimentar también a los
“Pepes” (enemigos de Pablo Escobar). Ari quería
impresionar a los visitantes, ya que de ello dependía la
reputación del sitio y su financiación. Con esta exigencia
de Ari, llegué a las 0600 al lugar donde me correspondía
dar la primera instrucción táctica. En aquel sitio, lleno de
obstáculos de entrenamiento militar, ensayé con mis
auxiliares los ejercicios que realizaríamos ese día con los
reclutas, quienes llegaron a las 0730.

La primera parte de la llamada pista de obstáculos era una
estrecha zanja cubierta con alambre de púas, por donde
debían pasar los reclutas sin levantar la cabeza o las
caderas. Para asegurarme que esto no ocurriera, les había
ordenado a los auxiliares que cada uno tuviese una tabla
en la mano para castigar a todo aquel que fallara en el
ejercicio.

−¡El primero! −grité.
Hasta el décimo hombre, todos habían logrado atravesar el
túnel sin inconvenientes, cuando un joven robusto quedó
atascado entre los alambres. Forcejeando por salir levantó
las caderas y uno de los auxiliares le dio un golpe en las
nalgas con el madero. Le tomó alrededor de diez minutos y

176

varios tablazos alcanzar el final del túnel. Cuando salió,
fue directamente al auxiliar y le increpó agresivamente.
Inmediatamente reaccioné e intenté obligarle a olvidar lo
ocurrido y a que continuara con el ejercicio.

—¡Tiéndase al piso nuevamente y siga con el siguiente
obstáculo, gordo panzón! —le grité al oído. Ésta era mi
forma de instruir soldados y a éstos, en tales
circunstancias, también los vi igual.

—¡A mí no me venga a gritar y mucho menos a pegar,
cabito de mierda! —se enojó el hombre, unos años mayor
que yo.
Seguidamente fue hasta donde se encontraba su fusil y
regresó apuntándome con el arma.

—¡Usted no va a hacer conmigo lo mismo que hace con los
soldados. Yo vine aquí voluntariamente para entrenar, no
para que me maltrataran!

Fue tal mi sorpresa que no supe qué hacer o decir. Estaba
acostumbrado a la sumisión y respeto de los soldados
reclutas, pero el hecho de quedar en ridículo y como un
cobarde ante los presentes hizo que yo reaccionara y
utilizara de forma mecánica mi entrenamiento en defensa
personal. Aprovechando un segundo de descuido, empujé
el arma hacia un lado al tiempo que le propiné un codazo
en el maxilar, de abajo hacia arriba. Esto lo derribó y los
auxiliares pudieron ayudarme a quitarle el arma. Se había
armado un pequeño motín en el lugar, llamando la
atención de Ari, quien debió llegar a calmar los ánimos de
los reclutas y a darme una lección de recursos humanos
que nunca había escuchado en el ejército.

—¡Gordo Quintero! —gritó Ari— ¡Vaya a dar un paseo por
177

la caballeriza y el resto de ustedes descansen mientras yo
hablo con el instructor!—Luego se dirigió hacia mí—.
Venga conmigo mi cabo le explico algunas cosas. Aquí en
las autodefensas, aunque buscamos conservar un
ambiente militar, el trato es diferente al que se recibe en
un batallón, a ese maltrato físico y psicológico al que los
soldados se acostumbran. Lo que buscamos aquí es que
estos combatientes estén preparados físicamente para
combatir y mentalmente dispuestos a cortarle la cabeza y
las huevas a la guerrilla, no a los comandantes. En la
instrucción, puede utilizar un lenguaje grosero y ofensivo,
pero no llegue a la agresión física porque daña el
propósito. Todos ellos están aquí porque les ofrecimos un
sueldo; no están aquí obligados como los soldados. La
idea es despertarles un sentimiento de rabia, de
frustración y ganas de venganza para con la guerrilla; así
logramos que cuando los encuentren, desahoguen esa
rabia con ellos. Recuerde, la mayoría de estos son
reservistas e incluso tenemos exguerrilleros, como el
gordo Quintero que fue de ambos bandos. El trato con
estos jóvenes debe ser más cortés, porque algunos de ellos
vienen recomendados por gente muy poderosa que los
quieren de regreso para su seguridad personal, así no
echamos a perder la financiación de esta escuela. —
Seguidamente me extendió la mano en señal de amistad,
dando por concluido este episodio—. Ahora regrese a la
instrucción y excluya el castigo físico.
Las palabras del teniente me habían dejado confuso y
pensativo. Desde la escuela de formación militar, había un
mensaje que no había entendido; al no ponerse de acuerdo
los instructores que no podía existir la agresión física,
después de la que recibí del teniente Ruiz y el sargento

178

Posada durante mi entrenamiento, quedé expuesto a un
trauma mental. A partir de ese momento, empecé a creer
que la forma más eficiente de preparar a un soldado para
la guerra era a través del maltrato físico y el sufrimiento
psicológico. Estaba totalmente equivocado. Tristemente,
sólo ahora, cuando escribo estas líneas, he podido
entender lo que buscaba el teniente Ari en sus
combatientes. Incluso en la actualidad, no creo que los
instructores del ejército colombiano sepan qué se busca
con el entrenamiento, pues aún continúa el maltrato físico
y psicológico. En cambio, el teniente Ari, sin siquiera
saberlo, únicamente con el afán de ser más efectivo en
asustar a las guerrillas, había actualizado la filosofía del
combate con métodos que deshumanizaban tanto al
victimario como a la víctima. Las escuelas paramilitares
habían logrado, a través de intensa propaganda y
entrenamiento casi real, bloquear esa parte del cerebro
que nos impide matarnos entre la misma especie. Por
medio de la propaganda, se había logrado que estos
jóvenes vieran al individuo que no estuviera dentro de su
rango de empatía como un ser indeseable que debían
eliminar. Con el entrenamiento, los escenarios y
situaciones casi reales, se logró que pensaran en matar
automáticamente, sin darle tiempo al cerebro de balancear
la acción como moral, ética o legal. Para lograr este efecto,
se alimentaba la razón con fotos de niños y niñas
asesinados por las guerrillas; se cambió el blanco
tradicional de disparo por animales domésticos. Cualquier
táctica que produjera realismo y más rencor era puesta en
práctica. Como pude observar, igual que en el ejército,
aquellos jóvenes tenían una carencia educativa que hacía
más fácil el adoctrinamiento; la mayoría de ellos
escasamente sabían leer y escribir.
179

Por tres meses estuve allí, replicando las técnicas de
entrenamiento militar que había aprendido. Cuando
regresé nuevamente a mi unidad, la única que asimilé fue
la de no agredir físicamente a mis subalternos; sin
embargo seguí con la agresión verbal y psicológica. Había
entendido que el soldado de servicio militar obligatorio
debía someterse por la libreta militar, por una
recomendación de trabajo o por no pasar varios años de su
vida tras las rejas por agredir a un superior. Mientras
tanto, en los paramilitares, había cierto respeto hacia el
subalterno, no por disciplina militar, pero sí para evitar
incidentes de muerte.

Habían pasado tan sólo dos semanas después de haber
dejado el campamento de entrenamiento de autodefensas
cuando, desde Ibagué, llegó el comandante de la XI
brigada con varios oficiales de contrainteligencia, el
mismo que creó los grupos de limpieza, supuestamente a
verificar unas denuncias sobre los nexos del ejército con
los paramilitares. Los abusos que cometían los “paracos”
contra la población civil, muchas veces acompañados de
oficiales y suboficiales del ejército, eran reprochables. En
el caso de la unidad a la que yo pertenecía, los nexos de los
que hablaban no se pudieron comprobar, pese a que los
Mazetos con frecuencia se emborrachaban y dormían en
6
los casinos de oficiales y suboficiales. Se veían con tanta
frecuencia en la unidad y en las calles del pueblo que tanto
los soldados como los habitantes de Honda, La Dorada y
Mariquita aprendieron a convivir con ellos. Incluso, los
comerciantes más adinerados de la región empezaron a
identificarse con ellos, al punto que muchos personajes




6 nombre de un grupo paramilitar
180

públicos, incluyendo algunos jueces, buscaban ser sus
amigos.

Tal vez por esta última relación quedaron en el olvido y en
la más vil impunidad los asesinatos, las violaciones y los
desplazamientos de campesinos que realizaron. Los entes
judiciales civiles esperaron a que el ejército realizara su
exhaustiva investigación, como lo había dicho el general
ante los medios de comunicación, pero no se hallaron
pruebas suficientes para incriminar a nadie. Entonces, el
general se limitó a suspender del cargo al coronel, a retirar
del ejército a dos oficiales y a tres suboficiales cuya
relación con los Mazetos era evidente y a trasladar a otra
unidad a todos los que teníamos rango. Con esto, se había
depurado la imagen de la unidad y del ejército mismo,
pero nadie fue a la cárcel. El sargento Bermúdez y yo ni
siquiera fuimos mencionados en el informe, pese a que
habíamos sido un eslabón clave entre los paramilitares y el
ejército. Todos mis compañeros de curso sabían dónde
había estado los meses anteriores, pero nunca fueron
interrogados, pues el general pasó más tiempo recibiendo
atenciones que realizando la investigación.

—Hijueputa general —dijo el sargento Bermúdez el mismo
día que el oficial de personal leyó las unidades de traslado,
ni de putas voy a esa unidad; ya mismo pido la baja y me
regreso para Puerto Boyacá.

Yo estaba relativamente nuevo en la vida militar y recibí
con entusiasmo mi traslado a una brigada móvil de
contraguerrillas que operaba en la jurisdicción del Norte
de Santander, la Brigada Móvil Número 2. Ésta fue la
última vez que vi a mis compañeros de curso, los cuales en
el camino de la vida, terminarían en diferentes escenarios.

181

Todos nosotros decíamos que por castigo habíamos sido
trasladados a batallones de contraguerrillas ubicados en
las zonas de más alto riesgo. Años después, me enteré que
Mejía se había retirado del ejército pocos meses después
de su traslado; Cruz y Hernández lograron alcanzar el
grado de sargento mayor, mientras Lizcano murió en una
emboscada y Ramírez fue retirado del servicio por sanidad,
después que una mina explosiva le hubiera quitado una
pierna y medio estómago. 














































182

CAPÍTULO VI





CERRO ESLABONES

¡Nos Atacan!





A partir del momento en que nos asignaron la unidad a la
cual seríamos trasladados, teníamos cinco días para
devolver lo que fuese propiedad del batallón y también
saldar cualquier deuda en el pueblo. Personalmente, debía
más de la mitad del último sueldo en los bares.

Recuerdo que era un sábado a las 0510, cuando salí de mi
alojamiento cargando una caja de cartón con mis
pertenencias, rumbo a la ciudad de Bogotá. Cuatro horas
después, descendí del bus y, apurado, abordé otro que me
llevó hasta la ciudad de Ocaña, donde estaba el comando
de la Brigada Móvil No. 2.

Los temores y las dudas me acompañaron las diecisiete
horas que duró el trayecto. La impresión de afrontar un
escenario desconocido y hostil se reflejó en un dolor de
cabeza que no me dejó dormir. Pese al cansancio y a la
guapa pasajera que venía a mi lado, permanecí todo el
tiempo en silencio, escuchando la música que ponía el
conductor y mirando por la ventana los vehículos que
pasaban por la calzada contraria. Con el tiempo, me había
acostumbrado a calcular la distancia que había entre un
carro y otro. Sabía que si pasaban más de cinco minutos y
no veía vehículos venir en el sentido contrario, era muy
posible que la guerrilla hubiera montado un retén para
183

revisar la identidad de los pasajeros. Era de conocimiento
público que ellos controlaban las carretas rurales y
departamentales. Su osadía era tal que llegaron a realizar
retenes a escasos kilómetros de Bogotá y a pocas cuadras
de las mismas unidades del ejercito y de la policía.
Afortunadamente, ese día llegué a mi destino sin
contratiempos. Para cualquier soldado en ese entonces,
caer en alguno de estos retenes significaba la muerte o
varios años como prisionero de guerra.

La brigada móvil a la que había sido asignado no tenía
sede propia; se desplazaba por todo el país, reforzando las
operaciones militares en las áreas donde las guerrillas
estaban más activas. En aquel entonces, el oleoducto
petrolífero de Caño Limón, que parte desde Arauca y llega
hasta el puerto de Coveñas, venía siendo dinamitado por
la organización guerrilla del ELN (Ejército de liberación
Nacional). A la brigada Móvil Número 2 se le había
asignado la seguridad de media línea: trescientos noventa
kilómetros de tubo que pasaban sobre la región norte del
departamento de Santander. La sede de operaciones de
esta brigada, fue armada en carpas, en la parte trasera del
batallón Francisco de Paula Santander ubicado a las
afueras de la ciudad de Ocaña.

— ¿Qué busca el civil por aquí? —me gritó un sargento
cuando empecé a husmear entre las carpas en busca del
comandante de batallón para realizar mi presentación por
traslado.
—Disculpe mi sargento —inmediatamente dejé la caja en
el piso y tomé la posición de saludo— ¡el cabo Tamayo que
llega trasladado al batallón de contraguerrillas #17, se
presenta!

184

—Entiendo —me respondió sin entusiasmo; se veía
cansado. Yo soy el sargento Rojas, ayudante de
abastecimiento de la brigada. Lo mejor es que se cambie
de ropa y espere que sean las 0800 para que se presente
ante mi coronel jefe de operaciones, a ver a cuál compañía
lo asigna porque el comando de esa unidad está en el
puesto de mando adelantado —dijo y se despidió.

Mientras buscaba dónde ponerme el uniforme y guardar
algunas prendas de valor, pude evidenciar cómo también
se había trasladado al frente de combate la estratificación
social que se veía en los batallones. Imaginé que la
principal razón de crear brigadas móviles era la de tener
todo lo necesario sobre el campo de guerra, incluyendo a
sus comandantes, quienes podrían analizar y tomar
decisiones en tiempo real. Pero no era así; las seis carpas
que se habían armado detrás del batallón Santander eran
únicamente para guardar víveres, material logístico,
recibir soldados enfermos y mantener la comunicación
con las patrullas.
Para los oficiales que dirigían la operación desde la
llamada “carpa de comando” de las 0800 a las 1700, nada
había cambiado. Con la cercanía a la ciudad y las
comodidades del casino de oficiales donde pasaban el
resto del tiempo seguía su desconexión con la tropa. Claro
está, tener a los comandantes de batallón entre el área de
operaciones tampoco era la solución para que éstos se
involucraran con las necesidades de la tropa. De cinco
compañías que conforman un batallón, dos eran asignadas
a la seguridad de cualquier coronel que decidiera unirse a
los soldados por algunos días.

Luego de ponerme el uniforme y recibir el material

185

logístico y el fusil, me dirigí a las oficinas del batallón
Santander donde los altos mandos de la brigada móvil
habían establecido sus oficinas. Allí estuve merodeando
por el edificio, hasta que el coronel García, jefe de
operaciones, terminó una reunión con otros oficiales.

— ¡Permiso para entrar mi coronel! —llamé su atención
desde la puerta de la oficina.

— ¡Siga! —me respondió de un grito.

— ¡El cabo segundo Tamayo que llega trasladado al
batallón #17, se presenta!

—Usted no se tiene que presentar ante mí; vaya y
preséntesele al jefe de personal de la brigada para que lo
asigne a cualquier compañía —me indicó con despotismo
y continuó encorvado sobre el escritorio leyendo las
instrucciones de un frasco que parecía una botella de licor.

Era el día de abastecimiento de víveres de las unidades que
se hallaban a lo largo del oleoducto, aproximadamente dos
mil hombres. Cada quince días se realizaba este
procedimiento que incluía también la movilización de
enfermos, personal que salía de vacaciones y los que salían
o llegaban trasladados de otras unidades. Todas estas
operaciones logísticas se debían realizar estrictamente por
aire; así se evitaba cualquier emboscada por parte de las
guerrillas. Una de las desventajas que llevó incluso a que
algunos soldados murieran por heridas o enfermedades en
las zonas de patrullaje era el hecho que el ejército no
contaba con helicópteros propios y dependía de la
disponibilidad de la fuerza aérea y del único helicóptero
que tenía la petrolera a la cual le prestábamos seguridad.
Otra desventaja era que, por temor a ser atacados o tener

186

contratiempos, estos helicópteros no llegaban a todas las
coordenadas, ni volaban cuando llovía o estaba nublado,
ni tampoco descendían a tierra si no veían varias patrullas
asegurando el terreno. Por estas razones, algunos
debíamos esperar hasta veinte días para ser abastecidos de
comida y municiones.

—Tenga listo su equipo y el armamento, que a las 1300
horas llega el helicóptero de Ecopetrol por los víveres de
las patrullas y usted se va con ellos también —me ordenó
el mayor jefe de personal después de presentarme ante él.

Minutos antes de la hora que había dicho el mayor, un
helicóptero de tamaño mediano empezó a acercarse a un
claro que se encontraba a unos doscientos metros de las
carpas. Para no perder tiempo, el aparato permaneció en
vuelo estacionario hasta que el sargento Rojas y sus
ayudantes subieron las remesas, sobre las que terminé
sentado por falta de espacio. Ese día fue la primera vez que
viajaba en helicóptero; estaba emocionado contemplando
el paisaje desde las alturas, viendo el río Catatumbo
extendiéndose infinitamente entre las montañas como
una gigantesca culebra. No me imaginaba que entre ese
hermoso espectáculo de la naturaleza se escondiesen
tanta irracionalidad y sufrimiento humano.

Mi reloj de manillas marcaba exactamente la 1335 cuando
el helicóptero tocó tierra en Orú, una gigantesca estación
de bombeo del oleoducto entre Caño Limón y Coveñas.
Inmediatamente, varios soldados, sin armamento y sin
camisa, salieron de los matorrales que bordeaban el
improvisado helipuerto a descargar el helicóptero. Apenas
terminaron, llegaron otros soldados cargando en hombros
a dos enfermos.

187

Me encontraba en el área de operaciones, donde los
comandantes se relajaban mezclándose con los soldados,
más por necesidad que por voluntad. Sólo en las
instalaciones físicas de los batallones se cumple el dicho
“cada loro debe estar en su rama”. A simple vista, me fue
difícil reconocer quién era el comandante de más alto
rango. Así que, una vez que partió el helicóptero, me dirigí
hacia uno de los hombres que supuse debía tener algún
rango. Me basé en lo bien arreglado que tenía el uniforme,
como lo procuran la mayoría de los oficiales.
—¿Es usted mi capitán Flechas?

—No —me respondió con una sonrisa, orgulloso de sí
mismo—, soy soldado; mi capitán está por allá. —Me
señaló a un grupo de hombres que estaban bajo un árbol
discutiendo algo.

Me extrañó que el soldado, después de enseñarme la
ubicación del capitán, simplemente desapareciera sin
pedir permiso, como se acostumbra en la milicia. En ese
momento, recordé lo que alguna vez me había
recomendado el sargento Bermúdez mientras contaba una
de sus historias de patrullaje: “si no quiere tener
problemas con los soldados antiguos, no les exija pleitesía
en medio de la guerra”, situación que empecé a corroborar
ese mismo día. Aprendí que el liderazgo de los rangos
bajos tenía poca influencia sobre la tropa antigua; sólo del
grado de teniente efectivo hacia arriba se empezaba a
tener respeto en las zonas de patrullaje. De este grado
hacia abajo, teníamos que ganarlo de alguna forma. Esa
tarde, ningún soldado me saludó; incluso sentí que
algunos me miraron con desprecio mientras pasaba entre
ellos en dirección hacia el capitán.

188

—¡Permiso para hablar, mi capitán! —solicité al terminar
la reunión—, el cabo Tamayo que llega trasladado a esta
unidad se presenta!

Entre los presentes se hallaban los subtenientes Ruiz y
Sánchez, los sargentos Blanco y Álzate, los cabos primeros
Bedoya y Quiroz y los cabos segundos Millán y Antolínez.
La reunión que sostenían —me actualizó el mismo capitán
—, era para coordinar los patrullajes sobre el oleoducto y
el relevo de una compañía de soldados regulares que se
hallaba estacionada a unos veinte kilómetros de allí, en el
cerro Eslabones.

—La compañía de soldados regulares que están en el cerro
termina el servicio militar obligatorio la otra semana —me
explicó el capitán— y el comandante de brigada quiere que
los relevemos hoy mismo para que alcancen a organizar el
material que deben reintegrar y hacerles la revisión
médica correspondiente antes de dejarlos ir. En cinco días
llega otra compañía de soldados regulares a tomar la
seguridad de ese cerro y nosotros debemos remplazar a los
que salen mientras llegan los nuevos. Así que —me
palmoteó la espalda—, por ser el último en llegar a esta
compañía le toca cumplir esa misión. Siga con el teniente
Ruiz para que le asigne diez hombres. Empaquen los
víveres que necesiten para tres días y arranquen para el
cerro.

El oleoducto que pasa sobre la zona de Catatumbo venía
siendo custodiado por soldados de servicio obligatorio a
quienes los guerrilleros no les tenían miedo. La llegada de
soldados profesionales empezó a cambiar esta percepción,
al igual que la forma en que ambas unidades trabajaban.
Los soldados regulares se encargaron de la seguridad de

189

las edificaciones petroleras, mientras los soldados
profesionales perseguían al enemigo y patrullaban el
oleoducto para evitar los actos terroristas contra las
compañías petroleras.

Tardamos tres horas en alcanzar la cima de la colina
donde se ubicaba la base “Eslabones”. Se le llamaba así
porque eran los tres últimos picos de una extensa cadena
de montañas que cruza el Catatumbo. Desde allí, se podía
divisar el oleoducto a varios kilómetros de distancia; era el
lugar más indicado para cubrir la estación de bombeo del
oleoducto, situada en el llano, en la parte baja de la
montaña.

Apenas terminé de hacer el cambio de centinelas y recibir
el inventario de lo que había en la menesterosa base, se
daba por entendido que la seguridad del lugar y sus
alrededores ya estaba bajo mi responsabilidad.

La primera noche, ninguno de nosotros durmió. Los tres
picos eran lugares críticos y quise mantener cubiertos los
nueve puntos de guardia asignados a la compañía que había
salido. Entendía que la guerrilla seguramente sabía del
cambio que se había hecho. Pasar de una base protegida por
sesenta hombres a once presentaba para ellos una gran
oportunidad. La única ventaja que teníamos era la de ser
soldados profesionales, es decir, experimentados y no
novatos como los que habían salido. Los altos oficiales
habían vendido la idea que un soldado profesional en
combate era tan eficiente como cinco regulares y comía
mucho menos que un recluta regular, otra apreciación
errónea desde los escritorios. Aunque el soldado profesional
tiene un mayor compromiso con lo que hace, porque ya
asumió la profesión de soldado como carrera y también

190

porque de ese sueldo depende ahora su familia, no se le
debería atribuir responsabilidades mayores a lo que dicta la
lógica, más aún cuando se le olvida a su suerte.

Recuerdo que llegó el séptimo día y aún seguíamos
esperando la compañía de reclutas que nos reemplazaría.
Ya estábamos impacientes, no tanto por el agotamiento
mental y físico de cubrir cada uno los puestos de guardia
las veinticuatro horas, sino porque ya no teníamos víveres.
Nuestra única esperanza era que el capitán Flechas
enviara alguna patrulla con éstos, pero todas estaban ya
muy lejos para regresar. Al mismo tiempo, alguien en los
altos mandos había decidido que la compañía de reclutas
que nos remplazaría hiciera el desplazamiento a pie, desde
Convención hasta la base Eslabones y no en helicóptero
como se había establecido. Con este inesperado cambio,
nuestro relevo podría tardar hasta dos semanas.

Quise entonces elevar mi necesidad hasta el coronel
Piñeros, comandante de batallón y ubicado en Convención.
Éste no quiso atenderme y sólo me envió un mensaje con su
radio operador: “eso le pasa huevón, por no prever y llevar
más comida, por si acaso”. Malhumorado y sintiéndome
traicionado por mis superiores, decidí reducir los puestos de
guardia a la mitad y el décimo día, a un centinela por cada
pico. La falta de alimentación empezó a ser más
preocupante que el mismo enemigo, al punto que me tuve
que enfrentar a una insubordinación por parte de los
soldados quienes querían regresar a la estación de bombeo
en busca de víveres. Era una ironía: estábamos cerca de la
base principal, pero ni yo, ni el sargento que había quedado
en la parte baja con otros quince soldados, podíamos
movernos. Ambos seguíamos ciegamente la orden de no
abandonar nuestros puestos.
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Aunque en las escuelas de formación militar se hace
énfasis en la evaluación de la situación y la toma de
decisiones, el orden jerárquico castra cualquier iniciativa o
decisión propia. Afortunada o desafortunadamente, aún
sigo con el dilema; los soldados no piensan de la misma
forma porque no han recibido formación de liderazgo,
estos se basan más en el instinto y la experiencia que en
las “putas ordenes ilógicas de un marica que está en la
ciudad detrás de un escritorio”, solían decir. El caso es que
dos de ellos vieron ridículo el hecho que estuviésemos
aguantando hambre y abandonaron la base para ir en
busca de comida.

Durante el día, quienes no estuviesen de guardia
permanecían en las tiendas de campaña jugando cartas o
durmiendo. No me di cuenta en qué momento Jiménez y
Castillo salieron del perímetro de la base, pero regresaron
al ocaso. Me encontraba sentado en la entrada de mi
tienda de campaña, leyendo unas revistas viejas que había
dejado el comandante anterior, cuando escuché un fuerte
jadeo flanqueando la carpa. Un bulto cayó frente a mí y
junto a éste estaba Jiménez sonriente, a quien le llamaban
el paisa.

—¡Listo pues mi cabo!, solucionado el problema de comida
por unos días —dijo, descargando un gajo de plátanos a
mis pies.

— ¿De dónde sacó usted eso? —pregunté sorprendido.

—Rebuscando pues, mi cabo —me respondió extrañado;
esperaba que mi reacción fuese la contraria— ;no podemos
dejarnos morir de hambre.

— ¡Sólo respóndame! —le grité enfadado al pensar que

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había abandonado la base sin mi permiso— ¿De dónde
sacó usted esa puta gallina y esos plátanos?

—Tranquilo pues, mi cabo, sólo quería ayudar con la
situación, pero no importa, sígame y le muestro de dónde
los saqué.

Me guió hasta uno de los puestos de guardia y me señaló
una casa ubicada a varios kilómetros de distancia, a simple
vista, la única. Hasta ese momento venía teniendo
problemas de indisciplina cuando organizaba los turnos de
vigilancia; los soldados ignoraban mis órdenes y se
reorganizaban ellos mismos mientras jugaban cartas. Yo lo
sabía y, dadas las circunstancias, decidí no hacer nada,
pero el caso de evasión no debía pasarse por alto. Ahora
comprendo que fue una estupidez botar los plátanos y
arrojar la gallina a una de las zonas minadas. Esto desató
la furia de los soldados.

—¡Pero qué hace este cabo triple hijo de puta! —me gritó
Jiménez en un intento por detenerme.
Aparté su brazo de mi hombro y lo alejé de un fuerte
empujón. Sabía que otra de las formas de imponerse como
comandante era a través de la intimidación física;
convirtiendo cualquier acto de insubordinación en algo
personal, en un desafío a pelear. Pero esta vez, la situación
era muy diferente, comparada con la que viví con los
soldados reclutas. En los batallones, por piltrafa que sea el
comandante, muy pocos reclutas se atrevían a responder
una agresión física, mientras que con los soldados
antiguos, la reacción podía ser inmediata. Jiménez, sin
pensar en consecuencias, me lanzó un golpe al mentón
que no alcancé a esquivar. Mi respuesta fue la de tomarlo
del cuello y lanzarlo al piso. Forcejeando, empezamos a
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rodar por el piso, hasta que llegaron otros soldados
alentando a Jiménez a que me golpeara. En ese momento,
me contuve por temor a perder la disputa, pues empecé a
notar que Jiménez era más fuerte que yo.

—Yo no tengo por qué estar dándome coñazos con
ustedes; para eso está la justicia penal militar y ustedes
están cometiendo varios delitos. Ya mismo empiezo a
redactar el informe de insubordinación y evasión —les dije
y me retiré a mi tienda.

— ¡Cómo si eso sirviera de mucho aquí en el monte, cabo
recluta! —me gritaron—, y regresaron a sus puestos de
guardia.

Esta última observación, que los informes en contra de los
soldados no servían de mucho, era totalmente válida por
múltiples razones. La evidente explotación humana a la
que eran sometidos por un mínimo sueldo, hacía que cada
seis meses que salían las compañías con cinco días de
permiso, un porcentaje de ellos no regresaba. Por esta
razón, los batallones de soldados profesionales mantenían
el déficit de personal y había que pasar por alto muchas
faltas establecidas en el código penal y militar. Las
instrucciones de los altos mandos pedían ser creativos al
momento de lidiar con algún acto de indisciplina o
desobediencia. No entendían que los rangos bajos
debíamos decidir entre volvernos un soldado más para no
tener problemas o imponer el rango, convirtiéndonos en
enemigos. Esta última opción podía llevar a que, en medio
de un combate, el soldado buscase asesinar al
comandante, como en efecto ocurría en varias ocasiones.

Aunque esa noche dudaba que los soldados intentaran
algo contra mi integridad, permanecí sentado al frente de
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mi tienda sobre una pequeña silla militar plegable. No
deseaba moverme de allí, ni siquiera para supervisar a los
centinelas. Tenía el presentimiento que no debía alejarme
de las trincheras, ni caminar sobre la parte más despejada
de la base como solía hacerlo para que los centinelas me
viesen y permanecieran alertas.

Las horas pasaron lentamente. Eran ya las 0340 y aún
permanecía sentado, mirando el reloj y la tenebrosa luz de
la luna atravesando opacas nubes que presagiaban lluvia.
Sólo deseaba que amaneciera. Estaba sumergido en mis
pensamientos cuando observé que en el puesto de guardia
del pico donde yo me hallaba, había una pequeña luz que
se desvanecía por segundos. Sabiendo el riesgo que esto
implicaba, salí rápidamente de la zanja de seguridad y
campo abierto me dirigí hacia el sitio.

—Apague ese cigarrillo, hermano —le murmuré al soldado
Castillo que estaba de guardia—. ¿No se da cuenta que se
está convirtiendo usted mismo en un blanco perfecto?

—No se preocupe, cabo recluta, que yo sé cuándo puedo o
no puedo fumar. No se le olvide que soy soldado
profesional —me respondió con indiferencia y continuó
fumando—.

—¡Haga lo que le dé la puta gana entonces! —le contesté
malhumorado y me regresé.

Estaba dando el primer paso cuando, desde algún lugar
fuera de la base, escuché una detonación de fusil y al
instante un quejido corto de Castillo. Instintivamente me
lancé al piso. Sabía que había sido el disparo de algún
francotirador. Todo quedó en silencio por varios segundos;
luego comenzó un intenso intercambio de proyectiles y

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granadas de mortero. Los zumbidos de las balas cruzaron
por encima de mi cabeza, impactando en trincheras. Se
produjeron varias explosiones de granadas muy cerca de
donde me hallaba. En ese instante, sólo esperaba que todos
los soldados recordaran las instrucciones de defensa
ensayadas el día que llegamos: quiénes alimentarían la
ametralladora y quién dispararía el único mortero que
teníamos, y adónde debíamos concentrar el fuego. Fue una
ventaja que las mismas trincheras hubiesen sido
acondicionadas también como dormitorios y estuviesen
comunicadas por zanjas. Cualquier explosión en el centro
de la base no afectaría a quienes estuviesen bajo tierra. Otra
ventaja era el único acceso que había hacia la base, que
quedaba justo entre la trinchera de Castillo y Salazar
(operador de la ametralladora M60) junto con Ramírez,
quien le daba las municiones. El resto del perímetro estaba
compuesto por despeñaderos y las partes planas estaban
resguardadas con barricadas de alambre y minas anti-
personas. Con unos pocos minutos de observación,
cualquier enemigo podría establecer que el primer
obstáculo lo constituirían estas dos trincheras; desde ahí ya
sería mucho más fácil tomarse el resto de la base. Por este
motivo, arrastrándome, regresé al punto donde se hallaba
Castillo, ya sin vida. Mi única opción en ese momento fue
continuar cubriendo la entrada y apoyar a Salazar con la
ametralladora que disparaba sin cesar hacia el camino de
ingreso.
En los primeros tres minutos del combate, los disparos y
las explosiones se cruzaban sin parar, hasta que el
enemigo parara, como para hacer un inventario de las
municiones y luego volvía la intensidad del ataque. Por
casi una hora estuvimos entre disparos y espera; la

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guerrilla esperaba que nosotros nos rindiésemos y
nosotros a que ellos se fuesen o llegara el apoyo. Así
estábamos, hasta que se desprendió una fuerte lluvia con
truenos y centellas. Algunos rayos caían tan cerca, que la
tierra rugía y los disparos cesaban, como si todos
tuviésemos miedo de atraer una fuerza más poderosa.

A las 0450, lo recuerdo porque estaba mirando la hora,
escuché una explosión muy cerca de donde estaba Salazar.
Pasaron varios minutos y no escuchaba la ametralladora.
Esto me preocupó porque sin ella el enemigo tendría más
opción para acercarse. Inicialmente pensé que el arma se
había atascado, pero ni Salazar ni Ramírez respondían
cuando les llamaba. Siendo ésta el arma principal de
apoyo, no vi más opciones que correr hacia ellos por la
zanja. De los cuatro soldados que estaban conmigo en
aquel pico, sólo respondía a mi llamado Jiménez, el radio
operador, que se hallaba a varios metros cubriendo un
flanco de la base.
Ahora pienso que ninguna descripción oral o gráfica de la
guerra podrá llegar a representar con exactitud las
emociones y sensaciones físicas que atraviesan sus
actores. Cuando, a ciegas, ingresé a la trinchera donde
estaban Salazar y Ramírez, me resbalé al pisar lo que
parecía ser barro y agua. Cuando me levanté puse la mano
sobre algo blando y caliente, como si fuesen dos gusanos
grandes enrollados; eran unos pedazos de intestino. A
través de la tenue luz de un relámpago, pude ver la parte
superior de Salazar por fuera de la trinchera, aun
sosteniendo la ametralladora, mientras su parte inferior, al
igual que Ramírez, había volado en pedazos por el impacto
de una granada de mortero que cayó justo sobre ellos.


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—¡Jiménez! ¡Jiménez! ¡Pida apoyo porque estos
malparidos nos van a matar a todos! —le grité
desesperadamente al radio operador, quien se hallaba a
unos veinte metros de distancia.

—¡No mi cabo, si prendo el radio, me cae un puto rayo
encima! —respondió. Sabía que los tres metros de antena
del radio en medio de una lluvia como aquella, se
convertirían en un pararrayos.

—¡Hay que tomar ese riesgo, toca pedir apoyo antes de que
nos copen!
—¡Cobra seis de cerro! ¡Cobra seis de cerro!— finalmente
Jiménez aceptó prender el radio en medio de la tormenta
—. ¡Contesten hijos de puta, que la guerrilla nos están
copando!

Hasta ese momento no sabía cuántos estábamos aún con
vida; no había forma de comunicarme con los otros dos
picos, pero esporádicamente escuchaba a algunos
soldados gritar groserías, lo que me generaba confianza
que podríamos resistir el ataque.

Desde que llegamos, sólo nos desplazábamos de un pico a
otro a la luz del día. De noche, permanecíamos en las
trincheras. Cuatro soldados en la cima A, la más
vulnerable y donde me hallaba, luego venía la cima B con
tres soldados, y finalmente la cima C con los otros tres
hombres. Esta última era el punto más bajo pero el más
seguro, por estar rodeado de varios despeñaderos. Por
motivos de control de personal y seguridad, el
comandante, al igual que el radio operador, deberían
permanecer en la primera, donde se encontraba el acceso
principal.

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—¡No, mi cabo —me gritó Jiménez después de intentar
varias veces la comunicación con el capitán y el puesto de
mando adelantado—, parece que todos están durmien…!

Un fuerte sonido interrumpió sus palabras, la tierra se
estremeció y el cielo rugió como cayéndonos encima. A
partir de ese momento, sólo vi un destello de luz
cubriéndolo todo, cegándome por completo y
ensordeciéndome por el fuerte y agudo silbido que salió del
estallido. Mi mente quedó en blanco, no sé por cuánto
tiempo; me pareció una eternidad. Todo estaba en silencio.
Durante varios minutos no escuché más disparos ni
explosiones, hasta que, junto al silbido, salió un
emocionado grito de victoria.

—¡No tienen más que hacer, entréguense soldados, que les
vamos a respetar la vida!

El llamado a rendirnos lo escuché muy cerca, como a unos
veinticinco metros en el camino que conducía a la entrada.
Había perdido la noción de lo que estaba ocurriendo y
pensé que ya se habían tomado las otras cimas por algún
lado. En ese momento tenía dos opciones: entregarme y
sobrellevar lo que ello implica, con la posibilidad también
de ser fusilado por los guerrilleros, o morir peleando y
regresar a casa en un ataúd, pero cubierto con la bandera
de Colombia. Opté entonces por la segunda opción y, en
un acto de valentía, lancé hacia el camino las cuatro
granadas de mano que tenía y continué disparando sin
cesar hacia el mismo sitio. Varios quejidos y maldiciones
salieron del lugar de donde habían lanzado el grito de
victoria. Después de los lamentos, pasaron varios minutos
en total silencio, mientras yo buscaba en el piso las
municiones de Salazar y Ramírez para continuar

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disparando. En ese lapso, la lluvia empezó a reducirse y
sobre el horizonte empezaron a salir los primeros rayos
del sol. Mientras los guerrilleros se reubicaban, tuve
tiempo de tomar una posición dominante sobre el terreno,
en el centro de las dos trincheras, pero entré en la zanja.
Desde allí, podía interceptar cualquier aproximación del
enemigo por el camino. Todos mis sentidos estaban
enfocados hacia ese lugar, pero esto no impidió que la
mezcla de fétidos olores me consternara, porque con ellos
podía armar una imagen de las condiciones en las que se
encontraba la base. El olor a pólvora me indicaba la
destrucción y el olor a quemado y excremento humano me
describía la muerte. Esperaba que no fueran todos.

—¡Jiménez, Paisa! —grité, con la esperanza de una
respuesta.

— ¿Mi cabo? —escuché una voz acercándose a mí por la
espalda.

—¿Paisa? —pregunté, apuntando el fusil hacia la silueta
que sigilosamente se movía entre el humo y la niebla que
empezaba a formarse.

—No mi cabo, soy Tarquino —dijo en voz baja.

—¿Tarquino? ¿Qué hace usted aquí?, no podemos
descuidar los otros cerros.

—Venimos a apoyarlo mi cabo; esos malparidos parece que
sólo vieron esta parte de la base. Le estaban dando con
todo a ustedes —respondió Tarquino.
—Y si se toman este pico, ahí sí nos jodimos porque las
trincheras de los otros picos le están dando la espalda a
este cerro —se escuchó una tercera voz más atrás—. Pero

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