Este
libro está
dividido en tres
partes, que se leen en
el siguiente orden: se co-
mienza por el Centro (Taypi), lue-
go se sigue por la Derecha (Kupi) hasta
la contratapa, y finalmente se retorna al Cen-
tro para leer la parte Izquierda (Ch’iqa), pasando
las páginas al revés. Al terminar la lectura (que resulta-
ría ser el comienzo del libro, si se leyera en forma
convencional) se ha colocado un Glosario
de los términos en aymara y qhichwa,
como un modo de enfatizar el giro
lingüístico y la opción epis-
temológica de las y los
responsables de
su elabora-
ción.
Lista de obras reproducidas: Joseph López de los Ríos
Anónimo El Infierno. Serie de Las Postrimerías, 1684
Cristo en la Columna, s. XVIII Iglesia de Carabuco, provincia Camacho, La Paz (pp. 54,
Parroquia de San Pedro, Potosí (p. 102) 121, 122, 123, 124, 129, 130, 131, 132)
Anónimo Melchor María Mercado
María Santísima de la Natividad y su milagrosa imagen en Álbum de Paisajes, Tipos Humanos y Costumbres de Bolivia,
Chuchulaya, 1732 1841-1869
Santuario de Chuchulaya, provincia Larecaja (pp. 108, 110) Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, Sucre (p. 114)
Anónimo Guaman Poma de Ayala
Nuestra Señora de Chuchulaya, 1656 El primer nueva corónica y buen gobierno, 1615-1616
Colección María Luisa Morales, La Paz (p. 115) Det Kongelige Bibliotek, Copenhage (pp. 10, 35, 54, 55,
Anónimo 101, 126)
Santiago Mata Moros, s. XVIII Florentino Olivares
Iglesia de Guaqui, provincia Ingavi, La Paz. Vista del Cerco a la Ciudad de La Paz, 1781
Anónimo Museo Casa de Pedro Domingo Murillo, La Paz (pp. 30, 36,
Santísima Trinidad 37)
Museo Colonial de Charcas, Sucre (p. 63) Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos
Anónimo La Santísima Trinidad, s. XVIII
Señor del Gran Poder, s. XVII Museo de Arte Colonial, Bogotá (pp. 61, 64, 65)
Santuario Jesús del Gran Poder, La Paz (pp. 62, 89)
Anónimo
Virgen de Chuchulaya, s. XX
Colección María Luisa Morales, La Paz (p. 109)
Anónimo
Virgen del Cerro, s. XVIII
Museo Casa de la Moneda, Potosí (p. 29)
Max Aruquipa
Tata Gran Poder
Colección particular (p. 90)
Gaspar Miguel Berrío
Descripción del Cerro Rico e Imperial Villa de Potosí, 1758
Museo Colonial Charcas, Sucre (pp. 9, 71, 97, 98)
Maestro de Caquiaviri
La Muerte. Serie de Las Postrimerías, 1739
Iglesia de Caquiaviri, provincia Pacajes, La Paz (pp. 149, 150)
Maestro de Caquiaviri
El Infierno. Serie de Las Postrimerías, 1739
Iglesia de Caquiaviri, provincia Pacajes, La Paz (pp. 38, 55)
Edita: Diagramado y Montajes fotográficos:
Departamento de Actividades Editoriales del MNCARS Carlos Torres
Jefe del Departamento:
Producción de vídeo y DVD:
Maria Luisa Blanco Marco Arnez y Silvia Rivera (El Colectivo)
Concepto y dirección: Ximena Bedregal
Gabriela Behoteguy
Silvia Rivera Cusicanqui y El Colectivo
Responsables de esta edición Créditos fotográficos:
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El Colectivo, La Paz, Bolivia J.C. Jaqueline Calatayud
Dirección electrónica: D.G. Dado Galdieri
[email protected] T.G. Teresa Gisbert
Blog: www.elcolectivo2.blogspot.com A.P. Álvaro Pinaya
Autores de El Colectivo: E.S. Eduardo Schwartzberg
Luis Alemán Vargas C.T. Carlos Torres
Helena Castaño Silva A.U. Andrés Underlandstetter
Molly Geidel
Álvaro Pinaya Pérez Artífices en producción, contabilidad y cuidado ritual:
Hernán Pruden Mercedes Bernabé Colque
Eduardo Schwartzberg Arteaga Beatriz Chambilla Mamani
Juan Vaca Carraffa Roberto Guerrero
Autoras invitadas: Francisca Payi
Verónica Auza Aramayo Marieliza Vásquez Cobo
Gabriela Behoteguy Chávez
Fotomecánica e impresión:
Citas extensas: Brizzolis
Thomas Abercrombie: Caminos de la memoria y del poder.
Etnografía e historia en una comunidad andina. La Paz, Encuadernación:
IFEA-IEB-ASDI, 2005, pp. 337-341 Ramos
Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela: Relatos de la Villa
imperial de Potosí. Selección, introducción y cronología de © de esta edición, Museo Nacional Centro
Leonardo García Pabón. La Paz, Plural, 2000 de Arte Reina Sofía, Madrid, 2010
Gerardo Fernández Juárez: El banquete aymara. Mesas y yati-
ris. La Paz, HISBOL, 1995, pp. 407-409 © de los textos, los autores
José Ignacio López Vigil: Radio Pío XII: Una mina de cora- Se han hecho todas las gestiones posibles para identificar a los
je. Quito, ALER-Pío XII, 1985, pp. 24-26 y 187-189 propietarios de los derechos de autor. Cualquier error u omisión
Pablo Mamani Ramírez: El rugir de las multitudes. La accidental, que tendrá que ser notificado por escrito al editor,
fuerza de los levantamientos indígenas en Bolivia. La Paz, será corregido en ediciones posteriores.
Aruwiyiri y Yachaywasi, 2004, pp. 145-151 ISBN: 978-84-8026-402-0
Dibujos: NIPO: 553-10-032-8
Efraín Ortuño Depósito legal
Glosario: Catálogo general de publicaciones oficiales
Filomena Nina Huarcacho http://www.060.es
Distribución y venta
España e Iberoamérica:
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Wakatuquri. Danza andina que representa a toreros o ganaderos.
Wak’a. Lugar sagrado de culto a las divinidades tutelares de un lugar determinado; piedras sagradas que poseen energías.
Wanu. Excremento de animales, abono.
Warawara. Estrellas, astros luminosos, constelaciones.
Warmi. (Q y A) Mujer casada con responsabilidades ante su familia y su comunidad.
Waxt’a. Ofrenda que se prepara para la Pachamama, los achachilas y los uywiris.
Wayra. Ventarrón, viento que sopla con mucha fuerza.
Wiñay. Eternidad o instante.
Wiñay Pacha. Tiempo de la prosperidad y felicidad eterna.
Wiphala. Bandera andina que representa la pluralidad de lenguas, culturas y pensamientos.
Wiraqucha. Una de las wak’as antiguas poderosas de los Andes. Deidad del agua.
Wira Quwa. Qhichwización de juyra q’uwa, hierba aromática silvestre que se usa en las mesas rituales a la Pachamama.
Yatiri. Lit. El o la que sabe. Hombre o mujer de mucho conocimiento, especialista ritual.
Foto: E.S.
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cumplir algo. 2. Turno de trabajo masculino en la minería. “qhipnayr uñtasis sarnaqapxañani”: mirando al futuro como al
Mit’ayos. Hombres reclutados para la mit’a minera. pasado hay que caminar por el presente.
Mitmaq. (Q) Pobladores trasladados de su lugar de origen a Q’ajchu, qaqchu. (Q) Golpeado, aporreado.
otras tierras distantes. Q’urawa. Honda, instrumento para lanzar piedras.
Mullu. Concha o piedra, ingrediente de las mesas rituales. Q’uwa. Hierba aromática silvestre que se usa en las ofrendas
Ñanqha. Maligno. o mesas rituales.
Pä chuyma. Indeciso, vacilante, con lealtades divididas y pen- Reques. Castellanización de riqi, onomatopeya del sonido de
samientos contradictorios. un instrumento de percusión.
Pacha. Tiempo-espacio, cosmos. Sarnaqawi. El andar. En términos rituales, el buen andar.
Pachakuti. Revuelta del tiempo-espacio. Cambio del ciclo his- Saxra (saqra). Fuerza maligna que hace daño; persona mala.
tórico. Siqi. 1. Fila, hilera. 2. (Q) Sistema de ordenamiento espacial/
Pachamama. Madre tierra, término ritual para referirse al cos- ritual que partía del centro sagrado del Qusqu.
mos. Sirinu. Aymarización de sirena. Fuerza sagrada que habita cier-
Pacharayo. Mezcla de aymara y castellano: rayo de la tierra. tos sitios reservados para los instrumentos y para los músicos.
Palla. Princesa Inka. Doncella escogida. Sumaj. (A y Q) Bueno, grandioso.
Pallalla. (Q) El que escoge o recoge mineral. Supaya. Demonio, relacionado con los espíritus negativos.
Paqarina. (Q) Ojo de agua. Lugar de origen mítico de familias Suyu. Unión de markas, que son a su vez unión de comunida-
animales y humanas. des organizadas en parcialidades duales.
Pijchear. (Q castellanizado) Consumir hojas de coca retenién- Taki. (Q) Danza.
dolas en la boca. Taki unquy. (Q) Danza ceremonial, trance o enfermedad de la
Pirwa. Depósito o silo para conservar alimentos secos. danza. Movimiento de resistencia anticolonial.
Potosí. Castellanización de p’utuxsi, onomatopeya que quiere Tawaqu. Joven casadera.
decir explosión por efecto de un fenómeno extraordinario. Taypi. Centro, medio, espacio central.
Punku kamayuq. Cuidador de una wak’a; el que es portero de Tinku. Encuentro o combate ritual entre dos grupos opuestos
la divinidad. que forman una unidad.
Puraka. Estómago, intestinos. Tokapu. Diseño textil de contenido simbólico. Distinguía la
Phaxsima o Phaxsimama. Señora luna, madre luna. vestimenta del Inka y las autoridades étnicas.
Phuju. Ojo de agua. También se dice de la fontanela de los Thaki. 1. Camino o sendero. 2. Si se combina con amt´aña (re-
infantes humanos. cordar) metaforiza el acto ritual de recordar el pasado.
Qamasa. Fuerza, energía vital. Thunupa. Deidad andina muy antigua, asociada al rayo.
Qullqi jaqi. Lit. Hombre de plata, llamado también “gente de T’ant’awawa. Pan que elabora cada familia en Todos Santos,
faltriquera”. para recordar a los muertos.
Qusqu. (Q) 1. Ombligo. 2. Nombre qhichwa de la ciudad del T’alla. Esposa y acompañante ritual de la autoridad comunal.
Cusco. T’ullkhunaka. Hilos muy torcidos.
Qhapaq ñan. (Q) El principal eje caminero del imperio Inka, Ukhupacha. (Q) El adentro/debajo de la tierra.
que iba de norte a sur con ramificaciones en las dos orillas del Unku. Vestimenta masculina.
lago Titiqaqa. Untu. Nombre ritual de la grasa de llama que se usa en las
Qhari. (Q) Varón, hombre. mesas u ofrendas rituales.
Qhatu. Feria o mercado donde se pone en venta toda clase de Urqhu. 1. Macho. 2. (Q) Cerro.
productos. Usnu. (Q) Altar o hueco en la tierra para alimentar deidades.
Qhincherío. Acto u objeto ritual que ocasiona mala suerte. Uywiri. Espacio sagrado que nos protege y nos provee de ali-
Qhinchachata. Persona que ha sido embrujada o empujada a mentos.
la mala suerte.
Qhipnayra. Lit. Futuro-pasado. Se basa en la frase ritual
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Chunchu. Habitante salvaje del oriente, que no come sal. mo campesino autónomo y saltó a la palestra política.
Chuqilla. Rayo (ver chuqi illa illapa). Keru. Recipiente de arcilla o madera que se usaba para beber
Chut’a. Danza y música aymara que se baila en la época de y ch’allar.
lluvias, en anata o carnavales. Killa. (Q) Luna.
Chuyma. Entrañas superiores, incluye corazón y pulmones. Kimsa. Tres.
Chhixi. Insustancial, volátil, poco estable o duradero. Se dice Kipu. 1. Cordeles anudados que se usaban para registrar diver-
de la leña que aparenta ser fuerte, pero se quema fácilmente. Se sos servicios, obligaciones, productos, etc., en el tiempo de los
relaciona al significado de hacer correr agua, diluir. Inkas. 2. Registro de sucesos de una comunidad.
Ch’alla. 1. Vino o alcohol para realizar libaciones. 2. Libación Kirkiña. Cantar y bailar.
con bebidas alcohólicas a los lugares que nos ofrecen protec- Kupi. Derecha.
ción y seguridad. 3. Aspersión de alcohol y coca a la tierra, an- Kuraqa. (Q) Autoridad étnica a nivel de marka o parcialidad.
tes de comenzar un ritual mayor. Kuti. Regreso o acción de regresar. Metafóricamente puede
Ch’akhi. Resaca. verse como devolución o venganza.
Ch’amakani. Especialista ritual que invoca en tinieblas a los Khäpachankiri. La gente que pertenece a una época descono-
espíritus de los cerros para hablar con ellos. cida y lejana.
Ch’aska. 1. (Q) Estrella. 2. (A) Desgreñado, despeinado. Khaykhearse. Castellanización de qhayqhiyaña, persona que
Ch’enko. Castellanización de ch’inqu. Maraña de cosas en este en su embriaguez o borrachera muestra su enojo protestando
mundo. Enredo de ideas y pensamientos. contra todos y contra sí mismo.
Ch’ijini. Lugar con hierba tupida que cubre el suelo. Khirkhi. Armadillo andino. Por extensión, tocar charango
Ch’iqa. Izquierda. khirkhincho.
Ch’iqa ch’anka. Hilo torcido al revés. Khumuri. Cargador. En este caso se refiere al que lleva carga
Ch’ixi. Gris, con manchas menudas de blanco y negro que se mineral del cerro al ingenio.
entreveran. K’usillu. 1. Lit. Mono. 2. Bailarín que viste ropa jaspeada y una
Grisura. 1. Cualidad de gris. | 2 Insignificancia o mediocridad. máscara bicolor.
(Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.) Larama. Azul oscuro intenso. Color de una faja ritual usada
Huallpa. Castellanización de wallpa, gallina. para sanar dolores de espalda.
Huayra. Castellanización de wayra, ventarrón, viento que so- Lurawi. El hacer; en términos rituales, el buen hacer.
pla con mucha fuerza Mä t’ullkhu. Mä=un, t’ullkhu=(hilo) retorcido.
Illa. Especie de amuleto de ganado y alimentos que favorece su Makukina. Pedazo de metal puro de plata sellado a mano. La
multiplicación y atrae buena fortuna. Representación en peque- primera moneda potosina.
ño de cualquier objeto real. Mallki. (Q) 1. Árbol o semilla de árbol. 2. Cadáver, linaje an-
Illapa. Rayo, relámpago. tiguo y venerado.
Inti. Sol. Manqhapacha. Espacio interno, subsuelo.
Jach’u. Bolo de coca akhullicada, que se echa de la boca. Manqhapachankiri. Seres que habitan en el subsuelo o espa-
Jale. Línea de cocaína que se aspira por la nariz. cio interno.
Jatunruna. (Q) Lit. Ser humano grande. Persona completa, Manqha yunka. Tierras bajas amazónicas.
ciudadana del Imperio Inka. Marka. 1. conjunción de ayllus. 2. Centro administrativo en el
Jayamara. Tiempos lejanos, antigüedad. Se considera origen que se realizan fiestas y reuniones importantes.
etimológico del aymara. Mesa o misa. Castellano aymarizado. Ofrenda ritual que se rea-
Kallawaya. Médico naturista de la región de Charazani. liza para cualquier evento de importancia.
Katari. Serpiente cascabel. Nombre ritual de la serpiente y de Minqa. Prestación laboral tradicional.
varios héroes históricos aymaras. Minqas. Trabajadores libres que abastecían de trabajo califica-
Katarismo. Movimiento indígena surgido en la región aymara do a las labores mineras.
de La Paz en los años 1970-1980, que reorganizó el sindicalis- Mirq’i. Usado, gastado, viejo.
154 Mit’a. 1. Temporada que regresa cíclicamente o turno para
Glosario “Cada vez que comprobamos que algo es nuestro, nos avergonzamos de ello, porque no
coincide –qué curioso– con el modelo de nuestros amos imperiales. Alguien dice que el color
negro es malo, y lo creemos. En vez de afirmarlo como rasgo de identidad, tratamos de com-
batirlo, confundiendo gris con grisura, y haciendo que la gente también lo confunda con el
concepto peyorativo que otros le impusieron a la palabra grisura.”
Coriún Aharonián
La mayoría de los términos de este glosario son en len- Apu. 1. Expresión de respeto y reverencia con la que se invoca
gua aymara. Los términos en qhichwa son precedidos por un a las deidades. 2. Señor, persona de rango o autoridad elevado.
signo (Q). Los términos provenientes del castellano se señalan Apxäta. Mesa ritual en honor a los muertos.
en cada caso. Aqarapi. Nombre ritual de la nevada, al que invocan los yatiris
en determinada época.
Achachi. 1. Viejo. 2. Animal de bastante edad. Aqlla. Vírgen del sol, habitante del aqllawasi.
Achachila. 1. Expresión de respeto y reverencia con la que se Awicha. [Del castellano, abuela] 1. Expresión que da caracte-
invoca a las deidades. 2. Hombre de edad avanzada al que se rística de deidad a ciertos lugares. 2. Término de respeto y reve-
tiene mucho respeto por su experiencia y conocimiento. rencia con la que se invoca a las deidades de ciertos lugares que
Ajayu. Alma o espíritu de las personas, privativa del género se consideran femeninas.
humano. Awqa pacha. (Q) Tiempo de enemistad y guerra, cuarta edad
Akapacha. 1. Este mundo 2. La tierra donde vivimos humanos, del mundo, según Waman Puma.
animales y todo. 3. El aquí-ahora. Aya Marka killa. (Q) Mes del pueblo de los difuntos que visita
Akapachankiri. 1. Referencia a los que vivimos en esta tierra o a los pueblos humanos.
en este mundo, personas, animales y elementos vegetales, tam- Ayni. Intercambio recíproco de trabajo entre familias de comu-
bién rocas, aguas, vientos. nidades andinas.
Akhullikar. Forma castellanizada de akhulliña o akhulltt’asiña,
consumir hojas de coca mezclada con sustancias alcalinas, guar- Capac Hucha. Castellanización de Qhapaq jucha, culpa o pena
dando el bolo en la boca por mucho tiempo. máxima.
Alaxpacha. 1. El espacio de arriba-afuera, denominado por Castimillano. Forma burlona con la que se designa el caste-
otros el mundo de arriba. 2. Cielo. llano “motoso” de la gente aymara bilingüe. Se considera un
Alax yunqa. Denominación de los yungas de la costa del Pa- dialecto del castellano.
cifico. Catuilla. Uno de los nombres sagrados del rayo, según Bernabé
Allqa. Combinación de dos colores con un contraste nítido. Cobo.
Amallulla, Amasuwa, Amaqhilla. (Q) Mandamientos de con- Ceques. Castellanización de siqis, líneas continuas, visibles
ducta moral que se atribuyen al gobierno Inka: no mentir, no o imaginarias. Sistema de wak’as o adoratorios vinculados al
robar, no ser flojo. centro ritual del Qusqu.
Amaru. (Q) Serpiente. Cumbi. Tejido fino elaborado por mujeres. Formaba parte del
Amarukancha. (Q) Lit. Patio (o plaza) de las serpientes, en la tributo textil al Inka.
ciudad sagrada del Qusqu.
Amt’aña. 1. Recordar. Chakana. Cruz andina.
Amuyt’awi. 1. Pensamiento 2. Razonamiento basado en la me- Chaski. Correo, corredor de los caminos del Inka. Institución
moria, forma de pensar emocional reflexiva. estatal de comunicación.
Anchanchu. Ser sobrenatural y maligno del manqhapacha. Chuqi illa illapa. Rayo, fuerza de la naturaleza muy respetada
Apacheta. Castellanización de apachita, espacio en que se rea- y venerada, a la que se hacen ofrendas y libaciones. También se
liza ceremonias rituales, situado en los pasos más altos de los le llama achachila o awicha.
cerros o caminos. Allí algunos caminantes dejan piedras peque- Chujchu. Paludismo, malaria.
ñas en señal de dejar el casancio. Chunchu. Habitante de la selva.
153
La gente aquí cree más en calavera. La calavera trae suerte, les habla en su
casa. Y sacan las calaveras de los muertos que se entierran en los caminos por algún
accidente. O del cementerio también. Y eso ponen en una urna y guardan.
Cuando el padre antiguo, había el permiso. Entonces, venía cualquier cantidad de cala-
veritas a la misa. El 30 de noviembre, en San Andrés, es el día de llevarlas. En aquellos
años, con los padres llegados, metieron un cajón lleno de calaveras al templo. Un ataúd
llenito. Dice el padre:
– ¿Por qué han traído esto? Lleven al cementerio.
– No, aquí traemos.
– Van a sacar. Si no, a patadas voy a sacar.
Pero los mineros no entendían por qué aquello. Y pateando, sacó el cajón el
padre. Desde entonces, ya poco traen calaveras a la iglesia. Pero siguen con ellas en la
casa. Le ponen velita. Le hacen acullicar. La ch’allan. Costumbre fea, ¿no? A mí no
me ha gustado, porque me gusta mi Biblia y mi Asunta. Pero en calavera y en castigo
de alma creen. Que si la persona muere, piensan que castiga su alma del finado si no le
dan misa, o si no se pone el luto la viuda, o si se mete con otro hombre antes que cum-
pla un año. Y si por casualidad esa mujer pierde alguna cosita o se tuerce la patita…
¡castigo de alma! En eso es lo que más creen aquí. Por eso, los días lunes, la misa en
Llallagua es llena, por miedo al alma. Y los padres decían:
– [La misa] Es domingo.
–También domingo vendremos –sabían responder los del pueblo. Pero lunes es mejor.
Si no, castiga el alma.
Y los padres no entendían nunca. Y es que los mineros son religiosos, pero a su
manera de ellos. En Dios no creen tanto, mas creen en el Tío. Y el Tío es como si fuera
un Satanás, pero bueno es, porque les deja sacar el mineral, les permite. Por eso, ellos
lo memorizan siempre. Está en un socavón de la mina, en varios. Coquita le ponen.
Cigarrito le ponen. Y entran a la mina con esa protección de hallar el mineral y que
no se pierda la veta. También dicen “protégeme Tío, que no me agarre la dinamita”, y
la explotan con la confianza. Y es por motivo del Tío que los mineros no dejaban que
entre un sacerdote en la mina, ni que se haga una virgen dentro, porque era su contrario
del Tío. Y que se va a perder el mineral. Y hasta ahora tienen ese pretexto, que desde
que ha entrado la Virgen de la Concepción a la mina, que los padres se antojaron de
entrarla, se ha perdido el estaño. Los mineros así piensan. Pero a ratos, también creen
en dios. Cuando las fiestas creen. Pero los padrecitos nuevos decían:
–Es paganismo.
Y la gente renegando, porque acá si el cura no da la partida de la fiesta, no hay
fiesta. De mucho hablar, aceptaron. Pero sólo una primera parte, lo que era procesión y
baile. La farra no. La bebida no. Que el alcoholismo es primo del comunismo, decían.
Y duro atacaban a los dos. Bueno, los obreros se sometieron por lograr su fiesta.
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Culto a los muertos en una mina moderna
(Testimonio anónimo)
José Ignacio López Vigil, 1985, pp. 24-26.
Foto: D.G.
La Muerte de Caquiaviri
El cuadro presenta una composición en espejo, que divide Foto: A.U.
en dos mitades la escena: a la derecha pictórica está el cielo, sobre
un fondo de color luminoso, a la izquierda el infierno, sobre negro.
Ambos son vistos como posibilidades eternas, que se dirimen en
el momento de morir como resultado de la virtud o el pecado: el
cielo eterno y el infierno eterno, sin retorno. En el papel de jueces
están dos calaveras: una disparando una flecha de flores hacia el
moribundo de la derecha, la otra una flecha de fuego hacia el de la
izquierda. Estos dos emblemas, el fuego y las flores, reaparecerán
simultáneamente en los ritos calendáricos de los devotos de Ca-
quiaviri, en el curso del tiempo lluvioso, que comienza en Todos
Santos y culmina en Carnaval.
En virtud de la incomprensión de la estructura teleológica
del tiempo cristiano, la posibilidad simultánea de ambas dimen-
siones, la vivencia aquí y ahora del cielo y del infierno, constituye
una lectura oposicional y práctica de los significados de este cua-
dro.
El cielo y el infierno son momentos yuxtapuestos en la
experiencia indígena de la fiesta. El momento devocional se orien-
ta a la derecha, a las imágenes sagradas –la Virgen, el Cristo, los
Santos– encarnadas en estatuas o en lienzos. Hacia ellas se dirigen
los rezos. La presencia del cura se solemniza en la misa, y su poder
ideológico se expresa en la confesión y el arrepentimiento de los
feligreses. Pero esos momentos devocionales se trastocan en baile,
en borrachera y en ruptura de las convenciones morales, a lo largo
de un ciclo que se inicia con las lluvias de noviembre y culmina, ya
próxima la nueva cosecha, en los desbordes del Carnaval, que en
Caquiaviri tienen como protagonistas a los pepinos y a los ch’utas.
Siembra y cosecha se enlazan así en la labor fertilizante de los
muertos, que como semillas humanas retribuyen a los vivos con el
don de la abundancia. De este modo, las festividades de la estación
lluviosa son una negación tácita de la eternidad condenatoria de la
muerte. Los muertos, en su ir y venir desde su lugar en el manqha-
pacha, se vuelven fuerzas activas, ayudando al crecimiento de la
vida y a la prosperidad de los negocios. Los deudos y los ch’utas
danzantes dialogan por igual con el cielo y el infierno, haciendo
de ellos momentos yuxtapuestos y manchados, en un devenir de
oposiciones y desplazamientos de sentido que subvierte el orden
teleológico de la visión cristiana de la muerte.
150
Foto: D.G.
148
En la mesa ritual, que se llama apxäta, el espacio central lo ocupa el di-
funto más reciente. Por tres años consecutivos se celebra a esta alma principal,
junto a todas las demás, a través del ritual de la apxäta: comensalidad entre vivos
y muertos que dura toda la noche de ese día y culmina al día siguiente a la misma
hora. Apagadas las velas, la mesa ha de desarmarse rápidamente. Todo deberá
quedar recogido y doblado, volcado cabeza abajo (las fotos, la mesa, los platos...
se darán la vuelta), la comida preparada y el trago se echarán a la tierra. La fruta,
los panes y confites, las cañas y flores de cebolla se llevarán a los cementerios en
canastas, además de reservas de trago. Entre el medio día y el atardecer del 2 de
noviembre, las tumbas se asemejan a lugares festivos, donde las familias hacen
rezar los panes en voz alta, con oraciones solemnes y cantadas. Todo rezante que
aparezca ante la tumba, sea o no conocido, recibirá pan y fruta por sus rezos, a
nombre de los muchos difuntos invocados por cada familia. Con la música favorita
de los difuntos más recordados, interpretada por conjuntos que circulan entre las
diferentes apxätas, se continuará libando toda la tarde, a veces para acabar en una
farra nocturna en la casa de la familia oferente.
147
que, desde el siglo XVI, veían arder sus momias y sus ofertorios
sagrados reducidos a polvo. Ni la extirpación más violenta podía
introducir en sus conciencias la idea de que sólo es posible el in-
fierno o el cielo por toda la eternidad, una dicotomía excluyente,
en la que se juega la totalidad del tiempo y donde éste se convier-
te en algo estático, eternamente muerto. Los muertos de los ritua-
les andinos no están eternamente en ningún sitio. Realizan una
caminata ascendente, por los phujus y ríos subterráneos hacia
las cumbres nevadas de las montañas –según algunos relatos– o
hacia el mar del poniente –según otros–. Es como si una inmensa
multitud de almas peregrinara siempre en dos sentidos, de ida ha-
cia las montañas y ojos de agua de las alturas o hacia el mar, y de
retorno, hacia los poblados y comunidades que las nutren con sus
ofrendas y alimentos. Las familias que los difuntos dejaron en
la orfandad brindan y comen con ellos en esa semana intensa de
principios de noviembre, que culmina con el culto a las calaveras
o “ñatitas”, el 8 de noviembre (en La Paz) o el 30 del mismo mes
(en la zona minera de Siglo XX). Los muertos participan así en
la construcción de una sociedad civil sui géneris, una civilidad
ritual que incorpora la mirada y las historias de los difuntos a la
normativa y la ética del hacer social que regirá la conducta coti-
diana por el resto del año. Pero a la vez, los muertos protectores
son como los santos: pueden dar suerte en la cata de minerales,
en los negocios de contrabando, en la pequeña empresa ilegal de
los barrios suburbanos, y favorecer a las cofradías de travestis
que pasan horas en el cementerio bebiendo, akhullikando y bai-
lando en honor a esos difuntos poderosos.
La fiesta de Todos Santos permite un fluido enlace meta-
fórico entre los difuntos y los santos/diablos. En efecto, las “al-
mas” son invocadas con el nombre de “alma bendita”, es decir,
alma santa del mundo del alaxpacha –el cielo de los primeros
traductores–. Pero también se dará de comer y beber a las fuerzas
del manqhapacha, echando abundante trago en la tierra o sobre
la tumba del difunto. El ciclo comienza en la casa de la familia
oferente el 1 de noviembre al medio día, con el encendido de
velas y la instalación de una mesa sobre manteles negros, ador-
nada con cañas de azúcar, flores de cebolla y panes de diversas
formas y simbolismos. Las t’ant’a wawas, elaboradas en persona
por miembros de la familia en hornos industriales o rústicos, se
despliegan a diversas alturas de la mesa, acompañando retratos
o esquelas mortuorias de los familiares difuntos. Hay t’ant’a
wawas con rostros y nombres de tal o cual alma bendita: cholitas,
caballeros, achachis, niños, tawaqus, señoritas y señoras.
146
Los cuadros de las postrimerías fueron considerados La muerte andina
como el medio más eficaz y contundente de convencimien-
to –por la vía del miedo– de las verdades propaladas por la Foto: D.G.
Biblia. Su hechura –producto del celo de los párrocos y ca-
ciques que ordenaron su ejecución y pagaron sus costos– es 145
resultado de las reformas radicales instauradas por el Conci-
lio de Trento para lograr la completa colonización del ima-
ginario religioso indígena. Pero este intento tuvo resultados
insospechados.
Las wak’as o adoratorios prehispánicos eran ante
todo sitios de enterramiento, monumentos o cuevas en los
que se rendía culto a los antepasados, cuyas momias eran
sacadas en procesión en el Aya Markay Quilla, vestidas con
lujosos tejidos de cumbi y aderezadas con joyas y tocados
que se cambiaban cada año. Los difuntos y difuntas de gene-
raciones pasadas recibían ofrendas e invitaciones de chicha,
coca, inciensos y fogatas sagradas, en las que se incineraba
mullu, tejidos y plantas de diverso origen. También se rea-
lizaban libaciones y aspersiones de chicha y sangre de ani-
males sacrificados, que se vertían por medio de cañahuecas
hacia lo más profundo de la tierra o se enterraban en usnus
como comida de la tierra.
El culto a los muertos que se observa hoy en Ca-
quiaviri reproduce muchos de los rasgos de esta visión de
la muerte. Tanto las “almas” más antiguas como las más re-
cientes vuelven cada año a ese diálogo cíclico con el mundo
de los vivos. Con su mediación, la sociedad de los deudos
se renueva y su conciencia del tiempo se hace profunda. A
través de lazos verticales y horizontales, la familia se amplía
en la comunidad de los muertos, y se asienta en los signos
del paisaje. Los muertos más antiguos, esos abuelos próceres
que nos dieron la vida hace siglos, son ahora montañas: el
Illimani, el Mururata, el Qaqäqa, el Tuni Kunturiri, el Tata
Sabaya o la Mama Thunupa. La gran familia indígena, que
dialoga con sus muertos y hace de este contacto un patrón
normativo para organizar la ética de su vida cotidiana, crece
hasta abarcar regiones y naciones.
No hay, pues, para los aymaras ni para el ancho mun-
do ch’ixi de las identidades mezcladas una idea de eternidad
que pudiera asociarse con la muerte. El wiñay marka o wiñay
pacha es un lugar perpetuamente próspero, deslumbrante,
donde la vida, y no la muerte, florece sin fin. La eternidad de
la muerte no estuvo tampoco en la visión de aquellos andinos
la huella de la memoria colectiva. Para Arzáns, sin lugar a la menor duda, los primeros Foto: C.T.
santos patronos de la Villa fueron el Cristo Sacramentado, la Virgen de la Concepción y el
apóstol Santiago.
Esta trinidad criolla e invasora resulta una versión alterada de la original bíblica –Pa-
dre, Hijo, Espíritu Santo–, ya que coloca a la Virgen María en lugar del Padre y a Santiago
apóstol en lugar del Espíritu Santo. Con ello se instituye una relación de parentesco curiosa-
mente invertida, del patrilinaje al matrilinaje: Santiago es discípulo de Cristo, y la Virgen es
su madre. La primacía maternal en la religiosidad de América del Sur existe también fuera
del área andina, ejemplificada en la madre de hijos huérfanos que identifica al “marianismo”
chileno (Montecino, 2007). Lo notable de este proceso de transformación es que el propio
Cristo, antes que único hijo de Dios, acaba siendo uno más entre los hijos de María, santi-
dades diversas, siempre localizadas y asociadas con capillas, siqis y cerros circundantes. En
cuanto a la Virgen, termina subsumida en la imagen de la Pachamama o Tira Wirjina, deidad
criadora de la vida, que encarna la fertilidad a la par que el riesgo.
Contra toda prédica y pese a los muchos esfuerzos eclesiásticos destinados a con-
vencernos del carácter único de los númenes sagrados, las imágenes de los santos y vírge-
nes en cuyo honor se celebran las fiestas y las danzas colectivas no son manifestaciones de
divinidades abstractas, menos aún de personajes históricos. En el mundo rural, a los santos
y santas se los asocia con fenómenos celestes y terrestres particulares y locales, entretejidos
en una misma lógica organizacional y esquema interpretativo del cosmos. Todas ellas serán
a la vez deidades benéficas y malignas, generosas pero también peligrosas. Este esquema,
trasladado al mundo transnacional de las comunidades andinas de la diáspora, o a las ciu-
dades y centros poblados intermedios, metaforizará a los fenómenos celestes y terrestres y
los convertirá en dispositivos más abstractos. Asociará sus mensajes con el conjuro de la
envidia, con la invocación a la riqueza, con el hallazgo de vetas, o con el éxito en los nego-
cios de contrabando.
El círculo virtuoso de este acoplamiento entre la religión invasora y los cultos lo-
cales no puede entonces atribuirse al azar o a alguna universalidad preexistente, y mucho
menos a las “premoniciones” andinas de las verdades únicas de la Biblia, como intentaron
demostrar los cronistas, y muy en particular los cronistas indígenas como Waman Puma o
Santa Cruz Pachakuti Yamki Sallqamaywa. Antes bien, fueron la iniciativa indígena y sus
propios marcos categoriales los que brindaron la sintaxis para interpretar ese léxico extraño
y a la vez familiar de supersticiones y ritos, que asociaban los poderes materiales con las
fuerzas invisibles del cosmos. En esto, los idiomas andinos tuvieron la ventaja indudable de
ser aglutinantes y multívocos, permitiendo impensadas transferencias y desplazamientos. A
través de sus analogías y metáforas, los marcos rígidos del saber impuesto y las teleologías
del fin de los tiempos –el cielo y el infierno– fueron a la vez descalificados y revertidos en
entidades materiales simultáneas y vividas, incorporadas en los lugares poderosos del entor-
no. Estos lugares de poder son las Iglesias-wak’as y los Santos-wak’as: su fuerza reside en
que ellas dialogan con la gente, le otorgan favores y fortuna, instalan un régimen de ayni con
la sociedad a cambio de sus sacrificios y ofrendas. Qué duda cabe, la fragmentación de la so-
ciedad invasora y sus propios modos idolátricos de relacionarse con los santos y las vírgenes
abonaron el camino para una visión “en reversa” de la trinidad colonizadora.
144
La “fórmula trinitaria”1
En las mesas de los kallawayas hay una numerología: los “platos”, “ni-
dos” o conchas rituales siempre se presentan en pares: filas de 4, 6, 12, 24 y hasta
100 unidades. Estos son números de buena suerte, pero también hay otros que
son infaustos como el 5 y, en general, los números impares. En todo caso, una
excepción generalizada a la visión positiva de los pares y negativa de los impa-
res es el número 3. Ya hemos visto que hubo trinidades indígenas desde tiempos
pre-inkas, aunque el ciclo mítico de Huarochirí da lugar prominente al número
5. Lo cierto es que la “fórmula trinitaria” indígena ha asumido caracteres pan-
andinos, y puede vivirse hoy en los espacios rurales y urbanos, en las prácticas de
especialistas rituales tanto como en las ch’allas cotidianas y en las grandes fiestas
patronales.
Pero los dioses trinos fueron también resultado del choque y la violencia:
un modo de comprender en reversa a la sociedad extranjera, sus antivalores y dis-
putas. Cada grupo o “nación” de los colonizadores se trajo sus santos, y las órde-
nes religiosas los suyos, instituyendo cofradías y demandando pagos y servicios
a sus devotos. En Potosí, los vecinos más prominentes se ocuparon de elegir un
santo Patrono para fundar la villa y separarse de la vecina Charcas. El investiga-
dor Pablo Quisbert relata, a partir de la crónica de Calancha, que después de echar
suertes para saber quién habría de ser el santo patrono de la Villa, eligieron a San
Agustín, y luego a Santiago y a varias vírgenes. Esto se debía a la intensa compe-
tencia entre órdenes religiosas y sectores corporativos de la sociedad dominante,
en lo que Quisbert ha llamado “la carrera de los Santos” (2008: 274). También
menciona a otro santo de gran relieve, impuesto por una poderosa orden: “la
mayor aportación de la orden jesuítica al santoral de la Villa Imperial, fue la del
santo potosino por excelencia: San Bartolomé” (Quisbert, 2008: 283). La iglesia
en su honor fue erigida sobre una wak’a prehispánica. El cronista Arriaga, citado
por el autor, cuenta que un hechicero indio “había ido en peregrinación más de
trescientas leguas visitando las principales huacas y adoratorios del Pirú y llegó
hasta el de Mollo-Ponco que es a la entrada de Potosí, muy famoso entre todos
los indios” (Ibid.).
El documentado estudio de Quisbert contrasta vivamente con la versión
de Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, el cronista mestizo potosino que vivió
entre 1673 y 1736 y que escribió su Historia de la Villa Imperial de Potosí a lo
largo de toda su vida. Muchas de sus fuentes son en realidad ficticias, de modo
que podemos descubrir en su crónica, más que la verificabilidad del documento,
1. Aquí hago un uso paródico de esta noción, que fue formulada por Marx para referirse a los tres
“sujetos” de la historia: el capital, el trabajo y la renta de la tierra. En toda esta trama, omitió
el mundo cultural de los sujetos humanos, sus percepciones, ideologías y prácticas religiosas,
inseparables de sus conductas económicas. A Marx le importaban un pepino la cosmología y los
ritos colectivos de los oprimidos; consideraba a la religión como el “opio de los pueblos”.
143
Ina Rösing transcribe estas palabras rituales de un kallawaya, y señala, con razón, que la
etnografía moderna sobre la religiosidad andina peca en dejar a estos ritos silenciados. Las investiga-
ciones de esta terapeuta alemana –que vino a los Andes en busca de alternativas a la crueldad de los
asilos europeos– nos muestran cómo se ha formado en las ceremonias y ritos andinos una textualidad
dialógica que conecta a los oferentes del rito con los espíritus celestes y terrestres, con la mediación
de los santos. Las oraciones de los yatiris, ch’amakanis y kallawayas son un palimpsesto abigarrado,
un tejido ch’ixi de fragmentos duros y enteros yuxtapuestos, que se entretejen de múltiples maneras,
pero que nunca se funden o disuelven por completo. Rezos, invocaciones y ofrendas enlazan una
trama visual y textual intrincada, atenta mutuamente a cada señal, a cada mínima inflexión.
No en vano, en el mundo aymara, un concepto que alude a la sacralidad del cosmos es lara-
ma: la última raya azul en el horizonte, donde una franja de luz intensa se pierde en la noche. Este
instante de color es una fuerza poderosa, que expresa a la vez el fenecimiento del sol y su mayor
potencia. Dura sólo un instante, como el rayo. En aymara, la palabra wiñay quiere decir a la vez “ins-
tante” y “eternidad”. El manejo sagrado del espacio permite entonces una recreación perpetua de esa
intimidad presente e instantánea con el cosmos, que se elabora a través de complejos recorridos por
los lugares poderosos, acompañados de poéticas secuencias o thakis de libaciones y rezos.
La mesa u ofrenda ritual de los yatiris y de los kallawayas es el microcosmos nombrado e
invocado de esa totalidad y la reconstituye cuando su equilibrio ha sido roto por una desgracia, por la
crisis económica o por las malas cosechas. El rito siempre es un diálogo de ida y vuelta entre la gente
y los dioses: señales, signos, actos y palabras tejen una trama capaz de expresar las más elaboradas
creaciones humanas, pero también los gestos más sencillos, como el renovar el jach’u de coca en lo
alto de una apacheta (punto de inflexión en el camino).
142
Silencio hablado
Tata Santiago España Tata Santiago de España
sumaq kananpaq kunanqa que sea bien ahora
sanokapunanpaq kunanri para que se sanen ahora;
por eso, mama (virgen) de los Dolores,
kunan mama Dolores tata San Miguel,
tata San Miguel mama (virgen) de Copacabana,
ahora para lo mejor,
mama Copacabana de lo que ha caído el rayo
kunan ima sumaqta les van a perdonar,
chay rayo chayasqanmanta ahora no los dejen enfermar más…
perdonaplunkicheq, Que la vida de ellos cambie para suerte
Amaya onqochinkicheq kunanqa nido del cóndor,
Suertepaq kachun vidankupaq tierra de aquí, Pachamama
ahora para que les vaya bien…
condor tapa Tata Santiago de España
kachia tierra, Pachamama Mama Dolores, tata San Cipriano,
kunan sumaq kanankupaq San José,
del rayo,
Tata Santiago España de la triple caída del rayo
Mama Dolores, San Cipriano tata perdónenlos ahora…
San José,
rayonmanta
chay kimsa kuti chayasqanmanta
perdonanpunkicheq
Foto: E.S.
141
La preparación de la ofrenda o mesa se realiza con movimientos que van de lo alto a lo
bajo, de la derecha a la izquierda, girando en sentido contrario a las manecillas del reloj. El yatiri
aymara Roberto Guerrero traza una cruz sobre el papel blanco que hace de plato, colocando en un
orden muy preciso la wira quwa, el untu y los variados ingredientes rituales (dulces, “misterios”,
semillas, coca, papel de oro y plata, lana, etc.). Al hacerlo reza invocando al tiempo-espacio como
totalidad habitada: de arriba abajo, Alaxpachankiri, Manqhapachankiri (los que viven en el arriba/
afuera; los que viven en el abajo/adentro), y de derecha a izquierda, Akapachankiri y Khäpachan-
kiri (los que viven en el aquí/ahora y los que viven en el más allá desconocido).
Al Rayo Mayor, don Roberto lo llama Santiago y también Qhun Tiki. Sus illas o réplicas
son pequeñas tabletas de azúcar en miniatura, que se han moldeado con imágenes de cruces, ser-
pientes, calvarios y Santiagos. En algunos ritos para wak’as especialmente poderosas, él ch’alla
sus piedras-rayo. Cada una de estas “balas” (bolas de mineral fundido que aparecen donde cayó el
rayo) tiene un peso, una forma, un poder. Carga la energía del lugar donde ha sido recogida.
Algunos yatiris poseen varias de estas formaciones metálicas, recogidas de diversos luga-
res: sus cuerpos pueden comunicarse con ellas, porque en ambos está la huella, la fisura, la cicatriz
del rayo. La noción sagrada de Rayo conjuga y expresa un amplio rango de fenómenos celestes
o del alaxpacha: el aqarapi, el granizo, la lluvia, así como fuerzas poderosas del interior oscuro
de la tierra (manqhapacha): el saxra, el supay, la wak’a, el tío, la awicha. En su versión colonial,
el Santiago-Rayo se ha convertido en una suerte de desplazador semiótico entre dos mundos en-
contrados, permitiendo un proceso de renovación/reversión constante de las fuerzas que desata su
polaridad intrínseca.
140
La fórmula trinitaria
Las transmutaciones de lo sagrado
La investigadora alemana Ina Rösing (1996) es quien ha documentado con mayor de-
talle el significado del rayo para esos enigmáticos curanderos itinerantes que han recibido el
reconocimiento de la UNESCO como patrimonio intangible de la humanidad: los Kallawaya
de la provincia Bautista Saavedra (La Paz). Estos sabios y terapeutas rituales han contribuido a
construir un prototipo de lenguaje ceremonial andino, que con muchas variantes, se expresa hoy
en diversos lugares de Bolivia y el Perú. Para ellos, el rayo es su principal mito fundador. Sólo
puede acceder a los más altos niveles de su práctica –e incluso iniciarse en ella– quien ha sido
de alguna manera “tocado por el rayo”. Señales de rayo son el nacimiento mellizo o gemelo, el
labio leporino, el nacimiento de pie y algunas marcas en el cuerpo, especialmente en las extremi-
dades o en la cabeza. Pero la forma más fuerte y peligrosa de “recibir el rayo” es que la descarga
eléctrica atraviese el cuerpo de la persona y salga de él. Cuando se sobrevive al impacto, esta
experiencia es vivida como resultado de dos o tres descargas sucesivas: un lenguaje de contacto
que expresa cómo se comunica la gente con los fenómenos celestes. Sólo quien considera a la
naturaleza como sujeto viviente y activo puede leer estos códigos y señales y traducirlos en pau-
tas para la conducta humana. En sus rituales, los Kallawaya suelen invocar tres rayos: el Rayo
de los lugares terrestres, el Wak’a Rayo o Rayo del mundo oscuro y el Gloria Rayo, también
llamado Santiago, que se asocia al mundo de arriba.
Foto: D.G.
139
sociales, sus reglas de cortesía, su propio cuerpo comunitario, su
identidad; todo ello conformado en los diversos platos a través
de los procedimientos culinarios pertinentes. El Dios cristiano
es “alimento” de sus fieles, los comensales aymaras se alimen-
tan del “cuerpo social” configurado en el plato. Los cristianos
se “alimentan” de su Dios, los aymaras “son comidos” por los
suyos.
En definitiva, es la diferencia entre un Dios que es
“alimento” simbólico de sus fieles y los aymaras que son “ali-
mento” de sus “dioses”. Los cristianos se ensalzan recibiendo
el alimento sagrado; los aymaras, por su parte, encuentran la
máxima exaltación siendo “devorados” por sus dioses. Ambos
modelos expresan el deseo de una relación íntima con lo sagra-
do como fórmula precisa de satisfacción y alegría vital.
La relación inversa existente entre mesa y misa hace
que sus papeles no puedan intercambiarse respectivamente en-
tre sí a pesar de que una y otra son ofrenda alimenticia y sa-
crificio sangriento, al mismo tiempo. La Eucaristía establece
el banquete de los fieles en cuyo desarrollo el propio Cristo
es consumido bajo las formas sagradas del pan y del vino. El
propio Dios es sacrificado y comido por los fieles. En la mesa,
el banquete corresponde a los “dioses”, quienes sacian su ham-
bre con las carencias humanas, devorando la expresión formal
de las aflicciones que son expresadas en las mesas de acuerdo
a las normas, pautas y reglas que conlleva en cada caso “ser
aymara”. Son los hombres los sacrificados y comidos por los
comensales sagrados en el holocausto del plato. (…)
La misa humaniza al Dios cristiano al ser transformado
mediante el ritual eucarístico en pan y vino, alimentos comunes
apetecidos por los hombres; la mesa “diviniza” al hombre ay-
mara al concebir su pertinencia como objeto de sacrificio sagra-
do y alimento, en última instancia, de sus seres sobrenaturales.
El aymara, expresado de forma simbólica mediante la
coca, el untu de llama y todos los ingredientes contenidos en
la ofrenda, retorna al seno de los achachilas, vuelve a la na-
turaleza sagrada que le rodea compartiendo una esencia física
común a la de sus “dioses”. El cristiano está hecho a imagen
y semejanza de Dios, creado de barro y alimentado con pan
y vino; los aymaras construyen la naturaleza corpórea de los
suyos compartiendo un conjunto de sustancias rituales que ex-
presan de forma metafórica, la esencia sagrada de los hombres
como verdaderos hijos del achachila.
138
Foto: D.G. Los comensales sagrados
Gerardo Fernández, 1995, pp. 407-409
Mesa y misa
Llama poderosamente la atención la aparente indiferencia con que
las gentes del altiplano denominan “mesa” o “misa” a los preparados que
efectúan para alimentar a los diferentes comensales sagrados. La “confu-
sión” terminológica responde, según creo, a algo más específico que a un
simple equívoco fonológico.
Hemos visto cómo la comida ritual aymara, es decir, las mesas,
establecen diversas metáforas culinarias pertinentes en la definición de las
aflicciones que afectan y preocupan a las personas. La misa cristiana com-
bate igualmente la aflicción fundamental de los fieles que no es otra sino el
pecado. Es posible que la misa haya sido aceptada con aparente facilidad en
el altiplano, en parte, por su mensaje de “salvación”.
A través de la misa, el creyente recibe el alimento sustancial del
cuerpo y la sangre de Cristo en la comunión, fortaleciendo su gracia y su
propia fe. Al “consumir” el cuerpo y sangre de Cristo, bajo las formas del
pan y del vino, el cristiano supera el pecado y encuentra el perdón. Observa-
mos una relación inversa entre mesa y misa (…); en la misa, el afligido es el
que “come” a su dios representado simbólicamente en las formas sagradas
de alimentos comunes (pan y vino). La esencia de Cristo, que se encuentra
en el pan y el vino de la Comunión, libera al cristiano de su principal pre-
ocupación: el pecado.
En las mesas aymaras, el proceso resulta diferente; son los “dioses”
los que comen a los afligidos; son los comensales sagrados los que devoran
la aflicción representada metafóricamente en el plato, y, al hacerlo, propi-
cian, curan y limpian las carencias y congojas padecidas por los hombres.
Esta es una diferencia esencial entre el Dios cristiano, que “es comido” por
los creyentes, quienes se benefician del poder santificado de las sagradas
formas robusteciendo su gracia y su fe con el alimento que representa a su
dios, y los “dioses” aymaras, que “comen” las penas diversas que se ensa-
ñan con los hombres a través de la relación metafórica que existe entre el
alimento y la aflicción expresada en cada uno de los platos. El Dios cristia-
no purifica como alimento sagrado el cuerpo impuro del pecador liberán-
dole de su culpa; los comensales sagrados aymaras “comen” a través de la
mesa y su relación metafórica con la aflicción, las penas que afligen a las
personas.
Las mesas se preparan enfrentando ingredientes que aluden meta-
fóricamente a lo que los aymaras son y piensan de sí mismos, sus relaciones
137
Ahí es imprescindible advertir la concordancia de
esta acción liberadora de los cuerpos, con la idea de rescate
de Kogan (2008), que nos aproxima a pensarnos socialmen-
te desde la materialidad de las localizaciones y contextos
de la fiesta. La fiesta andina se enfrenta al yugo colonial-
capitalista y prosigue con la batalla teórica de descomponer
esa visión colonial que quiso imponerle un sometimiento
total. Podemos añadir a esta interpretación los aportes de
Luna (2002), que nos permiten reconocer en la sociología
de las emociones una herramienta descodificadora y en ese
sentido liberadora de los códigos que encierra toda cultura.
Para Luna, “…más allá de involucrar signos gestuales y/
corporales… [las emociones] son vocablos (conceptos) y
significantes (significados y sentidos) y por consiguiente
símbolos… con los cuales [no sólo] denotamos y designa-
mos lo que sentimos, sino que también damos y hacemos
sentido de lo que sentimos” (Luna, 2002: 11). Preciso, el
desborde de emociones que cultiva la fiesta nos ayuda a di-
lucidar una historia clandestina y no dicha, aunque siempre
presente, y nos permite interpretar el mundo de otra manera,
más acorde con la piel, y así ejercer modos oblicuos de la
percepción, deformar la realidad existente para crear alter-
nativas de vida desde las cuales podemos intervenir en la
realidad tácticamente (Grosso, 2007), tal como lo hacen las
comparsas que participan en el ciclo anual de fiestas.
Considero que es en la euforia de la fiesta, en sus
códigos sagrados y profanos, en su desenfreno de comida
y bebida, donde emerge elocuente la gramática de la ges-
tualidad (Grosso, 2007), tan efusiva como su sentido po-
lítico ritual, que traza la polisemia de la intersección o de
los (re)-(des)-pliegues de la condición postcolonial donde
se forjan nuestras identidades, en sus juegos interminables
de estar y no estar, de ser y no ser. Así se erigen, en medio
de la dominación, tácticas subalternas que la transfiguran
por medio de signos y prácticas capaces de resignificar la
existencia perdida o eclipsada, y lo hacen al ritmo de mú-
sicas, ch’allas, voces aymaras y qhichwas, festines y roces
al son de las múltiples transiciones que nos permiten vencer
las superficies de la opresión y plasmar formas culturales y
cotidianas de la rebeldía. Se trata de seguir por los fueros de
estas rebeldías, asimismo el abismo nos devore.
136
Foto: D.G. A modo de cierre
Convengamos entonces que las fiestas en el mundo andino
aún configuran un espacio de libertad social, donde se mezclan im-
presiones de sentidos diferentes en un engranaje sinestético, que se
pone en marcha toda vez que el calendario festivo lo requiera. Este
(des)orden de mundo evoca el reverso de la hegemonía capitalista
de la rueda dentada señalada por Mauss (1996). En las fiestas los
engranajes son otros, aquellos que no precisan adaptarse a la utili-
dad, en que la subjetividad deja de producirse sólo para volverse
objeto del castigo celestial. En la cultura festiva de los Andes, pode-
mos pensar en un “arte de usar el cuerpo”, que despliega maneras
de andar, sentarse, comer, tomar, bailar y respirar, visibles destrezas
corporales que se liberan de la tracción capitalista donde los cuer-
pos y las emociones son arrinconados a la orilla de su razón de ser.
Se trata de dos mecanismos de configuración de las fuerzas
sociales, una utilitaria, la otra derrochadora; dos órdenes de mundo
que se debaten pulsando los dominios de dos maquinarias, la una
de sojuzgamiento y su estampa de “sufrimiento social” y la otra
de circuitos culturales en resistencia y subversión, que desmoronan
persistentemente los fundamentos de esa hegemonía. Ambas acti-
van una ambivalencia que socava por dentro lo unitario del sistema
poscolonial. Así, El Infierno alude al impacto de las fiestas desde
una densidad sémica, donde los cuerpos y las emociones se encuen-
tran contrapuestos pero articulan gramáticas gestuales indígenas,
descentramientos que condensan sentidos sagrados y profanos a la
vez. Esta idea se vincula con la de semiopraxis de Grosso (2007),
que reconoce en las prácticas de los cuerpos una batalla prolonga-
da frente a las prohibiciones, gestionando maneras de hacer como
confrontaciones (contra)culturales. Ellas nos traen los ecos de vidas
insumisas, que no cesan en dar sentido a contrapelo, un accionar re-
belde que marca significativamente la vida subalterna poscolonial.
A partir de ello, la fiesta nos faculta a una interpretación
desde sus márgenes (Grosso, 2005), pues su vigencia traduce las
salidas a la violencia prolongada, desde el inicio de la invasión a
estas tierras. La fuerza infernal e “idolátrica” no se rinde y no cesa,
bloquea la consolidación de regímenes dominantes, sean estos co-
loniales o capitalistas. En las fiestas infernales del presente posco-
lonial nada queda quieto, todo es movimiento, los cuerpos vuelven
al centro de la escena, despliegan sus formas de expresión, sus ges-
tos, sus gustos, sus libertades, sus artes, sus ciclos, sus emociones y
lenguajes.
135
Me quedo con estas últimas palabras porque cierran el ciclo: pecado,
muerte, infierno sin retorno; eso fue lo que José López de los Ríos pintó por or-
den de José Arellano, cura que después de un siglo de colonización ayudó a plas-
mar, sin querer, la noción axial de abundancia y exceso de la cultura andina.
Para Waman Puma, los pecadores son los españoles, y es evidente
que la polisemia de la imagen permite estas lecturas divergentes. Los cuer-
pos desnudos de El Infierno ostentan signos étnicos ambiguos. Pero además,
los cuadros de las postrimerías escenifican el recorrido mítico de Thunupa,
una divinidad andina que
comparte el altar cristiano. “Aquí aués de conzederar a que esta muchedumbre de penas nos senifica la escriptura
Debajo de los cuatro cuadros deuina quando dize que en el infierno abrá hanbre y sed y llanto y gruger de dientes y
de esta serie se ha pintado una cuchillo dos ueces agudos, espíritus criados para uengansa y serpientes y guzanos
secuencia de 30 escenas que re- y escorpiones y martillos y axencios y agua de hiel y espíritu de tenpestad y otras
tratan los milagros, las acciones cosas semejantes por las quales se nos figura la muchidumbre y terriblesa espantosa
y los suplicios de una divinidad de los tormentos de aquella lugar. Allí tanbién abrá aquellas tinieblas enteriores y
denominada cauta y reserva- exteriores para qüerpos y ánimas que se puede palpar con las manos. Allí abrá frío y
damente como “santo”, pero fuego que no se apagará, cienpre castigarán a los querpos y ánimas. De ellos nunca
que ponen en escena los rela- se acauará y no murirá y el fuego de ellos nunca se apagará. Este guzano es un des-
tos que Ramos Gavilán hace de pecho rrauioso y un arrepentimiento enfrutuoso que los malos que allí tendrá cienpre
Thunupa y de la llamada “San- que no se acauará hasta que Dios sea Dios y sécula cin fin. Conzedera este castigo.
ta Cruz de Carabuco” ([1621] Conzedera que cómo lleua tanta pasencia los yndios y las yndias en esta uida de tan-
1976). Los diez recuadros al tos males de españoles, padre, corregidor y mestizos y mulatos, negros, yanaconas y
pie de la imagen de El Infierno chinaconas que les sacan la uida y las entrañas de los yndios. Conzedera.
quizá articulan el deseo no me- Conzedera de los uezinos encomendados de indios que de puro mízero enuía un quar-
nor de los religiosos de mostrar, to de queso a un cacique principal con una carta. Lo enuía nueve leguas a un yndio
en contraste con el desborde cin pagalle y manda que le uengan a uecitalle y le uea los caciques principales, aci-
manifiesto de la parte central, mismo los dichos corregidores y jueses y los saserdotes de las doctrinas y uecitadores
unos milagros ordenados, su- de la santa madre yglecia. Conzedera el corasón déstos, lo que piensa. No quiere
misos a los pies del desenfreno uer a ellos cino que los lleuen de presente de plata, oro y rropa y fruta, otras cosas y
que los domina. ¿Por qué estos desea uelle para pedir hazienda, indios para trageneadores” (Waman Puma [1615],
milagros del mito de Thunupa 1992: 882-884).
acompañan la imagen devora-
dora del infierno?
El Infierno de José López de los Ríos es una sumatoria de contrastes,
ante la cual nos preguntamos: ¿serán esos cuerpos que caen al abismo los que
cometen el pecado mortal de vivir al margen de la gracia cristiana? El mismo
signo de exceso y despilfarro los recorre, el mismo orden celebratorio, colma-
do de baile, comida, bebida, júbilo sexual y delirio. Así este infierno evoca en
sentido inverso el dominio de la fiesta en la historia poscolonial, aquella que se
escabulló de la hegemonía colonial-capitalista, aquella que hoy mismo esquiva
el embate del mercado neoliberal en fiestas y ritmos de alcances anuales.
134
El infierno tuvo una traducción que da cuenta de esta tensión idiomática y de concepción; a pesar
de que el proceso de evangelización siguió su curso, provocó una superposición de mentalidades y de pen-
samientos. Fue emergiendo así un acomodo de visiones con respecto a la vida y a la muerte, configurando al
inicio de la colonia una división tripartita andina para evocar la tierra, el cielo y el infierno de Occidente:
“Las traducciones que entonces se dieron a la trilogía cielo, tierra, infierno no dejan de plantear
interrogantes en cuanto a su grado real de inteligibilidad por parte de los Aymara. La tierra vino
a ser akapacha (es decir el pacha en que vivimos), el cielo el alaxpacha (el pacha de arriba) y el
infierno manqhapacha (el pacha de abajo). ¿Existía tal esquema tripartito antes de la llegada de los
españoles?” (Bouysse-Casagne y Harris, 1987: 17).
Bernabé Cobo procura hallar una correspondencia cristiana: “el lugar del infierno decían estar
debajo de la tierra, y que es muy estrecho y apretado… estaban persuadidos de que hay infierno para los
malos” (citado en Bouysse-Casagne y Harris, 1987: 17). El infierno comenzó a ser asumido como un mun-
do bajo tierra, en el que se materializa a su vez la posibilidad andina del adentro. Al ver la imagen de José
López de los Ríos, quiero pensar el “mundo de adentro”, su espesura inevitablemente abyecta, femenina
(Kristeva, 1988). Yace en la imagen una erótica perdida, extraviada en el tiempo, otras capas oscurecen
la significación que inspiró al pintor. Toda la gramática de la colonización sobre el cuerpo, que opaca el
sentido barroco de esta erótica infernal, nos confronta a una inmensa capa de sombra (Foucault, 1999), que
llama a retar al pensamiento.
“Ni la carne podrá pagar tus males…” me dijo un yatiri aymara contemplando el cuadro. ¿Será que
la erótica ritualizada en la comensalidad infernal pudo vencer los límites entre el bien y el mal? Ahora bien,
además de la ingesta infernal, la imagen de El Infierno expone las siguientes palabras en latín: “Ay de nosotros
porque hemos pecado. Los arrojarán al camino del fuego. Allí habrá llanto y crujir de dientes en el infierno. No
hay ninguna redención”. Y en el interior de la imagen, la frase que nombra al pecado de la avaricia o vanidad:
“VBI, NVLLVS ORDO SED SEMPITERNVUS HORROR HABITAT”, que significa: “Donde no hay ningún
orden sino que habita el horror sempiterno” (Centro Nacional de Restauración, 2003). Ambas frases dan la
sentencia infernal y llegan en latín a la mirada de un pueblo indígena fundamentalmente no letrado. Podemos
pensar en esta escritura como un signo obtuso para una sociedad distante de la escritura, sin embargo, cumple
con la advertencia de no transitar por ese camino de fuego o ese mundo desordenado de horrores sempiternos,
estableciendo un juego particular con el lenguaje visual, que abre la posibilidad a la gente, de marcar su propia
interpretación de las imágenes.
Harris y de Bouysse-Casagne (1987) afirman que el diablo es un ser sobrenatural ligado a las minas y
al mineral, fuertemente identificado con los antepasados y con los condenados: en los relatos los diablos tienen
hambre y al mismo tiempo una generosidad notoria:
“Si el hambre del tío es voraz, también su generosidad puede ser desmedida: algunos mueren en la mina,
pero a todos entrega tesoros. A cambio de comida brinda su cosecha mineral (…) así los númenes reve-
renciados por generaciones anteriores son desterrados hacia los bordes y adquieren un carácter cada vez
más ambiguo frente a la nueva religión, pero sin ser olvidados ni quedar del todo desprovistos de su poder
antiguo. Desde luego, cada pueblo tiene sus conocimientos particulares y distintos acerca de los diablos,
pero cuando la gente cuenta en voz baja cómo han encontrado al tío, al anchanchu o a un condenado, nos
parece que aluden a un universo más vasto, en el que estremecerse de miedo va junto con arriesgarse, y en
el que la abundancia es la otra cara de la muerte” (Bouysse-Casagne y Harris, 1987: 41- 43).
133
Foto: D.G.
rales, de ese modo también se explica que la
creencia práctica no es un “estado del alma”,
sino un “estado de cuerpo” (2007: 111).
La memoria en los Andes asumió formas
corporales espontáneas, que no fueron nom-
bradas, pero que nos permiten interpretar
los códigos sagrados del ritual y los enten-
dimientos promotores de los sacrificios que
siguen vigentes en ciertos estados del cuer-
po. En las mesas de los yatiris volvemos al
hecho de alimentar divinidades, volvemos
a la comida y a sus artes de comensalidad
ritual y mundana.
La mitad derecha del cuadro expone
de un modo pasional la versión gozosa del
infierno, son cuerpos y diablos que danzan,
complacidos en el acto de comer sagrado, tradu-
ciendo con todo su ímpetu el poder del “adentro” andino, el manqha-
pacha. Son las dos caras de la misma noción de castigo e infierno que
en la lucha colonial se marcaron de manera ambivalente.
En la actualidad se mantienen las devociones a la Pa-
chamama, los momentos de ch’alla, la música, los roces, el baile, la
comida, la bebida, los excesos, las múltiples transiciones de un estado
habitual a un estado de delirio colectivo y esto muestra que la condena
no se ha cumplido. El orden de la fiesta ha vencido a la dominación y
se muestra vigente en centenares de fiestas que se realizan a lo largo
del calendario anual festivo y ritual en la vida andina, recalcándo-
nos frenéticamente que el orden hegemónico, occidental y capitalista,
tiene su “afuera”. Las fiestas en los Andes llevan consigo un sentido
de dominación y otro de liberación, ambos de larga data. Bouysse-
Casagne y Harris (1987) se hacen la pregunta central: ¿cómo encajó la
religión andina en la religión cristiana? El papel de la metáfora parece
ser la clave:
“Al hablar de la metáfora, y de las dificultades en su uso, Ber-
tonio evoca problemas más concretos de traducción (...). Ber-
tonio está en el corazón de esta problemática por ser al mis-
mo tiempo autor de un diccionario y misionero. A pesar de las
notorias inadecuaciones conceptuales existentes entre ambas
lenguas, encontramos sin embargo en su diccionario traduccio-
nes aymaras de conceptos cristianos como: paraíso, infierno,
pecado, salvación, para citar algunos de los más significativos”
(Bouysse-Casagne y Harris, 1987: 16).
130
La imagen de las cabezas y la sangre ofrendadas son signos relevantes para la noción de fecundidad donde el fluido vital
sanguíneo puede llegar a evocar a iconografías andinas que por antonomasia recuerdan el “poder genésico” de las mujeres (Arnold,
1998). Pero entonces, ¿por qué atraer las miradas de los ritualistas indígenas a estas imágenes que evocan sus prácticas clandestinas?
¿Por qué la mano que lo ha pintado desplegó una comensalidad de cuerpos tan celebratoria? Ahí el paisaje del infierno se abre al
territorio que lo rodea. Cuando la iglesia cierra sus puertas la gente sale a un espacio donde los altares, adoratorios o apachetas se
extienden por las montañas y por el lago y la comida de las wak’as toma la forma de cuerpos ofrendados metafóricamente, en mesas
y preparados rituales.
Hay pues un exceso de sentido en el cuadro que quizás remite al imaginario medieval en su delirio devorador. Hay goce y
deseo que se trabajan como signos y gestos para evocar una libertad incontenible. Los cuerpos penden no sólo desnudos, frágiles,
vulnerados en su condición humana. También adoptan posiciones de danza, se entregan, complementando y conjugando el deleite de
los diablos. Así los cuerpos de los condenados manifiestan en paralelo otra suerte de trance igualmente frenético: en ellos subyace un
paradójico halo de disfrute. De esa manera, crónica e imagen nos hacen conocer la dimensión de las fiestas infernales de los Andes,
que juegan al contraste, a la ambigüedad y a la ruptura con la moral cristiana, a través del desenfreno festivo que se produce a inicios
de mayo, en la fiesta de la Cruz.
La pintura como gesto de la mano (Barthes, 1995) nos instala en un medio ancestral y arcaico: la comida. Quizá el paisaje
simbólico de demonios tragando eternamente cuerpos es la metáfora articuladora del ritual que fue asumida por el mundo clerical
como lo pecaminoso a castigar, pero que desde la mirada andina se revierte en conexión con sus propias concepciones de la devoción,
asociadas desde tiempos prehispánicos a la comensalidad. ¿Cuál era el sentido práctico que yacía en este ethos ritual andino? Para
Bourdieu, el sentido práctico es una necesidad social vuelta naturaleza; así se convierte en esquemas motrices y automatismos corpo-
129
simbólica de las relaciones sociales que, como otros rituales, ex-
presa en conceptos idealizados la manera en que la gente cree
que las relaciones existen o deberían existir, antes que cómo estas
relaciones realmente se manifiestan en la vida diaria. Tales repre-
sentaciones pueden camuflar o naturalizar el poder, o ser el lugar
de lucha sobre el control de las representaciones simbólicas y su
interpretación. Junto a la idealizada representación del orden so-
cial, los rituales ofrecen un importante potencial de manipulación
de individuos o grupos sociales que pueden competir los unos con
los otros, bien sin alterar el orden social establecido que la comen-
salidad reproduce o bien subvirtiendo dicho orden” (Dietler, en
Aranda y Esquivel, 2006).
Más allá de la acción extirpadora y del grado excepcio-
nal que cobraron los sacrificios humanos para el mundo andi-
no, el tema opera como una hebra escondida en el tejido de la
historia porque sus descripciones nos llegan de la mano de las
miradas que los estigmatizan y el mandato del tabú. La antropo-
fagia nos paraliza, dejando un cerco incómodo e innombrable en
nuestra memoria.
Pero en la antigüedad andina el signo es celebratorio: “Las
víctimas según los procesos de idolatrías, debían ser sumamente
hermosas y sin mancha. El recuerdo de los sacrificios humanos
esenciales para la prosperidad de la agricultura, está todavía vivo
en las tradiciones populares. Todos los años le ofrecían un capac
hucha sacrificándole gente de todas las provincias del Tawantin-
suyu…enterraban vivas a las víctimas de ese capac hucha… De la
misma manera, le ofrecían oro y plata y no dejaban de sacrificarle
llamas y de hacerle ofrendas de bebida y comida en la época de
luna llena” (Taylor, citado en Yáñez, 2002: 57).
Podemos entonces dar un giro a la lectura de la imagen
y leer la comensalidad ritual entre diablos y cuerpos humanos:
los cuerpos están a merced de los diablos, de hecho, los condena-
dos fungen como una comida-ofrenda infernal, un festín humano.
Ahí está ese infierno hecho una eternidad sumida en el deleite,
alimentando los fieros apetitos de los diablos con carne y sangre
humana. Hay tintes de sensualidad y resignación, pero también de
dolor y resistencia ante los apetitos insaciables de los comensa-
les. Es extraña la duplicidad de imaginarios que se traslapan con
la colonización de la religión andina; si para los extirpadores el
demonio representaba el castigo eterno, para los pecadores es el
propio demonio el que realiza de un modo ostentoso aquello que
condenaban: seducción, goce, comensalidad sagrada, antropofa-
gia y sodomía.
128
Foto: D.G.
127
oferentes. Las prácticas paganas de la danza, el baile y los sa- Waman Puma, Lámina 266.
crificios rituales entretejen poderes cósmicos y terrenales que
garantizan la continuidad necesaria para la vida y el orden del
universo. En ese sentido, podemos comprender que el ritual
busca “entrañarle a la comunidad la experiencia gratificante de
acceso al sentido de ser en vinculación radical a un origen y a
un destino” (Sepúlveda, 2000: 17).
Sin duda, este sustrato ritual de larga data pervive en
ciertos momentos y acciones comunitarias del presente, que en
forma clandestina o pública traducen esa lógica comensal en
las mesas y en el ofrecimiento del propio cuerpo a los excesos
de la borrachera y la danza. Así se crea un mundo que empa-
renta lo divino, lo animal y lo mundano en su interior anímico
para dotarse de coherencia y sentido de pertenencia, en un re-
pertorio que hacía de la muerte una transformación iniciática y
un ensamblaje de redes de parentesco y de organización social
y política.
En Carabuco, la fiesta de Todos Santos reitera esa
concepción, puesto que con nuestros muertos realizamos un
acto comensal donde las fronteras se diluyen. Es una celebra-
ción donde la comida y la bebida, mediadas por la música, nos
transportan simbólicamente a convivir y a sublimar la muerte a
favor del estar aquí y de poder transmutar un universo en otro a
partir de la materialidad de las figuras de pan en forma humana.
Quizá eso implique el poder extraordinario, temible y fascinan-
te del manqhapacha, ese “mundo de abajo y de adentro”, que
desde la temprana colonia fue asimilado con el infierno.
La crónica colonial de Waman Puma menciona estas
prácticas en su “Capítulo de los Ídolos”; ahí vemos cómo los
sacrificios humanos eran frecuentes y el propio cronista los se-
ñala como obra del demonio.
Esta práctica de sacrificios humanos es evocada en el
festín corporal que ofrecen los signos y los gestos de El Infier-
no: ahí están las bocas y las fauces de los diablos comiéndose
o queriendo devorar a cada cuerpo humano como una ofrenda,
a la par que como un castigo por el pecado cometido. Este tipo
de política de la comensalidad ritual puede interpretarse como
“un marco propicio para desarrollar determinados ciclos socia-
les donde es fundamental afectarse con experiencias intensas;
así las prácticas de antropofagia, los sacrificios humanos, la
sodomía y la bestialidad como elementos centrales en el pai-
saje ritual andino, al menos para la mirada del colonizador,
pueden ser pensados como un medio para la representación
126
Ella le había cobrado mucho cariño, y lloró mucho cuando él se fue: le hablaba con tan hermosas palabras… Hasta
la había invitado a que se ahorcara, a fin de hacer con él un viaje de ida y vuelta al infierno, un infierno donde había
mucho de comer y de beber, y que no tenía nada de común con el que describían los padres de la Compañía. Pero la
llegada de éstos puso fin a tan bellos proyectos” (Duviols, 1977:31).
Me detengo en esa descripción amorosa que de boca del propio diablo describió al infierno como un espacio
“donde había mucho de comer y de beber” y “un verdadero paraíso de delicias”, concepción plasmada en la imagen.
Demonios seductores, voluptuosos y voraces comen y beben cuerpos en un festín de sacrificios humanos. Pero el
trasfondo productivo de los ritos se vincula a otras prácticas, descritas por Fray Martín Murúa:
“Era cosa común entre indios adorar la tierra fértil… derramando chicha en
ella y coca… en señal de lo cual ponían en medio de las chácaras una piedra
luenga, para desde allí invocar la verdad de la tierra… viendo las papas…
viendo mazorcas de maíz y otras raíces de diversa hechura que las
otras, las solían adorar, e hacer muchas ceremonias particulares de
adoración, bebiendo y bailando, teniéndolo por agüero… y para el
mismo efecto, en tiempo de arar la tierra, barbechar, sembrar… suelen ofre-
cerle asimismo, sebo quemado, coca, cuy, cordero y otras; y todo bebiendo y
bailando” (citado en Silverblatt, 1995: 20).
Sin duda, la saña con que la crónica condena estas celebraciones no
llega a eclipsar la magia y la energía que se depositaba en los actos rituales
de adoración; así, Murúa nos deja entrever lo que fue ese otro dominio
cultural donde los cuerpos y sus emociones no dudaban en relacionarse
con el mundo de manera apasionada. Ese hacer traduce más allá de
la moral y del desprecio las artes de una cultura festiva que se
desvivía por continuar sustentando ese vínculo eufórico con
la vida y la muerte.
En la franja superior de El Infierno, el
pintor retrató la fiesta, la música, el exceso y la
borrachera para señalar los comportamientos
pecaminosos que condenan a los mortales
al espacio infernal, construyendo un signo
que puede leerse más allá del pecado y la
condenación. Los signos andinos de la de-
voción afloran no sólo en las imágenes de
la fiesta de la parte superior, sino también
en los códigos infernales que sin diferen-
cias convidan a la comida y al goce en un
festín sagrado de cuerpos humanos. Los
sacrificios humanos que se realizaban en
los momentos culminantes del ciclo ritual
inka se extienden a un campo metafórico,
en el que las mesas u ofrendas de los yati-
ris representan los cuerpos de los devotos y Foto: E.S.
125
asombrosas las que brindaron el aura mágica y poderosa a este icono; con esta convicción, los extir-
padores confiscaron y destrozaron tumbas, ídolos de piedra y santuarios que se comunicaban con los
indios, torturaron y asesinaron a los llamados hechiceros por poseer la gracia, mediante la embriaguez,
de la escucha y el diálogo con el diablo.
Estos son los diablos que dieron pie a la iconografía de El Infierno, sus expresiones responden
a sus poderes y a los temores que los extirpadores querían infundir en quienes habitaban la zona en el
siglo XVII. Sus signos buscan culpabilizar la adoración ritual que la población andina ofrecía a todos
sus poderes divinos, ceremonia dominada por el diablo, en la cual claramente se establece la presencia
femenina como axial para el símbolo demoníaco y su lado pecador.
Según Pablo de Prado, una india le narró en detalle la inquietante relación que sostuvo con el
demonio: “refirió que cuando ellos se acostaban… [él] tenía el cuerpo frío, olía mal… sin embargo,
su carne era suave, como la de los hombres y en todo se comportaba con ella como si fuera su marido.
124
Pero ¿qué constituyó para la iglesia colonial la idolatría en los Andes? Duviols (1977) nos dice que los
extirpadores del siglo XVII eran más técnicos que teólogos, se preocupaban por destruir la idolatría, antes que
por definirla. Para muchos curas de la época afanados en liquidar las creencias andinas, los dioses son redefi-
nidos como demonios. Veamos cómo se vivió el nexo entre estos cultos andinos y las tendencias demoníacas
que los extirpadores encontraban en todos ellos. En la campaña de “extirpación” hubo una visión moderada,
que pensaba en los cultos indígenas como una derivación de la fe natural; la idolatría sería así una glorifica-
ción desviada de la grandeza divina a través de sus criaturas (el Sol, las montañas, los lagos), que se concreti-
zaba en las adoraciones a las wak’as. “Los indios idólatras sufren perversiones, pero no son perversos”, diría
Bartolomé de las Casas, el mayor exponente de esta tendencia. Pero hubo también una visión autoritaria, que
atribuía la idolatría a la acción directa del demonio; por eso la saña al combatirla. Un ejemplo de esa línea
dura fue el extirpador Acosta. En versión de Duviols: “Según sus palabras, es en la existencia del demonio…
donde se encuentra la explicación de la diversidad de ídolos y de cultos; expulsado por la presencia de Cristo,
el demonio –y con él su idolatría– se refugia en las Indias, donde erige uno de sus baluartes. Por lo tanto,
la idolatría no es una forma simple y errónea de la religión natural: es diabólica y no natural”. Siguiendo a
Duviols, el repertorio de idolatrías incluía la adoración a los astros y a los elementos, la divinización de los
muertos, el culto a los animales “sórdidos y viles” como la serpiente y los sapos, y la consulta a los oráculos.
En todas ellas el diablo intervenía activamente y se convertía en amo y señor de los idólatras. El diablo que
llegó con la invasión era el diablo de la tradición europea: “el ángel caído, el príncipe de las tinieblas, celoso
de la omnipotencia divina, ardiendo en deseos de ser adorado como Dios, enemigo irreductible de los hom-
bres” (Ibid.:25). El diablo era polifacético y extraordinario en sus poderes, pues hablaba a través de los ídolos,
desaparecía y aparecía a voluntad, se presentaba en sueños a los indígenas, tenía el don de apoderarse de las
almas y de los cuerpos de quien quisiera y poseía la habilidad para metamorfosearse. Son estas cualidades
123
La laguna Chucuito –que adoptará más adelante el nombre de su principal wak’a, lugar de origen
del mito– se convirtió en un eje para el juego de matices que significó el choque-encuentro provocado por
la invasión de occidente a estas tierras. Teresa Gisbert explica así este juego de matices encarnado en la
disputa colonial: “la Sirena, símbolo del amor sensual entre los cristianos, al ser importada a América por
los conquistadores, no representa nada nuevo, sino que rejuvenece una vieja ensoñación colectiva que se
expresa plásticamente en torno al lago Titicaca” (1984a: 26); así el poder del Lago fue actualizado simbó-
licamente por la representación de las sirenas en la arquitectura clerical, en las pinturas coloniales y en la
música andina. Allí ellas rejuvenecieron junto al trasfondo mítico de las divinidades andinas del agua, de la
sensualidad y la fertilidad. Ramos Gavilán explica la importancia sagrada y mítica del Lago:
“Volviendo a la laguna de Chucuito de que voy tratando, hay muchas islas, es entre todas señalada la
de Titicaca de donde la laguna tomó nombre y de quien hay después mucho que decir, pues en ella
estuvo aquel famoso adoratorio y Templo del Sol, cuya memoria durará cuanto durare la que estos
Naturales tienen de su principio” (Ramos, [1621] 1976: 12).
Detengámonos en las últimas palabras de la cita: cuya memoria durará cuanto durare la que estos
Naturales tienen de su principio. Esta sentencia histórica nos ayuda a entender la polisemia de la imagen de
El Infierno, que plasma en forma categórica la idea que tenía la iglesia de la adoración religiosa y política
andina. Ciertamente, las llamadas idolatrías fueron reducidas a acciones pecaminosas que sólo merecían el
eterno castigo infernal. Sin embargo, en la escena yace imperceptible y efectivo un cúmulo de memorias
culturales que nos remiten a las prácticas rituales andinas de nuestros días. Así en la imagen que responde al
sentir extirpador queda flotando, como en el argumento del fraile, la presencia relevante de ritos, creencias
y adoraciones paganas como un universo de sentido que libera al mundo andino de lo incierto y le fija un
orden no sólo en sus aspectos sagrados, sino también políticos.
Pensar en ello es advertir el sustrato, el código latente de la pintura, que evoca la labor de persecu-
ciones, el destrozo de ídolos, la condenación de creencias y la profanación de lo sagrado andino. La violen-
cia y el castigo hacia quienes proferían ese vínculo con lo divino del cosmos y de la vida ocupan la ancha
franja del infierno, al centro y en la parte inferior de la pintura. Resbaladiza y a la vez a golpe de ojo, la
imagen plasma el actuar, las maneras de hacer de la idolatría; maneras que fueron la obsesión del estamento
clerical colonial y que una a una se quiso extirpar, arrancar, acabar. Con el paso del tiempo, esta memoria
larga nos hace dar cuenta que este dispositivo dispuesto por la corona española en su afán civilizatorio tuvo,
en la primera mitad del siglo XVII, como epicentro al lago, por ser el espacio ancestral de origen (Salles-
Resse, 2008). El Lago era considerado una deidad del agua y de los peces. En el mundo andino, el agua se
relaciona con la fertilidad, el lado femenino y fecundo del cosmos, que recorre subterráneamente las rutas
sagradas de wak’as y apachetas en trayectorias políticamente cardinales, y emerge como lago, laguna, río
u ojo de agua.
Por encima de El Infierno están las adoraciones pecaminosas que conforman la sucesión de los
siete pecados capitales. Una vez muertos, a quienes los practican les espera la “tortura eterna” como reza la
inscripción en latín de la imagen y se plasma en la parte izquierda del cuadro.
Vuelven todos los lenguajes. Se ve qué tipo de adoraciones se disponía a extirpar la iglesia colonial.
Pero está claro que esa extirpación no funcionó: la música y la borrachera marcan todavía hoy el calendario
sagrado y productivo de la vida cotidiana. Es mediante esta extrapolación que los extirpadores procuraban
apaciguar aquello que observaban como deformidad y extrañeza. El agua se convierte en ruta de un trayecto
sagrado recorrido por un “Santo”, que los pobladores del lugar asocian con la antigua figura de Thunupa.
122
Postrimerías (detalle), templo de Carabuco Fiesta, borrachera, muerte, cuerpos, tortura y
Foto: D.G. goce infernales: la polisemia de la imagen se abre al
infinito del lenguaje. Siguiendo a Barthes (1995) sa-
bemos que la política es aquello que permite todos los
lenguajes; la pregunta inmediata es: ¿a qué necesidad
política y estética respondió este límite del lenguaje
sobre el infierno? La significación del infierno para la
empresa colonial fue central, pues era parte de la gra-
mática que empleó el poder hispánico para ordenar el
mundo que encontraron en los Andes. Entre fines del
siglo XVI y a lo largo del siglo XVII se edificaron las
más importantes “parroquias de indios” como escena-
rios de transmisión de mensajes, signos y gestos, de
manera enfática e intencional. Una temprana función
propagandística les asignó la corona, empeñada en
(re)diseñar el que creían ser un “mundo nuevo”. Fue
así que proliferó la iconografía barroca de las postri-
merías cristianas como la imagen cultural a reveren-
ciar, adorar y temer, y uno de sus mayores exponen-
tes en el espacio colonial andino fue El Infierno de
Carabuco, que desde las crónicas está asociado a una
misteriosa Cruz.
Ramos Gavilán relata: “La razón que halló ha-
ber dejado el Santo la Cruz en el pueblo de Carabuco, es
porque en aquel tiempo fue una de las poderosas repú-
blicas que habitaban la ribera del laguna, pues aun hoy
conocen términos suyos más de treinta leguas” ([1621]
1976: 42). Aunque no se ha hallado documentación tan
explícita como la de Huarochirí, no hay duda que la
iglesia de Carabuco fue también parte de la campaña
que se conoce como “extirpación de idolatrías”. Por su
importancia como centro sagrado, Carabuco se convir-
tió en una de las parroquias paradigmáticas para la ani-
quilación de la religiosidad andina, promovida por el
Virrey Toledo desde 1570, en paralelo con un conjunto
de profundas reformas tributarias y organizativas. La
Iglesia de Carabuco era parte estratégica del mundo
mítico que surge de Copacabana y su wak’a Titiqaqa,
de la que tomó el nombre el Lago sagrado. Es la sig-
nificación de este espacio sagrado lo que explica por
qué se optó por un tamaño tan monumental y por una
elocuencia pictórica tan profusa en los cuadros de las
Postrimerías que adornan las paredes de este templo.
121
Los rostros festivos del infierno:
el mundo andino que resistió
a la colonización Verónica Auza Aramayo
La perfección dio origen al pecado…
y la luz tuvo como respuesta la ofensa de las tinieblas.
Giovanni Papini
Desde tiempos bíblicos se dice que el diablo está siempre al acecho; para Giovanni
Papini (2002) este personaje, ni bestia ni hombre, menos Dios, es el primer insurgente, ya que
devino en ángel caído por su rebeldía y ‘soberbia’ al querer estar a la altura del Todopoderoso.
Al menos por un instante, el de la rebelión, la voluntad de Lucifer se sobrepuso a la potencia
y el amor del Padre. A partir de entonces el infierno se asume como el reino del horror y es
imaginado como un lugar en tinieblas, bestial, abrumador y monstruoso, capaz de contener la
libertad del antagonismo entre el creador y su temido destructor. Esta dialéctica cristiana deja
un espacio abierto para pensar que sin el diablo la eternidad sería insoportable; sin duda, este ser
liminal nos transporta al reino de las debilidades divinas, al mismo tiempo que imprime a esa
fragilidad sagrada cierta energía seductora, haciendo aflorar las ambivalencias de lo que Freud
nombra como la sublimación de la necesidad de creer (cit. en Kristeva, 2009).
Interpretar y comprender El Infierno, pintura realizada en 1684 como parte de la se-
rie de Postrimerías del templo de Carabuco (provincia Camacho, La Paz), supone vencer el
desafío de sus espesuras en el tiempo histórico y el lenguaje visual que puebla sus trazos. En
la imagen hay un universo de significantes que evoca una época incierta, confusa y conflicti-
va, por la disputa de creencias en medio de una lucha abierta por el alma de los colonizados.
Época de desconciertos, conflictos culturales y aperturas barrocas que desde la esfera estética
hicieron emerger notables tolerancias de estilo y confluencias de signos sagrados y profanos.
Es así que los altares cristianos llegaron a compartir su espacio con divinidades indígenas, y
un mundo de sentidos superpuestos y paralelos proliferó en los Andes, generando una visión
de mundo en construcción que se esforzó en dotar de sentido a las enormes disputas que se
desataron tras la invasión hispánica a estas tierras. Ahí se yergue el reto histórico y herme-
néutico de esta contextualización, ante el cual procuro representar la diferencia y poner en
escena la alteridad de esta imagen infernal, andina, colonial. Para ello quiero movilizar los
signos encerrados no sólo desde el testimonio mudo de su imagen y de sus escasos ecos en los
documentos de la época, sino también desde las miradas y las concepciones vivas que habitan
el presente.
120
Foto: D.G.
119
–No, padrecito. Abajo. Esta es la patrona, la nuestra.
–¿Qué estás diciendo? Esto se llama pedestal.
–Tengo que sacarla –insistió el hombre.
–¿Pero no ves que esa piedra está con cemento?
–Fui yo, mi padre. Atrasito, hará diez años, fui yo el albañil
que la cimentó. La encadené en ahí porque me dieron la or-
den. Y desde aquella fecha castigado estoy, pues. Mi mujer
ha muerto, mis wawas están enfermos… Tengo que sacarla.
–Pues no sale –dije yo, definitivo–. Esta piedra no se mueve
de donde está.
–Oye, padrecito, si tú quieres yo te busco otro albañil. Voy a
pagar otro albañil. Vamos a deshacer. En el piso voy a dejar.
Y que él la sujete en el mismo sitio, pues, si se atreve.
–Estás chupado. ¿Cómo vamos a destrozar todo esto? Anda,
vete ya. Vete.
Y el viejo albañil se fue muy triste.
Meses después, sopló otro ventarrón. Voló techos,
rompió cristales. Voy corriendo a la parroquia y me encuen-
tro con la imagen pintadita caída junto al altar. Me pongo
a arreglar las cosas, a limpiar, a colocarla de nuevo en su
lugar.
Salgo, voy a casa, y se me acerca de nuevo el alba-
ñil. Venía radiante. Y me cuenta que ya él lo había soñado.
Que vio cómo la piedra, la Asunta antigua, la de ellos, había
destrozado a la imagencita española. Era la señal para él.
Era buen presagio para todos los suyos.
–Día llegará, padrecito…
–¿Qué día, viejo?
–El nuestro, pues, que esperamos.
La verdad, yo no me acostumbraba a este ambiente.
¿Qué iba a hacer con mi renovación litúrgica?
118
La virgen piedra de los mineros
(testimonio de Roberto Durette)
José Ignacio López Vigil 1985, pp. 187-189.
Un día estoy en la parroquia de Llallagua. Hay allí una pie-
dra que está desde hace tantísimos años. Sobre ella, la imagen
que sale en procesión. Bonita, pintadita, blanca, española. La
Asunta. Yo no sé bien cómo comenzó la cosa. Pero la patrona
no es esa imagen, que vino luego, sino la piedra que la sostie-
ne. La piedra es la virgen, para ellos.
Esta piedra dicen que apareció por las afueras del cam-
pamento. Y les resultó bien milagrosa. Entonces, la llevaron
a la iglesia. Y desde aquella vez es la patrona de aquí, de los
mineros. La eligieron ellos. Y la sacaban por las calles, todos
los agostos.
Llegó un 15 de agosto, iban a sacarla. Y hubo un ventarrón
grande, según cuentan. Los techos volaron, porque el mes de
agosto es mes de vientos. La gente, asustada, ha dado media
vuelta y ha puesto otra vez la piedra en el piso. Y nunca más
salió de la iglesia. Se quedó así, sin mover, hace mucho. ¿Des-
de cuándo sería?
Luego los curas hicieron un arreglo del templo. Tomaron
la piedra del piso, la colocaron ahí, a la derecha del altar. La
cimentaron como pedestal, bien fija. Y encima pusieron la
imagen bonita que hay ahora. Y listo lo de la Asunta.
Yo no conocía nada de esto. No sabía. Imagínate, estoy
en la parroquia un domingo por la tarde y llega un señor. Un
campesino. Aquí una buena parte de los mineros vienen del
campo. Dejan el ayllu y buscan trabajo en la mina. Los hicie-
ron venir antes, cuando los españoles, por la fuerza. Ahora
vienen solos. Por la necesidad.
Bueno, me llega este señor. Era agosto, a los fines.
– Tengo que sacar la virgen afuera, padrecito.
– Ya ha salido en procesión el 15. No hay necesidad de que
salga otra vez.
– No es la que tú dices, padrecito. No es.
– ¿Cómo que no es? –me extrañé.
– Ven, te voy a enseñar.
Y entramos al templo. A la derecha, la virgen, blanca. Bajo
ella, inmóvil, como muerto de mucho tiempo, la piedra.
– Ésta. Tengo que sacarla.
– Te digo que ya salió…
117
1. Este trabajo forma parte de una investigación mayor, mi 14. Entrevista, La Paz, 18 octubre 2008.
tesis de antropología para la Universidad Mayor de San
Andrés, en La Paz. 15. “Sobre su brazo derecho lleva un niño y en el izquierdo
lleva un cirio y una canastilla con palomitas, además de
2. Relato elaborado con base en las narraciones de Germán una luna con estrellas”, señala una crónica periodística. La
Peñaranda, Chuchulaya, 10 abril 2009, y Gerardo Navia, Razón, revista Escape, 4 de enero 2009.
La Paz, 15 agosto 2009.
1 6. Comenzando por el costado superior izquierdo en sentido
3. Ver el trabajo de Hernán Pruden en este libro. contrario a las manecillas del reloj.
4. Archivo Capitular de La Paz, 1789- 1791, T. 96, p. 213. 17. Milagro del cuarto día, Novena Virgen de Chuchulaya,
1963.
5. Costa de la Torre, en su libro sobre el archivo-biblioteca
de Nicolás Acosta, identifica un documento que consigna 18. Archivo Capitular de La Paz, 1768, T. 58, p. 435.
una lista de los curas que sirvieron durante el período de
1600- 1787 (1970: 110). No he podido acceder al archi- 1 9. Archivo Capitular de La Paz, 1768, T. 58, pp. 435-436.
vo de Acosta, que fue vendido a una biblioteca de Estados
Unidos en 1914 (Ibid.: 3). 2 0. Entrevista con Adelio Peñaranda, Chuchulaya, 18 julio
2009.
6 . Entrevista con Reynaldo Aliaga, Chuchulaya, 11 sep-
tiembre 2009. 2 1. Novena Virgen de Chuchulaya, anónima y sin fecha.
7. Entrevista con Adelio Peñaranda, Chuchulaya, 18 julio 22. Entrevista con Nieves Arana, La Paz, 12 enero 2010.
2009.
23. Archivo Capitular de La Paz, 1788, T. 95, p. 267.
8. Archivo Capitular de La Paz, T. 95, p. 257.
24. Existen varias versiones sobre este mito, que por razones de
9. Entrevista con Sabina de Iturre, Chuchulaya, 19 julio espacio se han sintetizado.
2009.
25. Referencia a los ancestros (hombres y mujeres) fundadores
1 0. Archivo Capitular de La Paz, T. 92, p. 281. del lugar. Entrevistas con Domitila Patón, 10 de abril 2009;
Reynaldo Aliaga, 11 de septiembre 2009 y Sofía Tarquino,
1 1. Ibídem. Firman: Mathias Gutiérrez, Alcalde de Chiacani; 11 de septiembre 2009.
Pablo Gutiérrez, segunda del Ayllu Suricagua; Josef Avile,
alcalde ordinario del ayllu Comlili. 2 6. Entrevista con Reynaldo Aliaga, Chuchulaya, 11 sep-
tiembre 2009.
1 2. Entrevista con Gerardo Navia, La Paz, 18 octubre 2009.
2 7. Entrevista con Cecilio Zacarías, La Paz, 19 noviembre
1 3. “Yo Antonio de Loayza escribano Público (...) sertifico y 2009.
doy fee (...) como aviendo concurrido este año de la data
a la festividad de Nuestra Señora de la Natividad (…) dos 28. Relatado por Víctor Estrada, La Paz, 16 agosto 2009.
dias después de dha festividad se descubrió en la frente de
esta devota y milagrosísima imagen (...) una estrella que 29. Persona no identificada, Chuchulaya, 9 septiembre 2009.
coje todo el medio de la dha frente, la que primero que
nadie se hiso patente a los ojos del dho Correjidor don Se- 3 0. Relatado por Víctor Arana, Chuchulaya, 7 septiembre
bastian Dies”. Citado en Valdéz, 1889, pp. 90-91. 2009.
3 1. Relato con base en entrevistas a Gerardo Navia, La Paz,
10 octubre 2008, y Susana Medina, Chuchulaya, 18 julio
2009.
116
Nuestra Señora de Chuchulaya, La Paz. personas del pueblo creen que Chuchulaya es un
Foto: D.G. pueblo maldito, donde la falta de agua hace secar
la tierra y el terreno inestable raja todas las cons-
trucciones29. Como las familias novenantes no vi-
ven de la tierra, la idea de fertilidad seguramente
se proyecta al mundo del dinero, a la buena suerte
para enfrentar los cambios cíclicos del mercado.
Se considera inconcebible que una perso-
na de Chuchulaya baile o festeje a la Virgen de
la Estrella. “Dicen que es mala suerte si pasas la
preste de esta Virgen, dice que te mueres. No es
para nosotros, a nosotros no nos hace milagros.
A los forasteros nomás les quiere. Así es esta Vir-
gen”30. Incluso las personas del pueblo que residen
en La Paz no suelen ir a Chuchulaya para la fiesta.
Las personas vecinas del pueblo tampoco partici-
pan de la fiesta y no se da un comercio significa-
tivo entre el pueblo y las/os novenantes, que sólo
alquilan habitaciones como alojamiento. Cada
fraternidad se lleva sus propios alimentos, bebidas
alcohólicas, bandas de música y disfraces.
Se cree que la Virgen Natividad de Chu-
chulaya tiene un carácter especial y es muy celo-
sa. Dicen que si una persona llega donde ella sin
respeto o es hipócrita, la Virgen puede enojarse y
quitarle todo o causarle la muerte. Por eso, “no
hay que jugar con la Mamita de la Estrella, ni ha-
blarle de más”31.
La ruptura simbólica entre las personas del
pueblo y la Virgen de la Estrella permite interpre-
tar que, si bien no se llegó a trasladar esta imagen
a las comunidades indígenas de su entorno, existió
de igual manera un fuerte proceso de apropiación
indígena y mestiza de esta imagen, que dejó de
pertenecer a la gente del pueblo y se convirtió en
la Virgen de las personas novenantes, forasteras
a Chuchulaya y vinculadas con el comercio y el
transporte. De esta manera, el culto a la Virgen y
su relación con el territorio sagrado se reprodujo y
a la vez se transformó.
115
Álbum de paisajes, tipos humanos Pese a los intentos de las comunidades de Carasirca y Chiacani por
y costumbres de Bolivia. Lámina 111. llevarse la imagen, la Virgen no pudo ser trasladada a esas comunidades. Sin
embargo, el proceso de apropiación indígena se expresó de otras maneras,
114 perpetuando una dinámica de resistencia. Una acuarela de 1868 del pintor
chuquisaqueño Melchor María Mercado muestra la imagen del segundo tem-
plo de Chuchulaya y su gran feria. Las personas novenantes y las personas
del pueblo recuerdan que en la antigüedad, la fiesta era celebrada por las
comunidades indígenas que iban a bailar e intercambiar sus productos en una
feria anual de gran alcance regional.
“Venían desde todo lado a ver a la Virgen
de la Estrella. Ahora hay poca gente. An-
tes, venían desde la provincia Muñecas; la
cultura Mollo traía para vender sus bateas
de madera; desde el pueblo de Ilabaya,
Combaya, Pocobaya, Porobaya sabían
traer sus productos: Maíz, palta, poroto,
plátano, lacayote, manzanos y caña; de las
comunidades del Lago (Titicaca) traían
pescado; del Perú venían caminando para
traer sus mercaderías. Dice que desde el
Ecuador venían a pie. Lo más bonito era
que venían los chiriguanos [guaraníes].
Cuando venían a bailar los Chiriguanos,
dice que la Virgen se alegraba con su mú-
sica y les ayudaba a producir café en su
pueblo. Grande era la feria, todo había”26.
Aquí se asocia el recuerdo de la fe-
ria con la fiesta, que antes tenía una importante presencia indígena. Posterior-
mente, a fines del siglo XIX o principios del siglo XX, la feria desapareció.
Al parecer, las personas novenantes (de origen urbano) se pelearon con las
comparsas de danzantes indígenas que, poco a poco, dejaron de ir a la fiesta27.
En la actualidad, las fraternidades folclóricas de novenantes son de la ciudad
de La Paz y no existe ninguna danza autóctona en la fiesta.
Sin embargo, en el relato oral citado, la fertilidad de la tierra para
producir café articula el culto y la peregrinación de la Virgen con la Pacha-
mama (Madre Tierra), esa entidad sagrada que es el símbolo dominante de
la cultura aymara. Es notable también el hecho de que entre los bailarines y
las bailarinas de la fraternidad “Centro Cultural Hermanos Estrada” se re-
interprete el territorio y el santuario de Chuchulaya como una illa, es decir,
un lugar donde se reproducen los productos28. En forma contrapuesta, las
Otro aspecto central de la reapropiación popular del culto se refiere a los hijos de Foto: G.B.
la Virgen. Con el tiempo, han surgido cultos vinculados a los gremios o a las comparsas
de los novenantes, que se festejan en la ciudad de La Paz. La Virgen es pródiga pero
también fecunda. La imagen del “hijo único de Dios” se multiplica: el Niño Chofer, el
Niño Diablito, el Niño Pallalla (minero), el Niño Doctor, el Niño Llamero y el Niño de
los Wakatuquris son venerados por los novenantes a lo largo de un ciclo de prestes que
comienzan en junio y terminan en septiembre con el peregrinaje de cientos de personas
hacia la fiesta mayor. La apropiación de este culto no se vincula solamente con el tema
del territorio sagrado, sino con la idea de fuerzas múltiples y contradictorias, que surgen
de la imagen central. En ninguno de los milagros se señala a la Virgen como intercesora
de los devotos ante Dios. Es la Virgen misma, y sus múltiples hijos, quienes representan
las fuerzas polivalentes de lo sagrado, en el espacio de la fiesta y en todo el ciclo ritual.
El hecho de que el Diablo sea uno de los hijos de la Virgen expresa con gran
fuerza la idea de una apropiación simbólica. Cada 7 de septiembre, cuando comienza
la fiesta de la Virgen de la Natividad, la fraternidad de novenantes Diablillos Rojos de
Chuchulaya baja a festejar en el pueblo viejo. Ahí, comparten una comida recor-
dando un espacio llamado manqhaphaya, donde se dice que comían los y las
novenantes del pasado remoto. Esta práctica religiosa se relaciona directa-
mente con el terreno, que a decir de Arnorld (2007) se nutre de un discurso
oral, estructurando el pasado mediante el ordenamiento de mapas mentales
y territoriales (2007:183). El Niño Diablito es central en este culto, y su
preste se celebra en La Paz, según un calendario especial de los “prestes
de los Niños”, que están en manos de las familias novenantes, asenta-
das en los barrios populares de la ciudad. Cada año
la Virgen se reúne con sus hijos, que peregrinan
hasta el pueblo el día de la fiesta culminando su
ciclo de prestes urbanos.
En el siglo XVIII se dieron varios
intentos de trasladar el Santuario y la Vir-
gen a las comunidades indígenas de los
alrededores. Como efecto del deterioro
del poder español y de las rebeliones in-
dígenas que estallaban por todo el espa-
cio andino, las comunidades intentaron
reubicar el poder simbólico de la ima-
gen, apropiarse de su significación
sagrada y reorganizar el territorio.
Pero también se dieron pugnas en-
tre intereses políticos y económi-
cos de distintos núcleos del poder
vecino/español para utilizar esta
fuerza indígena en su favor.
La oposición entre la Virgen Médica/Virgen del Pueblo Enfermo sugiere una yuxtaposición de
versiones, indígena y cristiana, que permite contextualizar las dos vertientes del poder simbólico
de la Virgen. La particularidad sagrada de esta imagen se encuentra en el complemento entre su
representación femenina como Virgen sanadora y su pertenencia a un territorio sagrado, que tiene
la condición de illa. Por un lado, el territorio es malsano, y por otro, el poder curativo de la Virgen
restaura la condición sagrada del espacio y su inscripción territorial.
Traslación y memoria del espacio sagrado
El lienzo de la Virgen Natividad de Chuchulaya muestra otro elemento importante en sus
escenas: el retrato de los paisajes naturales y culturales del lugar. En varios de los milagros se re-
presenta el templo de Chuchulaya desde distintos enfoques, a veces con dos torres, otras sólo con
una. Es probable que estas escenas aludan no sólo al templo mismo, sino a alguna de sus capillas.
Estas capillas no sobrevivieron al tiempo:
“Las Capillas Colaterales [se encuentran] podridas/y quebradas, y con el riesgo de su
pronta Caida/ como subsedio en el resto del Cuerpo agregándose/ que los cimientos tam-
bién están lastimados porque/ sus piedras estan convirtiéndose en tierra; por todo/ lo
qual sino se remedia el lugar edificándose nueva/ Yglesia se acabara esta caiendo al
suelo”23.
Esta condición precaria se registra también en la memoria oral. Entre las personas nove-
nantes y vecinas del pueblo, uno de los mitos más difundidos recuerda que hubo una traslación
del templo, desde el pueblo antiguo llamado Mirq’i Plaza hasta su actual ubicación. Las narracio-
nes orales que hemos recogido hacen referencia a relatos más antiguos, vinculados a hecatombes
naturales, que recuerdan a los mitos andinos de las edades24. Cuando fue fundado el pueblo de
Chuchulaya, se encontraba ubicado en la parte de abajo, en un lugar llamado Rosasani, lugar de
las rosas. Se dice que era un pueblo grande, con una linda plaza; por eso ahora se le llama Mirq’i
Plaza o plaza vieja. Cuentan que era un lugar desierto, sin agua, y que llegó un “juicio del agua”
y el pueblo fue castigado. El terreno donde estaba el pueblo habría cedido, tembló la tierra y la
campana de oro de la iglesia quedó enterrada en el derrumbe. Dicen que esa campana sigue ahí
enterrada.
Mientras el pueblo se destruía, dicen que la Virgen decidió trasladarse. Para ello, se trans-
formó en una paloma blanca y subió volando a un lugar llamado Rosaspata (altura de las rosas).
En este lugar dicen que estaba el cementerio del pueblo viejo. Hasta hace poco se podían observar
los sepulcros en la parte trasera de las ruinas del templo. Dicen que entonces los “abuelos” subie-
ron y construyeron “una parroquia grande y linda” en Rosaspata, y que la Virgen había “elegido
su territorio mediante el milagro de su aparición”25.
En la actualidad, el territorio del pueblo viejo es considerado sagrado. Sin embargo, casi
todo el año permanece abandonado; aunque allí hay sembradíos de propiedad privada. La devo-
ción al lugar se refleja en la pequeña capilla con la imagen de una Virgen de metal en relieve,
a ofrenda de la devota Natividad Flores y sus hijos, fechada el 7 de septiembre del 2006. Esto
indica que la visita al pueblo viejo forma parte de las peregrinaciones de la fiesta de la Virgen de
la Natividad.
112
La familia Sosa es mencionada en varios documentos del siglo XVIII. Por ejemplo, un manus-
crito de 1768 se titula “Donación de la hacienda Taipi Taipi, por Petrona Sossa, para el culto de la Vir-
gen de Chuchulaya”18. El territorio donde se encuentra el actual pueblo de Chuchulaya fue donado por
Petrona Sossa, Josepha Alfano y Don Pedro Sossa19. Aunque ya no queda en el pueblo nadie de apellido
Sosa, en la actualidad se recuerda que esta familia tenía su casa detrás del templo de Chuchulaya20. Al
parecer fue gente de mucha devoción y dinero, y su condición de benefactora del templo haría mere-
cedora a Paula Sosa de figurar en el lienzo con su propio nombre, donde quizás se alteraría el milagro
original para inculpar a una mula. Sin embargo, en las novenas publicadas también figuran nombres de
personas indígenas como beneficiarias de la acción milagrosa de la Virgen:
“Corría el año 1892 y en este santuario vivía doña Santusa Catari, de más o menos 60 años de
edad. Habiendo caído enferma, se quedó postrada en cama con un encogimiento de nervios de las
extremidades superiores e inferiores hasta el extremo de no poder usar sus miembros y quedarse
como un tronco en el lecho del dolor. Como el mal iba llevarla inminentemente al sepulcro no-
tando la llegada de su viaje eterno después de recibir los auxilios de la religión, rogó a su sobrino
Luciano Catari, que la hiciese conducir a los pies de la Santísima Madre de la Estrella (…) Una
vez llegada a la presencia de la Divina Médica, lloró e imploró de hinojos su bendición y la gra-
cia de morir a sus plantas. (…) se incorporó de su postración la tullida y comenzó a caminar sin
dificultad, salió del templo retirándose con sus propios pies a su domicilio”21.
La descripción de la Virgen como “Divina Médica” resalta su poder de curación. Un calvario.
La persistencia de esta representación sanadora de la Virgen sigue vigente en el pueblo. Las Foto: G.B.
personas comentan que durante muchos años había dos muletas de madera, guardadas en la
sacristía. La tradición oral registra milagros similares, de fecha más reciente: 111
“Un milagro había hecho la Virgen. Dice que doña Paula, una novenante cojita, gordita,
bajita había venido con sus muletas. Había entrado en la iglesia y se había rezado. Dice
que se había pedido: quiero sanarme, bien se había pedido. Cuando había salido se ha-
bía olvidado sus muletas, sanita ha salido del templo. Esa señora sigue viviendo, vende
chicharrón en el mercado Uruguay”22.
En este contexto, la figura de la Virgen Médica guarda una relación de oposición con
la de la Virgen de Chuchulaya. Recordemos que, según la interpretación toponímica, la pala-
bra Chuchulaya se traduce como la región del chujchu, el pueblo enfermo, con aire malsano.
de la Virgen favorecen también a estratos sociales bajos del pueblo de Chuchula-
ya. Así, en el sexto milagro salva a una mujer mestiza de morir en el incendio de
su casa: una humilde vivienda con techo de paja, a diferencia de las viviendas del
tercer milagro que tienen una apariencia más señorial (ver infra).
La presencia de animales agresivos es recurrente en el conjunto: además
del toro del segundo milagro, en el octavo se representa a una mujer indígena, po-
siblemente forastera, quien al pasar por el pueblo resultó herida por un carnero de
la tierra (llama) y arrastrada hasta la puerta del templo. En el noveno y el décimo
milagros los personajes pertenecen a la categoría de vecinos criollos o españoles,
y el accidente les ocurre por obra de sus propias cabalgaduras.
El tercer milagro representa a una pareja comiendo sobre una mesa, y
podemos afirmar que se trata de una familia de vecinos criollos o españoles, por la
imponente casa de tejas que enmarca la escena y la presencia de servidores, ade-
más del refinamiento del traje de la mujer. Comer como principio de un accidente
permite asociar esta imagen con el pecado de la gula, representado en los cuadros
de las postrimerías. El hecho de tratarse de vecinos criollos o españoles no deja de
ser sugerente. La presencia de personas notables, aunque minoritaria en el conjun-
to, muestra que ellas son merecedoras de la protección de la Virgen, pero a la vez
reitera la asociación del accidente con una conducta de excesos. Así, la persona
de Paula Sosa, beneficiaria del noveno milagro –que según el cuadro es causado
por una mula–, reaparece en una novena publicada en 1963, que narra el mismo
milagro, pero atribuye el accidente a la borrachera de la mujer:
“Doña Paula Sosa, vecina del cacerío de Caracirca de este santuario, feste-
jando el aniversario de la Exaltación de la Santa Cruz. (…) Ya bien cerrada
la noche y los humos que le trastornaron la cabeza, salió del local de reunión
por una necesidad corporal, haviendose desviado en la oscuridad no pudo
volver al punto de partida o sea su casa y andando a tientas tratando de
orientarse vio que se había alejado mucho. Entonces, para abreviar el cami-
no de regreso tomó un sendero que la condujo a un precipicio de profundi-
dad de cuarenta metros más o menos. En momentos tan supremos no hizo
más que invocar el dulce nombre de María Santisima de Chuchulaya. Al día
siguiente salió de las profundidades del barranco sin el menor rasguño”17.
110