y las llamaban coquetas. A Mantis le gustó conocer-
las de cerca. Descubrió que cada flor crecía aislada;
supo que tenían pepitas en un abultamiento que, al
estar crecido, estallaba apenas lo tocaban. Obser-
vó que otras semillas también reventaban. El fru-
to de los árboles cubiertos de púas, los jabillos, con
el agua de las primeras lluvias saltaba en pedazos.
Los lóbulos en los que estaba envuelta la simiente,
colocados en forma de calabaza, al explotar hacían
un ruido muy fuerte y eran lanzados a grandes dis-
tancias. A esos gajos de madera le decían cachitos;
algunos niños los pulían para hacer llaveros mien-
tras Mantis se entretenía completando su colección
de cromos. Al momento de pegar las barajitas, ella
con cuidado pasaba el dedo índice untado en pega-
mento y engomaba el borde superior de la parte de
atrás de cada imagen. Este trabajo lo hacia con me-
ticulosidad, al igual que colocarla alineada en el re-
cuadro correspondiente, para que una vez pegada,
se pudiera levantar con facilidad y leer el texto des-
criptivo impreso en el álbum. Completar una hoja le
resultaba fascinante. Al pegar más barajitas, el gro-
sor de su álbum iba aumentando; engordaba a me-
dida en que llenaba los folios con las ilustraciones
49
que conseguía. Mantis se deleitaba con su reperto-
rio y frotaba sus manos, una contra la otra, inten-
tando desprender los residuos de la goma de pegar
que quedaban cubriendo su piel. En ocasiones ima-
ginaba que extendía su colección mientras ponía las
palmas juntas, en forma de rezo.
Alrededor de esa época, la ciudad donde Mantis
habitaba, se estremeció en sus cimientos. Tras un
rugido en las entrañas de la tierra, un temblor muy
fuerte desplomó los edificios, paralizó el reloj de la
catedral, dejó escombros amontonados con cabillas
expuestas como recuerdo de los desaparecidos y
marcó una huella de dolor. Esa noche fue interrum-
pida la transmisión por televisión de un concurso in-
ternacional de belleza en el que participaba una mu-
chacha de la sociedad caraqueña. Al poco tiempo
volvieron a presentarse los animadores en las no-
ches televisivas al ritmo del jala jala, el watusi y el
bugalú. Mantis era entonces una niña de lisos cabe-
llos. Lo más expresivo de su rostro eran sus enor-
mes ojos, de color pardo alrededor del iris y en el
centro amarillentos; el resto de las facciones se con-
fundía con el exceso de pecas que poblaba su me-
nuda cara. La madre había abandonado entonces
50
su intento por lucir glamorosa; vestía con mayor
informalidad, usando jeans, camisas estridentes y
los ojos marcados con gruesas líneas negras. Tara-
reaba mosaicos de los éxitos discográficos del mo-
mento y repetía melodiosamente libera pues tu men-
te, sí, mientras Mantis se concentraba en su álbum
de cromos y sentía deleite por la Naturaleza. La pe-
queña jugaba con las chicharras, atrapaba iguanas
y la noche la descubría, no al esconderse la luz, sino
al distinguir en la oscuridad el sonido agudo de las
ranitas cantando.
En una ocasión, estando en un paseo, Mantis se
entretuvo jugando con un cangrejo de río que subía
por unas piedras. La llamaron para que saludara al
hijo de una amiga de su madre, un niño de su misma
edad. Al acercarse la niña al varoncito, este salió co-
rriendo y Mantis tuvo necesidad de saber el por qué
de esa evasión. Siguió al niño con la vista y en silen-
cio se fue tras él. Al encontrarse a solas, la mucha-
chita lo miró con detenimiento, poniendo atención
al igual que si observara otro animal con los que pa-
saba el tiempo. Descubrió en él un desconocido ca-
pullo, similar al que da origen a las mariposas, esos
insectos maravillosos de frágiles alas cuyos dibujos
51
variaban según les diera la luz. Le complació la sua-
vidad de la piel de esa pequeña parte del cuerpo que
ella no tenía. Al contacto de su mano, como si reco-
brara vida, adquirió una contextura diferente, más
sólida, que le resultó llamativa. La voz de los adul-
tos que estaban en su búsqueda, los hizo distraerse
y el niño varón volvió a echar a correr.
A medida en que Mantis fue creciendo, su ca-
bellera se hizo más oscura pero mantuvo un inten-
so tono rojizo. Las pecas, que durante su niñez tuvo
amontonadas en la nariz, se dispersaron permi-
tiendo lucir un blanquísimo tono de piel. Más allá
de su interesante colorido, es una mujer hermosa.
Su cuerpo esbelto, radiante de lozanía, es atractivo
por la longitud de sus extremidades y la suavidad de
sus movimientos. Consume a diario trozos de fru-
tas jugosas y disfruta con su piel lubricada cuan-
do transpira haciendo ejercicio. Se entrena bus-
cando el equilibrio entre la fuerza muscular, la res-
piración y la relajación. Cuando se concentra, usa
sus conocimientos del esquema del cuerpo huma-
no y se focaliza en el desarrollo de los músculos in-
ternos para mantener el equilibrio. En las maña-
nas le gusta salir al jardín. En torno a ella observa
52
las plantas y recuerda los cromos del álbum de su ni-
ñez, lo variado y multicolor del reino vegetal. Tiene
presente la función principal de la flor, está concien-
te de los órganos de la reproducción en su propio or-
ganismo. Conoce la corola de su vulva, el cáliz, la car-
nosidad de sus labios a manera de hojitas y entre sus
pétalos, percibe el pistilo erguido. Mantis aprecia su
cuerpo. Estando de pie, se estira y trata de alcanzar
mayor altura adquiriendo fuerza del medio ambien-
te. Sabe que la respiración aporta energía. Su orga-
nismo reconoce las sustancias que transpiran las
plantas, sus propias células contienen los mismos
componentes. Los árboles están en constante creci-
miento hacia el cielo. Ella extiende los brazos en su
máxima extensión, los alarga y balancea con la ca-
dencia de unas enramadas. Aprecia los primeros ra-
yosdelsolcalentandolevementesu piel,inspira con
suavidad y siente el sonido del aire entrando por las
fosas nasales, llena los pulmones percibiendo a ple-
nitud los beneficios de absorber oxígeno. Con el es-
tómago sumido dentro de su cavidad torácica, pro-
cura brindar firmeza a la columna vertebral. Vuelve
a inspirar y da una ojeada a lo que le rodea, llevando
su mirada hasta el inmenso azul de la lejanía. Está al
53
tanto de que es un ser vivo, vertebrado, mamífero.
Ha asimilado cada parte de su cuerpo, el trabajo de
las glándulas, el valor de la más frágil membrana, el
destino de los reservados fluidos. Pertenece al reino
animal. Moviendo los hombros, siente sus brazos a
través de las coyunturas y los agita contra el viento
como si fuera un ave. Acostada ejercita las articula-
ciones y observa los delgados muslos doblados con-
tra su pecho; al abrirlos, palpa el ala de su cresta ilía-
ca, mira los definidos tendones entre las piernas y
recuerda la elasticidad de los batracios. Estando de
rodillas mueve la curvatura de su espalda como un
felino: echando la cabeza hacia atrás, satisfecho; ar-
queándola hacia adentro y divisando la angosta ca-
dera, enojado. Su lengua, cual reptil, más que para
degustar sabores, la utiliza para complacerse con
las texturas cuando acerca a su boca algo que le gus-
ta y desea prolongar el deleite. Con ella aparta la car-
ne de la nuez del hicaco y atraviesa la cáscara del
cotoperiz para alcanzar su néctar.
El interés por la Naturaleza la ha llevado a vi-
sitar los diferentes paisajes del territorio nacional.
Viaja buscando lo que le place: se embelesa con la
tierra oscura y húmeda del Amazonas, goza reco-
54
rriendo las amplias extensiones de los llanos y en
la aridez de los páramos la apasiona la fibra del frai-
lejón. Le llama la atención lo escondido, lo oculto.
Disfruta investigando y descubriendo secretos. Sus
referencias sirven de guía para el viajero que quie-
re acertar en sus paseos cuando no abundan las se-
ñales y pasan desapercibidos los tesoros de cada re-
gión. Anuncia con éxito las crónicas de sus expe-
riencias, utiliza su imagen para divulgar posadas
y sitios turísticos. No hay caserío, por pequeño que
sea, que ella no visite. Cuando llega a cualquier lu-
gar, la reconocen al decir su nombre y con amabi-
lidad la invitan a compartir las delicias que coci-
nan, las artesanías que producen y los espacios que
acondicionan para ofrecer o recibir a los visitantes
que llegan a los recónditos lugares. La tratan con
deferencia: saben que aparecerán en las revistas y
libros en los que ella publica sus testimonios. En el
tiempo que lleva dedicada a este trabajo, Mantis no
está al tanto de cuántos kilómetros ha transitado,
sin embargo, sabe con exactitud el número de hom-
bres que ha conocido. Desde su desarrollo, el género
que ahuyentaba durante la niñez, instintivamente
comenzó a acercarse a ella. Los capullos localizados
55
en los varones variaban su forma y apariencia en
cada uno de ellos. Sin embargo, en todos los indivi-
duos se repite el patrón de crecimiento. Mantis re-
mueve las orugas en reposo, en su fase larvaria, les
brinda como refugio un ambiente húmedo y su pa-
ladar resulta un nicho natural. Determina que tras
su desarrollo evolutivo, cambian en su aspecto, ta-
maño y fisiología, generando un fortalecimiento de
sus elementos motores similar a los vertebrados.
Hecha una mujer, Mantis con la habilidad de
una experta, logra obtener de cada hombre lo que
quiere. Con las propiedades de un animal miméti-
co engaña los sentidos y provoca en ellos determi-
nadas conductas. Escoge la ropa para alterar la per-
cepción visual de su presa y cautivarla por la vista.
Con la intensión de obtener alguna ventaja funcio-
nal, usa faldas cortas si celebran sus piernas, esco-
tes cuando elogian sus pechos, o descubre su espal-
da si enaltecen la piel. Selecciona el calzado según
el comportamiento de su presa: altos tacones para
los hombres con inclinación al descaro, zapatos pla-
nos si tienden a la discreción. Para cautivarlos por el
olfato, se perfuma con aromas florales al mostrarse
romántica, con fragancias cítricas si ha de revelarse
56
activa o con esencias orientales si debe permanecer
misteriosa. Sabe que los hombres se acercan bus-
cando el placer de sus caricias. Ella se fortalece al re-
chazar a los que no le provocan; eso la hace indepen-
diente. Mantis se acerca a ellos a su antojo, no tiene
compromisos, sólo la mueve el deseo. Ha conoci-
do hombres que le permiten fácilmente acceder a
su cuerpo y por el contrario, ejemplares retraídos, in-
seguros de sus capacidades. Algunos obsesivos, pro-
tectores, perseguidores; otros indiferentes, efusivos
o tímidos. Los ha percibido egoístas, parlanchines,
callados. Los agrupa mentalmente según sus com-
probadas categorías. Ha llegado a huirles y escon-
derse de ellos cuando no le aportan alguna novedad.
Los ilusiona levemente con una caricia, se divierte
con el efecto. Ríe cuando le dicen piropos, si son tier-
nos se hace la conmovida; al ser impúdicos los co-
mentarios con que la abordan, muestra desparpajo.
Se hace la inocente cuando descubre el tipo de hom-
bre que jura saber cómo conquistarla, estos le resul-
tan débiles y los turba sólo con el roce de su boca. No
saben que ella los manipula, que nada la hace cam-
biar. Mantis abre los ojos, cruza las piernas, se mue-
ve adecuadamente para atraerlos. Su alta estatura
57
y radiante cabellera funcionan como señuelos.
Cuando se siente aburrida o ansiosa, sabe tocar la
mente y el cuerpo del varón y logra hacerlo sucum-
bir ante sus encantos. Lo cautiva hasta controlar
su virilidad; procede como delicada brisa si ha de
ser prudente o como un vendaval si procura des-
fachatez. Busca directamente los ansiados brotes
y cuando los encuentra dormidos, perfecciona el
método hasta que la piel colmada de semillas ma-
duras esté a punto de estallar. Explora dócilmen-
te el jardín de sus vellos y con suave presión hace
caricias largas sobre el recubrimiento de su inti-
midad. Alterna la palma de su mano entre la par-
te superior, sensible, y las zonas blandas, a los la-
dos. Sopla levemente con su cálido aliento hasta
empuñar la exuberancia del placer acumulado. Se
muestra jadeante o atónita, descubriéndose cada
vez mas deslumbrante cuando la perciben deli-
ciosa. Posterior a su logro, en la explosión del en-
canto, frota sus manos con la resina de la satisfac-
ción. Mientras tanto, su interior imperturbable se
mantiene sereno. Su regocijo es por la sensación
placentera que le produce ver aumentada su co-
lección.
58
Mantis, cuando descubre un lugar inaccesible,
en el que puede disfrutar el despliegue de la Natu-
raleza estando a solas, se siente gozosa. Para obte-
ner lo que le apasiona se sirve de diversos medios:
aviones monomotor, carros de tracción, curiaras y
la fuerza de sus piernas. Disfruta su particular ma-
nera de percibir lo intangible, palpa una forma de
energía entre ella y el mundo que le rodea. Absor-
be la información que le brindan las formas espec-
taculares y disímiles de la vegetación; separa el su-
til grado de diferencia entre cada una de ellas. Iden-
tifica y se recrea con el estímulo visual de la flora en
los variados paisajes: los espinosos cardonales en
las áridas costas, los bosques tupidos en las profun-
das selvas y los enredados manglares en la anchu-
ra de los ríos. En serena contemplación, diferencia
las prodigiosas señales que recibe del medio: el ru-
mor de las aguas, el susurro de la brisa, la copla de
los pájaros. Con el desarrollo de su intuición tiene
habilidad para ver más allá de sus ojos físicos. En
ese espacio retraído, su mente se abre a otra dimen-
sión y desde allí accede a los secretos de la existen-
cia. Logra una extensa gama de vibraciones en sus
emociones, al permitirse pensamientos positivos
59
y de elogios ante la belleza de la creación. No sien-
te apego por los paisajes, sino que percibe el entor-
no como una totalidad en la que el aire, las plantas,
su cuerpo y la luz, son parte de lo mismo. Lo orgá-
nico es el vínculo de un todo maravilloso y univer-
sal, nada habita aislado. Mantis se enfoca en el sen-
tido superior y trascendente de la vida. Observa que
se han formado familias de animales que han esta-
do juntas por generaciones. En el reino animal, al-
gunos machos realizan despliegues extraordinarios
para atraer a sus consortes. Saltan, se retuercen, ri-
zan sus plumas, yerguen las espinas con el objetivo
de hacer más llamativos sus cuerpos, reluciendo con
brillantes colores de vivaces contrastes: un sistema
de comunicación necesario para ser aceptados por la
hembra escogida. Sonidos, olores, movimientos, se-
ñales mínimas esenciales que Mantis está en espera
se revelen para perpetuar la especie.
60
ECl lub
Las ideas y las impresiones
parecen corresponderse
siempre entre sí.
David Hume
Él la estuvo mirando durante la mañana. Mientras
rastrillaba la grama —recogiendo las hojas y los
frutos de los almendrones que por los venteados
chubascos caen durante la noche— la vio, aún som-
nolienta, con las huellas de las sábanas todavía mar-
cadas en su cuerpo juvenil. Vista de espalda, el ca-
bello sin peinar le llegaba hasta el traje de baño y se
balanceaba al caminar. Cuando ella entró al mar to-
davía no lo había visto; él la divisó antes y la acom-
pañó con los ojos en su recorrido hasta el agua. La
vio dar lentos pasos hacia la profundidad y colocar
con suavidad las palmas de sus manos a ras de la su-
perficie. Mojadas las piernas, se dejó deslizar ha-
cia adelante y con la cabeza sin hundir dio un par de
63
brazadas. Cuando caminaba de regreso hacia la si-
lla donde había dejado la toalla, fue cuando lo vio.
Notó que él la detallaba y sostuvo la mirada en sus
ojos. Ella imaginó que él había estado observándo-
la mientras se distraía con las pequeñas ondas del
agua que por la luz se dibujan en el fondo. Él casi
nunca va a ese lado de la playa porque no hay mu-
cho que hacer: es poca la vegetación, apenas unos
sisales a lo largo de los muelles de piedra, a los lados
de la ensenada. Al verla flotar, le pareció privilegia-
da por poder disfrutar a solas y en silencio de esas
aguas tranquilas. Al otro lado de la pared que define
el lindero, en las costas públicas, se aglutina la gente
para poder bañarse en el mar.
Él tiene un año trabajando como jardinero y des-
de entonces lleva el uniforme con el logotipo que lo
identifica como uno de los empleados de manteni-
miento. En el autobús que lo trae y devuelve desde
el pueblo cercano en el que habita, los demás com-
pañeros se meten con él porque en las mañanas se
arregla, peinado y perfumado, como si fuera a ver
a una novia. Durante el trayecto, al igual que en sus
ratos libres, está todo el tiempo pendiente de su te-
léfono celular, no hablando por él, sino mirando fija-
64
mente la pequeña pantalla y apretando las teclas ve-
lozmente, alternando los pulgares. Cuando oye risas
fuertes o alguien le golpea en el hombro para sacarlo
de su ensimismamiento, levanta la vista para saber
de qué se trata y se ríe ante las bromas.
Ella llevaba tiempo sin ir al club. Sus abuelos te-
nían ese apartamento desde que era una niña; había
visto algunas fotografías del grupo familiar donde
aparece vestida con una batica de paño, sentada en
las piernas de su mamá. De las veces que había es-
tado allí, recuerda los almuerzos donde se reunían
varias parejas de señores que, tras disfrutar los pla-
tos que a manera de buffet servían en la casa de sus
abuelos, se sentaban a conversar toda la tarde; en-
tonces a ella la mandaban con una cargadora, pri-
mero a la bodeguita a buscar golosinas y luego a
un pequeño parque con el piso cubierto de piedri-
tas sueltas, donde había columpios de metal y una
rueda en forma de carrusel para el deleite de los ni-
ños. Sus padres sólo iban ocasionalmente a visitar
a sus abuelos, quienes pasaban temporadas en esa
propiedad del litoral: un amplio penthouse desde
donde se divisaba la costa, arreglado con todas las
comodidades de una casa moderna. Ella, de niña,
65
miraba con recelo a los otros niños, vestidos de una
manera menos esmerada, en grupo, cómplices entre
sí, haciendo tremenduras y compartiendo risas, acos-
tumbrados a compartir los prolongados días de vaca-
ciones.
Por donde él vive no hay mucho que hacer. Abun-
dan las licorerías y los negocios en los que se apues-
ta a las carreras de caballo; allí los hombres se reúnen;
la mayoría a jugar, otros a conversar. Cuando era mu-
chacho, cada vez que podía se sentaba con el grupo
que permanecía en la puerta, para escuchar a los más
audaces decirles cosas a las mujeres cuando pasaban.
Mientras más invasivos eran los comentarios, más le
entretenían, pues la reacción de casi todas las fémi-
nas era contornearse aún más. Le complacía la des-
cripción que los otros hacían de los cuerpos movién-
dose, mientras él miraba, sin decir nada.
Ella fue a visitar a sus abuelos, quienes estable-
cieron su vivienda definitiva en el apartamento de la
playa. Su abuelo se vio obligado a usar silla de ruedas
debido a una enfermedad degenerativa y su abuela
vio transformarse su casa de Caracas, no sólo para
adaptarla a la nueva condición de su marido, sino
porque, simultáneamente, la casa fue dotada de un
66
complejo sistema antirrobos con cámaras, sensores
y alarmas. No soportó ver su hermosa vivienda agu-
jereada, repleta de cables y pantallas; decidió enton-
ces mudarse al club. El apartamento aceptó con no-
bleza los nuevos objetos, principalmente cuadros.
Su abuela, nacida en Montevideo, tenía especial ape-
go por el arte. Con frecuencia se le oyó decir, emanan-
do un aire de elegancia y superioridad, que su tierra,
como llamaba al Uruguay, había dado a la humani-
dad a Torres García y a Benedetti, con lo cual tenía su-
ficiente. Es una señora que mantiene las cejas ligera-
mente alzadas, con una imperceptible expresión de
asombro, y los labios hacia adelante, como si fuera
a hacer una afirmación en francés. En los momentos
de máxima emoción roza levemente, con la mano de-
recha, cerca de su corazón. El intenso tono de sus la-
bios parece parte de su naturaleza; jamás los mues-
tra pálidos. Aún en su casa lleva un pequeño bolso en
forma de sobre (tiene una colección de ellos: borda-
dos en pedrería, metálicos o de carey) donde caben
ajustados sus anteojos, una caja de cigarrillos men-
tolados que muy esporádicamente fuma y el lápiz la-
bial. Cuando se retoca lo hace de una manera asom-
brosa: tiene la habilidad de pintarse sin verse en el
67
espejo. No disimula en absoluto, pero lo hace tan se-
gura y discretamente, que apenas los demás lo no-
tan. Saca la barra de pintura —ajustando la punta
como una enfermera precisando una inyectadora—
la apoya en la comisura del labio inferior y recorre la
silueta, justo por el borde, dejando sus labios deli-
neados con precisión.
Él, apenas recibe el pago por su trabajo como
jardinero, cambia su teléfono celular por un mode-
lo más avanzado. Con frecuencia alterna los tonos
de las llamadas entrantes y se entretiene mandado
mensajes a números desconocidos y, cuando descu-
bre que son de mujeres, les envía textos anónimos
con frases vulgares. Su mayor satisfacción fue tener
un aparato con cámara incluida. La idea de captar
imágenes le emociona y le hace sudar las manos. Se
dedicó a tomar fotografías, la mayoría a muchachas
—o a parejas que buscan rincones para manifestar
sus deseos— sin que ellas se den cuenta. Se deleita
haciendo pasar frente a sus ojos, a escondidas, las
tomas que hace de lejos. Las imágenes, al acercar-
las, lucen enormes gracias a la discreción y complici-
dad de su celular. Al contemplar los cuerpos que en
momentos íntimos roba con la cámara, se acelera su
68
corazón. Son recurrentes sus deseos de verlos con
detenimiento, en soledad, para dejarse seducir por
ellos, involucrarse en las sensaciones expuestas y
luego fotografiar su propio cuerpo evidenciando la
excitación. Con los audífonos del teléfono puestos,
intenta tararear estrofas de sus canciones favoritas
y sin ninguna entonación emite sonidos que pare-
cen gemidos. Vocifera unos ruidos absurdos pues
no sabe las letras de lo que canta, sino que suelta sin
inhibiciones su voz aguda y prolongada.
Las instalaciones del club, a pesar de tener mu-
chos años, están bien mantenidas. Ella recuerda que
en el bar se sentía el olor de los muebles de made-
ra combinado con el alcohol de los licores. Las puer-
tas que daban hacia el corredor, cubiertas con largas
cortinas estampadas en azules y amarillos, resguar-
daban el frescor del aire acondicionado y brindaban
un grato ambiente de privacidad. Los socios más
asiduos solían ir directamente a la barra a pedir sus
tragos favoritos. Ella recordó que su abuela elogia-
ba los gin fizz y al terminar la copa que solía beber
antes de almorzar, le decía que el secreto por el cual
eran magníficos era porque antes de añadir la gine-
bra, rociaban el hielo con un toque de absinthe. Su
69
abuela arrimaba levemente la copa apoyada sobre
una pequeña servilleta de hilo y era capaz de perca-
tarse de si variaba el grosor de los pitillos que colo-
caban en su bebida. Recuerda que con su mirada esa
señora sonrojaba a los jóvenes bartenders, que lu-
cían chaquetas blancas y el cabello brillante.
Removiendo la tierra, agachado junto a una hi-
lera de crotos, él volvió a ver a la joven que en la pla-
ya había llamado su atención. Supuso que los pies
desnudos de esa mujer, irritados por haber camina-
do sobre la arena caliente, agradecieron el frescor de
la cerámica azul, bajo la sombra. Observó cómo con
una de sus piernas levantaba gotas de agua de la pis-
cina. Desde allí, escondido, tuvo deseos intensos de
tomarle fotos, tener acceso a esas imágenes, hacer-
las cercanas, suyas y dejó de hacer su trabajo para
extasiarse en la mirada y dedicarse a la contempla-
ción. Con un exceso de confianza, sin darse cuenta
de la falta de respeto, se acercó hasta la silla donde
ella había dejado su cartera y tuvo tiempo para revi-
sar su contenido: un cepillo de pelo, un pote de cre-
ma, algunos billetes y su teléfono celular.
Ella fue a visitar a sus abuelos pues llevaba tiem-
po sin verlos. No la impresionó la silla de ruedas; a
70
pesar de la nueva condición física, su abuelo seguía
transmitiendo la serenidad y sabiduría que le carac-
terizaba. Aunque estaba obligado a estar sentado y
al hablar se le notaba levemente cierta deformidad
en la boca, lo halló como siempre, impecablemente
vestido y aseado de manera esmerada. Acordaron
para la visita que ella bajaría al litoral antes de via-
jar a Madrid, donde estudia en la universidad; que-
daron en que un chofer la dejaría allá para dormir
una noche y, en la tarde del día siguiente, la recogería
para llevarla directamente al aeropuerto. Cenó con
sus abuelos y la complació ver que a pesar de su edad
y de las dificultades del país, mantenían el entusias-
mo por la vida y le preguntaban con interés temas
de actualidad. A ella, a pesar de haber vivido siem-
pre en el exterior y sentirse ajena a estas tierras y sus
costumbres, en esta ocasión algo la ha hecho conmo-
verse. Se aglutinaron en su mente vagos recuerdos:
el sabor de los sandwichitos que servían junto a la
piscina (al tocar una campana sostenida a lo alto y
que alguna vez necesitó de una silla para alcanzar-
la); el olor a cloro de los vestuarios; el sonido de los
motores en el embarcadero. Quizás la ayudó a revivir
la nostalgia que la visita fue en un día de semana y
71
fuera de temporada vacacional. Los espacios vacios
le sirvieron para extender los pensamientos y dejar
la memoria a flor de piel.
Él se fue acercando para poder ver mejor y ella,
en la blanda sensación de su sensibilidad expuesta,
sintió la mirada de ese hombre directamente en su
intimidad. Cuando ella se percató de que él la obser-
vaba, se conmovió ante la manera en que esos ojos
recorrieron su cuerpo húmedo y se sintió turbada,
pues reconoció en ese atisbo la expresión carnal del
deseo. Se fue a toda prisa a lo largo de las cabañas
que estaban ubicadas a la orilla del mar y en su ca-
beza se hizo cada vez más nítido un recuerdo desa-
gradable que marcó una huella hasta entonces in-
tangible y que no sabía cuánto peso había dejado
en su percepción. Mientras el reflejo del sol sobre el
agua le golpeaba los ojos, revivió el comentario in-
vasivo, irrespetuoso que, cuando ella era aún peque-
ña —estrenando un vestidito— le gritó un camio-
nero que pasó frente a su casa. Calibró la fuerza de
las palabras invadiendo su cuerpo infantil, irrum-
piendo en su inocencia: aquello bastó para sentirse
como si la hubieran desnudado. Ahora con la mira-
da de ese hombre revivió a plenitud aquel momento.
72
Esos ojos impactaron sus sentidos y se dio cuenta de
que al percibirse objeto de deseo se dispara su apeti-
to, pues la hace consciente de su intimidad. Experi-
menta el picor de lo prohibido. La mirada injuriosa le
brindó la excitación de su propia vergüenza.
Se dirigió al apartamento de sus abuelos para
recoger sus cosas; el silencio de los pasillos le recor-
dó la sensación de vacío y lejanía de cuando, siendo
niña, sin respirar, nadaba por debajo del puentecito
que unía las dos piscinas del club. Decidió subir por
las escaleras y en el descanso de cada uno de los pi-
sos tomó una bocanada de aire para a continuar el
ascenso. Imaginaba que la venían siguiendo y soña-
ba escenas en las que involucraba su cuerpo.
La fueron a recoger para llevarla al aeropuerto
y, estando en el carro, comenzó a sonar su teléfono.
Después de buscar en los asientos y en la cartera, al
tener en sus manos el celular, vio que había recibido
un mensaje desde un número desconocido.
73
C’est ça
El erotismo es algo meditado.
George Bataille
En el arrebato voluptuoso de una fiesta, como cual-
quier animal que ha bebido líquido en abundancia
—aun Taittinger Rosé— tuvo que disponerse para el
consecuente acto biológico, irresistible, más vulgar
si surge en un ambiente sofisticado, en el que se de-
batía con interlocutores cultos, no en acaloradas dis-
cusiones frontales, sino utilizando un lenguaje plás-
tico, metafórico, excitando el entendimiento con ra-
zonamientos ingeniosos, sacando de la manga refe-
rencias e ideas para mostrarse, todos, brillantes.
El impulso la llevó hacia un largo pasillo que le
ofreció una secuencia de puertas, algunas cerradas,
otras abiertas, y las fue tanteando hasta encontrar
77
el lugar que necesitaba. Al cerrar con llave percibió
la ligera sensación de libertad que produce estar a
solas, dejando a lo lejos la escandalosa euforia de la
gente, momento fugaz en que se eleva el propio es-
píritu por encima del espacio que se acaba de aban-
donar. Se siente más intensamente aquello que se
nosescapa,enelinstantemismodesudesaparición.
La intimidad dependía de la posibilidad no descar-
table de que alguien se asomase a través de la cerra-
dura, perturbación que condicionó su mente al rit-
mo de la incesante duda.
No había grandes espejos cubriendo las paredes;
tampoco uno solo puesto a la altura de la cara de una
persona adulta. Eran varios, pequeños, enmarcados
de diversas maneras, obviamente de distintos oríge-
nes: alguno marroquí, otro quizás mexicano, todos
ubicados por debajo de la línea del rostro. Compren-
dió que habían sido colocados así para verse cuando
se está sentado. Descubrirse reflejado desde varia-
dos ángulos resulta lúdico. Junto a los tres interrup-
tores con los que se controlaba la luz del estrecho es-
pacio, estaba un cuaderno que invitaba a anotar las
impresiones. Cada quien, atento a lo que le estimu-
la, según lo que propicie lo evidente, puede escribir
78
sus inclinaciones, rarezas o inhibiciones. El resto de
los objetos fue puesto para producir una continua al-
ternancia entre repulsión y atracción. Piezas de ce-
rámica mochica representando diversos modos de
abrazarse; otras pequeñas figuras de barro, también
precolombinas, exhibiendo alambres, clavos o ma-
deros que, en esos diminutos cuerpos, evidenciaban
la masculinidad. Una antigua parejita mesoamerica-
na mostraba a uno de los amantes tapándose los oí-
dos con las palmas de sus propias manos. Estatuillas
hindúes sentadas de frente entrelazando las pier-
nas. Muñecas rusas de manufactura francesa quie-
nes, en la medida en que se hacían más pequeñas,
se iban despojando de la ropa —no de sus tradicio-
nales trajes de flores, sino de corsés, medias caladas
y ligueros—. Un grabado japonés delatando la com-
placencia de una mujer en los brazos de un pulpo.
Un oso de tela roja y brillante, de fabricación japone-
sa, comprado en la tienda de un museo contemporá-
neo español, con unos engrandecidos genitales que,
entre las piernas articuladas, colgaban ligeramente
fuera de la repisa. Bajo una viga se hallaba una serie
de libros ilustrados; abrir y cerrar cualquiera de ellos
dejaba la mente impregnada de insinuantes dibu-
79
jos que funcionan como canales por donde corren
las sensaciones. Otras publicaciones, curiosas edi-
ciones, clandestinas, deliciosamente provocadoras,
con un discurso extendido que logra, sólo con pala-
bras, llegar a la trasgresión.
Nadie la vio salir. Dio una leve mirada alrede-
dor, volvió a acercarse a la gente, con el ánimo exal-
tado y una sensación de caer desde la altura. Poco
después, saboreando una pralina —cuya mezcla de
nuez, mantequilla de cacao y olor a trufa negra lle-
gaba a su nariz al deshacerla en el paladar— se dio
cuenta de que no había escrito nada en el cuader-
no. Lo que más violentamente la subleva está den-
tro de ella.
80
Laorgía
Hubo muchas noches, noches
que me hicieron inmortal,
como hay películas que hacen
inmortales a sus actores.
Israel Centeno
El cuento no era bueno, pero estaba bien contado.
Visitaba a mi primera novia, comenzó diciendo,
para poder hacer lo que tanto me gustaba. Ella vi-
vía en una urbanización de edificios todos pareci-
dos, al sureste de la ciudad. Cuando la mamá abría
la puerta del apartamento, esperaba a que no se
diera cuenta para hacerlo. La satisfacción de aque-
llos segundos es indescriptible. En lo que la seño-
ra me daba la espalda me preparaba. Yo caminaba
como si nada, palpaba los dedos sabiendo que se-
rían mis cómplices. En un mini ejercicio de calenta-
miento los abría y estiraba para tenerlos listos para
la acción. Aprendí cómo hacerlo con discreción; na-
die lo notaba y el placer era exclusivamente mío.
83
Contaba a todos la anécdota de su personal
manera de disfrutar. Tener público le hacía subir
la adrenalina con la misma intensidad de ese en-
tonces cuando, suponíamos, alcanzaba sus máxi-
mos niveles de excitación. Los que le escuchába-
mos abríamos la boca para soltar las carcajadas; al-
gunos colocaban una mano a la altura del esternón
mientras se retorcían de risa. Su esfuerzo por na-
rrar el evento de la manera más detallada posible
ayudaba a crear el ambiente. La inverosimilitud es
una chispa que enciende el humor y en este caso
eso ayudaba.
Clamábamos para que siguiera contando y él,
encantado de que lo escucharan, proseguía con el
relato. Cuando visitaba a esa novia, lo que más me
gustaba era eso. Entre la puerta principal y el sa-
lón había una pared con ladrillos huecos, abertu-
ras que permitían la ventilación del edificio. En ese
apartamento, a manera de repisas, en cada uno de
los espacios que dejaban los bloques, tenían una
colección de figuritas —porcelanas en miniatura
y cristales de Svarowski— que la dueña de la casa
cuidaba con esmero. En el instante en que nadie
me veía, golpeaba una y la tiraba para abajo.
84
Tratábamos de imaginar la situación y, aunque
nadie lo creía del todo, no parábamos de reír. Con-
tinuó contando cómo los adornos desaparecían a
lo largo de sus visitas: soltaba el dedo medio, rete-
nido tras el pulgar a manera de palanca, y con vio-
lencia golpeaba los objetivos. Por unos segundos
la uña quedaba levemente adolorida pero mi men-
te se concentraba en el sonido del trayecto: figura-
ba el silbido del aire durante la caída,escuchaba el
golpe seco del impacto y visualizaba en el suelo los
pedazos proyectados por la ruptura.
Mientras echaba el cuento se fue creando la
complicidad que se logra con las emociones com-
partidas. Los que lo escuchábamos nos mirábamos
a los ojos, primero con incredulidad y luego con la
picardía de la certeza.
Aquello se fue volviendo cada vez más placen-
tero; lo admirábamos con exaltación. En otra oca-
sión, continuó diciendo, en un invierno en Francia,
estábamos un grupo de jóvenes en un pequeño
apartamento celebrando nuestra participación en
unas competencias de ski. Esa noche abundaba el
vino; al cambio de la moneda, en aquella época, las
mejores botellas se compraban con poco dinero.
85
Ebrios, y alentados por mi anécdota, lanzamos un
cenicero por el balcón. Aunque no era muy alto, ape-
nas unos centímetros, nos divirtió verlo volar por
el aire y hundirse en la nieve. Sintiéndonos origi-
nales probamos también con las copas y los vasos.
Ante el reto de ver quién se atrevía a más, empeza-
mos a empujarnos unos a otros. Terminé tumbado
en la blanca y helada superficie y para contener la
risa tuve que recostarme de un amigo a quien tam-
bién habían lanzado. En ese momento pasaba por
la calle una muchacha a la que ambos conocíamos,
aunque no era amiga nuestra. Casualmente la dimi-
nuta figura caminaba por la acera junto a nosotros
y su abrigado traje relucía en la claridad de la no-
che. No sé si fue de desconcierto, pero la mirada que
nos lanzó al vernos hundidos en el hielo bastó para
que, al unísono, mi amigo y yo decidiéramos hacer-
la partícipe de nuestra diversión. Contra su volun-
tad la agarramos entre los dos, la balanceamos un
par de veces y la lanzamos hacia arriba. Para sorpre-
sa de todos, llegó de vuelta al piso de madera desde
donde nos habían empujado.
No sabíamos si en verdad aquello había suce-
dido, pero la historia nos producía una risa incon-
86
tenible. El grupo de pasajeros que coincidimos en
el ferry entre Nápoles y Palermo estaba cada vez
más entusiasmado con el cuento. Conocimos al na-
rrador cuando a la hora de cenar nos tocó compar-
tir una gran mesa. Tras el regocijo de haber comi-
do y bebido inmoderadamente, subimos juntos al
bar de la cubierta para seguir disfrutando de más
licor. Por favor, sigue, le solicitábamos; continúa, le
pedíamos, mientras entre risas ahogadas trataba
de proseguir. Nos miraba con la clara percepción de
que tenía atrapada a la audiencia. Para mantener el
interés de los que le escuchábamos, intercaló chis-
tes cortos, de los que no fallan jamás y producen el
estallido de las mandíbulas. Así mantuvo el furor
colectivo. Con deseos de reír cada vez más, alguno
de los presentes lanzó fuera de borda la copa en la
que bebía. Con las risas renovadas, en una reacción
en cadena, otra persona, después de revisar con
la vista que no había cerca ningún miembro de la
tripulación, se levantó de su silla y la echó al agua.
Ávidos de exceso, entre dos botaron una mesa y en-
tre todos tiramos un sofá. En medio del desorden,
intentábamos taparnos la boca entre nosotros, tra-
tando de ser menos ruidosos y disimular el albo-
87
roto. Así seguimos, dándonos ánimo unos a otros.
Lo más difícil fue tirar un pesado matero cilíndrico
nada fácil de asir. Imaginé la cara de los marineros
cuando al día siguiente encontraran el salón vacío.
No menos extrañados estábamos quienes vimos
los muebles flotando sobre el mar, la noche que, en
un tumulto, estuvimos tirando.
88
Elpracticante
Las manos son expertas,
maravillosas, perfectas.
Marguerite Duras
A medida que se acercaba la hora de la cita, Gertru-
dis aceleraba más su automóvil. No le importaba si la
superficie del suelo estaba húmeda, lo cual habitual-
mente la hacía conducir despacio. Adelantó unos ca-
rros por la derecha y se subió a una acera espantando
a unos estudiantes que venían caminando en direc-
ción contraria. Las manos sudadas le resbalaban por
el volante. Tomó una curva con tanta velocidad que
su cuerpo rodó al otro extremo del asiento. Cuando
se volvió a sentar correctamente, movió el espejo re-
trovisor hasta encuadrar su boca; a tientas sacó del
bolso un creyón y lo pasó varias veces por los labios.
Es una mujer enérgica. En la compañía para la
que trabaja su voz es siempre tomada en cuenta. La
91
firmeza de sus opiniones va más allá del tono autori-
tario que utiliza: cuando está convencida de algo, es
muy difícil hacerla cambiar de parecer. Desde la épo-
ca de estudiante resaltó por su aguda inteligencia;
luego, como profesional, por esa manera suya de in-
volucrase en los proyectos, atendiendo los asuntos
que generalmente descuida la mayoría de los em-
pleados. Es capaz de prolongar sus agendas sin nin-
guna queja; no tiene mayores compromisos familia-
res y permite que la llamen para hacerle consultas
telefónicas o pedirle que se traslade a una obra, in-
clusive durante los fines de semana. Deja amonto-
nar las horas extras para luego hacer un resumen
de ellas y, a la hora de presentar un balance de las
mismas, generalmente suele ser condescendiente
con la compañía. Tiene tendencia a estar pendien-
te de las necesidades de los demás antes que de las
suyas y, por su temperamento, a la hora de una pre-
sentación, aunque esté temblando por dentro, no se
le nota. La Ingeniería es su pasión; desde que descu-
brió que le gustaban las ciencias exactas, supo que
estudiaría esa carrera. En la universidad, sus mate-
rias favoritas fueron las espaciales, más que la física
y la química. Los compañeros de Gertrudis conocían
92
su talento. Llamaba la atención porque, ante las pre-
guntas de los profesores, ella siempre daba las más
acertadas respuestas. En ocasiones se sentaba en el
último pupitre del salón y apoyaba la cabeza como si
estuviera dormida. Entonces, de repente, levantaba
el rostro con expresión somnolienta y corregía a los
catedráticos si se equivocaban. Su mente jamás de-
jaba de pensar. La fama por su alto nivel de entendi-
miento se extendió fuera de los salones de clases y
en los cafetines de la casa de estudio se comentaban
sus habilidades mentales. Quizás por esa razón nun-
ca entabló con sus compañeros una relación distin-
ta de la que hacía posible el compartir asuntos aca-
démicos. Además de ser inteligente, era una mujer
bonita; sin embargo, nunca nadie la cortejó. No tuvo
ocasión de experimentar las sensaciones que los ga-
lanteos incitan. A sus amigos les resultaba difícil ver-
la con otros ojos que no fueran los de admiración.
Los jóvenes se acercaban a ella con deseos de descu-
brir en qué se basaba la agudeza de su juicio, o por in-
terés, para que los ayudara con los problemas pro-
puestos como tareas. Gertrudis siempre encontra-
ba solución a los ejercicios y no se vanagloriaba por
ello; encontraba natural resolver con sencillez hasta
93
los planteamientos más difíciles. Sus compañeros de
promoción respetaban su sagaz percepción y la for-
ma modesta de asumir su ingenio.
Al estacionarse, Gertrudis revuelve los planos
y documentos que están en su automóvil tratando
de ubicar el celular. Aparta una gorra, que usa cuan-
do debe supervisar algún trabajo expuesta al sol, la
echa en la parte de atrás del carro, donde también
hay un par de zapatos rústicos por si supone que va a
llenarse de cemento. Cuando por fin tiene en sus ma-
nos el teléfono, revisa los mensajes para ver si hay al-
guno de Juan Ernesto Burguera.
El ingeniero Burguera, como todos suelen lla-
marlo en la compañía —a excepción de sus socios,
quienes al igual que sus familiares le dicen Johnny—
es un hombre emprendedor cuyo informal modo de
vestir contrasta con la minuciosa manera de con-
trolar su empresa. Está habituado a mover enormes
cantidades de dinero. Su abuelo paterno tuvo exten-
sas fincas cafetaleras en el occidente del país y, du-
rante la Primera Guerra Mundial, como a la hora
de vender le pagaban poco, despachaba sólo lo su-
ficiente para atender las necesidades del produc-
to almacenado. Terminado el conflicto, vendió a al-
94
tos precios y esto le brindó poderío y holgura. Su nie-
to, Juan Ernesto, superó en los negocios la tradición
de la familia, añadiendo al acertado instinto comer-
cial estudios universitarios. El grado de ingeniero ci-
vil, sumado a su talento para proponerse objetivos y
a la intuición de saber cuándo perseverar o cambiar
para sacar provecho de las situaciones, lo convirtie-
ron en un exitoso empresario de la construcción.
Gertrudis trabaja con él desde hace varios años.
Ella ingresó a la empresa constructora siendo pasan-
te de la universidad y, una vez graduada, la compa-
ñía le ofreció un contrato como asistente de Burgue-
ra. Gertrudis se sabe cautivada por él, deslumbrada
por lo que el ingeniero representa y ella valora. Las
reuniones de trabajo con él la emocionan de mane-
ra especial. Pasan horas conversando sobre temas de
trabajo. Cada uno escucha con atención las propues-
tas que hace el otro y sienten estímulo en la mutua
inteligencia. Tienen la misma manera de idear solu-
ciones, buscando que en las construcciones preva-
lezca la funcionalidad. Ambos coinciden en la im-
portancia de mantener la calidad de las obras sin au-
mentar los costos. Con él siente el placer de compar-
tir sus conocimientos y entre ellos se ha desarrollado
95
un lenguaje tácito, de camaradería y entendimiento
en las materias laborales. El ingeniero es un hombre
que maneja mucha información y es hábil para con-
seguir jugosos contratos. Mantiene contentos a sus
clientes por concluir los trabajos a tiempo; su perfec-
ta planificación le asegura que cada proyecto con-
cluya sin errores. Cuando Gertrudis percibe o descu-
bre algún detalle que pueda ocasionar inconvenien-
tes a la empresa, enseguida plantea la solución. Con-
sidera que Burguera es el más agradecido y supone
que el ingeniero, además de mostrarse conforme por
el bien de la compañía, admira su aguda cabeza. Bur-
guera la busca con frecuencia para consultarle cues-
tiones significativas y ella, en ciertos momentos, se
ha pretendido indispensable a la hora de tomar de-
cisiones. Gertrudis se siente fuertemente atraída
por ese hombre. Sabe que él nota su fascinación y, sin
embargo, no puede imaginarse que él la pueda de-
sear como mujer.
Al comienzo de la relación fueron juntos a su-
pervisar una obra; en ese entonces la compañía que
dirige Burguera estaba desarrollando un proyecto
en el interior del país. Tenían previsto que una avio-
neta privada los llevara hasta un aeropuerto cerca-
96
no a la construcción, pero a última hora tuvieron que
recurrir a vuelos comerciales. A Gertrudis no se le in-
formó el porqué de los cambios; ella acató la orden
sin preguntar. Esperó pacientemente que la recogie-
ran en su casa, con una maleta que resultaba com-
pacta para tratarse del equipaje de una mujer. Desde
joven aprendió a reducir su ropa al mínimo, y como
de ese viaje volverían en la tarde del día siguiente,
apenas una muda de cambio le resultaba suficiente.
Es una mujer de porte elegante, alta y bien formada,
por lo que, a pesar de ir arreglada de manera natu-
ral y sencilla, se ve bien. A partir de los primeros días
de pasantía en la empresa, se vistió de algodón, con
holgadas camisas de manga corta y pantalones de
pinzas. Desde entonces ha mantenido esa forma de
arreglarse. Para las reuniones importantes lleva el
mismo modelo de ropa; cambia apenas la calidad de
la tela; utiliza entonces gabardina y seda. Su larga ca-
bellera negra en pocas ocasiones la deja suelta. Par-
te del arreglo personal que la caracteriza es amarrar-
la en lo alto de la cabeza. Se ata un moño, ajustando
cualquier cosa, un lápiz o su propio cabello a manera
de nudo, y muestra el cuello adornado con algún me-
chón sin enlazar.
97
Ese primer viaje de trabajo Gertrudis no lo ha lo-
grado olvidar. Recuerda el ansia que le produjo ha-
ber sido seleccionada para supervisar una obra que
por su dimensión resultaba una gran responsabili-
dad. Sintió un voto de confianza el encargarle esa la-
bor a ella, que llevaba poco tiempo contratada y con
escasa experiencia. Un chofer de la compañía la fue
a recoger a primera hora de la mañana y luego pa-
saron por la casa de Juan Ernesto Burguera para re-
cogerlo antes de ir al aeropuerto. El ejecutivo entró
en la camioneta de espaldas y se ubicó en el asien-
to del copiloto. Cuando estuvo sentado, se acomodó
la chaqueta y luego se volvió a saludar a Gertrudis
con apenas un movimiento de cabeza. El ingeniero
iba vestido con pantalones beige, camisa a cuadros y
una chaqueta de cierre abierta al frente, que mantu-
vo puesta durante todo el viaje, a pesar del calor. Es
un individuo no muy alto y corpulento. Suele llevar
un bolígrafo en el bolsillo de la camisa y el teléfono
celular atado al cinturón.
El hotel quedaba a más de una hora de la zona
donde se estaban desarrollando las casas. Era una
construcción de los años cincuenta, bien mantenida
y cuya amplitud de los espacios contrastaba con la
98