Espacpiroisvados
Gisela Alfonzo de Cappellin
Espacios privados
Primera edición, 2013
Corrección de textos
Magaly Pérez Campos
Diseño gráfico
Aitor Muñoz Espinoza
Fotografía de cubierta
Andrés Cappellin
Impresión
Editorial ExLibris
Hecho el depósito de ley
Depósito legal: lf2522013800652
ISBN: 978-980-12-6453-8
Espacpiorisvados
Gisela Cappellin
Caracas, 2013
Versalita
—Es la costumbre del cuerpo—
se excusó Eréndira.
Gabriel García Márquez
Desde que nació causó admiración. Sus padres eran
unos respetables vecinos de La Pastora que, avan-
zados en edad, finalmente pudieron tener la bendi-
ción de la descendencia. El papá, estudioso persona-
je de las zonas contiguas, era reconocido por todos
a sabiendas de su fascinación por las letras. Escribía
acrósticos, inventaba charadas, pasaba horas dedi-
cado a los libros y era experto en ortografía y mor-
fosintáctica. Sabía de memoria el origen más remo-
to de casi todas las palabras de la lengua castellana.
Complacido con su erudición, pensaba que las le-
tras le brindaban el ingrediente necesario para per-
petuarse. Su mujer, en cambio, vivía intranquila por
su deseo de tener hijos. La casa que habitaban pasa-
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ba desapercibida cuando se veían desde la acera sus
ocho metros de frente; pero una vez atravesado el
zaguán era distinta a las otras viviendas: había sido
pintada por la esposa, cuya fantasía contrastaba
con su reservada personalidad. Gracias a un original
diseño, el pasillo fue teñido de rojo y unos biombos
de anaranjado, espacio que resultaba desconcertan-
te para la mayoría de las visitas. Tras el despliegue
cromático, quien entraba a la vivienda se topaba,
bajo los más de tres metros de elevación de los te-
chos de caña amarga, con una estructura de metal
cubierta por el ramaje de un árbol, que en el medio
del patio había crecido enredado a ella. Múltiples re-
pisas superpuestas almacenaban la mayor cantidad
de obras literarias que existían a la redonda. Los li-
bros más extraños y valiosos permanecían encerra-
dos tras los cristales de muebles antiguos —cuyas
puertas fueron desarmadas para ensamblar la bi-
blioteca de varios pisos de altura— y conservados
milagrosamente incólumes al polvo junto a una co-
lección de objetos cotidianos, piezas arqueológicas
y armas de la época colonial. El inmueble mantu-
vo, en los patios, pasillos y habitaciones, paredes de
adobe a lo largo de sus cuarenta metros de profun-
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didad, atesorando la estructura original caraque-
ña. Sólo se modificó un cuarto, que fue convertido
en capilla y en donde a diario la devota esposa pedía
a Dios fervorosamente por la sucesión de su familia.
Cuando su hija llegó al mundo todos acudieron a
verla. La comadrona, que atendió el parto entre telas
de algodón y poncheras de agua, se encargó de hacer
correr la voz de que, a pesar de que a la madre no se
le notaba el embarazo y el advenimiento se adelantó
varias semanas, la criatura era enorme. No obstan-
te la precocidad, era la bebé más rolliza que se ha-
bía visto. Nadie podía negar que aquello era un acon-
tecimiento. Los trajecitos que tenían preparados,
unos heredados de las orgullosas abuelas, otros es-
pecialmente confeccionados para la ocasión, fueron
descartados: resultó imposible que alguno le ajusta-
ra a la recién nacida. Nada sirvió para vestirla; tuvie-
ron que presentarla a los ojos del conmocionado pa-
dre, envuelta en un paño de armiño, escogido al azar
para envolver a la niña. Entre los pliegues de la se-
dosa tela, las gruesas piernas sobresalían del moi-
sés, mostrando esplendorosas las diversas capas de
piel que las conformaban. Al ver a su hija, el hombre
opinó que se iniciaba —con letra mayúscula— una
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nueva etapa de la vida. Sin titubear exclamó su de-
signación y en el registro de la parroquia correspon-
diente, en documento hecho a mano, fue apuntado
su nombre: Versalita.
La madre, como no tuvo más hijos, nunca supo
si el parir aquel gigantesco ser había dolido más o
menos que la llegada de cualquier otro niño. Al rom-
per fuentes, se dispuso a dar pasos rápidos por la
casa. El taconeo retumbaba en su cabeza mientras
sentía que sus huesos pélvicos se expandían para
dejar pasar a la ansiada criatura. Venir al mundo con
casi siete kilos de peso era normal para unos padres
que jamás habían visto un recién nacido. La parte-
ra quedó asombrada de que, no obstante el abruma-
dor tamaño de la bebé, fuese expulsada con facili-
dad del vientre materno, como si la niña hubiera te-
nido apuro en nacer y estremecer con su volumen.
Tras solamente un breve gemido, la recién nacida
quedó en un silencio tan categórico, que el resto de
la casa se fue quedando petrificado ante el asombro-
so sigilo. Posteriormente, los únicos sonidos que se
escucharon fueron las ahogadas exclamaciones de
asombro de los que iban conociendo a la niña y la re-
sonancia que producía Versalita mientras succiona-
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ba. La mamá nunca pudo dar el pecho, no por dudar
de la posibilidad de nutrir con su leche a su propia
hija, sino porque le resultaba muy difícil sostener-
la en brazos. Desde el principio le dio de comer —le-
che completa, zumos de frutas, caldos y cremas—
mientras la niña estaba acostada en la cama de sus
padres, pues apenas tuvo poco tiempo de nacida, la
hija no cabía en su cuna. Los vecinos fueron acercán-
dose para conocer a la monumental bebita. Cuando
se celebró el bautizo, escogieron a varias parejas de
padrinos entre las personas más ricas y destacadas
del vecindario. Una de ellas le mandó a construir un
cochecito especial, en forma de carroza, con las rue-
das reforzadas y un amplio espacio forrado en seda,
en donde colocaron a la niña para poder desplazarla
y exhibir su hermosa voluptuosidad.
Versalita jamás lloraba; era una niña serena. A
medida que fue adquiriendo edad, aunque en esta-
tura se mantuvo en el promedio de sus contemporá-
neos, siguió aumentando estrepitosamente de peso.
Sus padres se acostumbraron a tener una hija que
era una notoriedad. Cuando la infanta salía a la calle
la gente se volteaba a verla, e inclusive se amontona-
ban a su alrededor para oírla balbucir, porque jamás
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se supo que Versalita hablara. Ante los comentarios
que hacía la gente, para tener una excusa y acercarse
a verla, la nena mantenía la misma actitud apacible:
seguía con la mirada los rostros de quienes le habla-
ban, pero sin alegrarse. Tampoco podía decirse que
no estuviera a gusto, porque la niña nunca lloraba,
jamás se le oyó quejarse.
A partir de los primeros paseos al parque, los
padres se dieron cuenta de que debían arreglar a la
niña con más esmero que cualquier otra pareja que
tuviera hijos, porque Versalita era capaz de asom-
brar a los más escépticos. Al ir por la calle lograba la
atención, no sólo del que era entrépito y estaba pen-
diente de la vida de los demás; también hacía vol-
verse a los enamorados que hablaban por la venta-
na o a quien estuviera distraído en la lectura de la
prensa. Para disponerla a salir, la madre no conse-
guía adquirir trajecitos, pues los que eran diseñados
para niñitas del mismo tiempo no le servían; tampo-
co podía vestirla con ropa de niños mayores porque
no le lucían. Entonces aprendió a coser. Confeccio-
nó para ella ropa cada vez más elaborada y la gente
se agolpaba con mayor frecuencia a contemplar a la
nena. Así pasó de los encajes y bordados, a los tercio-
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pelos y drapeados, inclusive con apliques en pedre-
ría. Era notorio el esmero de la señora en confeccio-
nar los vistosos trajes para su hija; se hacía traer va-
liosas pieles de animales y brillantes plumas de aves
para adornar los sombreros con los que la engalana-
ba. Todo armonizaba haciendo un elegante conjun-
to con aquel físico inmenso: la niña mostraba su ela-
borada figura con imperturbabilidad. La gigantesca
criatura sirvió de inspiración, primero a su madre y
luego a otras costureras, que solicitaban por favor le
permitieran llevar sus vestidos, pues sabían de an-
temano que todos iban a verlos y comentarlos. Ver-
salita era la mejor modelo; un aviso publicitario vi-
viente que llamaba la atención.
Los primeros años de su vida fueron distintos a
los de una niña de su edad. Nunca se le oyó hablar;
sin embargo, como siempre estaban pendientes de
ella, aprendieron a interpretar sus necesidades y
acudían a complacerla al menor indicio de sus de-
seos. Su vocabulario se constituyó de pocas pala-
bras: monosílabos que ella pronunciaba con langui-
dez, en un susurrante tono de voz y dando una ex-
tensa prolongación a la vocal que las conformaban:
Nooo, sííí, luuuz, yaaa. De esa forma, Versalita se ex-
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presaba y ante sus exigencias, todos la entendían.
Hicieron desfilar por su boca pulpa de guanábana,
parchita, níspero... y, gracias a su código lingüísti-
co, fueron descubriendo cuáles eran sus frutas favo-
ritas. Después de hacer deslizar agua desde una es-
ponja por su voluptuoso cuerpo, supieron cuál era la
temperatura que más le agradaba a la hora de pre-
pararle el baño y, al permitirle absorber diversos
aromas, definieron la fragancia del jabón que más
la complacía. Sin embargo, a Versalita nunca la vie-
ron sonreír.
En una ocasión se supo que a la niña le gusta-
ba la música. Fue la primera vez que se puso de pie.
Había comenzado a gatear unos meses antes frente
al asombro y satisfacción de sus padres, quienes te-
mían que no caminara jamás. Una vez superada la
edad en que todos los niños dan sus primeros pasos,
perdieron la esperanza de que su hija se desplazara
con naturalidad, por lo que iniciarse en el gateo fue
recibido como una fortuna. El pausado movimiento
de los gordos brazos y las gruesas rodillas deslizán-
dose por el piso de mosaicos, constituyó una lenta
ceremonia que fue observada con respeto y admira-
ción. Cuando pasó junto a una mesa que sostenía el
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tocadiscos, la niña se detuvo; alzando la cabeza se
fue incorporando hasta sostenerse en pie y se que-
dó mirando fijamente el redondel de vinil que, dan-
do vueltas bajo sus narices, reproducía una versión
del Claro de luna de Debussy. En un principio pensa-
ron que le había llamado la atención el movimien-
to giratorio del aparato, pero al terminar la pie-
za, la enorme bebita expresó con un sonido gutu-
ral: mááááás. ¡Qué gran satisfacción produjo saber
que Versalita se deleitaba con la música! Comenza-
ron a hacerle oír, uno cada día, los discos que su pa-
dre atesoraba. La hacían escuchar las piezas des-
pués del almuerzo, porque suponían que a esa hora
tenía la placidez de la digestión. ¡Cuánto júbilo se
despertó a su alrededor al descubrir que, duran-
te las piezas en que sonaba un piano, la niña movía
los abultados deditos de sus manos al ritmo de cada
melodía! El día que la criatura cumplió siete años,
por las empedradas calles de la urbanización en que
vivía, entre varios hombres llevaron a cuestas has-
ta su casa, un antiguo piano de cola: sus padres hi-
cieron todo tipo de transacciones y trueques hasta
lograr acumular el dinero necesario para brindarle
ese obsequio. A pesar de lo viejo, el instrumento se
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mantenía en perfecto estado y los progenitores pu-
dieron adquirirlo a un precio especial porque expre-
saron al vendedor, con emoción y sinceridad, lo que
significaba para su hija.
La única persona conocida capaz de tocar el ins-
trumento era una vecina que en sus conversacio-
nes, se jactaba de esa cualidad, por lo que fue invita-
da para que por favor interpretara alguna pieza en
presencia de la niña. Recogieron las sillas de la casa
y las dispusieron alrededor del sonoro cajón. Prepa-
raron galletitas para ofrecer a la invitada, quien acu-
dió puntualmente a la convocatoria con un cuader-
no bajo el brazo. Versalita fue colocada junto al ban-
quito donde se sentó la intérprete, para que así la
niña pudiese apreciar mejor la demostración. La ve-
cina puso su cuaderno en el atril y comenzó a eje-
cutar las escalas y los arpegios a los que había dedi-
cado durante años su práctica diaria, ejercicios que
le aseguraron la destreza necesaria para alcanzar
un alto nivel técnico. Así fue demostrando la suce-
sión de tonos y semitonos, evitando el pase del pul-
gar por debajo de las manos. Lo único que sabía in-
terpretar eran escalas ascendentes y descenden-
tes, pero aun así todos quedaron maravillados al ver
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que, simultáneamente, Versalita movía sus yemitas
mientras sonaba el piano. Los días siguientes fue-
ron de regocijo. De manera espontánea, la opulenta
niña se acercó al recién llegado instrumento; lo fue
palpando: primero las patas, luego la caja de reso-
nancia, las cuerdas templadas de su interior, hasta
que, como si las acariciara, fue tocando una a una las
teclas blancas, luego las negras. Así fue, sucesiva-
mente, hasta lograr emular de manera idéntica los
ejercicios que, semanas atrás, había interpretado
la vecina. Poco a poco fue desarrollando una inde-
pendencia, fuerza y uniformidad en los dedos que
superaron a la modelo. Felipe Camacaro, el padre
de la prodigiosa niña, se dio a la tarea de conseguir
discos con las más virtuosas interpretaciones de las
más reconocidas piezas para piano. Llevó a su casa
libros con ejercicios para adiestrar ambas manos, y
consiguió un metrónomo de madera para arrullar a
su hija Versalita con diferentes ritmos. Un lento tic-
tac le servía de compañía a la hora del baño; y duran-
te los minutos en que la sacaban al patio, colocaba el
peso de la máquina que marca el tiempo lo más aba-
jo posible, para que el ritmo acelerado de la varita de
metal coreara a las gallinas picando el maíz. Versa-
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lita pasaba las horas frente al piano. Logró soltura
en las muñecas y su mano izquierda fue igualmente
ágil que la derecha, cualidades indispensables para
la buena ejecución del instrumento.
Pasaron los años y el abultado cuerpo de Versali-
ta fue adquiriendo rasgos de mujer. En el volumino-
so torso se definió la cintura, la cual se fue haciendo
angosta mientras se acentuaron, generosas, las an-
chas caderas. En las gruesas piernas se afinaron le-
vemente los tobillos, dándole a las redondas panto-
rrillas una armónica figura. Exhibiéndose entre los
robustos brazos, más abajo del grueso cuello, emer-
gieron sus dos pechos redondos y firmes, bien sepa-
rados entre sí, por lo que lucían perfectos aun tras el
ropaje y por encima del prominente abdomen. La on-
dulada cabellera —que durante su infancia fue cor-
ta y los rizos se acomodaban en tirabuzones que en-
marcaban su redondeada faz— fue creciendo y se
convirtióen una preciosa melena, cuyos buclescaían
con suavidad sobre los nutridos hombros. En el ros-
tro destacaba una sutil hendidura, entre la respin-
gada nariz y los abultados labios. Las notables meji-
llas resultaban la moldura perfecta para esa inmensa
cara que robaba la atención de quien la mirara.
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La gente hablaba de Versalita. Todos comenta-
ban algo de ella, ya fuera por su gordura o por su des-
treza para el piano, pues el sonido que emergía de su
casa se escuchaba en los domicilios cercanos a dife-
rentes horas del día. No había reunión social en la
que no se disertara sobre su voluptuosidad, su ele-
gancia en el vestir o su maestría al interpretar la mú-
sica. Las historias que se decían de ella comenzaron
a ser cada vez más exageradas y la gente se admi-
raba. Inventaban relatos en los que se juraban testi-
gos presenciales de cada evento. La imponente per-
sonalidad se prestaba para extremar las anécdotas y
se improvisaban las razones que dieron origen a su
manera de ser. Era una mujer portentosa y las perso-
nas le mostraban su fascinación con regalos que su-
ponían de su agrado. Quienes la cuidaban, se encar-
gaban de hacerle llegar los obsequios en los momen-
tos en que estuviera dispuesta para disfrutarlos.
Abrían frente a ella vistosos envoltorios, mostrán-
dole bombones, perfumes y flores que a diario reci-
bía. Aunque nunca sonreía, suponían que a Versali-
ta la deleitaban, pues se le hacía agua la boca y con
los dedos frotaba lentamente la textura de la tela
que estuviera más cerca, ya fuese de sus vestidos
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o del edredón sobre el que estuviera recostada. La
fama comenzó a crecer proporcionalmente a su vo-
lumen. Su enormidad era suficiente para soportar
todo tipo de comentario. La gente se amontonaba
para oírla a lo lejos interpretando el piano, o los más
afortunados para verla cuando, bajo el resguardo de
los cautelosos padres, salía a pasear. Los intrépidos
que alguna vez pudieron fotografiarla, vendieron
sus imágenes a costosos precios a revistas de alta
circulación.
Fueron celebradas las ocasiones en las cuales se
presentó en público. Antes de cada función, la arre-
glaban con hermosas e insinuantes galas. Los trajes
eran abotonados por un numeroso equipo de volun-
tarios que disfrutaba con los olores que emanaba
su piel y que eran el resultado de las fragancias ob-
sequiadas por sus admiradores ya que, por su esca-
so movimiento, Versalita no transpiraba. Con inno-
vadoras técnicas de la cosmética, expertos maqui-
lladores hacían resaltar las suntuosas facciones del
enorme rostro, cubriendo cualquier señal del agota-
miento al que era sometida. Impávida, permitía que
untaran sobre su cara pinturas y coloretes. Sin pes-
tañear, consentía que húmedos pinceles delinearan
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sus ojos para hacerlos más grandes y tener la expre-
sividad que todos deseaban.
Sus seguidores aguardaban hasta que las corti-
nas del teatro se abrían. Sólo verla sentada era un
espectáculo. Aplaudían eufóricos ante la vasta cor-
pulencia que rebosaba el asiento en el que apare-
cía dispuesta. Al tocar el piano, las manos de Versa-
lita se desplazaban sobre el teclado de manera sor-
prendente. La agilidad de los dedos contrastaba con
el volumen del pesado cuerpo. Parecía un milagro
que con su grosor alcanzaran las octavas. Las notas
fluían mientras las yemas apenas rozaban las teclas;
la música sonaba deliciosamente. A medida en que
interpretaba las más difíciles y complicadas piezas,
el público dejaba de atender a la técnica. La interpre-
tación era perfecta; nunca había dudas o errores y
las melodías llenaban el ambiente con su maestría.
Los que la escuchaban iban dejándose invadir por la
sonoridad del instrumento. La inmensa mujer saca-
ba del piano, más allá de acordes, sentimientos. Des-
pertaba en el público una empatía grandiosa y to-
dos vibraban al unísono en cada compás. Llegaba a
los corazones. Si las frases musicales eran alegres,
los hacía palpitar a prisa; si eran tristes, entonces lo-
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graba oprimir el pecho y paralizar las pulsaciones
de quienes la escuchaban.
En una ocasión, Versalita hizo sentir al público
tanta emoción, que a medida en que sonaba el pia-
no brotaban lágrimas de los ojos de los que estaban
presentes. Primero gota a gota, luego en una fuen-
te continua que la gente dejó de secar y que, mien-
tras caía por sus rostros, fue mojando los trajes, lue-
go los zapatos, hasta que inundó el recinto. La pre-
sión del líquido hizo abrir las puertas del teatro para
escapar chorreando escaleras abajo y salir a la calle.
Las personas en las aceras se preguntaban asom-
bradas qué era aquel fluido transparente, con una
densidad distinta al agua. Algún curioso lo probó y
supo que era salobre, pero se entendía que no era
agua de mar, porque de cierta manera también era
dulce.
La primera oportunidad en que dejaron desa-
tendida a la prodigiosa joven fue en la privacidad de
su casa, un momento después de haberla bañado. El
amplio espacio, dispuesto para poder lavarla a sus
anchas, permanecía aún empañado y sobresalían
en el ambiente los aromas con que la enjuagaron. Es-
tando a solas, Versalita miró su propia imagen, ab-
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soluta, espléndida. Vio su espalda reflejada en los
espejos, reproducida infinitas veces. Pasó sus gor-
das manos por la húmeda cabeza, encendió el seca-
dor de pelo y acarició sus rizos mojados moviéndo-
se con el viento. Los hábiles dedos se entretuvieron
en las cavidades de las orejas y palpó la carnosidad
de los lóbulos. Tocando su cuerpo, las carnes redon-
deadas le recordaron frutas; sintió en la dimensión
del abdomen la hendidura del ombligo, semejante a
un albaricoque maduro. Embelesada por el roce, la
sorprendió un desconocido olor acre que emanó de
sus axilas. Descubrió los pliegues de su piel, fresca
aún por el agua, mientras el soplido caliente la acari-
ciaba evaporando las gotas esparcidas en ella. Al pa-
sear el aire por la enorme corporeidad, la brisa arro-
pó los abultados muslos; Versalita flexionó levemen-
te las rodillas y, al balancear las piernas, una ráfaga
de viento rozó su intimidad. Sorbió un grito, mordis-
queó sus labios y al fin, en secreto, sonrió.
23
En unlugar
La línea que separa
el placer del dolor
es muy fina.
E.L. James
Junto al impacto por la espalda vio su cabeza pro-
yectarse hacia atrás y luego hacia adelante. En la os-
curidad comenzó a escuchar —cada vez con mayor
nitidez y volumen, hasta sentirse aturdida— unos
golpes secos, simultáneamente en las dos ventanas,
a ambos lados de su carro. Fue cuando se dio cuenta
de lo que sucedía. El choque había sido a propósito.
Interrumpió la escritura para cambiarse de ro-
pa. Detesta quitarse las pantuflas para vestirse. Su
vestuario está pasado de moda y para salir sólo tie-
ne un viejo traje de paño color pardo, de calidad me-
diana. En pocos minutos la irán a buscar para lle-
varla a una entrevista con un grupo de lectura.
Aunque la mayoría de las veces rechaza estas citas,
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sabe que son recomendables para la promoción y
mercadeo de sus libros. Le fastidia reunirse con per-
sonas que hacen observaciones acerca de su trabajo
cuando algunas ni siquiera lo han leído. Es respeta-
da por destacados grupos intelectuales; en ocasio-
nes la invitan a dictar charlas y es jurado en concur-
sos literarios. Sus publicaciones son respaldadas
por los académicos que han redactado elogiosos
comentarios en la contraportada de sus publica-
ciones.
Todos hablan de descomposición social, de una
ciudad perversa donde los asesinos deambulan por
la calle, pero la posibilidad de que algo le pasara a
ella la había concebido remota. Una forma de inge-
nuidad que ahora, con la sensación inequívoca de
la realidad donde se encuentra atrapada, se repro-
cha por su falta de precaución. Cómo no darse cuen-
ta de que la venían siguiendo, fue lo único que lle-
gó a preguntarse antes de que el miedo le helara las
piernas, fuese subiendo hasta erizarle la cara y la
petrificara por completo. Se entregó sin resistirse a
esa decisión del destino. Cuatro hombres armados
la apuntaban; no sabe si los impactos que habían
reventado los vidrios fueron disparos.
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La idea de escribir ese texto no fue de ella. Un
editor reunió a un grupo de escritores para partici-
par en el proyecto. No tenía interés en que su nom-
bre apareciera junto con el de los demás, pero la
propuesta fue hecha públicamente ante diversas
personalidades y le fue imposible responder de la
manera que hubiera querido, con un no sereno y ro-
tundo, sin mayor explicaciones y escondiendo el
qué te crees, que yo voy a escribir lo que me pidan; a
estas alturas escribo únicamente sobre lo que a mi in-
quieto pensamiento creador se le antoje. Sin embar-
go se quedó callada y dejó abierta la posibilidad de
que sus letras estuviesen incluidas en la antología.
En medio del aturdimiento le pareció escuchar
a alguien gritar: «¡Llévatela a ella!». Abrieron las
puertas y la arrastraron. Estaba tan ensimismada
que perdió un zapato y no se dio cuenta. Duda si
fue al azar o a sabiendas de quién es y dónde vive.
Esperará que le hagan preguntas. Asume que debe
responder con sinceridad, no contradecirse. Pensó
en su cartera; recuerda haberla tenido cuando salió
de su casa. No sabe si sus captores la tomaron tam-
bién; allí podrían encontrar su nombre y algunos
datos de su vida privada.
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Es de facciones alargadas y rostro inexpresi-
vo. Si está con otra gente sus ojos permanecen fi-
jos en un punto neutro y no se puede descifrar si
atiende o no a los temas que verbalizan. Sus movi-
mientos suelen ser parsimoniosos, salvo cuando
algo le molesta —por ejemplo, si la interrumpen
o contradicen— en cuyo caso aparece su tempera-
mento colérico. Al llegar a cualquier lugar espera
a que se acerquen a saludarla y recibirla con hono-
res, pues sus sentidos creen merecer esa grande-
za. Discute con compañeros de foros cuáles libros
son los mejores, manejando nombres de autores
que han sido traducidos en varias lenguas y a quie-
nes les han concedido prestigiosos galardones.
Trata de mantenerse alejada de los productos mer-
cantilistas —critica severamente las propuestas
para las crisis existenciales o soluciones espiritua-
les— y se dedica a obras que destacan por la clari-
dad de la prosa, denuncian temas sociales, profun-
dizan la psique de los personajes y, sobre todo, con
las cuales su pensamiento —su cerebro ha sido
entrenado con el esfuerzo de un gimnasta olímpi-
co— reciba una actividad proporcional a su nivel
de rendimiento.
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Su mente volvió a la realidad cuando le apre-
taron un arma contra la cara. El metal hundido en
su pómulo, más allá del maltrato físico, le hizo ca-
librar la fragilidad del destino tras lo insensible de
la mano que aprisionaba el gatillo. Entonces se dio
cuenta de que el vehículo donde la subieron se ha-
llaba en marcha.
Menosprecia el carácter oscuro y los ambien-
tes degradados del género con el que se comprome-
tió. Aborrece ese tipo de narrativa; le disgustan los
bajos fondos, las aguas turbulentas. Por otro lado,
sabe que esta forma de escribir es cotizada entre los
lectores y por primera vez lo hace pensando que po-
drían aumentar sus ingresos y, por ende, su calidad
de vida (aunque también sabe que, pese a ser el es-
pañol la segunda lengua más hablada en el mundo,
son sólo dos o tres los libros escritos en ese idioma
que aparecen en la lista de los más vendidos de la
historia). Ella, como la mayoría de los intelectuales,
posee pocos medios de fortuna (por debajo, pues,
de los best sellers, personajes ricos y con derecho a
usar el título de escritores). Está escribiendo sin la
pasión que suele poner a sus trabajos pero quiere
darle fin, al pie de la letra, como se prometió.
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Se encontró sentada entre dos hombres con
chaquetas y gorras negras que le gritaban: «¡No
nos veas!» y le echaron encima una cobija. La sen-
sación asfixiante la hizo consciente de lo sensible
de su organismo. Comprendió la naturaleza de la
soledad, percibió los límites de su vida. «Fuera de
mí no hay nada; si no hablo, nadie se acercará al pe-
ligro —pensó—. Soy yo sola con mi fortaleza o mi
debilidad». Por una rendija logró identificar un avi-
so publicitario que durante las fiestas decembrinas
suelen iluminar. Debajo del asiento sintió girar las
ruedas con mayor rapidez; supo que habían toma-
do la autopista hacia el centro. Otros dos hombres,
que estaban en la parte delantera del carro, habla-
ban por celular, con otra gente a quienes les ren-
dían cuentas.
A veces gasta el dinero destinado para la comi-
da en libros. En sus pocas salidas, siempre a libre-
rías o ventas de segunda mano, revisa durante ho-
ras las torres de tomos apilados; busca ejemplares
a buen precio y se lleva cuantos puede. Por no ca-
ber en las repisas de su biblioteca, los libros no van
catalogados por autores y fechas de edición, como
le gustaría, sino que están agrupados en los diver-
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sos espacios de su vivienda. Narrativa venezolana
en el estudio, latinoamericana en el comedor e in-
ternacional en el baño. Alrededor de su cama tie-
ne los libros de poesía, considerando que conden-
san la pureza del alma y sólo esas letras son dignas
de acompañarla las pocas horas que duerme. Los
ratos en que está ociosa —los menos del año— se
dedica a pasear con la vista por los lomos de sus ad-
quisiciones y los alinea ordenadamente. Repite,
con el ardor de ser ese su mayor deseo, que le gus-
taría recluirse en un cuarto donde no hiciera nada
más que leer y que le pasasen la comida por debajo
de la puerta para no desviar su atención.
Un golpe seco sobre su hombro acompañó la
pregunta: «¿Qué hacía usted por allí? Díganos —in-
sistió la agresiva voz— ¿dónde vive?». Existía la po-
sibilidad de que la hubieran atrapado al azar y, de
ser así, la única manera de que los maleantes pudie-
ran obtener algo dependía de ella. No hablará, ab-
sorberá toda información, intentará resistir cual-
quier maltrato para extinguir el peligro. «¡Contes-
te, pues!», y otro golpe, esta vez más fuerte y en la
cabeza, la hizo considerar darles una respuesta,
para calmar sus ansias, distraerlos un rato. «Usted
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sabe muy bien para qué estamos aquí», le oyó decir
al hombre que manejaba.
Al enfrascarse en la lectura la invade una sen-
sación de plenitud, una satisfacción que en medio
de las tribulaciones o simplezas de la cotidianidad
no logra alcanzar. Leyendo percibe el resto del mun-
do distante, a un ritmo lento y silencioso, pues vive
como ciertas las soñadas invenciones que le brin-
dan las letras. Su acercamiento a Kundera le permi-
tió entender los errores humanos tomados por cer-
tezas ante las dudas. Con Highsmith temblaron sus
manos al transitar las psiques inquietas por el aba-
timiento de las frustraciones. Su alma alcanzó el rit-
mo del amor con los serenos pasajes de Murakami.
Conoció la sensibilidad y el egoísmo de la sociedad
en las letras de Nemeroswky. Cuando abre un libro,
con una bocanada de aire acepta que a partir de allí
todo el resto es insulso y superficial.
Intentó persuadir a los captores hablándoles
sobre el peligro que también ellos corrían. «¡Cálle-
se!, ¿quiere que la matemos aquí o que la llevemos
para Colombia?». Ella intentó identificar el acen-
to del hombre que le gritaba; no parecía que fue-
ra de otro país. Asumió que quizás fingía y que sólo
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intentaba atemorizarla para obtener alguna res-
puesta.
En una forma menos placentera que leer, se de-
dica a escribir. Sus letras son la manera en que su
mente decanta las lecturas. Considera que escri-
bir es un proceso biológico, igual que respirar, en
el que, tras entrar en su organismo una materia ex-
terna, en este caso palabras, la transforma, no en
anhídrido carbónico, sino en nuevas ideas. Se refie-
re a su obra como su propio excremento. Sabe que
la ironía es celebrada por los intelectuales como
muestra de agudeza, pero igualmente entiende
que su obra, comparada con las maravillas que en
letras ha dado la humanidad, no tiene ninguna im-
portancia. Sin embargo, al escribir tiene tenden-
cia al furor. Al buscar una frase que ha leído en al-
gún libro —pensando en que recuerda la obra y el
contexto— puede pasar días revisando, obsesiva-
mente, línea tras línea, adelantando y retrocedien-
do páginas, hasta dar con ella para utilizarla como
referencia en sus escritos. Está todo el tiempo pen-
sando cómo redactar los minutos que va viviendo.
Lo considera agotador pero no logra dejar de ha-
cerlo. Cualquier situación, que ve o escucha, es un
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detonante a través del cual su mente se activa y la
repite dentro de su cabeza con las variantes grama-
ticales que se le van ocurriendo.
«Vamos para su casa. ¿Vive en una casa?». Con
esta pregunta supo que no sabían con exactitud
quién era y una forma de alivio se sumó a la inti-
midad que le producía la cobija encima de su ros-
tro. Inventó una historia sobre su vida, distinta a
la realidad. Ubicó su vivienda en una urbanización
que no era la suya, la cual conocía bien por si le pre-
guntaban detalles. Igualmente ideó un oficio con
el que no comprometía ninguna información per-
sonal. Explicó que era una mujer sola, sin recursos
económicos suficientes.
Las noches se le van leyendo y en las mañanas,
durante los minutos en que la luz aparece trans-
parente y ligera, sin producir sombra, ella escri-
be. Sus ideas surgen con mayor fluidez cuando es-
cribe a mano. En un acto que se le da con naturali-
dad, tacha una palabra cuando consigue otra con
la que se expresa mejor, hace círculos alrededor
de las frases que quiere resaltar y dibuja flechas al
margen del papel cuando desea cambiar un párra-
fo de lugar. Una preocupación caprichosa la obli-
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ga a fijar un trozo de tirro debajo de la uña, alrede-
dor del dedo medio, para amortiguar la huella del
lápiz cuando se extiende en los manuscritos. Para
no repetir vocablos, revisa los diccionarios buscan-
do nuevos significados, distintos a los de su len-
guaje habitual, disponiéndolos de una manera di-
ferente, entrelazándolos unos con otros en un jue-
go sonoro con el cual transmitir sus concepciones.
Le gusta utilizar términos rebuscados: trashuman-
cia en vez de cambio de lugar; hender, para abrirse
paso. Sin embargo, en este nuevo trabajo, destina-
do a un grupo de personas que en materia de lectu-
ra no conoce más que lo superficial, intentará fra-
ses comunes que reflejen la cotidianidad. Menos-
precia a los lectores que seguramente comprarán
la edición, en la que aparecerán sus letras junto a
las de las otras escritoras con menos estudios que
ella y que se promueven en revistas y programas de
radio como si fueran vedettes. Va a escribir el encar-
go con palabras sencillas. Intentará llegarle a ese
público desconocido.
Fue arrimando poco a poco, sin que los capto-
res se dieran cuenta, la tela que cubría sus ojos. Notó
que pasaron junto a un puente elevado, en una zona
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solitaria, de callejones oscuros, llenos de basura y
de edificios a medio construir.
Percibe las páginas que lleva escritas como una
crónica redactada por alguien ajeno. Se detiene
porque no es capaz de describir un mundo que des-
conoce. No encuentra cómo ilustrar en forma verí-
dica la historia que ofreció entregar.
En su intento por mostrarse serena —para ex-
plicar a sus captores lo escaso de sus medios— es-
cuchó a uno de los hombres ordenando a otro que
la amarrara.
El mundo de la literatura tiene un sabor y es-
pesura que ella no logra sentir en la realidad y le
decepciona que con su texto no logre transmitir
a los lectores sensaciones veraces. Su avidez por
leer la hizo probar las versiones electrónicas: cien-
tos de libros almacenados en un dispositivo del ta-
maño de una delgada carpeta. Así llegaron a ella
unas novelas de las que se han vendido millones
de ejemplares: la seducción a través del poder; la
sexualidad y el miedo en un juego entre el placer y
el dolor.
Por debajo de la cobija ve cayendo sobre su re-
gazo unas cinchas para juntar cables. El hombre
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que estaba junto a ella busca con afán sus muñe-
cas y la amarra fuertemente. «Quieta, no te mue-
vas», le ordenó. Ella intenta separar las manos; la
atadura no cede y al más leve movimiento siente
el escozor de la cinta plástica maltratando sus mu-
ñecas.
De tanto leer, fue a dar en el más extraño pensa-
miento: le pareció conveniente y necesario adqui-
rir experiencias, salir a la calle, buscar aventuras.
Requiere un estímulo que la haga escribir espon-
táneamente, sin esfuerzo. Tiene la capacidad para
crear cosas nuevas y admirables, pero debe perci-
bir el contacto humano para describir un dolor os-
curo, carnal y cautivador. Del corazón del hombre
salen los homicidios, el desenfreno, las envidias y
la frivolidad; todas las maldades salen de dentro.
Debe calibrar la densidad de su sangre para con-
vertirla en tinta.
La herida en su piel la hace sentir viva. La impo-
sibilidad de moverse no le quita libertad para pen-
sar. Al contrario, su mente se expande a sensacio-
nes que nunca había imaginado.
En la lectura encontró actos con agujas, cuchi-
llos, perforaciones y sangre; control de la respira-
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ción; contacto directo con corriente eléctrica, fue-
go o llamas en el cuerpo.
Está a voluntad de sus captores. La extensa va-
riedad de posibilidades a la que pueden someterla
le incita una curiosidad que se extiende en su inte-
rior e invade su ser. «Estoy sola —pensó—. Pueden
hacer conmigo lo que deseen y yo estoy dispuesta
a soportar».
Rechazaba lo oscuro, pues desconocía las som-
bras de su interior. Los lectores de la civilización del
espectáculo buscan versiones morbosas, sensacio-
nes extremas; pagan por la exposición de miserias;
necesitan horror para complacerse. Ella quiere que
compren sus libros y obtener el placer que le brin-
darán los miles de ojos que recorrerán sus letras,
las múltiples lenguas que los comentarán. Al des-
cubrir que le gusta ser poseída, dominada, se ve em-
pujada a vencer el miedo y su autocensura moral.
Se obsesiona por vivenciar el maltrato, la vejación;
tiene fantasías de violencia. Se disparan sus ansias
de sentirse mujer pública, de varios; por ello, inclu-
so, permitiría que la azotaran. La excitan el riesgo y
el peligro que supone venderse.
Chilla, gime, se retuerce. Debe expresar, trans-
mitir.
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El más leve gesto ha de tener verdad, hasta la úl-
tima letra de la última palabra... Fue por eso que sa-
lió a conocer la noche, para poder escribir sobre ella.
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Mantisse, ñorita
El camino natural lleva
desde lo más cognoscible
y claro para nosotros
hasta lo más claro y cognoscible
por naturaleza.
Aristóteles
En la mesa del comedor, después que todos habían
almorzado y no quedaba nadie alrededor, en el mis-
mo lugar en que hacía las tareas del colegio, se dedi-
caba a pegar las barajitas del álbum. Antes de con-
centrarse en este trabajo buscaba el puñado de es-
tampitas que atadas en una elástica tenía en el
bulto. Las llevaba además envueltas en una hoja de
papel en la que estaba escrita la lista con la nume-
ración de los cromos, la cual iba tachando a medida
en que adquiría las imágenes que le faltaban. Unas
pequeñas gotas le cubrían el bozo, no por el calor,
pues a esa hora la luz del sol estaba matizada por
una planta de jazmín que había crecido enredada a
las rejas de la ventana. Mantis era todavía una niña.
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Siendo más pequeña tenía el hábito de chuparse el
dedo. Cerraba los ojos, lo introducía en la boca y suc-
cionaba con fuerza mientras el pulgar se confundía
entre la lengua y el paladar. Cuando llegó a la edad
en que se estimaba los chicos alcanzaban el libre al-
bedrío, esa costumbre dejó de producirle placer. El
sudor alrededor de su boca, apareció nuevamente
por el deleite que la pequeña experimentaba al ir
completando su libreta de cromos. Al recibir ese
cuaderno rectangular, todavía con las páginas va-
cías, vio en su exterior un grupo de peces y otro de
flores en colores atrayentes. También observó dos
dibujos de paisajes africanos: uno de enormes ani-
males y otro exhibiendo los miembros de alguna tri-
bu indígena, hombres y mujeres desnudos, con plu-
mas en la cabeza y las caras pintadas atravesadas
por huesos. En la portada lucía, además, en letras
verdes sobre un fondo negro, el nombre del álbum
de barajitas: Naturama. Como parte de la fachada,
en el extremo superior izquierdo, había la reproduc-
ción de una figura humana en la que estaban seña-
lados los nombres de las partes del cuerpo. Era un
álbum documentado, cuidadosamente estudiado,
para que los niños, jóvenes y adolescentes aprendie-
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ran la variedad multiforme y bella que crea la Natu-
raleza, practicando el grato e instructivo entreteni-
miento de coleccionar. Los cromos se compraban en
sobrecitos que contenían cuatro de ellos, estupen-
damente impresos, con imágenes nítidas y bien dia-
gramadas. La serie de estampas reproducía una vas-
ta muestra de los reinos animal y vegetal agrupados
por especies. Así vio aparecer crustáceos con capa-
razones en tonos brillantes, insectos detallados en
minúsculas partes y aves anidando en variados am-
bientes. La niña gozaba ante la expectativa de supo-
ner que en cada sobre vendrían estampitas nuevas y
que no habría ninguna que ella ya tuviera. Le fasci-
naba tachar los números de la lista y hacer más com-
pleto su repertorio. Cuando en el colegio se topaba
con alguna otra coleccionista, intercambiaban las
barajitas repetidas. Mantis veía pasar las imágenes
frente a su cara y expresaba: la tengo, la tengo, has-
ta que, al aparecer una desconocida, gritaba: ¡No la
tengo! La otra niña apartaba el apetecido cromo del
resto de su paquete y al finalizar el desfile de imáge-
nes, hacía un conteo de las que Mantis no tenía. En
primer lugar se intentaba cambiarlas por otras y en
caso de no tener suficientes para ser permutadas,
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se pagaba su precio en monedas. Mantis diariamen-
te se dirigía, cerca de su casa, al puesto donde ven-
dían revistas y, mientras otras niñas compraban su-
plementos de tiras cómicas, ella sólo adquiría bara-
jitas. A veces gastaba el dinero de su merienda en
comprar sobres pero sólo venían pocas imágenes di-
ferentes; en ocasiones las encontraba todas repeti-
das. Comprar directamente a otra persona resulta-
ba más conveniente pues se pagaba por cada tarjeta
el mismo precio que si se compraban por paquetes
en el kiosco, con la ventaja de que todas las imáge-
nes encontrarían un lugar el álbum. Mantis evitaba
la decepción de una compra que no llenara sus ex-
pectativas y revisaba con frecuencia las estampitas
repetidas de las otras niñas que coleccionaban el ál-
bum. Hubo cromos por los que fue capaz de pagar
un precio mayor que en el mercado regular: las bara-
jitas de doble ancho, las cuales encabezaban la pri-
mera página de cada especie de la Naturaleza. Eran
las más difíciles de conseguir, mientras que por
ejemplo, una estampita llamada Pervenche de Mada-
gascar, se repetía con frecuencia y no tenia ningún
valor comercial. Ilustraba unas pequeñas flores que
Mantis reconoció en los jardines de las casas vecinas
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