los reclutas. Las dos oficinas estaban separadas por un
gran ventanal y una puerta cortada por la mitad, con el fin
de permitir una comunicación verbal entre los dos cuartos,
mas no el acceso físico sin autorización a la segunda
oficina donde parecía estar el jefe de ese lugar.
En la primera oficina, por la que yo había entrado, detrás
de un escritorio atiborrado de documentos, se encontraba
un militar vestido elegantemente. Su uniforme era muy
diferente al de los demás soldados: corbata, zapatillas
brillantes y el pecho lleno de unas figuras metálicas de
múltiples colores. En cuanto se percató de mi presencia,
dejó lo que estaba haciendo y me invitó a seguir, como si
me estuviese esperando. Luego le hizo señales a mi escolta
que esperara afuera.
—¡Vengo a prestar el servicio militar y quiero irme lo más
pronto posible! —le grité antes de que me preguntara, de
manera enérgica, tal como lo haría un soldado.
Inmediatamente extendí a su alcance los documentos que
corroboraban mi propósito y también un pase policial
demostrando que no tenía ningún récord criminal.
Mientras el hombre examinaba mis documentos yo le
observaba con cierto temor, no tanto por lo que
representaba como militar, sino por las horribles cicatrices
que tenía. El lado derecho de su cara estaba totalmente
desfigurado, como si la piel se hubiera derretido, al igual
que la mano que usaba para pasar las páginas.
—¡Qué bien, qué bien! —repetía al tiempo que me miraba
de pies a cabeza.
Al parecer le atrajo mi corpulenta figura y altura; no se ven
muchos jóvenes con su educación y porte ofreciéndose a
51
prestar el servicio militar como soldado raso. La mayoría de
ellos no saben ni siquiera leer ni escribir y fuera de eso, toca
ir a cazarlos a las calles. Con su grado de secundaria debería
irse más bien como suboficial.
—Yo soy el reclutador de soldados y el de suboficiales es
mi sargento mayor —concluyó diciendo, al tiempo que me
señaló la siguiente oficina.
Sin decir más, como si el asunto ya había terminado para
él, tomó una muleta que estaba recostada contra su
escritorio y salió a toda prisa, forcejando con un fardo de
documentos bajo el brazo.
Me quedé allí, esperando que el hombre de la segunda
oficina colgara el teléfono para acercarme. Mientras tanto,
me limité a observar la decoración del lugar, la cual era
muy simple. El escritorio atiborrado de documentos y dos
diplomas militares del reclutador eran lo único que daba a
entender que aquel lugar era una oficina. Aunque el
sargento se había esforzado en adornarla, ésta terminó
luciendo como una sala de espera de taller de carros.
Había llenado la mitad de las paredes con afiches de
soldados americanos en la guerra en Vietnam: “la Misión
del Deber”, también afiches de Rambo e incluso de
algunos soldados de las fuerzas especiales colombianas
marchando en la celebración del día de independencia.
Al principio, supuse que aquella decoración, con afiches
de guerra y otros elementos beligerantes, había sido el
resultado de un pésimo gusto del sargento. En realidad,
todo esto buscaba un objetivo específico.
No habían pasado más de diez minutos de haber estado
observando aquellos afiches que evocaban la guerra
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cuando una enorme emoción empezó a apoderarse de mi
existencia. Era la energía de la juventud en busca de
libertad. Se despertó en mí el orgullo de macho que la
mayoría de los hombres llevamos dentro y que aflora de
vez en cuando, de acuerdo con las circunstancias. Sentí un
gran entusiasmo imaginándome dentro de uno de esos
uniformes, cargando una ametralladora M-60 y varias
granadas. ¿Qué haría yo con esas armas y contra quién las
utilizaría?—seguramente contra los malos, pensé. Eso no
me preocupaba. El conocimiento que tenía sobre la vida
política del país y la naturaleza humana eran nulos.
En algunas ocasiones, cuando le comentaba a mi familia
que estaba considerando alistarme en el ejército, siempre
obtenía respuestas negativas. Sólo un primo, quien había
prestado el servicio militar años atrás, me decía que ésta
podría ser una experiencia formadora, pero también muy
dolorosa y traumática. Aseguraba también que en el
ejército, el bienestar sólo lo disfrutaban los oficiales y en
menor grado los suboficiales; los soldados rasos, no eran
más que objetos y las “putas del sistema”. Así que, el
ofrecerme para prestar el servicio militar fue considerado
en mi entorno como una movida desesperada y estúpida.
De cierta forma, es lógico que mi familia y una gran parte
de la población aún tengan una imagen negativa del
ejército. Han pasado más de doscientos cincuenta años
desde que los ejércitos independentistas reclutaban
campesinos con el ánimo de defender una causa y todavía
no sabemos en realidad cuál fue ese ideal, ni cuál es el de
ahora. La Guerra de Independencia pasó el poder y las
riquezas de la nación a los criollos, sin que nada de eso
llegara a las masas empobrecidas, ni a las familias de los
soldados mismos. Ahora, ese mismo ejército se alista cada
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mañana para defender algo y aunque no saben qué es,
juran morir por ello: la patria, la nación, la democracia, el
pueblo… y al final del día están cuidando propiedades
privadas o persiguiendo al mismo pueblo. No entienden
que los ejércitos se crearon para defender una nación de
enemigos externos; los internos los crean los mismos
gobernantes.
Lo cierto es que, desde sus inicios, hay que darles un gran
crédito a los entes castrenses por su capacidad de
adoctrinamiento y adiestramiento. Ninguna empresa civil
podría lograr tales éxitos con jóvenes de orígenes
diferentes, y mucho menos, alistados a la fuerza. Mientras
los voluntarios, quienes son oficiales, suboficiales y, en un
número muy reducido, soldados, ofrecen menos
resistencia mental. Éstos, si se les pregunta, tienen
motivos diferentes para enrolarse en la milicia. Algunos lo
hacen por tradición familiar, otros por expresar su
beligerancia natural y otros por los beneficios sociales.
Pese a esto, la gran mayoría lo hace por necesidad.
—Buenos días, señor. El sargento que salió me envió para
acá —le dije, asomando la cabeza sobre la media puerta
que hacía también las veces de un improvisado escritorio.
—Bueno, muy bien, ¿imagino que le explicaron más o
menos cómo es el asunto?
—No, no señor. Sólo me dijo que hablara con usted.
—¡Ah! Bueno. Entonces lea este folleto y si cumple con los
requisitos que dice, dentro de cinco días estará usted en la
mejor escuela del ejército para hacer hombres de verdad —
me respondió, entregándome varios folletos informativos.
—¿Así de fácil? Pensé que era más difícil ingresar a las
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filas del ejército —le pregunté en tono burlón. Por alguna
razón psicológica, su baja estatura y gordura, que lo hacía
gemir por falta de aire con cada palabra que decía, me
llenó de una confianza abusiva.
—El proceso es muy sencillo —continuó mirándome con
cierta irritación—, usted me trae los documentos que dice
el folleto, paga el costo de la inscripción y un dinero que
debe dejar por si se retira del curso; son los derechos de
haber utilizado y gastado los uniformes. Si pasa el curso, al
final se le devolverá el dinero.
—¿Y cómo es la escuela?, ¿es como en las películas? —
pregunté mientras hurgaba en la emotiva propaganda
militar.
—Ponga atención —me habló descargando su mano sobre
mi hombro—, la escuela es muy similar a un colegio: tiene
salones de clases, campos de juegos, piscina, bar,
restaurante, sala de computadoras y una cantidad de cosas
más que puede ver en estos folletos. Tendrá derecho
también a servicios médicos y odontológicos, a una
pensión vitalicia después de los veinte años de servicio a
la patria, e indemnizaciones si le llega a pasar algo. ¿Cómo
le parece?
Sólo alcancé a organizar mi respuesta después de varios
minutos; estaba aturdido por la cantidad de beneficios que
me ofrecía, de una forma tan hipnotizante, que sólo
regresé a la realidad cuando me recordó el depósito en
efectivo que debía realizar.
Decepcionado, sabiendo que no contaba con dinero ni con
ningún tipo de apoyo económico, salí de la unidad militar
rumiando las palabras del sargento: —“Ésta es la
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oportunidad de su vida, no la deje ir. En ninguna otra
empresa va a conseguir lo que le ofrece el ejército”.
Por varios días permanecí callado, hundido en mis
pensamientos, algo inusual en el joven alegre que
constantemente hacía reír a sus compañeros de trabajo
diciendo chistes. Tan evidente fue mi tristeza que hasta el
dueño de la fábrica se acercó a mí, no porque le
importaran los posibles problemas personales de sus
empleados, pero sí una baja en mi producción:
—Yo pensé que era algo grave—me expresó cuando le
expliqué el motivo de mi comportamiento—. No se
preocupe, si eso es lo que quiere hacer, yo le presto esos
benditos quinientos mil pesos que le hacen falta; al fin y al
cabo, usted es mi sobrino.
Esa misma tarde, me llamó a su oficina y me entregó el
dinero, no sin antes explicarme que, después de las
guerrillas, el ejército era la organización más cruel que
existe en la sociedad colombiana. Por varios minutos
estuve allí escuchando las historias del conflicto que
constantemente leía en los periódicos y veía en la
televisión, pero no logró persuadirme, ni siquiera con las
estadísticas de suicidios que ocurren entre las filas.
Cinco días después, a las 0230, el despertador saltaba
sobre la vieja silla metálica que tenía junto a la cama
haciendo las veces de mesa de noche. Salí de un profundo
sueño que había alcanzado hacía tan sólo media hora,
debido a las preocupaciones de enfrentar el incógnito e
irracional mundo de las armas, aun más en un país
desangrado por la violencia. Esa realidad me hizo titubear
varias veces mientras terminaba de meter dentro de una
bolsa plástica dos jabones, un champú y un cepillo de
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dientes, únicos objetos que llevaría. “Porque todos los
elementos que lleve, y que no sean útiles de aseo, los
echan a la basura”, me dijo uno de mis compañeros de
trabajo quien ya había prestado el servicio militar.
Después de vestirme y darme ánimo frente a un pedazo de
espejo que tenía colgado en la pared, salí del cuarto
terciando la bolsa sobre mi espalda. Descendí despacio por
las escaleras que llevaban desde el segundo piso hasta la
calle: una especie de corredor con paredes en ambos
costados y sin ventanas. Mientras abría la puerta,
mentalmente repasé todos los artículos que debía llevar
en la bolsa. Cualquier documento que hubiese olvidado
significaba la no aceptación ese día y debería esperar hasta
la próxima fecha de incorporación.
Antes de salir, observé por última vez el interior de aquella
edificación. El olor familiar a plástico quemado me hizo
detener por unos segundos. Entre la tenue luz que pasaba
por las ventanas, alcancé a ver las máquinas de reciclaje y
la pequeña butaca de madera donde me sentaba a hablar
con mis amigos. De cierta forma me sentí alegre al saber
que por fin abandonaba aquel lugar, pero al mismo tiempo
me negaba a aceptar que no volvería a ver a ninguno de
ellos. Un sentimiento de nostalgia recorrió mi cuerpo en
forma de escalofrío y antes que me arrepintiera, cerré la
puerta con fuerza. Absorto, recogí la bolsa plástica. A paso
lento, desaparecí por las lúgubres calles del barrio
Industrial de Puente Aranda. Treinta minutos después, me
encontraba ya entre una fila de cien jóvenes aspirantes a
suboficiales del ejército colombiano, sentado en el suelo
sobre la bolsa plástica, lidiando con el punzante frío de la
madrugada capitalina.
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Seguidamente, en medio de un silencio nervioso de todos
los presentes, un joven que se hallaba a mi derecha se
puso en pie y empezó a saltar, según él: “para calentar la
sangre”. Nadie buscaba hablar con algún otro aspirante,
desconfiábamos mutuamente. Sabíamos por las noticias,
que tanto el ejército como las guerrillas se infiltraban
mutuamente.
Hasta ese momento, nuestra única comunicación fue a
través de leves sonrisas. La idea de saltar para subir la
temperatura del cuerpo pareció romper el hielo que había
entre nosotros. Fue cuestión de minutos para que
estuviéramos más relajados, en medio de una competencia
de salto.
—Quien salte más alto va para el equipo de básquetbol de
la escuela— gritó alegremente uno de los jóvenes.
Las sonrisas crecieron y terminamos en competencias de
flexiones de pecho y lo que empecé a conocer como
lagartijas. Así nos entretuvimos hasta que el sol empezó a
salir tras la cordillera, resaltando la figura de la iglesia de
Monserrate. Pensando que con la luz del día aparecería el
reclutador, empezamos a retomar la fila que teníamos
inicialmente. Pasaron los minutos y el reclutador no
apareció. Ya con hambre e incertidumbre, a eso de las 0700,
todos empezamos a criticar la puntualidad militar, hasta que
un grito de trueno al final de la hilera nos hizo callar a todos:
—¡Haga la cola como todos, sinvergüenza, o lo saco a
golpes!
Quien gritaba no era el reclutador, sino uno de los
aspirantes, un joven de piel morena, tan alto, que su
cabeza sobresalía a todas las demás. Se refería a otro joven
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de cabello rubio, piel blanca y bajo de estatura, como de
1.60 m aproximadamente, quien acababa de llegar a la fila
buscando colarse entre los primeros.
—¡Venga, sáqueme, si es tan verraco, hijo de puta! —le
respondió el joven de cabello rubio.
La respuesta muy seguramente hirió el orgullo del
moreno, quien pasó a mi lado como un ventarrón,
desabrochándose los puños de la camisa. Por un momento,
imaginé que el joven bajo de estatura saldría corriendo,
pero al contrario lo esperó desafiante, con una navaja de
bolsillo en la mano. ¡Vaya sorpresa que nos llevamos
todos! El que parecía un niño mimado de clase alta
bogotana, salió siendo un temerario. De no ser por el
chirriar de una puerta metálica al abrirse y la voz enérgica
del sargento reclutador, el hecho hubiera podido terminar
en tragedia.
—¡Dejen el escándalo, señores, y alisten sus documentos !
—gritó el sargento—; en cinco minutos empezamos y que
venga el grandulón que está allá y el de pelo blanco para
que ayuden a sacar una mesa y unas sillas.
El moreno no tuvo más opción que olvidarse del asunto
mientras armaba la improvisada oficina del sargento, justo
al frente de la puerta por donde había salido y que
conducía a un gran salón de eventos. Luego de cumplir la
orden, regresaron a sus puestos en la fila. Luego, mientras
el sargento interrogaba a los aspirantes, dos soldados
ayudantes revisaban sus documentos.
Más de tres horas habían pasado cuando llegó mi turno.
Esta vez, a solas conmigo, el sargento tomó la carpeta con
mi historial y la puso sobre la mesa. Luego bostezó y se
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estiró hacia arriba como desperezándose.
—¡Vaya a la cafetería y tráigame una gaseosa con
empanada! —me ordenó.
—¿Yo? —pregunté, mirando a lado y lado.
—¿Ve a alguien más a su lado? futuro soldadito —me
confirmó y, con un semblante muy serio, me señaló la
cafetería de soldados. Por alguna razón, no me atreví a
pedirle el dinero para comprar lo que me había pedido.
Desconcertado, me dirigí hacia la cafetería para cumplir
con lo que sería mi primera misión en el ámbito militar. Al
contrario de lo que pienso ahora, en aquel momento me
sentí halagado. Sentí como si eso hubiese sido un gesto de
confianza del sargento hacia mí y por tal motivo no habría
obstáculos en mi incorporación.
—Será usted un buen subalterno. Cumple las órdenes al
pie de la letra, y mejor aún, sin cuestionarlas. Esto es para
que vaya aprendiendo la Carta a García —me aseguró
cuando regresé con su pedido.
Esa fue la primera vez que escuché la expresión “Carta a
García”, que en la práctica no es más que una estrategia para
obligar a los subalternos hacer cosas indebidas o ilegales,
mientras el superior salva responsabilidades. Entre las filas
militares, todos saben que quien recibe la Carta a García
puede terminar premiado o en prisión. Quienes ejecutaron
los “falsos positivos”, por ejemplo, buscaron cumplir con la
Carta a García enviada desde la Casa de Nariño.
Al terminar el interrogatorio y comprobar que todos mis
documentos y el dinero estaban en orden, pasé al recinto
de dónde había salido el sargento horas antes. Era un
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amplio salón de eventos, de unos doscientos metros
cuadrados, con una tarima de aproximadamente un pie de
altura frente a la puerta de entrada. Docenas de sillas
plegables se encontraban adosadas contra la pared y unas
cuantas mesas metálicas estaban arrumadas en una
esquina del recinto.
A medida que íbamos entrando, los ayudantes del sargento
nos iban apilando al frente de la tarima para ejercer un
mayor control sobre nosotros. Allí permanecimos en
silencio por varias horas, unos de pie y otros sentados.
Durante ese tiempo, sólo nos miramos unos a otros, en
silencio, pensativos, cada uno tratando de reducir su
ansiedad a su manera.
—¡De pie, reclutas! —gritó el sargento reclutador después
de interrogar al último candidato—, acérquense más a la
tarima para que cuando venga mi capitán los pueda ver a
todos.
Algunos jóvenes que estaban sentados, ya entumidos,
empezaron a ponerse de pie muy lentamente, tan
lentamente, que los auxiliares de los instructores
interpretaron la acción como pereza y empezaron a
gritarles “¡flojos!”. En ese instante recordé lo que me
habían dicho sobre la vida militar. Después de que alguno
de los jóvenes protestara, alguien al fondo del salón dijo:
“y esperen que les empiecen a dar tabla por ese culo si
continúan con esa flojera”. Minutos después, cuando los
soldados habían logrado formar un bloque con todos los
reclutas, entró el capitán. El sargento le esperaba.
—¡Buenos días, señores! —saludó el capitán.
—¡Buenos días, señor! —respondimos.
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—¡Soy el capitán Walker, comandante de una compañía de
dragoneantes, donde algunos de ustedes estarán dentro de
seis meses! Les explico; durante la primera fase ustedes no
son más que alumnos y aún candidatos a ser suboficiales
del ejército. En la segunda fase es donde ustedes mismos
deciden su destino como dragoneantes. Ahí es donde se
forman como comandantes de escuadra, sección y
pelotón. Por hoy, no soy más que el hombre encargado de
llevarlos a salvo hasta la Base Militar de Tolemaida,
localizada en Melgar.
Hizo una pausa mientras se desplazaba hacia un costado
de la tarima, como pensando en lo que nos diría
—Quiero también felicitarlos por la decisión que han
tomado. Recuerden que el ejército ha sido históricamente
una institución respetable, la columna vertebral de
nuestra democracia y el mejor ejército del mundo en
guerra de guerrillas. La tarea de preservar estos legados no
es fácil y necesitamos seleccionar a los mejores para esta
misión. Así que, si alguno de ustedes cree que no podrá
resistir el entrenamiento militar, ésta es la última
oportunidad que les doy para que le reclamen sus
documentos al sargento y regresen a casa —guardó
silencio por un momento y, al ver que nadie mostró su
intención de retirarse, continuó–. Muy bien, quiero que
sepan que la disciplina y el sacrificio no sólo les darán la
satisfacción de convertirse en hombres; su esfuerzo será
reconocido también con medallas, felicitaciones escritas,
ascensos de grado y cursos educativos, ¡como éstos! —
orgullosamente señaló la docena de condecoraciones que
tenía sobre el pecho.
Probablemente viendo la cara de asombro que teníamos, el
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capitán decidió explicar rápidamente lo que representaba cada
una de aquellas figuritas que él llamaba condecoraciones:
paracaidista, lancero, operaciones de fuerzas especiales y otras
más que no recuerdo. Al terminar, todos los reclutas nos
miramos y por empatía lanzamos un fuerte aplauso. Claro
está, el capitán no buscaba impresionarnos; ya lo estábamos.
Desde que entró, llamó nuestra atención. Contrariamente al
sargento y sus soldados, este hombre era alto, atlético y de
movimientos finos. Lo que no cambió con respecto al
sargento, fue la forma cruda de expresarse. Lo comprobamos
cuando bajó de la tarima para vernos más de cerca.
—¿Usted se cree mujer, o es que le encanta usar champú?
—preguntó el capitán a uno de los reclutados.
—No señor, me gusta tener el cabello largo, está de moda –
contestó intimidado.
—¡Y usted! ¿Cree que con ese cuerpito pueda aguantar
nuestro entrenamiento? —le preguntó luego al pequeño
de cabello rubio.
—¡Sí, señor!— respondió el joven con seguridad.
—¡Cómo se nota que sus vidas han sido hasta ahora un
fiasco! —insinuó, mientras regresaba a la tarima. ¡El
ejército les enseñará a ser hombres de verdad, con espíritu
y cuerpo fuertes, hombres que podrán asumir cualquier
reto en la vida, con verraquera y decisión! ¡Esos son los
hombres que necesitan nuestras fuerzas armadas! Miró su
reloj, luego al sargento y, en silencio, salió a paso largo. Al
pasar no más de cinco minutos regresó, se detuvo a un
costado de la puerta y desde allí vociferó: ¡ya están los
camiones listos, hagan una fila india y vayan saliendo. Los
soldados les indicarán a qué camión deben ir!
63
Fuimos incapaces de formar una hilera y, como borregos
tratando de salir de un corral, nos amontonamos todos en
la entrada. No había forma de organizar en pocos minutos
a una manada de jóvenes asustados y culturalmente
indisciplinados. Así que el capitán se paró justo en la
puerta, infló sus pulmones y de un grito dejó el lugar en
silencio. Sin decir nada más, tiró de la camisa al joven más
próximo a él, empujándolo hacia afuera con firmeza y
respeto, así lo sentí. De esta forma continuamos saliendo,
a la vez que el mismo capitán nos iba contando con una
palmada en la espalda, como para no perder la cuenta de
los veinte hombres que debíamos quedar en cada camión.
Con el motor encendido y las manos sobre el volante, los
conductores esperaban pacientemente a que el sargento
terminara de verificar que las compuertas habían quedado
aseguradas y que ningún recluta pudiera abrirlas desde
adentro. Terminada esta actividad, el sargento le hizo una
seña de aprobación al capitán, levantando su mano
derecha y con el dedo pulgar hacia arriba. El capitán, ya
sentado en la cabina del primer camión, palmoteó la
puerta con fuerza ordenando la partida. Minutos después,
los ocho camiones que conformaban la operación de
desplazamiento hacia la localidad de Melgar estaban
cruzando las calles de la ciudad a toda velocidad.
Todos en el camión, incluyendo los soldados que nos
supervisaban, permanecimos de pie, aferrados a la
carrocería. En silencio observábamos cómo los edificios,
las casas y los transeúntes iban quedando atrás. Cuando ya
tomamos la vía principal hacia Melgar, donde sólo se veían
esporádicamente restaurantes caseros y monta llantas,
nos acomodamos en el piso, aún aferrados a los listones de
madera.
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Los días previos habían sido bastante desgastantes; el
dilema de permanecer como peón o ingresar al ejército me
despertaba continuamente durante la noche. Estaba tan
cansado que ni siquiera el fuerte viento que pasaba por
entre los listones y los bruscos movimientos del camión
impidieron que me durmiera. Entré en un estado de vigilia,
donde la realidad se mezcló con la fantasía. Llegamos a
Melgar casi dos horas después.
Cuando empezamos a cruzar los primeros balnearios donde
varios turistas capitalinos se paseaban en trajes de baño, el
joven que se hallaba a mi lado, un soldado reservista que
venía hablando y haciendo bromas casi todo el camino, me
sacudió el hombro:
—Despierte, recluta; mire esa cantidad de culos hermosos
que hay en el río —una indecente invitación a la que
respondí con una tímida sonrisa. Me sentí casi avergonzado,
pues la sexualidad continuaba siendo aún un tabú para mí.
No quise ahondar en el tema de las mujeres que estábamos
viendo, pero sí aproveché la empatía que sentí hacia este
joven, de nariz puntiaguda y mejillas peludas, para hacerle
preguntas sobre la vida marcial. Me dijo que había prestado
su servicio militar en la misma base a la que nos dirigíamos
y que al terminar había sido aceptado en las Fuerzas
Especiales del Ejército, hasta que decidió retirarse e
inscribirse como suboficial. Pese a sus veintiún años, tenía
un amplio bagaje de vida, lleno de experiencias y muertes
en combate. Se veía física, mental y espiritualmente
consolidado. Instintivamente, yo sabía que él era el tipo de
persona que debía seguir bajo estas circunstancias y desde
ese momento tomé en cuenta sus consejos. Se llamaba
Fredy Santofimio. Murió en una emboscada guerrillera
cinco años después.
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Aproximadamente a dos kilómetros del casco urbano de
Melgar, justo en la cima de una colina al borde del río
Sumapaz, empecé a divisar el primer puesto de control
militar. Era una edificación grande, de ventanales oscuros y
una pesada talanquera a cada lado en forma de retén
policial: una para retener a los vehículos que entraban y
otra para los que salían. Esparcidos por todo el lugar, en una
amplia zona donde se aglomeraban varios vehículos en
espera de la cotidiana requisa, se encontraban varios
soldados en posición defensiva.
—¡Regáleme unos minutos, mi capitán, mientras reviso los
camiones! —se escuchó desde la edificación.
—¡Que no sea una revisión rigurosa porque vamos de afán!
—respondió el capitán desde la cabina.
El camión había frenado bruscamente y aquellos que aún
continuábamos sentados nos pusimos de pie, abriendo
espacio para que los soldados de la guardia pasaran a
requisar nuestro equipaje.
Pese a que portaban un uniforme que les cubría hasta el
cuello, casco metálico y un fusil terciado a la espalda, se
movían con una agilidad y rapidez impresionante. Éstos
parecían estar bajo el efecto de algún estimulante, porque a
los treinta y cinco grados de temperatura que hacía en ese
momento, yo sólo alcanzaba a respirar. Algo sí me extrañó, y
es que estos soldados, aún adolescentes, parecían no sudar.
Les noté la piel pálida y los labios con ranuras. Les observé
con admiración hasta que se bajaron gritando: “¡Sin novedad
mi sargento!”
Después de esta revisión, continuamos por una angosta
carretera de asfalto mal cuidado por cinco minutos más,
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hasta que llegamos a un árido llano de varios kilómetros.
Para prevenir una infiltración enemiga, la mayor parte del
perímetro de la base, conformada por diez batallones y
más de veinte mil hombres, permanecía sin arbustos, sin
árboles, y sin otro tipo de objetos donde se pudiera
esconder el enemigo.
Justo donde empezaba la estepa se hallaba un segundo
retén militar. Desde ahí se podían distinguir las primeras
edificaciones, como a quinientos metros de distancia. En
aquel lugar nos ordenaron descender del camión, formar
hileras con prudentes distancias entre nosotros y extender
sobre el piso todo lo que llevábamos, incluyendo billeteras,
gafas, etc... Después de esto contamos veinte pasos hacia
atrás, de forma que al terminar la revisión quedáramos de
nuevo frente a las pertenencias.
Mientras esperábamos que los soldados hicieran su labor,
Santofimio me explicó con paciencia qué debía y qué no
debía hacer para sobrevivir a la constante presión física y
psicológica a la que estaríamos sometidos. El haberme
quedado junto a Santofimio durante todo este proceso de
reclutamiento fue de gran ayuda; tenía experiencia militar
y conocía perfectamente todo el lugar, pues fue allí, en el
batallón Colombia donde prestó su servicio militar.
Luego de haberse confiscado varios objetos que no
estaban entre la lista que habíamos recibido, fuimos
conducidos en fila india por detrás de unos hangares
pintados de rojo. En el camino, encontramos docenas de
soldados agachados, recogiendo hojas secas de los
frondosos árboles que cubrían el lugar. Cuando
empezamos a pasar entre ellos, éstos se pusieron de pie
para observarnos, en silencio, curiosos.
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—Saben que dentro de poco tiempo estaremos comandándolos
y no se atreven a gritarnos bobadas —me explicó
Santofimio con cierta vanidad—; estos reclutas deben haber
llegado hace menos de un mes y todavía no saben ni
siquiera saludar.
Al final de los hangares, donde cruzaba una carretera de
doble calzada que iba desde el centro de la brigada hasta
el polígono de armas, terminaban los predios del batallón
Colombia y empezaban los de la Escuela Militar de
Suboficiales Sargento Inocencio Chinca. La diferencia
entre las edificaciones radicaba únicamente en su grado
de mantenimiento. Mientras las instalaciones del
batallón Colombia lucían viejas y desteñidas, la escuela
de suboficiales estaba recién pintada y en buenas
condiciones.
—El ejército también está estratificado —me murmuró
Santofimio cuando le pregunté el porqué de esta
diferencia entre las dos unidades. Los soldados son la clase
baja, los suboficiales la clase media y los oficiales la clase
alta. Estos últimos son los que ganan más y tienen mejores
instalaciones que el resto de la tropa.
Mientras caminábamos, Santofimio explicó que, para las
escuelas de formación militar como comandantes, estaban
establecidos varios filtros. El candidato no sólo debía
pagar cierta cantidad de dinero, sino también pasar una
visita domiciliaria. Lo que más importaba en este proceso
no era la capacidad cognitiva; lo valioso era su estrato
social y el personaje que había dado la recomendación
personal, usualmente un militar de rango o cualquier
personaje civil con un poder económico respetable.
Lo que me decía Santofimio en ese momento no
68
tenía sentido; luego entendí el por qué. Al ser Colombia
una sociedad estratificada, seleccionar un candidato de
clase baja podría significar una amenaza futura. Un
general de tres soles y de ascendencia pobre podría revivir
su infancia e intentar destruir el sistema de abuso y
explotación que generan las castas, tal como lo hizo el
coronel Hugo Chávez en Venezuela. Mientras se pueda
mantener a los altos mandos militares fieles al sistema, así
sea con prebendas, los suboficiales y soldados no
representarán ningún peligro.
El recorrido terminó detrás de los alojamientos de la
escuela, donde unos cuantos árboles nos protegían del
ardiente sol que hacía esa mañana. En aquel lugar, donde
permanecimos por varias horas en espera de instrucciones,
Santofimio me contó parte de su historia familiar. Había
crecido en una vereda del Tolima arriando vacas y
persiguiendo gallinas. Cuando terminó la primaria, su padre
lo envió a vivir con su tía a la ciudad de Ibagué para que
pudiera terminar el bachillerato. Su tío nunca lo vio como
familia y siempre lo maltrató, hasta que una tarde, después
de salir del colegio, pasó un camión del ejército y se lo llevó.
Sonriendo, me confesó que con alivio se subió a ese camión.
Había perdido más de la mitad de las clases y su padre no le
perdonaría. No vio a su familia hasta el día del juramento de
bandera, tres meses después. Me miró a los ojos por un
instante, luego puso la mano sobre mi hombro y me
confesó que los primeros días habían sido terribles y que
incluso había llorado, pero que poco a poco se fue
adaptando a los gritos y a la exigencia física, tal como lo
haríamos una parte de los jóvenes que estábamos allí.
Alrededor del mediodía, apareció nuevamente el capitán
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con un emotivo y patriótico discurso, tan emocionante
que, en momentos de histeria colectiva, gritamos: “¡Viva
Colombia!”, como si estuviésemos en medio de un partido
de fútbol. Desde el primer día habíamos entrado en una
programación mental tan intensa que, al atardecer, ya
había empezado a creer que la razón de mi existencia era
la de morir por la patria:
“Colombia patria mía, te llevo con amor en mi corazón. Creo
en tu destino, y espero verte siempre grande, respetada y
libre. En ti amo todo lo que me es querido; tus glorias, tu
hermosura, mi hogar, las tumbas de mis mayores, mis
creencias, el fruto de mis esfuerzos, la realización de mis
sueños. Ser soldado tuyo es la mayor de mis glorias. Mi
ambición más grande es la de llevar con honor el título de
colombiano y, llegado el caso, morir por defenderte”.
El discurso del capitán terminó con esta oración, que a
partir de ese momento no paramos de repetir hasta que
logramos memorizarla y recitarla todos al mismo tiempo.
Me dio la impresión que no sabía qué más hacer con
nosotros esa tarde mientras llegaba el resto de los
reclutas. La logística de traer jóvenes de todas las regiones
del país demandaba más paciencia que recursos. Aquellos
que fueron reclutados en las ciudades lejanas debían llegar
por sí mismos a otras ciudades cercanas, como Ibagué,
Villavicencio y Pereira. Desde estas localidades se hacía
más fácil la seguridad de los camiones y buses que
transportaban a los reclutas hasta la base militar de
Tolemaida donde estábamos ubicados. Los batallones
encargados de cada zona se habían apostado en las
montañas para evitar que las guerrillas atacaran las
caravanas de camiones.
70
Aproximadamente a las 1700, nos trasladaron desde la
sombra del frondoso árbol hasta el centro de las
instalaciones, un patio grande de césped marchito. Allí
fuimos amontonados. Eramos cerca de novecientos
jóvenes; habíamos llegado de todos los rincones del país
con la ilusión de convertirnos en suboficiales.
Una especie de carretera de concreto, de unos quince
metros de ancho cercaba el patio interior; luego seguían
los alojamientos: tres en un costado y tres en el otro. La
cafetería, el comedor y las oficinas estaban ubicadas en los
costados restantes. Todo el lugar parecía diseñado para
mantener un control visual de quién anduviera dentro y
alrededor de lo que empezamos a reconocer como la
cancha de fútbol.
Todas las edificaciones de la escuela habían sido
construidas siguiendo una leve inclinación del suelo. El
comedor empezaba a ras de la tierra mientras las oficinas
administrativas alcanzaban un nivel de dos metros de
altura.
Dos horas más tarde, como a las 1900, apareció un hombre
alto, de bigote tupido y pronunciada barriga dando
instrucciones por un megáfono:
—¡Pongan atención. Los comandantes de las compañías,
vamos a formar hileras por la inicial del apellido,
empezamos aquí con la letra A! —gritó desde una de las
esquinas de la cancha de fútbol—; luego seguimos con la
letra B y la C, D, E, sucesivamente, hasta llegar a la Z.
Con las filas listas, se procedió a ordenar las diferentes
compañías con ciento cuarenta y cuatro miembros cada
una, procurando combinar apellidos de todas las letras en
71
cada una de éstas. Al finalizar, quedaron algunos candidatos
sobrantes a quienes llamaban “los repuestos”, le escuché
decir a uno de los auxiliares. También los repartieron entre
todas las compañías. Sabían que desde el primer día
empezarían a perder reclutas por motivos diferentes, tales
como documentación falsa, sospecha de ser un infiltrado
enemigo y porque siempre algunos no regresaban del
primer permiso.
Un rato después, ya estábamos en formación frente a lo que
sería nuestro hogar durante la primera fase de formación
militar, repartidos entre las compañías Nariño, Sucre,
Girardot, Ricaurte, Torres y Santander, a la que yo
pertenecía. En el ejército, es tradición darles a las unidades
los nombres de los próceres de la independencia o de algún
militar caído en combate. El curso número 46 de 1991, fue
nombrado en memoria del Teniente Coronel Jaime Fajardo
Cifuentes, quien había muerto unos meses atrás en un
ataque guerrillero a la base militar de Taraza en Antioquia.
El reloj marcaba las 2010 cuando el capitán, comandante de
compañía, dio por terminado el ejercicio de armar los cuatro
pelotones de treinta y seis hombres. A esa hora ya había
aprendido que cada pelotón estaba dividido en dos secciones
y éstas a su vez en dos grupos llamados “escuadras de
fusileros”. Cuatro escuadras conformaban el pelotón de
combate. Para saber el lugar que nos correspondía dentro de
la escuadra, bastaba que memorizáramos el rostro y el
nombre de quien estaba a nuestros lados izquierdo y derecho.
Después de cada actividad, seguiríamos colocándonos en
formación de la misma manera.
Durante el día, sólo habíamos recibido dos bolsas de agua
para evitar que nos deshidratáramos por el calor. Pese a
72
esto, yo no tenía hambre; los reservistas eran los únicos
que se veían preocupados por la comida. Santofimio
apostó que la cena sería pollo al horno, mientras otros
aseguraban que sería lechona. Los escuchaba debatir y
comentar sobre lo que ellos habían recibido en su primer
día como soldados. Al mismo tiempo, observaba cómo los
auxiliares, dentro del alojamiento, se aseguraban que
sobre cada catre estuviese la dotación completa de cada
recluta. Intentaba adivinar cuál sería mi cama, cuando de
repente apareció el capitán gritando.
—¡Dragoneantes al frente!
Aquellos auxiliares que estaban dentro del alojamiento
salieron a toda carrera y formaron una línea frente a él
—Se quedan sólo cuatro terminando de verificar las
dotaciones y el resto tiene cinco minutos para darle a
estos alumnos su menaje ¡Es hora de la comida!
Los jóvenes respondieron con un respetuoso saludo,
alzando la mano abierta a la altura de la frente, para luego
salir como potros desbocados a cumplir la orden del
hombre que, de frente a los cuatro pelotones, nos miraba
—y se le veía— como si fuera un ser majestuoso.
—Soy el capitán Rodríguez, comandante de esta compañía,
y quiero que desde ahora empiecen a contarme sus
problemas durante esta fase, incluso sus problemas
familiares. Los necesitamos 100% enfocados en el
entrenamiento. No quiero ver caras largas ni cuerpos
derrotados; deseo ver caras duras y cuerpos fuertes. Debe
ser así, para que sean buenos comandantes. Al salir de esta
escuela deben estar ya preparados para dominar soldados,
que, en muchas ocasiones, serán más fuertes y astutos que
73
ustedes…
Mientras el capitán nos hablaba de la ventaja de ser
comandantes y las grandes cualidades que tenía la escuela
para fórmanos de esta manera, los auxiliares, quienes a
partir de ese momento llamaríamos “mis dragoneantes”,
fueron repartiendo unas bolsas de tela verde que
contenían dos platos metálicos, un jarro y un juego de
cubiertos. Todos estos elementos de mesa juntos tienen el
nombre de “menaje”; su precio utilitario es casi igual al
del fusil.
Cuando ya todos teníamos la bolsa del menaje en el
hombro, nos dirigimos en fila india hacia el comedor de
tropa. Allí nos formamos nuevamente por pelotones, tal
como lo habíamos estado frente al alojamiento.
Esperamos cerca de quince minutos, mientras las
compañías Nariño y Ricaurte terminaban de comer. En
cada extremo del comedor se encontraba un punto de
servido y en el centro del hangar se hallaban varias
docenas de mesas largas y butacas de madera.
Por ser reclutas, ese día tuvimos suficiente tiempo, sin
presión alguna, para recibir y comer lo que fue la cena de
bienvenida: pollo frito, arroz, papas sudadas y jugo de
fruta artificial. Una semana más tarde ya estábamos
entrenados para comer en menos de veinte minutos,
incluyendo el tiempo pasado en la la fila. Cuanto más
lentamente ésta se movía, menos tiempo teníamos para
digerir los alimentos.
La idea de que los reclutas pasaran por un buffet
autoservicio, como me lo había descrito el reclutador y
como lo había visto en las películas, nunca la había visto
puesta en práctica. Con nuestra cultura de la trampa y la
74
mentira, siempre fue más eficiente poner soldados a
repartir las porciones exactas que el “ranchero” cocinaba,
y sin embargo era normal que el último o los dos últimos
de la fila se quedaran sin comida. Por algún motivo que
aún no entiendo, en vez de buscar solución a este
problema, los comandantes optaban por dejar los dos
últimos puestos como castigo. “¡La cagó!, ¡la comida pasa
por la cola!” solían decir. Al mismo tiempo, los cocineros
se defendían diciendo que desde las oficinas logísticas les
traían las porciones contadas. Era fácil reconocer que en el
ejército también predominaba la burocracia y no la
eficiencia. Las imágenes descritas durante el proceso de
incorporación sobre una escuela militar moderna y
cómoda se habían empezado a desfigurar.
—¡No, gracias! —le dije sonriendo al soldado que servía la
papa y continué hacia la segunda olla.
—¡Pare ahí el alumno recluta! —me gritó uno de los
dragoneantes que nos supervisaba—, ¡devuélvase y reciba
la papa que viene con el menú de hoy!
—No, gracias amigo, pero no me gustan las papas sudadas
–le respondí aún sonriendo.
—¡Primero, vaya metiéndose en la cabeza que no soy
amigo suyo, y segundo, mi orden es que reciba la papa y
que se calle la jeta!
—Diga fuerte: “como ordene mi dragoneante” —me instruyó
Santofimio disimuladamente, dos pasos atrás de mí.
Repetí entonces en voz alta lo que había escuchado en
susurro, luego me regresé a recibir la papa en silencio.
Estaba algo confuso; nunca me había sentido tan cobarde
y mucho menos ante un joven más delgado y bajo de
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estatura que yo.
Para los dragoneantes, ésta era su fase de mando, en la
cual podían aprender y corregir estrategias antes de salir a
comandar soldados. Por este motivo estaban tan intensos,
agresivos y algunas veces insultantes. Se veía que no era
su naturaleza la que los hacía actuar así; ellos eran el
reflejo de los instructores. Su personalidad cambiaba
cuando eran observados por los oficiales y suboficiales que
los calificaban. Cuando el instructor era tranquilo y
condescendiente, los dragoneantes se relajaban y soltaban
la presión sobre los reclutas. Cuando el instructor era
severo, todo se tornaba obscuro y estresante para todos.
—¡Tienen cinco minutos para lavar el menaje y estar
formados frente al alojamiento, tal como estaban
formados antes de venir a comer! —gritó el mismo
dragoneante que me obligó a comer la papa cocida.
En ese momento uno de los oficiales que caminaban entre
las mesas se le acercó, le susurró algo al oído y el
dragoneante inmediatamente corrigió.
—¡Tienen treinta minutos más para ese ejercicio. Hagan
las cosas despacio para que se les grabe, porque cada día
iremos más rápido!
Cuando nos autorizaron a ingresar al alojamiento, sobre
las 2200, recuerdo, ya nos habían rasurado la cabeza y
hecho recitar docenas de veces el himno a la patria.
Dentro del alojamiento, nos fueron distribuyendo en los
camarotes por orden alfabético: los apellidos que
iniciaban con la letra A quedaron en las primeras camas,
mientras que los de la letra Z, quedaron al final. Por mi
apellido, Tamayo, fui ubicado más al fondo del
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alojamiento. Posteriormente, nos dejaron solos por unos
minutos, mientras los comandantes organizaban sus
turnos de control para esa noche y los reclutas nos íbamos
familiarizando unos con otros y con los accesorios
militares.
Por fortuna, Santofimio y yo habíamos quedado cerca; nos
separaba el camarote de Salinas y Salcedo, quienes
recostados en el marco del catre, permanecían callados.
Santofimio se percató de ello y amablemente los incluyó
en la charla que sosteníamos, haciéndonos reír con sus
ocurrencias. Entre bromas nos explicó la gran ventaja que
teníamos sobre los otros, al quedar justo en la puerta de
las duchas. Decía que en la milicia se califica la rapidez
individual como aporte al trabajo en equipo. Si falta uno
en una formación de compañía, todo el pelotón estará
retrasado por culpa de un “pelotudo”. Más adelante lo
confirmé. Aunque debíamos formar antes y después de
cada actividad en el transcurso del día, la primera
formación en la mañana era determinante porque de ahí
escogían los centinelas de la noche y los que limpiarían el
comedor y los retretes en el transcurso de la jornada. En
este caso, estar ubicado cerca de los baños era una ventaja
sobre los demás porque éramos los primeros en ducharnos
y formar en la alborada.
—¡Bueno, jóvenes! —gritó el comandante de la compañía
minutos después—, ¡empiecen a medirse los uniformes y
las botas que hay sobre las camas! Si algo les queda grande
o pequeño, díganselo a los dragoneantes para que les
ayuden a intercambiar!
Los uniformes me habían quedado dos tallas más grandes,
al igual que las botas. Santofimio me aconsejó no
77
cambiarlas porque el espacio sobrante ayudaba a la
movilidad y comodidad durante la mayoría de las
actividades. Estaba en lo cierto; usar dos pares de medias y
un amplio uniforme ayudó a que las marchas y trote
diarios me causaran menos laceraciones.
Recuerdo que esa noche, cuando apagaron las luces a la
0100, muchos de nosotros aún continuábamos
practicando cómo amarrar las botas, doblar las mangas de
la camisa, usar la gorra correctamente, y por último, cómo
saludar a los superiores. Debíamos estar haciendo tanto
ruido que alguno de los instructores que pasaba frente al
alojamiento nos mandó a callar de un grito.
Pese a los consejos de los dragoneantes de dormir
únicamente en pantaloneta , para ganar tiempo en la
4
mañana, muchos de los reclutas decidimos dormir con la
ropa que llevábamos puesta. Estaba en la primera fase de
un cambio dramático: la negación. Seguramente también
para los demás, tal como para mí, seguía latente en sus
pensamientos la opción de renunciar. Me fui quedando
dormido.
4 pantalones cortos
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CAPÍTULO II
ENTRENAMIENTO MILITAR
De Alumno a Dragoneante
—¡De pie, de pie, hora del baño! —gritaban los
dragoneantes sacudiendo agresivamente las camas.
—¡Tienen veinte minutos para ducharse, afeitarse, arreglar
la cama y salir a formar para el desayuno!
Desperté completamente desorientado. Miré mi reloj de
mano, las agujas marcaban las 0502; nunca lo olvidaré. Por
varios segundos permanecí inmóvil, sentado, agarrado de la
sábana y observando a mi alrededor. Mi cerebro no alcanzaba
a registrar la realidad. Ni siquiera los escandalosos gritos de
los dragoneantes lograban sacarme del letargo. Sólo pude
ubicarme cuando vi a Santofimio, como siempre, sonriendo y
animando a sus compañeros a seguir las instrucciones.
Rápidamente me desnudé, tomé la toalla y salí a toda prisa.
La ansiedad lentamente fue bajando y finalmente pude
alinearme con los reclutas que esperaban en fila frente a las
duchas.
Pasados unos veinticinco minutos después de haberme
uniformado y tendido la cama, estaba en formación frente
al comedor de tropa en espera del desayuno, lo mismo que
seguiría comiendo todas las mañanas por el resto de mi
vida militar: huevo cocido, pan y chocolate, y algunas
veces caldo de costilla de res.
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Pese a las extenuantes jornadas de entrenamiento, el
menú de las comidas era más tradicional que nutricional.
En promedio, y bajo el extenuante calor de Tolemaida,
debíamos haber estado consumiendo entre nueve mil y
doce mil calorías por día, mientras que los alimentos
suministrados escasamente superarían las cuatro mil. El
concepto de nutrición era desconocido para el director
comandante de la escuela. Éste asignaba un sargento de
confianza para que comprara y administrara los víveres; el
sargento a su vez, determinaba un menú basado en lo que
a él le gustaba y fuese más fácil de cocinar: en general,
arroz, papa, yuca, frijoles y sopas de carnes. ¿Ensaladas?,
¿frutas?, ¿semillas?, ¿quesos?, éstos debieron considerarse
venenosos o muy costosos para un ejército pobre como el
nuestro. Por esta razón, estábamos siempre con hambre, al
punto que traficábamos con la comida, el bocadillo veleño
y la bolsa de yogurt que recibíamos dos veces al día como
refrigerio eran los artículos más vendidos.
Al día siguiente, después del desayuno, empezamos la
primera fase de entrenamiento. Desde el comedor nos
desplazamos a la parte trasera de los alojamientos, donde,
sentados sobre la hierba, asistimos a la primera
instrucción militar.
—Hoy les daré una pequeña charla introductoria sobre la
Justicia Penal Militar —dijo un hombre calvo y panzón,
descansando las manos sobre la pistola y los proveedores
de balas que llevaba al cinto—. ¡Por hoy, únicamente
hablaré acerca del delito de deserción! Ustedes están
recién llegados y quiero dejarles en claro que aquí no
vinieron a jugar o hacernos perder el tiempo y como yo
creo en los ejemplos físicos, les traigo unos desertores de
los cursos anteriores, que hoy están pagando su condena
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en una cárcel militar.
Después de explicar en qué consistía el delito de deserción
y las diferentes formas que habían utilizado para escapar,
varios policías militares dejaron al frente de todos a dos
jóvenes esposados. Entre lágrimas, éstos narraron la forma
en que habían desertado y qué les había motivado para
hacerlo. Uno de ellos contó que sentía que no podría
resistir el entrenamiento, mientras el segundo había huido
porque extrañaba a su familia.
Cuando terminaron, todos nos miramos; algunos sollozaban y
otros sonreíamos nerviosamente. Estábamos desorientados;
éramos voluntarios, pero al mismo tiempo podíamos ir a
la cárcel si pensábamos que la vida militar no era para
nosotros. Lo único que nos mantenía en relativa calma
era la empatía que se había despertado entre los mismos
alumnos, como cuando hay un desastre y todas las
víctimas se compadecen entre sí.
En aquella corta introducción, el instructor había
desplegado toda su capacidad de persuasión para evitar
que alguno de nosotros abandonásemos el curso. De
acuerdo con lo que nos explicó, no sólo el desertor
acarrearía con las consecuencias penales, sino también
aquellos que estuviesen de guardia ese día y además
quienes formaran a su lado.
—Después de escuchar estos testimonios, ¿quién desea
huir? —intervino nuevamente el instructor— Ninguno,
¿verdad? Ustedes aquí tendrán momentos de mucha
presión por parte de mis dragoneantes y los instructores,
¡pero no será motivo para dejar todo tirado o terminar en
una celda por desertores! ¡Graben en sus mentes que ésta
es su nueva familia y el fusil su novia mimada para
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consentir, limpiar y cuidar!
A partir de ese momento, la frase de “estoy aburrido”
desapareció de nuestro léxico, al menos en público. Con
los días y por medio de uno de los mismos instructores,
nos enteramos que el delito de deserción no era aplicable
a nosotros porque éramos simplemente estudiantes, no
soldados. Sin embargo, quien decidiera retirarse sin una
justificación válida podría ser obligado a prestar el servicio
militar obligatorio en cualquier otra unidad militar. Como
alumnos, éramos considerados voluntarios y por tal
motivo los instructores recibían constantes calificaciones
basados en el número de retención. Si algún alumno
desertaba, se consideraba una mala gestión y falta de
liderazgo en los instructores. Esto les podría afectar sus
ascensos y la continuidad en esta unidad militar. La
mayoría de los instructores temían ser trasladados al
frente de la línea de fuego contra los grupos guerrilleros.
Cuando el instructor panzón dio por terminado el mensaje
psicológico de no deserción, el dragoneante que nos
dirigía de un lugar a otro nos ordenó tomarnos de la mano.
Así, en fila india, le seguimos por todas las instalaciones
de la escuela. Pasamos por las oficinas, por la sala de
computadores y por la mayoría de los lugares en los que
estaríamos durante el curso. En cada lugar, el joven nos
iba recordando que hasta la mitad del curso éramos
considerados novatos y por tal motivo no podíamos entrar
a ninguna instalación, a excepción de la cafetería de
alumnos y nuestros dormitorios. La forma en que nos
trataban era desconcertante; algunas veces parecíamos
más reclusos que aprendices. Los dragoneantes nos
acompañaban hasta en las visitas familiares los domingos,
midiéndonos el tiempo de visita y revisando incluso lo que
82
nos traían.
El tour terminó en el rancho de tropa, justo a la hora de la
comida. Luego nos dirigimos hacia el alojamiento, esta vez
en formación militar por pelotones. Allí, frente a la puerta
principal, permanecimos sentados espalda contra espalda
cantando himnos. Las horas pasaron. El reloj marcaba las
2330; ya no había nada más que cantar o hablar. De uno en
uno, nos fuimos acomodando sobre el piso asfaltado. Los
dragoneantes estaban tan concentrados llenando sus
carpetas de reportes diarios que no ponían atención a lo
que hacíamos. A mi lado estaba Santofimio tendido boca
arriba, mirando la foto de su novia. Sin decir palabra me
acosté también y empecé a contemplar el cielo estrellado.
Pasaron varios minutos y el lugar entró en un mutismo
total; cada uno de nosotros estaba sumergido en sus
propios pensamientos, hasta que algo nos interrumpió.
Se escuchó una histérica voz detrás de nosotros:
—¡¿Qué es esta mierda hijueputa?! ¿Dónde putas se
encuentra el suboficial de servicio? —le preguntó al
dragoneante mayor, líder de todos los dragoneantes de la
compañía.
—¡Salió a comer, mi teniente! —respondió el dragoneante
con firmeza.
—¡¿Por qué putas dejan que estos alumnos se echen como
reses?! ¡¿Ah?!, ¡mi dragoneante mayor! —le dijo, casi
mordiendo su nariz.
—¡No hay excusa, mi teniente!
—¡En ese caso, se presenta toda la fase de mando en la
guardia a las cero horas!
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A las doce de la noche, mientras los alumnos nos
disponíamos a dormir, los dragoneantes se alistaban para
cumplir la orden del oficial de servicio, en medio de
maldiciones. Todos los reclutas les observábamos en silencio
mientras se quejaban de que ésta era ya la tercera noche sin
dormir. La capacidad física y mental de estos jóvenes
infundió entre los alumnos un respeto inmenso. En el corto
tiempo que llevábamos, no los habíamos visto comer, ni
dormir, ni siquiera sentarse.
—¡Aprovechen este tiempo para dormir, reclutas mal
olorosos, que dentro de ocho días muere Morfeo para
ustedes! —gritó uno de ellos al salir, al tiempo que le
arrebató a Salinas el cepillo con el que éste le sacaba brillo
a sus botas, obligándole luego a que se acostara.
Nos pareció ofensivo y desafiante el comportamiento del
dragoneante Loaiza, pero nada se podía hacer.
—Y eso no es nada, ya veré a varios de ustedes en pelotas,
enjabonados y en chancletas corriendo por los pasillos
como castigo—afirmó Santofimio. Múltiples risas se
escucharon por todo el alojamiento, motivando a varios
reservistas a contar sus experiencias desde el día que los
recogió el camión del ejército cerca a sus casas.
Pasaron los minutos mientras escuchaba atentamente
cada una de aquellas historias. La última que recuerdo, fue
la de Castrillón, quien narró con mucho detalle aquella
noche cuando, al doblar una esquina de su barrio en
Medellín, se topó de frente con los soldados. Su voz paisa
de acento extendido me transportó al lugar de los hechos;
me lo imaginaba corriendo, tocando desesperado las
puertas de los vecinos para que lo dejaran refugiarse;
luego me quedé dormido…
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—¡De pie!, ¡de pie!, ¡recluta dormilón! —gritaba uno de los
dragoneantes, agitando mi cama al mismo tiempo que
otro hacía sonar una trompeta a todo pulmón a un metro
de mi cabeza. Era la corneta militar que se utiliza como
despertador. Inmediatamente salté del segundo piso del
camarote donde dormía y salí corriendo en dirección al baño.
Medio dormido, pude distinguir a varios dragoneantes
gritándome cosas como: perezoso, tortuga, inservible y otras
más que no recuerdo. Había sido yo, el último en levantarse,
haciéndole perder al pelotón valiosos minutos al momento
de formar frente al alojamiento, donde recibía parte el
comandante de la compañía a las 0530.
—¿Qué pasa? ¿A mis dragoneantes del cuarto pelotón les
quedó grande formar estos reclutas? —le escuché decir al
capitán comandante de la compañía mientras me apuraba
en formarme en el sitio que me correspondía.
—¡Son las 0527. Les quedan tres minutos para que
empiecen a darme parte. El último pelotón en hacerlo va a
sudar como puta en carnaval frente a la guardia esta
noche!
La presión psicológica que el comandante de la compañía
estaba ejerciendo sobre nosotros no sirvió de mucho. Los
quince minutos, que hasta ese momento teníamos para
realizar todas las actividades antes de formar en la
mañana, eran insuficientes. Con la práctica, sólo semanas
después lo logramos, incluso en menos tiempo.
Al principio me pregunté por qué todas las instrucciones
generalmente venían acompañadas de gritos, insultos y
amenazas. Lo entendí dos años después, cuando ya
entrenaba a mis propios soldados. Comprendí que ésta era
la forma más efectiva de mantener la atención y el respeto
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de los subalternos. Cualquier incógnita que tenga el
subordinado sobre una orden se esclarece rápidamente
con un grito o alguna amenaza. A diferencia de cualquier
empresa privada, el rango en el ejército le da al
comandante el poder suficiente para disponer de sus
subalternos como le parezca. “El superior tiene el derecho,
incluso, hasta de abusar sexualmente de sus subalternos”, —
me afirmó Santofimio entre risas.
No estaba lejos de la realidad. La oferta del uniforme
militar viene con una castración cognitiva, con la
aceptación de convertirse en un ente para seguir
instrucciones. Como si fuese una mascota, el soldado
existe únicamente en espera de órdenes: lógicas, ilógicas,
legales o ilegales, no importa; el objetivo principal es
obedecer a quien ostente el grado superior a él. Un
soldado debe obedecer y jurar lealtad al diablo, de la
misma forma que lo haría con Dios. No importa el tipo de
gobierno que dirija la sociedad, a ésta le pertenece su
existencia. Cualquier iniciativa o pensamiento individual
se podría convertir en traición a la patria. Por esta razón,
la presión física y psicológica que reciben los reclutas es
directamente proporcional a la personalidad del
comandante de turno. Si éste es decente y blando, las
actividades del día se realizan con tranquilad, pero si es lo
contrario, será un día de abusos físicos y mentales.
Esa mañana, el formar cinco minutos tarde desató la furia
del capitán, quien consideró que, al ser nosotros nuevos, la
culpa había sido de los dragoneantes. De un grito afirmó
que para llegar a ser buenos comandantes les faltaba más
“mierda”. Dicho esto, se retiró y dejó al teniente Ruiz,
subcomandante de la compañía, a cargo de las actividades
siguientes. Curiosamente, al capitán le veíamos muy poco,
86
sólo en las mañanas y los viernes en la formación general
de toda la brigada. La mayor parte del tiempo estábamos
bajo la observación e instrucciones de los dragoneantes,
los instructores y el teniente Ruiz, quien, después que el
capitán abandonara el lugar, les ordenó a los dragoneantes
tomar la posición de “arrastre bajo”, es decir, tumbarse en
el suelo boca abajo sosteniéndose únicamente sobre los
antebrazos y la punta de los pies. En dicha posición, les
ordenó luego dar una vuelta alrededor de la cancha de
fútbol, sobre el pavimento, una orden demencial que,
entre lágrimas y lamentos, cumplieron con gran dignidad.
Cuando terminaron, a la mayoría de ellos les sangraban
los codos y las rodillas. En ese momento recordé lo que mi
hermano mayor me respondió cuando le conté mi decisión
de empuñar las armas: “Al ejército, no. Allá el único
requisito es ser bobo y masoquista para aguantar el
maltrato”.
El teniente Ruiz, así se llamó nuestra pesadilla durante la
primera fase del curso, un hombre apasionado, entregado
completamente a la formación de los futuros comandantes.
Permanecía siempre merodeando los alojamientos en busca
de algún comportamiento anómalo para castigar. Al mismo
tiempo, siempre estaba dispuesto a conversar de la vida
personal de los reclutas. Su temperamento era tan difícil de
establecer y sus técnicas de castigo tan extrañas, que le
pusimos el apodo de “el loco”.
Con el tiempo, aprendí a conocer y a diferenciar los tres
tipos de conductas irracionales que existen dentro de las
filas militares y a las cuales constantemente nos referimos
como “locuras”.
La primera locura es la de aquellos a quienes no les
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importa su vida ni la de otros y siempre están dispuestos a
matar o morir, sin importar el motivo. Generalmente,
éstos han sido el producto de experiencias traumáticas de
infancia mezcladas con el entrenamiento militar y la
excitación que sienten hacia el sufrimiento ajeno y propio.
En su mayoría, están en grados medios y bajos y casi
siempre resultan envueltos en hechos ilícitos.
La segunda es de aquellos militares de todos los rangos
que se hacen los incapacitados mentales para evadir la
línea de fuego o recibir beneficios médicos.
La tercera corresponde a un reducido grupo de comandantes
que, con actos demenciales, buscan ocultar su “alocada” vida
sexual.
Esa misma mañana, cuando a chillidos el teniente Ruiz
instruía a los dragoneantes, uno de los reservistas
costeños pronosticó lo que más adelante sería una verdad:
“ese teniente es marica; lo puedo detectar desde aquí”. Los
que alcanzamos a escuchar soltamos una escondida
carcajada, mientras otro reservista defendía al teniente
diciendo: “eso no puede ser; en las filas de nuestro ejército
no se aceptan los maricas”. Dábamos por hecho que un
homosexual no resistiría el entrenamiento militar, pero
estábamos equivocados. Seis años después, mientras
patrullaba las selvas del Caquetá como comandante de un
grupo de soldados, me encontré nuevamente con el
teniente Ruiz, siendo éste capitán. Pese a que él era el
comandante de una compañía de infantería, su capacidad
de liderazgo había quedado totalmente arruinada después
que aflorara su inclinación hacia los hombres. Contaban
sus soldados que una noche de navidad se emborrachó en
la carpa de comando y en la madrugada, cuando todos
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estaban durmiendo, fue en busca de los centinelas
demandando sexo. El acoso de superiores y subalternos en
los días siguientes al incidente fue tan grande que no le
quedó más recurso que renunciar a su cargo.
En el ejército, es un hecho que la homosexualidad, aunque
en un número muy reducido, siempre ha existido. ¿Por qué
no salen del closet y demandan igualdad como en algunos
otros ejércitos? Éste es un debate que continuará por
muchos años. Aquellos que se oponen a aceptar la
homosexualidad entre las filas tienen tanto argumento
como sus detractores. Mientras tanto, la frustración y
represión de aquellos soldados con rango, que logran
mantenerse firmes como heterosexuales, los lleva siempre
a esforzarse innecesariamente a mostrar su hombría. Los
pocos que conocí entre las filas se caracterizan por ser
amargados, gritones y, en cierto grado, pervertidos con los
subalternos.
Quienes pasamos la primera fase militar bajo el mando del
teniente Ruiz aún lo recordamos con irritación. Convirtió
en verdaderas pesadillas lo que debió ser una transición
serena de la vida civil a la militar, más aún, cuando éramos
tan sólo adolescentes. Mientras él dormía, nosotros
estábamos ejecutando instrucciones y, mientras nosotros
debíamos dormir, él estaba listo para empezar su jornada.
Nos ordenaba correr descalzos, bañarnos una y otra vez a
la media noche, permanecer formados por horas, entre
otras actividades. Nos ordenaba hacer cualquier estupidez
que cruzara su mente para meternos la “milicia por las
venas”, como solía decir.
Tardé tres meses para empezar a adaptarme a aquella vida
irracional, para ajustarme a las demandas de los
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dragoneantes y del teniente. El resto de los instructores,
en su mayoría, eran cabos primeros y sargentos, estrictos
pero prudentes, aunque también jóvenes; sólo querían
hacer su trabajo y regresar a casa. Buscaban más transmitir
sus experiencias que seguir el currículo académico militar;
algunos decían que todo lo que había en esos libros no era
más que “mierda”, que en la zona de combate cada uno se
arma su propia estrategia. Gracias a éstos, a sus consejos y
consuelos durante las jornadas de entrenamiento, pasaron
los días hasta que llegó el momento de jurar ante la bandera
y recibir el fusil de manera oficial.
—¿Al entregaros estas armas, prometéis utilizarlas
siempre en la defensa de la patria y de sus instituciones
legítimas, sirviendo fiel y lealmente a la República?
Retumbó la pregunta por varios parlantes ubicados a lado
y lado de la multitud que nos observaba.
—¡Sí, prometo! —respondió emocionado el bloque de los
quinientos reclutas que habíamos terminado la primera
fase, la de adaptación; el resto habían desertado o sido
eliminados del curso por motivos diferentes.
—¡Si así lo hiciereis, que Dios y la patria os lo premien, si
no, que él o ella os lo demanden!
Luego, descendió un sacerdote desde la tribuna y, en
medio de oraciones, esparció agua bendita sobre las
armas. Varias lágrimas alcanzaron a rodar por mis mejillas
al escuchar la ennoblecedora misión que Dios y la patria
me habían encomendado.
No podía creer que había terminado, casi hecho un
esqueleto, una etapa que, como varios de mis parientes, yo
mismo creí que no podría superar. Sentía una enorme
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alegría, más aún al pensar que mi madre debía estar detrás
de las mesas donde se habían dispuesto las armas para su
entrega. La ceremonia estaba perfectamente sincronizada;
nosotros íbamos llegando en fila al borde de las mesas
donde estaban los fusiles y cada madre hacía entrega del
arma a su hijo. En cada paso que daba hacia adelante me
angustiaba ver que mi madre no aparecía. El capitán que
supervisaba el ejercicio se aseguraba de que esta actividad
fuese rápida. Si alguna madre o familiar del recluta no
respondía al segundo llamado, él hacía la entrega del
arma. Cuando llegó mi turno, extendí las manos afligido,
mirando todas las caras alrededor en busca de mi madre.
Vacilé por unos segundos para recibir el arma de manos
del capitán, dando tiempo a que una señora del montón
tomara la iniciativa: “no te preocupes hijito, a lo mejor tu
madre anda perdida entre tanta gente”, me dijo entregándome
el arma. Con agrado la miré a los ojos y sonriendo le respondí:
“muchas gracias, señora, y sepa usted que con este fusil
también la voy a defender a usted”. Fue lo único que se me
ocurrió en ese instante para agradecerle.
Después de la ceremonia, marchaba yo orgulloso con mi
fusil terciado al pecho en dirección al alojamiento cuando
escuché una voz conocida:
—¡John!, ¡John!, ¡mijo! —Era mi madre acompañada de
Gildardo, mi hermano mayor, a quien no veía desde hacía
cinco años, cuando de madrugada y con una tula al
5
hombro salió a prestar su servicio militar.
Sin pedir permiso, salí del bloque de marcha acudiendo a
sus brazos. Ella tumbó mi casco con su frente al abrazarme
5 maleta donde los soldados cargan sus efectos personales cuando salen de
vacaciones
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y, sin saber qué tan importante era, me arrebató el fusil de
las manos y lo lanzó al suelo preguntando al cielo
desconsolada:
—¿Por qué? ¿Por qué Dios mío mis hijos deben sufrir
tanto, si estamos cumpliendo las santas leyes? ¿Por qué
me lo tienen en los meros huesos, si llegó gordito? —
decía, mientras miraba mi quemado rostro de pómulos
salientes perdido en sus manos.
Escuchando su lamento, le sonreí, expresando lo bien que
estaba y cuánto más podía resistir. Ella comprendió y
calmó su llanto con un abrazo. Yo tenía diecisiete años
pero me sentí como un chiquillo de dos. Me sentía
infinitamente alegre de escuchar su dulce voz, de sentir
sus suaves manos resbalar por mi rostro y acariciar mi
cabeza calva. Ambos derramamos lágrimas de nostalgia
mientras nos abrazamos. Luego, nos sentamos en el
césped cerca de la guardia. Entonces sacó de una bolsa
plástica una pequeña olla con sancocho de gallina
diciendo:
—Coma mi amor, para que no olvide la comida casera.
Luego, mi hermano, quien había permanecido cerca
observando la escena, se acercó a mí, me dio un fuerte
abrazo y, como si fuese algo de contrabando, metió entre
mi camisa una panela asegurándome:
—Guarde esto para que coma a pedacitos cuando se sienta
débil, como los ciclistas y la gente del campo. Eso hacía yo.
Al ser Gildardo reservista, sabía que después de una visita
familiar muchas cosas eran confiscadas.
No tenía mucho tiempo; el sargento que dirigía la marcha
del pelotón se había dado cuenta al momento que
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abandoné mi puesto, pero se contuvo al ver las lágrimas de
mi madre y me dio diez minutos más para compartir con
ella. Así que, rápidamente devoré el sancocho, mientras mi
madre, en silencio, observaba los gestos de gusto que
hacía al comer lo que ella había preparado.
—Devuelva la ropa y todo lo que sea de este matadero, y se
regresa con nosotros a la casita —me pedía mi madre al
tiempo que paseaba su mano sobre mi cabeza.
—¡No!, madre, cómo se le ocurre a usted pedir semejante
cosa. Ya pasé lo más duro, ahora me resta no perder el
ritmo.
—Pues siga el ritmo y verá cómo en otros veinte días no
habrá más que un esqueleto para recoger —señaló, y
volteó su mirada hacia Gildardo, como pidiendo apoyo a
su declaración.
—Sí, hombre, sálgase de esta mierda. Aunque ya juró ante
la bandera, puede hacerse el enfermo o el loco para que lo
den de baja por sanidad y se mete a la policía; allá es más
suave... bueno, ni tanto porque a mí un sargento
malparido casi me parte las costillas. Llegué dos horas
tarde a un permiso, el infeliz me quitó la tula y me pegó
con ella en la espalda, mientras yo hacía flexiones de
pecho. En la tula había varias latas de atún y sardinas, y
hasta un puto coco que compré en el terminal. A estas
alturas no sé cuál es mejor para prestar el servicio militar;
todos estos malparidos creen que la humillación y el
maltrato es entrenamiento…
—¡Cállese pendejo! —le interrumpió mi madre—, no me lo
asuste con esas malditas historias; usted siempre
llevándome la contraria…
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—Pues lo siento mamá —les corté la discusión riendo–
pero ya estoy muy grande como para tomar mis propias
decisiones y mi decisión ahora es continuar hasta el final
del curso —aclaré.
—Bueno, es su elección mijo. No la comparto, pero la
respeto y puede contar con mi apoyo y el de sus hermanos.
Concluyó el tema dándome un abrazo.
Antes de marcharse, mi madre sacó de su cartera dos
manzanas verdes y las metió también dentro de mi camisa
diciendo:
—Para que no se las quiten los tales instructores esos.
Luego Gildardo, sintiendo que también debía dejarme
algo, dobló un billete de mil pesos por la mitad, le dio un
beso de suerte y lo introdujo en un bolsillo de mi camisa:
—Este billete lo guardo desde que entré a la policía; es mi
billete de la buena suerte, así que guárdelo bien y no se lo
gaste en maricadas —dijo, mientras yo, comprendiendo lo
especial del obsequio, no sabía si responder con un abrazo
como siempre lo hicimos. Esta vez, sólo le extendí la
mano. Quería que me viera como un soldado y no como el
niño que había dejado cuando salió a prestar su servicio
militar.
—Deje la huevonada hermano, que un abrazo no lo va a
hacer menos hombre —indicó con una diminuta sonrisa de
satisfacción, extendiéndome también la mano mientras
me palmoteaba el hombro.
Cuando ellos partieron, me quedé observándoles por unos
momentos. Caminaban a paso corto, mientras Gildardo
contaba algunas monedas y billetes que mi madre le iba
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pasando hasta completar los pasajes de regreso a casa. Era
evidente la tristeza que llevaba mi madre; fue un bálsamo
para ella que Gildardo estuviese también presente; él la
ayudó a aliviar su abatimiento. Por mi parte, había
fortalecido mis sentimientos y pude asimilar la separación
mejor que ella. Acaso no se irían a disminuir los afectos
familiares con preguntas como las que hacía el sargento
Martínez, instructor de inteligencia:
—¿Qué haría usted si se entera que alguno de sus
hermanos o su mamá le está dando información a la
guerrilla?
De acuerdo con la doctrina que recibía, la respuesta
correcta variaba entre entregarlos a las autoridades o, en
caso extremo, darlos de baja por traición.
Aunque el objetivo de borrar los sentimientos blandos del
soldado había empezado a hacer efecto en mi subconsciente,
me desconsoló enormemente ver a mi madre contar
monedas para un pasaje de cuatro horas. En ese momento, y
de camino hacia el alojamiento, me prometí a mí mismo que
no volvería a verla hasta el final del curso, cuando ya tuviese
un sueldo fijo con el cual ayudarle a solventar sus carencias.
Preferí entonces pasar todos los fines de semana que nos
daban libre haciendo aseo por toda la brigada junto a los
alumnos y soldados castigados, que pedirle dinero a alguno
de mis padres.
El tiempo pasó y sin darme cuenta me acostumbré a lo que
estaba viviendo; todo se convirtió en rutina, la que por
meses seguí, sin pensar en el mundo exterior. Ya mi
cuerpo y hasta mi estómago se habían adaptado al nuevo
entorno. Tomaba agua del grifo, del río y las sobras de
gaseosa que dejaban cuando hacía el aseo. Gradualmente
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me estaba convirtiendo en otro ser. Lo más difícil fue
tragar la cantidad de barbaridades y estupideces que
hacían algunos instructores. Como alumnos y futuros
comandantes que éramos, llevaríamos estas enseñanzas
con nosotros a todas las unidades del país. Recuerdo con
claridad al teniente Martínez, subcomandante de la
compañía Sucre, quien los fines de semana, cuando estaba
de oficial de servicio, se paseaba por toda la escuela
sentado en una silla cargada por cuatro reclutas, como si
fuese un rey. Desde allí daba las instrucciones y dirigía la
marcha con una delgada vara que llevaba siempre consigo.
—De aquí vamos a salir todos con ganas de levantar a
patadas a todo el mundo, incluyendo a los civiles, para
vengarnos de estos malparidos instructores —presagió
uno de los jóvenes que había cargado la silla por horas.
Lo absurdo de aquella escena era que acciones como la del
teniente Martínez se vieran, por tradición, como parte de
la formación militar. Entre los oficiales y suboficiales
instructores, quien más estupideces hiciera para hacerle la
vida difícil al recluta se convertía en el referente para los
dragoneantes.
Pese a todo, en muy pocas ocasiones recibí agresiones
físicas; el maltrato corporal y psicológico nos lo
infligíamos nosotros mismos al cumplir la ordenes:
“¡arrástrese hasta ver sangre!, ¡dele dos vueltas a la cancha
de fútbol en cuclillas!, ¡corra hasta desmayarse!, ¡coma
hasta vomitar!, ¡no duermes esta noche!, ¡quédese de pie
hasta que se ya no sienta los pies!, etc…”. Cuando ocurría
una agresión directa por parte de los instructores, ésta se
daba por frustración, cuando alguno de nosotros no
entendía una orden, como la siguiente:
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Estando una tarde en el polígono de armas largas
aprendiendo a disparar fusiles y a lanzar granadas, pasé
por alto una de las instrucciones del sargento que dirigía
el ejercicio. Por falta de atención en lo que estaba
haciendo, olvidé apuntar el arma hacia arriba al mismo
tiempo que los instructores revisaban los disparos en el
blanco. Todos mis compañeros obedecieron las
instrucciones, mientras yo, sin darme cuenta, seguía en la
misma posición contando los disparos que había acertado
en la “diana”.
—¿Dónde dije que debían apuntar después del disparo?
—Hacia arriba mi sargento, por si me quedaba alguna bala
sin disparar —le respondí sonriendo.
—¿Este cabroncito me piensa coger el culo o qué? ¡Mire
dónde está apuntando el arma, imbécil!
—Discúlpeme mi sargento, es que...—traté de corregir el
error rápidamente.
—¡No hay tiempo para corregir errores, las medidas de
seguridad en el polígono son sagradas y esto merece un
castigo ejemplarizante para el resto de los reclutas!
Acto seguido, me arrebató el fusil de las manos y me ordenó
gatear hasta una fosa de agua estancada que estaba como a
cincuenta metros de distancia. Infelizmente, la cantidad de
accesorios que cargaba me hizo avanzar despacio y paré en
algunas ocasiones para descansar. El sargento, ya enojado,
no encontró otro modo de motivación que darme una
patada en el estómago gritándome “¡perro culo!”. Al ver que
aún no me movía con la rapidez que él esperaba, me
enganchó de la camisa y me arrastró hasta la fosa, con tan
inusual violencia, que mi arnés se rompió y los proveedores
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de balas quedaron esparcidos por el lugar. Una vez en la
fosa, cuando me estaba revisando para ver qué más había
perdido, apareció el sargento con los accesorios que había
dejado atrás. Con fuerza me lanzó el arnés y los
proveedores; uno de ellos me golpeó la espalda y otro en la
cabeza, seguidamente me ordenó permanecer allí
“revolcándome como cerdo alegre”.
Pasados unos cuarenta minutos, apareció uno de los
dragoneantes. Me hizo regresar gateando donde estaban
mis compañeros limpiando los fusiles. No había notado,
de pronto por la adrenalina, que el proveedor que me
golpeó en la cabeza me había causado una hinchazón. En
ese momento recordé las palabras del sargento reclutador:
“en el ejército a ningún subalterno se le puede maltratar
físicamente”, y en cuanto tuve la oportunidad a la hora del
almuerzo, busqué al instructor de más alto rango para
elevar mi queja. El teniente Ruiz estaba de oficial de
servicio en el rancho de tropa, almorzando.
—Muéstreme a ver qué le hizo el sargento Posada —me
exigió el teniente al tiempo que trinchaba un pedazo de
carne, sin siquiera mirarme.
—Aquí mi teniente —volteé la cabeza señalándole el sitio
donde estaba la hinchazón.
—Desde aquí no alcanzo a ver nada, acerque más la cabeza
a la mesa, —me ordenó todavía sin mirarme.
Hice lo que me dijo, puse mi cabeza a su alcance. De
repente el teniente hizo un rápido movimiento gritando:
—¡papa caliente!
Luego, sólo escuché un crujido tenue, pero doloroso. Había
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intentado incrustar en mi cabeza el tenedor que tenía.
—A los superiores nunca se les pasa parte, hagan lo que
hagan; eso es deslealtad y en el ejército no se perdona —
me aclaró en voz baja.
Decepcionado, iracundo y aturdido por el golpe regresé a
la mesa donde estaban sentados mis compañeros,
esperando la orden de formar nuevamente. Recuerdo que
me palpaba el sitio afectado y únicamente sentía la
hinchazón y el sudor resbalándome sobre la nuca.
—Uy marica, eso no es sudor, es sangre, vaya al baño y
lávese o hable con un dragoneante para que lo lleve a que
le hagan curación. Se le ven cuatro huequitos… Puta
madre, ese teniente si es gonorrea. Lo quería dejar como
papa en tenedor y debería agradecer que no fue el cuchillo
lo que usó….
—No gracias, yo no me acerco más a ningún otro
instructor, me quejo nuevamente y me fusilan aquí estas
bestias —dejé en claro y con la mano me cubrí la herida
hasta que dejó de sangrar.
Ese día fue uno de los más largos y molestos de toda la
estadía en esta escuela de formación militar, o al menos el
más desafortunado. Toda la jornada fue una cadena de
castigos, desde que llegué al polígono de armas temprano
en la mañana, hasta el día siguiente. Después del sargento
Posada, el teniente Ruiz y el dragoneante Castillo, caí en
manos del teniente Martínez, oficial de servicio. El
dragoneante asumió que yo estaba jugando al ponerme la
mano en la cabeza y me ordenó lavar los platos de la
comida que habíamos terminado. A la hora de dormir, el
teniente Martínez le encontró barro a mi fusil en la
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inspección final del día y me envió a la guardia toda la
noche a limpiarlo. Faltando quince minutos para la diana
cuando regresé al alojamiento. Me senté sobre la cama
exhausto y cerré los ojos para descansar.
La enseñanza de todos estos eventos fue la de empezar a
descubrir las capacidades físicas del ser humano. El
aprender que podemos estar despiertos por varios días de
forma continua y que los cambios de la biología humana se
pueden alcanzar a través de la actitud positiva y la
persistencia. A partir de ese día sufrí también una especie
de transformación; pude por fin sincronizar mis
pensamientos con mi cuerpo. Empecé a hacer con facilidad
flexiones de pecho, barras, marchas, a controlar el dolor y
hasta logré sentir que el fusil era una extensión de mis
manos. En otras palabras, me estaba convirtiendo en un
robot orgánico cuyo control estaba en manos de los
instructores.
Nunca me pregunté por qué deseaba exigirme a mismo
cada vez más, por qué necesitaba ser más fuerte, ser el
mejor francotirador o ser el soldado más obediente. Lo que
siempre escuché fue la siguiente frase: “Que el
entrenamiento sea tan fuerte que la guerra sea un
descanso”. Esto, unido al cumplimiento de la misión, el
defender la patria, la democracia del comunismo, y
finalmente morir envuelto en la bandera, era toda mi
motivación. De hecho, la única información que recordaba
y que rumiaba constantemente en mi subconsciente se
refería a: ¿Qué es comunismo, capitalismo, socialismo,
democracia, mercado, y qué papel jugábamos nosotros
entre todos estos?; ni siquiera los instructores debían
saberlo. La misión, desde el general de más alto rango
hasta el recluta más reciente, siempre ha sido la de seguir
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