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Published by ninivequiros, 2023-01-10 23:11:03

El Silencio de los Buenos

El Silencio de los Buenos

Lucy Molinar
EL SILENCIO DE LOS

BUENOS 1
Lucy Molinar

EL SILENCIO DE LOS BUENOS

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Lucy Molinar
EL SILENCIO DE LOS BUENOS

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Lucy Molinar
EL SILENCIO DE LOS BUENOS

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Título del Libro: El silencio de los buenos
Autora: Lucy Molinar
Primera Edición: marzo 2018
Editorial: Bioberval Comunicaciones

Concepto portada: Familia Hilaire-Molinar
Fotografía de portada: Melissa Castro

Diseño y Armada: Guillermo Gómez Hill
Corrección: Novo Art

ISBN: 978-9962-12-717-8
Fotografía: Personal

Impreso en: Nomos Impresores

Tiraje: Cuatro mil ejemplares

© El silencio de los buenos
Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por

cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la
distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público, sin autorización escrita de los titulares del

copyrigth, bajo las sanciones establecidas en la ley sobre derecho de autor.

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6

La verdad se corrompe tanto con la
mentira como con el silencio1.
—Marco Tulio Cicerón

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A Olivier, mi querido esposo; a Sebastien,
Valentine, Viviane y Matthias, mis hijos
maravillosos.

A todos los que con tanta generosidad
aceptaron el reto de trabajar conmigo en

favor de la educación panameña.

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BUENOS 5

Índice 15
21
Prólogo
Introducción: Entre el asombro y la sorpresa 27
1. La maestra Munda 33
2. Periodismo 45
3. Transición y equipo 51
4. Meduca-compra 59
5. Transformación Curricular 67
6. Los buenos del silencio 73
7. Las Regionales 81
8. Los Programas 81
83
Comité de Ética 90
Maestro Estrella
La Prueba Pisa 200 y el SECE 114

Aumento y Evaluación
92 Red Nacional de Español

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Las Otras Redes 118

Red Nacional de Ciencias 120

Robótica 122

Encuentro Internacional sobre Tecnología Educativa 125

Red Nacional de Docentes de Arte 127

Red de Educación Física 127

Red Nacional de Matemáticas 127

Unidad de Idiomas 129

Entre Pares 132

Cuerpo de Solidaridad Informática 135

Líderes dejando huella 136

Gabinete Psicopedagógicos 140

Juegos Florales 142

Escuela para padres 143

9. Programa de Vacantes en Línea 147

10. Los gremios 151

11. Las universidades 157

12. Ingeniería 165

Una pelea en equipo 171

Institutos Técnicos Superiores

173

13. BID y Banco Mundial 175

14. Educación y política 193

La destitución de Varela 195

Mi renuncia 201

Zona Libre de Colón: la venta de tierras 202

15. Las demandas 205

La comida deshidratada 205

Granos para la verdad 207

Mochilas cargadas de sorpresas 208

Mejor música que fabricar un acusador 214

16. Ironías 223

Amigos de la silla 223

Las trenzas 224

Unas relaciones particulares 226

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EL SILENCIO DE LOS
BUENOS 7

17. Epílogo 229
18. Notas 237
19. Índice Onomástico 241

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Prólogo

La descalificación es hoy, en América Latina, uno de los instrumentos de la
agenda política, y algunos medios de comunicación, como los ejércitos en su
momento, podrían estar desarrollando un ilícito que atenta, no solo contra
la dignidad de las personas, sino contra los cimientos mismos de la
democracia.

La lucha contra la pobreza, por los derechos humanos o el Estado de
derecho parecen eufemismos en una batalla de poder donde todo cuenta y
todo vale con tal de anular en el adversario sus mejores cualidades. No
importa los medios sino el fin, y la división, la intriga, la calumnia, la mentira
o el cinismo político se han convertido, en muchos de nuestros países, en
herramientas de esos conflictos, ampliamente utilizadas a través de los
modernos mecanismos que hoy aporta la tecnología.

Es posible que no haya novedad en esto, pero en la actualidad política
panameña se registra una forma comunicacional despojada de escrúpulos,
con nuevas plataformas de respaldo, que a la vez que hablan de la

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determinación de quien las profesa, expone su debilidad y su decisión de
recurrir a lo que sea, con tal de imponerla.

En el caso que presento a continuación: mi caso; que con seguridad se
reproduce en algunas realidades de América Latina, la descalificación arde
como chispa en hierba seca, un caos ante el cual el silencio solo puede ser
complicidad.

Entre 2009 y 2014, ejercí como ministra de Educación del Gobierno del
presidente Ricardo Martinelli Berrocal, controversial figura sobre la que se
han dicho muchas cosas, pero con certeza nada de las que aquí encontrarán.

Apliqué desde esa posición, metodologías de las cuales procuré apartar
la política partidista; logré masivas incorporaciones de estudiantes,
educadores y padres de familia en casi todos los programas que desplegó el
Ministerio en ese período, y obtuve logros significativos; realicé licitaciones
millonarias sobre las que nada ni nadie pudo presentar objeciones; y
logramos como equipo reconocimientos internacionales importantes.

En junio de 2014, asumió la presidencia de Panamá el ingeniero Juan
Carlos Varela Rodríguez, quien, en el período 2009-2014, había sido
vicepresidente electo de Ricardo Martinelli. Después de 26 meses de
gobierno, la lucha de poder produjo una ruptura que implicó la salida de
Varela Rodríguez del Gobierno y convirtió a los aliados de antes en enemigos
irreconciliables.

Varela ganó las elecciones de mayo de 2014-2019; pero en lugar de
transformar su período en una jornada de trabajo que diera continuidad a
las realizaciones de su antecesor o que las superara, desde el primer día
marcó una estrategia en la cual constituyó punta de lanza el Ministerio
Público, encabezado por la abogada Kenia Isolda Porcell, en lo que
irónicamente llamaron: «Lucha contra la corrupción».

Aquí es necesaria una aclaración. Como en todos los gobiernos de mi
país, y seguramente como en muchos de la región, la corrupción es un
flagelo que degrada a nuestras sociedades, limita a los gobiernos, drena sus
recursos, y son las mayorías empobrecidas las que terminan cargando con
las peores consecuencias. Por más riquezas con que cuenten nuestras
naciones, la pobreza y la extrema pobreza siguen creciendo
exponencialmente, indicativo de que, de los recursos destinados a
combatirlas, algo se queda en el camino… o se lo quedan.

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Las autoridades que siguen se convierten en entes indiferentes y la
ciudadanía debe mirar, frustrada y burlada, la impunidad que se impone.
Ironía lamentable si se recuerda que en la batalla que se libró a finales de los
años 80 del siglo pasado, la sociedad panameña demandó con énfasis el cese
de la impunidad.

En 2014, cuando la administración Varela levantó la bandera de la
anticorrupción, la sociedad panameña miró su gestión con alivio y hasta con
cierta esperanza. Y era correcto lo que hacía, porque pese al enorme recurso
que ha incorporado el canal de Panamá a la economía nacional desde el año
2000 y que en los últimos diez años ha ubicado a nuestro país entre los de
mayor crecimiento en América Latina, un 16.6 por ciento de panameños vive
en extrema pobreza; o sea, 508,700 personas2.

Desde que Panamá entró en democracia en 1990, se han hecho
señalamientos de corrupción a todos los gobiernos, pero hubo pocos
sancionados. Por eso comprendo que una mayoría importante aplaudiera la
decisión de la administración Varela de perseguir el delito. Lo que sucedió,
sin embargo, es digno de documentarse, porque una cosa fue el enunciado
y otra la forma cómo se encarnó a lo largo de todo su quinquenio, tanto que
sospecho que sus acciones en este campo ya forman parte de las agendas
de lucha de la sociedad civil.

Perseguir la corrupción no significaba violentar el Estado de derecho,
sino utilizar las herramientas de las que nos provee para resolver esos casos;
nunca debió traducirse tampoco en aplicar una justicia selectiva y utilizarla
como instrumento de venganza; menos paralizar proyectos que hacen que
el Estado pierda millones de dólares, y que se desatiendan temas tan
sensibles para la sociedad como los de la salud y la educación. Hacerlo, es
un crimen por el que alguien debe responder.

La batalla de nuestras sociedades por superar un estado deplorable no
debe ser moneda de cambio en la lucha de facciones políticas y menos ser
rehén de la batalla de grupos económicos.

Jamás me opondría a la sanción merecida que se debe aplicar a aquellos
que roban al Estado. Tampoco me sumo a quienes, sin respetar ni esperar
las conclusiones de la justicia, se convirtieron en jueces prematuros. A
Ricardo Martinelli le reprocho, sin embargo, no haber permanecido en el
país para enfrentar con coraje las acusaciones en su contra. Quien huye,
avala a sus perseguidores y abre espacios para sus acusaciones, ciertas o

Lucy Molinar
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falsas; y aquellos que no teníamos deudas ni habíamos cometido ilícitos, nos
quedamos en el país, pese a todo, para encarar la angustia del acoso.

Es lo que en detalle expongo en las páginas que desde este libro abro al
lector. Presento la batalla, que al igual que otras figuras del Gobierno del
período 2009-2014, sigue a una verdad sin accidentes: no robé; por ende,
nada tenía ni tengo que esconder. Ha sido desigual la lucha, porque quien no
tiene un medio de comunicación a su alcance ejerce, si es que puede, con
mucha dificultad, la libertad de expresión. Y poseo autoridad para decirlo,
porque antes que ministra he sido y soy periodista; y antes que ambas cosas,
he sido una ciudadana sin tachas.

La trama desarrollada por la administración Varela, reserva un papel
especial a ciertos medios de comunicación, constituidos en voceros
acuciosos de aquellos que controlan los hilos del Estado o poseen
importantes cuotas de poder, y que sobre un discurso de mentiras
desbordaron campañas de odio, revanchas inexplicables, que curiosamente
comenzaron una vez el entonces vicepresidente Varela fue expulsado del
Gobierno Martinelli.

Esos medios han sido los portadores de la descalificación como arma
política, destinada a silenciar a los que tenemos mucho que decir. Medios
que publicaron, cual linchamiento mediático, titulares de ocho columnas,
mentiras que nunca pudieron ni podrán probar; y que cuando quedaron al
descubierto, levantaron sus lanzas contra los estamentos del Órgano Judicial
que actuaron en justo derecho. Pero el daño era una realidad, y como es
imposible recoger la leche derramada, hubo que encararla.

Con sorna, descrédito y sin el menor recato, demeritaron, calumniaron
y violentaron el debido proceso; hicieron trizas la reserva del sumario,
revirtiendo la premisa jurídica de que: «Se es inocente hasta que se
demuestra lo contrario»; y promovieron en la sociedad panameña
temperamentos adversos contra los señalados, para facilitar la condena del
sistema y el engaño a la conciencia ciudadana.

Son distorsiones intencionadas ante las cuales: callar no sirve de nada.
Los hechos registrados en el Panamá de 2014-2019 han sido tan ilegales que
parecen desprendidos del concepto emitido en su momento por Charles
Louis de Secondat3, el célebre señor de la Brède y barón de Montesquieu,
cuando afirmó que:

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BUENOS 13

No hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las
leyes y bajo el calor de la justicia.
Lucy Molinar
Panamá, marzo de 2018

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Vi a la fiscal a cargo del proceso ya entrada la noche, después de
negarme rotundamente a firmar unos documentos que me había entregado su
asistente, quien había sido, a la sazón, el funcionario que me había
interrogado.

—¿Y eso para qué es? —le pregunté a mi abogado.
—Creo que van a detenerte; pero, antes, debes firmar esa documentación
—me dijo…
No es fácil un instante como ese. Primero, porque has acudido
voluntariamente a una indagatoria en la que has respondido, una a una, cada
pregunta que te han formulado. No ha habido dudas en las respuestas y,
además, estuvieron respaldadas por una copiosa documentación sobre el
caso y sobre mi vida. Para la ocasión, había solicitado mi historial financiero
a la persona que llevaba mis cuentas en el banco, del cual había sido cliente
por más de veinte años. Tenía conmigo toda la información, desde la apertura
de mis primeras cuentas hasta el estado de mis finanzas antes de asumir como
ministra, y luego de salir del cargo. No tenía nada que ocultar.
—Yo no voy a firmar nada —respondí, entre disgustada y sorprendida.

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Introducción Entre el asombro y la sorpresa

—Diga la imputada, ¿está dispuesta a declarar libremente o se acoge al
derecho que le concede la Constitución política?

—Sí, voy a declarar… —le respondí a la voz que, cinco años, ocho
meses y once días después de haber aceptado ser ministra de Educación,
interrumpía mis reflexiones y me increpaba, desde el pupitre de una
fiscalía, bajo sospecha de delitos contra el patrimonio del Estado.

—Diga la indagada, ¿qué tiene que manifestar respecto a los cargos
que se le formulan?

Estaba atrapada entre el asombro y la sorpresa. Meses antes, uno de los
principales periódicos del país había vertido informaciones poco exactas
sobre algunas actividades relacionadas con mi gestión. De las acusaciones
estaban ausentes personas responsables; para ellas habían servido titulares
y versiones de medios escritos de comunicación, a partir de los cuales el
Ministerio Público inició cuatro casos en mi contra, y que ahora me tenían
sentada en aquel despacho de ambiente incierto, que parecía más la
antesala del cadalso que un ente que administraba justicia.

La situación era confusa. Descartaba por completo los programas que
había desarrollado en el quinquenio 2009-2014: la transformación curricular
en la que se habían dado pasos importantes; los progresos sobre ciencia y
tecnología por los que habíamos sido felicitados por empresas como INTEL y
Microsoft; las redes de profesores, especialmente la de Español, reconocida
por las Academias de la Lengua de Iberoamérica. No. Nada trataba sobre las
evaluaciones necesarias al sector docente o sobre las difíciles relaciones con
los gremios educativos. Admito que tampoco tenían por qué hacerlo. Aquella
no era una institución de premios o condecoraciones, pero tampoco creada
para actuar sobre mentiras o investigaciones mal llevadas.

Aquella voz jamás se refirió a uno solo de los programas del Ministerio
de Educación mientras estuvo bajo mi dirección, ni a una sola de las muchas
licitaciones que ascendieron a más de mil millones de balboas. La voz
hablaba de un programa de mochilas, cuya formulación, desarrollo y
ejecución las había hecho el Gobierno a través del Programa de Ayuda
Nacional (PAN); salvo en 2012 que, por una casualidad, le tocó al Ministerio
de Educación (MEDUCA), pero con fondos de ese programa.

—Diga la indagada, ¿qué sabe de los 17 casos de la comida
deshidratada…?

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El proceso sobre mochilas para estudiantes era uno de los cuatro que
inició en mi contra el Ministerio Público, en el contexto de la administración
del presidente Juan Carlos Varela Rodríguez. Los otros se referían a la
aprobación, desde la junta directiva de este último organismo, al programa
de comida deshidratada; otro sobre la adquisición de instrumentos
musicales, y otro sobre la compra de granos para los centros educativos.

Y pensar que cuando el presidente electo Ricardo Martinelli Berrocal me
propuso la cartera, dije rotundamente: ¡No! Por lo cual, él decidió darme un
tiempo para pensarlo; y el día que presentó su Gabinete, dejó sin silla el lugar
correspondiente, en espera de mi decisión.

La propuesta me la hizo un día después de que ganara la presidencia de
la República en las elecciones del tres de mayo de 2009; y para mí, había sido
una verdadera sorpresa.

El lunes que siguió a los comicios, lo que me interesaba, como
periodista, eran las primeras declaraciones de Martinelli: ¿Cuáles serían sus
acciones de los primeros cien días? Cómo iba a poner en marcha las muchas
promesas hechas a un electorado que lo había elegido, a él y a su partido,
por encima del todopoderoso Partido Revolucionario Democrático, con un
60.3 por ciento de los votos.

Pese a que el programa matutino que yo conducía en Televisora
Nacional (canal 2), terminaba a las ocho y treinta de la mañana, aquel día
esperé un poquito más para obtener la primicia, pero pasada las nueve me
fui a mi casa con la ansiedad y la frustración de no haberla logrado.

Nada me hacía intuir en 2009 que sería invitada para ser ministra de
Educación. Yo era peee-riooo-dis-ta. Durante mis años de ejercicio había sido
una crítica tenaz contra la corrupción, fustigadora de funcionarios
señalados, y había logrado credibilidad entre la opinión pública.

Veinte años antes de aquel ofrecimiento, había egresado de la
Universidad Católica de Chile, trabajado en Brasil y Venezuela, obtenido una
maestría en la Universidad de Navarra en Pamplona, España, y laborado en
los principales canales de televisión de Panamá. En 2009, mi programa
mantenía el principal índice de aceptación en el horario matutino. Así que
aquel lunes llegué a casa un poco frustrada, me quité todo lo que me
sofocaba, me puse mi vestido de baño y fui directo a la piscina donde
estaban mis cuatro hijos, disfrutando del día libre que concedía el Estado
después del torneo electoral.

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En eso estaba cuando Heidi4, «la jefa» de mi casa, me dijo que tenía una
llamada. Me llevó el teléfono y era Flor Altamiranda, la productora del
noticiero. La escuché cuando le dijo a nuestro reportero: —Enrique,
pregúntale lo de Lucy…

El periodista Enrique Arosemena había estado en la residencia del
mandatario electo desde las primeras horas de la mañana; era el encargado
del enlace para la entrevista que yo quería hacerle. Ya en pantalla, Enrique
se le acercó y le dijo:

—Señor presidente, me informan que Lucy está ante el televisor de su
casa y nos ve en estos instantes, ¿es cierto que usted quiere que ella sea la
ministra de Educación de su Gabinete?

Martinelli apareció ante la pantalla en ropa casual, con una sonrisa que
le cubría todo el hemisferio de su cara filosa, distendido y feliz por su triunfo,
y dijo que, aun cuando no me lo había ofrecido personalmente:

—Sí, yo quiero que Lucy sea la ministra de Educación. [...] Ella va a ser la
mejor ministra de Educación de este país. Y va a aceptar.

Heidi se lo dijo a mis hijos a gritos; mientras, yo seguía mirando la
televisión, tratando de descifrar el significado y la intensión de aquellas
declaraciones.

Una lluvia de ideas copó mi cabeza en total desorden y se posaron ante
mí como tiro al blanco, o como naipes a escoger, o como un reguero de
piezas con las que debía empezar a armar aquel rompecabezas, y la imagen
de mi madre ya desaparecida, Raimunda Jacques de Molinar, me arropó
como un escudo.

¿Qué era aquello? Como periodista siempre fui incisiva, directa, e hice
preguntas fuertes. Provoqué discusiones sobre temas que a la gente le
importaba. Enfrenté, gobierno tras gobierno… pero, ocupar un cargo
ministerial, y el de Educación, jamás había estado en mi agenda. Lo único
que me acercaba remotamente a una posibilidad como esa, era el magisterio
que por años ejerció mi mamá, la mujer que siempre me hizo poner los pies
sobre la tierra por muy emocional que fuera la situación, y ahora… ¿qué
puerta se estaba abriendo?, ¿hacia dónde me encaminaba aquella
propuesta?

Llamé al presidente, pero no pude localizarlo; Marta Linares, su esposa,
me dijo:

—Por ahora no va a hablar contigo, dice que te lo pienses.

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—¡No hay nada que pensar! —dije en voz alta.
Entonces me percaté que sobre mi humanidad estaban enfocadas las
miradas de mis hijos, de Heidi y de Rafa5, el encargado del transporte en mi
hogar. Olivier, mi marido, estaba de viaje. Comprendí que, como las grandes
decisiones en mi familia, aquella había que discutirla y tomarla entre todos;
incluyendo, por supuesto, a Heidi y a Rafa.

Mis hijos mayores, Sebastien, Valentine y Viviane, que en ese momento
contaban con 13, 12 y 9 años de edad, respectivamente, decían que debía
aceptar, pero Matthias, el menor de siete años, decía que no. Rechazaba
pensar que se alteraría la vida familiar que habíamos construido. Rafa
coincidía con él, aunque por otras razones. Decía que yo debía esperar algo
mejor. Heidi apoyaba la propuesta de mis hijos mayores. Valentine, la mayor
de mis hijas mujeres, fue implacable:

—Mamá, tú te has pasado muchos años haciéndole crítica a todo,
señalando todo, ¿con qué moral vas a seguir haciéndolo, si te dan la
posibilidad de hacer algo y no lo aceptas?

Sebastien, pese a que estaba sentado del otro lado de la mesa en que
nos habíamos acomodado, pareció tomarme de la mano cuando de manera
cálida dijo:

—Hay momentos en la vida en que uno tiene que ser valiente… ¿tú vas a
ser cobarde ahora?

Valentine no dio tregua cuando recordó que mi madre había sido
educadora toda su vida, y:

—¿Cómo se habría sentido mi abuelita Munda con una oportunidad
como esa?

Fue una pregunta que me convocó a la reflexión, al recuerdo, a las
lecciones que se asumen sin que te las dicten, mirando solamente, y debo
confesar que hubo un instante en que comencé a valorar la oportunidad que
se me presentaba. Era uno de esos momentos irrepetibles en el cual te
dicen… «Toma, hazlo, aquí tienes esto para trabajar».

Y mi mente voló hacia los años de críticas y críticas sobre el estado de
la educación en Panamá, las huelgas, las insatisfacciones, los abismos entre
la educación y lo que necesitaba el país. Miraba a mis hijos, a Heidi y a Rafa…
y les agradecía que fueran parte de mi intimidad, de ese mundo secreto que
tiene todo ser humano poblado solo de cariño y compresión.

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Viviane y Matthias, con una madurez admirable, planteaban las
ventajas y desventajas de tener una mamá ministra. Entendían que eso nos
cambiaría la vida a todos. Viviane, con su habitual firmeza, propuso votar
hasta que el resultado fuera unánime. Deliberaron hasta convencer a Rafa y
a Matthias. La decisión se tomó finalmente el sábado cuando Olivier, con su
serenidad de siempre, me ayudó a poner las cosas en orden:

—Si quieres, sí; si no quieres, no. Si aceptas, estableces condiciones;
pocas, pero firmes y claras.

Todo aquel proceso concluyó en que aceptaba, pero bajo las siguientes
condiciones:

1. Cero política en Educación; yo trabajaría con los mejores, sin
importar de qué partido fueran, y quería apoyo total a las
decisiones que tomara.

2. El manejo de los recursos tendría que ser absolutamente
transparente.

3. Recursos para trabajar.

La mañana del domingo, Martinelli y su vicepresidente Juan Carlos
Varela llegaron a nuestra casa y la familia los recibió en pleno. Saludos de
rigor, algunos comentarios sobre la nueva situación que vivía el país y
comenzamos a hablar sobre mis consideraciones.

En medio de ese preámbulo, Matthias acaparó la atención con sus
salidas habituales llenas de humor; y Viviane, consciente de la conversación
que se avecinaba, dijo:

—Vámonos, que algo está a punto de pasar.
Les leí, a Martinelli y a Varela, el listado de condiciones y hubo acuerdo.
Así que ese 14 de enero de 2015, aunque con toda la disposición de
contestar a las preguntas de la fiscal segunda anticorrupción, Lissete
Chevalier, seguía perpleja; no solo porque era una injusticia, o una maniobra
política entrañando otros propósitos, sino por la asimetría entre lo que había
hecho de 2009 a 2014, y esa situación inconexa, desubicada y hasta grosera:
—Diga la indagada si usted, como administradora de los bienes del
MEDUCA durante los años 2009-2014, verificó la trayectoria y entrega de las
mochilas…
Pese a que tenía todas las respuestas, yo estaba preparada para otras
preguntas, y en lugar del rostro adusto de aquel asistente tras el cual se

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ocultaba la fiscal, retenía en mi mente la algarabía y las risas de estudiantes
y profesores con los que, por un lustro, me había encontrado en cada plantel
del país.

1. La maestra Munda
Detrás de aquella decisión había mucho más que un sí a la propuesta de un
presidente. Había sido una de mis hijas la que, quizás sin percatarse, había
tocado algo que, muy adentro de mí, siempre había palpitado con orgullo,
admiración y respeto.

—Abuelita Munda —dijo Valentine cuando debatíamos si aceptaba o
no— fue educadora toda su vida, y me pregunto: ¿cómo se habría sentido
ella con una oportunidad como esta?

Raimunda Jacques de Molinar había nacido en Colón, hija de Étienne
Jacques, un ciudadano de Martinica que, como muchos antillanos, había
llegado a Panamá para la construcción del Canal. No lo conocí, pero su
esposa, mi abuela Chalá6, nos contaba que él llegó aquí como esclavo raso7;

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y por ser extraordinariamente trabajador, alcanzó el máximo nivel que se le
permitía a un hombre de su condición.

Mi madre era una de esas señoras con don de mando, que imponen
respeto y cariño, sin dejar espacio para otra cosa que no fuera lo correcto.
Había conocido en su juventud a Lope Molinar, un colonense nacido en una
comunidad de la costa arriba de esa provincia llamada Palenque, con el cual
formó un hogar. Residíamos en calle 10 y Santa Isabel de la ciudad atlántica.
Una noche de 31 de diciembre, en plena fiesta de Año Nuevo, mi madre
comenzó a sentir los malestares de parto, y un primero de enero yo nacía en
el Hospital Manuel Amador Guerrero.

En su vida, mi padre siempre fue un hombre agradecido, que valoraba a
aquellas personas de su entorno, en especial a una tía muy querida llamada
Lucinda, y no encontró otra forma de rendirle homenaje que poniéndome su
nombre. Pero en mi vida casi nadie me llamaba así, sino Lucy, y vaya sorpresa
la que se llevaban cuando se enteraban del nombrecito.

Estimulada y comprendida por mi madre, desplegué en mis escuelas
primaria y secundaria una actividad intensa. Finalizada la primaria en el
Colegio Paulino San José, sentía una gran atracción por el Colegio Abel Bravo.
Allí se reunían las expresiones organizativas más beligerantes del
movimiento estudiantil. Yo hervía en ganas de hacer cosas, y en nuestros
colegios tuve la suerte de contar con educadores que daban rienda suelta a
esos ímpetus: Napoleón Peralta o Amparo Brunette, por ejemplo; Brunette
era nuestra profesora de Español y nos dejaba volar. Solo nos ponía una
condición:

—¿Están seguros de lo que van a hacer?
—¡Síii! —le respondíamos, y adelante.
Participé por tres años consecutivos en concursos de oratoria y siempre
quedé en segundo lugar. Eso me marcó, pues además de participar, quería
ganar. El último año estaba segura de lograrlo, pero me tocó tragarme las
lágrimas, alzar la cabeza y al final salir corriendo a llorar a mi casa. Y allí
estaba ella, serena, con esa sonrisa que le quitaba el drama a una situación
en la que yo me sentía devastada. Lloré, lloré, lloré… hasta que no pude
más. Ella se mantuvo sin decir nada, era innecesario. Terminé de llorar y la

vida siguió…
Obtuve mi bachiller en Comercio en el Colegio José Guardia Vega, aun
cuando en los últimos años ya sentía una fuerte inclinación por el

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EL SILENCIO DE LOS

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periodismo. Mi padre se opuso, porque estimaba que una carrera como esa
en Panamá siempre requería de apellidos e influencias. Ejemplos que imitar
por esos años: Luz María Noli y Mayín Correa, que desde las pantallas de los
canales dos y cuatro, respectivamente, hacían un trabajo que a mí me
fascinaba.

—¿Por qué no podía ser como ellas? —me decía.
Mi padre, pragmático toda su vida, insistía en su negativa; que para ser
periodista en Panamá había que tener apellido, y si se trataba de la televisión
debías ser blanca, linda y tener, al menos, los ojos azules. Mi madre, la que
organizaba mis ilusiones, me declaraba su apoyo, pero con la advertencia de
que debía esforzarme el doble.
Así que una vez egresé del bachillerato, mi mamá y yo nos dirigimos a
la Universidad de Panamá con la idea de matricularme en periodismo; pero
para las normas de aquella casa de estudios, era inadmisible bachilleres en
Comercio en una carrera donde era privilegiado el bachillerato en Letras, y
en última instancia el de Ciencias. Entonces comenzamos a contemplar
opciones fuera del país. Para mi mamá, una de esas opciones era Chile, por
razones que explicaré más adelante. Las otras eran Argentina y España.
Familia de cuatro hijos como éramos, gestionamos un préstamo en el
Instituto para la Formación y Aprovechamientos de Recursos Humanos
(IFARHU) que podíamos obtener a condición de que la universidad elegida
confirmase nuestra aceptación. En noviembre de 1985, fui a hacer el examen
de admisión en la Universidad Católica de Chile. Recuerdo que fue Loreto
Caviedes, subdirectora de la Escuela de Periodismo, la que me entrevistó y
aplicó la prueba; y al final, tuve la osadía de preguntarle si había pasado o
no.
—No sería ético si te dijera —fue su respuesta.
Fueron dos meses donde realicé, feliz, un número plural de actividades.
Establecí un mundo de relaciones, pero regresé a Panamá sin saber si había
sido aceptada o no. Enero de 1983 sería el mes de la espera y de la angustia.
Mientras eso ocurría, un comerciante amigo de mi familia y padre de unos
buenos amigos me contrató para trabajar en su almacén.
Faltaba poco para las siete de la noche cuando iba llegando a mi casa.
Ese tres de enero era martes, la rutina me había tomado con una falda blanca
de tubo a la rodilla y una blusa de flores. Acababa de llegar a casa cuando
tocaron la puerta y anunciaron:

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—Telegrama para Lucy Molinar…
Ocurre en los estadios, cuando el equipo preferido está a punto de
anotar un gol. Es un segundo de suspenso que llena al mundo y donde hay
definiciones que marcan futuros a largo plazo. En mi caso era mi carrera, la
posibilidad de que me aceptaran o no, de haber pasado o no. Abrí la puerta
y tomé en mis manos aquel papel del que dependía tanto y como en un
estallido, aun sin abrir el sobre, grité:
—¡Mamáaaaaaaa…!
Mi madre corrió y yo le pregunté indecisa:
—¿Y si dice rechazada?
Mi madre, mi compinche, aquella mujer que me conocía mejor que
nadie, que sabía que una opción me haría feliz y la otra me derrumbaría,
estaba tan emocionada como yo; pero, con una pose de control que me
invitaba a hacer lo mismo, me dijo:
—Solo lo vamos a saber si lo abres; pero, escúchame, si dicen que sí, o
si dicen que no, para mí tienes todos los méritos del mundo porque te
atreviste a probar, a tratar, y eso es lo que cuenta.
Respiré profundo, creo que no oía nada; mis sentidos estaban centrados
en aquella nota, en su anuncio… y abrí el telegrama. Todavía hoy, cuando
escribo estas líneas, me sacude el temblor de aquel día, rememoro la mirada
de mi madre y el fogonazo de luz cuando leí: «Usted ha sido aceptada en la
Universidad Católica de Chile».
La emoción que me inundó era solo comparable con el ¡goool! que
gritan miles de personas en un estadio donde se define una Copa Mundial
de Fútbol. Mi madre y yo nos abrazamos, saltamos, gritamos, reímos y
celebramos; y fue cuando me percaté de que su serenidad había sido solo
una pose, porque estaba tan nerviosa como yo, tan ansiosa como yo, y me
inundó un sentimiento en el que yo misma me respondía, por qué la quería
tanto: yo era ella, era ella entrando en la Universidad Católica de Chile; y la
adoré más que nunca, ya no por la emoción, sino por la convicción de ver
cómo aquella mujer estricta, recta en sus responsabilidades, podía hacer
exactamente lo que hacía una niña feliz: saltar y gritar, porque su hija había
logrado entrar en la universidad de un país al que ella adoraba. Hoy, en una
mirada retrospectiva, puedo afirmar que estudié en Chile por amor a mi
mamá.

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Acto seguido, llamó a todas sus amigas para invitarlas a una reunión
donde celebrarían el acontecimiento.

Durante los siete años que estuve fuera de Panamá, trabajé en Chile,
Venezuela y Brasil. En Panamá nadie me contrataba, aduciendo la crisis en
que se encontraba el país. Chile me dio una buena educación y buenas
amistades, también desarrollé un gusto sustancial por la polémica; algunos
de mis mejores amigos eran de izquierda, aunque yo intentaba situarme en
el centro del péndulo, tal vez más cerca de la derecha.

En Chile conocí, por carambola, al Opus Dei8; un día me invitaron a una
charla sobre el papel de la mujer9 en la sociedad. La moderadora era una
profesora mía. En el debate pedí la palabra, una y otra vez, y no me la dio,
así que decidí retirarme. En la puerta una persona me preguntó por qué me
iba y le dije:

—Es que estoy en desacuerdo con lo que dicen algunos.
La verdad es que ya había avanzado bastante en el arte de crear
polémica. Durante varios días fui a ese lugar sin saber que era una casa del
Opus Dei. Un día una amiga me dio una estampa de Josemaría Escrivá de
Balaguer, para ese tiempo siervo de Dios. No puedo describir mi reacción,
porque, como mucha gente, repetía las historias de terror que me contaban
sobre esa institución. Lo que sí recuerdo con precisión meridiana fue su
respuesta:
—¿Tú vas a ser periodista? Te invito a que hagas algo que en tu
profesión es de rigor. Ven y si te gusta, te callas; y si no, hablas con
conocimiento de causa…
Fui hasta Roma e hice trescientas preguntas a las directoras; también
pregunté al prelado, quién me dijo: «¿Qué más quieres saber?».
Encontré en el Opus Dei algo que estaba buscando: sentido... Hasta
aquellos días, asistir a misa era para mí una especie de cumplimiento y
pretexto para la vida social; salíamos de allí y casi siempre nos íbamos de
fiesta. Lo de la fiesta no cambió mucho, pero pude entender el sentido
teológico, histórico y profundo de mi fe. Los sacramentos: la misa, lo que
pasa en la consagración… en la confesión; encontré la forma de vivir la fe
que estaba buscando.
Había hecho un recorrido por casi todas las opciones, ofertas religiosas
y filosóficas a mi alcance, desde cristianos evangélicos, masones, mormones,
carismáticas, casi todo. Y encontré en el Opus Dei lo que necesitaba para

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completar esa otra dimensión que me faltaba. La universidad me aportaba
el ámbito profesional; la sociedad chilena, como tal, era toda una
experiencia cultural y humanista; pero me faltaba Dios, y allí lo encontré.

El ahora San Josemaría Escrivá de Balaguer hablaba de la santidad en las
cosas ordinarias del día a día. Encajaba perfecto en el proyecto de vida que
yo quería construir. Ya se empezaba a dibujar el tinglado de mis luchas, mi
articulación profesional, humana y espiritual sin ruidos, aspavientos ni cosas
raras o llamativas: Dios, yo y toda mi vida. Fue y ha sido muy rico…

Durante primer año en la universidad fui la reina de las novatadas en la
Facultad de Periodismo. Yo estaba consciente de que no tenía nada de reina;
pero, decían mis amigos: «Con tu personalidad, ganamos».

Fueron memorables las fiestas de ese año, sobre todo porque el debut
fue ante el rector de la Universidad, Jorge Swett Madge, un militar espigado
que se vio emplazado por esta reina para que bailara en plena tarima. Buena
gente, pero militar al fin: altísimo, recto, refinado y formal, alcanzó a
decirme: «Yo tengo algunos amigos en Panamá y sé que los panameños todo
lo acaban con una fiesta».

Aquel hombre terminó moviendo sus pies de un lado para otro sin
mover el cuerpo, ante esta panameña que se conocía todos los pasos.
Empezaba con el pie derecho, porque de eso se habló en todos los
ambientes.

Chile fue la elección correcta, y allí estaba el sello de Raimunda Jacques
de Molinar.

Mi madre nunca me castigó físicamente, pero sabía todos mis cuentos,
al igual que con cada uno de mis tres hermanos; la verdad no sé cómo lo
hacía, pero desarrolló una capacidad especial para el compinche. Cuando
comencé a salir a fiestas con mis amigos, me esperaba para celebrar todas
mis andanzas.

Estudió magisterio en la Escuela Normal Juan Demóstenes Arosemena,
en Santiago de Veraguas, por aquellos años en que llegaban a Panamá, por
razones políticas, educadores de España y Chile, por lo que desarrolló por
este último país un aprecio especial. Ya en Colón, la maestra Munda —como
le gustaba que la llamaran—, pese a ocupar la Dirección de la Escuela Enrique
Genzier, donde trabajó casi toda su vida, se transformó en una especie de
autoridad generacional.

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Una tarde cuándo regresábamos de misa, camino a casa, nos dimos de
frente con un hombre alto, joven, negro, fornido, y que por su estilo de
hablar evidenciaba que había olvidado los modales en alguna parte. Sin
darme tiempo de reaccionar, y en un tono casi de regaño, mi mamá le dijo a
aquel hombre:

—Tú fuiste alumno mío, ¿cómo te llamas?, ven acá.
El hombre, que iba de paso, regresó y se puso a escucharla. Yo quedé
de una pieza por aquella osadía, pero sobre todo por la eventual reacción
que podía tener esa persona, que manifestaba todas las características de
no estar de buen humor.
—¿Por qué caminas como un maleante?, ¿cuántos hijos tienes?, ¿qué
has hecho con tu vida? —le inquirió mi madre.
Para mi sorpresa, aquel hombre fornido pareció reducirse, bajó la cabeza
y le dijo:
—Perdón maestra, yo voy a rectificar; le prometo que la próxima vez que
me vea, usted se va a sentir orgullosa de mí. Perdón, maestra.
En otro momento, mi mamá se enteró que tres de sus alumnas pasaban
dificultades porque su padre se había ido a Estados Unidos con la idea de
establecerse y luego mandar a buscar a madre e hijas, pero el tiempo pasaba
y no había ayuda de ninguna clase. Mi madre comenzó por ir al Salvation
Army10 para dar con el paradero del padre desaparecido, y luego llegó hasta
la Embajada de Estados Unidos donde le pidieron el nombre de la persona.
Mi madre insistió una y otra vez, hasta que las autoridades norteamericanas
dieron con el señor y logró que atendiera a sus hijas.
Cuando ya rondaba los setenta años, y se le había desarrollado el cáncer
que la llevó al final de sus días, viajaba a Estados Unidos para sus
tratamientos, hasta que se nos dijo que nada se podía hacer, sino darle sus
medicamentos y esperar. Fue entonces cuando le pedí a Rafa que la llevara
a todas las vueltas que ella quisiera, pero que, por favor, no la perdiera de
vista.
¡Sorpresa! Una mañana, en una de esas vueltas a un centro comercial,
la maestra Munda se le perdió a Rafa. Este volvió a casa, apenado y
preocupado. La había buscado infructuosamente por todas partes, me dijo.
Como a las cuatro de la tarde, mi madre llegaba a casa en un taxi, sonriente,
y como celebrando la travesura me dijo:

—Yo sabía que te ibas a preocupar, pero se me pasó el tiempo…

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En el centro comercial, la maestra Munda se había encontrado con una
de aquellas tres estudiantes del padre desaparecido, y la tarde fue un tapiz
de recuerdos y celebraciones. Su alumna llamó a las hermanas. Como ella,
vivían en Italia, eran enfermeras exitosas, y les dijo: «¡La encontré, la
encontré!».

Y como si aquel encuentro hubiese sido el cierre puntual de la vida digna
que llevó, semanas después mi madre falleció.
2. Periodismo

Aceptar ser ministra de Educación implicaba dejar de lado veinte años de
periodismo. En lugar de la entrevistadora, sería la entrevistada. En lugar de
ser la que criticaba, pasaba a estar bajo la lupa de todo el mundo. Salté la
barrera y pasé de periodista a ministra, probablemente en uno de los
períodos más complicado del país, en 25 años de democracia.

Pese a que antes de regresar a Panamá había trabajado en Chile,
Venezuela y Brasil, en mi país no fue fácil entrar. Comencé en Telemetro,
después de coincidir con la mamá del dueño de ese canal, durante una cena
organizada por Eudoro Jaén, un panameño que para entonces era gerente
general de un banco importante en la capital chilena. Después de conversar
sobre lo difícil que me era trabajar en Panamá, la mamá de Nicolás González-
Revilla, doña Edissa Jurado de González Revilla (Q.D.E.P), me dijo:

—Anda y pídele trabajo a mi hijo.
—Ya lo he intentado en ese canal y me dicen que no es posible debido
a la crisis que se vive en estos tiempos.
—Anda donde Nico y le dices que vas de parte mía.
Y así lo hice. Una semana después, estaba sentaba frente a Nicolás
González-Revilla, quien no dejaba de pegar el grito al cielo por el encargo de
su mamá.
—Este es un país en crisis, lo más que puedo hacer es ponerte a prueba.
—¡A prueba!, llevo años fuera del país y en ese tiempo he trabajado en
Venezuela, Brasil y Chile; entre idas y venidas, son unos siete años. He sido
colaboradora del periódico Mercurio y trabajé en Canal 13 y TVN Chile.
Tengo un posgrado…
Le mostré cuánto ganaba en Chile y me dijo que esa pretensión era
imposible en Panamá. Entonces le hice una propuesta:

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—Usted me deja trabajar por los próximos veinte días; y si lo que hago
le gusta, me paga y me contrata; si no le gusta, yo me voy sin que tenga que
pagarme nada.

Don Nico, como lo llamábamos, sonrió y creo que aceptó, más por mi
tenacidad que por otra cosa.

Canal 13 tenía entonces un noticiero netamente informativo; lo más
que podía llevarse una nota era minuto y medio. Pasé casi siete días
recortando cables y comiéndome las uñas porque, literalmente, no me
daban asignaciones, hasta que se produjo la noticia de un supuesto
secuestro. Cuando llegó el aviso, conforme la pauta del día, ya todos los
reporteros del canal habían ido a su misión. A Jorge Concepción, director
de Noticias por aquellos años, no le quedó otra alternativa que asignármela
con un camarógrafo de nombre Adair Liguas.

Aquella nota no tenía mayores elementos, porque resultó ser el temor
de una madre por un posible intento de secuestro a su hijo. Así que, además
de las declaraciones de la señora, me fui con el camarógrafo a la Policía
Técnica Judicial (PTJ) en busca de estadísticas y declaraciones, por lo que eso
podía representar para una sociedad como la panameña, deshabituada a
situaciones como esas… Le di profundidad, y en tres minutos y medio recreé
un secuestro y hablé hasta de las medidas que una persona debía tomar para
evitarlo. Se convirtió en la noticia del día. Hubo llamadas al canal y
celebraciones hasta de Nicolás González Revilla. Me quedé en Telemetro y
sin regresar a Chile, donde dejé colgando una bonita relación.

Pero no fue todo. Para abrirte paso en una entidad como esa, además
de convencer al dueño de tu capacidad para lo que haces, debías considerar
un elemento crucial: el personal con el que vas a trabajar, las reglas no
escritas con las que operan. Cuando llegué al canal 13, los camarógrafos
solían subestimar a los recién llegados: mandaban, literalmente; pero en
Chile yo había comenzado cargando luces, como asistente de producción.
Había cubierto todos los pasos, así que tras mi llegada comenzó una especie
de forcejeo entre lo que ellos decían y los ángulos, las tomas o las vistas que
yo quería. Y los puntos de desacuerdos podían producir guerras mundiales.
Hasta que, poco a poco, la evidencia del trabajo fue suavizando tensiones.

El miércoles, 19 mayo de 1993, se accidentó un avión de la Sociedad
Aeronáutica de Medellín (SAM) que cubría la ruta de ciudad de Panamá-
Medellín. Era el vuelo 501, un Boeing 727-46 que se estrelló contra un cerro
del corregimiento Frontino, cerca del municipio de Urrao. Murieron 132

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personas, de los cuales 28 eran panameños. Me asignaron la cobertura con
el camarógrafo Gabriel Bustamante. Gato, como lo conocíamos
familiarmente por sus ojos claros, ha muerto hace algunos años y fue alguien
a quien llegué a querer mucho. Por esos días habíamos tenido una de esas
diferencias a las que me he referido con anterioridad. Había pasado más de
media hora de vuelo desde que partimos del aeropuerto internacional de
Tocumen, y no cruzábamos palabras, hasta que le dije:

—Mira Gato, ya hemos salido de Panamá y vamos a una cobertura
importante. Te propongo una tregua y aquí vamos a actuar como dos
profesionales; cuando volvamos a Panamá, podemos seguir peleando y
dejar de hablarnos, ¿te parece?

Es posible que aquella salida le pareciera a mi compañero camarógrafo
una ocurrencia fantástica, porque soltó una risa de aprobación, nos dimos la
mano y así llegamos a Colombia.

El primer escenario en el hotel de Medellín era un caos, en el que el
silencio dejaba flotando las interrogantes y la impotencia entre autoridades,
auxiliares y familiares de las víctimas. Con bastante dificultad llegamos hasta
el área de los hechos, nubosa, fría y con una brisa suave, donde dispersos en
un radio amplio se confundían los restos humanos con los de la nave
siniestrada, maletas abiertas y ropas distribuidas en el perfecto desorden
que deja una tragedia.

Los helicópteros colombianos, cuyas hélices rompían la densidad del
silencio, descendían con mucha dificultad, al término de que, el comandante
de la Fuerza Aérea colombiana allí destacado, dijo que, si no tenían el apoyo
de un Blackhawk norteamericano, como los que estaban en el área del canal
de Panamá, tendrían que declarar el lugar camposanto y dejar los cadáveres
allí.

Llamé a Panamá y pedí romper la programación que estaba en prime
time. Eran casi las ocho de la noche e informé sobre los hechos. Pasé la
entrevista del padre de uno de los fallecidos, quien rompió a llorar en el
instante exacto de la transmisión. Después que expliqué las dificultades de
aquel drama, pedí entrevistar al presidente Guillermo Endara, a quien le
pregunté, entre otras cosas, si le era posible interceder ante el Ejército de
Estados Unidos para que uno de sus helicópteros Blackhawk se incorporara
a las labores de rescate. Endara, además de decir sí a la gestión, con su

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desenfadada manera de ser, manifestó que el helicóptero iría… «Aunque yo
tenga que pagar la gasolina de mi bolsillo».

Mi habitación del hotel se convirtió en un centro de coordinación entre
las labores de rescate y los familiares panameños de las víctimas.

Periodísticamente, hice casi de todo. Cubrí el juicio de Manuel Antonio
Noriega, el militar derrocado durante la invasión de Estados Unidos a
Panamá en diciembre de 1989; la guerra de El Salvador, la muerte de Juan
Pablo II11 y una cantidad de eventos nacionales e internacionales de
trascendencia histórica. Conduje noticieros matutinos, programas en franja
estelar, entrevistas especiales, programas de radio, y fui gerente de PRISA
Internacional, en Panamá, entre otras actividades.

Pasé por cuatro gobiernos: el del presidente Guillermo Endara, un
hombre que facilitó la reconstrucción del país luego de 21 años de régimen
militar y la invasión de Estados Unidos. Fue en este período cuando llegué a
Panamá, graduada de periodismo y con un saco de ilusiones en mi valija.
Preguntaba sin reparo. Creía en escarbar sin límite. El contralor era don
Rubén Darío Carles —Chinchorro—, uno de esos políticos que difícilmente
se pueden ver en un país: recto, severo en el control de los recursos, pero
muy, muy cercano y abierto. Lo entrevisté muchas veces, discutimos con
frecuencia sobre qué era más importante, si cumplir los procesos o resolver
los problemas. Su respuesta siempre fue la misma: «Los dos».

Pero cuando, por ejemplo, un hospital no tenía insumos y corría peligro
la vida de alguien, ¿cuál era la prioridad?

Aquel fue un período en el que se sentaron las bases de la futura
democracia, sin traumas y sin posturas irreconciliables. De hecho, el Partido
Revolucionario Democrático pudo reincorporarse a la vida política y ganar
las elecciones en el período siguiente. Ernesto Pérez Balladares fue (y es) un
hombre duro, que ganó su presidencia voto a voto. Durante su Gobierno,
algunos periodistas tuvimos que dedicarnos a hacer otras cosas, porque no
era fácil lidiar con él. Tomó decisiones firmes e impulsó la economía, pero
terminó con el rechazo de la población que dijo no a sus aspiraciones de
reelegirse. Sin embargo, algunos de sus funcionarios no estuvieron exentos
de denuncias por irregularidades en su gestión.

Mireya Moscoso, la primera mujer, y hasta ahora la única, que ha
presidido el país, tuvo serias acusaciones de malos manejos. Uno de sus
principales señalamientos tuvo que ver con la configuración de su Gabinete:

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varios de sus integrantes carecían de la formación que se requiere para
cargos de esa importancia. Supo manejarse sin grandes sobresaltos, fue un
período complejo en el que se popularizaron frases como: «la mano que
mece la cuna», para significar el grado de influencia que tenía determinada
persona en su Gobierno. Lo incuestionable era que se vestía muy bien.

Hubo además escándalos como el que envolvió a una alta funcionaria
de la Presidencia, a la que le encontraron dinero guardado en el congelador
de su casa. El caso sería recordado como el de los «duro dólares», debido a
la temperatura bajo cero en que se conservaban aquellos billetes. A uno de
sus funcionarios le llamaban «15%», debido al porcentaje que cobraba por
cada gestión oficial que hacía.

Irónicamente, al cumplirse con los acuerdos pactados en los Tratados
Torrijos-Carter de 1977, que ella había adversado y combatido, le
correspondió recibir el Canal de Panamá de manos de las autoridades de
Estados Unidos. Aquella entrega histórica cerraba una etapa en la que el país
estaba partido en el centro por un territorio controlado y de uso exclusivo
del Gobierno norteamericano, transgresión que había significado un siglo de
luchas de varias generaciones de panameños. Ese mismo año había
abandonado Panamá el último de los soldados estadounidenses que,
también por un siglo, habían integrado un contingente de 10 mil unidades
repartidas en 14 bases militares, de forma permanente.

Martín Torrijos, hijo del general Omar Torrijos, logró la presidencia en
su segundo intento y ya el país parecía haberse acostumbrado a
alternabilidad en el gobierno entre PRD y arnulfistas. Hubo denuncias, hubo
obras, pero se podría considerar que el suyo fue un período sin grandes
sobresaltos ni problemas, con finanzas ordenadas, pero sin grandes
ejecutorias, salvo la Cinta Costera y el plebiscito con que se aprobó la
posterior ampliación del canal de Panamá. La muerte del general José
Alejandro Bernales Ramírez, director de Carabineros de Chile, cuando un
viejo helicóptero del Servicio Aéreo Nacional (SAN) se precipitó en el céntrico
barrio de Calidonia, en plena avenida Central, fue un acontecimiento
lamentable que marcó su Administración, así como un incremento
significativo en la tasa de criminalidad.

Cada una de las anteriores administraciones dejó grupitos de nuevos
ricos importantes. Al igual que Pérez Balladares y Mireya Moscoso, Martín
Torrijos tenía una epidermis muy sensible a las preguntas que le podrían

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resultar incómodas. Todos aseguraban odiarme, pero cuando salían del
Gobierno, con la perspectiva de los años, terminaban por reconocer que era
mejor la verdad que la zalamería.

Ricardo Martinelli, un empresario exitoso que lo intentaba por segunda
vez, llegó a ser presidente de la República en mayo de 2009, gracias a un
discurso contundente:

¡Entran pobres y salen ricos! ¡Ahora le
toca al pueblo!

Muchos le creyeron… yo también. Quizás por la urgencia social de creer
en algo y en alguien. Los 20 años que llevaba en el periodismo, me otorgaban
elementos como para creer que esta vez sería diferente.

Mi jornada periodística fue inolvidable. En el período en el cual estuve
en Telemetro, por ejemplo, además de las amistades que perduran hasta
hoy, nació la bella familia de la que soy parte.

La Embajada de Francia, en 1992, había conseguido que su Gobierno me
invitara a una semana de análisis sobre cómo vivía ese país los temas
internacionales. De regreso, y ya próximas las elecciones francesas, esa
misión diplomática organizó una cena con parte de su personal y con
ejecutivos galos que vivían en Panamá. Querían que les contara un poco de
lo que había visto y, a la vez, presentar a un joven panameño que había
estudiado piano en Francia.

Entre los invitados estaban también el conocido empresario, ya
fallecido, don Fernando Eleta Almarán, su esposa Graciela, y la empresaria
Victoria Figge. La pasamos muy bien.

Fue don Fernando quien en un momento determinado me hizo notar
que uno de los franceses presente había mantenido su atención sobre mí
toda la noche. Celebré el chiste complacida, pero después de cierto tiempo,
comencé a percatarme de que don Fernando tenía razón. Aquella persona
llevaba una chaqueta de cuadritos café con crema; una camisa de rayas
delgadas, rosadas y crema; y una corbata donde aparecían en desorden toda
clase de pequeños objetos de distintos colores. Para rematar, usaba unas
gafas cuyos lentes competían con los fondos de las botellas.

En la mitad de la velada, se nos acercó; dijo que éramos los más
divertidos de la fiesta, sin imaginarse que parte de nuestra diversión había
sido a costa de su excéntrico atuendo. Don Fernando, caballeroso como

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siempre, pero esta vez sorpresivo y sorprendente, le dijo que se podía
integrar al grupo y yo le lancé una mirada de sorprendida…

Se llamaba Olivier Hilaire, joven representante de una importante firma
internacional de perfumes, hablaba un español entendible y por una razón
que no comprendí inicialmente, comenzó a buscar pretextos para
coincidencias poco casuales. Yo las acepté intrigada. Una vez fue la ayuda
sobre novedades de Francia, otra para un aniversario de Telemetro, otra
porque bueno…

Un lunes de carnaval de 1993, en plena cobertura en el parque de Las
Tablas, me pidió matrimonio. Nos casamos en agosto de ese mismo año… y
hoy tenemos una familia con cuatro hijos: dos varones y dos mujeres.

Mi relación con Telemetro terminó en 1995, un año después de la
llegada del doctor Ernesto Pérez Balladares a la presidencia; quien al parecer
rechazaba mi estilo, y yo no sabía ser de otra manera. Nicolás González
Revilla jamás me pidió tratarlo de una forma u otra, pero era evidente que
había dificultades en ese aspecto y opté por irme.

No fue fácil esa decisión; mis amigos estaban en Telemetro, dos de mis
hijos habían nacido cuando yo era parte de ese equipo; cuando una de mis
hijas hacía allí una práctica profesional, Gato la recordó y le dijo: «¡Pero si yo
te cambié el pañal!».

Se corrió la voz de mi salida y, a la semana siguiente, Pedro Díaz Alfaro
me recibía en Televisora Nacional (canal 2) con una sonrisa amable y
complacida, con la que pude contar todo el tiempo en que fue gerente de
esa televisora. Allí pude desarrollarme con total libertad. Constituimos un
equipo de excelencia en el noticiero matutino. Organizamos toda clase de
eventos: bailábamos, cantábamos, nos solidarizábamos con todas las causas
importantes para el país, ayudábamos a mucha gente y sobre todo
cuestionábamos sin piedad. Como un regalo muy apreciado, tenía como
compañera y amiga a Luz María Noli, la misma periodista que había inspirado
mi sueño para elegir esa profesión. Los dueños, cuya discreción y respeto
todavía valoro, siempre confiaron en mi criterio y aceptaron mi
independencia. Los de la mañana, como nos llamaban, habíamos construido
un grupo fuerte, solidario y trabajador; éramos amigos y nos apoyábamos
mucho.

Teníamos el respaldo incondicional de Agustín de la Guardia, el nuevo
gerente; y ni hablar de su junta directiva, presidida por Stanley Motta, que

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me permiten aún saborear el recuerdo de la verdadera independencia que
requiere esta profesión.

Llegar al Ministerio de Educación, sin embargo, significó cuestionar
muchos de mis actos como periodista, por la forma como me fui enterando
de qué manera somos utilizados en la trama construida por unos contra
otros. Pensando en la primicia, algunos servimos, de manera inconsciente e
involuntaria, a los intereses de quienes quieren dañar a otros.

Había saltado la barrera y pasé de periodista a ministra. Siempre fui muy
dura, hice preguntas directas, fuertes. Provoqué discusiones sobre temas
que a la gente le importaba. Enfrenté, Gobierno tras Gobierno, denuncias
sobre corrupción; y lo que antes era sospecha, datos, información… una vez
que entré al Gobierno se convirtió en certeza. Comencé a entender cómo se
hacían los negocios en el Estado, cómo se habían construido fortunas a
través de contratos, concesiones, notarías, consulados; en fin, una lista
variada de formas creativas con fachadas de legalidad, para hacer dinero con
los impuestos que pagamos todos. Y cuando hablo de fortunas, digo
fortunas: grupos empresariales, familiares, políticos. Gente que después de
trabajar en el Gobierno, solo se dedicó a administrar sus bienes.

Descubrí cómo distintos grupos de interés usaban a los periodistas en
sus luchas por espacios económicos. Confieso que llegué a sentirme
abusada. Como en una película en retroceso, detecté datos de gente amiga
y no amiga, que, bajo el supuesto de denunciar presuntos actos delictivos,
buscaba, en la mayoría de los casos, dañar a alguien para ganar.

Una de estas historias registra el caso de inversionistas extranjeros que
traían para el país un proyecto millonario. Pese a sus bondades, fue
imposible de realizarlo tras una intensa campaña en su contra que involucró
denuncias sobre supuestas afectaciones ecológicas, presuntos actos de
corrupción, tráfico de influencia y una lista larga de acusaciones que
asustaron a la sociedad, sin que se presentara evidencia alguna. Bastaba la
campaña. Una vez se logró detener el proyecto, este se diluyó como si nunca
hubiera existido. Con bastante razón alguien ha sostenido que: desde que la
información se convirtió en negocio, ha sido difícil encontrar la verdad.

Por si se llegara a pensar que en el ejemplo anterior había algo de
nacionalismo, otra historia me reveló cómo, en el caso de grupos
económicos locales que aspiran a controlar determinados negocios, se sigue
la misma práctica.

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Muchas de estas maniobras transcurren con éxito por la incapacidad de
la justicia para detectar y sancionar a aquellos grupos donde se originan
estas campañas falsas, como meros mecanismos de la competencia entre
rivales y que la mayoría de los casos omite los beneficios que podría tener el
país. Siempre que vean los titulares de confrontaciones como estas, o de sus
respectivas denuncias, es bueno preguntarse: «¿A quién beneficia?».

El Ministerio que dirigí, no escapó a esta realidad. Recuerdo el caso de
un buen director que designamos en una escuela de difícil acceso en el
interior de la República. Por liderazgo y disciplina exigió el cumplimiento de
horarios y deberes, lo que le granjeó la animadversión de quienes,
aprovechando las distancias y la falta de supervisión, solo trabajaban de
martes a jueves. Él impuso, entre otras decisiones acertadas, el
cumplimiento del horario completo; además de innovaciones que
beneficiaron a los estudiantes.

Un pequeño grupo de docentes de su escuela que se sintió afectado por
aquellas medidas, junto a una madre de familia, se presentaron cierto día a
un noticiero matutino para acusarlo de haber abusado sexualmente de una
menor.

Nos vimos obligados a separarlo del cargo, como establece la Ley,
mientras se desarrollaba una investigación por parte de las autoridades
competentes. Transcurrido un tiempo, el abuelo de la menor involucrada se
presentó al Ministerio Público para revelar la falsedad con que se había
afectado al director. Indicó, ante aquella instancia de justicia, que todo había
sido una mentira fabricada por un político local para impedir que aquel
docente inclinara la balanza en su contra, en las elecciones que se
avecinaban.

Y aquí vuelve a quedar en evidencia el extraño papel de los medios de
comunicación que acogieron la denuncia sin prueba alguna, mediante el
despliegue de titulares y notas, pero que inexplicablemente desconocieron
las declaraciones del abuelo, que relevaba de culpa al docente calumniado.

En una situación similar, una educadora acusó a otro director por
supuesto acoso sexual. A la docente en cuestión, se le había levantado un
expediente por venta de notas y ausencias injustificadas, y estando cerca su
destitución montó la acusación contra su superior. Sin evidencia alguna, el
medio dio paso a la versión de la educadora, pero como las pruebas del
director eran contundentes, permaneció en su cargo y la educadora fue

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destituida. En la trama que montó, la señalada profesora había llevado hasta
el medio una testigo que resultó ser su propia hermana, desconectada
totalmente de las actividades de aquel colegio. A pesar de que el medio
había sido advertido, jamás hubo una rectificación.

En otro momento, un periodista llegó a emitir conclusiones lesivas a
nuestra labor, sin siquiera acudir a la fuente para indagar sobre
determinadas situaciones y lanzaba una información nada veraz. Una
semana antes del inicio de clases, había pasado por una escuela y la vio sin
techo e informó sobre: «el lamentable estado de aquel establecimiento
educativo a pocos días del inicio de labores». Su noticia pasó a medio día,
justo cuando los trabajadores almorzaban, pero aquel reportero no se tomó
la molestia de constatar los hechos. Llamamos al canal de televisión y dimos
la información, aclarando que ese mismo día se estaba colocando el techo,
pero nunca fue corregida, por el contrario, la versión distorsionada fue
pasada en los noticieros siguientes.

Aquello no era una excepción. En uno de los tantos conflictos que se
generaron en el Instituto Nacional, otro reportero dijo que la causa real de
las acciones estudiantiles era que el Gobierno quería vender aquel edificio
histórico y que se adelantaban negociaciones. Como de parte del MEDUCA
nada había al respecto, hablé con el Ministerio de la Presidencia, el cual
desconocía la información. Era falsa y lo hice saber al canal, pero el periodista
dijo que su fuente era tan buena o quizás más que nosotros. Nunca, ni
remotamente, hubo venta, pero la desinformación persistió.

Constataba con dolor y sobresaltos cuanta trampa había en todo esto
de… el periodismo de denuncia y la lucha anticorrupción, al término que
existe un hilo muy delgado entre la corrupción denunciada, la maniobra y
los fines de quien denuncia. Visto ahora, muchas, eran las denuncias del que
no ganó o de aquel que no le tocó, o del que quiso tumbar y sopló a algún
medio, y corrimos todos detrás de esa denuncia. Hoy lo puedo explicar así,
luego de haber estado allí.

Me atrevo a decir que detrás del llamado periodismo de denuncia casi
siempre hay alguien inconforme, dispuesto a sacar del camino a un
competidor o alguien que le haya afectado su negocio. Una experiencia
propia me hace sustentarlo. Durante mi período como ministra, uno de mis
hermanos, Alberto Molinar, tuvo la idea de ayudar al país. Encontró la página

Lucy Molinar
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de turismo de Panamá, que para ese instante tenía 60 mil visitantes y por
cada visita pagaba un dólar con 39 centavos.

Mis hermanos residen y trabajan en Estados Unidos. Uno de ellos se
dedica al mercadeo en redes sociales, maneja plataformas con cuentas
millonarias, y pensó que, si ponía sus plataformas al servicio del país,
Panamá no solo incrementaría rápidamente el número de visitantes a su
página de turismo, sino que podía tener un ahorro millonario.

—Ahora a Panamá cada visita le cuesta 1.39 centésimos, y yo se la puedo
dar a precio de costo —me dijo.

—Preferiría que no, porque tú no conoces Panamá como la conozco yo
—le respondí.

—Pero, quién podría oponerse a que el país tuviera un incremento
sustancial en el número de visitas de su página, que ahora está en 60 mil
visitantes. En corto tiempo, podría ponerla en medio millón de visitantes a
un costo menor —sostuvo.

Alberto terminó por convencerme y le dije que le escribiera al ministro
de Turismo explicando su oferta, y así lo hizo. El país logró un ahorro de un
dólar con dos centavos. En tres meses, el número de visitas a la página
panameña de turismo subió a 400 mil. Una cifra así le habría costado al
Gobierno panameño 556 mil balboas. Con el precio que dio mi hermano,
solo llegó a 148 mil balboas.

Ingenuamente, él creía que estaba haciendo un servicio al país; lo que
ignoraba, era que alguien interesado presentaría su iniciativa como
resultado de un supuesto tráfico de influencia. En efecto, alguien soltó una
información tendenciosa que acaparó titulares en el sentido de que habían
otorgado un contrato al hermano de Lucy, y que había un negociado.

La denuncia coincidió con los días en que me debí internar para una
operación, así que desde el hospital pude ver en la televisión la noticia sobre
el supuesto negociado. Llamé al canal de televisión y le di los datos al
periodista, con la esperanza de que ponderara mi versión. Además, me
comuniqué con el jefe de redacción del periódico que sacó la noticia quien,
en un intento por bajarle el tono a la desinformación, me dijo:

—Lo que pasa es que le puso [el periodista] sal y pimienta a la noticia.
—Mucha pimienta y nada de sal —le dije; y mi versión jamás apareció.
Enterado de esto, mi hermano viajó desde Estados Unidos a Panamá
para rescindir el contrato.

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—Yo no tengo razones para exponer a mi hermana de esta manera,
rescindamos el contrato y quédense con su página —le dijo mi hermano al
jefe de esa cartera.

El país dejó de pagar los 37 centavos por visita a su página, y volvió al
dólar con 39 centavos.

—Tenías razón, yo no conozco Panamá —terminó por decirme mi
hermano.

Para mí, resulta difícil explicar estas cosas con desprendimiento. Yo soy
periodista y durante los años de ejercicio profesional no dudo haber caído
en los mismos errores que, por lo vivido, hoy me toca abordar. Y aquí vuelvo
a pensar en la principal máxima de nuestra profesión: «Todas las partes son
la noticia».

El ciudadano tomará mejores decisiones, en cuanto mejor informado
esté. Las medias verdades y las medias mentiras, ¿a quién afectan? Al que
las dice, no; al destinatario.

Aun cuando siempre me esforcé por tener ambas versiones de cada
noticia, en momentos de reflexión como ahora, pienso, con tristeza, ¿cuánto
daño habré hecho por la precipitación de no verificar suficiente todo lo que
me decían? Esto se dice y se escribe fácil. ¿Cómo se vive? ¿Cómo lo viven las
víctimas de esta irresponsabilidad? Prometo dedicar una publicación extensa
a este tema.

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3. Transición y equipo

En la Fiscalía Segunda Anticorrupción del Ministerio Público, 14 de enero de
2017:

Pregunta: Diga la indagada, ¿está dispuesta a declarar
libremente o se acoge al derecho que le sustenta la Constitución
Política?

Contestó: Sí, voy a declarar.
Pregunta: Diga la indagada, ¿qué tiene que manifestar respecto a
los cargos que se le formulan?
Contestó: Primero, esto para mí es una gran sorpresa, yo
soy periodista de profesión y durante veinte años me dediqué a
hablar de la necesidad de que se hicieran las cosas
correctamente…

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Contrastaban aquellas preguntas y las demandas que debí enfrentar
una vez terminé con la misión que, como ministra de Educación, encaré
desde julio de 2009 hasta junio de 2014.

Mes y medio antes de asumir el cargo, durante la etapa de transición,
llegué al Ministerio acompañada por los vicepresidentes, saliente y entrante,
Samuel Lewis Navarro y Juan Carlos Varela, respectivamente. Asistí
diariamente a las reuniones informativas con la Administración saliente,
para absolver preguntas sobre las tareas centrales del Ministerio de
Educación:

- ¿En qué etapa se encontraban?
- ¿Por qué, pese a los recursos millonarios que se le asignabacada año,
la educación panameña seguía siendo una de las más cuestionadas?
- ¿Por qué dejaba tantas insatisfacciones en la ciudadanía y por quélos
gremios de educadores tenían que hacer huelga todos los años?
Aquel mes y medio sirvió para conocer los programas y las principales
problemáticas y prioridades que encaraba esa entidad, y para ir concibiendo
iniciativas con las que partimos a trabajar.
Tuve interrogantes típicas de quien por años había medido el pulso de
la opinión pública, convencida de que esa privilegiada condición me
permitiría administrar, con cierta libertad e independencia, la dinámica de
una cartera tan vital para el país; y que, por lo mismo, tenía sobre sí la lupa
colectiva y heterogénea de la sociedad. Una condición que, según creía,
permitiría iniciar una etapa de cambios permanentes. ¡Gran equivocación!
Las sesiones de trabajo en la transición fueron organizadas por la
profesora Aixa de Quintero, secretaria general del Ministerio, en el despacho
superior. También asistía, diariamente, el ministro Salvador Rodríguez,
quien permanecía sentado en su pupitre como oyente.
Se habilitó una mesa ovalada, donde me sentaba con los directores; y
ante unas pantallas grandes desarrollaban, mediante presentaciones en
PowerPoint, los temas que me permitieron comprender que la imagen
pública de una institución como el MEDUCA es, apenas, el reflejo de su
realidad. Palidece la imagen que de ella dejan los medios de comunicación a
la hora en que encaras escenas que superan temas recurrentes, como las
reparaciones de escuelas, el nombramiento y traslado de educadores a
lugares inhóspitos o las grescas de estudiantes que muchos festinan a través
de las redes sociales. El sistema educativo era mucho, mucho más que eso.

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Aquellos informes sirvieron para dimensionar el tamaño del reto ante el cual
me encontraba.

Por ejemplo, el día que el director saliente de Educación Profesional y
Técnica, Elías González, habló al respecto, subrayé en mis notas: «Todos los
países que han progresado lo han hecho privilegiando la formación técnica».

En su exposición el profesor González, a la vez que presentaba el
problema, sugería alternativas para resolverlo. Por eso las prioridades del
plan quinquenal fueron saliendo de allí. No había nada que inventar.

Así surgió la decisión de potenciar la educación técnica, una de las más
importantes de mi gestión: poner en marcha el proceso de transformación
curricular y de capacitación docente.

En el aspecto técnico, compramos mucho equipo. Logramos, mediante
un convenio con la Universidad Tecnológica, que los profesores de esa área
volvieran a sus aulas para actualizarse. Un día los fui a visitar para animarlos
y agradecerles que hubiesen aceptado el proceso; pero en lugar de aplausos,
percibí una molestia contenida, por la forma como respondían a mis
preguntas.

Esa semana, en el Instituto Profesional y Técnico de Veraguas (IPTV),
hablé con los docentes sobre mi compromiso por trabajar para que en el país
se entendiera que el futuro estaba en las carreras técnicas, pero tampoco
tuve mucha recepción. El ambiente era algo hostil. Les informé que se les
comprarían equipos para complementar los nuevos conocimientos que
estaban adquiriendo, pero si había alguien que no le interesaba, el
Ministerio le pagaría los estudios en otra carrera.

No era rechazo lo que había en los docentes, sino una falta de
credibilidad, cimentada en años de promesas incumplidas. Pensarían que yo
hacía parte de una cantidad indefinida de funcionarios que, en cada cambio
de Gobierno, llegaban a prometer el cielo, la tierra y algunos planetas, para
quedar en lo mismo: en las ilusiones frustradas.

Pese a eso, aquellos encuentros permitieron madurar la idea de la
creación de los institutos de carreras técnicas. No había otra manera de
convencerlos, sino con hechos. Así que cuando comencé a comprar los
equipos y a enviárselos a sus centros educativos, ellos comenzaron a creer.
A diferencia de la hostilidad de las primeras visitas, en las siguientes que hice,
encontré a educadores motivados, con planes e iniciativas.

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En el IPT de Veraguas el cambio que se produjo fue tan notorio que me
comprometí a transformar ese colegio en el Instituto de Formación Técnica
de Provincias Centrales. En 2014, cuando terminaba nuestro período, el
edificio que albergaría al nuevo centro educativo tenía un 60 por ciento de
adelanto. Adelantado, no terminado. Cuando llegó el nuevo Gobierno, se
suspendieron las obras para revisar —según dijeron— la adjudicación de los
trabajos, lo que en la práctica representó la postergación de una obra que
hoy está llena de maleza y cuya infraestructura se ha deteriorado.
Lamentable, porque la adjudicación se hizo mediante una licitación que
nadie objetó, y que la empresa ganadora obtuvo en buena lid.

Las primeras entrevistas con aquellos directores que dejaban sus cargos
en julio de 2009 me sirvieron para entender que aquello que yo creía saber
desde la pantalla chica de una televisora solo era la aproximación a una
realidad compleja. Era un reto cuyas dimensiones y responsabilidades
colocaban en mis manos, no una historia, sino el futuro de un país, y con
mayor exactitud, el futuro de una sociedad. Fui confirmando que las acciones
políticas hacían añicos sueños que deberían ser comunes: el de elevar la
calidad humana e intelectual de una sociedad, donde la educación es el
medio, el instrumento por excelencia, para lograrlo. Así que desde ese
momento decidí poner en marcha una de las condiciones que le había
presentado al presidente Martinelli para aceptar el cargo: «Cero política en
Educación; yo trabajaría con los mejores, sin importar de qué partido fueran
y quería apoyo total a las decisiones que tomaría».

Esa era una decisión, así que mientras escuchaba los informes, iba
observando con detenimiento a quienes los exponían, hasta tener una idea
de aquellos que podían ser parte del equipo con el que trabajaría durante el
quinquenio que estaba empezando. Yo rechazaba aquello que es muy típico
en Panamá, y es que en lugar de darle seguimiento a lo que se ha hecho,
cada maestro llega con su librito, desconociendo todo, o gran parte, de lo
que se ha hecho con anterioridad, desperdiciando así la millonaria inversión
de un quinquenio y, sobre todo, el aporte intelectual de profesionales
idóneos.

Para mí, carecía de relevancia el que la Administración saliente
perteneciera al Partido Revolucionario Democrático (PRD). Si dentro de sus
funcionarios había quienes, además de ser capaces profesionalmente,

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estuvieran dispuestos a trabajar conmigo, yo haría todo lo posible por
incorporarlos al personal que dirigiría los cambios que me proponía.

Tampoco me parecían saludables nombramientos desde arriba,
recomendados sin las credenciales y competencias adecuadas para los
cargos, que, en lugar de reforzar el trabajo, solo producirían desmoralización
y desgano en quienes por años llegan con ilusiones, invierten esfuerzo,
talento y entusiasmo en una gestión que alguien corta abruptamente, en
nombre del poder político de turno.

La decisión era aplicar el más estricto respeto a los méritos del personal,
sin importar la orientación política que tuviese. Durante el período en que
fui ministra de Educación, no hubo persecución política; hubo rechazo a la
demagogia y al chantaje. Vigilar, con particular e incisiva posición, el
manoseado tema de las licitaciones; que en el caso del MEDUCA, poseía
características no tan correctas como debería.

El equipo

Pedí a más de una docena de funcionarios de la anterior Administración que
se quedaran conmigo; entre ellos, la viceministra Mirna de Crespo. Habían
participado en esa lucha durante las tres últimas administraciones, varios
eran conocidos y convencidos militantes del PRD, algunos eran arnulfistas
otros del partido gobernante CD; pero lo innegable era que conocían su
trabajo, los antecedentes, y tenían claridad sobre las metas que
perseguíamos. Ignoro quien, pero sé que alguien dijo en alguna ocasión que
lo acertado de una medida no estriba solo en hacer las cosas bien, sino en
rodearse de gente capaz, y eso fue lo que hice.

Un gran apoyo resultó la incorporación de la licenciada Flor
Altamiranda, contando con que el olfato periodístico ayuda a ir más allá de
lo que comúnmente se ve; ella se encargó de que todo el que acudía al
despacho ministerial, recibiera la atención y las respuestas que buscaba,
además logró establecer relaciones que nos ayudaban a anticipar
problemas, procurar soluciones y corregir rumbos. Para las dos, todo
representaba un reto y al mismo tiempo una oportunidad de abrir camino
con quien fuese necesario para lograr los objetivos.

En el aspecto jurídico, garanticé mi tranquilidad a partir de un equipo
legal encabezado en primera instancia por la reconocida abogada Maruquel
Pabón de Ramírez, y luego por el también abogado José Herrera. Me sentía

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cómoda, además, con un Departamento de Fiscalización que revisaba todo
lo que firmaba; aparte de que, en finanzas había una persona con mucha
experiencia. Aun así, en cualquier momento podías llevarte una sorpresa
nada grata.

En abril de 2010, le solicité a la Asamblea Nacional de Diputados una ley
de compras para el Ministerio de Educación. Fue aprobada y se integró un
equipo de técnicos de la Autoridad del Canal de Panamá (ACP), de la
Universidad Tecnológica (UTP) y se creó… MEDUCACOMPRA.

Era un portal a través del cual se harían todas las licitaciones y a partir
del cual la institución fijaría la calidad de sus adquisiciones, y los proponentes
solo competirían por el precio. El proveedor no tenía que tener contacto con
los funcionarios del Ministerio. Una vez entregado el producto, el MEDUCA
tenía un tiempo preciso para el pago, con lo que asegurábamos calidad y
precio. Y funcionó, como lo explico a continuación.

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4- Meduca-Compra

Para explicarlo mejor: Plinio Palasie Baker había solicitado cita tras conocer
extraoficialmente que se acercaba una nueva licitación en un rubro en el cual
actuó por años como suministrador. Él no era especialista en el tema, pero
poseía los contactos para satisfacer compras de esa naturaleza. Así lo había
hecho siempre, logrando el cien por ciento de las utilidades. Pero existía un
problema, pensaba: «Las formas de hacer las cosas en aquella entidad han
cambiado desde que la negra esa llegó al Ministerio y ahora hay que ver qué
se hace. La suerte es que es mi amiga».

En efecto, me conocía hacía muchos años, pero como periodista, no
como ministra; cuando puso sus pies en mi despacho, una sonrisa amplia
iluminó el ámbito, me dio un abrazo y nos sentamos en el amplio sofá que
decoraba el lugar. Habló de los viejos tiempos, de algunas anécdotas en
común, divertidas para él porque, la verdad, yo no las conocía, pero igual
compartimos carcajadas.

Concluido el preámbulo, fue al grano:

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—¿Cómo es esto del nuevo método de licitación, Lucy? Por muchos
años, a mí me llamaban y yo suplía; nunca hubo quejas, por el contrario, soy
amigo de todo el Ministerio.

—Estoy tratando de hacer las cosas lo más transparente posible —le
dije. Lo que he encontrado aquí no me anima mucho, así que hemos
cambiado el método de licitar; primero, para garantizar productos de calidad
para la entidad, el uso racional de su recurso y la participación de
especialistas en los rubros.

—Pero cuál es el problema, si yo siempre…
Ese era el problema: Yo siempre… Plinio Palasie Baker es el nombre
ficticio de un personaje, a través del cual he querido resumir prácticas nada
correctas que encontré en el MEDUCA: Plinios que por años se ganaban
todas las licitaciones en el Ministerio, concursando con tres o cuatro
empresas que eran de su propiedad y que participaban en los mismos actos,
que poseían una estrecha relación con personeros del propio Ministerio, que
les advertían con tiempo no solo sobre las licitaciones, sino sobre los
términos y las posibilidades de nuevos competidores. Plinios que le vendían
pintura al MEDUCA sin conocer una brocha o sin darle a la entidad garantías
sobre el producto; y que por las ventajas con que participaban, impedían la
intervención de los especialistas en esos productos. Los Plinios que, como el
del cuento que acabo de referir, me decían al final: «Lucy, yo te llevo en esa
operación, no vas a quedar por fuera».
Sus propuestas cesaban cuando veían cómo mi rostro se tornaba
impenetrable.
—La entrevista ha terminado. Nada de lo que has dicho o pedido va a
suceder —les decía sin matices, como quien da un golpe seco con un mazo
sobre el cemento.
Aun sentados en el sofá, con la mano en la barbilla y mirando sin mirar
hacia el techo del despacho, algunos me decían pensativos: —Tú sabrás lo
que haces.
La forma irascible como se despedían se repitió varias veces, con Plinios
insospechados, que cotidianamente vendían en medios de comunicación
una imagen de mesura y honorabilidad que intimidaba. Muchos por
licitaciones, otros por contratos, otros por consultorías innecesarias que
podía resolver el propio Ministerio, otros con poses excelsas provenientes
de organizaciones de la sociedad civil. Al principio me afectaron las

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sorpresas, después la hilaridad fue mi conducta al ir descubriendo en su
plenitud como aquellos que, desde los valores morales criticaban
severamente el juega vivo, constituyen sus más genuinos representantes.
Por eso no me sorprendió que cuando La Prensa inició su campaña en mi
contra, esos Plinios se sumaran al coro despechado que abanicó el:
¡Crucifícale!

—Diga la indagada, si se percató de los sobreprecios con que fueron
ofertadas las mochilas que el MEDUCA debía adquirir...

El MEDUCA, que era mi responsabilidad, hizo miles de licitaciones que
superaban los 1,500 millones de balboas, y el Ministerio Público no me citó
por ninguna de ellas; lo hizo por las mochilas, que como he dicho,
correspondían al Programa de Ayuda Social de la Presidencia de la
República; y en él, yo, al igual que otros altos funcionarios, solo éramos
miembros de una directiva que nada tenía que ver con la implementación
de aquellos programas. Cuando se me dijo que había que hablar con los
proveedores, exigí los precios más bajos posibles. Y cuando el Ministerio
Público me citó, acudí sin ninguna reserva.

MEDUCA-COMPRA fue un programa que antepuse a las ventanas, por
así decirlo, que me presentaba PANAMÁ-COMPRA y por las cuales el
Ministerio no podía evitar ciertas irregularidades de las que se podría hablar
de manera extensa. El problema que tenía era a cuál modelo podía recurrir.
Así que una mañana de febrero de 2010, llamé al ingeniero Alberto Alemán
Zubieta y le pedí cita para que me hablara sobre el modelo de licitación de
la Autoridad del Canal de Panamá (ACP), con el interés de aplicarlo en el
MEDUCA. Recuerdo que el administrador del Canal rio al principio, porque
dudaba que pudiéramos implementar esa fórmula, pero no me negó la
petición y puso a mi disposición a profesionales de su entidad para que
elaboráramos la que sería la Ley 18 de 23 de abril de ese año.

Una ley de la que surgió el software y el nuevo proceso de licitaciones
del MEDUCA; y que, en lugar de la convocatoria abierta que transcurre en
PANAMÁ-COMPRA, se basó en calidad y precio, en un acto en dos fases.

Hasta cuando llegamos al MEDUCA, a las licitaciones no acudían
especialistas en los rubros en juego, sino ofertantes de precios. No
importaba si se trataba de alguien que no tenía empresa calificada, o
desconocido en ese mundo. Bastaba con que se presentaran cotizaciones y,
en base a ello, se escogía al ganador. Eso abría la puerta a los Plinios, que,

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enterados de la licitación, llevaban tres o cuatros razones sociales —
generalmente de su propiedad—, cada una con una cotización y se la
ganaban. Y tenían razón cuando decían que habían abastecido por años al
Ministerio. Esas partidas del MEDUCA tenían, en muchos casos, nombres y
apellidos.

MEDUCA-COMPRA inició sus procesos y hacía una preselección en la
que pedía calidad, precio y tiempo de entrega. Ningún proveedor podía
pensar en llevarle al Ministerio cualquier tipo de producto. Nuestros
funcionarios fueron instruidos para cotizar en el mercado y, a partir de esa
información, subir el pliego de peticiones. Eso explicaba por qué, al principio,
muchos de los viejos proveedores comenzaron a llegar a mi despacho.
Muchos ya habían estado en la Presidencia de la República o buscando
padrinos entre diputados, o algún otro funcionario público.

Cumplida la primera etapa del proceso, aquellos que clasificaban, iban
a la licitación. ¿Qué produjo esto? Que empresas que no participaban en las
licitaciones del MEDUCA, por desconfianza en los procesos, comenzaran a
asistir a nuestros actos; entre ellos, algunos especialistas, por ejemplo, en la
venta de zinc, que el MEDUCA requería para la reparación de escuelas.

—Antes no lo hacíamos —decían sus voceros—, porque era una pérdida
de tiempo, siempre se las ganaban los mismos o nos pagaban tarde.

Con MEDUCA-COMPRA, quien ganaba la licitación tenía un tiempo para
la entrega; y una vez cumplía, se ordenaba el pago. Pero se resolvió otro
problema. Después que se subía el precio de oferta al portal de MEDUCA-
COMPRA, se eliminaba la información privilegiada. Ahora, desde el primer
momento, era de dominio público.

Fue Celso Elías Bar quien formalizó el ejercicio. Un día, de vuelta de una
reunión en la Autoridad del Canal me dijo que se sentía bien trabajar allá:

—Las oficinas intimidan, pero nosotros no nos dejamos.
Él entendía el objetivo y puso a trabajar a su equipo para acelerar los
tiempos. En el proceso, fuimos entendiendo cuánto costaba atraer a nuevos
proveedores, porque muchas empresas grandes y serias no querían relación
alguna con el Estado. Varias veces Celso me llamó, buscando apoyo para
convencer a alguna empresa de participar en el ejercicio. Recuerdo,
particularmente, dos propietarios de empresas a los que llamé. Uno me dijo:
—Con el cariño que te tengo, no me pidas tanto, los gobiernos pagan mal
y tarde, y te expones a escándalos que yo no necesito.

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El otro me preguntó si tendría que lidiar con funcionarios
permanentemente; le expliqué que no, que lo único que había que hacer era
entrar al sistema y si no funcionaba el primer año… —Puedes desvincularte.

Los esfuerzos de Celso y su equipo en la promoción del nuevo sistema
pronto dieron sus frutos. Cuando tuvimos la primera compra, celebramos la
transparencia y rapidez del proceso. Eran dos maquinarias que funcionaban
en paralelo.

Entonces, como cuando brotan retoños inesperados, comenzaron a
notarse los ahorros. Cuando presentamos la ley en la Asamblea Nacional,
habíamos pedido que se nos excluyera de la norma que establece que no se
podía aceptar licitadores cuyos precios fueran de 10% hacia arriba y de 10%
hacia abajo, a partir del precio oficial, pero eso no fue aprobado. Queríamos
una verdadera competencia. Sorpresivamente, dos diputados se empeñaron
en impedirlo. Uno era abogado y en su oficina estaba la representación de
una de las empresas que más licitaba históricamente en el Estado. Nunca
entendí la oposición del otro, pero lo hacía con vehemencia.

Para saldar esa brecha, decidí que cada vez que se pidiera cotizaciones
para determinar los precios de lo que fuéramos a comprar, se aplicaría un
precio 10% inferior al promedio de las cotizaciones, así las empresas para
ganar tendrían que bajar sus precios 10% adicional, o sea, nos asegurábamos
un 20% menos que el precio de mercado. Y, curioso, siempre teníamos
proponentes, lo que nos permitía entender que los márgenes de ganancia
no eran tan malos.

Técnicamente, los proveedores no tenían que ir a la institución, salvo
cuando dos o más ofrecían el mismo precio. Allí, en presencia de un
representante de cada uno, se lanzaba un dado, y suerte al que le tocara.
Luego, solo tenían que asegurarse de entregar la mercancía en el tiempo y
lugar señalado, y el MEDUCA tenía 30 días para pagar.

Este tema de compras fue muy complicado. En una oportunidad, se hizo
una licitación grande, de más de 3 millones de balboas. La empresa que ganó
presentó un producto hecho en Estados Unidos, con un valor de 380 mil
balboas menos que el competidor más cercano. Pero este último, además de
tener un producto más costoso y de calidad inferior, empezó un proceso de
impugnación. Llegó tan lejos, que un tribunal me envió una sentencia, según
la cual, le debía entregar la licitación a la empresa que había perdido. Ese día

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