parece que ya no van a continuar atacando, porque está
amaneciendo y no veo movimiento.
—¿Y al fin qué? ¿Se pudo comunicar el Paisa con mi
capitán o el puesto de mando? —le pregunté a Tarquino.
—No sabemos, mi cabo porque un rayo le cayó encima;
está muerto en la trinchera —aclaró el soldado Ríos quien
venía detrás de Tarquino.
Ya era de madrugada; la luz del día empezó a descubrir las
sobras de todos los rincones. El lugar permanecía en
silencio y nosotros a la expectativa, listos para continuar
peleando. Pasaban los minutos y sólo escuchaba las aves
cantar entre los arbustos que rodeaban la base; esto me
indicaba que no había peligro desde aquellos lugares. De
pronto vi al frente, sobre la colina desde donde estaban
disparando morteros y ametralladoras, una hilera de
hombres ascendiendo la empinada cuesta. Caminaban
despacio, cansados y decepcionados por su fracaso. Por
primera vez, desde que era niño e impaciente esperaba
que fuese la mañana para salir a jugar, me sentí tan feliz
de saber que ya había amanecido. Aún puedo recordar la
sensación de las diminutas gotas de rocío rodar sobre mi
rostro, mientras observaba al sol levantarse, imponente,
en la lejanía. En ese momento el tiempo pareció detenerse
mientras los soldados y yo permanecimos callados,
incrédulos, viendo cómo el enemigo se alejaba.
Había pasado más de una hora desde que el último
guerrillero desapareció por la trocha por donde habían
llegado y nosotros continuábamos alertas. Dudábamos
que el enemigo hubiese desistido de tomar la base y que
sólo estaban preparando un nuevo asalto. Luego
entendimos que con la luz del día era más desventajoso
201
para ellos tratar de atacarnos, ya que estaban a una altura
inferior a la nuestra, donde eran un blanco más fácil. Así
que, con excepción de tres centinelas, salimos a recorrer la
base en busca de los heridos o muertos que había dejado el
ataque.
—Oiga mi cabo, ya recogimos todos los muertos; heridos
no hay, pero falta Becerra, al que le decimos el cura —me
aclaró Ríos cuando regresó de revisar todas las trincheras
y zanjas.
—Ese marica debe estar escondido del miedo —comentó
Tarquino enojado —yo lo vi cuando salió corriendo de una
trinchera a la otra, la que queda detrás del segundo cerro.
Después de buscarlo por todas las trincheras, lo hayamos
tendido entre el campo minado, sin las dos piernas y con la
parte frontal del cuerpo destrozada por completo.Seguramente
había tratado de huir, olvidándose del lugar que estaba
cruzando. Lo recuerdo como un joven tímido, callado y muy
nervioso. Siempre que estaba de guardia, me debía asegurar
primero de que me reconociera, de lo contrario me hubiese
disparado. Durante el día, permanecía en su trinchera,
escribiendo y leyendo la biblia. No jugaba cartas y hablaba poco.
Estaba allí, portando el uniforme para ayudar a su madre, decía.
Como él murieron docenas de soldados que conocí, sin disfrutar
de la juventud, sin educación y sin futuro. Becerra murió a la
edad de diecinueve años. Salió del refugio de su madre a la
guerra y murió en el intento de darle un techo, esa casa que
como madre soltera y empleada doméstica no podía pagar.
Con una soga y un gancho en un extremo arrastramos el
cuerpo y las piernas de Becerra hasta el centro de la base.
Ni la hermosura del paisaje lograba opacar el resultado del
cruel ataque. Cuando terminamos de poner juntas las
202
partes de los cuerpos y de recuperar el armamento de los
muertos, me senté en una alejada trinchera para que los
soldados no me vieran llorar. Me sentía profundamente
acongojado, no por la muerte de los soldados, pues los
constantes altercados habían reducido la empatía;
simplemente deseaba llorar, deseaba desahogarme de las
múltiples emociones que sentía. Allí permanecí sentado,
sumergido en todo tipo de pensamientos, en espera de que
alguno de mis comandantes tomara la iniciativa de venir a
recoger los muertos. Pese a que Jiménez no se pudo
comunicar y el rayo había dañado el radio, seguramente
los soldados de la base más cercana habían oído las
explosiones de mortero.
Cerca de las 1100, escuché a lo lejos el conocido tableteo
de un helicóptero privado proveniente del puesto de
mando adelantado con sede en Convención. Descendió a
un lado de los cadáveres y el fuerte viento que causaron
las hélices esparció nuevamente parte de los restos
humanos que habíamos apilado. Cuando se apagó el
motor de la nave, descendieron de ella un capitán que
nunca había visto, junto con tres soldados y unas bolsas
con víveres.
—Pero ¿qué pasó aquí mi cabo? —me preguntó el capitán
sorprendido— ¿Ensayó usted bien el plan de defensa
cuando llegó?, de lo contrario no le hubieran matado ni un
soldado. Esta madrugada nos informaron desde la estación
de bombeo que usted no contestaba el radio y que se
escuchaba como si los estuvieran hostigando, pero no
pensé encontrar muertos.
—Sí, mi capitán, ensayé varias veces el plan de defensa,
pero esta es una base establecida para una compañía y
203
nosotros éramos únicamente once —le respondí
mirándole a los ojos, con rabia.
—Eso no es disculpa, cabo —me respondió ofendido. No le
había gustado la forma en que le miré —, esperemos a ver
qué dice mi coronel Piñeros de esto.
Me miró también con desprecio y se alejó a interrogar a
Tarquino sobre lo ocurrido. Quería confirmar que yo había
ejecutado los ensayos de seguridad antes del ataque. El
capitán estaba allí, simplemente trayendo en un helicóptero
de la compañía de petróleos a tres soldados como parte del
apoyo que pedí los días anteriores. Hasta ese momento,
nadie más estaba enterado del ataque que sufrimos.
—Alfa 6 de Alfa 3, Alfa 6 de Alfa 3, —repetía el capitán en
el radio del helicóptero, después de enterarse de todos los
pormenores de lo acaecido.
—Siga Alfa 3, éste es Alfa 6 —se escuchó al coronel Piñeros
por el altavoz del helicóptero, mientras el piloto civil
esperaba impaciente.
—Mi coronel, la guerrilla atacó esta base en la madrugada
y mató a cinco soldados. No hay heridos, sólo los cinco
muertos.
—¿Y el armamento de los que mataron, dónde está? —
interrogó el coronel preocupado.
—Completo mi coronel, cinco muertos fue el resultado; los
fusiles están todos con el cabo.
—Sólo me interesa el armamento, los soldados se
reemplazan más fácil —dijo tranquilamente—, haga la
cuenta de la munición gastada, a ver si se la cobramos al
comandante; alguien tiene que responder por esa
204
munición si no hay guerrilleros muertos para justificar ese
gasto.
—¡Como ordene, mi coronel! —respondió el capitán.
—Por cierto —intervino nuevamente el coronel —¿quién
es el comandante de ese puto cerro?; que me pase un
informe para valorar si lo sanciono o no, porque estoy
seguro de que les pasó eso por no hacer los registros
perimétricos y no supervisar a los centinelas. Subieron a
ese cerro fue a comer y dormir.
—El comandante es el cabo Tamayo —respondió el
capitán, llamándome con el dedo en espera de que el
coronel quisiese hablar conmigo. Alega que llegó a esta
base con diez soldados y con comida para tres días, que
cuando los atacaron, tenían un centinela por cerro.
—Sí ve, estaban durmiendo —respondió el coronel—; el
resto son excusas de ese cabo incompetente. Evalúe la
situación usted antes de regresar, a ver si también se le
puede abrir cargos a ese cabrón por la muerte de esos
soldados.
—Como ordene, mi coronel, como ordene, mi coronel —
era todo lo que repetía el capitán.
Parecía que estuviesen hablando de otro ejército, de otro
tipo de guerra. Para el coronel, en su mente se iba
recreando lo que el capitán le decía como si fuese una
película, de esas que se disfruta cómodamente en un
sillón. Para él era muy fácil juzgar lo que había pasado y
cómo debí afrontarlo, pues estaba acostumbrado a mover
las patrullas y los soldados como si fueran fichas sin valor.
Después me enteré que nunca había patrullado, que llegó
hasta ese grado sirviendo en oficinas en la capital. Había
205
llegado como comandante de batallón sólo para llenar un
requisito de ascenso. Todo lo que sabía de la guerra lo
había aprendido en las películas y los noticieros que
cubrían el conflicto.
Afortunadamente, el capitán no encontró méritos para
sancionarme; hice lo que debí hacer con lo poco que tenía
a mi disposición. No puedo decir lo mismo de la munición
gastada, la cual en parte fue descontada de mi sueldo
durante los siguientes meses.
Fue necesario que ocurriese esta desgracia para que el
coronel le pidiera prestado el helicóptero a Ecopetrol para
transportar a a la compañía que me remplazaría, desde
donde iban después de salir de Convención, hasta el cerro
Eslabones.
Meses después, me contó Carrillo, ayudante del coronel,
que éste evitaba ir a las instalaciones de la compañía
petrolera para no encontrarse con una ingeniera que lo
había despreciado. Parte de su permanente enfado se
debía a eso, a que tenía el corazón destrozado.
Cuando regresé a la base donde se encontraba el capitán
Flechas, recibí la noticia que el coronel me había
suspendido cualquier permiso o vacaciones por un año. No
logró hacerme responsable por la muerte de los soldados
abatidos por los guerrilleros, pero sí moralmente por la
vida de Jiménez. Tarquino y Ríos, habían testificado que
yo lo había presionado para encender el radio en medio de
la tormenta. Jurídicamente no había nada que hacer,
porque ocurrió en medio del combate, pero laboralmente
sí. Ese hecho, no sólo causó que otros soldados me
acusaran de vez en cuando; también me dejó una secuela
psicológica. Por varios años, siempre que llovía me
206
ocultaba adonde yo creía que un rayo no podría
alcanzarme.
Los meses siguientes fueron de extenuantes jornadas de
patrullaje sobre toda la región del Catatumbo, en busca de
las guerrillas que dinamitaban el oleoducto y atacaban las
estaciones de policía de los pueblos. Ya me había adaptado
a las correas del pesado equipo, a las ampollas del fusil, a
las piedras del suelo cuando dormía, a los meses sin
bañarme, a las semanas sin cepillarme los dientes, y a la
falta de higiene para preparar los alimentos. Muchas
veces, no encontrábamos agua para la sopa o el arro, y
recolectábamos entre todos lo que tuviésemos cada uno
en la cantimplora. Otras veces, simplemente se cocinaba
sobre las sobras del día anterior para no desperdiciar agua
lavando las ollas.
—Tampoco hay necesidad de lavar los maricas platos —
decía el experimentado sargento Blanco —; límpielos con
hojas, que la acidez de la planta mata todas las bacterias.
Así es como el soldado obtiene un estómago de perro.
En realidad, no había necesidad que el sargento hiciese esa
estúpida observación, muchas veces no había agua y lo
que yo hacía, era limpiar mi plato y mis cubiertos con la
camisa sudada. Tal vez fue por eso o el hecho que algunos
de los soldados escupían en mi comida cuando cocinaban,
que empecé a sentirme enfermo. Todo empezó con un
fuerte dolor de cabeza y vómito, lo que el enfermero de la
patrulla diagnóstico así: —eso parece ser una gripe, la
malparida —afirmó—, y me recetó unos sobres de
limonada que llevaba en el botiquín de emergencia. Al día
siguiente, el vómito fue más frecuente y esta vez el
enfermero dio con el malestar.
207
—Por los ojos amarillos y la palidez, creo que lo que usted
tiene mi cabo, es hepatitis, así que manténgase lejos
porque esa mierda es contagiosa.
Luego, apareció el sargento Blanco con su empírica
sabiduría y su compromiso guerrero a trasmitirme
positivismo.
—A esas enfermedades maricas tampoco hay que
demostrarles miedo, póngase de pie y haga sentadillas
para que se le pase esa mierda que tiene.
De nada sirvieron los consejos de un veterano; pese a que
dispuse de toda mi fortaleza para continuar sin quejarme,
al quinto día ya no tenía fuerzas para continuar
caminando y me desplomé al piso, sin sentido, mientras
subíamos un estrecho camino lleno de piedras. Cuando
desperté, ya estaba sobre la cima de la colina acostado
sobre una improvisada camilla hecha con camisas y palos.
A pocos metros de mí estaba el capitán Flechas hablando
por radio con el coronel Piñeros.
—Tengo un cabo con hepatitis; está muy mal el hombre,
lleva cuatro días vomitando y temo que contagie a los
soldados, ¿qué hago mi coronel? —preguntó el capitán
Flechas.
—Nada, —respondió el coronel— dele lo que lleven en el
botiquín de campaña. Usted sabe que hay mucho perro-
culo que se hacen los enfermos para no patrullar.
—No creo que sea perro-culo mi coronel; yo lo veo muy
mal, ha perdido peso y tiene los ojos amarillos —respondió
nuevamente el capitán, molesto porque el coronel dudara
de sus palabras.
208
—Para mí, todo el que se enferma durante una operación
es un perro-culo, aseguró el coronel— De todas formas, le
toca aguantar hasta que llegue el día de abastecimiento.
Dígame el nombre para ponerlo en la lista de los que hay
que evacuar.
—Tamayo, cabo Tamayo mi coronel.
—¿Tamayo? me suena ese apellido ¿Acaso no era ese el
comandante del cerro Eslabones?
—Sí, mi coronel, el mismo.
—A ese malparido si le pasa de todo, ¿no? —indicó el
coronel riendo— Que se aguante hasta la otra semana que
le envíe los víveres; aquí no tenemos helicóptero
disponible esperando a ver quién se enferma. Y si se le
muere esperando, de malas, como un hijo de puta se irá a
acompañar a los soldados que dejó matar en el cerro ese
cabrón.
Había escuchado toda la conversación. Me hicieron más
daño las palabras del coronel que la misma enfermedad.
Estaba entregando mi vida por la patria para que él se
beneficiara laboralmente y saliera también ante los
medios de comunicación local, como el héroe que estaba
sacando a los guerrilleros de una de las zonas más
conflictivas del país. Aunque el coronel trataba a todos los
subalternos como enemigos, se ensañaba particularmente
conmigo por lo ocurrido en la base Eslabones.
No le ofendía el hecho de que hubiesen muerto cinco
soldados, al fin y al cabo, él mismo dijo que era más fácil
conseguir un recluta que un fusil, si no el hecho que yo no
hubiese matado al menos un guerrillero para mostrar. Si
hubiese tenido la suerte de haber apilado junto a los
209
soldados muertos también varios de los asaltantes,
entonces él mismo hubiese llegado con algún noticiero a
reportar el evento. Pero como no fue así, no podía salir
ante los medios de comunicación a reportar únicamente
soldados muertos. Esto era entendible, si lo hubiese hecho
así, entonces él era quien tendría un problema con los
generales. Todos entendíamos que el número de muertos
podía subir o bajar la moral de los otros soldados; el
mismo efecto pasaba entre las guerrillas, que también
buscaban llevarse a los muertos para reducir el impacto
anímico de sus camaradas.
Después de la respuesta del coronel accedí a la oferta de
varios soldados de cargar mis pertenecías; sólo tenía
fuerzas para sostener el fusil. Casi arrastrando los pies y
en ocasiones sobre la improvisada camilla, continué mis
jornadas de patrullaje por varios días más, hasta que llegó
la fecha de los abastecimientos. Ese día, junto conmigo,
salieron dos soldados que presentaban los mismos
síntomas, rumbo a la base de Convención donde se
encontraba el coronel Piñeros.
210
CAPÍTULO VII
BASE LA ESMERALDA
Coronel Piñeros, mi enemigo
Mi situación de salud era aún delicada cuando llegué a la
base la Esmeralda. Pesaba ciento treinta y cinco libras;
sólo podía digerir líquidos y vomitaba cualquier alimento
sólido que consumiese. Pese a ello, el coronel no quiso que
el médico del pueblo me examinara, ni tampoco los
soldados enfermos que habían llegado conmigo. Aseguró
que el desplazamiento hasta Convención era desgastante
porque, antes de cualquier desplazamiento vehicular
desde la base, había que enviar una patrulla a buscar
explosivos en la carretera. Concluyó que no necesitábamos
atención médica para un simple lapso de flojera. Según él,
lo nuestro era una cuestión de dignidad militar y no de
atenciones. Recuerdo que se detuvo frente a nosotros
cuando descendimos del helicóptero; nos observó de abajo
hacia arriba, como asegurándose que en realidad lucíamos
enfermos y luego nos ordenó integrarnos a la unidad que
cuidaba el perímetro de la base.
Desde que ingresé al ejército, nunca pude entender por
qué decían que, como soldado, debía mantener la mirada
al frente, conservar una posición de fortaleza y mirar a
todo al mundo como si estuviese enojado; “putos con la
existencia”, según decían los instructores, esa era la forma
de expresar un espíritu aguerrido y fuerte. Pero en la
211
práctica, dicha postura y actitud no se podía adoptar
frente a los superiores; ante ellos se debía tener una
condición sumisa y servil. Para un superior, no había nada
más ofensivo que un subalterno lo mirase a los ojos y ese
día miré al coronel directamente a los ojos, con desprecio.
De ahí la importancia de la imagen física, pues la
impresión que tenía de él, basándome en la energía y
seguridad con la que insultaba a través de la radio, cambió
cuando lo vi en persona. Era un hombre de baja estatura,
obeso, calvo y con unas gafas gigantes que parecían una
extensión de su grueso bigote. De cierta forma, con su
descuidada estampa militar, había perdido credibilidad
como comandante; lo único que le hacía ver respetable era
el grado de teniente coronel.
—Yo no veo que este hijo de puta cabo esté enfermo —le
dijo el coronel al sargento Carrillo, su ayudante de
comando, después de que el helicóptero partió con el
capitán—. Es un altanero, eso es lo que es, sabe que no
puede mirarme a los ojos y lo hizo. Así que asígnele una
patrulla y que empiece ya mismo a caminar los cerros
alrededor de la base.
Al principio, pensé que el trato que me daba el coronel era
un desahogo, porque habían asesinado a los soldados bajo
mi mando y además, le había retado con la mirada, pero
con el tiempo entendí que tenía una combinación de
emociones y frustraciones que desahogaba con licor,
prostitutas y sus subalternos. Hasta el sargento que le
escoltaba por todo, cargándole el fusil y su chaleco
blindado, había recibido una cachetada por atreverse a
hablarle sin antes pedirle permiso.
La base aún permanece ubicada en el mismo sitio, sobre
212
una montaña de dos picos, cerca de varias oficinas de
Ecopetrol y de tres hangares donde los reparadores del
tubo guardaban las herramientas. Entre dos de los
hangares, pasaba la carretera que cruza todo el
Catatumbo, desde Ocaña hasta San Antonio del Táchira,
Venezuela. En este punto también se encuentra un retén
militar. En aquel entonces, su misión era verificar el
transporte de mercancías, como madera y gasolina, desde
Cúcuta hacia el interior del país. Las oficinas de la base
militar estaban ubicadas a unos doscientos metros,
subiendo por una carretera destapada que se desprendía
desde el retén militar y terminaba justo al frente de las
oficinas del coronel. Este sitio era conocido como el “pico
número 1”. Allí también estaban ubicados el rancho y
alojamiento de tropa y el cuarto de comunicaciones e
inteligencia militar.
Más arriba, ya en la montaña, quedaba el “pico número 2”,
donde permanecía un pelotón de soldados, durmiendo
entre la maraña. Por último, teníamos otro pelotón
patrullando las colinas cercanas. En total, la protección del
puesto de mando del batallón absorbía casi una compañía
de soldados. Pese a esto, el coronel no podía dormir
tranquilo. Cuando no estaba ebrio o con prostitutas,
permanecía alerta en su oficina, con las luces apagadas y
mirando por la ventana hacia las colinas, preocupado por
los ruidos y las luces de la noche. Durante el día, desde que
salía de aquella casa, empezaba el martirio para todos los
subalternos. No era sólo su vocabulario ofensivo, sino
también su visión de lo que era el ejército. Pese a estar en
un sitio con tantas limitaciones, el coronel exigía que
todos en la base y también los que llegaran del área de
operaciones, permanecieran afeitados, con las botas
213
relucientes y el uniforme limpio, como lo hacía él en las
oficinas de Bogotá. Aunque esto tenía sentido por ser
parte de la disciplina e integridad militar, era ridículo que
lo quisiera mantener, dadas las condiciones climáticas y
las jornadas de patrullaje alrededor de la base.
—Si quiere que el coronel no lo joda tanto —me aconsejó
el sargento Carrillo—, mande a comprar un uniforme
nuevo y botas americanas y las mantiene listas para
cuando el hombre pase revista. Recuerde que él es de
oficina y le gusta ver todo pulidito. ¡Ah! y no lo mire a los
ojos de nuevo; agache la cabeza cuando le hable.
Teniendo en cuenta que debía ver al coronel con
frecuencia, ya que parte de mi itinerario era también el
relevo cada cuatro horas del soldado que permanecía en la
entrada de su oficina, decidí acatar la sugerencia del
sargento. Compré un uniforme, botas y gorra americanas,
únicamente para usarlas cuando debía pasar junto al
coronel.
—¡Muy bien mi cabo! —me gritó el coronel desde su
escritorio una tarde que llegué a relevar al guardia de su
oficina—. ¡Mire que sí se puede andar bien limpio, afeitado
y motilado, incluso en la zona de combate!
Al parecer, el sargento había acertado con la recomendación;
el coronel había reducido su persecución hacia mí e incluso
aceptó que fuese yo quien reemplazara al jefe de las
comunicaciones. Esto llegó a reducir un gran estrés y
cansancio que dejaban las jornadas de patrullaje diarias y el
relevo del centinela nocturno. Ajustarse al temperamento y
abuso de los superiores era más favorable que reclamar
justicia y respeto.
214
Durante mi estadía en la escuela de formación militar,
siempre oí hablar de las fallas de los subalternos y las
estancias jurídicas que tenían los superiores para lidiar
con éstas, pero nunca supe qué podían hacer los
subordinados cuando el abuso de poder caía sobre ellos.
Cuando preguntaba, la respuesta era la misma de siempre:
“al superior no se le critica, se le admira; todo lo que haga
está bien hecho, incluso abusar sexualmente del
subalterno”, se decía entre risas, porque nadie quería
comprometerse con una respuesta que afectara a los
oficiales.
—¿Usted sabe lo que es una bacinilla? —me preguntó el
coronel en su oficina luego de asignarme como radio
operador y asistente de inteligencia de la base.
—Claro mi coronel, es la taza que usan los campesinos en
la noche para mear y cagar; así no tienen que salir del
cuarto en la obscuridad.
— ¡Excelente!—respondió con una fina sonrisa— Entonces
consígase una porque usted no puede salir del cuarto de
comunicaciones ni para mear o cagar. ¿Me entendió?
—¡Sí, mi coronel! ¡Cómo ordene, mi coronel! —respondí,
dudando de si era verdad lo que decía.
No estaba bromeando. Al cabo Gómez, a quien yo
reemplazaría, no le había visto en las cuatro semanas que
ya habían pasado. Permanecía encerrado, monitoreando las
patrullas del batallón y redactando informes de inteligencia
para el coronel. Esta posición de radio operador demandaba
una absoluta entrega las veinticuatro horas del día, más
aún, cuando el coronel dejaba muchas decisiones de las
patrullas en manos del cabo; odiaba que le llamaran si la
215
situación no era relevante para su grado de coronel, como
pedir comida o qué hacer con los enfermos y los
insubordinados. Siempre recordaré entre risas, cuando
recibí el inventario del lugar de manos de Gómez, quien se
paró a mi lado para leer la lista de objetos. Muy serio, me
iba apuntando cada cosa con una mano, mientras con la
otra aferraba una bacinilla contra su pecho, aclarándome
que ésta no estaba incluida en la lista. Al terminar, me
presentó también al soldado que traía su comida, lavaba su
ropa e higienizaba la bacinilla en las mañanas.
Eran los primeros días de diciembre; Gómez ya había
salido a disfrutar de sus vacaciones y yo me encontraba en
el cuarto de las comunicaciones. La Navidad había
comenzado; música bailable se escuchaba en todas las
casas, mientras las mujeres y los niños llenaban de velitas
los andenes. El pueblo de Convención, ubicado a unos diez
kilómetros de la base, se había empezado a llenar de
campesinos que venían desde los alrededores a celebrar
las novenas y a reverenciar al niño Dios en el pesebre de la
iglesia.
En los pueblos colombianos, la Navidad se celebra con
tanta devoción y alegría, que hasta los soldados y policías
se contagian del regocijo y muchos de ellos se
emborrachan o se escapan de las bases hacia donde haya
una fiesta. Esto no sólo lo sabíamos los comandantes a
todo nivel, sino también las guerrillas. Por ese motivo,
todas las unidades militares entraban en acuartelamiento
durante la navidad. Esto quería decir que ningún soldado
podía salir y todos debíamos permanecer disponibles para
cualquier eventualidad.
Para mí, el tiempo empezó a transcurrir muy lentamente
216
en aquel pequeño cuarto lleno de baterías, antenas y
radios de comunicaciones. Dormía por ratos durante el día
y en las noches permanecía despierto, alerta a cualquier
llamado de las patrullas. Las comunicaciones con los que
estaban en el área de operaciones y con el puesto de
mando de la brigada eran tan importantes que el centinela
más cercano tenía también la orden de llamar a mi puerta
cada hora para recordármelo.
Llegó el día de Nochebuena; el 24 de diciembre. Oscurecía
ya, cuando empecé a escuchar los juegos pirotécnicos que
los habitantes de Convención lanzaban al aire. Era la
tercera Navidad que pasaba lejos de mi familia. Ya me había
acostumbrado a estar solo en fechas especiales, al punto
que me parecían ridículos aquellos que se entristecían. De
todas formas, era un agradable espectáculo ver las luces que
salían detrás de las montañas, explotando en el cielo en
miles de colores, mientras escuchaba la música de Pastor
López que salía del radio del centinela.
Eran las 2100 cuando el radio operador de la segunda
división, localizada en la ciudad de Bucaramanga, empezó
a convocar a todos los radio operadores de batallón y de
brigada que trabajaban en esta zona del país. Éste era un
llamado inusual; de hecho, era la primera vez que me
comunicaba con la división; la estricta cadena de mando
no lo permitía.
—Atención a todas las unidades —pidió el radio operador
de la división— en quince minutos estará al aire mi
general Bonett con todos los comandantes de batallón y
brigada.
De inmediato, me dirigí al sitio donde pernoctaba el Coronel
Piñeros, a unos veinte metros de donde me encontraba. A
217
pesar de la restricción de salir del cuarto de comunicaciones,
decidí ir a avisarle personalmente al coronel para evitar
confusiones y para que viese la urgencia del llamado.
—¡Qué putas hace usted por aquí, cabo! —me gritó el
sargento Carrillo cuando pasé a su lado, justo al frente de
la oficina del coronel— devuélvase para el cuarto de
comunicaciones, cabo marica, antes de que lo vea el
coronel.
—Disculpe mi sargento —le respondí apresurado—, busco
a mi coronel; en diez minutos estará el comandante de
división en el radio con todos los comandantes de batallón
y brigada.
—¡¿Qué?! ¡Ay triple hijos de puta! —replicó el sargento
sobándose la cabeza— Malparidos de la división nunca
llaman y lo hacen ahora que mi coronel está en el pueblo.
—¿En el pueblo? —me extrañó que el coronel no hubiese
regresado desde el día anterior, cuando salió a responder
ante la defensoría del pueblo por la arbitraria captura de
un joven acusado de guerrillero, o al menos eso fue lo que
me dijo para excusar su ausencia ante la brigada —¿Qué
hago entonces mi sargento?
—Hermano, haga o diga cualquier mierda —hizo una
pausa para pensar, mientras se sobaba el rostro —. Ni
forma de decir que la comunicación está mala porque
usted ya contestó. Le va a tocar a usted imitar la voz de mi
coronel; ésta es la primera vez que lo escuchan en la
brigada. No podemos decir que aún está por fuera de la
base, porque lo joden y él a nosotros.
De regreso al centro de comunicaciones, ensayé varias
veces el tono de voz del coronel. Todos en la base,
218
incluyendo al sargento, tratábamos de imitar su voz en
tono de burla. En ese momento, yo no tenía más opciones
que suplantarle ante el comando de la división a través del
radio. Mis sentimientos negativos en su contra debían ser
puestos a un lado. Hubiese disfrutado más decir la verdad,
aunque seguramente me habrían sancionado, pero según
mi formación militar, era más importante la lealtad al
superior que los resentimientos. Afortunadamente, el
general sólo quería saludar a los comandantes de unidad,
desearles una Feliz Navidad y motivarlos a permanecer
atentos a las patrullas y a las bases militares alejadas.
—¿Tiene algo especial para reportar el batallón 17? —
preguntó el general.
— Sin novedad especial mi general, estoy QAP con las
unidades —respondí, imitando la cavernosa voz del
coronel.
—Muy bien, gracias a todos los comandantes y quedo
pendiente de la división para cualquier novedad, cambio y
fuera— se despidió el general.
Después del suceso, las actividades continuaron como
cada día, pero esta vez, al saber que el coronel andaba por
fuera, me relajé demasiado y cerca de las 0300, me quedé
dormido sobre la mesa. Dormía tan profundamente que
los reportes y el llamado del centinela estaban en mis
sueños, pero en un escenario diferente. Pasaron varios
minutos cuando empecé a escuchar también la voz del
sargento Carrillo, mientras pasaba revista a los centinelas,
haciéndome reaccionar. Rápidamente me levanté, abrí la
puerta y me reporté también sin novedad; luego regresé a
la silla, me actualicé con las patrullas y nuevamente caí
dormido sobre la mesa. Fue mi mala suerte no haber
219
asegurado la puerta de nuevo porque alrededor de las
0500, el asiento se movió hacia atrás y caí al suelo de
espaldas.
— ¡Despierte, holgazán malparido!
Desde el suelo vi la abultada figura del coronel, como si
fuese un temible gigante sosteniendo la silla.
—¡Qué ordena, mi coronel! —balbuceé nervioso mientras
me incorporaba.
—¿Qué hace durmiendo? ¡Vago hijo de puta! — me gritó al
oído con una voz pesada y un aliento que apestaba a licor.
—Casi no he dormido estos días, mi coronel. Los reportes
cada media hora no dejan pegar los ojos —traté de
disculparme.
—Después arreglamos esta situación. —hizo una pausa
mirando hacia arriba, conteniendo un vomito en la
garganta —Por ahora, dígame si hay alguna novedad
especial.
—No mi coronel —respondí sumiso —todas las patrullas se
reportaron sin novedad durante toda la noche, y también
me reporté sin novedad con mi general Bonett.
—¿Se reportó con quién? —abrió los ojos, asombrado —
¿Con el comando de la división?
—Con todo respeto mi coronel —le hablé de manera
pausada, esperando su regaño— usted no estaba y mi
sargento Carrillo me dijo que hiciera cualquiera cosa, pero
que no dijese que usted estaba en Convención, así que me
reporté sin novedad.
—¿Eso quiere decir que usted se hizo pasar por mí,
220
¿correcto? —me miró a los ojos, muy serio.
—Sí mi coronel, no vi otra forma, porque todos los
comandantes de batallón y brigada estaban en la reunión
que convocó mi general para darles un saludo de Navidad.
—¡Bien! ¡Bien, mi cabo! —Me palmoteó el hombro
agradecido —Eso se llama lealtad, así me gusta. ¿Y qué
más dijo mi general?
—No más, únicamente nos recordó que por esta época
siempre hay soldados borrachos y evadidos y que esto lo
puede aprovechar la guerrilla para atacar las bases.
—Muy bien, siga así, a ver si algún día recupera esa imagen
de soldado malo que tiene —me dijo serio y salió en
dirección a su cuarto, rozando las paredes.
Al día siguiente, el sargento le comentó al coronel lo bien
que yo le imitaba. Contrariamente a lo que pensaba, esto
fue de su agrado porque había hallado la manera de no
hablar con las patrullas y estar más tiempo en el pueblo.
De alguna forma, había logrado que la ingeniera en
petróleo se fijara en él, nunca supe si como amigo o novio,
pero con frecuencia se veían en Convención, lejos de los
otros empleados de la compañía.
Pasaron los días y el coronel no volvió a la sala de las
comunicaciones; confiaba en mi imitación de su voz, en el
conocimiento operacional que yo ya tenía sobre el área y
por supuesto, de vez en cuando enviaba al sargento Carrillo
a supervisar mi trabajo. A lo largo de mi vida militar, conocí
varios oficiales que eran un descrédito para su gremio, pero
este hombre, el coronel Piñeros, era una vergüenza para
todo el ejército. Carecía de todos los principios y valores
militares a los que juró seguir cuando se convirtió en
221
soldado. Ignoraba también por completo su función de
comandante y descargaba todas sus responsabilidades en
sus subalternos, algo muy común, pero en este caso, éramos
el sargento Carrillo y yo quienes manejábamos todas las
dependencias del batallón, a veces tomando decisiones
cruciales para las patrullas sin siquiera comentarle al
coronel. Había perdido la poca credibilidad de liderazgo que
tenía al verle con frecuencia borracho y echando tiros al
aire, desafiando a las guerrillas.
Seguramente el coronel, después de habérsele pasado los
efectos del alcohol, entendía que estaba en una posición
de descrédito y trataba de arreglar su imagen con los
subalternos, bien fuese con afecto o imponiendo
agresivamente el poder del rango militar. Conmigo, su
comportamiento dependía de la situación. Mientras yo
hacía los reportes con los comandantes de compañía y la
brigada imitando su voz, el trato era cordial, pero cuando
cometía algún error, por insignificante que fuese, me
arrollaba verbal y psicológicamente. De cierta forma, al
paso de los días, me acostumbré a sus insultos. Sirvió el
consejo del sargento Carrillo de imaginarle detrás de una
pantalla de televisión cuando me amenazaba, pues su
orden de arrestarme o dañar mi récord militar nunca se
cumplió. Llegaba a su oficina y en pocas horas, cuando la
rabieta le había pasado, olvidaba las amenazas. Sin
embargo, hubo un día donde no pude pasar por alto sus
insultos y estuve dispuesto a enfrentarlo de hombre a
hombre.
Era un domingo en horas de la tarde, cuando el coronel, se
hallaba fuera de la base. El día estaba soleado y los
soldados que no estaban de turno se habían organizado
para jugar fútbol en un espacio mediano que había entre la
222
oficina del coronel y el cuarto de las comunicaciones. Ya
había terminado los reportes con las patrullas y escrito las
informaciones de inteligencia. Tenía todo sobre la mesa,
por si el coronel deseaba saber qué había pasado ese fin de
semana. Hacía mucho tiempo que no había tenido la
oportunidad de jugar fútbol y decidí unirme al juego por
unos minutos, con tan mala suerte que llegó el coronel en
su camioneta, justo cuando corría con la pelota.
—¡Venga para acá, cabo Tamayo! —me gritó apenas
descendió de la camioneta.
—¡Qué ordena, mi coronel! —respondí y continué la
carrera hacia él. Pensaba que entendería la situación; el
estar jugando al frente del cuarto de las comunicaciones
era factible, ya que los radios y el teléfono de emergencia
se escuchaban con toda claridad.
—¿Sabe que puede estar detenido por esto? Usted está
evadiendo la misión que le fue encomendada, poniendo la
vida de las patrullas en riesgo por jugar fútbol —dijo,
mirándome a los ojos con desprecio.
—No mi coronel, no lo sabía… porque estoy cerca, aún
desde aquí puedo escuchar los radios —respondí inclinado
la cabeza.
—Mire, cabo triple hijo de puta, ya veo que usted no sirve
pa’ un culo —hizo una pausa para respirar profundamente,
controlando su temperamento—; por esta vez voy a dejar
las cosas así, porque no hay quien lo remplace si lo paso
detenido y la próxima vez que lo vuelva a ver un metro
alejado de ese puto cuarto, pongo un soldado a que lo
reemplace y lo mando para la brigada detenido. ¿Me
entendió?
223
—¡Sí mi coronel, entendido! —respondí nervioso.
No dijo nada más, simplemente se retiró moviendo la
mano de forma despectiva y continuó hacia su oficina. En
ese momento, se despertaron en mí múltiples emociones y
pensamientos. Sentía rabia de ser tratado de aquella forma
después de realizar con eficiencia parte de su trabajo,
como si yo fuese su sirviente, y sentía vergüenza que los
soldados me viesen agachar la cabeza escondiendo las
lágrimas.
Pasaron los minutos y yo permanecía sentado frente a los
radios, con la mirada perdida y contando los días en que
regresaría el cabo Gómez a recibir su puesto nuevamente.
De esa forma, yo podría regresar a mi patrulla. La soledad
y el tiempo disponible también me ayudaron a analizar mi
papel como subalterno. Estaba confundido con la misión
que debía tener un soldado en función de la patria. Desde
que ingresé a la fila militar, en muy pocas ocasiones se
habló de la lealtad a la patria, la constitución o al pueblo
mismo. Siempre se me enfatizó primero la responsabilidad
que tenía de respetar y cumplir las órdenes del
comandante, del superior, sin importar ni cuestionar sus
valores éticos ni morales. De esta forma, la mayoría de los
soldados confunden el encubrimiento con lealtad, incluso
en actos delictivos.
Afortunadamente, ese día pude comprender que lo que
estaba haciendo no era un acto de lealtad con el coronel;
estaba simplemente cubriendo su incompetencia y
deshonestidad. Algo extraño en un soldado, pensé y
concluí que la lealtad no es más que un concepto
sugestivo y fácil de manipular cuando se tiene algo de
poder, pues yo también les exigía lealtad a mis soldados
224
cuando hacía algo indebido. Así que con cierto temor,
decidí no continuar guardándole lealtad al coronel.
Dos días después, un sábado a las 1025, una de las
patrullas reportó contacto con el enemigo y pidió el apoyo
de la patrulla más cercana. Para que esto ocurriese, —ya
que significaría dejar un punto estratégico—, este
movimiento debía ser autorizado por el coronel, quien,
como casi todos los fines de semana, estaba tendido en la
cama o en una silla en su oficina completamente borracho.
La noche anterior había estado en una fiesta privada con
las personalidades de Convención: el juez, el personero, el
alcalde y la ingeniera a la que cortejaba.
Cuando regresó el soldado que había enviado a avisarle al
coronel, que las guerrillas estaban atacando a una de las
patrullas, tomé la decisión de notificarle al puesto de
mando atrasado para que alguien de allí tomara la
decisión de apoyo. Pero yo no sabía que la central de
comunicaciones de la división escuchaba calladamente
todas las conversaciones y reportes de las patrullas. Mi
intención era que el comandante de brigada se enterara de
la indisposición del coronel, pero la preocupación del
ataque atrajo la atención del radio operador de la división,
quien inmediatamente le avisó a su superior.
—¿Dónde está el coronel? —preguntó el comandante de la
división minutos después.
—Está en su oficina mi general —le respondí.
—¿Y por qué no sale al radio ni contesta el teléfono de
emergencia? —preguntó nuevamente el general.
—Mi general… —dudé mi respuesta por varios segundos—
está indispuesto, mi general. Anoche estuvo en una fiesta
225
en Convención y pues… está dormido.
—¿Dormido o… borracho? —inquirió con calma.
—Sí mi general —respondí—, borracho, igual que todos los
fines de semana.
La serena voz del general me generó la confianza
suficiente para continuar mi denuncia, contándole
también algunas quejas logísticas de las patrullas que el
coronel había ignorado.
—Todo lo que me está contando, necesito que me lo pase
por escrito —me interrumpió el general—, por ahora
coordine el apoyo a la patrulla que están atacando. Y no
vayan a despertar al coronel mientras llego allá —concluyó
—.
Di por terminado el asunto y continué con mis labores. Por
experiencia dudaba que un mayor general tuviese el
interés de visitar una aislada base militar para constatar lo
que ocurría; éstos sólo se hacían visibles cuando había
docenas de muertos para reportar ante los medios de
televisión; eran indiferentes a los problemas cotidianos de
la tropa.
Habían pasado unos cuarenta minutos después de haber
terminado la comunicación con la división, cuando el
centinela me advirtió de la presencia de un helicóptero
sobre la cordillera. Imaginé que era un vuelo de la
compañía petrolera, de esos que de vez en cuando se
hacían para traer personal técnico a reparar un tubo
minado por las guerrillas o por ladrones de gasolina. En
ese preciso momento, especulaba con el centinela sobre la
advertencia del general; creía que por lealtad al gremio de
oficiales, él había olvidado la falta del coronel.
226
Recuerdo que el día estaba totalmente despejado cuando
la nave aterrizó sin contratiempos en el pequeño
helipuerto ubicado junto a los hangares, a unos doscientos
metros de la oficina del coronel. Desde la puerta del cuarto
de comunicaciones, observé cómo algunas personas
uniformadas descendían del helicóptero y caminaban en
dirección a las oficinas de la compañía petrolera. Se veía
que eran de alto rango, porque vestían uniformes de
ciudad y no camuflados. El centinela del helipuerto
confirmó a través del radio que se trataba de un general y
sus escoltas. Inmediatamente, el sargento Carrillo, quien
se hallaba de servicio en el retén, corrió hacia la oficina del
coronel para asegurarse de que este estuviese al corriente
de la visita. Lo encontró aún durmiendo y junto con sus
escoltas lo vistieron y le hicieron tomar un caldo de
gallina para amortiguar el efecto del alcohol, me confesó
luego el sargento. Pese a que el general se había tardado
varios minutos saludando al personal de la base petrolera,
el coronel no se pudo recuperar; tenía los ojos rojos, no
podía hablar con claridad y se tambaleaba al andar.
—¡Esto es algo inconcebible! —le gritó el general desde la
puerta de la oficina, desde donde alcanzó a oler el tufo que
tenía el coronel— ¿cómo se le puede confiar el mando de
un batallón a semejante escoria de hombre?
—Este… yo, disculpe mi general, es que yo… —trató el
coronel de explicar su estado.
—¡Usted no sirve para este cargo coronel, le advierto que
hoy mismo empiezo la gestión para su destitución, usted
es una deshonra para la institución militar! …—declaró el
general, un presuntuoso intelectual que escaló todos los
grados militares dentro un marco teórico de las escuelas
227
de guerra. Le preocupó más la imagen degenerada del
coronel, que lo que debía hacer como comandante, pues
regresó a Bucaramanga sin resolver ninguna de mis
quejas, pero sí preguntó con insistencia quienes eran las
personalidades del pueblo con las que se reunía.
Después de que el helicóptero partiera de la base, todo
quedó en silencio, como si todos estuviésemos examinando
lo que había pasado. Nunca, quienes escuchamos los gritos
del general, habíamos imaginado que un coronel, el Dios
absoluto a nivel de un batallón, pudiese ser tratado de
aquella forma tan denigrante. Esta escena influyó también
para que yo empezara a perderle el respeto, no sólo en la
manera en que lo veía, sino que, con el sargento, empecé a
cuestionar y a ridiculizar su confort. Me indignaba saber
que él era el único que podía ver televisión, tener nevera,
teléfono y cuarto con aire acondicionado. Entre mi
ignorancia y resentimiento, creía que para lo que el coronel
hacía, no necesitaba tantas comodidades. No entendía su
papel. Ahora, muchos años después, entiendo que, como
muchos otros oficiales, el coronel había desfigurado su
función gerencial que tenía como comandante de un
batallón; sobresalía más por sus groserías que su don de
liderazgo.
Ni siquiera él mismo entendía cuál era su función allí; se lo
repetía al sargento Carrillo cada vez que se emborrachaba.
A veces su frustración era tal que desenfundaba la pistola y
hacía disparos al aire, desafiando a las guerrillas.
Irresponsables fantasías de poder a las que quedé expuesto
después de que el general se marchó. —Mire cabito, hijo de
puta —me dijo el coronel al siguiente día en su oficina,
cuando estaba ya desintoxicado y se había enterado de las
quejas que yo había elevado ante el general —usted es un
228
desleal con el superior y prefiero tener un malparido
soldado manejando las comunicaciones que a un judas
como usted. Así que recoja su basura de ese cuarto y se une
al pelotón que está en el cerro. Mientras yo esté de
comandante de esta unidad, le garantizo una vida de perro
mientras busco la forma de meterlo al calabozo.
Preocupado, regresé al cuarto de comunicaciones a
empacar mi equipo de campaña. Cuando levanté la vieja
agenda que siempre llevaba conmigo, donde plasmé
muchas de estas memorias, vi al abrirla, la foto de mi
madre y yo tomada en mi primera comunión. La guardaba
como anestesia para los duros momentos que ella misma
me pronosticó cuando le dije que me enrolaría al ejército.
Con amoroso detalle, la observé y recordé todo lo que
había hecho y sacrificado por mí, todo lo que me había
tolerado y todos sus esfuerzos para que yo fuese un
hombre de bien. En sus intenciones, un hijo de Dios, un
buen católico. Empecé entonces a repasar cada ofensa que
el coronel me había lanzado desde que le conocí: “hijo de
puta, malparido, bastardo, aborto…”. En el idioma español,
las definiciones de estos adjetivos son directas ofensas; en
el ejército se aprende a ignorar por ser parte del
vocabulario de los comandantes para indicar superioridad.
Pero en esta ocasión, mientras observaba el retrato de mi
madre y repasaba las amenazas del coronel, me llené de
furia. Segundos después, pasé junto al comedor de los
soldados a paso largo y con el fusil en la mano. Recuerdo
que había puesto el pie derecho sobre el primer escalón de
cinco que llevaba a la oficina del coronel, cuando en el
fondo de mi cerebro escuché la voz del sargento Carrillo.
Con la empatía emocional que desarrollan entre sí los
soldados, el sargento pudo percibir mis intenciones. No le
229
puse atención y continué hasta llegar a la oficina del
coronel, estaba detrás de su escritorio revolviendo un
tarro con crudo de petróleo para untárselo en la cabeza,
con la esperanza de que le creciera el pelo. Seguro, me
pare frente a él, aferrando el arma con fuerza, pero sin
apuntarle. Pese a mi decidido plan, su mirada profunda me
llenó de miedo. En silencio y sin movernos, nos miramos a
los ojos fijamente, esperando que algo pasara. El coronel
estaba desconcertado y temeroso, pues al entrar a su
oficina sin autorización y empuñando un arma con fuerza,
pudo deducir cuál era mi propósito. De repente, el coronel
se puso de pie, golpeó la mesa y me ordenó poner el fusil
en el piso. No le hice caso; al contrario, el grito revivió mi
furia y esta vez le apunté al cuerpo. Estaba dispuesto a
dispararle. Afortunadamente para el coronel y para mí
también, el sargento Carrillo, quien temeroso y
confundido nos observaba desde la entrada de la oficina,
reaccionó y de un zarpazo me quitó el fusil.
—¡Qué diablos piensa hacer! —me dijo el sargento
estrujándome hacia un costado de la oficina.
—Quiero matarlo —contesté furioso—así me pudra en un
calabozo.
Seguidamente se hicieron presente varios soldados y entre
forcejeos me sometieron.
—¡Ni por el putas lo suelten! —decía el coronel sobándose
el bigote— ¡Este cabo gran hijueputa se acaba de echar la
soga al cuello! ¡Llévenlo para la mazmorra!
A rastras me llevaron hasta un estrecho cuarto de ladrillo
y barrotes que teníamos como calabozo para los soldados
insubordinados. Olía a mil demonios, puesto que allí
230
mismo era donde los detenidos hacían sus necesidades
orgánicas.
—No, hermano, ¿cómo se le ocurrió cagarla así con mi
coronel? —me dijo el sargento, quien de cierta forma me
compadecía, mientras aseguraba la puerta con un candado
— ya está el hombre llamando a la brigada para que
manden un helicóptero por usted.
—Me parece muy bien que llame a la brigada le dije— es
mejor estar detenido, pero lejos de ese malparido coronel.
De todas formas, creo que tengo más oportunidad allá de
exponer cómo nos trata mi coronel y los torcidos que hace,
como quedarse con el sueldo de los soldados que desertan
y también recibir plata de los contrabandistas que
atrapamos en el retén…
—Eso de los contrabandistas, son puros chismes —me
interrumpió el sargento—, así que no hable mierda, porque
va a quedar como un hijueputa sapo en la brigada y en el
ejército, a nadie le gustan los sapos. Más bien hágase el
que está loco, que se le corrió la teja y que le dio por matar
al coronel. Yo puedo testificar que usted siempre ha sido
un buen soldado, así, si mucho lo echan del ejército o lo
dejan en una oficina en la brigada.
—Que loco, ni que verga mi sargento —le respondí
enojado—, ese cuento no se lo come nadie. Es más fácil
decir la verdad, que después de la visita de mi general, mi
coronel me puso bajo tanta presión psicológica que solo
quería quitármelo de encima.— Hice una pausa, mientras
me sentaba en el piso —Al final, que hagan conmigo lo que
les dé la puta gana, pero al coronel también le tendrán que
hacer algo por robarse la plata de los soldados y tengo
cómo demostrarlo, porque en comunicaciones están las
231
planillas de sueldos y víveres donde aún aparecen los
soldados que ya no están desde hace varios meses.
En ese momento, el sargento entendió que tanto el
coronel como él mismo podían estar en problemas,
Aquellas planillas no coincidían con la cantidad de
soldados existentes. Cada mes, cuando llegaba el dinero de
los víveres y los sueldos de las patrullas, el sargento
extraía la cantidad que correspondía a los soldados que ya
no estaban y luego falsificaba las firmas en los recibos. El
coronel lo sabía; todos en la base lo sabían, pero hasta ese
día nadie lo había mencionado. Era un acto de lealtad con
el superior guardar silencio, incluso si yo fuese uno de los
afectados. La corrupción existía en todos los niveles, al
punto que se consideraba un factor de compensación para
las patrullas cuando se robaban el dinero de la comida. Así
que el sargento, al constatar que sí había evidencias para
incriminarlos, convenció al coronel para que no me
enviara a una corte marcial.
—Cabo Tamayo —me dijo el coronel al siguiente día en su
oficina—, le perdono los delitos de insubordinación y
ataque a un superior. Usted está muy joven y merece una
segunda oportunidad. Así que aliste su equipo de campaña
y regrese a su patrulla junto con el soldado que acaba de
llegar del hospital y se me va hoy mismo ¿Me entendió?
—¡Sí ,mi coronel! —respondí serio; luego pregunté —¿y a
qué hora llega el helicóptero mi coronel?
—¿Helicóptero? —Me respondió con una sonrisa burlona
—Se me va por tierra. Baje al retén y se monta en un
camión de los que pasa. Alguno de esos que van para
Cúcuta lo puede dejar en la base de donde vino.
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—Disculpe mi coronel —le pregunté nuevamente; ya no
temía hablarle o mirarlo a los ojos—, la orden desde la
brigada es que todos los desplazamientos se deben hacer
por aire; por tierra es mucho riesgo.
—¡Le estoy dando una puta orden!, ¡no le estoy
preguntando si quiere ir por tierra o no! ¡Fuera de aquí!
— vociferó palmoteando el escritorio.
—¡Como ordene, mi coronel! —respondí y salí a toda prisa,
de nuevo al cuarto de comunicaciones.
En cuanto terminé de empacar mi equipo de campaña, me
reuní con el soldado Trujillo, quien había terminado el
tratamiento médico contra la leishmaniasis y juntos
llegamos al retén a esperar a algún camión que nos llevase
hasta nuestro destino. Pasamos tres horas sentados bajo
un árbol, practicando la historia que diríamos en caso de
caer en un reten guerrillero, hasta que paso un camión
mediano cargado de arroz y papa con dirección a Orú,
donde mi compañía estaba estacionada. A regañadientes,
el conductor, un comerciante paisa de avanzada edad, con
sombrero y carriel , observaba cómo nosotros bajamos la
7
mitad de su carga para ocultar los equipos de campaña
entre ella. En cuanto me aseguré de que nada de lo que
llevábamos pudiese delatarnos como militares a simple
vista, trepamos sobre la carrocería. Me preocupaba que la
obsesión del coronel por mantener la tropa con corte
militar nos pudiese delatar; una gorra deportiva no era
suficiente para ocultar nuestra identidad. Para los
soldados, cualquier persona de barba y pelo largo era
guerrillero. Para ellos, el pelo corto y la cara afeitada eran
7 bolsa de cuero
233
de militares y policías.
Cuando estábamos listos para partir, el sargento Carrillo
apareció y me sugirió que pasara a la cabina, junto al
conductor. Dijo que desde allí podía ver lo que había sobre
la vía y alertar al conductor. Fue una buena idea; en las
siguientes dos horas de camino, charlamos de diferentes
temas, incluyendo mi familia. Mientras el sargento me
daba instrucciones, un soldado amigo de Trujillo le trajo
una hamaca militar para que llevara consigo. Las carpas
viejas y pesadas que cargábamos, sobrantes del ejército
americano después de la Segunda Guerra Mundial, eran
una tortura durante el patrullaje. Tener una hamaca era un
anhelo de todos los soldados, un lujo que muy pocos
podían pagar y Trujillo había ahorrado durante meses para
ello. De pronto, para que no fuese regañado por el
sargento, Trujillo tomó la hamaca y la embutió entre los
bultos con rapidez, sin percatarse que uno de los
sujetadores había quedado por fuera.
Entre madrazos y groserías contra los políticos por no
arreglar los baches de la carreta, el conductor y yo
empezamos una conversación que relajó la tensión que
existía por haberle obligado a que nos llevara. Me contó
que había prestado servicio militar en los años sesenta,
cuando la guerrilla era formada por tan sólo una docena
de bandoleros del partido liberal en contra de los
terratenientes conservadores. Desde esa época, la misma
carretera que transitábamos no había cambiado, pese a las
promesas de los políticos. Por mi parte, le conté también
mi procedencia y algunos cambios que había sufrido la
ciudad de Manizales, de donde él y yo éramos oriundos.
Habíamos despertado ya cierta empatía cuando llegamos a
234
San Pablo, un pequeño caserío a orillas de carretera, a dos
horas de Convención. De repente, el tono de voz del
conductor cambió y nerviosamente me dijo:
—La guerrilla está haciendo retén en el pueblo. No diga
nada; yo hablo. A partir de este momento usted es mi
nieto.
Continuará …
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