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Published by snullbug20, 2017-11-25 14:26:31

The expanse 02 - La guerra de Calibán - James SA Corey

había vuelto de espaldas a ella y de que el tono de piel


marrón claro de su cara había pasado a ser rojo como



la superficie de Marte.



—Vaya —dijo la marine—. Perdona. Me he


desnudado para ponerme esto tantas veces delante de


mis compañeros que ya lo hago por inercia.




—No hace falta que te disculpes —dijo Cotyar, sin


darse la vuelta—. Es solo que me ha cogido


desprevenido.




El hombre aventuró una mirada hacia ella y, cuando


vio que Bobbie ya llevaba puesto el leotardo, se volvió


de nuevo para ayudarla a conectarlo a la armadura.



—Eres… —dijo, y calló durante un latido del



corazón—. Eres maravillosa. Le llegó el turno a ella


de ruborizarse.


—¿No estás casado? —preguntó Bobbie mientras


sonreía, feliz por aquella distracción. La sensación tan


humana de incomodidad ante los indicios de cortejo



sexual alejó de su mente al monstruo.



—Sí —respondió Cotyar, al tiempo que unía el


último conductor a un sensor en la parte baja de la



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espalda de la marine—. Mucho. Pero no soy ciego.




—Gracias —dijo Bobbie, y le dio una palmadita


amistosa en el hombro. Tras unos momentos


forcejeando con la estrechez de la armadura, se sentó



en el torso abierto y se deslizó hacia abajo, hasta que


metió al completo las piernas y los brazos—.


Ciérramela.



Cotyar selló el torso como Bobbie le había enseñado,



para luego ponerle el casco y fijarlo en su sitio. Dentro


de la armadura, el visor táctico se iluminó con la


rutina de arranque. La envolvió un zumbido suave y


casi subliminal. Activó la batería de micromotores y



bombas que alimentaba la exomusculatura y se


incorporó.



Cotyar la miraba con gesto inquisitivo. Bobbie activó


el altavoz externo y dijo:




—Vale, parece que aquí dentro todo está bien.


Tenemos luz verde.




Se puso en pie sin esfuerzo y sintió aquella vieja


sensación de fuerza casi ilimitada que recorría sus



miembros. Sabía que, si se impulsaba con fuerza con

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las piernas, daría contra el techo con la suficiente


fuerza para provocarle daños graves. Un movimiento



repentino con el brazo bastaría para lanzar por los


aires la cama con dosel o romperle la espalda a


Cotyar. Saberlo la obligaba a moverse con una


suavidad deliberada que era fruto de un largo



entrenamiento.



Cotyar metió la mano en su chaqueta y sacó una


pistola negra y lisa de balas corrientes. Bobbie sabía


que el equipo de seguridad las llevaba cargadas con



munición plástica de alto impacto, para no abrir


agujeros en el casco de la nave. Era el mismo tipo de


munición que usaría el equipo de seguridad de Mao.


Cotyar hizo ademán de pasársela, pero entonces


comparó el grosor de los dedos acorazados de la



armadura con el espacio para el gatillo de la pistola y


se encogió de hombros, como pidiendo perdón.



—No la voy a necesitar —dijo Bobbie. La voz sonó


metálica, desalmada, inhumana.




Cotyar sonrió de nuevo.




—A tus órdenes.



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Bobbie pulsó con fuerza el botón que llamaba el


ascensor de la quilla y luego deambuló de un lado a



otro por la sala mientras se acostumbraba a los


movimientos de la armadura. Había un nanosegundo


de retraso entre la intención de mover un miembro y


la reacción de la armadura, lo que daba un cierto aire



onírico al acto de caminar, como si el deseo de mover


una extremidad y el movimiento en sí parecieran dos


acontecimientos separados. Las horas de


entrenamiento habían conseguido hacer desaparecer


aquella sensación cuando Bobbie llevaba la armadura,



pero siempre tardaba unos minutos en acostumbrarse


a la extrañeza que entrañaba.



Avasarala entró en la sala común desde la habitación


que usaban como centro de comunicaciones y se sentó



en el bar. Se sirvió un chupito bien cargado de ginebra


y exprimió unas gotas de lima sobre el líquido, casi sin


pensárselo. La anciana llevaba unos días bebiendo


más de lo habitual, pero no era misión de Bobbie



señalárselo. Quizá la ayudaba a dormir.



Como habían pasado varios minutos y no llegaba el


ascensor, Bobbie se acercó a trompicones hacia la


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consola y pulso el botón varias veces más. Apareció


un mensaje que rezaba FUERA DE SERVICIO.




—Joder —dijo en voz baja—. De verdad nos tienen


secuestrados.




Había dejado conectados los altavoces externos y


aquella voz inhumana que salía de la armadura


retumbó por toda la habitación. Avasarala no levantó


la vista de la bebida, pero sí que dijo:




—Recuerda lo que te dije.




—¿Cómo? —preguntó Bobbie, sin prestar atención.



Subió a trompicones por la escalerilla de la



tripulación hacia la escotilla de la cubierta que tenían


encima y pulsó el botón. La escotilla se abrió. Aquello


significaba que todo el mundo seguía fingiendo que la


situación no era un secuestro. Podían encontrar una


excusa para el ascensor, pero explicar por qué la



ayudante de la subsecretaría estaba aislada del resto


de la nave les habría costado más. Quizá pensaran que


una septuagenaria sería reacia a subir por la escalerilla


y bastaba con apagar el ascensor. Tal vez tuvieran



razón. Avasarala no parecía en forma como para subir

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sesenta metros de escalones, ni en aquella baja


gravedad.




—Nadie de esa gente estuvo en Ganímedes —dijo


Avasarala.




—Vale —respondió Bobbie, sin captar el sentido de


la afirmación.




—Nunca podrás matar a los suficientes para que


vuelva tu pelotón —aclaró Avasarala. Se terminó la


ginebra, se levantó del bar y se marchó a su


habitación.




Bobbie no respondió. Se impulsó hacia la cubierta


superior y la escotilla se cerró a su paso.



Su armadura estaba diseñada precisamente para una



misión de aquellas características. Las armaduras de


exploración de la clase Goliath original estaban


construidas para equipos de abordaje a naves en


batallas espaciales, por lo que tenían mucha


maniobrabilidad en espacios reducidos. Por buena



que fuese una armadura, no servía de nada si


impedía al soldado que la llevaba subir escalerillas,


atravesar escotillas y moverse cómodamente en


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microgravedad.




Bobbie ascendió hasta la escotilla de la siguiente


cubierta y pulsó el botón. La consola respondió con


una luz de aviso roja. Después de echar un vistazo a


los menús descubrió la razón: habían dejado el


ascensor de la tripulación sobre la escotilla y lo habían



desconectado para crear una barricada. Lo que


indicaba que sabían que Avasarala y los suyos


tramaban algo.



Estaba en otra sala de descanso, casi idéntica a la que



acababa de abandonar. Bobbie miró a su alrededor


hasta encontrar el lugar más probable en el que


hubieran podido ocultar una cámara. Saludó con la


mano. «Esto no me detendrá, chicos.»




Volvió a bajar por la escalerilla y se dirigió hacia el


enorme cuarto de baño. En una nave tan lujosa, no era


adecuado llamarlo el tigre. Buscó durante unos


momentos la escotilla de servicio del mamparo, que



estaba bien escondida. Bobbie la arrancó de la pared.



Al otro lado encontró un revoltijo de tuberías y un


pasillo estrecho en el que apenas podía entrar con su




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armadura. Se metió y recorrió el camino entre tuberías


a lo largo de dos cubiertas. Luego dio una patada a la



otra escotilla de servicio y entró en la habitación


contigua.



Aquel compartimento resultó ser una cocina


secundaria que contaba con una serie de fogones y



hornos en una pared, varios refrigeradores y muchas


encimeras, todas de acero inoxidable resplandeciente.



Su armadura le advirtió que alguien la apuntaba y el


visor táctico le mostró con delgadas líneas rojas los



rayos infrarrojos que dirigían hacia ella y solían ser


invisibles. Tenía media docena de esas líneas en el


torso, todas ellas procedentes de las armas negras y


compactas del personal de seguridad de Mao‐Kwik



que había en el extremo opuesto de la estancia.



Bobbie se enderezó. Tuvo que reconocer a los


matones el mérito de no retroceder. El visor táctico de


la armadura repasó la base de datos de armas y le



informó de que los hombres llevaban subfusiles de 5


milímetros con el almacenamiento de munición


estándar de trescientos proyectiles y una cadencia de


diez disparos por segundo. La armadura calificó las

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armas como una amenaza baja, a menos que usaran


munición explosiva perforadora, algo improbable



debido a que detrás de ella estaba el casco de la nave.



Bobbie se aseguró de que los altavoces externos


seguían encendidos y dijo:




—Muy bien, chicos, vamos a… Abrieron fuego.


Por un instante, la cocina se convirtió en un caos. La


munición de plástico de alto impacto rebotó contra su


armadura, los mamparos y toda la habitación.


Reventó recipientes de comida deshidratada, sacó


ollas y sartenes de sus enganches magnéticos e hizo



volar por los aires pequeños utensilios, que se


convirtieron en una vorágine de acero inoxidable y


pedazos de plástico. Con mucha mala suerte, un


proyectil rebotó y dio a uno de los guardias en toda la



nariz, lo que le abrió un agujero en la cara e hizo que


se desplomara en el suelo al instante, con un gesto de


sorpresa en el rostro que era casi cómico.



No habían pasado ni dos segundos y Bobbie ya había



atravesado la nube de acero del centro de la


habitación y se había abalanzado sobre los cinco


guardias restantes, con los brazos extendidos como

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una jugadora de fútbol americano a punto de realizar


un placaje. Los guardias salieron despedidos contra el



mamparo en un revoltijo de carne y luego cayeron al


suelo, inertes. La armadura empezó a mostrarle las


constantes vitales de los hombres en el visor táctico,


pero Bobbie lo desactivó sin mirarlas. No quería



saberlo. Un hombre se movió y empezó a levantar el


arma hacia ella. Bobbie le dio un suave empujón y el


tipo salió volando por los aires hasta golpearse contra


el mamparo opuesto. No volvió a moverse.




Bobbie miró a su alrededor para ver si había


cámaras. No encontró ninguna, pero confió en que la


hubiera. Si alguien había visto lo que acababa de


ocurrir, quizá no volverían a enviar a nadie para


atacarla.




En la escalerilla de la quilla, descubrió que habían


bloqueado el ascensor usando una palanca para


impedir que se cerrara la escotilla del suelo. Los


protocolos básicos de seguridad de la nave no



permitían al ascensor moverse hasta otra cubierta a


menos que la cubierta superior estuviera sellada.


Bobbie arrancó la palanca, la lanzó por la estancia y


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pulsó el botón para llamar al ascensor, que ascendió


por el hueco hasta su altura y se detuvo. Subió a él y



apretó el botón que llevaba al puente, ocho cubiertas


más arriba. Ocho escotillas presurizadas más.



Ocho posibles emboscadas más.




Apretó los puños hasta que le dolieron los nudillos


dentro de los guantes acorazados. «Pues que vengan.»




El ascensor se detuvo tres cubiertas más arriba y el


panel la informó de que las escotillas de presurización


que la separaban del puente se habían abierto


manualmente. Preferían arriesgarse a que escapara


más de la mitad del oxígeno de la nave antes que



dejarla subir. De algún modo, le resultó gratificante


dar más miedo que una despresurización repentina.



Salió del ascensor y vio que se encontraba en una


cubierta que debía ser la de los camarotes de la



tripulación, aunque parecía que la habían evacuado.


No vio ni un alma. Después de un paseo rápido por el


lugar, contó que había doce pequeños camarotes y dos


baños, a los que sí se podía llamar razonablemente



tigres. La tripulación no tenía adornos bañados en oro.



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Tampoco tenían un bar a su disposición. Ni un


servicio de comida las veinticuatro horas. Ver las



condiciones espartanas en las que vivían los


tripulantes del Guanshiyin le recordó las últimas


palabras que le había dicho Avasarala. No eran más


que tripulantes. Ninguno de ellos merecía morir por



lo que había ocurrido en Ganímedes.



Bobbie se alegró de no llevar armas.




Encontró otra escotilla de acceso en el tigre y la abrió


de un tirón. Para su sorpresa, el pasillo de servicio


terminaba unos metros por encima de ella. La


estructura de la nave le impedía continuar por ahí.



Nunca había visto el Guanshiyin desde fuera, así que


no tenía ni idea de qué podía ser. Pero necesitaba


subir otras cinco cubiertas y no iba a permitir que


aquello la detuviera.




Después de diez minutos de búsqueda, encontró una


escotilla de servicio que atravesaba el casco exterior.


Había arrancado las dos escotillas del casco interior en


dos cubiertas diferentes por lo que, si abría aquella,


esas dos cubiertas se despresurizarían. Pero el pasillo





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de la escalerilla central estaba sellado en la cubierta de


Avasarala, por lo que los suyos estarían a salvo. Y la



razón por la que hacía todo aquello era que la escotilla


que daba a las cubiertas superiores estaba sellada, y


era de esperar que la mayor parte de la tripulación se


encontrara allí.




Pensó en los seis hombres de la cocina y sintió


remordimientos. Ellos habían disparado primero, pero


si alguno seguía vivo tampoco quería que se asfixiaran


mientras dormían.




Por suerte, no resultó un problema, ya que la


escotilla daba a una pequeña esclusa de aire del


tamaño de un armario. El ciclo de apertura terminó un


minuto después y Bobbie salió al exterior de la nave.




El casco era triple. Cómo no. El señor del imperio


Mao‐Kwik no iba a confiar su valioso pellejo a nada


menos que lo más seguro que la humanidad fuese


capaz de construir. Y aquel diseño ostentoso de la



nave se extendía también al casco exterior. La mayor


parte de las naves militares estaban pintadas de negro,


para hacerlas difíciles de detectar visualmente en el


espacio. En cambio, las naves civiles solían dejarse sin

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pintar, es decir, grises, o con una capa básica en


colores corporativos.



El Guanshiyin tenía pintado en el casco un mural de



vivos colores. Bobbie estaba demasiado cerca para


saber qué representaba, pero bajo sus pies distinguió


lo que parecía hierba y un gigantesco casco de caballo.


Mao había hecho que pintaran su nave con un mural


que incluía caballos y hierba. Y casi nadie iba a poder


verlo jamás.




Bobbie se aseguró de que las botas y los guantes


magnéticos estaban a la potencia suficiente para


contrarrestar la aceleración de un cuarto de g de la


nave y empezó a ascender por el lateral. No tardó en



llegar al punto en que comenzaba el callejón sin salida


entre los cascos y vio que era un muelle para


lanzaderas que estaba vacío. Las cosas serían muy


diferentes si Avasarala le hubiera dejado hacer aquello



antes de que Mao escapara en la lanzadera.



«Casco triple», pensó Bobbie. Máxima redundancia.




Tuvo un presentimiento y recorrió la nave hasta el


otro lado. Y en efecto, había otro muelle para




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lanzaderas. Pero la nave que contenía no era una


lanzadera corriente para distancias cortas. Era



elegante y alargada, con un armazón para motores el


doble de grande que el de una nave normal de su


eslora. Tenía el nombre escrito en letras rojas y


llamativas a lo largo de la proa: Jabalí.




Una pinaza de carreras.



Bobbie regresó hacia el muelle vacío y usó la esclusa



de aire cercana para entrar en la nave. Los códigos


militares de control manual que envió su armadura


funcionaron, para su sorpresa. La esclusa daba a la


cubierta inmediatamente inferior al puente, la que se



usaba para mantenimiento y depósito de suministros


de las lanzaderas. En el centro de la cubierta había un


taller mecánico enorme, ocupado por el capitán del


Guanshiyin y sus oficiales de alto rango. No había


personal de seguridad ni armas a la vista.




El capitán se tocó la oreja en el antiquísimo gesto de


«¿me oyes?». Bobbie asintió con el puño y luego


volvió a encender los altavoces externos para decir:




—Sí.



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—No somos personal militar —dijo el capitán—. No


podemos defendernos de un armamento así, pero no



voy a entregarle esta nave sin saber cuáles son sus


intenciones. Mi segundo de a bordo se encuentra en la


cubierta superior y está preparado para destruir la


nave si no llegamos a un acuerdo.




Bobbie sonrió, aunque no sabía si aquel hombre le


veía la cara a través del casco.



—Ha detenido de manera ilegal a un miembro de


alto nivel del gobierno de la ONU. Como miembro de



su equipo de seguridad, vengo a exigir que se la


escolte de inmediato a un puerto de su elección, con la


mayor presteza.




La marine hizo un gesto de indiferencia con los


brazos, al estilo belter.




—O también puede hacer saltar la nave por los aires.


Aunque me parecería una reacción un poco


exagerada, cuando lo único que pedimos es que



vuelvan a activar las comunicaciones por radio de la


ayudante de la subsecretaría.



El capitán asintió y saltó a la vista que se relajaba.


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Pasara lo que pasara, no tenía elección. Y como no


tenía elección, tampoco tenía responsabilidad alguna.




—Estábamos cumpliendo órdenes. Lo verá en el


archivo de registro cuando tomen el mando.



—Se lo haré saber a la señora. El capitán volvió a



asentir.


—En ese caso, la nave es suya.




Bobbie abrió un canal de radio con Cotyar.



—Hemos ganado. ¿Me pones con su majestad? —Y



mientras esperaba a Avasarala, Bobbie dijo al


capitán—: Hay seis personas de seguridad heridas


abajo. Envíen un equipo médico.



—¿Bobbie? —dijo Avasarala por radio.




—La nave es suya, señora.




—Genial. Dígale al capitán que tenemos que ir a la


mayor velocidad posible para interceptar a Holden.


Vamos a llegar a él antes que Nguyen.




—Hum, esto es un yate de lujo. Está construido para


ir cómodo a g bajo. Seguro que puede llegar a un g si


hace falta, pero dudo que acelere mucho más que eso.


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—El almirante Nguyen está a punto de matar a los


únicos que podrían saber qué coño está pasando de



verdad —dijo Avasarala, sin gritar pero casi—. ¡No


tenemos tiempo de pasear por ahí como si no


supiéramos con qué jodido prostituto quedarnos!



—Anda —dijo Bobbie. Y al cabo de un momento,



añadió—: Si esto es una carrera, sé dónde hay una


nave de carreras…






























































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Holden










Holden se sirvió un café de la cafetera de la cocina y



el potente aroma inundó la estancia. Sintió cómo la


tripulación le clavaba la mirada en la espalda, una


sensación casi física. Los había llamado a todos allí y,


cuando llegaron y tomaron asiento, les había dado la


espalda para ponerse a preparar café. «Intento sacar



tiempo de donde sea porque he olvidado cómo decir


lo que quería decir.» Echó azúcar en el café a pesar de


que siempre lo bebía sin, solo para ganar algo más de


tiempo mientras lo removía.






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—Vale. ¿Quiénes somos? —preguntó mientras


meneaba la cucharilla.




La pregunta quedó en el aire, y Holden se volvió


hacia ellos y se apoyó en la encimera sosteniendo un



café que no le apetecía sin dejar de remover.



—Lo pregunto en serio —insistió—. ¿Quiénes


somos? Es la cuestión a la que termino volviendo


siempre.




—Esto… —dijo Amos, revolviéndose en el asiento—.


Yo me llamo Amos, capi.



¿Te encuentras bien?



Nadie dijo nada más. Alex miraba la mesa que tenía



delante y su oscuro cuero cabelludo resplandecía a la


brillante luz de la cocina bajo el pelo ralo. Prax estaba


sentado en la encimera junto al fregadero y se miraba


las manos. Las abría y cerraba de vez en cuando, como



si intentara descubrir para qué servían.



La única que lo miraba era Naomi. Llevaba el pelo


recogido en una coleta muy tirante, y tenía clavados


en él sus ojos almendrados y negros. Era un poco



desconcertante.

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—Hace poco he descubierto algo sobre mí —


continuó Holden, sin dejar que la mirada impertérrita



de Naomi lo distrajera—. Os he tratado a todos como


si me debierais algo. Y ninguno me debéis nada. Lo


que significa que os he tratado como a una mierda.



—No —objetó Alex sin levantar la mirada.




—Sí —insistió Holden, y no dijo nada más hasta que


Alex lo miró—. Sí. A ti incluso más que a los demás.


Porque he pasado muchísimo miedo y los cobardes


siempre buscamos un objetivo fácil. Y tú vienes a ser



la mejor persona que conozco, Alex. Así que te he


tratado mal porque sabía que no me ibas a replicar.


Espero que puedas perdonarme lo que he hecho,


porque de verdad que lo lamento muchísimo.



—Claro, te perdono, capi —dijo Alex con su acento



marcado y una sonrisa.



—Intentaré merecerlo —respondió Holden, un poco



molesto porque Alex se lo hubiera puesto tan fácil—.


Hace poco, Alex me dijo algo que me ha hecho


reflexionar mucho. Me recordó que aquí nadie es un


empleado. Que no estamos en la Canterbury. Que ya




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no trabajamos para Pur & Limp. Y que no soy más


dueño de esta nave que ninguno de vosotros.



Aceptamos el contrato de la APE a cambio de una


paga y los gastos de la nave, pero nunca hemos


hablado de qué hacer en caso de que nos sobrara


dinero.




—Tú mismo abriste esa cuenta —dijo Alex.



—Sí, tenemos una cuenta bancaria con todo el dinero



restante. La última vez que lo miré, teníamos casi


ochenta de los grandes. Yo creo que deberíamos


dejarlo ahí para los gastos de la nave, pero mi opinión


cuenta lo mismo que la vuestra. No es mi dinero. Es



de todos. Nos lo hemos ganado.



—Pero el capitán eres tú —dijo Amos, y señaló la


cafetera. Mientras Holden le servía una taza, dijo:


—¿Lo soy? Era el segundo de a bordo de la



Canterbury. Lo normal era que pasara a ser capitán


después de que destruyeran la Cant. —Pasó el café a


Amos y se sentó a la mesa con el resto de la


tripulación—. Pero ya hace tiempo que no somos esas


personas. Lo que somos ahora es cuatro tipos que en





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realidad no trabajan para nadie…




Prax carraspeó al oírlo, y Holden asintió a modo de


disculpa.




—Al menos no a largo plazo, por decirlo así. No hay


empresa ni gobierno que me conceda autoridad sobre


la tripulación. Somos solo cuatro personas que más o


menos son dueñas de una nave que Marte intentará


recuperar a la mínima que pueda.




—Fue un rescate legítimo —matizó Alex.




—Y espero que los marcianos estén de acuerdo


contigo cuando se lo expliques


—respondió Holden—. Pero eso no cambia mi



pregunta: ¿quiénes somos?


Naomi asintió con el puño.




—Sé adónde quieres llegar. Hemos dejado aparcadas


estas cosas porque no hemos podido parar ni un



momento desde que ocurrió lo de la Canterbury.



—Y creo —añadió Holden— que es el mejor


momento para aclararlas. Tenemos un contrato para


ayudar a Prax a encontrar a su hija y nos va a pagar




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para mantener la nave. Cuando encontremos a Mei,


¿cómo vamos a encontrar el siguiente encargo?



¿Buscaremos otro siquiera? ¿Venderemos la Roci a la


APE y nos jubilaremos en Titán? Creo que deberíamos


tener claras esas cosas.



Nadie dijo nada. Prax bajó de la encimera y se puso a



rebuscar por los muebles. Un minuto o dos después,


sacó un paquete que por un lado rezaba PUDIN DE


CHOCOLATE y dijo:



—¿Puedo hacérmelo? Naomi rio. Alex dijo:



—Que lo disfrutes, doctor.



Prax sacó un bol y empezó a mezclar los



ingredientes. El botánico dejó de estar atento a ellos y,


por extraño que pareciera, aquello creó una sensación


de intimidad en la tripulación. El elemento externo se


había puesto a hacer otra cosa y podían hablar entre



ellos. Holden se preguntó si Prax lo sabía y lo estaba


haciendo a propósito.



Amos sorbió lo que le quedaba del café.




—Bueno, esta reunión la has convocado tú, capi —


dijo—. ¿Tenías algo en mente?


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—Sí —dijo Holden, después de reflexionar un


instante—. Sí, más o menos. Naomi le puso una



mano en el brazo y sonrió.


—Te escuchamos.




—Creo que deberíamos casarnos —dijo, guiñando un


ojo a Naomi—. Vamos a quitarnos problemas y


legalizarlo.



—Un momento —dijo ella. La expresión que puso



fue más aterrorizada de lo que habría querido Holden.



—No, no, estaba medio de broma —dijo Holden—.


Pero solo medio. Mirad, he estado pensando en mis


padres. Al principio crearon la asociación colectiva



por la granja. Todos eran amigos y querían comprar


aquella propiedad en Montana, por lo que formaron


un grupo lo bastante grande como para poder


permitírselo. No era algo sexual. Padre Tom y padre



Caesar ya eran pareja sexual y monógamos. Madre


Tamara era soltera. Padre Joseph, padre Anton, madre


Elise y madre Sophie eran ya una unidad civil


poliamorosa. Padre Dimitri se unió un mes después,


cuando empezó a salir con Tamara. Crearon una





410

unión civil para ser todos propietarios de la granja. Si


hubieran pagado impuestos por niños por separado,



no se la habrían podido permitir, así que me tuvieron


a mí en grupo.



—La Tierra —anunció Alex— es un sitio raro de


cojones.




—Que un bebé tenga ocho padres tampoco es algo


normal allí —dijo Amos.




—Pero tiene sentido desde un punto de vista


económico si se tienen en cuenta los impuestos por



bebé —explicó Holden—. Tampoco es que sea algo


inaudito.



—¿Y qué pasa con la gente que hace bebés sin pagar


los impuestos? —preguntó Alex.




—Pasar desapercibido es más complicado de lo que


crees —dijo Holden—. A menos que nunca lo lleves al


médico o recurras solo a los mercados negros.




Amos y Naomi cruzaron una mirada fugaz que


Holden fingió no ver.




—Muy bien —continuó Holden—. Olvidaos de los



411

bebés un momento. Lo que intento decir es que


tenemos que constituirnos en sociedad. Si tenemos



intención de seguir juntos, tenemos que formalizarlo


legalmente. Podemos hacer un borrador de los


documentos en alguna estación independiente de los


planetas exteriores, como Ceres o Europa, y



establecernos como propietarios de la empresa.



—¿Y a qué se dedicaría nuestra pequeña empresa? —


preguntó Naomi.




—Eso mismo —dijo Holden, con tono triunfal.




—Esto… —volvió a decir Amos.



—No, me refiero a que eso es justo lo que os



preguntaba —continuó Holden—.


¿Quiénes somos? ¿A qué queremos dedicarnos?



Porque cuando venza el contrato que tenemos con


Prax, tendremos una cuenta bancaria bien surtida, una


nave de guerra de alta tecnología y seremos libres


para hacer lo que nos salga de las narices.




—Vaya, capi —exclamó Amos—. Se me acaba de


poner morcillona.





412

—¿A que sí? —respondió Holden con una sonrisa.




Prax dejó de mezclar cosas en el bol y lo metió en la


nevera. Se giró y los miró, con la cautela de alguien


que teme que lo echen si lo ven. Holden se acercó a él



y lo rodeó con un brazo por encima de los hombros.



—Es probable que nuestro amigo Prax no sea el


único que necesita contratar una nave como esta,


¿verdad?



—Somos lo más rápido y cañero que pueda



encontrar cualquier civilucho—dijo Alex, asintiendo


con la cabeza.



—Y cuando encontremos a Mei tendremos toda la


buena fama que necesitamos



—continuó Holden—. ¿Qué mejor publicidad que esa?




—Admítelo, capi —dijo Amos—. No te disgusta ser


famoso.




—Si nos da trabajo, no.



—Es mucho más probable que acabemos arruinados,



sin aire y a la deriva en el vacío —dijo Naomi.



—Siempre va a ser una posibilidad —admitió


413

Holden—, pero, tíos, ¿no os apetece ser vuestros


propios jefes para variar? Si vemos que no podemos



ganarnos la vida por nuestra cuenta, siempre


podemos vender la nave por un montón de pasta y


separarnos. Tenemos un plan de fuga.



—Sí —dijo Amos—. Está de puta madre. Hagámoslo.



¿Por dónde empezamos?



—Bueno —dijo Holden—, eso es otra cosa nueva que



deberíamos hacer. Creo que tenemos que votar.


Ninguno de nosotros es propietario de la nave, así que


yo digo que a partir de ahora votemos las cosas


importantes como esta.




—Todo el que esté a favor de constituirnos como


empresa y convertirnos en propietarios de la nave que


levante la mano —dijo Amos.



Para alivio de Holden, todos la levantaron. Hasta



Prax hizo el ademán de levantarla, se dio cuenta y la


bajó.



—Buscaré un abogado en Ceres y empezaremos a


preparar el papeleo —afirmó Holden—. Pero eso nos



lleva a otra cosa. Una empresa puede ser propietaria


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de una nave, pero no su capitán registrado.


Tendremos que votar para ver quién ostenta ese título.




Amos empezó a reír.




—Es que me parto contigo, capi. Que levante la


mano el que no quiera que Holden sea el capitán.



Nadie levantó la mano.




—¿Lo ves? —dijo Amos.




Holden hizo un amago de decir algo, pero se detuvo


cuando sintió que se le cerraba la garganta y se le


encogía el estómago.



—Vaya —dijo Amos con una sonrisa en la cara—,


parece que te ha tocado.




Naomi asintió y sonrió a Holden, con lo que


consiguió que el dolor que sentía en el pecho


empeorara.




—Yo soy ingeniera —dijo—. No hay programa en


esta nave que no haya modificado o reescrito, y ha


llegado a un punto en el que me veo capaz de


desmontarla y volverla a unir pieza a pieza. Pero se


me da fatal echarme faroles. Y nunca voy a ser quien



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se plante delante de las armadas de los planetas


interiores y les diga que ya se están quitando de en



medio.



—Lo mismo digo —convino Alex—. Yo lo único que


quiero es seguir pilotando a esta chica. Tan simple


como eso. No necesito más para ser feliz.




Holden hizo otro amago de hablar, pero para su


sorpresa y bochorno, los ojos se le llenaron de


lágrimas justo cuando abrió la boca. Amos lo salvó.




—Yo soy poco más que un chapuzas —dijo—.


Trasteo con las herramientas y me limito a esperar a


que Naomi me diga cuándo y dónde meterlas. No


quiero llevar nada más grande que el taller mecánico.


Tú eres al que le gusta hablar. Te he visto plantar cara



a Fred Johnson, a capitanes de la armada de la ONU, a


forajidos de la APE y a piratas espaciales hasta arriba


de droga. Hablas mejor con el culo que la mayoría de


la gente con la boca estando sobrios.




—Gracias —terminó por decir Holden—. Os quiero,


chicos. Lo sabéis, ¿verdad?




—Además —continuó Amos—, nadie de esta nave se


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esforzaría más que tú en recibir un tiro por mí. Es algo


que me gusta de un capitán.




—Gracias —repitió Holden.




—Pues yo diría que está decidido —afirmó Alex


mientras se levantaba y se dirigía a la escalerilla—.


Voy a confirmar que no vayamos directos hacia una


roca o algo así.




Holden vio cómo se marchaba y le gustó ver que se


enjugaba las lágrimas tan pronto como salía de la


cocina. No pasaba nada por ser un llorón si estabas


rodeado de otros llorones.




Prax le dio una palmadita incómoda en el hombro y


dijo:




—Vuelve a la cocina en una hora, que el pudin estará


listo. —Luego se marchó camino de su camarote. Ya


estaba leyendo mensajes en su terminal portátil antes


de cerrar la puerta.




—Vale —dijo Amos—. ¿Ahora qué?



—Amos —dijo Naomi mientras se levantaba



y se acercaba a Holden—.



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Encárgate un rato por mí del centro de mando.




—Recibido —dijo Amos, con una voz que parecía


contener una sonrisa. Subió por la escalerilla y se


perdió de vista. Luego se oyó el sonido de la escotilla



al abrirse y cerrarse detrás de él.



—Hola —dijo Holden—. ¿Lo he hecho bien? Naomi


asintió.


—Siento que vuelves a ser tú. Estaba preocupada por



no volverte a ver jamás.



—Si no hubieras tirado de mí para sacarme del



agujero que estaba excavando para mí mismo,


ninguno de los dos lo habría hecho.



Naomi se inclinó hacia delante para besarlo y él la


rodeó con los brazos para acercársela. Cuando



pararon para respirar, Holden dijo:



—¿No es muy pronto?




—Calla —dijo Naomi, y volvió a besarlo.




Sin quitarle los labios de la boca, Naomi separó su


cuerpo del suyo y empezó a intentar desabrocharse la


cremallera del mono. Uno de aquellos ridículos monos



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militares de Marte que venían con la nave y tenían


grabado en la espalda el nombre TACHI. Si iban a



fundar su propia empresa, necesitarían algo mejor.


Los monos tenían sentido para una vida en el espacio


llena de cambios de gravedad y partes mecánicas y


grasientas. Pero necesitarían algo hecho a medida, con



sus propios colores corporativos. Con el nombre


ROCINANTE en la espalda.



Naomi metió la mano dentro del mono de Holden,


por debajo de la camiseta, y él dejó de pensar en todos



aquellos temas estilísticos.



—¿En mi catre o en el tuyo? —preguntó Holden.




—¿Tienes tu propio catre?



«Ahora ya no.»



Hacer el amor con Naomi siempre había sido


diferente a hacerlo con cualquier otra persona. La


diferencia era física. Era la única cinturiana con la que


Holden se había acostado, lo que implicaba algunas



variaciones fisiológicas. Pero, para él, aquello no era lo


más notable. Lo que hacía diferente a Naomi era que


habían sido amigos durante cinco años antes de



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acostarse juntos.




No era una afirmación muy halagadora sobre el


carácter de Holden, y recordarlo hacía que se


avergonzara, pero en lo referente al sexo siempre


había sido bastante superficial. Tiraba los tejos a


potenciales compañeras sexuales minutos después de



haberlas conocido y, como era guapo y encantador,


solía llevarse a la cama a las que le interesaban.


Siempre se había permitido confundir enseguida el


encaprichamiento con el afecto genuino. Uno de los



peores recuerdos que tenía era el día en que Naomi


se lo había dicho. El día que sacó a relucir aquel


jueguecito de convencerse a sí mismo de que le


importaban todas las mujeres con las que se había


acostado para no sentir que las utilizaba.




Pero era lo que había hecho. Que algunas de aquellas


mujeres también lo hubieran utilizado a él no le hacía


sentir mejor al respecto.




Como Naomi era tan diferente en lo físico al ideal


que se había creado creciendo en la Tierra, Holden no


la había visto como posible compañera sexual cuando


los presentaron. Y el resultado era que había llegado a

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conocerla como persona, sin todo el bagaje sexual que


solía arrastrar. Cuando sus sentimientos por ella se



convirtieron en algo más que amistad, se sorprendió.



Y de alguna manera, aquello lo cambiaba todo en lo


relativo al sexo. Los movimientos eran los mismos,


pero el deseo de comunicar afecto en lugar del de



demostrar habilidad cambiaba lo que significaba todo.


Después de acostarse con ella por primera vez, se


había quedado tumbado en la cama durante horas


pensando que llevaba años haciéndolo mal y se



acababa de dar cuenta.



Le estaba volviendo a pasar.




Naomi dormía a su lado, con un brazo sobre el pecho


de Holden y las piernas entrelazadas con las de él, con


la tripa pegada a sus caderas y los pechos clavados en


sus costillas. Nunca había estado del mismo modo con



otra persona y supo que así era como tenía que ser. Se


sentía completamente a gusto y satisfecho. Alcanzaba


a imaginar un futuro en el que no había sido capaz de


demostrar que había cambiado, uno en el que ella no


había vuelto con él. Se vio a sí mismo compartiendo





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cama durante años, décadas, con varias compañeras


sexuales para intentar volver a sentir aquella



sensación y que no lo conseguía porque, por supuesto,


en realidad no era del todo cuestión de sexo.



Pensarlo hizo que le doliera el estómago.




Naomi hablaba en sueños. Susurró algo misterioso al


cuello de Holden, y el repentino cosquilleo lo sacó de


la duermevela en la que comenzaba a sumirse. Apretó



la cabeza de Naomi contra su pecho y la besó en la


coronilla. Luego se colocó de lado y se permitió


dormir.



La consola de pared que había sobre la cama empezó



a sonar.



—¿Quién es? —preguntó, de pronto más cansado



que nunca. Acababa de cerrar los ojos un segundo


antes y sabía que en aquel momento no podía volver


a abrirlos.



—Soy yo, capitán —dijo Alex. Holden quería gritarle,



pero no encontró fuerzas para hacerlo.



—Vale.





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—Tienes que ver esto. —Alex no dijo más, pero había


algo en su tono que despertó a Holden. Se incorporó



en la cama y apartó el brazo de Naomi. Ella dijo algo


en sueños, pero no se despertó.



—Vale —repitió Holden mientras encendía el


monitor.




Una anciana de pelo blanco con unas facciones muy


raras lo miraba desde el otro lado de la pantalla. El



desconcierto hizo que le costara un segundo darse


cuenta de que no estaba deformada, sino aplastada


por una aceleración enorme. Con una voz


distorsionada por la fuerza de gravedad que le



aplastaba la garganta, la mujer dijo:



—Me llamo Chrisjen Avasarala. Soy la ayudante de


la subsecretaría de administración ejecutiva de la


ONU. Un almirante de la ONU ha enviado seis



destructores clase Munroe desde el sistema joviano


para destruir su nave. Rastree este código de


transpondedor y venga a reunirse conmigo o tanto


usted como el resto de su tripulación morirá. Esto no


es una puta broma.





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40






Prax










La aceleración lo aplastó contra el asiento de colisión.



Solo era de cuatro g, pero hasta un único g era


suficiente para necesitar casi el cóctel completo de


medicamentos. Había vivido en un lugar que lo


mantenía débil. Era algo que ya sabía, claro, pero


sobre todo en términos de xilemas y floemas. Siempre



había tomado los medicamentos suplementarios para


estimular el crecimiento óseo en gravedad baja. Había


hecho la cantidad de ejercicio recomendada. Casi


siempre. Pero, en el fondo, también había pensado



que todo aquello era una idiotez. Prax era botánico.

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Viviría y moriría en los mismos túneles con esa


cómoda baja gravedad, menos de un quinto de la que



había en la Tierra. Nunca tendría razón alguna para


viajar a la Tierra. Y menos razón todavía tendría para


experimentar un acelerón a alta gravedad. Pero allí


estaba ahora, encajado en aquel gel como si se



encontrara en el fondo del océano. Tenía la visión


borrosa y cada respiración le exigía esfuerzo. Cuando


se le hiperextendió la rodilla, intentó gritar, pero no


pudo coger aire para hacerlo.




Al resto le iría mejor. Estaban acostumbrados a ese


tipo de cosas. Sabían que sobrevivirían. Pero el


rombencéfalo de Prax no estaba seguro. Unas agujas


se le clavaron en el muslo y le inyectaron otro cóctel


de hormonas y medicamentos paralizantes. Un frío



helado se extendió desde el lugar de las inyecciones y


lo asoló una sensación paradójica que combinaba


miedo y tranquilidad. Llegado a aquel punto, era un


acto de equilibrismo entre mantener los vasos



sanguíneos elásticos para que no se partieran y recios


para que no reventaran. Su mente perdió pie y dejó en


su lugar algo distante y calculador, como si su cuerpo



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se limitara a funcionar sin tener conciencia propia. Era


como una pura función ejecutiva sin sensación del yo.



Lo que antes era su mente sabía las mismas cosas que


él, recordaba las mismas cosas, pero no era él.



Se puso a hacer inventario en aquel estado alterado


de conciencia. ¿Pasaría algo si moría? ¿Quería vivir?



Y en caso afirmativo, ¿en qué términos? Pensó en la



pérdida de su hija como si fuera un objeto físico. La


pérdida era el rosa pastel de una concha aplastada


donde antes había estado el rojo de la sangre vieja y


costrosa. El rojo de un cordón umbilical que espera a


caer libre. Recordó a Mei, su aspecto. El encanto de su


risa. Seguro que ya no sería así. Eso en caso de que



estuviera viva, que no era lo más probable.



Con la mente doblegada por la gravedad, Prax


sonrió. Sus labios no se movieron, claro. Se había


equivocado. Siempre había estado equivocado. Creía



que todas las horas que había pasado sentado, solo y


pensando que Mei había muerto le habían servido


para hacerse más fuerte, lo habían preparado para lo


peor. Pero no había sido así en absoluto. Lo había



dicho en voz alta y había intentado creérselo porque la

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idea era reconfortante.




Si la niña estaba muerta, no la estarían torturando. Si


estaba muerta, no estaría asustada. Si estaba muerta,


él sería el único que sufriría el dolor, solo él, y ella


estaría a salvo. Reparó sin placer ni dolor en que su


estado mental era patológico. Pero le habían



arrebatado la vida y a su hija, había estado a punto de


morir de hambre mientras el efecto en cascada


acababa con los restos de Ganímedes, le habían


disparado, se había enfrentado a una máquina de



matar medio alienígena y, en aquel momento, todo el


Sistema Solar pensaba que era un pedófilo que había


pegado a su esposa. No tenía motivos para estar


cuerdo. Estarlo no iba a servirle de nada.




Y, para colmo, la rodilla le dolía horrores.



En algún lugar muy lejano, uno con luz y aire, algo



zumbó tres veces y la montaña salió de encima de su


esternón. Volvió en sí mismo como si saliera del fondo


de una piscina.



—Muy bien —dijo Alex por el canal de



comunicaciones de la nave—. La cena está lista.



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Tomaros un par de minutos para que el hígado se os


separe de la columna y nos reuniremos en la cocina.



Solo tenemos cincuenta minutos, así que


aprovechadlos.



Prax respiró hondo, soltó el aire entre los dientes y


luego se incorporó. Le dolía todo el cuerpo, como si lo



tuviera magullado. Su terminal portátil indicaba que


el impulso estaba a un tercio de g, pero le daba la


impresión de que era mucho menos. Sacó las piernas


por un lado del asiento y la rodilla le estalló con un



crujido húmedo. Tocó su terminal.



—No sé si puedo caminar —dijo—. Mi rodilla.




—Aguanta, doctor —oyó decir a Amos por el


altavoz—. Voy a echarle un ojo. Ahora mismo soy lo


más parecido a un médico que tenemos, a no ser que


quieras que se encargue la enfermería.



—Tú no uses el soldador y ya está —dijo Holden—.


No sirve con personas.




El canal quedó en silencio. Mientras esperaba, Prax


revisó los mensajes que le habían llegado. La lista no


cabía en la pantalla, pero había sido así desde que



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hicieron la transmisión. Lo que sí había cambiado eran


los títulos de los mensajes.







DEBERÍAN TORTURAR A LOS VIOLADORES


DE NIÑOS HASTA LA MUERTE NO HAGAS



CASO A LOS QUE TE ODIAN


TE CREO


MI PADRE ME HIZO LO MISMO


ENCUENTRA A DIOS ANTES DE QUE SEA



DEMASIADO TARDE








No los abrió. Buscó las noticias en las que figurara su


nombre y el de Mei y encontró unas siete mil en las



que aparecían esas palabras clave. Con el nombre de


Nicola solo había cincuenta.



Hubo un tiempo en el que había amado a Nicola, o al


menos creído que la amaba. En aquella época quería



hacerle el amor como si le fuera la vida en ello. Pensó


que había sido una buena época. Todas aquellas


noches que habían pasado juntos. Mei había salido del


cuerpo de Nicola. Era difícil creer que algo tan bello e


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importante hubiera formado parte de una mujer que,


visto lo visto, no había llegado a conocer bien. Ni



siquiera como padre de su hija había llegado a conocer


bien a la mujer que había sido capaz de protagonizar


aquel vídeo.



Abrió el campo de grabación del terminal portátil, se



colocó en el centro de la cámara y se humedeció los


labios.



—Nicola…




Veinte segundos después, lo cerró y borró la


grabación. No tenía nada que decir. «¿Quién eres y


quién te crees que soy yo?» era lo que más se acercaba



a lo que quería expresar, pero le daba igual la


respuesta a las dos preguntas.



Volvió a abrir los mensajes y estableció un filtro


negativo para los nombres de quienes habían ayudado



a que investigara. No había nada nuevo desde la


última vez.



—¿Qué tal, doctor? —preguntó Amos mientras


entraba en la pequeña estancia.




—Lo siento —dijo Prax, volviendo a dejar su

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terminal en el soporte que había junto al asiento de


colisión—. Es que durante este último acelerón…




Se señaló la rodilla. La tenía hinchada, pero no tan


mal como esperaba. Pensó que tendría el doble del


tamaño habitual, pero los antiinflamatorios que le


habían inyectado habían hecho su trabajo. Amos



asintió, puso una mano contra el esternón de Prax y lo


empujó contra el gel.



—A mí a veces se me disloca un dedo del pie —dijo


Amos—. Es una articulación muy pequeña pero, como


la tengas mal colocada en un quemado fuerte, duele


un cojón. Intenta relajarte, doctor.




Amos le dobló la rodilla dos veces para notar la


fricción al tacto.




—No está tan mal. Venga, estírala. Muy bien.



Amos rodeó el tobillo de Prax con una mano y con la



otra agarró el marco del asiento, para luego empezar a


tirar lenta pero inexorablemente. La rodilla de Prax


estalló de dolor, crujió de una manera estruendosa y


húmeda y le dio la nauseabunda sensación de que los


tendones rozaban el hueso.



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—Listo —dijo Amos—. Cuando volvamos a acelerar,


asegúrate de que la tienes bien colocada. Como se te



vuelva a hiperextender así, te saltará la rótula por los


aires. Cuidado, ¿vale?



—Vale —dijo Prax mientras se incorporaba en el


asiento.




—Siento mucho tener que hacer esto, doctor —dijo


Amos mientras le ponía una mano en el pecho y lo



empujaba de nuevo contra el respaldo—. Sé que tienes


un día de mierda y tal, pero ya sabes cómo va.



Prax frunció el ceño. Le dolían todos los músculos de


la cara.




—¿A qué te refieres?




—A todas las gilipolleces que están diciendo sobre la


niña y tú. Porque son gilipolleces, ¿verdad?




—Por supuesto —respondió Prax.



—Porque, ya sabes, hay veces que pasan cosas que



no querías que pasaran. Que tienes un mal día y


pierdes los nervios. Esas cosas. O joder, que te


emborrachas. La de cosas que he hecho yo yendo



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hasta las trancas. A veces me las tienen que contar


después. —Amos sonrió—. Solo te estoy diciendo que,



si hay algo de verdad en ello, algo que están inflando


y exagerando, es mejor que lo sepamos cuanto antes,


¿vale?



—Nunca he hecho nada de lo que dijo esa mujer.




—Puedes decirme la verdad y no pasará nada,


doctor. Lo entiendo. Los tíos a veces hacen cosas y eso



no los convierte en malas personas.



Prax apartó la mano de Amos y se incorporó en el


asiento. Tenía la rodilla mucho mejor.




—En realidad, sí —objetó Prax—. Sí que los convierte


en malas personas.



La expresión de Amos se relajó y la sonrisa le cambió


de una manera que Prax no fue capaz de entender del


todo.



—Muy bien, doctor. Como te decía, lo siento mucho,



pero de verdad tenía que preguntártelo.



—No pasa nada —dijo Prax, poniéndose en pie.


Durante un segundo, le dio la impresión de que la





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rodilla le iba a ceder, pero no lo hizo. Prax dio un paso


con cuidado, luego otro. Iba bien. Se giró hacia la



cocina, pero la conversación no había terminado—. Si


hubiera… Si hubiera hecho esas cosas, ¿te habría


parecido bien?



—Joder, ni de broma. Te habría roto el cuello y tirado



por la esclusa de aire — dijo Amos, dándole una


palmadita en el hombro.



—Ah —dijo Prax, con un leve alivio que se le


extendió por el pecho—. Gracias.




—Para eso estamos.




Cuando Amos y Prax llegaron a la cocina,


encontraron allí a los otros tres, pero el lugar seguía


dando la sensación de estar solo medio lleno. Naomi y



Alex estaban sentados uno frente a otro en la mesa.


Ninguno de los dos parecía tan hecho polvo como se


sentía Prax. Holden estaba cerca de la pared y se dio la


vuelta con un bol de espuma en cada mano. Dentro



había un lodo parduzco que olía a calor, tierra y hojas


cocinadas. Prax sintió un hambre atroz nada más


olerlo.



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—¿Quieres sopa de lentejas? —preguntó Holden


mientras Prax y Amos se sentaban a ambos lados de



Alex.



—Me encantaría —respondió Prax.




—Yo me tomaré un tubito de potingue —dijo


Amos—. Las lentejas me dan gases y no creo que os


guste mucho que me estalle el intestino la próxima vez


que aceleremos.




Holden puso delante de Prax un bol recién hecho y


alcanzó a Amos un tubo blanco con la boquilla negra.


Luego se sentó al lado de Naomi. No se tocaron, pero


la conexión que había entre ellos era inconfundible. Se



preguntó si Mei había deseado alguna vez que se


reconciliara con Nicola. Aquello ya era imposible.



—Muy bien, Alex —dijo Holden—. ¿Qué tenemos?




—Lo mismo que antes —respondió Alex—. Seis


destructores quemando a toda máquina hacia


nosotros. Otra fuerza igual de potente quema también



detrás de ellos y tenemos una pinaza de carreras que


nos enseña el culo por el otro lado.



—Espera —interrumpió Prax—. ¿Se aleja?

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