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Published by bahiriz, 2020-12-13 22:09:55

Espacios privados de Gisela Cappellin (2013)

poca gente que había alojada en él. La recepcionista,
una mujer de baja estatura, sonriente a pesar de su
ajustado y grueso uniforme, le entregó a Burgue-
ra las llaves de dos habitaciones que resultaron es-
tar una frente a la otra, y las de una camioneta pick-
up ubicada en el estacionamiento a su disposición.
La obra había comenzado a ser construida un año
antes. Un extenso conjunto de viviendas de inte-
rés social —casitas apareadas— entregado a me-
dida que la estructura estaba lista, sin ningún tipo
de acabado.

El viaje al estado Falcón fue determinante para
Gertrudis. Esos días a solas con Burguera los recuer-
da como si estuviesen contenidos en un envase her-
mético en donde no pasa el tiempo. Las horas que
permanecieron sentados uno al lado del otro, reco-
rriendo en silencio los extensos y solitarios terrenos
de Paraguaná, las evoca con una percepción de melo-
sa lentitud. Cuando se registraron en el hotel, el in-
geniero la acompañó hasta su cuarto. Gertrudis lle-
gó a la puerta, la abrió y sintió que él la seguía con
el andar seguro de su paso. Entró tras ella, cerró la
puerta y sin decir ni una palabra se acercó, le desabo-
tonó la camisa y palpó su pecho. Ella estaba asom-

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brada, temerosa, pero a la vez halagada de haber in-
citado ese acercamiento. Seguidamente, Burguera
abrió la correa de su pantalón, a un ritmo calmoso,
con firmeza pero sin desesperación. Se acercó más
y mientras se quitaba la camisa la fue llevando has-
ta el borde de la cama. Ella, para no caerse, se sentó;
mientras tanto, el ingeniero se despojó de su ropa.
Gertrudis recuerda haberse estremecido ante el tor-
so desnudo de aquel hombre; sus hombros pecosos
le produjeron una cierta ternura que la distrajo. Sólo
volvió en sí al sentir la gruesa mano introducirse en-
tre su pantalón y seguidamente la tibieza penetran-
te de su virilidad decidida a hacerla suya. Mientras
el hombre disfrutaba sobre su cuerpo de mujer, Ger-
trudis tuvo el temor de establecer un nexo afectivo
con Burguera, pues eso le traería como consecuencia
depender emocionalmente de él. A pesar del estre-
mecimiento que le produjo estar internamente col-
mada, ella no logró alcanzar la plenitud.

Finalizado ese encuentro, Juan Ernesto Burgue-
ra indicó a Gertrudis que en media hora saldrían
para la obra y, vestido de nuevo, se fue a su habita-
ción. El ingeniero continuó tratándola de la misma
manera respetuosa y compartiendo con entusiasmo

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los temas laborales. Aquella vez, en la que debieron
transitar juntos los prolongados kilómetros del esta-
do Falcón, la extraña situación envolvió a Gertrudis
en una especie de manto que la fue petrificando. Los
únicos que se movían eran su corazón y su mente.
En el pensamiento retumbaban las imágenes ante-
riores y la agobiaba la sensación de soledad. Su con-
suelo era distraerse viendo el paisaje que recorrían,
extenso y desolado; terrenos donde esporádicamen-
te asomaban chivos y matas de cují retorcidas por el
viento. En una oportunidad se detuvieron cerca de
una pequeña bodega. Tras la puerta de vidrio del
único estante reposaba, junto a unas barras de dul-
ce de leche, una cajita con unas pelotas de goma gris,
que a Gertrudis le recordaron los juegos de la época
en que, aún siendo niña, sus vecinos correteaban en
la calle. Veía a los niños divertirse y pronunciar tér-
minos soeces, mientras a ella la alertaban del peligro
de acercarse a desconocidos. Gertrudis aprovechó
que el ingeniero fue a la parte de atrás del negocio,
donde le indicaron quedaba el baño, para comprar
una de las pelotas. La escondió en su cartera y cada
cierto tiempo la apretaba entre su puño, intentando
drenar la ansiedad. De nuevo en marcha, encontró

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a orillas de la carretera unos pequeños monumen-
tos, hechos en memoria de las personas que habían
muerto en accidentes de tránsito. Diminutos sepul-
cros, en forma de casa o de una sencilla cruz, desta-
caban en la vía como una incesante advertencia de la
fragilidad humana. Gertrudis estaba consciente de
que en cada uno de esos lugares alguna persona ha-
bía perdido la vida. Fantaseaba con la idea de que allí
flotaban las almas y de que, al pasar, ella las ataba
con cuerdas al parachoques de la camioneta, como
si fueran globos con helio. Así se sintió acompañada
y logró no ahogarse en el trayecto interminable en
el que, junto a Juan Ernesto Burguera, recorrió Para-
guaná.

Al regreso de ese viaje, el ascenso de Gertrudis
dentro de la compañía fue notable. Por instrucciones
del ingeniero le fue asignada una oficina para ella
sola y la responsabilidad de trabajo aumentó consi-
derablemente. Pasó, de asistente, a ingeniero resi-
dente y al poco tiempo le encomendaron coordinar
un grupo de profesionales sin que ella tuviera que
estar fija en una obra.

Juan Ernesto Burguera tiene con ella un sentido
de protección que supera las consideraciones del pa-

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trón con un empleado destacado. La cuida con rece-
lo, no sólo de posibles propuestas de trabajo de otras
compañías; también la controla con la vista si en la
oficina ella habla con alguien más. A Gertrudis esto
la conmueve porque de esa manera la hace sentir
suya, como si Burguera fuera su escolta, su defensor
ante posibles dificultades. Cuando están juntos, así
sea a solas o en compañía de otros socios, el ingenie-
ro insiste en costearle sus gastos; no le permite pa-
gar ni siquiera sus propios cigarrillos. Ella termina
cediendo y acepta su dominio como una cortesía. Sin
embargo, Gertrudis nota que al tener que caminar
junto a él, en cualquier situación o lugar, el ingeniero
va adelante y ella se queda más atrás. Al principio su-
puso que era por el largo de los pasos, por lo que Ger-
trudis aceleraba la marcha para intentar ir a la velo-
cidad de su jefe. Luego se dio cuenta de que era inú-
til. Ese hombre camina con un paso definido, firme y
rápido, con la cabeza llena de asuntos de responsabi-
lidad, seguramente más importantes para él que es-
perar a una mujer.

En una ocasión, al terminar de supervisar una
obra, aunque generalmente en horas del mediodía
solían ir directamente a la oficina, Burguera la invi-

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tó a almorzar. «¿No tienes hambre, Gertrudis?», pre-
guntó el ingeniero al subirse a su camioneta. Sin es-
perar la respuesta, el hombre condujo hasta un lu-
joso restaurante, de grandes dimensiones y pocos
comensales. Un mesonero los recibió de manera ha-
lagadora, como si los conociera desde siempre. Les
ofreció una mesa, pero el ingeniero se ubicó en la ba-
rra. Una vez sentado, le acercó a Gertrudis un tabu-
rete que estaba a su lado. Comieron una serie de pla-
tos de cocina española, mientras tomaron los licores
que el ingeniero ordenaba. Él consumía e invitaba a
Gertrudis, quien comía y bebía con docilidad. Des-
pués de la comida, Burguera solicitó un licor dulce
en las rocas cuyo nombre Gertrudis nunca supo. Para
ese momento ella estaba mareada y las cosas a su al-
rededor se movían de manera incierta. Las botellas y
copas del bar dejaban colar las luces de unos bombi-
llos que, a pesar de ser de día, estaban encendidos y
proyectaban círculos de colores en la pared. El inge-
niero se mostraba abiertamente interesado en ella,
le manifestaba su deseo de tocarla y la acariciaba
con una pasión con la que parecía querer devorarla.
Era la primera vez que la besaba y a ella le pareció in-
controlable la manera en que se abalanzaba sobre su

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boca. Con la misma avidez succionaba sus labios, sus
orejas y su cuello. Una vez de vuelta en la camioneta,
siguió besando sus pechos mientras sus manos bus-
caban con desespero entre las piernas. El ingeniero
se dirigió a un hotel cercano. Gertrudis disfrutó al
poder abrazar el cuerpo desnudo de ese hombre que
la conmovía, pero a pesar del goce que le brindaba
la intimidad, temía perder el control de su conduc-
ta. Por mantenerse alerta, no se permitió entregar-
se libremente al arribo de las sensaciones. Cuando
Burguera hubo saciado su deseo, el corpulento hom-
bre se quedó dormido, dejando su cabeza apoyada
sobre uno de sus brazos, doblado a la altura del cue-
llo. Por la respiración, su pecho se movía al ritmo del
aire entrando y saliendo de su cuerpo. En su desnu-
dez destacaban las huellas húmedas del placer que
Gertrudis le había brindado. Ella, al verlo, pensó que
le habría gustado hacer un dibujo de esa figura para
conservar la imagen en su memoria. Discretamente,
ella acurrucó su cabeza bajo el brazo de ese hombre
y permaneció adormecida.

Gertrudis tiene un sentido de compostura opues-
to a la actitud artificiosa de las mujeres que frecuen-
ta en sus jornadas de trabajo, las cuales utilizan en

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sus conversaciones frases de cariño y constantes di-
minutivos. Ella, a pesar de mostrarse controlada, tie-
ne el carácter inestable.  Se altera por asuntos de la
empresa, cuando los suministros no llegan a tiempo
o tiene inconvenientes con algún sindicato. Sabe que
sus estados de ánimo dependen de la manera como
se relacione con Juan Ernesto Burguera.  Ese hombre
tiene un trato exclusivo con ella y eso la complace,
aunque en ocasiones se siente distante y completa-
mente ajena a él.

La actividad preferida de Gertrudis, en la discre-
ción de su cuarto, en una especie de ceremonia a es-
condidas, es recordar. Retomar el pasado es lo que
más le gusta hacer. Se dedica a provocar los pensa-
mientos. Estando a solas propicia la ensoñación te-
niendo presentes momentos anteriores. Se ayuda
viendo fotografías que guarda en álbumes, donde
además conserva envoltorios de caramelos y otros
detalles que le permiten sentir, con mayor fuerza,
la nostalgia que le producen las ocasiones en que
ha compartido su intimidad con el ingeniero Bur-
guera. Con su poderosa memoria retoma las imáge-
nes intentando rescatar las sensaciones. Se dedica
a dar vueltas a cada una de las experiencias vividas

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con el hombre que la invade, la controla y la absor-
be. Ella disfruta con esas representaciones. De algu-
na manera vuelve a percibir la turbación, se emocio-
na como antes, humedeciéndose en deseos. El mun-
do sólo existe cuando su cabeza lo crea y desde un
lado femenino lo percibe. Repitiendo los pensamien-
tos, Gertrudis consigue la certeza de la vida; en esos
momentos privados todo está dentro de sí misma; lo
demás sencillamente no existe. En la calidez de sus
ideales se siente fortalecida. Ante la avalancha de
imágenes escribe sus reflexiones, la mayoría de las
veces con una letra pequeñita, como para que nadie
logre descifrarlas. En ocasiones, ha expresado fra-
ses llenas de esperanza; en otras, cuando surgen du-
das, cargadas de ansiedad. Entonces recurre a bus-
car entre sus pertenencias la pelota de goma gris, la
aprieta entre sus manos con fuerza e intenta aplacar
la desolación que le produce su incapacidad de amar
a plenitud. Gertrudis únicamente surge de sus aba-
timientos cuando vuelve a engancharse en la rutina
de trabajo. En las mañanas, mecánicamente se viste,
toma café y conduce hasta su oficina. Cuando está en
la empresa, percibe el minúsculo aroma del papel de
los planos, escucha el rumor de los rieles de los archi-

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vos. En ese cosmos se distrae, siente pertenencia y
emerge de su decaimiento.

Estando aún dentro de su automóvil, Gertrudis
guarda el teléfono celular después de haber revisado
los mensajes para ver si había alguno de Juan Ernes-
to Burguera. Al entrar al local donde tenía la cita, el
aroma que desprendía el espacio le provoca una des-
conocida sensación. Encontró la obra concluida, con
unos acabados impecables que fueron contratados
a otra compañía. Ella había supervisado la demoli-
ción de las paredes y la instalación de los nuevos ba-
ños, pero no había vuelto a ese sitio después de que
lo terminaron de remodelar. El lugar fue acondicio-
nado para brindar tratamientos corporales de salud.
Las blancas paredes y la madera clara del piso brin-
dan un cálido ambiente de pulcritud. Ofrecen, entre
otras alternativas, diversos tipos de masajes y sesio-
nes de reflexología. Como único elemento de decora-
ción está una enorme vasija de origen tailandés con
un nutrido ramo de lirios naturales, lo que resulta un
toque vistoso y sencillo a la vez. Las flores impreg-
nan el aire con un suave y dulce olor. Gertrudis re-
cibió un catálogo de manos de la recepcionista, una
espigada muchacha con un lujoso vestido de seda,
quien le entregó el folleto de publicidad con una plá-

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cida expresión. Ella jamás se había planteado si po-
día estar mejor de lo que se encontraba. Considera la
felicidad un término superficial, una de esas expre-
siones adornadas que venden las culturas consumis-
tas. Reflexiona brevemente y determina con satis-
facción que ama su profesión, casi nunca se enferma
y eso es suficiente para sentirse bien. Es una mujer
independiente, valora su autonomía para producir
el dinero necesario para pagar sus necesidades. Pue-
de disponer de sus ingresos si quisiera darse algún
gusto, sin tener que rendir cuentas a nadie. Cuan-
do evalúa su vida, considera que quizás de alguna
manera el exceso de tareas la agobia, aunque nun-
ca exprese inconformidad. Pero no logra imaginar-
se qué podrían brindarle para hacerla sentir mejor.
Los tratamientos propuestos por el local recién inau-
gurado no le resultan tentadores. Ella fue a recoger
un cheque y dio por sentado que su compañía había
terminado los servicios contratados. Mira con cierto
desdén las sugerencias que le ofrecen; sin embargo,
para no ser descortés con la recepcionista, guarda en
su cartera el folleto informativo.

Cuando se aproxima a la puerta del estaciona-
miento, nota que en la calle el tráfico está atascado.
Durante varios minutos observa que los carros no se

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mueven. Mira su reloj y se da cuenta de que, a ese rit-
mo, por más que se esfuerce, va a llegar tarde a la ofi-
cina y la encontrará cerrada. Pasa varios minutos in-
cómoda con la situación, hasta determinar que es
inútil su molestia. Entra de nuevo al local donde le
habían ofrecido sus servicios; resignada, accede a
contratar una sesión de masajes.

Gertrudis se quita la ropa de trabajo. Despoja
su cuerpo de las prendas que siempre la acompa-
ñan. Al finalizar la jornada éstas terminan suda-
das, su lavado es un acto rutinario en el cual ella ja-
más ha puesto esmero. Esta vez, cuando se quita los
pantalones, al dejar sus piernas desnudas, piensa
que siempre las ha tenido bonitas. Desde la época
del colegio no las lucía. Durante el bachillerato ju-
gaba basquetbol y sin ninguna vergüenza usaba
faldas muy cortas. Sabía que le quedaban bien, pero
no había vuelto a mostrarlas y no sabe por qué ra-
zón; quizás repercutieron en su conducta los men-
sajes de su familia elogiando el recato. Le inculca-
ron el valor de la moderación y aprendió a ser dis-
creta. Antes de ponerse la bata que le entregaron en
la recepción, junto con una llave con la cual pudo
hacerse de un armario para guardar sus cosas per-

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sonales, al estar completamente desvestida, supo
que desconocía su cuerpo y pensó en la posibilidad
de ser hermosa, contrariamente a lo que había creí-
do siempre, pues se había habituado a recibir elo-
gios por su talento y jamás por su aspecto.

Cuando entró al cubículo donde le indicaron
que iba a recibir la primera sesión, le pareció que ha-
cía frío y había poca luz. En un rincón, de espaldas
a la entrada, se encontraba un hombre, de baja es-
tatura, con el cabello blanco peinado en una trenza
que le caía por el medio de la espalda. Ella, sin de-
cir ni una palabra, se acostó boca arriba en la cami-
lla que estaba colocada en el medio de la sala. Cuan-
do el hombre se dio la vuelta, Gertrudis no pudo fijar
la vista sobre los almendrados ojos, pues imaginó
que las pupilas destellaban una luz blanquecina y
esa mirada abstraída le hizo desviar la suya. Con di-
simulo observó que el individuo tenía las facciones
finas, de piel oscura y brillante, y respiraba con tan-
ta fuerza que el cuarto se llenaba con el sonido de su
inhalación. Al verle las manos, las notó huesudas y
largas. El hombre las tenía apoyadas una contra la
otra, a la altura de su pecho, y Gertrudis sintió como
si de ellas procediera una bendición al percibir la po-

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tencia que emanaban. Con sólo tenerlas cerca apre-
ció su calor. A medida que el hombre las acercó a su
cuerpo, su piel se estremeció por el poder que infun-
dían. Los dedos la apretaron levemente y ella sin-
tió que le activaban la circulación de la sangre, esti-
mulándole la fuerza de su organismo. Tendida boca
abajo, en una posición cómoda, Gertrudis imagina
un flujo de energía brotando de esas palmas. Al pa-
sar muy despacio por la columna vertebral, acari-
ciándole la espalda, un estímulo provocador le des-
pierta sus terminaciones nerviosas.

Gertrudis descubre la diferencia entre estar ten-
sa y estar calmada; ha aceptado que le complace el
tratamiento corporal, por lo que accedió a contra-
tar varias sesiones por adelantado. Está pendiente
del día en que le corresponde acudir a esta actividad
que le brinda una serena alegría. Entregarse al prac-
ticante no supone ningún compromiso por parte de
ella; sabe que esas reuniones tienen un costo, que
paga con antelación, y se siente con derecho a ese
placer. Ese hombre estará allí esperándola; no tiene
dudas al respecto. Puede soñar con ello sin el temor
de luego decepcionarse porque al final no se pre-
sente. Ella no tiene que asumir ninguna postura

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frente a él: simplemente se entrega a sus manos
y disfruta plenamente de las sensaciones que le
transmiten cuando la tocan. Sabe que otras muje-
res solicitan sus servicios y no le importa la intimi-
dad que tenga con ellas. En sus fantasías supone
que ese hombre con quien se encuentra cada tar-
de es un sabio de la China, un místico de las monta-
ñas andinas o un chamán del Amazonas. Se niega a
investigar sobre su vida o sus costumbres, pues le
resulta fascinante entregarse completamente a un
desconocido. Durante las primeras sesiones, Ger-
trudis se despojaba de la ropa con vergüenza y, ten-
dida a la espera del tacto que recorrería su cuerpo,
estaba pendiente de cubrir su desnudez. Ahora se
desviste con naturalidad; inclusive disfruta la sen-
sación del roce de la bata al dejarla caer desde sus
hombros. Acepta con tranquilidad que esas manos
palpen su cuerpo desnudo y llega inclusive a rela-
jarse, dejando que su mente la transporte a pensa-
mientos muy remotos. Se imaginó en una ocasión
sobre la arena caliente, entretenida con Juan Ernes-
to Burguera: ambos jugando, entre risas, carreras y
saltos, con la pelota de goma gris que compró en Pa-
raguaná. Disfrutó con las sensaciones que su men-
te le brindó.

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En cada oportunidad Gertrudis se deleita más
con su entrega a las manos anónimas. Añade a su
piel detalles que jamás hubiera considerado; colocó
cremas humectantes para que, al tacto, sus muslos
se sintieran suaves. Se le ocurrió colocar gotas de co-
lonia en la parte de atrás de su cuello para emanar
un aroma agradable cuando debiera ponerse boca
abajo, alternando agua de rosas, violetas o vetiver.
Aprendió que su piel es un libro abierto y cada cen-
tímetro tiene una lectura. Ahora aprecia las huellas
que dejan la ropa interior y los pliegues en el esco-
te si se ha quedado dormida. Está al tanto de la pali-
dez de zonas que nunca han visto el sol, de las peque-
ñas venas azuladas próximas a sus pezones. Mane-
ja el lenguaje de su dermis como un código secreto
y se desnuda ante el practicante con la seguridad de
saber lo que muestra. Mientras la toca ese hombre,
con quien jamás ha tenido una conversación —ni si-
quiera ha escuchado su voz—, descubre en el con-
tacto una forma de comunicación poderosa, por en-
cima de las palabras, de las ideas y el pensamiento.
Siente viva cada partícula de su piel, como si las ye-
mas de esos dedos interpretaran la música que emi-
te su cuerpo desnudo, que hasta entonces había es-

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tado dormido. Gertrudis entiende las antiguas cul-
turas politeístas; supone que debe existir un dios
que gobierne las diferentes partes del cuerpo. Dis-
fruta con la perfección de cada elemento de su orga-
nismo y percibe las fricciones como caricias. Estima
la dureza de sus huesos cuando le presionan las pier-
nas y, en la profundidad de su vientre, percibe la sen-
sibilidad de los órganos. Cedida a ese hombre que la
toca con libertad y pericia, descubre su propio aroma
entre los aceites y elixires con que la untan. Se siente
florecida con esos dedos anónimos, escarbando en-
tre los pliegues de su cuerpo como si fueran pétalos
adormecidos. Mientras le tocan el pecho, tras la sua-
vidad de los senos, siente la fortaleza del tórax como
si de su corazón emergiera luz.

Mientras asimila nuevos placeres, el mundo le
brinda encanto a través de las cosas más simples.
Aprecia la luz de las mañanas bañando su cuarto y
colocó junto a la ventana cestas con plantas. Ve con
embeleso las hojas, primero tímidas, diminutas, bri-
llando ante el resplandor con la fuerza de su desa-
rrollo; luego desplegadas, crecidas, exponiendo el
aroma de cada hierba independiente y poderosa.
Gertrudis varió su forma de comer. Supo que le fas-

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cinan los moluscos: los pequeñitos, de carne suave
y sabor penetrante le permiten evocar el mar. Con
los platos dulces, la complace su lengua humedeci-
da con su propia saliva, recorriendo la tersa super-
ficie del interior de sus mejillas. Le resulta fascinan-
te ir descubriendo su cuerpo de mujer. Acude a cada
cita para saber qué nuevo canal se abrirá al goce. Se
siente complacida. En esos encuentros se libra de los
pensamientos y se entrega sin abstenerse. Se per-
mite transitar los caminos de liviandad a los que la
invitan las desconocidas sensaciones. Imagina que
las sabias manos diferencian los pormenores de su
constitución. Supone que la encuentran ligeramen-
te magra por haberse privado de algún alimento o si
el cuerpo está revestido de excesos al aceptar los de-
rroches con los que ahora se da gusto.

Los dedos del practicante la presionan en dis-
tintas zonas y la familiaridad le resulta gratifican-
te; en un flujo de confianza, al tocarla con suavidad
en sus recónditos secretos, le producen sensacio-
nes cada vez más abrumadoras. Ella se fascina ante
su capacidad de percibir las maravillas que la vida
le ofrece y comenzó a reír al darse cuenta de que su
organismo está sorprendentemente dispuesto para
percibirlas. Las manos le brindaron esta revelación,

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varias repetidas veces, como el fluir de un manantial
inagotable.

Gertrudis, al valorar la magnitud de su percep-
ción, dejó de acordarse y ahora prefiere presentir.
Tanto recordar no le permite a la mente progresar,
mientras que la imaginación se anticipa a la realidad
y en muchos casos incita las circunstancias. Le atrae
estar con Juan Ernesto Burguera y goza prefigurando
sus eventuales encuentros con él. No rememora los
momentos vividos, sino que se deleita suponiendo
los próximos. Disfruta hasta el frenesí. Especulando
se le eriza la piel. Ansía cada encuentro para compla-
cerse con la capacidad que le brinda su sensible or-
ganismo, sumada a la vibración de estar junto al va-
rón que la estremece. Le satisface sentirlo invadien-
do plenamente su cuerpo de mujer.

En la oficina, Gertrudis, consciente de su vita-
lidad, al apoyarse sobre el cristal de la mesa de tra-
bajo, deja marcadas las huellas de sus manos. Se le-
vanta, segura de sí misma, y va hacia el estudio de
Johnny Burguera, con un paso firme, sereno. Se sien-
te agradable, plena; ha recobrado la confianza en sus
sentimientos, la espontaneidad de la niñez. Frente al
escritorio del ingeniero, desata su larga cabellera y,
triunfante, le lanza la pelota de goma gris.

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Sendas

Cual es de los dos más culpable,
si es que existe algún culpable,

¿el que peca por la paga
o el que paga por pecar?
Sor Juana Inés de la Cruz



Espera que acaricien su cuerpo, ansía el paso de una
mano por su espalda huesuda. A veces, por instan-
tes, logra alguna manifestación de afecto, nada es-
table. Con las tetas largas y los ojos bordeados de
trasnocho, disimulada, se arrima lo más posible.
Husmea entre los desechos, su boca se abre ante lo
que encuentre. Agarra lo que le tiren. A veces inspi-
ra risas, lástima o la maltratan, como si oirla chillar
fuese placentero. Jadeante saca la lengua, soporta
en silencio el peso de quien la monte. Se desgarra al
parir, se deja mamar. Deambula buscando sustento,
tiembla de frío. La espantan, la ahuyentan. Fuera, le
gritan, es una perra.

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Se deja tocar con docilidad. Muchos quieren
agarrarla. Graciosamente mueve la cola, se acuesta
sobre la espalda, se revuelca, juguetea con los que
se le acercan. Tiene fino olfato. Se esconde, aparece,
se vuelve a esconder. Su boca inquieta da pequeños
mordiscos, lame por doquier. Se queja al sentirse
sola. Gime para lograr atención hasta que le dan lo
que quiere. Le obsequian regalos, galletas, collares.
La visten, la desvisten. Le ofrecen un lugar donde
pasar la noche cómodamente. Le acarician con fre-
cuencia el pelo, el cuello, las orejas. La colocan en-
cima para que haga lo que desee. La llaman, la bus-
can. Ven, le susurran, eres mi cachorrita.

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Aguaclara

¡Ay, el agua se me escapa,
se me escurre por los dedos!

Es la misma, la que corre
por el rumbo del riachuelo.

Manuel Felipe Rugeles



Lo más encantador era el rumor inalterable de la
fuente. La enorme casa pertenecía a un comercian-
te llegado a la isla años atrás, sin otro tesoro que el
deseo de surgir con su trabajo y que había logrado
la posibilidad de amontonar una gran fortuna gra-
cias al cultivo y comercio de las perlas. El marchante
era visitado frecuentemente por otros comercian-
tes para recibir sus sabios consejos: era veloz para
seleccionar las pequeñas esferas cubiertas de nácar
y distinguir sus colores tras la descomposición de
la luz. También conocía las rutas para transportar
la mercancía, llevarla a los puertos más recomenda-
bles y venderla a otros mercaderes por todo el mun-
do. El hombre deslumbraba, además, por ir perfec-

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tamente aseado y vestido con trajes de lujosas te-
las. Constantemente recibía regalos y elogios como
muestra de admiración. Según la moral de su reli-
gión, inspeccionaba los pesos y medidas del merca-
do manteniendo la equidad en las transacciones; se
sentía el responsable de aplicar valores éticos a la
vida cotidiana. Sus colegas susurraban admirados
ante la finura y sapiencia del rico mercader. En la ca-
rretera que lleva al norte de la isla, el hombre man-
dó a construir su casa en medio de un extenso te-
rreno que sembró de plantas con flores y árboles
frutales. Logró mantener la frondosidad de sus jar-
dines gracias a pozos hechos con taladro e instaló
bombas para llevar el agua hacia la superficie has-
ta que pudo conectarse a un suministro del munici-
pio. La casa fue decorada con elementos suntuosos,
ventanas en forma de ojal, pisos y paredes cubier-
tos de cerámicas en tonos azules, en las que resalta-
ban las figuras de la luna y las estrellas en bruñido
color dorado. El poderoso hombre era padre de una
sola niña, de nombre Faghira, que en el idioma de
su país de origen significa «flor de jazmín», una pre-
ciosa criatura de ojos almendrados y cabello lacio,
con las manos tan alargadas que las uñas parecían

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haber sido dibujadas con un pincel. Por derecho pa-
triarcal el hombre era la autoridad sobre su fami-
lia. El comerciante deseaba casar algún día a su be-
lla y talentosa hija con el más instruido y elegante
de los jóvenes que la pretendiera. Esto era parte de
un plan divino que, según sus creencias, a quienes
se esfuerzan incondicionalmente y siguen modelos
de perfección, los lleva a la prosperidad y tranqui-
lidad en esta vida. Faghira raras veces era exhibida
ante sus aspirantes, pero sentía cierta aversión por
la forma de lujuria que percibía tras sus intencio-
nes. Encontraba a los hombres interesados sólo en
la estética de su cuerpo o en el caudal de su riqueza.

A través de sueños e ilusiones, la joven se for-
mó bajo los preceptos de la sofisticada vida de su
familia. Las costumbres de su tradición establecían
normas de cortesía que incluían el uso de gestos y
palabras amables en el saludo, así como el de ex-
presiones de alegría en los buenos momentos. En
algunas ocasiones, según las normas, utilizaba
atuendos tradicionales. Un mundo idealizado, cer-
cano y familiar, alimentó sus esperanzas infanti-
les. Había sido educada en el cultivo de las artes, en
la persecución de la belleza como camino de virtud

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espiritual, considerando lo bello y lo bueno térmi-
nos indivisibles. Estudió caligrafía para que su letra
estuviera correctamente formada según diferentes
estilos. Aprendió de memoria poesías que vocaliza-
ba en lenguas antiguas a sabiendas de que consti-
tuían un gesto social de prestigio. Con la danza en-
trenó su cuerpo para lograr armónicos movimien-
tos dignos de las más elevadas de las criaturas. A
través de la filosofía conoció pensamientos que bus-
can el conocimiento de la realidad y sus lecturas se
orientaron hacia la política y la sociología. Pero los
estudios influyeron en la percepción de su propia
existencia; ahora, hecha casi una mujer, se perca-
ta de los problemas que vive su país: una aprecia-
ción muy personal la hace sentir incómoda ante las
injusticias. Siente y vibra ante la pobreza y las difi-
cultades de la gente al margen de su vida perfecta.
Por debajo de sus privilegios percibía una estratifi-
cación en la sociedad en la que muchas personas no
eran tomadas en cuenta. Distinguía cierta forma de
degeneración, un caos en la organización, una fal-
ta absoluta de comodidades, inclusive en sus veci-
nos cercanos. Con el corazón tembloroso guarda-
ba silencio entre reservas y sobresaltos. La hija del

128

mercader, cuyo padre y sus visitantes estaban en
lo más alto por ser poseedores de riquezas, no en-
cuentra el reposo que, para su alma, las raíces de
su tradición habían previsto. En secreto miraba los
hermosos paisajes que le brindaba la vista desde su
jardín, apreciaba las flores y los claros de luna, pero
en una forma triste de valorar la belleza que la hacía
sentir, más que privilegiada, egoísta.

En un poblado de pescadores que habitaban a
la orilla de la costa había nacido otra niña, más o
menos de la misma edad de Faghira. Su madre la
había engendrado un día en que estuvo invocan-
do a los santos. Pocas veces le venía esa necesidad:
en esa ocasión la mujer se tomó una botella de ron
como si el cuerpo lo tuviera maluco, no por las do-
lencias de una gripe, sino porque a veces la inquie-
taba que el mar estuviera turbio o que no hubie-
ra buena pesca. Ella sabía que esas cosas pasaban,
pero a veces le molestaban en la cabeza. Esa ma-
ñana caminó hasta la licorería, se llevó una bote-
lla para su casa y se puso a echarle chorros del li-
cor al café. El día estaba nublado, mejor para estar
encerrada. Cuando llevaba varios tragos le provo-
có fumar. Tenía guardado un tabaco fino de cuan-

129

do otras mujeres venían a que ella se los leyera y
se ganaba con eso unos reales; lo había dejado por
ahí escondido, pensando incluso en venderlo, pues
era de los que vienen encomendados. Al prender-
lo se dio cuenta de que era sabroso; un gusto bueno
le hacía chasquear la boca. El humo era perfuma-
do, pero más aún el rastro que dejaba en la lengua
la hoja blanda mojada en saliva. Nunca pensó en
fumárselo ella, pero estaba como para eso, aunque
no sabía por qué. Le provocaba, pues estando ma-
reada se pondría como suavecita. Estuvo fuman-
do y bebiendo hasta que ya no sintió las manos
ni las piernas. A mediodía se acercó al fogón bus-
cando algo para freír o sancochar. Su marido llega
hambreado y lo mejor es que coma en seguida para
que se calme. Cuando ella ha bebido se pone reacia,
no le gusta que le hablen y tuerce los ojos por cual-
quier cosa, pero estando así es cuando al hombre le
gusta más. La busca y la toca contra su voluntad; la
pellizca sobre la falda para que se incomode, la fas-
tidia hasta que no sea capaz de molestarse más y se
le salga la risa porque está sin fuerzas. A él le gus-
ta meterle la mano y ese día, cuando invocaba a los
santos, salió preñada de Ixora, de esa muchachita

130

que desde que vino al mundo no ha hecho más que
echar broma con lo ruidosa y jacarandosa que es.
Mientras su madre estuvo preñada aborrecía todo
menos bañarse. No era meterse en el mar lo que ha-
cía; lo que le encantaba era mojarse en agua dul-
ce, de la que se robaba de las casas con tuberías o la
que de vez en cuando traían en camiones. A pesar
de que esa agua le ponía las carnes blandas, cuan-
do estuvo barrigona le dio por echársela encima
y por eso entonces pensó en ponerle a su hija por
nombre Ochún: diosa de las aguas, reina de los ma-
nantiales y los ríos. El agua estaba empozada en un
bidón, en un barril oscuro que suena a metal cuan-
do lo tropiezan y que, años después, su hija golpea-
ría con fuerza, más que para levantar ruido como
creía la gente, para ver cómo en la superficie del lí-
quido se formaban anillos. La niña cuando nació
tenía el cabello enroscado en pequeños monton-
citos, como si fueran florecitas esparcidas sobre
la cabeza. A su madre le hicieron recordar las ma-
tas por las que finalmente le puso de nombre Ixora,
aunque estas eran coloradas y su hija, en cambio,
era negrita. La mujer nunca más invocó a los espí-
ritus; otras santeras conocían bien los orichas y las

131

yerbas, pero ella nunca se aprendió tanto nombre
pues desde que nació su hija supo que los santos
estaban con ella: por eso su niña sabía mucho. Es
que sí es viva esa muchacha, siempre jugando, y no
le gusta dormir, como si no se cansara nunca. Pes-
ca más que los varoncitos y se monea en las palmas
más rápido que ninguno. Canta todas las cancio-
nes del radio mientras baila meneándose como si
no tuviera huesos. Ixora está protegida y su madre
lo sabe, aunque jamás se lo ha dicho; para qué va
a ponerla a conocer los problemas de otro mundo,
si con los de este es más que suficiente. La niña pa-
saba todo el día brincando, soltando por cualquier
cosa una carcajada, como si fuera gafa esa criatura,
que todo le da risa.

En la casa grande estuvieron buscando a al-
guien para que fuera a limpiar. A la madre de Ixo-
ra le ofrecieron dinero para ir a barrer y a pulir vasi-
jas de bronce. Desde la primera vez fue con su hija,
porque había dejado de mandarla al colegio y no
le gusta dejarla sola en la casa, no vaya usted a sa-
ber qué cosas inventa esa muchacha. Al entrar a la
mansión, la niña se encandiló con la sombra, tuvo
que cerrar los ojos por tanta oscuridad. Ella venía

132

de estar bajo el resplandor al que estaba habitua-
da, en el que siendo de día, aún bajo el techo de su
casa, la claridad se le enclavaba en las pupilas. A esa
negrura a mediodía, ella no estaba acostumbrada,
por lo que pasó un rato con los ojos achicados hasta
que poco a poco en la penumbra pudo volver a ver.
Tras el umbral se cegó nuevamente por la superfi-
cie de un espejo de agua que en el medio del jardín
se esparcía ante sus ojos; era de un color azul que
sólo había notado en los cielos sin nubes. Tampoco
había visto tantas matas juntas y ese frescor le era
desconocido. Le sorprendió lo espacioso del lugar
y le dio risa que alguien tuviera que cuidar tantas
cosas. Ella sólo tiene una cajita en la que guarda su
ropa y acomoda todo sin revolver, cada pieza bien
estirada, pasándole varias veces la mano por enci-
ma después de que se ha secado al sol.

A partir del momento en que se vieron nació
entre ellas un afecto personal. A Faghira le asom-
bró no saber que en su casa hubiese una persona de
su edad; jamás la había oído mencionar. Ixora que-
dó fascinada con la palidez de la piel y lo liso del ca-
bello de la otra muchacha. Ambas se miraron a los
ojos y sintieron que alrededor de ellas no existía

133

nadie más, que de alguna manera cada una acom-
pañaría a la otra en su soledad. A partir de entonces
buscaron su mutua compañía para compartir jue-
gos e inquietudes. Las primeras veces, en las tar-
des, se reunían en el jardín y, con anhelo, una espe-
raba que la otra propusiera cómo podían divertirse.
Se entretenían durante largos períodos rellenando
libros de colorear. Pintaban con diferentes tonali-
dades las imágenes que venían en blanco y negro.
Orgullosas se mostraban el resultado de cada una
de sus ilustraciones y sonreían a la vez. Ixora deta-
llaba los lápices y los ponía en el orden que a ella
le parecía bonito: colocaba el rosado junto al ver-
de, luego el amarillo. Faghira admiraba que se le
ocurriera combinar colores que ella jamás hubie-
se puesto juntos y que, para su sorpresa, armoni-
zaban preciosamente. Notaba que en su sencillez
su compañera de juegos cuidaba la manera de lle-
var las elásticas con que se ataba el pelo, pendien-
te de que los tonos coincidieran con los de sus ca-
misas y le daba gusto que la niña siempre viniera
a su casa con la ropa muy limpia. Apreciaba su for-
ma de disfrutar; la imaginaba retozando en las olas
del mar, batiendo las palmas de sus manos sobre la

134

espuma o correteando tras algún cangrejito. Faghi-
ra sonreía al figurar el reflejo de su compañera, fla-
ca e inquieta como una lagartija, dibujada sobre la
orilla húmeda. Ixora, por su parte, estima la gene-
rosidad de su amiga, la conmueve saber que, a pe-
sar de tener otras alternativas para entretenerse,
prefiere compartir su tiempo con ella. La invitada
lo aprecia: la cercanía de Faghira es mejor que sen-
tarse en la playa a escuchar el silbido de las palme-
ras, lo cual era lo que más le gustaba hacer. Conoce
las palmas, creció junto a ellas; sabe que las torci-
das se trepan buscando la luz y se sostienen ergui-
das por el contrapeso de las raíces, no por que se lo-
gren agarrar de la arena. Ixora, junto a su amiga,
se siente protegida, se mantiene tranquila, como
el mar cuando está despejado. Cada vez más, a la
hora de las meriendas Faghira se esmera en aten-
derla. Le obsequia los postres que preparan en su
casa y la anfitriona sonríe cuando su invitada se
asombra al saber que tras la tenue dulzura de cada
bocado hay agua de rosas, de almendras y de aza-
har. Ixora lo más dulce que hasta entonces había
probado eran las conservas, que algunas mujeres
ofrecen llevándolas en equilibrio sobre la cabeza.

135

Le contaba a Faghira, entre carcajadas, que en el ta-
marindo se siente la textura del azúcar y al masti-
carlo se aguan los ojos por la acidez. Ixora se habi-
tuó a los nuevos sabores, al café aromatizado con
semillas de cardamomo y al jugo de frutas mezcla-
do con yerbabuena. A ambas les gusta bailar; gozan
presentándose una para la otra. Se deleitan descu-
briendo las posibilidades de sus cuerpos, advirtien-
do sus límites, haciendo sano uso de la fuerza. Ixo-
ra, cuando escucha música popular tiene la soltura
de un relámpago, inventa movimientos que la ha-
cen verse divertida sin perder el ritmo. Abre la boca
con placer si los tambores se asoman acelerados
y logra mantener la misma cadencia con los hom-
bros. Los dientes irradian alegría, contrastando con
su piel morena que tras varias piezas se baña en su-
dor por el retozo. La amiga admira su ánimo, la fa-
cilidad para improvisar: remeda animales alter-
nando la expresión de su rostro, se coloca encima
cualquier cosa para dar gracia a la representación,
ensarta hojas en sus trenzas, esconde frutas entre
la camisa. Contagia con su entretenida forma de ex-
presarse. Faghira, por su parte, baila con timidez,
aunque conoce los pasos y el estilo de las danzas

136

folclóricas de sus tierras de origen, más refinadas y
ricas en movimientos. Sus manos se retuercen y ex-
tienden en el aire, mientras Ixora las observa balan-
cearse con lentitud, como si desenredaran hilos in-
visibles, telarañas de azúcar. Percibe en el manejo
corporal y la gracia de su amiga, según los acordes,
la fuerza de la ola en las caderas o la alegría de unos
pichones al tintinear los platillos de metal entre los
dedos. Juntas se recrean escogiendo, entre sedas y
brocados, los trajes que Faghira usa para sus figura-
ciones. El terciopelo ceñido deja ver parte de la mus-
culatura, dando vistosidad a su pálido cuerpo, que
en movimiento se dobla y echa hacia atrás. Faghira,
con la mirada entornada, mueve el torrente oscuro
de su cabello partido al medio, consciente de que,
más que un elemento coreográfico, aquello despier-
ta en su amiga embeleso.

Con el pasar de los años comenzaron a aparecer
algunos períodos en los que Faghira nota su cuerpo
cargado, con una sensación de desánimo y ganas de
llorar. Ixora, en otros momentos tiene mal humor o
le falta energía. Durante estos días comparten las
tristezas. La única forma de aliviar los problemas
es consentirse sin límites. Miran sus películas favo-

137

ritas, se tapan hasta la barbilla con mantas y colo-
can bolsas de agua caliente sobre su vientre. Faghi-
ra utiliza aceites de plantas aromáticas que inhalan
o se aplican sobre la piel para aliviar las molestias.
Ixora propone infusiones de hierbas para atenuar
las incomodidades y al hervir, el agua corriente la
vuelve potable.

Cuando leen poesía, los dedos de ambas mu-
jeres acompañan el trayecto de las sílabas al com-
poner las palabras. Faghira aguarda, con la sonrisa
sostenida, hasta que de la boca de su amiga fluyen
frases completas en una recitación sosegada y ar-
mónica. En una ocasión, al final de la tarde, apare-
ció la luna antes de que se hubiese escondido el sol;
descubrieron sus cuerpos teñidos de dorado por el
astro y, a la vez, bañados de la luz blanca del espejo
de la noche.

Ixora sabe que su amiga sueña, no con cosas que
la harían feliz personalmente, sino con un mundo
más humano. Una vez quiso saber qué imaginaba y
le reveló a su amiga que anhelaba el fin de las triste-
zas. Faghira también nota que su compañera idea-
liza; a veces la ve distraída, imaginando cosas. Le
preguntó entonces qué le gustaría ser cuando fuera
más grande. Ixora le contestó: aprender todo lo que

138

tú sabes. Faghira sintió que la exaltación le subía a
la cara. Siente necesidad de explicarle y convencer-
la de que a pesar de sus estudios y conocimientos, la
otra alcanza una forma de inteligencia aún superior.
Lo nota cuando escuchan música e Ixora, sin duda ni
ambigüedad, se conmueve ante reconocidas compo-
siciones. También lo percibe cuando aprecia en obras
plásticas notables el equilibrio y la armonía. Faghi-
ra quiso escribir los elogios que surgen de su mente
para enaltecer la transparencia de Ixora. Encontró en
su corazón el deseo de entregarle las más bellas pa-
labras, dibujadas en el más fino papel: serena alegría
del oleaje, dulce nostalgia, delicada melancolía, so-
nido de la caracola, brisa del mar.

Sus manos enlazadas forman un tejido en cuyo
entramado contrastan los tonos de la piel. Ixora ju-
guetea con el cabello liso de su amiga, lo extiende
en mechas para dejar caer a contraluz cada una de
las hebras. Los dedos de Faghira recorren los cami-
nos que, por el peinado, se despejan sobre la cabe-
za de su compañera y mientras tanto le cuenta que
la flor que le da su nombre es resistente al sol y tam-
bién la llaman coralillo.

Ixora mira la lluvia, que en su casa se empoza y
donde su amiga drena. Con los ojos perdidos en el

139

trayecto del agua, evoca los versos de Neruda tras
la voz de Faghira: yenelaguatusdulcespiesbrillaron
como peces.

Durante las siestas Faghira añora la cercanía
de Ixora;nunca se encuentra serena como cuando
está con ella, quien a nada teme, quien a nada en-
juicia; por eso, sobre las sábanas lisas y frescas, con
la luz matizada tras las ventanas, con los dedos ro-
zando sus labios, se le hace agua la boca y se ador-
mita en el recuerdo de su compañía.

Al bañarse juntas, aprecian la gloria de sus cuer-
pos desnudos; al mirarse a los ojos encuentran el
verdadero reflejo de lo humano y comparten los
misterios insondables del alma. El chorro corre por
sus cabezas y al cubrirles la cara les corta la respi-
ración por unos instantes. El agua les eriza la piel
por el cambio de temperatura. El contacto con el lí-
quido las regresa a cuando flotaban en el vientre de
su madre, en una solución salada e infinita como el
océano. Al batir las cabezas, unas bocanadas llenan
de nuevo sus pulmones, se expanden y vuelve la sa-
tisfacción de estar viviendo. El agua, fluido precioso
esencial para la vida, recorre sus cuerpos empapa-
dos y sigue su camino hasta el suelo.

140

Honkie

Things are not what they seem
(Las cosas no son lo que parecen).

Marianne Faithfull



¿Recuerdas la época en que trabajaba en la galería
de arte? Exactamente, cuando vivía en Las Merce-
des. Yo estaba flaca, tenía el cabello corto y plati-
nado. Claro, mi pelo es típico de mi temperamento,
siempre lo he cambiado según lo que se lleva, jamás
me ha gustado verme anticuada, por eso varío los
tonos que lucen con la blancura de mi piel y me en-
canta tenerlo alborotado. Igual las uñas, me parece
horrible tener las manos sin pintar, adoro los colo-
res brillantes, juego con ellos tanto como pueda, me
da alegría, además, lo que es moda no incomoda.

Bueno, como te decía, en ese entonces acaba-
ba de terminar mi relación con Bubba que, aunque
breve, había sido intensa. Al poco tiempo de estar

143

separados, él se dio cuenta de que yo no quería más
nada que recobrar mi libertad, estar lejos de los
compromisos a los que me obligaba a asistir por su
carrera de pelotero, entonces comenzó a ser otra
vez amigable y hasta una que otra vez volvimos a
salir juntos por allí.

Fue cuando me ayudó a adquirir aquel peque-
ño apartamento en una planta baja, en la calle pa-
ralela al río, te acuerdas? Lo decoré como si fuera
un loft, con pocas cosas pero súper stylish. Sí, ese
mismo, el que tenía una lámpara blanca redonda,
hecha con vasos de papel. Fue un período impor-
tante; retomé las clases de guitarra, las cuales ha-
bía abandonado desde que dejé la universidad. Tú
sabes que siempre he sido creativa, pintaba, ha-
cía cerámica. Pero lo que mas quería, era ser can-
tante, de las famosas que llenan un estadio, tu sa-
bes, full adrenalina llenándote las venas. Me fasci-
na eso de que te veneren, autógrafos, notoriedad.
Yo no tendré buena voz, pero tengo un encanto ex-
plosivo, imaginación y pilas para lo que venga. En
aquel tiempo, con el curso de música, estaba aluci-
nada, en la casa me ponía frente al espejo a rasgar
las cuerdas, batiendo la cabeza al ritmo de las can-

144

ciones. Cantaba en Inglés, tal cual como si lo habla-
ra perfectamente y las coreaba a todo gañote. Me
encantaba lo salvaje, me transportaba con los con-
ciertos, deliraba con las luces, la energía a millón.
Estaba sola, sin el fastidio de tener que rendir cuen-
tas a alguien y me inicié en la búsqueda de mi mis-
ma, conectada con la creación eterna, en una onda
filosófica con el misticismo oriental. Fue cuando me
perforé las orejas y me hice el tatuaje en el tobillo,
sentía que la vida se sentía más si le aplicaba cier-
ta violencia, como si el alma sólo existiera forzán-
dola y mi cuerpo era el mejor medio para expresar
mis inquietudes. Me gustaba el trabajo en la gale-
ría, los dueños habían abierto una sucursal en Mia-
mi y como les iba bien, hicieron remodelar los es-
pacios de Caracas. El sitio quedó monumental, cu-
brieron de granito las salas a doble altura, al igual
que la escalera que unía los cuatro pisos. Los esca-
lones eran gruesos y a la vez flotaban, voladísimos,
y la luz natural que caía por un túnel desde la terra-
za le daba un colorido espectacular. Con frecuen-
cia hacían muestras de artistas nacionales e inter-
nacionales, esculturas, grabados; una cantidad de
artistas con nombres complicados, pero todos reco-

145

nocidos. En las aperturas se reunía un gentío im-
portante y los eventos aparecían en cuanto perió-
dico y revista había por ahí. Un grupo de gente di-
vina, que estaba en algo, con ropa original y una
actitud inteligente, enterados de todo lo que ocu-
rría, además entrañables: me saludaban, qué rico
verte, decían, con besos y abrazos.

Estaba sobrada; tenía un estilo particular, acor-
dándome de mis mas intensas pasiones, como
cuando en el liceo me empaté con el profesor de de-
porte, el negro aquel que era bello, con el que apren-
dí muchísimo de mi misma. Era violento, pero cuan-
do permití que su boca carnosa me visitara entre las
piernas, resultó una revelación. Desde la cintura
fue olfateando todos los rincones, como un cacho-
rro buscando trufas. Escarbando localizó mi valio-
sa excrecencia y en la humedad de sus labios descu-
brí que tenía viva esa zona; por supuesto quedé fas-
cinada. Bueno, entonces, volviendo al tema que te
estaba contando: usaba ropa informal, con atuen-
dos divertidos, lo cual había desaparecido mien-
tras estuve viviendo con Bubba. A ese tipo le gusta-
ba que yo me arreglara de manera clásica, y como
me complacía en todos los caprichos, cuando me

146

compró ropa y accesorios, no escatimó en pagar
trajes de firma, que me parecían aburridísimos,
pero sin duda finos y elegantes. Después de la se-
paración, pude haberme hecho de algún dinero si
hubiese vendido esos trapos de marca, pero a ma-
nera de un rito a favor de la libertad, y sobre todo
para demostrar que no tengo interés en nada ma-
terial, dejé la ropa cuando me fui de la casa. Si hu-
biera hecho como otras, y tenido encima cosas de
valor, las hubiera acreditado como mías al momen-
to de la ruptura, pero que va, yo deseaba que se en-
tendiera que lo único que quería era recobrar la in-
dependencia y trabajar mi espacio interno. Necesi-
taba encontrar a la verdadera yo, a la tipa sin pose.
A Bubba se le fueron quitando poco a poco los ce-
los porque no me cachó ningún affaire y sobre todo,
se dio cuenta de que yo no tenía interés en apro-
vecharme del estatus de un grandeliga. Al princi-
pio sí, pensé que la mejor forma de llevar a plenitud
mi sensibilidad era a su lado, con la vida repleta de
comodidades. No te lo niego, caí rendida a sus pies
cuando las primeras veces me invitaba a salir y pa-
sábamos los días en sitios donde es muy costoso ir.
Mientras conversábamos sentados en el carro, nos

147

trasladaban hasta un avión donde seguíamos coto-
rreando, y en cuestión de minutos llegábamos, por
ejemplo, a un archipiélago de aguas turquesa don-
de nos aguardaba un barco con el almuerzo servido
y un vino súper selecto puesto a enfriar.

Sin duda me dejé seducir, como quien dice, se
me chorrearon las medias. Pensé que entre tanto
esplendor iba a poder desarrollar mi vida interna.
Ya desde entonces tenía inquietud por encontrar
un camino artístico, transmitir mi sensibilidad, que
es lo más mío, así como profundo, arrebatado. Algo
que no se explicar, encontraba significado en las
letras de las canciones: el amor como salvación, el
escape a la alineación de la sociedad y otras cosas
interesantes que me despertaban una pulsión crea-
dora. Supongo que Bubba se enamoró de mí por-
que, a diferencia de otras mujeres no me atraía la
riqueza sino la posibilidad de una buena conversa-
ción. Claro, eso le encantaba, me encontraba desin-
teresada, pero en el fondo no era como yo: a él sí le
gustaban las extravagancias del dinero, tenía sus
tics faranduleros, y por supuesto la convivencia fue
un desastre.

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