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Published by awesomeflipbook, 2021-09-05 05:34:17

El Ejercito de quien 05302021

órdenes. Posiblemente los grados militares más altos se
hagan esas preguntas, pero su cercanía con las elites
políticas y económicas termina cautivándolos a su
servicio. Mientras tanto, para los grados más bajos y los
soldados todo gira en torno a la subsistencia. En medio del
combate, no interesa saber más allá de la misión. Estudiar
estos temas y al enemigo despertaría más interrogantes
que motivación para luchar. Por eso, la mayoría de los
soldados desconocen hasta los argumentos más básicos
del enemigo. ¿Quién es éste, cómo se generó y qué es lo
que busca? Esas preguntas nunca las escuché, pero sí
frecuentemente las respuestas: “son enemigos de la patria,
del pueblo, del progreso, de la democracia..., etc.”

Siendo un adolescente de poca experiencia, lleno de
creencias religiosas y un escaso intelecto, bastaron pocas
semanas para tenerme totalmente aislado y dependiendo
de mi nuevo entorno. Así estaba yo, viviendo en un mundo
paralelo a la realidad del país, en una institución pública
regida por sus propios códigos y gobernantes. A esa corta
edad, no sabía el poder que tiene un soldado, ni
comprendía los intereses que se mueven detrás de él.

Los ejércitos no tienen objetivos sociales, pero sí están
llenos de ambiciones individuales, buscaban sólo cerebros
nuevos, jóvenes que no tengan una personalidad
individual definida para moldearla a conveniencia. Así es
como miles de adolescentes terminamos sumergidos y
patinando sobre lo absurdo e irracional, donde fácilmente
se confunde entrenamiento, con maltrato. Tal vez sea por
este motivo que las edades de reclutamiento no superan
los veinticuatro años. Aunque la fortaleza física a esta
edad aún está alcanzando su máxima expresión, la parte
cognitiva es ya más difícil de manipular. La influencia
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psicológica en mentes mayores a la edad límite de ingreso
no es efectiva; incluso los que la bordean empiezan a
pensar de acuerdo con sus intereses y conveniencias. Lo
confirmé al momento de escoger el trabajo que
desempeñaría una vez graduado como cabo segundo.

Entre las profesiones militares de ingeniería, caballería,
logística, inteligencia e infantería, la última era la de menor
aceptación, no sólo por las historias de guerra que contaban
los instructores infantes, sino también porque todas las
actividades y desplazamientos las realizan de forma física.
Patrullar el abrupto terreno colombiano a pie y enfrentar
cara a cara al enemigo de forma constante era una misión
que no muchos querían realizar. Aproximadamente el 70%
de los que salen de las escuelas militares pasan a la
infantería que, por su específica misión de “consolidar,
controlar y defender un territorio”, requiere un mayor
número de hombres que las otras ramas militares. La
oportunidad de escoger los otros trabajos, que se
consideran menos demandantes para la salud, se realizó a
través de un examen de puntaje. Pese a que con mi
calificación había quedado entre el 30% que tenía la opción
de escoger mis funciones, el deseo que tenía de enfrentar al
enemigo me llevó a escoger la infantería.

Quedé desconcertado, cuando Santofimio, —quien me
influenció y motivó durante los entrenamientos— se
inclinó a elegir la rama logística, un súbito cambio que
nunca hubiera imaginado en él, pues en varias ocasiones
me hablaba de la importancia que teníamos de fortalecer
el cuerpo, porque en algún momento podríamos estar
enfrentando al enemigo a bayonetazos. También afirmaba
que el ejército colombiano se sostiene en los hombros de
la infantería, que si por algún motivo los que patrullan se
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declararan en paro, caería todo el sistema militar y de
gobierno. En otra ocasión, también me confesó que, pese a
que sólo había patrullado durante dos años, estaba
cansado de los mosquitos, de la mala alimentación y de la
incertidumbre que en cualquier momento le “quebraran el
culo por un sueldito”. Con su experiencia, había concluido
que lo mejor era buscar la pensión del ejército de la forma
menos traumática, en una oficina. En algo sí tenía razón
Santofimio; lo comprobé con el tiempo. La mayoría de la
rama logística y hasta los generales desconocen lo que
sufren y lo que hacen en realidad quienes están en las
zonas de conflicto, como lo expondré más adelante.

Terminada la selección de trabajos y la ceremonia de
ascenso a dragoneantes, pasamos a formar nuevas
compañías de acuerdo con la labor que habíamos
escogido. Empezó así un nuevo ciclo de entrenamiento,
con diferentes instructores y compañeros. Algunas veces,
por casualidad, me encontraba con Santofimio en el
comedor. No teníamos tiempo de hablar, pero sí me hacía
saber con un gesto de mano y una sonrisa que estaba muy
bien. Así era; mientras yo permanecía sudado y sucio en
un curso de tácticas contra-insurgentes que demandaba
mi especialidad de infantería, él permanecía aprendiendo
contabilidad en aulas con aire acondicionado.

No puedo negarlo, me causaba cierto rencor pasar por las
aulas de los logísticos y percibir en ellos un cierto
distanciamiento con los infantes. Era una situación
ridícula; mientras nosotros pensábamos que los logísticos
eran unos flojos cobardes, ellos nos tenían por ordinarios,
pues el único esfuerzo académico que requerían nuestras
funciones era una simple regla de tres cuando se leían
coordenadas geográficas sobre un mapa.
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Faltando una semana para la graduación como cabos
segundos, realizamos lo que se llama la fase de
supervivencia. El ejercicio consistió en una travesía de
cincuenta kilómetros dentro un espeso bosque,
distribuidos en equipos de diez hombres y siguiendo
diferentes coordenadas. El recorrido estaba calculado para
cinco días en los que debíamos llegar a un sitio específico
donde nos esperaban los instructores. Los únicos objetos
autorizados para llevar eran un cuchillo y un poncho para
dormir. En esta travesía debíamos poner en práctica todo
lo aprendido en las clases teóricas de supervivencia. “Ahí
dentro pueden cazar, pescar y comer frutos”, nos recordó
un instructor.

Estar lejos de los instructores nos relajó, así que el primer
día no fue más que bromas y risas, pero el segundo,
cuando ya todos teníamos hambre, entendimos que
estábamos en una situación extrema. Temprano en la
mañana, nos distribuimos en grupos de dos en busca de
comida. Unos salieron en busca de peces, otros de frutas, y
Tavares y yo pasamos horas armando una trampa con
palitos para atrapar animales. Cuando terminamos, nos
sentamos sobre un tronco de árbol caído a pensar qué
pondríamos de carnada. El sargento que nos enseñó a
elaborar la trampa simplemente dijo al terminar: “se le
pone cualquier huevonada para que atraiga al animal”.

Al medio día regresaron los otros compañeros con las
manos vacías, pero llenos de disculpas. Así que optamos
por la vieja técnica de “observar a los animales, a ver qué
comen”, como dijo el instructor, pero sólo vimos algunos
monos lamiendo las hojas en las copas de los árboles y
millones de zancudos buscando nuestra sangre.
Afortunadamente, al finalizar el día encontramos moras
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silvestres y al día siguiente unos palos de guayaba. Frutas
y agua de riachuelo constituyeron toda nuestra
alimentación en este recorrido que terminó justo el quinto
día alrededor del mediodía.

—¡No se echen ahí que parecen ratas muertas; sigan
donde está el resto de los chigüiros! —gritó uno de los
instructores al vernos tendidos descansando.

Nos pusimos de pie y continuamos hasta un improvisado
corral hecho con cuerdas. Allí estaban tres grupos más en
espera de instrucciones. Parte del objetivo, a partir de ese
momento, era el de tenernos controlados como
prisioneros.

Cerca de las 1730, llegó el último grupo. Después de
contarnos y verificar que no había anomalías o enfermos,
dos soldados salieron de la nada cargando tres mesas.
Luego pusieron manteles, docenas de juegos de cubiertos,
servilletas y hasta un florero en el medio. Se fueron y
regresaron nuevamente con varios platos llenos de
comida, mientras nosotros les observamos, hambrientos.
Cuando al parecer todo estaba listo, los mismos soldados
que habían dispuesto las mesas se pusieron delantal
blanco, gorra de chef y se situaron detrás de las ollas, listos
para servirnos.

—Cada uno recibirá una presa de pollo asado, una porción
de verduras, yuca y papa, las que se quieran comer, y al
final, tendrán la opción entre gaseosa y jugo natural—
aclaró el capitán Guevara, comandante de la compañía
Córdoba, a la que ahora pertenecía.

En lo que el capitán terminó de hablar, los ciento veinte
hombres que recibíamos el entrenamiento fuimos

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saliendo en fila del corral hacia los platos y cubiertos. Nos
extrañó que, pese a que las mesas estaban situadas a
penas a diez metros de nosotros, la fila debía dar una
vuelta por detrás de una carpa, con el fin de que nadie
quedara de frente a las mesas y pudiéramos ver el plato del
que ya había recibido la comida.

—¿Qué presa desea el chigüiro? —me preguntó el primer
chef.

—Cualquiera... ¡no espere, deme una pechuga! — respondí
emocionado.
—Una pechuga para el chigüiro —me confirmó.

El chef tomó la carne con las pinzas de cocina, la puso en
mi plato y le dio dos vueltas sin soltarla, luego la pasó por
mi nariz y la metió nuevamente a la olla. Atónito y con
rabia, me quedé observándolo, hasta que el sargento que
fiscalizaba la cena me dio un empujón, indicándome que
siguiera. Igual pasó con el resto de comida; hacían la
parodia de que estábamos recibiendo los alimentos, pero
todos llegamos al final de las mesas con el plato vacío.

Media hora después, cuando ya todos habíamos pasado
frente a las mesas y nos encontrábamos formados
nuevamente en espera de instrucciones, el Capitán dijo:
“Bueno chigüiros, veo que sobró bastante comida, ¿a
alguien más le gustaría repetir...?, ¿no?, entonces con
mucho pesar va a tocar echársela a los marranos porque
los chefs se tienen que llevar las ollas”.

Tristes y ofendidos, vimos cómo volcaban las ollas y el
jugo dentro de un hueco de tamaño mediano que luego
taparon con tierra. Esa noche, tanto el Capitán como el
resto de los instructores, recibieron de nuestra parte las
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maldiciones más repugnantes que vinieron a nuestras
mentes, claro está, en voz baja.

A las 2200, realizamos la última formación del día para
programar los centinelas de esa noche y hacer un último
conteo de cabezas. Los instructores sabían de antemano lo
que pasaría cuando nos dejaran libres.

—Si llego a pescar a alguien, estará castigado toda la
semana. Entre más callados mejor —aclaró el Capitán
antes de enviarnos a dormir a unas improvisadas carpas.

Aunque nadie lo mencionara, mientras tendíamos el
poncho sobre el piso para dormir, todos los “chigüiros”
teníamos en mente el mismo objetivo esa noche.

Era medianoche cuando, en sigilo, me incorporé y salí de
la carpa. Me extrañó que aquellos que habían quedado
cerca de la entrada de la carpa no estaban. Pensé que
estaban montando guardia. Lo tomé como algo sin
importancia y continué mi camino. Una tenue luz de luna
se filtraba entre los árboles, haciendo mi escape más
difícil, así que, en cuclillas y a paso lento, llegué al sitio
donde habían enterrado la comida. Me llevé una gran
sorpresa al ver casi la mitad de la compañía, clavada de
cabeza en el hueco, sacando comida. Mis compañeros
parecían zombis sobre una presa. A empujones y
conteniendo las ganas de gritar cuando alguien me
golpeaba o yo golpeaba a alguien, me abrí paso entre la
aglomeración. Por suerte, y gracias también a mi
agresividad, logré un pedazo de pollo y un pedazo de yuca
cubierto de tierra. Con esta desagradable experiencia
culminó la fase del entrenamiento contra-insurgente y
con éste también el curso a suboficiales del ejército.


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—¡De conformidad con la facultad legal conferida en los
artículos 43, 48, 51 y 126 del decreto 1211 de 1989, y por
haber reunido los requisitos legales exigidos para cada
efecto, el comando del ejército asciende al grado de cabo
segundos a los integrantes del curso 46 de suboficiales! —
retumbó una voz por los altavoces.

Sería una labor muy tediosa felicitar personalmente a los
498 hombres que ascendimos, así que los instructores
seleccionaron a diez dragoneantes para que salieran en
representación de todos. El Ministro de Defensa, el
comandante general de las fuerzas militares y el
comandante del ejército impusieron las medallas que se
habían otorgado en cada especialidad. Cuando terminaron
de imponer los galardones, los mismos altos militares y el
ministro civil se dirigieron hacia nosotros. Ya habíamos
ensayado por días lo que íbamos hacer cuando
escucháramos nuevamente por los altoparlantes.

—¡Formación de revista! —gritó el dragoneante Castillo,
quien tenía la voz más poderosa entre todos nosotros.
Inmediatamente y de forma sincronizada, las hileras se
separaron a una distancia prudente, dándole paso a los
altos mandos militares, quienes nos impusieron las
insignias de cabos segundos del Ejército Nacional de
Colombia.

—Felicidades mi cabo, ya es usted un comandante y a
partir de este momento recibe usted la orden de defender
la patria y morir por ella —me dijo el general Luis Eduardo
Roca Maichel, comandante general de las fuerzas
militares.

—Sí, mi general, moriré por la patria —respondí con voz
entrecortada. Ver a un general tan cerca, no sólo era
intimidante por el gran poder que tienen, sino también
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porque ellos nunca bajan al nivel de un soldado.
Cuando terminó la ceremonia, nos dirigimos nuevamente
al alojamiento. Hicimos entrega del armamento, los
uniformes, el camarote donde habíamos dormido y por
último, el comandante de compañía nos entregó el
telegrama con el nombre de la unidad a la que habíamos
sido asignados.
Antes de presentarme a la nueva unidad, pude disfrutar de
cinco días libres para saludar a mi familia. Recuerdo que
cuando llegué a casa, lo único que le pedí a mi madre era
que cocinara sancocho de gallina y empanadas. Me senté a
la mesa a degustar su sazón mientras ella veía las noticias
en el televisor y me animaba para que me comiese todo, de
la misma forma que lo hacía cuando yo era un chiquillo.

—Disfrute lo que más pueda ahora, porque le espera
mucho sufrimiento y dolor, —me dijo, cariñosamente.
Antes de que subiera al bus intermunicipal que me llevaría
a la nueva unidad, mi madre me hizo arrodillar sobre un
pasillo del terminal de buses para bendecirme, cómo si
fuera todavía un niño.
—En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo.
Dios me lo bendiga y lo lleve por el camino del bien; que
nunca le vaya a tocar matar a otra persona.

Al terminar su rito, me dio un beso en la frente, al mismo
tiempo que puso alrededor de mi cuello un escapulario
que había comprado minutos atrás. Sin despegar mi vista
de sus empañados ojos, subí al bus, agitando las manos en
señal de despedida, mientras ella se cubría el rostro,
negando su realidad, como miles de madres de soldados,
que vieron a sus hijos por última vez. 



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CAPÍTULO III





LA PRIMERA UNIDAD MILITAR

Entrenando Adolescentes para la Guerra





—¡Permiso para hablar con mi sargento! —solicité a todo
pulmón frente al comandante de guardia del Batallón
Patriotas, localizado en Honda, Tolima.


—¡Hable! —respondió, observándome con curiosidad.

En contraste con las guardias que había visto en la Décima
Brigada de la cual venía, ésta era diferente. El acceso a la
unidad estaba controlado por un desaliñado soldado
parado en medio de la vía, detrás de unos conos de
tránsito amarillos. A un costado, bajo un pequeño árbol,
estaba el comandante de guardia sentado sobre un
escritorio de primaria, secándose el sudor con una toalla
roja que colgaba de su cuello, mientras al lado contrario de
la vía, justo al lado de una casita de ventas, unos ocho
soldados estaban durmiendo sobre una banqueta, en
espera del relevo de la guardia.

—¡El cabo segundo Tamayo, que viene trasladado de la
escuela de suboficiales a esta unidad, se presenta! —
continué mi introducción.

—Mucho gusto, cabo – me respondió el comandante de
guardia extendiéndome la mano. Ya llegaron dos de sus
compañeros. Siga hasta el alojamiento de reclutas y hable

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con el suboficial de servicio; él le ayudará a alojarse.

Gracias a este sargento, hombre robusto de brazos grandes
y un diminuto bigote, me sentí más cómodo entrando a lo
desconocido. Tranquilamente levanté la tula militar con
mis pertenencias y me dirigí hacia el alojamiento. Caminé
despacio, observando mi entorno. Llegando al
alojamiento, me detuve unos minutos a observar el relevo
de la guardia perimetral y ésta me dejó desconcertado. No
podía creer que esa fuese la seguridad de una unidad
militar: primero los había visto durmiendo y luego
pasaron con el fusil a la espalda, fumando y charlando,
como si estuviesen en un paseo. De donde yo venía, la
desincronización de una marcha era motivo de horas de
castigo. Lo sorprendente no era la indisciplina de los
soldados, sino la falta de criterio del cabo que los dirigía;
aquel comandante iba en bicicleta, en tenis y sin
armamento. Sentí rabia de lo que veía, y estúpidamente
pensé que yo podría dar el ejemplo de cómo debería
comportarse un soldado.
—Soy el cabo Tamayo, por favor dígame dónde está el
suboficial de servicio —le pregunté al centinela del
alojamiento de reclutas.

—El suboficial de servicio es mi cabo Gómez y ahora está
haciendo el relevo de la guardia del batallón —respondió,
acomodándose perezosamente sobre una silla plástica
ubicada en medio de la entrada, mientras otros soldados
jugaban cartas a pocos metros sobre el andén.

—¿Y dónde está quién le sigue al mando?

—Quien le sigue es mi cabo Rodríguez y como hoy es
domingo, debe estar en el casino viendo televisión o

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tomando cerveza en el bar.

Me despedía del centinela cuando apareció Gómez, el
mismo que estaba haciendo el relevo de la guardia en
bicicleta. Frenó bruscamente a pocos centímetros de mis
pies y fatigado me preguntó:

—¿Ya sabe cuál es su alojamiento?

—¡Permiso mi cabo para hablar, el cabo segundo Tamayo
que llega...!

—Tranquilo hermano, que ya sé quién es usted —me
interrumpió —, es uno de los siete bisoños que están
llegando de la escuela.
—¡Así es, mi cabo! —le confirmé.

—Mucho gusto pelao —exclamó extendiéndome la mano
—. Soy el cabo primero Gómez y no se imagina con qué
ansias los estaba esperando. En este momento la
compañía de instrucción se encuentra en la última fase, la
de contraguerrillas y de allí salen directamente a patrullar.
Así que para recibir a los conscriptos nuevos, los de este
semestre que llegan en cinco días, quedamos dos:
Rodríguez y yo. Aunque me siento solo porque Rodríguez
siempre se evade. Le pedí el favor de que llevara a comer a
los diez soldados que tenemos como ayudantes y el
malparido ese se fue a tomar cerveza. Le importó un culo
la comida de ellos, por eso es que los estaba esperando a
ustedes.

—Y ahora que los nombra, ¿sabe dónde están mis
compañeros de curso, los que ya llegaron?

—Ah… qué pena hermano, me puse a hablar mierda y se
me pasó por alto. Lo primero que deben hacer es
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presentársele al administrador del casino para que los
incluyan en las comidas. Allá deben estar sus compañeros
y nos vemos luego porque debo estar en la guardia; estos
soldados hijos de puta duermen y fuman mucho; de
centinelas no tienen nada —se despidió riendo.

El saludo de Gómez, aunque no digno de la educación
militar a la que estaba acostumbrado, me hizo pensar que
por fin me había librado de superiores gritones y
maltratadores, como el teniente Ruiz y el sargento Posada.
De cierta forma, desde la escuela estábamos especulando
que con el grado de cabos segundos bajaría la presión y las
ofensas de los rangos más altos, pero allí también seguía el
maltrato a los subalternos. Se puede decir que, debido al
bloqueo académico entre las filas, la mayoría de los
militares adoptamos las groserías y ofensas como parte de
la comunicación. Los pocos militares cultos que conocí lo
eran debido al interés clandestino que tenían por la
lectura. Estúpidamente, se creía que la inteligencia o la
comprensión de las cosas venía también con el rango.
Demostrar algún grado de talento ofendía a los superiores.
“De mi grado hacia abajo, todos son idiotas”, —solía decir
un coronel en las formaciones. Irónicamente, algunos del
cuerpo logístico, quienes tienen mayor oportunidad de
desarrollar sus capacidades sociales e intelectuales en
comparación con aquellos que están en las selvas,
terminan siendo aún más incultos y agresivos, como el
Sargento Álvarez.

—¿Cómo putas se atreve a presentárseme así?, ¡cabo de la
mierda! —me gritó el sargento administrador del casino
cuando me presenté ante él sin afeitarme.

—Recién llegué, mi sargento; no vi la necesidad de

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afeitarme esta mañana; aún estaba de permiso —respondí
con cierta indignación y sin moverme de la posición firme
que significa respeto y subordinación.

—¡No señor, eso no es disculpa; usted sabía que venía para
una unidad militar!, ¡por este tipo de faltas es que no se les
pueden asignar cuartos en los casinos a los cabos
segundos; deben dormir allá, con los soldados, con esa
mano de animales para que aprendan a diferenciarse de
ellos! ¡Así que aléjese de mi vista, cabo huevón y regrese
mañana uniformado y afeitado!

En medio de maldiciones y sintiéndome humillado, me
dirigí nuevamente al alojamiento de reclutas. El centinela
me saludó sin ponerse de pie, al contrario delo que exige
la cortesía militar, pero no me importó esta vez y continué
entonces hacia el fondo del dormitorio. Pasé entre unos
destartalados catres donde dormirían los nuevos ciento
veinte reclutas, hasta llegar a una mediana habitación con
dos baños y varios closets de pared. Era la habitación de
los comandantes de escuadra de la compañía que entraría
en adiestramiento. Allí había siete camas tendidas, de las
cuales dos estaban libres. Supe que estaban vacías porque
a excepción de ellas, el resto tenían un par de chancletas
al lado y una toalla extendida sobre el colchón, como si el
que llegaba fuera marcando su territorio. Descargué mis
pertenecías sobre el colchón sin sábanas y me senté a
brillar las botas, la chata y todas las prendas de metal que
llevan el uniforme de gala, el que se usa para las
ceremonias y los traslados. Debía lucir impecable en la
mañana siguiente, cuando me presentara ante el
comandante del batallón y éste a su vez, nos presentara
ante toda la unidad militar.


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Casi a la medianoche llegó el último de los siete cabos que
fuimos enviados desde la escuela Inocencio Chinca. Todos
estábamos muy nerviosos, tanto que pasamos toda la
noche practicando el saludo, brillando las botas y
quitándole las arrugas al uniforme de gala. Cuando el reloj
marco las 0545, ya habíamos desayunado y nos dirigíamos
hacia las oficinas del comando, donde se realizaría la
formación general presidida por el comandante del
batallón a las 0600.

—¡Buenos días mi coronel, el cabo segundo Tamayo que
llega trasladado de la escuela de suboficiales a esta unidad,
se presenta! —hablé lo más fuerte posible, ya frente a él.

Igual lo hicieron Mejía, Cruz, Lizcano, Sánchez, Hernández
y Ramírez. Al terminar, el coronel nos ordenó permanecer
al frente de la formación para que todos nos vieran. Luego,
sin mirarnos siquiera, continuó hablando sobre temas
generales y al terminar se acercó a nosotros, nos estrechó
la mano y sin más comentarios nos ordenó presentarnos
ante el capitán Jerez, comandante de compañía de los
reclutas: la Compañía Bolívar.

—¡Buenos días mi capitán! —saludamos en coro ante el
capitán después de terminar la formación, cuando todos se
disponían a iniciar labores.

—¡¿Quién es el más antiguo de todos?! —preguntó
afanado.

—¡Infantería mi capitán! —respondí.

—Muy bien, vayan y se cambian en camuflado y en media
hora nos vemos frente al alojamiento de los reclutas y
usted, Tamayo, me informa de los que llegaron —ordenó y
salió a paso largo hacia las oficinas del comando del
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batallón.

El hombre de un metro noventa de estatura, delgado pero
fuerte, de pómulos salientes y un tic en el ojo derecho que
lo hacía ver enojado todo el tiempo, nos recibió con
amabilidad. En contraste con el sargento administrador
del casino, el comportamiento del capitán Jerez era el de
un caballero, el de un militar disciplinado y dedicado a
liderar sus hombres a través del ejemplo. Después de las
primeras semanas de conocerlo, empecé a descubrir sus
cualidades humanas y militares. Era un estratega
disciplinado, inteligente y justo. En varias ocasiones le vi
discutir con otros oficiales y hasta con el coronel mismo,
defendiendo sus actos y los nuestros. De cierta forma, se
sentía responsable por los errores y las indisciplinas de los
cabos segundos y de los subtenientes; decía que “le
preocupa más nuestra formación como comandantes que lo
que pudieran aprender los soldados en pocas semanas de
entrenamiento”.
Aunque durante el adiestramiento, el capitán Jerez era
muy exigente, casi como los instructores de la escuela
militar, siempre nos felicitaba al final del día,
asegurándose también que los soldados recibieran un
buen trato y la comida suficiente. Todos, desde los
soldados hasta los tenientes, le apreciábamos. Si la
elección del comandante del batallón hubiese sido por
votación, el capitán Jerez hubiese sido elegido. Hasta las
secretarias y el personal civil le admiraban. Sólo el coronel
Angarita y el Mayor Cobo le tenían aversión.

Este es uno de los grandes problemas de los sistemas
jerarquizados por antigüedad, las ideas nuevas no se
materializan porque quienes califican los ascensos son los

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superiores. Su único objetivo es preservar una especie de
linaje social y poder militar colonial. Es evidente que
muchos oficiales y suboficiales insultan con bravura a sus
subordinados y al mismo tiempo limpian las botas de los
superiores. Muchos soldados se envilecen a sí mismos para
poder ascender. En el caso de los oficiales; aquellos que
adoptan una posición rastrera siempre llegan más lejos
que aquellos que no venden su dignidad. Los coroneles
ascienden a generales por decreto gubernamental,
aprobados por los políticos a quienes deben servir y
mantener contentos. De esta forma, sin conocer siquiera
las zonas de guerra, los generales transformaron al
ejército en simple perro guardián. Esto hizo que las
guerrillas crecieran. Por estar la mayoría de los soldados
vigilando propiedades, se fortaleció el enemigo en las
zonas donde no tenían vacas para cuidar. Así fue cómo el
gobierno tuvo que autorizar las fuerzas de autodefensa y
aprobar clandestinamente que el ejército las entrenara.

El coronel Julio Angarita, dicen, fue uno de los que ayudó a
fundar las autodefensas en el Magdalena Medio. El caso
era que el capitán Jerez parecía no estar de acuerdo con lo
que el coronel hacía y con frecuencia desobedecía sus
órdenes. ¿Qué tipo de órdenes?, nunca lo supe; sólo le
escuché decir una vez cuando salía de la oficina del
coronel: “viejo torcido. Esas órdenes, yo no las cumplo”.

Por esos días los “Mazetos”, quienes se podían considerar
como la rama urbana de las autodefensas, ya habían
tomado las localidades de Honda y La Dorada. Mientras
tanto, en el batallón existía un debate silencioso entre los
oficiales y suboficiales más antiguos. Unos las veían como
un apoyo para derrotar a las guerrillas y otros, como el
capitán Jerez, consideraba como un desprestigio y una
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deshonra tener cualquier tipo de relación con ellas. Al
parecer, el coronel vio al capitán como un posible soplón y
para mantenerlo controlado, lo trasladó a una oficina
contigua a la suya y envió al capitán Estupiñán para
reemplazarlo.

Cuando esto ocurrió, ya habían pasado tres meses desde mi
llegada. La dedicación del capitán Jerez al adiestramiento de
los soldados fue interrumpida por el nuevo comandante. Ni
los cabos, ni los tenientes le vimos al nuevo capitán interés
alguno en la compañía, así que terminamos dictando las
instrucciones de acuerdo con nuestro criterio. Al nuevo
comandante de compañía sólo le veíamos en la formación de
la mañana, cuando llegaba con la cara pintada como Rambo y
el fusil terciado a la espalda para inspeccionar la tropa:

—¡Enemigo a la espalda, enemigo a la derecha, a la
izquierda, al frente! —gruñía enérgicamente.

Al terminar la formación, que no duraban más de cinco
minutos, gritaba nuevamente:
—¡Comandantes, pueden seguir con sus hombres!

Luego, le veíamos desaparecer por los estrechos pasillos
del casino de oficiales limpiándose la cara, de nuevo a su
habitación a tomar cerveza y a hacer cuentas con el
presupuesto de la compañía. Cada vez que salían los
soldados de fin de semana a sus casas, el capitán les daba
una larga lista de elementos de limpieza y papelería para
traer. Aquellos que no cooperaban, simplemente no salían.
De esta manera el capitán se robaba el presupuesto del
mantenimiento de las instalaciones y reportaba lo que
traían los soldados como comprado. Todos en la compañía
sabíamos lo que ocurría, pero sabíamos también que tenía

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el poder suficiente para enviarnos varios días al calabozo.

Aunque en toda unidad militar existen jueces militares, en
los años noventa, estos funcionaban más como asesores
para evadir la justicia civil y preservar la estructura
jerárquica militar. Todos sabíamos que en la oficina del juez
sólo se aceptaban procesos judiciales contra suboficiales y
soldados, en su mayoría, por desobedecer o agredir a un
oficial. Rara vez progresaba algún caso de ataque al
subalterno o de corrupción. En la trama del capitán
Estupiñán, ninguno de nosotros pensamos ni siquiera
comentarle nuestra inquietud al juez y mucho menos al
coronel, pues este tenía asuntos más importantes que
atender que ponerse a escuchar chismes de algo que
siempre ha ocurrido en todos los niveles.

Mientras tanto, yo estaba dedicado a mi labor, aquella para
la que fui entrenado, a meterles la milicia por las venas a
los soldados, a instruirlos en el arte de la guerra y a
disciplinarlos a golpes si era necesario. De ser yo un
alumno sumiso pasé a ser un tutor impaciente y abusivo.
No era totalmente mi culpa comportarme como un sádico;
venía contagiado de una terrible enfermedad llamada “el
poder del grado militar”. De la noche a la mañana, empecé
a disfrutar la autoridad que tenía sobre mis soldados,
sobre esos adolescentes que en su mayoría no sabían leer
ni escribir, y cuyo nivel de entendimiento se podría
comparar con el de un niño de diez años de hoy. Pese a mi
bajo rango, prácticamente podía hacer lo que yo quisiera
con ellos. En cada actividad estaba presente la frase que
había escuchado antes: “el superior tiene el derecho hasta
de abusar sexualmente del subalterno”. Sólo el cabo
Rodríguez, dos años más antiguo en el grado que yo, se
había tomado el refrán de manera literal, hasta que fue
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descubierto y expulsado de la institución por “marica”. En
mi caso, yo me dediqué a la tortura.

En una ocasión, le tumbé dos dientes a un soldado con una
botella de gaseosa por decir que tenía sed. En otro
momento, le quité el seguro a una granada de mano y se la
di a un centinela para que no se volviera a quedar
dormido. Hacía las estupideces más grandes que se me
hubieran podido ocurrir. Amarrar a un soldado a un árbol y
bañarle los pies con agua azucarada para que las hormigas
lo picaran, era el suplicio más común. Una noche
cualquiera, de esas que solía llegar borracho a atormentar
a los reclutas, se me ocurrió formarlos como un pelotón de
fusilamiento. Quería saber si alguno de ellos se atrevía a
dispararme; quería experimentar la muerte. Me vendé los
ojos y me paré a unos cuantos metros frente a ellos y
desde allí impartí las instrucciones del disparo, pero
ninguno se atrevió a accionar el gatillo. Mis compañeros
decían que me había enloquecido y yo respondía que
simplemente seguía la filosofía de “que el entrenamiento
sea tan fuerte que la guerra sea un descanso”.

Mientras escribo estas líneas, vienen a mi memoria
muchos de esos momentos que desearía olvidar. Aún
puedo recrear en mi imaginación la expresión de terror de
esos jóvenes al verme llegar en las mañanas. De todos los
instructores que habíamos llegado de la escuela de
formación militar, yo me caractericé por ser el más cruel.
Recuerdo cómo la adrenalina recorría mi cuerpo cuando
animaba el trote de los reclutas y los obligaba hacer
flexiones de pecho sobre el pavimento caliente.

“Sube… sube guerrillero,

que en la cima yo te espero,
121

con granadas y morteros,

tus ojitos sacaremos,
y un llavero a mi novia yo le haré…” —solía cantar mientras
corríamos.

Me impacientaba tener que esperar para enfrentar al
enemigo; ya estaba listo para matar o morir. Había
empezado a perder mi sensibilidad; me estaba sumergiendo
en un irracional mundo de crueldad, fanatismo e
ignorancia. Sin darme cuenta, había traicionado los valores
morales inculcados por mi madre y mis sueños de niño de
ser sacerdote, alguien como Juan Bosco, ese gran hombre
del que me hablaban en las clases de catecismo.

A veces, afligido, me sentaba aislado a recapacitar sobre
mis actos; pensaba en mis hermanos menores que, al igual
que mis hermanos mayores, irían a prestar su servicio
militar. Me dolía pensar que ellos tuviesen comandantes
como yo, malévolos. Desgraciadamente, esta reflexión era
momentánea. Secaba mis lágrimas y me recriminaba a mí
mismo por ser tan débil. Vivía en un dilema constante;
quería ser visto como un soldado sin sentimientos y al
mismo tiempo, todo lo que hacía me afectaba. La
conciencia me torturaba y aun temía al castigo divino, al
karma, a la ley de causa y efecto que había leído en libros
de metafísica años atrás. Bajo esta confusión emocional,
fue cuestión de tiempo para que terminara por aceptar el
licor que me ofrecían los sargentos, “para que olvidara las
penas y la puta vida que llevábamos”, decían. La primera
vez, me tomé dos cervezas; la segunda muchas más y la
tercera cuanto licor podía pagar. No sabía siquiera qué era
el alcoholismo, pero sí tenía presente todo tipo de licores
que podía consumir en el pueblo de Honda los fines de
122

semana. Bebía para olvidar el presente y bebía para
recordar el pasado. Cualquiera que hubiera sido el motivo,
siempre terminaba abrazado a una botella de cerveza y
luego torturando a los reclutas mientras pasaba la
ebriedad.

Mi acoso hacia los soldados y el tipo de locuras que hacía
escalaron hasta los oídos del coronel. El capitán Estupiñán
lo sabía; todos en la compañía lo sabían, pero como lo
había notado yo en la escuela de formación, quien
ejecutara más estupideces para hacerle la vida adversa al
recluta termina siendo admirado y no castigado. Sólo
cuando ocurrió un suicidio surgió la reflexión sobre los
métodos que estábamos utilizando para adiestrar.

—A este cabo toca sacarlo de la compañía de instrucción.
Si lo dejamos allí, podría haber más suicidios o que de
pronto un soldado le pegue un tiro por quitárselo de
encima –le comentó el capitán Estupiñán al coronel en su
oficina.

—Pasarlo a una compañía de choque sería peor, porque
manejar soldados antiguos es más difícil. Yo creo que lo
mejor es trasladarlo a la sección de inteligencia —decidió
el coronel— el capitán Téllez sabrá qué hacer con él. Déle
la orden de que se presente hoy mismo en la segunda
sección.

—¡Como ordene, mi coronel! —respondió el capitán y salió
a buscarme. Esto me lo contó luego el asistente del
coronel.
Después de entregar la documentación y el material que
pertenecía a la compañía de instrucción, me dirigí a las
oficinas de inteligencia para recibir nuevas instrucciones.

123

—¡Permiso mi capitán para hablar!

—¡Hable! —me respondió el capitán Téllez desde su
escritorio, sin levantar la mirada del documento que leía.
—¡El cabo segundo Tamayo que pasa por orden del
comando del batallón a esta sección, se presenta!

—Bueno mi cabo, me imagino que a mí no me va a tumbar
los dientes o me va a hacer suicidar —me preguntó riendo,
a la vez que se ponía de pie para saludarme de mano.

Guardé silencio por un momento. No sabía qué responder.
Pensé que me daba confianza para romper el hielo o que,
de pronto, buscaba que yo mismo me incriminara en los
muchos abusos de autoridad que ocurrían en la compañía.

—Relájese joven, eso es lo bueno de esta oficina, nos
tratamos como en la vida civil; de iguales. —Hizo una
pausa esculcando las gavetas de su escritorio y continuó
hablando después de poner sobre la mesa una carpeta azul
—. En realidad, no sé por qué mi coronel lo envió para acá,
pero son sus órdenes, así que, por ahora, le daré una
misión sencilla. —Señaló entregándome la carpeta—.
Aprenda algunas funciones aquí y luego se pega a la pata
del sargento Bermúdez y el tiempo que no esté andando
con él, debe permanecer aquí, esperando órdenes. No debe
salir a la calle sin el consentimiento mío. Si pasa de la
guardia, yo debo estar enterado, o en su defecto, el
sargento Bermúdez ¿me entendió, cabo?

—¡Sí, mi capitán!
—Ahora preséntesele al sargento, el hombre está allá en
aquel otro cuarto rastreando señales de radio enemiga. —
Me indicó con el dedo.

124

Crucé la puerta que dividía la oficina del capitán de la
oficina de análisis de información, donde estaba el sargento
maldiciendo los nuevos equipos de informática: dos
computadores IBM Thinkpad, los primeros computadores
portátiles.

—¡Permiso, mi sargento, el cab…!

—¿Sabe usted algo de computadores? —Interrumpió mi
presentación, algo desesperado—. Maricadas que traen
para hacerme la vida más complicada; yo prefiero la
máquina de escribir tradicional. Gasté toda la mañana
escribiendo un puto informe en esta mierda, y ya no
aparece.

—No mi sargento, no sé nada de computadores —le
confesé.

—No hable mierda huevón, usted acaba de llegar de la
escuela y debieron haber aprendido a manejar esta
maricada allá — me contestó irritado.

—Eso me había dicho el reclutador y también los folletos
que repartían en Bogotá, pero lo más cerca que estuve de
un computador fue en la sala de sistemas, cuando
trapeaba el piso —le respondí con una sonrisa.

—Bien, parece entonces que me va a tocar repetir este
documento más tarde. —Señaló resignado mientras
tomaba asiento frente a un detector de frecuencias
radiales—. Usted aplástese ahí y observe cómo se
monitorea con esta vaina, porque deberá reemplazarme
cuando yo esté por fuera recolectando información.
Me senté en una butaca ubicada cerca a la puerta,
mientras el sargento me explicaba cómo diferenciar una

125

frecuencia de radio enemiga de una frecuencia comercial.
Pasaron los minutos y el sargento continuaba girando la
perilla de las frecuencias, repitiendo en cada una de ellas:
“¡esta hijueputa no es!”. Un poco aburrido, empecé a
escudriñar el lugar mientras escuchaba lo que el sargento
decía. En aquel cuarto se encontraban varios archivadores,
dos mesas de madera pegadas a la pared atiborradas de
carpetas, libros y hojas sueltas y también dos máquinas de
escribir viejas, una docena de walkie talkies cargando y en
el centro del cuarto, una mesa de hierro con dos sillas.
—Ahí es donde hacemos las entrevistas para sacar
información de inteligencia como la que hay allá. Vaya y
écheles un vistazo —dijo el sargento, señalándome unas
carpetas rojas que había sobre una de las mesas pegadas a
la pared, mientras él continuaba buscando la frecuencia
enemiga. En silencio, acerqué la butaca a la mesa indicada
y empecé a leer las últimas informaciones de inteligencia.

Habían pasado tan sólo unos pocos meses desde que las
FARC habían realizado su Octava Conferencia Estratégica,
donde habían sentado las bases políticas y militares de la
siguiente década. En ésta, se habían propuesto salir de las
selvas a conquistar toda la cordillera oriental antes de saltar a
Bogotá con una operación militar de grandes proporciones.
Buscaban formar una especie de anillo alrededor de la capital
e irlo estrechando a través del tiempo, con la ayuda de la
población. Sabían perfectamente que sin el apoyo rural y el
de los pobres de la ciudad marginados en las periferias,
difícilmente podrían acercarse al poder central; el cual
siempre ha estado protegido por miles de soldados y policías.

Asaltar esta ciudad, era una meta difícil pero no
imposible; el abandono estatal jugaba a su favor. Sabían

126

que haciendo presencia continua en la zona, los
habitantes terminarían por aceptarlos. La estrategia de ir
acorralando a Bogotá se planeó a largo plazo, sin prisa,
para no desgastarse militarmente y sin tener que
descuidar las regiones que ya dominaban. De los escasos
cinco mil combatientes que tenían las FARC en ese
entonces, habían destinado el 50% a este objetivo, pues
todo lo que tenían que hacer era patrullar, repartir
propaganda, reclutar jóvenes, extorsionar a los ricos y
esporádicamente atacar a la policía o al ejército para
mantener su imagen intimidadora. Para esto, se habían
estructurado en bloques, equivalentes a un batallón de
soldados, divididos en pequeñas células de cinco a nueve
hombres. De esta forma pudieron controlar más territorio
y ocultarse más rápidamente cuando eran perseguidos por
el ejército. Su táctica estaba siendo tan exitosa que la
policía de los pueblos se vio obligada a encerrarse
mientras el ejército permanecía desorientado. Un día
aparecían en un pueblo y cuando llegaban los soldados, ya
estaban en otro, dando la sensación de que eran miles o
fantasmas.

—De algo sí puedo estar seguro —me explicó luego el
sargento cuando le pregunté qué pensaba—, esos hijos de
puta son habitantes de la región que se reúnen para atacar
al ejército o cuando quieren tomar algún poblado; es por
eso que no los podemos ubicar, porque esconden el
armamento y el camuflaje y continúan como campesinos.

—Si viven en la región, sería más fácil capturarlos… ¿no?
—inquirí sagazmente.

El sargento soltó una apretada risa, medio abriendo la
boca —cómo se ve que usted está recién desempacado.

127

Recolectar información en el área rural es como buscar
una aguja en un pajar; casi todos los campesinos se
guardan lo que saben porque no tienen idea con qué grupo
armado están hablando, si con el ejército, los paras, los
narcos o con la misma guerrilla. Ellos se cuidan mucho de
abrir la boca con el grupo equivocado.

—Así está difícil la situación, mi sargento —le contesté
absorto—. Será por eso que me enviaron a esta oficina,
¿para ir a recoger información en las fincas?

—No lo creo joven, tiene que aprender algunas tácticas,
primero y coger un poco de experiencia; de lo contrario lo
descubren fácil y le quiebran el culo sin lástima —me
respondió sin mirarme y aún dándole vueltas a la perrilla
del rastreador de señales de radio—. Usted empieza
haciendo contrainteligencia, luego miramos si puede salir
a zonas peligrosas. Por ahora, aprenda la jurisdicción del
batallón. Esta noche le hago una lista de labores.

Al día siguiente, tenía una lista de los primeros blancos de
la contrainteligencia: averiguar quién metía prostitutas al
batallón, qué esposas eran infieles y con quién y por
último, quienes eran los que se orinaban en la piscina del
casino de suboficiales. Al principio pensé, que era una
broma del sargento, “el bautizo”, como se dice en el
ejército cuando se ingresa a un nuevo trabajo. El primer
día no hice más que reírme del tipo de misiones que me
habían encomendado. Al segundo día, estaba preocupado
porque no sabía qué hacer y andaba de arriba para abajo
con una libreta de notas bajo el brazo.

—¡No sea tan huevon! —me gritó el sargento cuando me
vio interrogando a un soldado que estaba de centinela en
el casino de oficiales—. Todo lo que tiene que hacer es
128

escuchar y observar; esa es la clave. No se afane, que las
pistas van llegando. Usted no puede hacerle preguntas a
nadie hasta que no confirme quién es. Si éste es el
enemigo, le va a quebrar el culo a penas usted le dé la
espalda.

Siguiendo los consejos del sargento, tardé dos semanas en
esclarecer las interrogantes. A ratos, pensaba que esta
investigación seguía siendo una broma de principiante,
pero la seriedad con la que el capitán y el sargento me
pedían un reporte diario de actividades me indicaba que
algo debía aprender con esta misión. Al final, pude
establecer que ningún oficial o suboficial metía prostitutas
al batallón, sino que estas entraban solas durante las
visitas a los soldados y bastaba que ellas le sonrieran a
alguno de ellos para terminar en los dormitorios de los
casinos. También pude descubrir que quienes se orinaban
en la piscina eran los soldados de la guardia nocturna de
los mismos casinos. Lo hacían por venganza con los
comandantes. Acerca de las esposas infieles, me negué a
reportar que uno de mis compañeros era quien tenía un
amorío con la esposa de un capitán que se encontraba
patrullando las montañas del Tolima. Según Lizcano, se
habían conocido en una discoteca del pueblo la misma
semana en que llegamos.

Cuando le entregué al sargento mi reporte final, este
simplemente sonrió, lo tomó y, sin mirarlo, lo rompió
diciendo:
—Estos chismes maricas no le importan a nadie; lo que
importa es que haya aprendido algo para cuando salga
hacer inteligencia de combate. Para mí, usted está listo,
ahora preséntesele al capitán, que lo quiere ver.

129

Aunque el sargento parecía satisfecho con mi labor y se
mostraba alegre cada vez que nos veíamos, esta vez le
noté un tanto serio y cortante con sus palabras. Por
muchos años había trabajado solo; lo prefería así. Decían
que después de ser capturado y torturado por la guerrilla
en una misión, había perdido el sentido del humor y
desconfiaba de todas las personas, hasta de los mismos
soldados. Por mucho tiempo, yo había sido el único que le
había hecho reír con mis novatadas.

—Tome asiento, viejo Tamayo, que necesito establecer si
usted califica para una nueva misión —me dijo el Capitán
minutos después de haber hablado con el sargento—.
¿Dígame qué edad tiene usted?

—Diecinueve, mi capitán.

—Está usted muy joven todavía, pero me dice el sargento
que usted se las sabe arreglar solo y que tiene también un
buen olfato investigativo. —Hizo una pausa pensando
mientras miraba el reloj de pared que indicaba las 0825 —
¿Está listo para una misión arriesgada?, no como esas
maricadas que lo puso a hacer el sargento.

—¡Sí mi capitán, estoy listo para cualquier misión! —
respondí inmediatamente

—Yo sé que usted es un pelao verraco, pero en ésta lo va a
tener que demostrar. Le explico. El comando de la brigada
ordena la presentación allí de dos hombres por batallón
para crear un grupo especial, no sé para qué, de pronto
para localizar las células guerrilleras que andan por todos
lados. De este batallón iremos usted y yo. El sargento
Bermúdez se queda encargado de la sección segunda.
Espero no me defraude; usted me cae bien porque tiene

130

carácter y muchos deseos de aprender sobre la guerra.
Empaque ropa para unos diez días y a las quince horas se
me presenta aquí, para irnos juntos.

—Como ordene, mi capitán —respondí emocionado.

Sonriente, me dirigí al casino donde en nombre de mi
buena suerte, me tomé una cerveza brindando con el
cantinero. Aunque la situación lo ameritaba, esta vez tomé
sólo una cerveza, pues más tarde debía verme nuevamente
con el Capitán.

Mientras bebía a pequeños sorbos, pasó por mi mente una
infinidad de escenas de espionaje, de esas que crea
Hollywood. Creía ingenuamente que así mismo se
desenvolvía la realidad y que igual que en las películas, yo
sería uno de los héroes. Me imaginaba siendo parte de Los
Doce del Patíbulo, aquellos hombres valientes que
infiltraron a los alemanes durante la Segunda Guerra
Mundial. Extrañamente, sentía miedo y emoción a la vez;
tenía miedo de afrontar lo que hasta ese momento había
escuchado en historias y emoción de saber que sería
admirado y respetado por ser parte de una operación de
inteligencia militar. Ya era un adulto con responsabilidades
muy importantes que traerían consecuencias en la vida de
otros, pero mi imaginación y comportamiento aún seguían
siendo de adolescente. Sería también por el efecto del
alcohol que salí del casino sin que el cantinero se diera
cuenta y, oculto entre los matorrales, llegué hasta mi
habitación, sin que el guardia se percatara. Con calma
empaqué mis pertenencias en la misma tula con la que
había llegado. Luego me senté a esperar a que llegara la
hora de reunirme con el capitán. 




131



CAPÍTULO IV





LA MANO NEGRA

Sicario




A las 14.45, usando jeans y camiseta, salí de mi habitación
de la misma forma que había entrado, sin que me viese el
centinela, pero esta vez cargando una tula verde con todas
mis pertenencias. Cuando llegué a la oficina del capitán,
estaba hablando por teléfono. Me miró enojado,
haciéndome señas de que cerrara la puerta y esperara
afuera mientras él terminaba la llamada y se cambiaba de
ropa. Media hora después, salió apurado aún en uniforme:

—¡Qué desgracia! Debo estar recordándole a mi señora,
que no se me gaste el puto sueldo en peluquería y
maricadas de belleza. Tengo que explicarle todo lo que no
puede hacer. Y usted, ¿ya alistó todo lo que va a llevar? Ya
nos vamos.

—Sí mi capitán, aquí tengo mi tula con todo lo que
necesito para diez días, como lo ordenó.

—Usted sí es muy huevón hombre. ¿Cómo se le ocurre
llevar una tula militar a una operación en cubierto? Si no
tiene una maleta o un maletín de espalda, vaya a toda
prisa y consígalo prestado. Lo espero aquí mismo en
veinte minutos.
Cuando regresé con el maletín de espalda que me había
prestado Lizcano, el capitán ya estaba vestido de civil

133

frente a las oficinas de comando, cargando una pequeña
maleta de mano y bajo el brazo un manojo de papeles.

—Ahora tome estos documentos y espéreme aquí mientras
le informo a mi coronel que ya salimos, y no se mueva de
este sitio que no tarda en llegar el carro que nos llevará
hasta la estación de transporte.

A su retorno, pasados unos diez minutos, ya estaba listo el
automóvil que nos llevó al terminal, donde tomamos un
bus público directo hacia la ciudad de Ibagué. Sin cruzar
palabra, para no despertar sospecha entre los otros
pasajeros, llegamos tres horas después a la estación de
transporte, justo cuando el sol empezaba a ocultarse.

—A esta hora las oficinas de la brigada están cerradas y la
reunión con mi general debe ser en la mañana o quizás el
lunes, porque hoy ya es viernes; así que no hay prisa —me
explicó el capitán y luego salimos del terminal caminando.

En pocos minutos estábamos en el centro de la ciudad,
mirando vitrinas y comprando algunos útiles de aseo que
cada uno necesitaba. Pese a que andábamos juntos no
cruzamos palabra alguna; yo simplemente le seguía y
esperaba que él me preguntara algo. La relación jerárquica
entre las filas militares se considera sagrada; es un
irrespeto que un subalterno sea quien busque iniciar
alguna conversación.

—¿Cuándo fue la última vez que comió bagre? —me
preguntó el capitán, mientras observaba a una mujer
semidesnuda recostada sobre el marco de una puerta
entreabierta. Al fondo, detrás de ella, se veían luces rojas.

Yo me quedé en silencio observándole, tratando de
entender lo que había dicho. Esta expresión, muy usada
134

entre los soldados antiguos, era la primera vez que la
escuchaba. Pensaba que estaba hablando de comida, ya
que era la hora de cenar, pero me confundía el hecho de
que él aún seguía mirando a la mujer con cierto morbo.

—¿Usted como que no sabe ni siquiera de qué estoy
hablando? —preguntó riendo. Yo me voy a quedar por aquí
saludando a unas primas. Usted siga con mis cosas para la
brigada y pídame un cuarto en el casino de oficiales. Otra
cosa, váyase en taxi, no sea que lo atraquen y le roben mi
maleta. También apunte las placas del carro que eso nos
sirve para ir legalizando los gastos de este viaje.

Pasados quince minutos, estaba descendiendo del taxi, a
unos pocos metros de la entrada de la brigada, donde se
encontraban varios soldados detrás de unas barricadas.
Uno de ellos me hizo señas que dejara las maletas en el
piso y me acercara a él mostrándole las manos. Al
terminar de verificar mi identidad militar, me envió donde
el comandante de guardia, un sargento de baja estatura y
prominente barriga.

—¿Viene usted sólo o con alguien más? —me preguntó el
sargento.

—Vengo con alguien más, mi sargento —le contesté—, con
mi Capitán Téllez, pero él llegará más tarde; se quedó de
compras en el centro de la ciudad.

—¿De compras? —exclamó sorprendido— Mi general
atenderá a las 1900 a toda la gente que ha estado llegando
y ya son las 1830, ¿dónde se quedó?, para enviar un
soldado a avisarle.

—La verdad, mi sargento —le confesé apenado por
mentirle—, él dijo que iba a saludar unas primas y se metió
135

fue a un putiadero cerca del terminal.

—¡Qué hombre tan cochino! —aseveró el sargento riendo
— Ya sé dónde está, donde las paisas, unas putas baratas
de la galería. Usted, mi cabo, no se preocupe y siga para el
comando, que allá se están reuniendo todos los que llegan.
Mientras tanto, yo mando a llamar al capitán.

Siguiendo las indicaciones del sargento, llegué hasta las
oficinas del comando de la brigada. Los soldados que
custodiaban la entrada a la oficina del general Quiñónez
me indicaron que continuara hasta la sala de guerra
ubicada al fondo de un pasillo de oficinas. Al entrar, hallé
a varios hombres alrededor de una larga mesa de
conferencias. Todos estaban de pie, hablando y riendo en
pequeños grupos. La mayoría parecían simplemente
civiles, con barba y cabello muy largo para ser militares.
Con delicadeza cerré la puerta de dos alas y con la vista
busqué el sitio más apropiado para dejar mi maleta y la del
capitán. A mi derecha, junto a la puerta, vi otros equipajes
apilados contra la pared. Al parecer todos los presentes
habíamos recibido las mismas instrucciones.

—¿De qué unidad viene usted? —me preguntó uno de los
hombres del grupo más cercano.

—¿Yo?—tímido, me señalé a mí mismo. Todos los
presentes quedaron en silencio en espera de la respuesta.

—¡No!, el que está a su lado con cuernos —dijo el mismo
hombre.

—Ahhh, yo, sí… yo soy el cabo Tamayo y vengo con mi
capitán Téllez en representación del Batallón Patriotas.

El hombre rió —¿en representación del Patriotas? Como

136

en los reinados de belleza —expresó burlonamente. Bien,
dejémoslo así entonces. ¿Y dónde está el otro
representante?

—Mi Capitán Téllez está en camino; no tardará mucho en
llegar ¿Y usted quién es? —inquirí un poco disgustado; no
me había agradado la forma en que este hombre parecía
menguarme.

—Yo soy el sargento Guzmán y vengo del Batallón
Ayacucho —explicó mientras se acercaba a mí con la mano
extendida. Al parecer notó mi disgusto.
—Estaba enterado de que veníamos dos por batallón a
conformar un grupo especial, no sé para qué. —Cambié mi
actitud hacia él, estrechando su mano. La experiencia con
el administrador del casino me había dejado prevenido y
esa vez no pensaba inclinar la cabeza.

—¿Usted sabe si ya llegaron todos?

—Creo que ustedes son los últimos en llegar —me
contestó, esta vez de forma más amigable— pero no sólo
venimos los del B-2; también hay gente del F-2.
—¿De la policía? Parece que la cosa va en serio —señalé,
sorprendido.

—Y muy en serio porque salimos esta misma noche. Hace
unos minutos vino un mensajero de mi general diciendo
que tuviéramos las maletas a la mano. Así que, también se
nos perdió la comida —respondió, sobándose el abdomen.

Eran las 1905 cuando el capitán ingresó al sitio, agitado y
masticando una cebolla roja, buscando esconder su aliento
a licor.


137

—¡Vida hijueputa, yo pensé que esta reunión sería ya el
lunes en la mañana! De suerte, sólo alcancé a tomar tres
tequilas.

El general no había llegado aún. El capitán fue a su maleta
y sacó de ella el manojo de documentos que traía desde su
oficina. Mientras los extendía sobre la mesa, me pidió que
le actualizara de algún tema o suceso que hubiese ocurrido
durante su ausencia. No había mucho que decir, sólo lo
que había dicho el sargento Guzmán. Al terminar de
organizar los informes de inteligencia por fecha y sitios de
ocurrencia, fue a saludar a todos los presentes. Mientras lo
hacía, se abrió nuevamente la puerta. Apurado, entró un
mayor y nos ordenó tomar asiento, el F-2 en un costado de
la mesa, el B-2 en el otro extremo. Éramos exactamente
veinte hombres en total: ocho policías y doce soldados.

El mayor se presentó de manera breve como el encargado
de la inteligencia militar a nivel de brigada y luego abrió
unas pesadas cortinas, dejando al descubierto un mapa
gigante del departamento del Tolima, atiborrado de
chinches de papelería y varias áreas encerradas con una
línea roja.

—Mientras llega mi general, vayan ustedes grabándose los
sitios encerrados con marcador —dijo el mayor, al tiempo
que organizaba varias carpetas que luego entregó a cada
uno de nosotros.

El reloj marcaba las 1932 cuando entró el brigadier general
acompañado de dos tenientes coroneles. Pese a su figura
de mestizo corriente, se veía imponente, moviéndose con
cierto despotismo. Se paró justo al lado del mapa y esperó
en silencio a que todos en la mesa nos presentáramos
individualmente, manifestándole qué grado teníamos,
138

cuánto tiempo llevábamos en el ejército y por último, lo
que hacíamos cada uno en la unidad de donde veníamos.
Mientras escuchaba, el general se paseaba de derecha a
izquierda mirando la punta de sus zapatos, como si
estuviese analizando nuestro perfil profesional.

—Me gusta lo que acabo de escuchar, excepto lo que dijo el
cabo recién graduado – afirmó el general sin mirarme.
¿Usted qué tiene que decir capitán Téllez?, en vista que
fue usted quien lo trajo.

—Al cabo Tamayo lo conozco bien mi general; lleva varias
semanas trabajando conmigo y sé que es un excelente
soldado. Va a sernos de gran ayuda en esta operación —
respondió el capitán, seguro de sus palabras.

El general pensaba que por mi juventud, yo no
armonizaría con los experimentados sargentos y policías
que estarían en esta operación. El único cercano a mi edad
era el teniente Toloza, quien llevaba dos años al mando de
un equipo de inteligencia militar.
—Bueno, el cabo es su responsabilidad de todas formas
capitán —continuó el general—, lo importante ahora es
que ustedes sepan que éste no es un ejercicio militar
cotidiano; esto es una operación fantasma. No hay orden
operacional ni verbal, pero el objetivo sí está claro: dar de
baja a todo sospechoso de ser guerrillero, incluyendo
auxiliadores y promotores del comunismo en las escuelas.
No se pueden identificar o dejar reconocer como militares
y policías, sino se nos viene el mundo encima con esas
putas Organizaciones de Derechos Humanos. Debe
parecer que son venganzas personales o un conflicto de
mafias y para que no haya confusión con la policía,
tenemos aquí también al F-2; ellos saben operar en el
139

casco urbano mejor que nosotros y estarán apoyándolos
en esta misión.

El general guardó silencio por un momento, como
tratando de recordar algo más que quisiera decir, luego
nos miró:

—¿Alguna pregunta? —todos permanecimos callados—.
La instrucción era obvia y si había alguna pregunta, era el
Capitán quien debía hacerla, pues él era el hombre de
mayor rango de todos los que habíamos llegado para tal
misión.
—Si no hay preguntas, entonces los dejo con el coronel
Villamizar, jefe de operaciones de la brigada. Él les seguirá
explicando los detalles —concluyó y salió a paso largo del
sitio, seguido por el segundo coronel.

Inmediatamente, el coronel Villamizar tomó el lugar del
general, sacó del bolsillo del pantalón lo que parecía ser
una antena de carro, acomodó sus gafas de aumento sobre
la nariz y empezó hablar de forma pausada, al tiempo que
apuntaba algunos pueblos sobre el mapa.

—En estos dos lugares fue donde se presentaron las
últimas acciones guerrilleras, con tan sólo dos días de
diferencia. La distancia entre estos pueblos, Planadas y
Campo Alegre, es aproximadamente dieciocho kilómetros
en línea recta. Cuando ocurrió el último ataque, el de
Planadas, moví las tropas más cercanas para cercar el área
y también envié un helicóptero a sobrevolar la misma. No
había forma que un grupo de más de cincuenta hombres,
según las informaciones, se hubiera podido escapar sin
dejar rastro. Por eso llegamos a la conclusión de que se
ocultan entre los habitantes o son los mismos habitantes

140

los que conforman ese grupo guerrillero. Ahora bien —
indicó el coronel, mientras nos entregaba a cada uno
varias copias de los últimos informes del área en cuestión
—, la red de inteligencia ha recopilado los datos de
algunas personas que sospechan de ser parte de este
grupo. Incluso, hay información que algunos de ellos se
cambiaron de ropa en el mismo pueblo de Planadas,
después de atacar la estación de policía y se quedaron ahí
mismo tomando cerveza en uno de los bares. Pero como
no hay evidencia, no los podemos capturar. —Hizo una
corta pausa, organizando la frase que iba a decir—. Aquí es
donde entran ustedes, a hacer lo que no se puede hacer
estando uniformados.

Después del coronel, quedamos bajo las instrucciones del
capitán; ahora era él quien sostenía la Carta a García. Nos
organizamos entonces en cuatro equipos de cinco
personas: Vulcano 1, Vulcano 2, Vulcano 3, Vulcano 4.

En cada unidad habría dos agentes de policía y tres
militares. A partir de ese momento se impusieron varias
reglas; ni afeitarnos, ni cortarnos el cabello. Tampoco
podíamos llamarnos por el apellido, como se hace en la
milicia. El capitán se encargó de ponernos apodo a los
militares; los policías ya traían los suyos.

Mi grupo quedó conformado de la siguiente forma:
capitán Téllez (el patrón), sargento Guzmán (Quemado,
por su oscura piel), cabo Tamayo (lamparita, por mi pálido
rostro), agente de policía Martínez (Chunchurria), y agente
Pedraza (Popeye). En la distribución de áreas para operar,
a mi grupo le correspondieron las localidades de Lérida,
Ambalema, La Sierra, Beltrán, Cambao, Armero y
Guayabal. A los otros grupos, les correspondió operar en

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municipios pertenecientes también al departamento de
Tolima y en algunos otros pueblos limítrofes. Tanto el
general como el coronel entendían que para que la
operación fuese exitosa, tendríamos que salir de la
jurisdicción de la brigada a departamentos donde no había
ninguna coordinación con la policía, pero debíamos llegar
hasta donde nos llevaran las informaciones. El mayor
temor del general, era que los policías de estos pueblos,
que no tenían ninguna comunicación con el F-2, nos
enfrentaran a tiros pensando que éramos guerrilleros o
cuatreros.
Alrededor de las 2130, después de comernos un sándwich
—que nos envió el general—, salimos en fila detrás del
mayor Zapata, jefe de transporte y armamento de la
brigada. Zapata había llegado cuando el coronel estaba
hablando y se había sentado en una esquina a
observarnos.

—A mí sólo me queda desearles suerte y mi apoyo para lo
que les pueda servir en esta misión —dijo el mayor cuando
llegamos al depósito de armas—. Por ahora, los dejaré
veinte minutos en el depósito para que elijan el
armamento que van a llevar; luego los espero en el hangar
de transportes para que reciban los vehículos y, por favor
me dejan los documentos militares con el sargento que
custodia este almacén.

A pesar del moderno armamento que guardaban con
recelo detrás de unas rejas, el mayor nos había dejado en
claro que nuestras opciones estaban al otro extremo, en
las armas tradicionales tales como revólveres, pistolas,
fusiles, sub-ametralladoras y granadas de mano. Para tan
especial misión, me decepcionó el hecho de no poder usar

142

el nuevo armamento que sólo había visto en ciertas
ceremonias militares.

—Esos fusiles con mira telescópica y lentes de visión
nocturna son para usar únicamente el 20 de Julio, en el
desfile de la independencia —me explicó el capitán
cuando le pregunté el por qué—. Recuerde que somos un
ejército pobre y no tenemos para todos los soldados todo
este material, entonces se usan para el espectáculo, para
que las guerrillas y los civiles piensen que estamos bien
armados y equipados —dijo y soltó una carcajada.

—No importa, para sicariar, con esto es suficiente —
exclamó Chunchurria, besando el cañón de una pistola
Beretta 9mm.

—Yo si no doy papaya —intervino el sargento Guzmán,
colgando a la espalda un fusil y al cinto un revólver y
varias granadas—; yo me siento más seguro así.

De acuerdo con lo que íbamos hacer, lo óptimo era usar las
armas cortas, como lo había dicho Chunchurria basado en
su experiencia, pero en aquellas circunstancias mi única
referencia para el combate era el sargento, así que, como
él, me apoderé de varias armas y me llené los bolsillos de
granadas, mientras el capitán me observaba riendo. Al
quedar todos satisfechos con el tipo de armas que
habíamos elegido, empezamos a caminar hacia el hangar
de transportes donde nos esperaba nuevamente el mayor
Zapata, con los vehículos y dinero en efectivo.
Mientras seguía los pasos del sargento, me sentía algo
extraño con la situación. Aunque estaba al lado de la ley,
distinguía que íbamos a hacer algo ilegal. Desde que
llegamos a la reunión con el general, todos los

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comandantes nos daban instrucciones evitando usar la
palabra “orden”; de esta forma no les traicionaría el
subconsciente al momento de negar que estábamos
actuando bajo instrucciones. El encargado de custodiar las
armas abrió las celdas y se marchó; así podría decir que no
estábamos autorizados para sacar las armas que
llevábamos. Lo mismo ocurrió con el administrador de
transportes; simplemente nos entregó las llaves de una
camioneta LUV, un Jeep Trooper y una motocicleta de alta
cilindrada diciendo: “los tanques están llenos y los
vehículos en buenas condiciones; los dejan aquí mismo
cuando terminen la vuelta que van a hacer”.

Hasta el comandante de guardia se había hecho el
desentendido cuando cruzamos a toda velocidad frente a
él, sin parar siquiera para reportarle quienes éramos. Así
funcionan muchas de las misiones dadas con la “Carta a
García”. Si nuestras acciones hubiesen sido develadas por
algún medio de comunicación, con seguridad los únicos
responsables hubiésemos sido el capitán, el sargento
Guzmán, el soldado que quitó el cono de transito cuando
salimos y yo. Seríamos las manzanas podridas de la
institucionalidad.

Casi dos horas después de dejar las ruidosas calles de
Ibagué, llegamos a una estación de gasolina a las afueras
del municipio de Ambalema. En la camioneta LUV iban
Chunchurria y Popeye, en el Trooper el Patrón y Quemado.
Mientras yo, Lamparita, conducía la motocicleta. Por
fortuna la estación estaba cerrada, así que aguardamos allí
nuevas instrucciones.

—No tan de prisa señores —intervino el capitán cuando
Chunchurria estaba reclinando la silla del vehículo hacia

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atrás—, recuerden que aquí es el primer trabajo.

—Entendido mi capitán —contestó Popeye tapándose la
cara con la gorra de béisbol que llevaba—; mientras llega
el informante, nosotros dormimos un rato porque esta
noche va a ser larga.

—¡Tamayo! —seguidamente ordenó el capitán— Usted que
puede pasar más desapercibido en la moto, vaya al parque
central; en la esquina junto a la iglesia hay una tienda
donde venden víveres y cerveza. Ahí localice a un hombre
de ruana blanca y de sombrero café; debe tener como
sesenta años. Para que no lo confunda, él dijo que iba a
amarrarse una pañoleta negra alrededor del sombrero.
Disimuladamente, dígale que llegó el primo y que está
esperándolo en la bomba de gasolina.

Tan pronto recibí la instrucción, salí velozmente en busca
del individuo. Cuando llegué al parque, estacioné la
motocicleta al frente de la iglesia y caminé hasta el lugar
indicado. No fue difícil hallarle; estaba sentado en una
mesa ubicada sobre el andén, aferrado a una botella de
cerveza y mirando fijamente hacia la parte más alta de la
iglesia. Mientras caminaba, iba pensando en la manera en
que debería acercarme a él sin despertar sospechas; ambos
sabíamos que en cada negocio alrededor del parque debía
haber guerrilleros vestidos de civil. Sin mirar atrás ni a mis
costados, llegué hasta el mostrador de la tienda; compré
una cerveza en lata y luego me regresé pasando frente a la
mesa donde se hallaba el informante. Con nerviosismo,
tropecé intencionalmente con la mesa y al mismo tiempo
dejé caer mi cerveza.

—Tenga cuidado joven —me dijo el hombre en tono muy
serio.
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—¡Disculpe señor! —le manifesté, y mientras me inclinaba
a recoger la cerveza, le pregunté:

—¿Está usted esperando algún primo?
—Sí —respondió en susurro—, ¿dónde está?

—En la bomba de gasolina —le dije también en voz baja.

No respondió; sólo me miró y, con un corto movimiento
de cabeza, me señaló a varios hombres que estaban
sentados en una mesa cerca del baño, también bebiendo
cerveza.

En silencio, salí de aquel lugar hacia donde había dejado la
motocicleta. Esperé por unos minutos mientras mis
sentidos se familiarizaban con el lugar y luego regresé a la
bomba de gasolina. Pasados unos quince minutos arribó el
informante, también en motocicleta.

—Bueno hermano, pásenos el dato rápido, a ver si
terminamos pronto para irme a dormir porque esta
semana no he hecho más que trasnocharme —le pidió el
sargento al informante.

—Después de lo que le traigo, va a dormir mejor —le
contestó el informante–; los guerrilleros que quieren
están sentados en la misma mesa; este joven sabe
exactamente adónde —dijo señalándome.

—¡Perfecto! —exclamó el capitán— Lamparita, que es el
que sabe la ubicación de los blancos, va con Quemado.
Dan de baja a todos los de esa mesa y salen derecho hacia
Cambao. Allá nos vemos, ¿de acuerdo? —Me miró
levantando las cejas.
–¿Yo?... ¿yo? Mi capitán… —respondí con la voz

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entrecortada, evidentemente acobardado.

No había tiempo que perder, mientras el capitán discutía
el pago de la información y Quemado revisaba su pistola,
yo trataba de encender el motor. Hice varios intentos, pero
no lo lograba, estaba totalmente desfallecido con el
anuncio del capitán. Cuando por fin lo logré, Quemado me
aplaudió, saltando detrás de mí sobre el asiento.

—Usted maneje y me los señala, que yo me encargo del
resto —dijo, motivado.

Saliendo de la bomba, la rueda delantera pasó sobre una
piedra mediana. Perdí el equilibrio y caímos al piso.
Quemado se incorporó, sacudiéndose la ropa e irritado
regresó adonde estaba el capitán.

—¡Mi Capitán! Este pelao no está listo para esto. Nos salen
matando a los dos en esa tienda; yo más bien voy con
Chunchurria o Popeye. Alguno de ellos que maneje la
moto que yo hago la vuelta.

—¡Negado! —vociferó Chunchurria—, ninguno de los dos
sabemos manejar moto. Si vamos, vamos en el carro.
—Bien —medió el Capitán—, entonces vamos todos,
incluyendo el informante. Allá le pago la recompensa,
cuando el trabajo esté hecho. Mientras tanto, Lamparita
diríjase a la estación de policía e infórmeles que el ejército
está haciendo una operación encubierta, no vaya a ser que
nos los topemos de salida y toque darnos bala.

—¿Y luego que hago mi capitán? —le pregunté.

Antes de responder, me observó de forma comprensiva,
como si hubiese percibido mi choque emocional.


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—Usted pelao, permanezca allá en la estación de policía
hasta que escuche los disparos; luego salga para Lérida
que allá nos vemos.

La estación de policía estaba ubicada a dos cuadras del
parque. No fue difícil encontrarla, la bandera de Colombia
sobresalía al frente de una casa vieja rodeada de trincheras
y en cada esquina potentes reflectores que alumbraban a
quien se acercase. Pese a la popularidad en el país de las
motos como medio de transporte, también se habían
convertido en una herramienta eficaz del sicariato; por ese
motivo decidí dejar la moto parqueada a media cuadra y
llegar caminando hasta la estación de policía. En cuanto
quedé al descubierto por los reflectores, levanté las manos
y empecé a saludar amigablemente. Pasaron varios
minutos y no escuché respuesta alguna, así que me
acerqué a la trinchera frontal, donde ya las luces no tenían
efecto. Tampoco vi ni escuché a quien debía estar de
guardia y, aunque la puerta estaba abierta y había una luz
encendida dentro, no me atreví a entrar para no causar
una reacción equivocada.

—¡Alto el santo! ¿Quién vive? —salió una perezosa voz
desde la parte más obscura de una esquina de la trinchera.

—¡Soy cabo del ejército! —contesté con seguridad—,
¡vengo a hablar con el comandante!

—¡Un momento mi cabo!

Seguidamente escuché el ruido de una silla metálica al
acomodarse y el plass inconfundible de unas chancletas al
golpear el piso.

—El B-2 junto con el F-2, están realizando una operación
encubierta para dar de baja a un guerrillero que está de
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civil en el parque —le dije después de convencerle quien
era yo, pues se me había olvidado que no portaba mi
documento militar, pero supe responderle todas sus
preguntas—, así que cuando escuche los disparos, sepa que
somos nosotros.

—No hay problema mi cabo —me respondió—, para llegar
a atender un caso nos podemos tardar entre veinte y
cuarenta minutos en reunir los policías necesarios. ¿Será
eso suficiente tiempo?

—Creo que sí —le respondí con una sonrisa; no estaba
seguro si decía la verdad o su respuesta era sólo sarcasmo,
así que continuamos hablando de otros temas, hasta que
escuchamos varias ráfagas de sub-ametralladora y tres
tiros más, como de pistola.

Sentí una descarga de electricidad por todo el cuerpo; sabía
que eran ellos, pero me preguntaba quién había accionado
la ametralladora, ya que el sargento portaba sólo pistola
para cometer el crimen. ¿Acaso fue la guerrilla que les ganó
de mano y mataron al sargento? —Pensé: “¿será que voy a
apoyarlos?”. Estaba en este dilema cuando empezaron a
llegar los agentes de policía a recoger su armamento,
algunos uniformados y otros en pantaloneta. Eran los
agentes casados que vivían con sus familias alrededor de la
estación, pues en algunas zonas del país donde el apoyo a
las estaciones de policía es nulo, éstos aprenden a convivir
con las guerrillas, evitándose mutuamente y así pueden
llevar a sus familias a vivir al pueblo. Las guerrillas no
atacaban a los policías siempre y cuando éstos no
interrumpieran sus actividades logísticas urbanas. Esto era
precisamente lo que había pasado en aquel pueblo; hasta en
el mismo bar se podrían encontrar guerrilleros de civil en

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una mesa y policías de civil en otra sin que hubiese
conflicto.

—¡Despacio, despacio muchachos, que es el ejército el que
está en el parque dando bala! —repetía el centinela.

—¡Espero que no hayan matado a algún guerrillero porque
se nos jode la vida! —gritó el sargento de policía,
comandante de aquella estación, quien también vivía con
su esposa en la casa vecina.

Me disponía a salir al parque a apoyar a mis compañeros
cuando a lo lejos, casi a la salida del pueblo, escuché la bocina
de un carro, como si estuviese apurado. Instintivamente supe
que era el sonido de la camioneta LUV. Recordé que Popeye
siempre pitaba dos veces cuando tenía prisa, como en esta
ocasión. La adrenalina tomó control de mí y en minutos les
alcancé y les seguí de cerca, hasta que llegamos a Lérida, un
pequeño poblado de no más de tres mil habitantes, ubicado a
treinta y cinco kilómetros de donde habíamos partido.

Eran cerca de las 0200 y todo el pueblo estaba en calma;
sólo se escuchaban los latidos de los perros cuando
pasamos por las antiguas calles empedradas, hasta llegar
al parque. Allí nos estaba esperando un hombre envuelto
en una ruana, sentado en las escaleras de la iglesia.
Apagamos los vehículos y esperamos que el capitán fuese
a hablar con él; luego le seguimos hasta una casa grande
con patio interior, ubicada casi a tres cuadras del parque y
donde había espacio suficiente para aparcar los vehículos.
—Aquí nos quedamos esta noche —nos informó el capitán
—; este hombre tiene tres cuartos para nosotros. Así que
Chunchurria y Popeye se quedan en un cuarto, Quemado y
Lamparita en otro, y yo tomo el cuarto cerca a la calle.

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