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Published by bahiriz, 2020-12-13 22:09:55

Espacios privados de Gisela Cappellin (2013)

Bueno, como te decía, en ese tiempo en que tra-
bajaba en la galería conocí a una persona que mar-
có mi vida.

Había venido a la exposición de un artista que
estaba ultra bien cotizado en el exterior y cuyas
obras aparecían en todos los catálogos de subastas
importantes. El tipo entró y yo, que había probado
el fracaso de una relación con un hombre adinera-
do, y que había jurado que en el futuro sólo me fija-
ría en el alma del próximo individuo que entrara en
mi vida, me encandilé con las apariencias y de nue-
vo un morenazo refinado —con una boca sustan-
ciosa, de labios gruesos y oscuros— volvió a servir
de señuelo y me lo tragué completico.

Quedamos en vernos una tarde en un café cerca
de la galería. Te confieso que yo me esmeré, prendí
un incienso de rosa blanca para abrir caminos y es-
cogí la ropa que me iba a poner. Me costó decidirme,
sentía que con la mayoría de las cosas me veía es-
candalosa, debe haber sido porque por debajo de la
vestimenta se me saltaban las ganas. La mayoría de
las piezas destacaban mi figura, que ahora ha per-
dido el aspecto juvenil, no creas, tener el talle mas
grueso que en mis buenos tiempos me avergüenza

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un poquito, por eso casi no consumo alimentos, sal-
vo proteínas, y me he hecho lo último en tratamien-
tos adelgazantes: ultracavitación y trilipo. Bueno,
como te decía, en ese momento, decidí ponerme
un vestido voguish, sin accesorios pues, teniendo
maravillas, sobre todo en correas y chaquetas, no
quería verme exagerada. Lo que si tomé en cuenta
fue dejar a la vista la hendidura entre mis pechos:
sé que siempre ha sido tentadora. Menos mal que
en aquella época no había celular; solamente ima-
ginarme que en aquel momento hubiera tenido el
sonido indicándome que había recibido un mensa-
je, figúrate, me hubiera vuelto más loca. Ahora vivo
guindada de ese aparato; hasta debajo de la sábana,
así esté con alguien, lo reviso mil veces a ver si me
han escrito.

Total, esa vez llegué, y cuando llevaba varios
minutos en el sitio acordado, yo que juraba que él
seria igualmente puntual, me hizo esperar alrede-
dor de veinte minutos. Figúrate, casi media hora
perdida. Al pasar el tiempo, mi primera reacción
fue molestarme, inclusive pensé decirle que por
qué no me había avisado, que yo tenía otras cosas
que hacer, que lo dejáramos hasta ahí. Sabía que

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no me iba a embarcar, había leído mi horóscopo y
la luna estaba en un buen momento para alcanzar
mis metas. De la rabia por hacerme esperar me pro-
vocó morder a alguien, tirar la cartera al suelo, pi-
sarla y brincarle encima varias veces, pero como la
verdad era que yo iba a aguantar por aquel encuen-
tro el tiempo que fuese, decidí tomarlo con calma,
me tragué la furia y traté de mantener la imagen
de una mujer relajada e interesante, que podía so-
portar con elegancia durante los momentos que
hicieran falta. Por suerte tenía conmigo unas revis-
tas, yo siempre estoy comprometida con la actuali-
dad, averiguando dónde es la movida y esas cosas.
Busqué la mesa con la mejor iluminación y me colo-
qué en el ángulo ideal para que cuando entrara me
viera cómoda, despreocupada. Mientras aparente-
mente estaba metida en la lectura, yo simplemen-
te no estaba allí. Imaginaba que llegaba de un mo-
mento a otro, me encontraba absorta entre las pá-
ginas, y que con la intensidad de su mirada yo iba
a voltear los ojos y encontrar los suyos clavados en
mí. Qué delicia volver a vivir las emociones de una
adolescente, me sentía en la época en que fantasea-
ba con Mick Jagger. Los Rolling Stones me chiflaban

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y Sticky Fingers se volvió mi disco favorito cuando
dentro de la carátula, en la funda del vinil, encon-
tré el dibujo de esa lenguota roja que enseguida
imaginé alrededor de mis labios jugueteando en-
tre mis hendiduras. Aquella tarde que te digo, tenía
las corvas tras las piernas y el canalillo entre el pe-
cho, sudaditos; estaba fascinada con ese tipo. Soñé
que él iba a advertir lo ajustado de mi vestido, que
le provocaría mi perfume, y justo en ese instante
me preocupó que el olor a café llegara hasta donde
yo estaba pues de ser así, le iba a distraer el olfato.

Total es que estaba infatuation y por supues-
to, cuando el hombre llegó, me dejé conquistar con
sus palabras, con su voz ronca y áspero aliento;
expresaba conocimientos de pintura contemporá-
nea, hablaba de materias flexibles, sólidas, mol-
deadas o dispuestas. Sabía bastante, se le notaba,
mira que yo se de arte, por eso tenía mi trabajo,
además porque soy entradora y conversadora, bue-
na vendedora, pues. Como era la encargada de la
galería no tuve reparos en ir hasta allá, aunque es-
tuviera cerrada, y permitirle ver los depósitos. Cla-
ro, en el fondo esperaba ir a ese sótano de paredes
blancas y piso gris con la intención de entregarme

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a esa boca de trompetista, no sólo para hacer lucir
la extensa colección de cuadros. Aunque le expre-
sé que no era necesario, hizo un jugoso cheque a
mi nombre, como abono para garantizar su hon-
radez y poder trasladar a su casa dos de los lien-
zos que le interesaron. Era comprensible que qui-
siera verlos colocados en el espacio donde iba a po-
nerlos para poder decidirse: no es igual una pieza
sola, que puesta en el sitio. Se mostró atlético a la
hora de desmontar los bastidores, los enrolló en un
tubo, que elegantemente colocó debajo de su bra-
zo, y se los llevó con soltura al terminar de tomar-
nos la última ginebra.

Nunca mas volví a saber de él. En los inventa-
rios de la galería, con mucho cuidado, me deshice
de los nombres de las obras que se había llevado.
Por un tiempo intenté no cobrar el cheque, nunca
he tenido interés en lo material y tenía que demos-
trarme a mí misma que lo único importante es la
búsqueda de ese yo interior que necesita salir.

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Alebrijes

A mí, las alas me sobran.
¡Que las corten, y a volar!

Frida Kahlo



No interesa cómo se llame. Puede ser Lupita o Jacin-
ta; sin embargo, la llamaremos Cassandra. Un nom-
bre es algo ficticio: fingido, imaginario, falso. Lo ad-
judican al nacer y a veces usamos otro; lo cambia-
mos, ya sea porque no nos gusta o porque somos
llamados de manera diferente. Hay quienes se ha-
cen pasar por otra persona, suplantan su identidad
y usurpan el nombre. Llamarse de una forma de-
terminada es un convenio que se usa para recono-
cer a la gente. Como para algunos no tienen impor-
tancia los apellidos, inventan nombres rebuscados;
tratan de que sean únicos y sirvan de distintivo.
Este no es el caso, pero desde que vino a la ciudad se
llama Cassandra. 

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Al subir las escaleras, unas bromelias le araña-
ron las piernas y percibió algo extraño.  Había tran-
sitado esos peldaños muchas veces, cargando en
peso más cosas de las que llevaba en esa ocasión,
por lo que supo que no era que estuviese cansada.
Tampoco fue al final de la tarde, cuando el sueño
la distrae. Era temprano, lo cual le hizo corroborar
que definitivamente algo estaba ocurriendo. 

Cassandra tiene un pálpito, no está tranquila.
Había tomado la costumbre, con sus primas y veci-
nas, de ir a la plaza en las noches. La mayoría de las
veces ponían música y los del pueblo, a los que les
gusta bailar, aprovechaban para hacerlo, aunque
ellas sólo se arrinconaban a reírse disimuladamen-
te si algún joven las miraba de lejos. No importa
qué tipo de melodías sonaba o cómo iba vestida la
gente; eso no quita ni añade nada, porque todo su-
cede en la cabeza de Cassandra. 

Regresaban a su casa después de las once y
aquella noche lo hicieron como de costumbre, cami-
nando todas juntas, comentando en voz baja si al-
guna contaba una picardía. No sabemos si Cassan-
dra iba adelante o si, por el contrario, esa noche iba
detrás. Ella albergó la duda a pesar de que le explica-

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ron, en medio de un temblor que la paralizó, que el
aparecido que habían visto en el zaguán no era tal.
«Le juro por lo más sagrado —le dijo su tía— que yo
misma agarré un escobillón y le puse un sombrero
para que pareciera una gente; lo asomé por la venta-
na cuando regresaban de la plaza a ver si se les quita
de la cabeza la idea de salir de noche». 

Sin embargo, Cassandra, el sobresalto jamás
lo olvidó. No fue tanto por el aparecido, pues ella ni
le vio la cara; «claro hija, y cómo iba a vérsela si era
de palo. ¿No le dije yo que era una escoba?». El sus-
to mayor fue porque, a pesar de estar con sus pri-
mas, toditas se asustaron. No sirvió que fueran va-
rias: el miedo se les metió igual. Cuando a uno le
toca, le toca; y lo mismo da, aunque creamos estar
protegidos. 

Los arañazos en las piernas le hicieron tomar
la decisión de irse. Cassandra supo que ya no valían
las flores que le ponía a la imagen de la Virgen —su
abuela la tenía en lo alto de una repisa junto a la co-
cina— desde que se dedicó a pedirle a la santa que
le consiguiera trabajo. No tiene importancia si ella
preparó su equipaje o si le participó a alguien su de-
cisión; igual se fue. Llevó el papel donde una vez le

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escribieron la dirección; «vaya y pregunte; usted va
a ser buena doméstica con esa manía de estar pa-
sándole trapo a todo». 

Cassandra desconocía los lugares que recorría
la camioneta, desde la pieza que le dieron en alqui-
ler hasta el trabajo. En un principio debió haber an-
dado el trecho a pie, como seguramente se movían
en su pueblo natal; no imaginamos si había trans-
porte colectivo, pues no sabemos si la civilización
había llegado. El futuro no alcanza a todos al mis-
mo tiempo y parece que el tiempo, para algunos, ni
siquiera existe. Tampoco viene al caso señalar que
los vidrios de la camioneta estaban llenos de dibu-
jos, ni que el paño tejido —donde el chofer pone
las monedas que Cassandra le entrega, parecido al
que usaba su tía para apoyar la figura milagrosa—
le recuerda el olor a pabilo quemado. 

Lo único que se sabe es que Cassandra limpia
con esmero. Resulta indiferente si lo hace de rodillas
o si usa guantes de goma. No nos interesa su edad;
parecería extraño si supiéramos los años que tie-
ne; quizás es más joven de lo que su rostro desgas-
tado demuestra. Sólo está claro que, a pesar de estar
sudada, sus mejillas se mantienen rosadas. Eso lo

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aprendió de jovencita: tenerlas pintadas es una con-
sideración al prójimo, como lavarse los dientes o dar
los buenos días; una norma de urbanidad. Bajo el te-
cho de aluminio del galpón, que puede haber sido
de asbesto, ella friega el piso donde se reúne, des-
calzo y vestido de blanco, un grupo de gente que da
patadas y puñetazos en el aire. Da igual el estilo o la
escuela de artes marciales que practican; Cassandra
pensaba que era un baile o algo así y no imagina si
se ejercitan por salud, por protección personal o por
disciplina. 

Cuando los vio, estaban juntos los tres; que-
da la duda de si llegaron al mismo tiempo. La mu-
jer pasó primero. No sería posible determinar si le
llamó la atención su estatura o los largos zarcillos
que se movían a su paso. Quizás pensó que se pa-
recía a las modelos de las publicidades de la calle:
sin percatarse de la profundidad mediática, las ve
sonreídas mientras alrededor hay bolsas de basu-
ra. No estamos al tanto de saber por qué le vino a la
mente un montón de desperdicios que un hombre
intentaba hacer desaparecer a punta de candela.
El fuego derritió los objetos dándoles formas irre-
conocibles, pero se distinguían sobre la acera, en-

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tre los escombros, huesos chamuscados —no supo
si eran de pollo o de perro— que el fuego no logró
consumir. 

Ante el fétido olor, se supone que los pasajeros
se taparon la nariz y la boca con sus manos —se-
guramente alguno utilizó el brazo— pero no sa-
bemos por qué Cassandra se quedó inmóvil y no
apartó la mirada sino hasta después de que la ca-
mioneta se había alejado. A lo mejor sus ojos veían
diferente a los demás, no hay forma de saber si to-
dos vemos de igual manera. Cuando apareció una
de sus primas con un vestido nuevo, la mirada de
Cassandra se fue cubriendo de verde. Por más que
pestañeaba, no dejaba de ver las cosas cubiertas
por ese tono: el vestido, las piernas y la cara de la
dueña, así como las paredes de su propia casa, se ti-
ñeron de ese color. 

En su trabajo, Cassandra lleva la cuenta de quién
entra. El grupo acaparó su atención; los siguió has-
ta los vestuarios. Los tres se quitaron la ropa y, al es-
tar desnudos, los vio pintarse de un rojo intenso. Se
borró de su mente cuál de los dos hombres entró pri-
mero. Por momentos, considera que fue el de pelo
canoso: el único al que se le oía hablar —frases inen-

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tendibles—; ninguno de los otros se expresaba ver-
balmente. Se movían al unísono, haciendo con sus
cuerpos extrañas figuras.

De pronto Cassandra considera que el hombre
calvo entró primero. La cabeza rapada y lustrosa
llamó su atención y junto a él estaban unos gatos.
Había visto los animales en el estacionamiento, so-
litarios y huidizos; ellos no se acercan al gimnasio
sino cuando vienen estas tres personas. Sospecha
que les dan de comer y se han ganado su docilidad;
da lo mismo. 

Cassandra friega con cloro las paredes y estru-
ja los trapos con los que limpia hasta cerciorarse
de que no desprenden mal olor; al recordar el aro-
ma profundo de su ropa usada, los objetos se cu-
bren de una pátina morada. Lentamente se acerca
a los felinos. Uno de los gatos se deja acariciar con
docilidad. Cassandra siente la tibieza bajo el sua-
ve pelaje. Al pasar su mano por el cuellito, el ron-
roneo le llega a sus propios huesos. El animal cie-
rra los ojos, encoje las uñas. El paladar estriado y
la lengua rasposita estimulan los órganos senso-
riales de Cassandra y la impresión le brinda imá-
genes multicolores. Palpa los diminutos colmillos

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y la suave cola le rodea las piernas. Poco a poco su
percepción se concentró en su propia piel; buscó en
sus pantorrillas las marcas que le dejaron las bro-
melias. Se dio cuenta de que no había heridas cuan-
do escuchó a su tía gritar: «levántense, con esa cos-
tumbre de salir a la plaza se quedaron dormidas».

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A fuegolento

Al verte marchar, cadenciosa,
bella, negligente,

se diría que baila una sierpe
al final de un palo.
Baudelaire



Te pareció buena la publicidad. Desde que vendiste la
lancha, los fines de semana buscas algo que te brinde
la sensación de trabajo; te aburre no tener nada que
hacer. Cuando en la marina de Higuerote te espera-
ba la embarcación, mantenías la mente ocupada. Al
navegar había que estar metiéndole ojo al tacóme-
tro, no descuidar la palanca, ir a la velocidad correc-
ta. Con los motores se está todo el tiempo pendiente
de ellos: si suenan, se recalientan o sobregiran.

El aviso en la prensa te llamó la atención; estaba
bien escrito. Después de ojear las noticias naciona-
les, al entrarle a los deportes, debajo de los comen-
taristas, en un recuadro pequeño, viste el anuncio. A
pesar de los años trabajando en lo mismo, mientras

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tuviste el bote, los días libres eran suficientemen-
te entretenidos como para no sentir el peso de la
rutina. Encargarte de la empresa de reparación de
ascensores que fundó tu padre no te brinda diver-
sión. Te dedicas a ir a los edificios con los cuales tie-
nes contrato para el mantenimiento de las máqui-
nas, a revisar guayas y poleas. Con el barco era dife-
rente: era tuyo, lo habías comprado con el esfuerzo
de tu salario y con un esmero que jamás pusiste en
los elevadores, te dedicabas a lavarlo, tapar el mo-
tor o desarmar la radio para que no se la robaran.
En el mar, además de jugar con la posición de los es-
tabilizadores para enfilar las olas, durante las casi
dos horas de recorrido hasta La Tortuga, practica-
bas la pesca submarina. Sumergirse en esas aguas
que competían con el cielo en ser más azules, para
enfrentar con el arpón la profundidad y el silencio,
era lo máximo. A veces los pargos amarillos eran
tantos que de un disparo enganchabas dos. Los lim-
piabas y fileteabas, llenando una cava para toda la
semana, tiempo en que regresabas de nuevo al mar.

La nota en el periódico decía: «La lechosa ver-
de» y en la línea siguiente se leía: «Curso sabatino,
de 8 a 12. Sabores criollos». Desde tus días en la lan-

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cha, supiste que te gusta cocinar, pero tienes el pa-
ladar habituado a sabores europeos. Aliñas el arroz
frío con mayonesa y alcaparras; al cocer la pesca,
nunca faltan los pimentones o el ajo. La cocina es
de esas actividades que te permiten concentrarte,
dedicar la mente a algo concreto, sin dejar que esta
se vaya hasta el infinito, donde —al igual que las
algas en la propela— se enganchan pensamientos
que impiden avanzar. Por eso te llamó la atención
un curso de cocina: quieres dedicarte a pelar y pi-
car verduras sin que se te metan en la cabeza otras
ideas.

A tu familia le fue bien cuando se mudó de con-
tinente; superó las dificultades económicas que dejó
la guerra, pero ninguno de sus miembros logró aco-
plarse del todo a las nuevas formas de vida. A pesar
de haber nacido en estas tierras, cargas con las inco-
modidades de esa herencia. Sientes una manera par-
ticular de estar adaptado al trópico; llevas las cami-
sas por fuera, sin una franelilla blanca abajo, prenda
que tu progenitor jamás dejó de utilizar. En la pla-
ya hablas con los vendedores ambulantes como si
fueran tus amigos, con expresiones groseras que te
ayudan a sentirte conocedor de las costumbres loca-

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les, pero en el fondo sabes que no estás del todo in-
tegrado a este país de clima supuestamente bene-
volente. Cuando regresa de los fines de semana, tu
piel enrojecida, sobre todo en los brazos y el cuello,
contrasta con la palidez de un cuerpo que, además
de ser extremadamente delgado, por generacio-
nes no ha estado habituado a la desnudez. Cargas
con tu genética como con los muebles que perte-
necieron a tus antepasados, de los cuales sientes
orgullo y, sin embargo, de alguna manera, te inco-
modan. En ambos casos, en los escaparates y en las
costumbres, suena la herrumbre del tiempo y el su-
frimiento colectivo. Te apasionan las cosas de Amé-
rica más que a cualquier nativo. Sientes delirio por
el chocolate. En las ventas sabes distinguir, desde
lejos, los envoltorios de tus marcas favoritas y no-
tas cuando cambian la imagen en alguna de ellas.
Al comer un pedazo —lo cual haces con avidez—
le añades un placer adicional: vivir en la tierra del
cacao. Te entusiasman las lluvias pasajeras, el cre-
cimiento incontrolable de las plantas, los extra-
vagantes colores de los insectos y deseas alcanzar
esa libertad en tu alma, en tu manera de ser. Quisie-
ras superar las manías de las tradiciones, eliminar

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tu propia inseguridad y vivir cada día como si fue-
ra el único. Admiras la capacidad de improvisar de
tus coterráneos, la espontaneidad que tienen para
comprar, para construir, para decir las cosas. A ti te
inculcaron la precaución y la austeridad como cla-
ves del éxito.

Te dirigiste a la dirección que indicaba el anun-
cio del curso de cocina, ante la posibilidad de acer-
carte a unas costumbres desconocidas, para descu-
brir sus secretos a través de la sazón. Sólo el núme-
ro sobre la reja te hizo reconocer cuál era el local que
buscabas. El espacio, ubicado en una congestiona-
da vía principal, estaba aislado en la parte de atrás
de un viejo edificio. Era uno de esos sitios que no tie-
nen uso definido y donde debe haber funcionado
anteriormente otro tipo de negocios. Ahora en sus
dos pisos hay mesas con sillas plásticas y en el fon-
do una sencilla cocina, acondicionada con varios fo-
gones, en los que pequeñas llamas azules iluminan
ennegrecidas hornillas y ollas usadas. Los días de se-
mana ofrecen un menú fijo y el cocinero, que los sá-
bados sirve de profesor, reparte la carta y toma el pe-
dido, mientras sus alumnos interesados en mejorar
se encargan de revolver los guisos.

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Extendiste tu mano blanda y sudorosa para sa-
ludar; una vez anotados tus datos y habiendo pa-
gado el monto de la inscripción, encontraste que
entre los participantes, a excepción del maestro,
eras el único hombre. Había un numeroso grupo de
mujeres que se mostraban interesadas en los deta-
lles y explicaciones; afanosas por aprender, hacían
preguntas y tomaban apuntes. Reunieron al grupo
para explicar las técnicas básicas. Tú, notablemen-
te más alto que el resto de las alumnas, te mantu-
viste atrás. De esa forma podías atender las indi-
caciones, mientras observabas a las féminas sin
que estas se percataran de tu timidez. Colocaste tu
mano en el mentón y con el dedo índice cubriste tu
alargada nariz, como si al tenerla expuesta se de-
latara tu inseguridad y se evidenciara que eras el
único que había llevado un delantal y tus propios
cuchillos. Prepararían tres consomés: los claros, de
pescado y de ave; y uno oscuro, de carne. Detallas-
te al profesor —con una sonrisa constante, utili-
zando términos sin complicaciones e invitando a
participar— quien adelantó al grupo que al final
harían, de postre, buñuelos de yuca con melao de
papelón.

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Desde tu posición, observaste que entre las mu-
jeres había una que mostraba mayor confianza, no
hacía caso a las indicaciones del maestro y la viste
reír mientras le decía cosas al oído. Te pareció extra-
ña la relación; pensaste que podrían tener un amo-
río, o que quizás ella era una alumna que ya otras
veces había tomado el curso. A pesar de que no era
esbelta ni de piernas largas, como son tus preferi-
das, acaparó tu atención. Tenía puestos unos pan-
talones gastados, demasiado apretados, por lo que
le brotaba por encima de la correa una leve barri-
guita. Era baja de estatura, ponía las manos en su
cintura —colocando los pulgares adelante y el res-
to de los dedos en la espalda— y echaba la cadera
exageradamente hacia atrás. Bajo su franela ancha
y estirada se asomaban unos puntiagudos pechi-
tos. A ti te gustan las muchachas bien arregladas,
con la boca pintada y llenas de adornos; las disfru-
tas al verlas en la calle esperando piropos. Esta tenía
el pelo crespo, recogido con una liga, con un cintillo
que sin ninguna gracia le recogía la pollina y tenía
los labios brotados, blanquecinos por la reseque-
dad, con los que hacía muecas constantemente. Era
distinta a las mujeres que robaban tu atención y, sin

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embargo, no podías dejar de mirarla. Ella, sin hablar
ni hacer ruido, pero inquieta, se movía de un lado al
otro de la cocina. Jugueteaba con los instrumentos,
los hacía girar en el aire entre sus dedos de uñas muy
cortas, los cuales, de vez en cuando, hundía en los
materiales y los metía después en su boca. «El caldo
debe hervir máximo 20 minutos; si no, se amarga»,
escuchaste decir al enseñante.

Volviste a enjuiciar la relación entre ella y el pro-
fesor; consideraste que emanaban una evidente in-
timidad. Te diste cuenta de que te habías mantenido
abstraído sin atender a la clase. Revisaste los ingre-
dientes buscando una referencia distinta a la comida
que tradicionalmente preparas —los olores del ci-
lantro fresco, la textura del mango maduro— y des-
viaste tus ojos hacia esa forma de comportamiento
que te tenía distraído. Escondiendo tu nerviosismo,
la mirabas, y mientras el resto de las compañeras,
para revolver daba vueltas al batidor, ella lo agarra-
ba por el grueso mango y con el puño cerrado lo ha-
cía subir y bajar lentamente. En otro momento la ha-
bías visto mordisquear un pitillo, lleno de saliva, des-
pués de haberlo tenido un rato en la boca. Sentiste
contaminada tu emoción. A veces sientes miedo; te

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ha ocurrido en sitios atiborrados de gente, donde
te percibes extranjero, pues beben, comen y gritan
más que tú. Habitualmente, para defenderte de tu
incapacidad para adaptarte a lo exótico e irracio-
nal de los habitantes de estas tierras, rompes con-
tacto con el mundo exterior y te cuesta tomar deci-
siones.

Tuvieron que preparar un pollo; entregaron un
animal entero a cada cuatro personas, quienes de-
bían meter en una bolsa el cuello y las vísceras has-
ta dejar la cavidad interna vacía y dispuesta a reci-
bir el relleno. La pálida piel del ave era rugosa por la
hinchazón de los poros donde anteriormente hubo
plumas. «Hay que dejar la piel para que se proteja»,
oiste decir al profesor, «para que mantenga su for-
ma al hornearse».

Ella fue la primera en tocar el animal; lo hacía
con desparpajo. En una aventura de exploración con
sus dedos, dibujaba círculos alrededor de las protu-
berancias, visitaba las hendiduras. Con el índice iba
desgarrando el camino entre la piel y la carne, intro-
duciendo la pasta jugosa del aliño: sal, ajíes y limón.
Con la mano estrujaba los muslos para meterles el
sabor; la introducía completa en su interior. No par-

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ticipaste. Para ti, mondar, escarbar, son actos que
se hacen a escondidas. Sentiste el estómago com-
primido y una evidente sudoración en las manos.
No estás seguro de si ella se comporta de esa mane-
ra para llamar la atención; la notas concentrada en
lo que hace, sin buscar aprobación o reconocimien-
to de nadie. Una de las compañeras tomó fotos de
los demás integrantes; al retratarla a ella, esta vol-
vió la cara dejando de lado la cámara, con su negra
pupila arrinconada en el rabillo del ojo y el rostro sin
esbozar ninguna sonrisa. Te sientes turbado. Poco a
poco, lentamente, las creencias, costumbres y leyes
se almacenaron en tu forma de ser. Recuerdas la crí-
tica de tu padre a tus zapatos abiertos, poco serios
para trabajar, y tú defendiéndote con la argumenta-
ción del clima, sintiéndote frágil, débil. La agitación
te produce una sensación de picor; te sientes aver-
gonzado. Las náuseas te obligan a salir del local. En
tu mente quedó la imagen de ella susurrando al oído
del profesor. Te fuiste sin saber que era hija del maes-
tro y que el exceso de calor violenta la carne, la que-
ma, la abrasa.

176

Bocetos

En el arte, materia e idea
hacen causa común.
Luisa Richter



Mientras almuerza, la amplitud de la mesa se hace
más evidente al pasar la mano sobre el mantel; apre-
cia el aire jugueteando entre los platos y hace de la
brisa un ingrediente para el disfrute de la comida.
Celebra cada momento con el ritmo pausado de una
ceremonia ritual, ajustando los detalles hasta lo-
grar la armonía que le satisface. Tiene una relación
íntima con los objetos: al dividir la servilleta de pa-
pel le da uso completo a cada mitad y aprovecha,
sin desechar, hasta la última migaja de pan. Orde-
na la cáscara de la fruta alrededor del borde del pla-
to, con el mismo esmero con que acomoda en una re-
pisa los elementos que ha ido recolectando a lo largo
de su vida, muy pocos, todos cargados de significa-
do, la mayoría recuerdos de viajes. De vez en cuando

179

—como si peinara la arena de un jardín japonés—
aparta el polvo y reordena sus pertenencias, en una
especie de danza, manteniendo un espacio entre
cada objeto, indispensable para lograr su concepto
estético. Se abstrae hasta el punto de ignorar a las
personas que le rodean y en su soledad organiza su
propio universo. Bebe el vino a sorbos, logrando que
cada botella dure la mayor cantidad de tiempo posi-
ble, y coloca la copa en una esquina para que, en el
juego de su contenido tras la luz, le haga compañía
su magnífico espectro.

En la discreción de su serenidad, resalta su apa-
riencia: su hermosa imagen es el espejo de la manera
en que concibe la estética. Es el dueño de una belle-
za que va más allá de sus facciones clásicas: su figura
trasciende por estar atada a la nobleza de sus senti-
mientos. A pesar de que se muestra callado, cuando
se acerca a quien decide bendecir con la elocuencia
de sus ideas, hasta el más escéptico sucumbe ante
sus encantos.

Viajar es una de sus actividades favoritas. Sus
paseos son un lento recorrido por las texturas de la
vida. Aprecia, más allá de las formas o del aspecto
visual, todas las manifestaciones de la humanidad,

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brindándole a su alma un profundo sentimiento de
satisfacción. Visita los diferentes destinos con igual
complacencia y, en comunión con los elementos que
le rodean, en la privacidad de una hoja en blanco,
vuelca sus sensaciones en trazos. Su mano, guiada
por su plácido espíritu, dibuja el reflejo de su percep-
ción. Sustrae de la vida lo que le conmueve; es arqui-
tecto en la rectitud de las líneas y artista en la ligera
insinuación del color. En las páginas de sus libretas
de viaje, almacena su corazón conmovido ante las
cosas que le hacen amarlas.

Se llena de cielo y tierra. Dulcifica el sol bajo el
ala de un sombrero y en sus dibujos logra delinear el
silencio de las casas andinas, la serenidad de los pe-
ñeros al resguardo de la bahía, la melancolía de un
friso recostado en la tarde y la luz salpicada en el jar-
dín hogareño.

Al presentir la alegría que le brindan los viajes,
planifica su estadía con esmero. Sabe de antema-
no su destino: visita las mismas ciudades, las cami-
na absorbiendo el perfume de su historia para pro-
fundizar su afecto por ellas. En el avión recuesta la
cabeza y, con los ojos cerrados, mantiene su expre-
sión sonriente. En la distancia, oye la música que es-

181

capa de los audífonos de un pasajero a su lado; el llan-
to del niño que no logra dormir o la conversación de
quien, hablando, drena el aburrimiento o el nervio-
sismo que producen las horas de vuelo.

Dibuja con líneas rebeldes el ruido de las gran-
des ciudades y tras la ventana de sus ojos, representa
la adornada elegancia de algún balcón. Reproduce el
rumor de las plazas, la desnudez del invierno, la recti-
tud de los campanarios, la austeridad de un torreón.

Resguarda su intimidad manteniendo sus tra-
zos en secreto, sin compartir el resultado de sus per-
cepciones. En soledad, disfruta viendo pasar a la gen-
te. Adora los primeros días de otoño, con sus ráfagas
frescas haciendo mover el suave cabello de la juven-
tud; todos luciendo el color que, en los meses anterio-
res, el sol tiñó en sus pieles, destellando los claros ve-
llos de sus frentes morenas. Al caminar, aprecia en las
muchachas el baile de sus faldas, y en los muchachos,
la comodidad de sus mocasines exhibiendo sus bron-
ceados pies. Detalla a una pareja, ambos briosos y be-
llos. A lo lejos, imagina un beso: igual que el alma, un
privilegio humano; un sublime gesto que, en la cer-
canía de los cuerpos, se inicia instintivamente en la
boca, como si allí naciera el deseo. Un armónico canto

182

de afinidades en el que se vierten ilusiones tras los la-
bios, se cuelan anhelos en la humedad y se persiguen
certezas con la lengua.

Para dibujar, busca un rincón aislado. Se esconde
bajo una arcada solitaria, descubierta al recorrer, len-
tamente, una discreta callecita que apenas se ve. El
sonido de sus pisadas se interrumpe al distinguir, en
el fondo, una figura sentada sobre un escalón. La per-
cibe llenando el vacío y siente una calidez que invade
su cuerpo. Acerca su libreta al pecho, cubriéndola con
sus brazos y, en silencio, se dedica a observarla. Ella
tiene un cuaderno apoyado en sus rodillas, su mano
sostiene un creyón y mira hacia una ventana que pa-
rece bordada de flores. Imagina que sus ojos roban la
inmensidad y que al dibujar impregna el papel con la
luz de los vitrales o con la tibieza de los pichones al
momento de volar. También en sus páginas coleccio-
na sensaciones, y conserva, no sólo trazos ingenuos;
guarda, además, recuerdos de gratos momentos, ho-
jas de árboles, tickets de tren.

Toma la iniciativa de acercarse, sin perturbarla
mientras dibuja, y colocado a un mínimo roce de su
piel, en voz baja le pregunta: ¿me muestras lo tuyo si
te enseño lo mío?

183



La segunda
habitación

El alma enamorada
es blanda, mansa,
humilde y paciente.
San Juan de la Cruz



Me hubiera gustado que no lloviera; con las venta-
nas bañadas es más espesa la melancolía. Hasta el
último día dormimos con las piernas enlazadas. En-
tonces, con su presencia sentía la vida a plenitud: él
era suficiente; no necesitaba nada más. Me había de-
dicado a atender las actividades que creía indispen-
sables para sostener nuestro hogar. Cada pequeña
cosa era importante. Consideraba mi esfuerzo el en-
ramado que da sustento al nido. Ejecutaba miles de
acciones invisibles, asuntos que nadie notaba.

Mis costumbres eran el riel por donde corrían las
tradiciones y, gracias a ellas, la vida mantenía su cur-
so. Me esmeraba, por ejemplo, en conseguir nueces,
porque mis galletas llevaban la misma cantidad de

187

ellas molidas que de harina. Esperaba las Pascuas
o la Navidad para hacerlas. Eran únicas; no tenían
nada que ver con cualquier otra galleta, quizá por-
que entre las especias —jengibre, canela, clavo y
anís— ninguna resaltaba. Eso permitía percibir la
dulzura de la miel. Encontraba atrayente acordar-
me de detalles que eran insignificantes a los ojos de
los demás: poner la nevera en número siete, como
dijo el técnico; cambiar el agua de las flores; llevar
mandarinas para el trayecto en el auto. Sentía placer
al entregarme toda, íntegra, a nuestro proyecto de
vida. Recoger la ropa en la tintorería, poner los gra-
nos en remojo, inyectar al perro.

Así llevaba mi vida, creyendo que con mi cons-
tancia se diluía cualquier posible dificultad. Sacar
la carne del refrigerador, anotar el modelo del bom-
billito de la lámpara de la mesa de noche. Una tar-
de vi en el jardín una trinitaria que creció enredada
a una mata de limón. Pensé que se juntaron por ha-
ber crecido en la misma tierra, por haber recibido
igual cantidad de lluvia, por haber estado bajo idén-
tico sol. Viendo ambas plantas, observé que eran dis-
tintas en el color de sus hojas y en el grosor de sus
tallos. Las diferencias entre nosotros no las notaba

188

con la misma claridad: sentía que éramos iguales y,
por lo tanto, indivisibles. Habíamos estudiado jun-
tos la carrera y, a lo largo de los años, comimos lo mis-
mo, vimos las mismas películas, viajamos a los mis-
mos sitios, compartimos los mismos momentos de
angustia y de felicidad. Jamás pensé que nos separa-
ríamos. Eso nunca pasó por mi cabeza. Pegar el asa
rota, buscar una tela nueva para las sillas, desenre-
dar el cable del teléfono.

La primera vez que sospeché que había otra
persona en su vida, sentí como si hubiese abierto la
puerta de un horno de alta potencia y el calor me hu-
biese golpeado la cara. No lo creí del todo. A pesar de
que encontré en su correo evidencias de que, con fre-
cuencia, se comunicaba con ella, me negué a acep-
tarlo. A partir de allí, el miedo me petrificó: me ate-
rraba constatar la presencia de esa extraña; tenía la
sensación de que un animal venenoso iba a morder-
me en cualquier momento. Nunca fui celosa, pero
desde entonces, si una mujer se acercaba a nosotros,
se investía de la posibilidad de que ella fuera la que
estaba carcomiendo las simientes de nuestra exis-
tencia. La inseguridad se fue remontando como una
hiedra: sospechaba de la risueña cajera del banco, de

189

la tímida mesonera del restaurante, de la amable se-
cretaria que atendía el teléfono. Al desvestirme, me
angustiaba que comparara mi cuerpo con otro cuer-
po, quizás más joven que el mío. Cuando no llegaba
a la hora prevista, sufría pensando en que podía en-
redarse en una relación que lo estaría mortificando,
pues ponía en peligro su estabilidad.

Para no perturbarlo, jamás le comuniqué mis du-
das; nunca le pregunté nada. Vaciar el filtro de la seca-
dora, limpiar las ranuras del baño. Saberlo solamen-
te yo, pensé que me ayudaría a manejar la situación.
Intenté mantenerlo contento y di lo mejor de mí para
alegrarle los minutos que estaba en la casa. Cambiar
las toallas, forrar las gavetas, embetunar los zapatos.
Él casi no hablaba y sin aparente razón, en ocasiones,
comenzó a tener arranques de mal humor, por lo que
supuse estaría pasando por un período de depresión.
Estaba dispuesta a aguardar en silencio a que acaba-
ra el tiempo de su extravío. Armar el arbolito, mari-
nar el pollo, rebanar el pan. Simultáneamente apare-
ció esa sensación de que yo, como todo lo que hacía,
también era invisible. Coger el ruedo, sacar la basu-
ra, llenar las jarras de agua. Ni siquiera en los pocos
momentos en que me invadió el desánimo —con el

190

sufrimiento alguna vez me enfermé— me preguntó
cómo me sentía. Reponer la pasta de dientes, pren-
der el horno, doblar la ropa. Decidí tener más detalles
con los cuales él se sintiera querido; una mañana fui a
verlo mientras hacía ejercicio, con la intención de lle-
varle una bebida para que calmara la sed. Noté, a lo
lejos, que estaba trotando junto a una mujer que lle-
vaba los pasos a su misma velocidad. Los vi cruzar la
esquina y acercarse a mí. Cuando estuvimos de fren-
te, él me miró a los ojos, yo vi los de ella, mientras ella
a su vez lo observaba a él. «¿Esta es tu esposa?», la
escuché preguntar. Sentí el frío de la botella que te-
nía en la mano e instintivamente la apreté con mayor
fuerza. Él se mantuvo callado y ella continuó dicien-
do: «Aprovecha para contarle lo nuestro; además,
como estamos cerca de tu casa, vamos de una vez a
recoger tus cosas y las llevamos a mi apartamento».

Así, de pronto, me sobró la mitad de la cama y me
faltó la mitad del corazón. Una imagen que ilustra
cómo me sentí en ese entonces es la de unos malaba-
ristas de circo que, dentro de una enorme esfera de
metal, la hacen girar con la fuerza de sus pisadas y
por trechos caen al vacío, para luego volver a tener
contacto con la superficie en movimiento, inten-

191

tando mantener el equilibrio, dando pasos a alta ve-
locidad, una y otra vez. Todo lo que había creído se
volvió inútil y el hombre con quien estuve casada me
resultó un desconocido. Pensaba, equivocadamente,
que nuestros acercamientos estaban sustentados en
el cariño y que el sexo era nuestra máxima demos-
tración amorosa: él me buscaba, se daba a mí y yo
a él, para luego reposar, expandida por dentro, con
nuestras pieles vestidas una con la otra. Me revolví
al imaginarlo en íntimas situaciones: me daba asco
pensar que alguna vez paseó su lengua por ambas
bocas, o penetró nuestras humedades en un mismo
día. La sensación más evidente, después de ese en-
cuentro, fue la de tener la muerte cerca. No la busca-
ba pero deseaba que, en forma natural, me alcanza-
ra. Si manejaba sobre una autopista, soñaba que el
volante no cedía y que el auto continuaba su trayec-
to hasta el infinito; al bañarme en el mar, no me im-
portaba si la corriente me arrastraba; me daba igual
comer o no.

Nunca supe qué lo hizo cambiar tan drástica-
mente su vida entera; no pude saberlo, pero enten-
dí que algo se alteró también en mi forma de ser. Des-
cubrí que, con el mismo nombre de una herida, se

192

denomina llaga a la junta de dos ladrillos: a ese pe-
queño espacio que da, a cada uno, su identidad. Tuve
que aprender a estar sola y poco a poco me acostum-
bré a no recibir apoyo, no compartir mis criterios ni
consultar mis inseguridades. Cada día puse un blo-
que en la misma hilada. Dejé de sentir frío por los
pies aislados y comencé a apreciar la calidez de mis
propias manos sobre mi pecho. Se fueron diluyendo
los temores; comprendí que, en privado, se es capaz
de tener un enriquecedor intercambio consigo mis-
mo. Eliminé las piezas astilladas y ahora me compla-
ce estar en mi compañía. Conseguí un material ca-
paz de unir fragmentos; empecé a valorarme, a dis-
frutar la tranquilidad, la libertad. Nivelé la posición
horizontal justa. Logré un mundo particular, sólo
mío, en el que pienso, organizo, dispongo a mi ma-
nera, sin esperar aprobación o recompensa. Apreté
el mortero contra cada ladrillo puesto. Estoy satisfe-
cha, en paz. Alcé una sólida pared, construí mi espa-
cio personal y puedo decir que, en esta segunda ha-
bitación me miro en el espejo y, no veo nada cuando
abro los ojos: aprendí a mirar cuando los cierro.

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Versalita 5
En un lugar 25
Mantis, señorita 43
61
El club 75
C’est ça 81
La orgía 89
El practicante 119
Sendas 123
Agua clara 141
Honkie 155
Alebrijes 165
A fuego lento 177
Bocetos 185
La segunda habitación

Esta edición de 1.000 ejemplares se imprimió
en el mes de abril de 2013 en las prensas de

Editorial ExLibris, en la ciudad de Caracas.
Fue compuesto con la familia tipográfica
Oranda de la fundición digital Bitstream.




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