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Published by Maestro Rolland, 2015-05-19 15:35:29

EL CORAZON DE LA REVOLUCION

El Corazón
de la

Revolución

MAESTRO ROLLAND

Kabash

Coordinación editorial: Mirta Baldi, Alma Pochellú, Gabriela Aristarán.

AGRADECIMIENTOS
Rosario Dutto
Susana Macknight
Ana Paula Garrido
Elvira Domínguez
Laura Revello
María Bruzzone
Manuel San Martín
Mayra Silva
María Goreti Guizzo
Analiza Machuca
Alcides Zapico
Ana Noel Lema

EDITORIAL

Nefrú

[email protected]
www.maestrorolland.com
www.rolland.com.br

Impreso...

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A mis Maestros

5

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Al lector

Toda una vida he dedicado a estudiar una época en
la historia del Antiguo Egipto, la Dinastía XVIII,
especialmente el reinado del Faraón Akenatón. He
encontrado muchas contradicciones en los historiadores
que hablan sobre ese período. Es difícil conocer la historia
basándose únicamente en datos encontrados en tumbas
o monumentos, sin profundizar en la verdadera cultura
de aquellos habitantes del Nilo.

Ofrezco en esta obra una importante página de esa
historia, basada en la versión transmitida por el escriba
Janushi, quien ya era anciano en los años finales de la
Dinastía.

A través de una mística comunicación con el espíritu
de ese escriba, he recibido este relato y lo brindo como
una pequeña contribución al conocimiento de los
pormenores de un período tan trascendente donde nace
el concepto del monoteísmo en la primera revolución
religiosa, social y política de la que se tienen referencias.

Espero que el lector sepa valorar la gran riqueza que
constituye el poder contar con una fuente de conocimiento
tan singular como lo es la palabra de un escriba que
acompañó la vida de faraones y altos dignatarios de la
época. Y también apelo a que sepa comprender las
limitaciones que obviamente resultan de una historia

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narrada por un ser humano que vivió y formó parte de
ella. Janushi nos habla de los personajes y de los
acontecimientos de forma subjetiva y circunscripta a los
hechos de los que participó o de los que tuvo
conocimiento. Abunda en detalles sobre algunos
personajes con los que tuvo contacto, dejando un poco
de lado otros, que aunque destacados en la época, no
formaron parte de su vida cotidiana.

Agradezco de corazón al espíritu del escriba Janushi,
que fiel a su labor, aún más allá de la vida, se ha dispuesto
a transmitir los hechos que por siempre permanecerán
escritos en su memoria.

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Prólogo

“El Corazón de la Revolución”, es un relato histórico
que revela los misterios y secretos que rodearon a la
controvertida Familia Real, que se enfrentó al poderoso
clero tebano y creó el mayor cambio social y religioso de
la historia.

Magistralmente el autor nos atrapa en una perfecta
combinación entre las vicisitudes que involucran a los
protagonistas y los hechos históricos. A través de una
comunicación mística con el espíritu de un escriba, el
Maestro Rolland nos sumerge en la vida de Jay Arí. El
hombre que fue el corazón de la revolución atoniana, un
visionario cuyas ideas de justicia, espiritualidad y elevada
moral, fueron las bases para la nueva sociedad que miles
de jóvenes revolucionarios soñaron construir.

Esta obra nos muestra la cara viva del Egipto antiguo
y el sentir de una nación, más allá de sus pirámides y sus
colosos. Nos pinta el alma de un pueblo que fue sometido
a la tiranía de un régimen totalitario, que permaneció
inamovible durante milenios y se rebeló amparado en la
fe del dios único Atón.

La trama de esta historia se desarrolla en el proceso
de transformación social que surgió a partir de la
confrontación generacional y de la influencia religiosa
semítica. Es una amalgama de profundos sentimientos y

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de ideas progresistas que emanan de un concepto de
Dios más elevado y que dará forma a la más grande
revolución del hombre. Lo que en apariencia era un
enfrentamiento entre distintos templos, en esencia se
trataba de la lucha por los derechos humanos. A lo largo
de la historia repetidas veces los pueblos se sublevaron
por las mismas causas, pero sólo esta vez, la protesta
surgió desde las altas esferas del Estado. Amenofis IV,
cambia su nombre por Akenatón (servidor de Dios) y
renuncia a sus privilegios junto a la familia real y los
altos funcionarios. Un gesto de esta magnitud caló muy
hondo en el corazón del pueblo. La nueva religión
atoniana, realiza una profunda transformación de la
relación del hombre con dios y consigo mismo. Un dios
único, ante el cual todos los hombres son sus hijos. . El
título de Fa ra, o Faraón, significa Hijo de dios Ya no
existen privilegios, no hay hijos especiales para dios,
todos son dignos de su amor. La grandeza de los líderes
de aquel movimiento se evidenció, además de su lucha,
en las extraordinarias renuncias que llevaron a cabo. Jay
Arí renunció a su tumba, la princesa Taduquipa, más
tarde Nefertiti, al verdadero amor y otros ofrecieron la
vida. Sin embargo a pesar de tantos sacrificios, el autor
nos muestra la cruda realidad de la debilidad del espíritu
humano. Tan sólo una ligera línea, separa la fe del
fanatismo, la fe del miedo al castigo y la fe de la necesidad
de creer.

El nacimiento del monoteísmo fue el resultado de una
evolución en la conciencia del Hombre, como un ser único
y a la vez integrado al todo. Con una responsabilidad moral
ante a la obra del Creador. Un concepto tal vez demasiado

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elevado para la inmadurez colectiva que aún necesitaba
un dios protector y salvador.

Los atonianos sufrieron persecución, fueron víctimas
de una masacre y sus nombres fueron borrados de los
textos que relataban la historia. En ese momento nació
también el antisemitismo. Pero el sueño de Jay Arí, de un
mundo mejor, se transformó en otro sueño, alcanzar la
Tierra Prometida. Neket Atón, la ciudad Santa, se volvió
a construir, muchos años después, con el nombre de
Jerusalén y el Himno a Atón se volvió a cantar en el salmo
104 de David y más tarde en la oración de San Francisco
de Asís. El Saneth Drin como sistema de gobierno, aun
hoy existe en grandes potencias europeas en las que
conviven parlamente y monarquía. Creo que en cuanto
al derecho de familia y en especial hacia la mujer y el
niño, aún estamos lejos de aquel ideal. Pero lo más grande
que Jay Arí dejó, fue su Escuela Iniciática, en la que
enseñaba al hombre y a la mujer a ser más humanos, a
elevar el espíritu a través del servicio y a levantar los brazos
al cielo y no pedir. Esos fueron los verdaderos cimientos
sobre los que se fundaron las posteriores religiones del
judaísmo, cristianismo e islamismo. Todas ellas enseñan
la importancia del amor al prójimo, la tolerancia, el respeto,
el compartir y ayudar al que necesita. En todas existen
milagros cada día y a pesar de tantos errores e injusticias
que el hombre a cometido en nombre de Jehová, Cristo
o Alá, millones de personas en todo el mundo encuentran
en ellas, consuelo y una luz para sus vidas.

Como iniciada agradezco desde lo más profundo de
mi corazón, al Maestro Rolland, que con tanta dedicación
y amor, ha ofrecido la mayor parte de su vida, a la

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enseñanza del legado de aquel gran iluminado que fue
Jay Arí. Y a la formación de su Escuela Iniciática, que es
la continuación de aquella fundada en Neket Atón, con
el fin de mantener viva la gran sabiduría del Kabash para
la formación de un ser humano superior con elevados
principios.

Anhelo que todo aquel a quien lleguen estas páginas,
reflexione sobre lo que aquí se ha escrito y trate de sentir
la importancia de un auténtico compromiso social, basado
en la espiritualidad. De la necesidad del desarrollo de un
“corazón inteligente”, que permita hallar los caminos hacia
la construcción de un mundo más justo, sin olvidar que
cada ser que habita esta gran casa llamada Tierra, es otro
hermano más.

Ps. Alma Pochellú
Maestra de Kabash.

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Introducción

Egipto en la Dinastía XVIII

Egipto ha sido el Imperio que se mantuvo por más
tiempo en la Historia. Una civilización esplendorosa que
nos dejó un legado tan rico que hasta hoy seguimos
descubriendo.

Su territorio se dividía en dos zonas con características
bien diferenciadas, según una línea situada
aproximadamente a la altura de la actual ciudad de El
Cairo. Al norte se encontraba el Bajo Egipto, donde el
Nilo se dividía en varios brazos formando el Delta. Al sur,
el Alto Egipto llegaba hasta Elefantina, lo que hoy es
Asuán. Aunque los dos reinos o lo “Dos Países” como se
le llamaban antiguamente, se habían unificado, cada uno
mantuvo sus símbolos.

El Alto, estaba representado por la corona blanca y el
emblema era la flor de loto. La corona roja era
representativa del Bajo Egipto y su distintivo era la planta
de papiro. El Faraón usaba la doble corona, ya que era
rey del Alto y Bajo Egipto.

El faraón, que ostentaba el título de “hijo de dios” era
dueño absoluto y dirigía el destino de los Dos Países.

Todo pertenecía al faraón: las tierras, los bueyes, los
patos, el oro…Nadie era dueño de la tierra donde vivía y
los campesinos daban gran parte de sus cosechas al rey.

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Nadie acumulaba granos en su casa. El Estado los
guardaba en sus grandes silos cuando las cosechas eran
buenas. Así podrían subsistir en los años de escasez.

El faraón tenía sus consejeros, visires, escribas que lo
asesoraban e informaban permanentemente en todos los
asuntos de interés para el gobierno. También estaban los
grandes sacerdotes, los Hierofantes que le traían los
consejos más místicos, “la voz de los dioses”. Ellos hacían
sus profecías y recibían mensajes para orientar al Gran
Fará, sobre cómo llevar adelante su reinado.

Los altos funcionarios del gobierno, los visires, escribas,
arquitectos…eran una minoría que contaba con grandes
privilegios. A su vez, formaban “castas”, es decir, pasaban
el derecho de su cargo a sus hijos. Nadie que no fuese
hijo de un escriba podía ser escriba. Lo mismo ocurría
con los sacerdotes y con todas las “profesiones” de la
época. No existía la posibilidad de estudiar y obtener un
título demostrando conocimiento.

La religión egipcia siempre fue politeísta, salvo en una
corta etapa dentro de la Dinastía XVIII.

Los dioses mayores como Osiris, el dios de los muertos,
Isis y Hator diosas relacionadas al amor y la fertilidad;
Horus el halcón protector; Toth dios de la sabiduría; Ra,
el gran dios solar, etc., compartían el panteón con
infinidad de deidades menores. Había un dios para cada
necesidad.

Todo Egipto era un país organizado. Especialmente
los trabajos de siembra y cosecha debían ser llevados a
cabo con gran precisión.

Cuando el Nilo desbordaba, fertilizando las tierras, se
esperaba a que las aguas bajasen y enseguida empezaban

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a trabajar los arados. Los siete primeros días, eran los más
arables. Después la tierra se secaba por el gran calor y no
era posible cultivarla. Se necesitaba toda la mano de obra
que se pudiera reunir, todos lo arados, todos los bueyes
disponibles. Era un gran esfuerzo, luchaban contra el
tiempo.

El trabajo debía ser hecho mientras la tierra estuviese
húmeda por ser una región donde no llueve.

Así, gracias a su organización, a pesar de sus desiertos
y de la poca extensión de tierra cultivable, Egipto fue
considerado el “granero del mundo”.

Cuando Amenofis III asciende al trono de Egipto (1386
ac.), se convierte en el noveno faraón de la Dinastía XVIII,
de una nación de gran opulencia y poder. El mismo
contribuyó, como “Gran Constructor”, a sumar grandes
obras arquitectónicas al esplendor egipcio. Trató de
mantener las relaciones con los países vecinos y vasallos,
a través de tratados y un activo intercambio comercial,
con pocas acciones militares. Pero el destino llevaría a
este Faraón a entrar en una época crítica en la historia de
los Dos Países.

El poder de Tebas

Tebas era lo que podemos llamar la capital del mundo
en aquel entonces, no sólo de Egipto. Ciudad de templos
y dioses con una deidad soberana: Amón Ra.

El poder de los sacerdotes de Tebas puede compararse
al de otro gobierno dentro del propio gobierno egipcio.
Digamos que existían tres poderes: el faraón, el ejército y

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el clero tebano. El faraón debía tratar de mantener el
equilibrio entre sacerdotes y militares para dar estabilidad
a su gobierno.

La mayor parte de la riqueza de Egipto estaba en Tebas.
¿Por qué? Porque dentro de las contribuciones que todos
entregaban y las que pagaban los países vasallos, una
parte era para Tebas y otra para el faraón, eran socios.
Pero, uno de los socios, el gobierno faraónico, pagaba
todos los gastos del Estado mientras que Tebas no pagaba
nada. Por lógica eso lo transformaba en el centro de la
riqueza del Alto y Bajo Egipto y le otorgaba un poder
fantástico. Los sacerdotes de Amón dirigían el destino de
Egipto e intervenían directamente en la coronación de
los faraones. Un Consejo tenía que dar su aprobación para
el nombramiento de un nuevo soberano.

Este fue uno de los principales obstáculos en el camino
de Amenofis IV hacia su coronación. Desde siempre Tebas
tuvo una predisposición contra la reina Thié, tal vez por
su origen semita. Nunca habían visto con buenos ojos el
casamiento de Amenofis III con una “extranjera” y después
de la muerte del faraón, la situación empeoró.

El clero de Amón sentía que Egipto estaba en manos
de una familia de extranjeros, que a pesar de haber nacido
en las tierras del Nilo, tenían origen en las tribus
abrahamitas. Los sacerdotes vislumbraban que algún día
intentarían someter a Egipto a sus creencias.

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Nacimiento de la Revolución

Toda revolución nace como consecuencia de un
proceso social, económico, cultural o religioso.

Egipto, al final del reinado de Amenofis III, atravesaba
un período de crisis, el hambre azotaba al pueblo. Después
de una prolongada sequía, el Nilo se negaba a desbordar
y fertilizar las tierras para que pudieran ser cultivables. Los
granos que guardaban sus enormes silos se habían
acabado y no había forma de alimentar al pueblo.

Por primera vez Amenofis III pide a los países vasallos
que paguen tributos en alimentos. Una cara desconocida
de la historia de Egipto. El granero de mundo, en aquella
época pedía granos a sus vecinos…

A esta situación sumemos el hecho de que las dos
guerras más importantes que enfrentó Amenofis III, las
perdió. Reyes y países que dejaron de ser dominados, ya
no irían a contribuir con el Imperio. Se habían liberado.
Egipto no sólo había perdido parte de sus dominios, sino
sus grandes rentas. Faltándole esas contribuciones se
quedó sin medios para mantener los ejércitos, con la
amenaza de seguir perdiendo conquistas.

En los Templos había tristeza y una gran ansiedad. Los
sacerdotes daban su bendición a las tierras y a los
campesinos, pero ni sus bendiciones ni los ruegos a sus
dioses resultaban.

La situación era interpretada por muchos como un
castigo del que eran víctimas, lo cual generaba miedo e
incertidumbre. Todo esto trajo disconformidad. Preguntas
que no tenían respuestas. Por más fe que haya, el hambre
es el peor enemigo.

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El hambre crea fenómenos en los cuales mueren las
ideas de ayer y crecen nuevas ideas. Las más grandes
revoluciones de todos los tiempos fueron gestadas por el
hambre.

Hasta entonces la imponente tierra de faraones no
había conocido una revolución e ignoraba que en la
hambruna que la acosaba, estaba germinando la primera.
A la falta de comida se sumaba el descontento con sus
dioses a los que sentían totalmente hostiles. En todos los
aspectos, la peor situación la vivían quienes pertenecían
a las clases sociales más bajas.

Consideremos que sólo podían acceder a la
momificación, quienes podían pagar por ella. Un ritual
que formaba parte de las más arraigadas tradiciones
religiosas egipcias, no estaba sin embargo al alcance de
cualquiera. Las vendas de la momificación medían mil
pies y solía decirse que el pobre no tenía derecho ni
siquiera a un pie. Cuando moría un campesino, si tenía
“suerte”, sus restos eran llevados al desierto.

La revolución estalla como consecuencia del problema
social, no deriva solamente de una confrontación
religiosa. La religión de Atón se pudo haber seguido
practicando en convivencia con los demás dioses como
hasta entonces. El dios Atón nunca representó un peligro
para las grandes deidades como Amón Ra, Osiris, Isis o
Hator, ya que eran muy pocos sus adeptos. La mayoría
de ellos pertenecían a las tribus semitas que vivían en
Egipto. Los abrahamitas vivían separados, tenían otras
costumbres, otras creencias. A excepción de los que eran
ricos quienes se asimilaban a los templos egipcios y
conciliaban su dios o su monoteísmo con otras

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divinidades…Con el tiempo ese dios insignificante pasaría
a ocupar el lugar más destacado dentro del panteón
egipcio. Unido a Atón, el dios de los ejércitos y apoyado
por los principales dirigentes del gobierno, Atón Ié se
convierte en emblema de la revolución religiosa. Llegando
a proclamarlo “Único” y dejando de lado todas las
deidades que formaban parte de sus arraigadas tradiciones
religiosas.

Dentro de este marco histórico se desarrolla la historia
transmitida por el escriba Janushi.

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PARTE I
EL SUEÑO DE JAY ARÍ

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La descendencia semita en Egipto

Mi historia empieza en un pasaje de la Biblia, en el
libro de los Números, donde habla de que José es vendido
por sus hermanos, como esclavo, a unos mercaderes. José
escapa de ellos y es apresado por soldados egipcios que
lo tratan como esclavo y lo encarcelan esperando que su
amo lo reclame. Si no existía ese reclamo, el gobierno
egipcio se adueñaba del prisionero.

Lo particular de este esclavo es que tenía un talento o
tal vez un espíritu que le daba mensajes y mostraba a los
carceleros sus dotes de vidente. Los comentarios sobre
José llegaron al palacio, a oídos de una princesa que quiso
conocerlo y preguntarle sobre su futura pareja.

José le anunció que en la próxima Luna Llena, un
hombre extranjero vendrá con su joven hijo y le traerá
un regalo, un colgante que lo usará como una pulsera
en su tobillo. Ese joven es su Destino y será muy feliz
con él.

A la siguiente Luna Llena, todo se cumplió
exactamente según la predicción de José. El Faraón
Tutmosis IV al enterarse de lo sucedido, quiso conocer al
vidente. Estaba muy impresionado con la visita del
embajador trayendo el colgante tal cual José lo describió
y pidiendo la mano de su hija, ¡justo en Luna Llena!...
También con el amor que surgió entre los jóvenes.

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Sorprendido y emocionado, Tutmosis llama a José al
Palacio.

En el encuentro, el Faraón fue haciendo varias
preguntas:

–Dime, José, ¿sabías que tus hermanos iban a venderte
como esclavo?

–No. No lo sabía. Nadie puede adivinar sobre su
propia vida.

–Pero si lo hubieras presentido, habrías tomado alguna
precaución para protegerte.

–No, apreciado Faraón. Yo amé a mis hermanos y los
sigo amando, ya los he perdonado. Y cuando se ama, no
se duda. No hay desconfianza y nunca se habría cruzado
por mi mente pensar mal de ellos.

–Tienes razón, cuando se ama no se duda. Pero pudiste
haber tenido alguna visión…

–Sí, pero siempre alimentada con buenos sentimientos
y con fe.

El Faraón hizo servir unas copas de cerveza y continuó
preguntando.

–¿Has tenido alguna visión sobre mi persona o sobre
algún Destino que vendrá del extranjero? –bromeó.

José no sonrió. Al contrario, quedó muy serio y pidió
permiso para sentarse. Bajó la cabeza, sus manos
comenzaron a temblar y todo su cuerpo entró en estado
de trance.

Permaneció callado por un momento y de pronto
empezó a balbucear palabras difíciles de entender. El
Faraón llamó a un escriba que conocía las lenguas
semíticas que hablaban las tribus de los Abrahamitas y

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éste empezó a traducir lo que José decía: “Veo siete
terneros muy flacos, caminando por las arenas,
enloquecidos por el sol y el hambre. De repente se
encuentran con siete terneras que no están flacas y no
sufren sed ni hambre. Pero los terneros enloquecidos las
atacan y las matan… las arenas se manchan con sangre…”
Al decir esto José salió del estado de trance.

El escriba además de traducir, trató de interpretar la
visión. “Cada ternero, por la edad que tiene, representa
un año. Siete terneros hambrientos y flacos, anuncian siete
años de hambre para nuestras tierras de Kem. Luego
vienen otros siete años buenos, de abundancia, pero serán
absorbidos por la falta de las cosechas anteriores”.

–Se debería prevenir entonces, para que esa catástrofe
no suceda –agregó José.

Tutmosis IV quedó complacido por haber recibido ese
mensaje de alerta y a la vez muy preocupado por hallar
una solución a tantos años de escaso desborde del Nilo,
donde no habrá granos suficientes para abastecer al
pueblo.

El Escriba, llamado Ajib Ptah, era a la vez uno de los
más influyentes consejeros del Faraón en la Corte. Era
casi un Visir, ya muy anciano, apenas podía caminar.

Ajib Ptah advirtió a Tutmosis: “ Gran Faraón, estoy
seguro que el mensaje de este abrahamita nos salvará en
el futuro. Tenemos que empezar desde ya a almacenar
alimentos. Comprar granos a nuestros vecinos,
especialmente a Mitanni y prepararnos para los tiempos
difíciles que nos esperan, hasta que los dioses decidan
nuestro destino.

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Tutmosis había escuchado en su templo una historia
sobre el patriarca Abraham, bisabuelo de José, que era
muy triste y había dejado una mancha sobre las tribus de
su descendencia. Se decía que Abraham se presentó
frente al Faraón, con su mujer Zahar Ra, mintiendo que
ella era su hermana. Como era muy hermosa, el Faraón
la tomó como mujer y luego descubrió que ella era en
verdad, la esposa de Abraham. Sintiendo que había
cometido un gran pecado, el Faraón trató de redimirse
entregando gran cantidad de regalos a Abraham, quien
los aceptó complacido.

A raíz de esta historia, siempre quedó en la mente de
Tutmosis, que a los abrahamitas les faltaban principios.
Que eran tribus atrasadas y beduinas, pero entendía que
de cierta forma eran perdonables por su escasa cultura.

Aquel día el Faraón le ofrece a José, el cargo de
consejero, pero con la condición de cambiar su nombre y
abandonar las atrasadas costumbres de su tribu. José
aceptó y pasó a llamarse Yuya. Al poco tiempo, luego de
la muerte de Ajib Ptah, fue nombrado Visir. Siempre cerca
del Faraón, Yuya trató de ayudar a quitar de Egipto la
gran amenaza anunciada en su visión.

Aunque se asimiló al pueblo egipcio, adoptando sus
tradiciones, nunca dejó de ser abrahamita. Por más que
Yuya vio el error de su bisabuelo Ab Ra Am, pensó que
era humano y con muy poca cultura, pero si Dios lo eligió,
seguramente tendría virtudes que él no conocía. Yuya
también perdonó a sus hermanos por la acción tan
denigrante de haberlo vendido como esclavo. Siempre
pensó que él pertenecía a una tribu de pocos principios,

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pero tal vez un día, de ella vendrían hombres que tuvieran
grandeza para ayudar a salvar al ser humano. Tuvo
visiones sorprendentes. Vio que de su sangre saldrían las
religiones que dominarían en todos los tiempos…

Hoy, casi cuatro mil años después, puedo afirmar que
sus visiones fueron grandes verdades.

Yuya contó que en una de sus visiones habían tres
hombres vestidos de sacerdotes, con símbolos distintos
en su vestimenta, pero los tres traían obsequios a su
bisabuelo Abraham. Y los tres iban a llevar gente de las
tribus abrahamitas para construir templos en las tierras de
Canaán. Construirían una ciudad llamada Ir-Ra-Shalem
(ciudad de Dios y de paz). Los tres sacerdotes tomarían a
Abraham como su fundador y creador.

Hoy, Ir-Ra-Shalem o Jerusalem es el centro de las tres
religiones más grandes del mundo, porque cada una tiene
una parte muy importante dentro de ella.

Tutmosis IV admiró a Yuya y le tuvo gran afecto.
Cuando Nuv, primo del Faraón, le presentó a su hija Tuya,
él pensó que era muy hermosa y enseguida preguntó al
sacerdote Anek si Yuya era el hombre de su Destino. Anek
dijo: “La verdad no tiene preguntas”.

Así, al poco tiempo hubo una gran fiesta en el Palacio,
con motivo del casamiento del Gran Visir Yuya, con la
hija de Nuv. Los hermanos de Yuya fueron invitados, pero
su padre Jacob no pudo asistir porque estaba ya muy
anciano y débil. Eso fue lo que los hermanos le explicaron
a José, aunque tal vez no se atrevieron a confesar la verdad
a su padre. La historia que habían contado a Jacob, era
que José había muerto a causa del ataque de unos

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animales salvajes. Yuya sabía muy bien de lo que sus
hermanos eran capaces, pero no quiso perderlos del todo.
Él era superior a ellos, especialmente en su moral.

Durante la fiesta, observó que ningún egipcio se les
acercaba, ni siquiera el Faraón quiso saludarlos. Estaban
solos en su mesa, comiendo manjares y separando
comida para llevar. No les importó si los saludaban o no,
tenían su propia fiesta y continuamente guardaban copas
y vasijas de valor, para llevar como recuerdo…

Los abrahamitas no tenían buena fama y eran mal vistos
cuando caminaban por las calles de la capital egipcia.

Muchas veces me pregunté si la semilla del
antisemitismo que desintegró mi familia, no nació allí y
sigue reencarnando a través de las generaciones. Así
como el Faraón Ramses II, el gran egocéntrico que quiso
ser dueño del mundo y proclamó la raza egipcia como
“raza superior”, reencarnó en Hitler con sus banderas y
desfiles, con sus legiones especiales y el mismo afán de
exterminar a los judíos.

Por suerte no tuve que convivir con las dos
encarnaciones, sólo me tocó Hitler, con toda su barbarie.
¡Qué aberración! Qué desgracia vivieron mis hermanos
judíos, en castigo por sus antecesores abrahamitas.

Yuya se avergonzó de sus hermanos y de las tribus
que estaban formando y yo, como descendiente de ellos,
también me siento afectado de que Abraham usara a su
mujer Sara, presentándola como hermana para obtener
beneficios del Faraón. ¿Qué le vio Dios para nombrarlo
como gran Patriarca de las tribus elegidas? Pero no
podemos discutir a Dios y menos juzgarlo. Si lo hacemos,
lo perdemos como Dios. Lo mismo sucede con un padre

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o un Maestro, si lo juzgamos, dejará de ser padre o de
ser Maestro.

El primer hijo de Yuya y Tuya fue una niña a la que
llamaron Thie. A los dos años nace un niño al que
llamaron Nuv en honor a su abuelo que había muerto
hacía un año. Pero el pequeño tuvo una corta vida. A los
cuatro años murió a consecuencia de una peste que
invadió Egipto.

Al poco tiempo Tuya tuvo otro varón y Yuya, que ya
piensa de otra manera, llama al sacerdote Za Hank Mu
para que le haga la circuncisión, en la misma forma en
que lo practicaban los abrahamitas. El niño es bautizado
con el nombre semítico Jay Arí que significa “vida al león”,
ya que a su otro hijo le faltó energía para vivir, a este le
dieron un nombre de mayor fuerza. Puede costar creer
que el nombre sea parte de la energía positiva de la
persona, pero en el caso de Jay Arí, fue muy cierto.

Pasó el tiempo y los descendientes de Yuya fueron
ocupando lugares de gran importancia en Egipto. Su hija,
Thie, se casó con el Faraón Amenofis III. Ya que su madre
Tuya tenía sangre real, al ser hija de Nuv, Thie tenía
derecho a ser reina. Según la tradición: “una gota de
sangre real era suficiente para ser coronado Faraón”.

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La influencia de Jay Arí
en la familia Real

Mientras Amenofis III y la reina Thie construían su
reinado, Jay Arí, llegó a ser General del ejército. Contó
con el apoyo de su hermana para alcanzar tal grado,
aunque él ya era un jefe de importancia dentro ejército y
muy querido por los soldados.

Había mostrado su valentía y su compañerismo con
las tropas, principalmente en las batallas de Punt (Nubia).
Con él y su juramento de dar la vida por el otro, nace el
concepto de “hermandad” dentro del ejército. También
impuso la norma de que los más valientes y los que más
luchan por los ideales, sean distinguidos y tengan derechos
especiales, para ellos y sus familiares.

Jay rompió el viejo sistema del ejército. Hizo su primera
reforma, terminando con la tradición de las castas militares,
donde los hijos de los oficiales heredaban los grados del
padre. Dijo a sus soldados que si tienen valentía y
capacidad, podrán llegar a ser oficiales. Los poderosos
de ayer se transformaron en simples soldados. Esto le valió
el odio de muchos, creando una fila importante de nuevos
enemigos y de los peores: los internos.

Amenofis III recibía a diario quejas sobre las injusticias
cometidas por su cuñado. Pero era lo suficientemente
inteligente para no prestar atención a tales quejas y además
sentía un gran aprecio por Jai Arí.

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También las esposas de los oficiales querían hablar
con la reina, pero eso era todavía más difícil porque Thie
adoraba a su hermano. Ella participó mucho en su crianza,
hizo de madre para él, sobretodo en su adolescencia.
Después de su esposo, Jay era la persona a quien más
quería.

La reina Thie era una mujer de baja estatura pero su
enérgica personalidad hacía parecer que era ella quien
tomaba las decisiones más importantes sobre el Imperio.

Durante mucho tiempo buscó ser madre. Tuvo varios
embarazos frustrados, siempre los perdía. Recién a los
treinta años, después de pasar por mucho tiempo de
quietud y cuidados especiales, tuvo por fin su hijo. Un
embarazo con muchos sufrimientos que la acobardaron
para seguir luchando por tener más hijos.

La salud del pequeño Amenofis necesitaba mucha
atención. Cuatro sacerdotes médicos cuidaban de él.

Amenofis IV pasó gran parte de su niñez junto a su
tío Jay. Él lo enseñaba a hacerse hombre, aunque esto
le resultaba bastante difícil. El niño amaba mucho a su
madre, a tal punto que la imitaba. Caminaba como ella,
se miraba en su espejo de la diosa Hator y le gustaban
las cosas de mujer. Jay observó a su sobrino y le planteó
a Thie que era necesario cuidar del aspecto varonil de
Amenofis. Le propuso que debería hacer su Iniciación
de acuerdo a las reglas generales y cumpliendo con
todas las pruebas, aunque fuera un príncipe. Insistía
en que le haría muy bien estar en la selva, solo, con su
arco y flechas, con su lanza y su agua, tratando de
conseguir su comida y sorteando las dificultades que
se le presenten. Y sobre todo, enfrentando peligros para

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demostrarse a sí mismo que puede ser valiente y que
ya es un hombre.

Sin embargo la reina no estaba de acuerdo con su
hermano y ya que el padre de Amenofis no intentaba
opinar dentro de ese dúo, la madre ganó. La Iniciación se
hizo en los templos, sin las pruebas.

Pero pasó el tiempo y un día el príncipe le propuso a
Jay que le pusiera las tiras de cuero de carnero en sus
brazos y piernas, las que se usaban para las pruebas de la
Iniciación. Le dijo que sentía la necesidad de pasar por
ellas y vencerlas para no aparecer frente a los demás como
un cobarde, un niño mimado protegido por la madre. Pero
ella no debía enterarse.

Su tío lo acompañó hasta la selva y marcaron un árbol
inmenso, donde volverían a encontrarse en siete días. Jay
dijo que él estaría allí cada medio día, en caso de que
Amenofis abandonara.

Por esos días la reina viajaba en una caravana real
con sus médicos sacerdotes y sacerdotisas, hacia el Mar
Muerto o el “mar salado” como ellos lo llamaban. En ese
mar hacía una terapia para la artritis que padecía.

Los días pasaban y Jay estaba cada vez más
preocupado por su sobrino. Cada mediodía se paraba
junto al árbol marcado para esperarlo. Tenía que contener
su impulso de entrar en la selva a buscarlo, porque sabía
que Amenofis se ofendería por la falta de fe en su
capacidad para pasar las pruebas.

Por fin llegó el día y el joven regresó sano y salvo. Un
poco demacrado por la falta de alimentos y de sueño.

La alegría de Jay fue enorme. Lo festejaron todo un
día, bebiendo cerveza hasta que se embriagaron, felices

33

del triunfo del muchacho. Amenofis sintió que era igual a
los demás jóvenes de su edad. Eso mejoró mucho su
autoestima. Pero cuando la Reina Thie se enteró de la
hazaña de su hijo, hubo un gran escándalo en el Palacio.
Fue una gran comedia que por mucho tiempo todos
comentaban y reían de la forma en que la reina castigó
con una vara al General de todos los ejércitos de Egipto.
Pasó tiempo antes de que Thie volviera a dirigirle la
palabra.

Por su lado, Amenofis III estaba, por primera vez, feliz
con su hijo. Quizás, muy en el fondo la reina también lo
estaba, pero como era muy caprichosa no cedía ni un
paso de su posición. Según ella debería haber una
Iniciación más civilizada para los príncipes y no tan salvaje
como la que hacen los nativos de más allá de la quinta
catarata del Nilo.

Jay continuó acompañando la formación de su
sobrino y se transformó en su primer Maestro de Vida.
Siempre trataba de corregir sus modos afeminados y le
enseñó una de las artes más importantes que debe
aprender un futuro Faraón: cómo dirigir.

Un día caminaban juntos y encontraron niños
abandonados, sentados en el piso y muy sucios.

–¿Por qué esos niños están tan abandonados y parece
que no tienen comida? –preguntó Amenofis

–Estos son los grandes problemas que cuando tú
gobiernes tendrás que solucionar.

–Y los voy a solucionar. En mi reino no habrá hambre
ni niños abandonados dentro de esa miseria.

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En otro de sus paseos, Amenofis pregunta
–Vi un campesino que tenía su buey y muy cerca
otro que no lo tenía. Estaba solo con su mujer. Y él
mismo hacía de buey. ¿Por qué algunos tienen animales
para labrar y otros tienen que transformarse ellos en
animales?
–No te puedo responder eso. Tal vez uno perdió su
buey porque se le ha muerto y el otro lo conserva porque
lo cuida mejor. No lo sé, pero todas estas situaciones debes
guardarlas para que cuando te toque reinar, puedas buscar
las soluciones.
–También he visto al pasar por una quinta, muchas
frutas caídas que nadie las recoge. Esas frutas las
aprovecharían bien aquellos niños hambrientos que
vimos. ¿No hay hombres que junten frutas para distribuir
a los que necesitan?
–Con las últimas guerras perdimos muchos hombres
jóvenes y fuertes. Los que quedaron son necesarios en el
ejército, para cuidar el Imperio.
Continuaron caminando un largo rato en silencio.
Seguramente el joven pensaba: “El día que yo gobierne
van a cambiar muchas cosas, incluso donde manda mi
tío. No necesitamos tener tantos soldados en tiempos de
paz y que nuestras quintas estén desatendidas y los niños
sufran hambre. No”.

–Muchas cosas tienen que cambiar y cambiarán. Con
la ayuda de los dioses o sin ella. Más vale tener un solo
Dios que sirva y ayude a Egipto y no tantos, que dejan
que haya hambre e injusticias. Lo único que hacen es

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recibir ofrendas pero no ayudan al pueblo. No es justo
que el hombre rico tenga diez o más esposas y el pobre a
veces ninguna o apenas una si puede comprarle las
sandalias para que no ande descalza.

Amenofis hablaba a su tío y él quedaba callado, sólo
movía la cabeza mostrando que estaba de acuerdo. El
joven sentía que dentro de ese silencio, lo apoyaba. Jay
sabía de todos esos problemas, pero él era solamente un
militar y no gobernaba Egipto.

En cambio, cuando el príncipe se encontraba con su
padre y le hablaba de los problemas que había visto en
los paseos con su tío, el Faraón quedaba furioso.

Un día le habló a la reina, advirtiéndole de lo que
pasaba con su hermano.

–Mira el veneno que le está inculcando a nuestro hijo.
Parece que se empeña en que vea únicamente lo malo,
sin mirar lo bueno.

Pero Thie, una gran defensora de su hijo y de su
hermano, lo justificaba.

Jay nunca le hablaba al joven de los problemas, pero
sí se los hacía ver. Quería que él descubriera por sí mismo
las verdaderas dificultades de Egipto. Seguramente era
un cómplice de las ideas que se iban formando en el futuro
Faraón.

Todas esas realidades que el príncipe iba guardando,
alimentaban un volcán dentro de él, hasta que un día ese
volcán hizo erupción, nada menos que con su madre.

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–Tú piensas como reina –la acusó–. Solamente en que
te sirvan y tu pueblo te importa una cebolla. Lo que te
interesa es estar bien, que no te falte nada, igual que todas
las reinas. Pensé que tú podrías ser distinta, pero me
equivoqué. Eres igual que todos los gobernantes… ¡Pobre
pueblo! Sólo les interesa tener ellos una buena vida y a los
demás que se los coman los cocodrilos… Y todavía lo
justifican diciendo que es para que purifiquen el Nilo.
Muchos templos, muchos dioses… hay más sacerdotes que
fieles, más holgazanes que lo único que hacen es estar con
ellos un momento y bendecirlos para que traigan más
ofrendas a los templos. Pero no son capaces de escuchar
los problemas de su vida ni de su muerte. Ajenos a sus
sufrimientos pero muy unidos a sus cosechas y a sus frutos.
Los ricos tienen las sillas más cómodas dentro del templo y
los pobres deben permanecer parados. Para qué pensar
en ellos si dan tan poco al templo. Cuando se casa un rico
tiene los lugares más privilegiados y mejor adornados, al
pobre lo casan sobre una alfombra de oveja…

La reina Thie al escuchar a su hijo se enfurece con su
hermano y le prohíbe que siga saliendo con él. Pero su
castigo no era respetado por Amenofis. A escondidas
siempre buscaba a su tío y cuanto más querían separarlos
más unidos estaban. Pero esa unión hizo que el joven
tomara cada vez más una actitud de enfrentamiento con
la forma de gobernar de sus padres.

Llegó el momento en que el Faraón ya no soportó
más los planteos de su hijo sobre la pobreza y las injusticias
que veía. Sabía que el principal culpable de las ideas que
el joven tenía, era su tío y también un Maestro muy
querido por el príncipe, llamado Jamish.

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Amenofis III tomó una decisión muy drástica y mandó
decapitar a ese Maestro. Esto generó un gravísimo
altercado con su cuñado que desencadenó en su retiro
del mando de los ejércitos de Egipto y el nombramiento
de otro General.

El ejército reaccionó con un gran malestar en todos
los mandos. Sin embargo la situación ya no tenía arreglo.
La reina Thie quiso mediar entre su marido y su hermano,
pero esta vez, hasta ella fracasó. Orgullos y honores heridos
que ya no tenían cura.

Los sacerdotes y consejeros faraónicos no tenían
simpatía por Jay. Al ser descendiente de tribus abrahamitas,
decían que seguía adorando al dios de Abraham, que no
era egipcio ya que su nombre era semítico y que tenía la
misma brutalidad de sus ancestros. Alguien dijo haber visto
como Jay escupió sobre el dios Anubis. Nunca se supo si
fue verdad, pero él lo negó. Cuando un árbol cae, todos
saltan sobre él y hasta lo hacen astillas.

Jay estaba viviendo el peor momento de su vida. Su
hermana estaba muy preocupada por él, pero se sentía
impotente para ayudarlo. Le enviaba mensajes y
mensajes, pero no recibía respuesta alguna. Ella seguía
defendiendo el honor de su hermano, en sus discursos
siempre elogiaba su obra como militar, sus conquistas y
mencionaba las batallas y guerras en las que había logrado
la victoria para Egipto.

Tal vez como consecuencia de esta difícil situación, la
salud de Amenofis III empieza a quebrarse. Primero una
enfermedad en el estómago y luego su corazón.

Paulatinamente, la reina Thie va asumiendo la mayoría
de las actividades de mando.

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Hasta que llegó el día en que Egipto quedó a oscuras,
el día en que el sol no salió. Amenofis III había muerto.

El ejército y los sacerdotes organizaron las funerarias.
Gobernantes y reyes vasallos de muchos países llegaron
para compartir el gran dolor del pueblo egipcio.

La reina llamó a su hermano para que fuera uno de
los diez hombres que oran por el alma del difunto. Jay no
aceptó, alegando: “No puedo ser hipócrita y orar por
alguien cuando no lo siento. Él me destruyó y peor aún,
destruyó lo hermoso que existía entre nosotros. Éramos
una familia y por él dejamos de serlo”.

Sin embargo el joven Amenofis siguió muy unido a
Jay. Muchas veces había sentido el rechazo de su propio
padre y se refugiaba en el cariño de su tío, quien siempre
guardaba un lugar en su corazón para él. Después de las
funerarias, empezó a visitarlo a diario. El joven encontraba
en él, la maestría, el consuelo y el apoyo que necesitaba
para seguir caminando como príncipe.

Luego de los cuarenta días de duelo, Amenofis IV es
coronado Faraón, con tan sólo dieciséis años de edad. La
reina gobierna como regente junto a su hijo, pero ella
siempre fue muy rechazada por los sacerdotes de Amón,
que dudaban de su fidelidad a los grandes templos.
Existían rumores de que tenía un ocultum en el Palacio
donde adoraba a un dios extranjero, que no era benefactor
para Egipto.

No creo que esto fuera verdad. Ella era muy correcta
y exigente consigo misma y con los demás. Se preocupaba
mucho por el momento en que su hijo cumpliera diecisiete
años y pudiera renunciar a su regencia o incluso llamar a
su hermano para regentear.

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Al cumplir diecinueve años, Amenofis empieza a tener
necesidad de casarse. Los sacerdotes aconsejan a la reina,
diciéndole que su hijo necesita una mujer muy sensual
para despertar su parte varonil, tan dormida.

Entonces llega a los oídos de Thie, la existencia de
una joven famosa por su belleza, de las tierras de Mitanni,
hija del rey vasallo, Tustrahata. La reina que nunca fue
perezosa y jamás se detuvo frente a nada que le impidiera
concretar sus ambiciones, de inmediato organizó una
caravana hacia Mitanni, para traer a esa mujer que sería
la salvación para su hijo.

Antes de viajar, Thie se reconcilia con Jay. Éste vuelve
al mando del ejército y es recibido con gran alegría. Así la
reina se siente más tranquila de ausentarse por el tiempo
que iba a durar su viaje.

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Nuevo gobierno
y revolución atoniana

Al llegar a Mitanni, Thie se encuentra con una situación
inesperada. La princesa le hace saber que su sacerdote
ya le habló del hombre de su destino. Le anunció que se
trataba de un militar y tendría con él tres hijas y un hijo.

La joven Tadukipa estaba ansiosa por casarse con
aquel militar, que había conocido cuando él visitó a su
padre. Cuando la reina supo de la existencia del sacerdote
que le habló sobre su futuro marido, fue a verlo. Con toda
la soberbia de la regente del país más poderoso del
mundo, le ordenó decirle a la princesa que él se había
equivocado y que su destino era el joven Amenofis. Si se
negaba, ella lo mandaría decapitar.

El Sacerdote no tuvo elección. Hizo lo que la reina
quería y con lágrimas en los ojos le habló a Tadukipa de
su error y de que el futuro Faraón era su verdadero
Destino.

Thie, no sólo convenció al sacerdote de servir a sus
planes, también hizo lo mismo con el Rey Tustrahata. Le
hizo tantas amenazas, le habló de triplicar los impuestos,
quitarle más autonomía y de agravar la situación de
Mitanni en todos los aspectos.

El rey se sintió muy presionado y tuvo que ceder a su
voluntad. Al principio estaba de acuerdo con su hija,
porque sabía lo que su corazón quería. Pero frente a las

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amenazas recibidas, trata de que la joven comprenda que
el único camino para salvar su país, es convertirse en la
futura reina de Egipto.

Ella gritaba y protestaba con su padre, desahogando
su ira contra esa mujer que se sentía dueña del mundo y
de los destinos. “¡Por el bien de Mitanni me tendré que
casar con su hijo que dicen que ni hombre es!” Tustrahata
callaba y sufría en silencio porque comprendía que no
podía pelear contra Egipto.

Después de mucho llorar su amargura, la princesa
aceptó su triste realidad. Pero se enfrentó a la reina,
negándose a ir con ella.

–Yo con usted no voy. En esa caravana ni muerta me
llevan. Iré dentro de dos lunas. Necesito tiempo para
prepararme y mucha ayuda para aceptar a su hijo, un niño
mimado por la madre.

Thie salió furiosa, pero actuó con astucia y no dijo
nada. No quiso arriesgarse a perder su conquista. En
silencio triunfal emprendió su regreso a Egipto.

Después de algunos meses recién saldría la caravana
de la princesa que viajaba con una corte de más de
cuarenta amigas y familiares. Todas trataban de ayudarla,
de aconsejarla y darle fuerza para enfrentar la difícil
situación que la esperaba. Muchas jóvenes querían
conocer Egipto, sus palacios, sus monumentos, las
Pirámides, la Esfinge.

Mientras tanto Egipto se preparaba para la llegada de
la princesa. Fue recibida con mucho cariño ya que
confiaban en que la hija de un gran rey, sería en el futuro
una gran reina. La llamaron Nefer Thi Thi “la hermosa
llegó”.

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Jay Arí, sin embargo, estaba triste por la prueba que el
destino le imponía. Ella, que debería ser su esposa, sería
la esposa de su sobrino y ahijado. Jay sabía que Amenofis
nunca sería feliz con ella ni ella con él. Y todo eso por el
capricho de su hermana que siempre quería imponer su
voluntad de regente y de reina, para que todo se hiciera
como ella quería. Thie era cada vez más rechazada por la
Corte, por los sacerdotes y hasta por el ejército, menos
por su hermano, que más allá de todo, la quería como a
una segunda madre.

Ella logró el casamiento de su hijo con Nefertiti y bajo
gran presión, abandonó su regencia. Pero ese casamiento
duró muy poco tiempo, Nefertiti se fue a vivir a otro palacio.
Aunque frente al mundo se mantenían unidos, los
comentarios hablaban de una realidad diferente. Se decía
que Amenofis tenía un amigo que era instructor de
lanceros. Pasaban juntos día y noche, por supuesto esto
lo sabía la reina Thie y también Jay y Nefertiti y hasta
algunos abaniqueros, aunque ellos eran mudos.

Akenatón, sabiendo lo que Nefertiti significaba para
Jay, le pidió a su tío que la ayudase a superar el fracaso
en que su propia madre los había hundido. ¡Cuánto los
destruyó!

A los pocos años muere la reina Thie y frente a su
muerte, pidió perdón a su hijo, a su hermano y también a
su nuera por el drama que les hizo vivir. Gracias a las
leyes de los nuevos sacerdotes del dios Atón, el
matrimonio de Amenofis IV y Nefertiti, fue anulado
porque no eran destino. Ese año, muchas mujeres y
también muchos hombres consultaron por su destino,
porque tenían dudas de estar en el camino correcto. Hubo

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muchas anulaciones. Los sacerdotes de Amón protestaban
por esta ley, pero quedaron en protestas ya que debían
acatar los dictados de la nueva religión oficial que
dominaba Egipto.

Amenofis IV se enfrenta a los templos de Tebas, se
siente rechazado por los sacerdotes y empieza a servir a
un dios muy poco conocido: Atón. Él se integra a los
servidores de ese dios del que tanto le habló su tío.

El faraón cambia su nombre por Akenatón, que
significa “servidor de Atón”. Jay Arí también se agrega el
nombre de “servidor de Atón” Jay Arí Het Atón, al igual
que otros generales menores y oficiales.

El faraón ya no era más el Fa-Ra o hijo del dios Ra, era
un servidor del dios Atón, uno más dentro de su pueblo.
Por lo tanto el gobierno se transformó en un gobierno
más justo, donde los pobres tenían derecho al igual que
los ricos y las mujeres podían tomar decisiones al igual
que los hombres. Las mujeres podían estudiar, ser
sacerdotisas médicas, escribas, podían pertenecer al
ejército o ser embajadoras. Nefertiti estaba al frente de un
mundo de mujeres que luchaban por demostrar que eran
merecedoras de los derechos que habían alcanzado.

En Egipto se hablaba de un solo dios de justicia y
fraternidad y de una gran hermandad. También de que
los derechos y bienes se obtienen por capacidad y no por
privilegios, como era hasta entonces para la mayoría de
los altos funcionarios, que por interés servían a la
corrupción social y económica.

“Tu vida me interesa” clamaba la juventud vestida de
negro, con los emblemas de la revolución atoniana.

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“Nunca más tiranía. Nunca más hambre. Nunca más
templos con pocas oraciones y llenos de riqueza, mientras
que las casas de Egipto están vacías de comida y llenas
de oraciones”. Éstas eran las consignas de los jóvenes que
gritaban “¡Viva el dios Atón! ¡Viva su justicia! ¡Abajo los
tiranos y sus sacerdotes de Amón!

Jay Arí era el gran Maestro, el corazón de la revolución
atoniana. Todos lo escuchaban y siempre le deseaban
¡Larga vida Maestro. Que Atón te dé muchos años!

Los jóvenes gritaban por los derechos del pueblo.
“Nosotros somos los que hacemos Egipto”, decían los
artesanos, los pescadores, los albañiles. Y el ejército se
proclamaba “Somos los defensores de los Dos Países”.

Los sacerdotes de Amón miraban por las calles el
nacimiento de un nuevo Egipto, palpitante, con grandes
enfrentamientos entre generaciones. Los ancianos, los
abuelos defendían a Amón y los jóvenes imponían a
Atón. Los padres discutían con los hijos. Ya nadie hablaba
de pequeñas cosas, de juegos con piedras… Se hablaba
de grandes sueños, de un mundo mejor, más ancho y sin
tantos muros. De que no debía existir el egoísmo y tanto
el hombre como la mujer, debían aprender a compartir,
porque compartir es madurez, es crecer, es amar. Todo
tiene que ser transparente como el agua del pozo, con
verdad y justicia. Toda mujer egipcia tiene derecho a
casarse y tener hijos, a formar un hogar, a no ser cambiada
ni engañada.

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Neket Atón y la primera escuela
Iniciática

Jay Arí formaba su Gran Logia en Neket Atón (que
hoy sería Amarna) iniciando a los albañiles que construían
con tanto corazón, una ciudad para Dios, que pudiera ser
ejemplo para el mundo, de una convivencia
verdaderamente fraterna.

Se abrían Casas de Vida donde los sacerdotes
estudiaban las enseñanzas de Sheri Otep, quien formó
en la Dinastía XII la llamada Escuela de Ptah Otep.
Utilizaban las agujas sagradas, una maravillosa forma de
curar que había sido abandonada por los sacerdotes de
Amón. Los enfermos se curaban “milagrosamente” en las
Casas de Vida. La gente comenzó a hablar del dios Atón.
Decían que era más poderoso que Amón, porque él sí
los había curado.

Los sacerdotes trataban de explicar al pueblo que su
dios era una esencia, como un sol que da vida a todo,
que cada uno debe aprender a cuidar su propio cuerpo y
resolver sus problemas. “Los dioses no nos pueden ayudar
en una dolencia del estómago o en una artritis. Somos
nosotros, los sacerdotes médicos, quienes tenemos que
solucionarlo y no pedir a Dios”. Pero los sacerdotes de
Amón trataban de influenciar sobre la masa trabajadora,
aprovechándose de su ignorancia e inocencia, con
amenazas de que Shet (el demonio) iba a castigar a

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quienes se curaban en los templos de Atón. Les advertían
que sus cuerpos iban a pudrirse y sus almas nunca
llegarían a estar cerca de Osiris para ser juzgadas en la
muerte y se perderían en las tierras de Shet, llenas de
tormentas… como si fuera un infierno.

Los sacerdotes tenían el poder de convencer. A través
del miedo dominaban y agrandaban sus arcas. Este factor
contribuyó muchísimo a destruir la religión atoniana.

Sin duda, el mejor argumento que encontraron los
sacerdotes de Amón para fundamentar sus amenazas, fue
la peste que provocó la muerte de una de las hijas de
Nefertiti, la princesa Meri Atén, tan querida por Akenatón.

Los templos de Amón gritaban que la peste era el gran
castigo. Egipto había sido condenado por su libertinaje y
por rechazar los verdaderos dioses. Cuando miles de
personas morían, hasta en las calles, el pueblo se asusta y
el propio Faraón reniega de Atón, ya que le quitó dos
grandes amores: la princesa Meri Atén y su compañero
Matze Push.

Los líderes caídos y la peste entraron en el alma de la
revolución. Ya no atacó los cuerpos, sino las mentes. Hubo
un largo silencio y de repente un gran estallido: “¡Muerte
a los herejes! Por ellos los dioses nos castigaron, por ellos
hemos perdido nuestros seres amados. ¡Mueran los
atonianos!

A partir de ese momento, los atonianos que no morían
por la peste, eran asesinados por los vengadores del dios
Amón. Muchos de los líderes revolucionarios se
suicidaron al ver que la epidemia, gracias a la fuerza de
convicción de los sacerdotes de Amón, se unió con Shet
para ganar la batalla.

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