había vuelto de espaldas a ella y de que el tono de piel
marrón claro de su cara había pasado a ser rojo como
la superficie de Marte.
—Vaya —dijo la marine—. Perdona. Me he
desnudado para ponerme esto tantas veces delante de
mis compañeros que ya lo hago por inercia.
—No hace falta que te disculpes —dijo Cotyar, sin
darse la vuelta—. Es solo que me ha cogido
desprevenido.
El hombre aventuró una mirada hacia ella y, cuando
vio que Bobbie ya llevaba puesto el leotardo, se volvió
de nuevo para ayudarla a conectarlo a la armadura.
—Eres… —dijo, y calló durante un latido del
corazón—. Eres maravillosa. Le llegó el turno a ella
de ruborizarse.
—¿No estás casado? —preguntó Bobbie mientras
sonreía, feliz por aquella distracción. La sensación tan
humana de incomodidad ante los indicios de cortejo
sexual alejó de su mente al monstruo.
—Sí —respondió Cotyar, al tiempo que unía el
último conductor a un sensor en la parte baja de la
386
espalda de la marine—. Mucho. Pero no soy ciego.
—Gracias —dijo Bobbie, y le dio una palmadita
amistosa en el hombro. Tras unos momentos
forcejeando con la estrechez de la armadura, se sentó
en el torso abierto y se deslizó hacia abajo, hasta que
metió al completo las piernas y los brazos—.
Ciérramela.
Cotyar selló el torso como Bobbie le había enseñado,
para luego ponerle el casco y fijarlo en su sitio. Dentro
de la armadura, el visor táctico se iluminó con la
rutina de arranque. La envolvió un zumbido suave y
casi subliminal. Activó la batería de micromotores y
bombas que alimentaba la exomusculatura y se
incorporó.
Cotyar la miraba con gesto inquisitivo. Bobbie activó
el altavoz externo y dijo:
—Vale, parece que aquí dentro todo está bien.
Tenemos luz verde.
Se puso en pie sin esfuerzo y sintió aquella vieja
sensación de fuerza casi ilimitada que recorría sus
miembros. Sabía que, si se impulsaba con fuerza con
387
las piernas, daría contra el techo con la suficiente
fuerza para provocarle daños graves. Un movimiento
repentino con el brazo bastaría para lanzar por los
aires la cama con dosel o romperle la espalda a
Cotyar. Saberlo la obligaba a moverse con una
suavidad deliberada que era fruto de un largo
entrenamiento.
Cotyar metió la mano en su chaqueta y sacó una
pistola negra y lisa de balas corrientes. Bobbie sabía
que el equipo de seguridad las llevaba cargadas con
munición plástica de alto impacto, para no abrir
agujeros en el casco de la nave. Era el mismo tipo de
munición que usaría el equipo de seguridad de Mao.
Cotyar hizo ademán de pasársela, pero entonces
comparó el grosor de los dedos acorazados de la
armadura con el espacio para el gatillo de la pistola y
se encogió de hombros, como pidiendo perdón.
—No la voy a necesitar —dijo Bobbie. La voz sonó
metálica, desalmada, inhumana.
Cotyar sonrió de nuevo.
—A tus órdenes.
388
Bobbie pulsó con fuerza el botón que llamaba el
ascensor de la quilla y luego deambuló de un lado a
otro por la sala mientras se acostumbraba a los
movimientos de la armadura. Había un nanosegundo
de retraso entre la intención de mover un miembro y
la reacción de la armadura, lo que daba un cierto aire
onírico al acto de caminar, como si el deseo de mover
una extremidad y el movimiento en sí parecieran dos
acontecimientos separados. Las horas de
entrenamiento habían conseguido hacer desaparecer
aquella sensación cuando Bobbie llevaba la armadura,
pero siempre tardaba unos minutos en acostumbrarse
a la extrañeza que entrañaba.
Avasarala entró en la sala común desde la habitación
que usaban como centro de comunicaciones y se sentó
en el bar. Se sirvió un chupito bien cargado de ginebra
y exprimió unas gotas de lima sobre el líquido, casi sin
pensárselo. La anciana llevaba unos días bebiendo
más de lo habitual, pero no era misión de Bobbie
señalárselo. Quizá la ayudaba a dormir.
Como habían pasado varios minutos y no llegaba el
ascensor, Bobbie se acercó a trompicones hacia la
389
consola y pulso el botón varias veces más. Apareció
un mensaje que rezaba FUERA DE SERVICIO.
—Joder —dijo en voz baja—. De verdad nos tienen
secuestrados.
Había dejado conectados los altavoces externos y
aquella voz inhumana que salía de la armadura
retumbó por toda la habitación. Avasarala no levantó
la vista de la bebida, pero sí que dijo:
—Recuerda lo que te dije.
—¿Cómo? —preguntó Bobbie, sin prestar atención.
Subió a trompicones por la escalerilla de la
tripulación hacia la escotilla de la cubierta que tenían
encima y pulsó el botón. La escotilla se abrió. Aquello
significaba que todo el mundo seguía fingiendo que la
situación no era un secuestro. Podían encontrar una
excusa para el ascensor, pero explicar por qué la
ayudante de la subsecretaría estaba aislada del resto
de la nave les habría costado más. Quizá pensaran que
una septuagenaria sería reacia a subir por la escalerilla
y bastaba con apagar el ascensor. Tal vez tuvieran
razón. Avasarala no parecía en forma como para subir
390
sesenta metros de escalones, ni en aquella baja
gravedad.
—Nadie de esa gente estuvo en Ganímedes —dijo
Avasarala.
—Vale —respondió Bobbie, sin captar el sentido de
la afirmación.
—Nunca podrás matar a los suficientes para que
vuelva tu pelotón —aclaró Avasarala. Se terminó la
ginebra, se levantó del bar y se marchó a su
habitación.
Bobbie no respondió. Se impulsó hacia la cubierta
superior y la escotilla se cerró a su paso.
Su armadura estaba diseñada precisamente para una
misión de aquellas características. Las armaduras de
exploración de la clase Goliath original estaban
construidas para equipos de abordaje a naves en
batallas espaciales, por lo que tenían mucha
maniobrabilidad en espacios reducidos. Por buena
que fuese una armadura, no servía de nada si
impedía al soldado que la llevaba subir escalerillas,
atravesar escotillas y moverse cómodamente en
391
microgravedad.
Bobbie ascendió hasta la escotilla de la siguiente
cubierta y pulsó el botón. La consola respondió con
una luz de aviso roja. Después de echar un vistazo a
los menús descubrió la razón: habían dejado el
ascensor de la tripulación sobre la escotilla y lo habían
desconectado para crear una barricada. Lo que
indicaba que sabían que Avasarala y los suyos
tramaban algo.
Estaba en otra sala de descanso, casi idéntica a la que
acababa de abandonar. Bobbie miró a su alrededor
hasta encontrar el lugar más probable en el que
hubieran podido ocultar una cámara. Saludó con la
mano. «Esto no me detendrá, chicos.»
Volvió a bajar por la escalerilla y se dirigió hacia el
enorme cuarto de baño. En una nave tan lujosa, no era
adecuado llamarlo el tigre. Buscó durante unos
momentos la escotilla de servicio del mamparo, que
estaba bien escondida. Bobbie la arrancó de la pared.
Al otro lado encontró un revoltijo de tuberías y un
pasillo estrecho en el que apenas podía entrar con su
392
armadura. Se metió y recorrió el camino entre tuberías
a lo largo de dos cubiertas. Luego dio una patada a la
otra escotilla de servicio y entró en la habitación
contigua.
Aquel compartimento resultó ser una cocina
secundaria que contaba con una serie de fogones y
hornos en una pared, varios refrigeradores y muchas
encimeras, todas de acero inoxidable resplandeciente.
Su armadura le advirtió que alguien la apuntaba y el
visor táctico le mostró con delgadas líneas rojas los
rayos infrarrojos que dirigían hacia ella y solían ser
invisibles. Tenía media docena de esas líneas en el
torso, todas ellas procedentes de las armas negras y
compactas del personal de seguridad de Mao‐Kwik
que había en el extremo opuesto de la estancia.
Bobbie se enderezó. Tuvo que reconocer a los
matones el mérito de no retroceder. El visor táctico de
la armadura repasó la base de datos de armas y le
informó de que los hombres llevaban subfusiles de 5
milímetros con el almacenamiento de munición
estándar de trescientos proyectiles y una cadencia de
diez disparos por segundo. La armadura calificó las
393
armas como una amenaza baja, a menos que usaran
munición explosiva perforadora, algo improbable
debido a que detrás de ella estaba el casco de la nave.
Bobbie se aseguró de que los altavoces externos
seguían encendidos y dijo:
—Muy bien, chicos, vamos a… Abrieron fuego.
Por un instante, la cocina se convirtió en un caos. La
munición de plástico de alto impacto rebotó contra su
armadura, los mamparos y toda la habitación.
Reventó recipientes de comida deshidratada, sacó
ollas y sartenes de sus enganches magnéticos e hizo
volar por los aires pequeños utensilios, que se
convirtieron en una vorágine de acero inoxidable y
pedazos de plástico. Con mucha mala suerte, un
proyectil rebotó y dio a uno de los guardias en toda la
nariz, lo que le abrió un agujero en la cara e hizo que
se desplomara en el suelo al instante, con un gesto de
sorpresa en el rostro que era casi cómico.
No habían pasado ni dos segundos y Bobbie ya había
atravesado la nube de acero del centro de la
habitación y se había abalanzado sobre los cinco
guardias restantes, con los brazos extendidos como
394
una jugadora de fútbol americano a punto de realizar
un placaje. Los guardias salieron despedidos contra el
mamparo en un revoltijo de carne y luego cayeron al
suelo, inertes. La armadura empezó a mostrarle las
constantes vitales de los hombres en el visor táctico,
pero Bobbie lo desactivó sin mirarlas. No quería
saberlo. Un hombre se movió y empezó a levantar el
arma hacia ella. Bobbie le dio un suave empujón y el
tipo salió volando por los aires hasta golpearse contra
el mamparo opuesto. No volvió a moverse.
Bobbie miró a su alrededor para ver si había
cámaras. No encontró ninguna, pero confió en que la
hubiera. Si alguien había visto lo que acababa de
ocurrir, quizá no volverían a enviar a nadie para
atacarla.
En la escalerilla de la quilla, descubrió que habían
bloqueado el ascensor usando una palanca para
impedir que se cerrara la escotilla del suelo. Los
protocolos básicos de seguridad de la nave no
permitían al ascensor moverse hasta otra cubierta a
menos que la cubierta superior estuviera sellada.
Bobbie arrancó la palanca, la lanzó por la estancia y
395
pulsó el botón para llamar al ascensor, que ascendió
por el hueco hasta su altura y se detuvo. Subió a él y
apretó el botón que llevaba al puente, ocho cubiertas
más arriba. Ocho escotillas presurizadas más.
Ocho posibles emboscadas más.
Apretó los puños hasta que le dolieron los nudillos
dentro de los guantes acorazados. «Pues que vengan.»
El ascensor se detuvo tres cubiertas más arriba y el
panel la informó de que las escotillas de presurización
que la separaban del puente se habían abierto
manualmente. Preferían arriesgarse a que escapara
más de la mitad del oxígeno de la nave antes que
dejarla subir. De algún modo, le resultó gratificante
dar más miedo que una despresurización repentina.
Salió del ascensor y vio que se encontraba en una
cubierta que debía ser la de los camarotes de la
tripulación, aunque parecía que la habían evacuado.
No vio ni un alma. Después de un paseo rápido por el
lugar, contó que había doce pequeños camarotes y dos
baños, a los que sí se podía llamar razonablemente
tigres. La tripulación no tenía adornos bañados en oro.
396
Tampoco tenían un bar a su disposición. Ni un
servicio de comida las veinticuatro horas. Ver las
condiciones espartanas en las que vivían los
tripulantes del Guanshiyin le recordó las últimas
palabras que le había dicho Avasarala. No eran más
que tripulantes. Ninguno de ellos merecía morir por
lo que había ocurrido en Ganímedes.
Bobbie se alegró de no llevar armas.
Encontró otra escotilla de acceso en el tigre y la abrió
de un tirón. Para su sorpresa, el pasillo de servicio
terminaba unos metros por encima de ella. La
estructura de la nave le impedía continuar por ahí.
Nunca había visto el Guanshiyin desde fuera, así que
no tenía ni idea de qué podía ser. Pero necesitaba
subir otras cinco cubiertas y no iba a permitir que
aquello la detuviera.
Después de diez minutos de búsqueda, encontró una
escotilla de servicio que atravesaba el casco exterior.
Había arrancado las dos escotillas del casco interior en
dos cubiertas diferentes por lo que, si abría aquella,
esas dos cubiertas se despresurizarían. Pero el pasillo
397
de la escalerilla central estaba sellado en la cubierta de
Avasarala, por lo que los suyos estarían a salvo. Y la
razón por la que hacía todo aquello era que la escotilla
que daba a las cubiertas superiores estaba sellada, y
era de esperar que la mayor parte de la tripulación se
encontrara allí.
Pensó en los seis hombres de la cocina y sintió
remordimientos. Ellos habían disparado primero, pero
si alguno seguía vivo tampoco quería que se asfixiaran
mientras dormían.
Por suerte, no resultó un problema, ya que la
escotilla daba a una pequeña esclusa de aire del
tamaño de un armario. El ciclo de apertura terminó un
minuto después y Bobbie salió al exterior de la nave.
El casco era triple. Cómo no. El señor del imperio
Mao‐Kwik no iba a confiar su valioso pellejo a nada
menos que lo más seguro que la humanidad fuese
capaz de construir. Y aquel diseño ostentoso de la
nave se extendía también al casco exterior. La mayor
parte de las naves militares estaban pintadas de negro,
para hacerlas difíciles de detectar visualmente en el
espacio. En cambio, las naves civiles solían dejarse sin
398
pintar, es decir, grises, o con una capa básica en
colores corporativos.
El Guanshiyin tenía pintado en el casco un mural de
vivos colores. Bobbie estaba demasiado cerca para
saber qué representaba, pero bajo sus pies distinguió
lo que parecía hierba y un gigantesco casco de caballo.
Mao había hecho que pintaran su nave con un mural
que incluía caballos y hierba. Y casi nadie iba a poder
verlo jamás.
Bobbie se aseguró de que las botas y los guantes
magnéticos estaban a la potencia suficiente para
contrarrestar la aceleración de un cuarto de g de la
nave y empezó a ascender por el lateral. No tardó en
llegar al punto en que comenzaba el callejón sin salida
entre los cascos y vio que era un muelle para
lanzaderas que estaba vacío. Las cosas serían muy
diferentes si Avasarala le hubiera dejado hacer aquello
antes de que Mao escapara en la lanzadera.
«Casco triple», pensó Bobbie. Máxima redundancia.
Tuvo un presentimiento y recorrió la nave hasta el
otro lado. Y en efecto, había otro muelle para
399
lanzaderas. Pero la nave que contenía no era una
lanzadera corriente para distancias cortas. Era
elegante y alargada, con un armazón para motores el
doble de grande que el de una nave normal de su
eslora. Tenía el nombre escrito en letras rojas y
llamativas a lo largo de la proa: Jabalí.
Una pinaza de carreras.
Bobbie regresó hacia el muelle vacío y usó la esclusa
de aire cercana para entrar en la nave. Los códigos
militares de control manual que envió su armadura
funcionaron, para su sorpresa. La esclusa daba a la
cubierta inmediatamente inferior al puente, la que se
usaba para mantenimiento y depósito de suministros
de las lanzaderas. En el centro de la cubierta había un
taller mecánico enorme, ocupado por el capitán del
Guanshiyin y sus oficiales de alto rango. No había
personal de seguridad ni armas a la vista.
El capitán se tocó la oreja en el antiquísimo gesto de
«¿me oyes?». Bobbie asintió con el puño y luego
volvió a encender los altavoces externos para decir:
—Sí.
400
—No somos personal militar —dijo el capitán—. No
podemos defendernos de un armamento así, pero no
voy a entregarle esta nave sin saber cuáles son sus
intenciones. Mi segundo de a bordo se encuentra en la
cubierta superior y está preparado para destruir la
nave si no llegamos a un acuerdo.
Bobbie sonrió, aunque no sabía si aquel hombre le
veía la cara a través del casco.
—Ha detenido de manera ilegal a un miembro de
alto nivel del gobierno de la ONU. Como miembro de
su equipo de seguridad, vengo a exigir que se la
escolte de inmediato a un puerto de su elección, con la
mayor presteza.
La marine hizo un gesto de indiferencia con los
brazos, al estilo belter.
—O también puede hacer saltar la nave por los aires.
Aunque me parecería una reacción un poco
exagerada, cuando lo único que pedimos es que
vuelvan a activar las comunicaciones por radio de la
ayudante de la subsecretaría.
El capitán asintió y saltó a la vista que se relajaba.
401
Pasara lo que pasara, no tenía elección. Y como no
tenía elección, tampoco tenía responsabilidad alguna.
—Estábamos cumpliendo órdenes. Lo verá en el
archivo de registro cuando tomen el mando.
—Se lo haré saber a la señora. El capitán volvió a
asentir.
—En ese caso, la nave es suya.
Bobbie abrió un canal de radio con Cotyar.
—Hemos ganado. ¿Me pones con su majestad? —Y
mientras esperaba a Avasarala, Bobbie dijo al
capitán—: Hay seis personas de seguridad heridas
abajo. Envíen un equipo médico.
—¿Bobbie? —dijo Avasarala por radio.
—La nave es suya, señora.
—Genial. Dígale al capitán que tenemos que ir a la
mayor velocidad posible para interceptar a Holden.
Vamos a llegar a él antes que Nguyen.
—Hum, esto es un yate de lujo. Está construido para
ir cómodo a g bajo. Seguro que puede llegar a un g si
hace falta, pero dudo que acelere mucho más que eso.
402
—El almirante Nguyen está a punto de matar a los
únicos que podrían saber qué coño está pasando de
verdad —dijo Avasarala, sin gritar pero casi—. ¡No
tenemos tiempo de pasear por ahí como si no
supiéramos con qué jodido prostituto quedarnos!
—Anda —dijo Bobbie. Y al cabo de un momento,
añadió—: Si esto es una carrera, sé dónde hay una
nave de carreras…
403
39
Holden
Holden se sirvió un café de la cafetera de la cocina y
el potente aroma inundó la estancia. Sintió cómo la
tripulación le clavaba la mirada en la espalda, una
sensación casi física. Los había llamado a todos allí y,
cuando llegaron y tomaron asiento, les había dado la
espalda para ponerse a preparar café. «Intento sacar
tiempo de donde sea porque he olvidado cómo decir
lo que quería decir.» Echó azúcar en el café a pesar de
que siempre lo bebía sin, solo para ganar algo más de
tiempo mientras lo removía.
404
—Vale. ¿Quiénes somos? —preguntó mientras
meneaba la cucharilla.
La pregunta quedó en el aire, y Holden se volvió
hacia ellos y se apoyó en la encimera sosteniendo un
café que no le apetecía sin dejar de remover.
—Lo pregunto en serio —insistió—. ¿Quiénes
somos? Es la cuestión a la que termino volviendo
siempre.
—Esto… —dijo Amos, revolviéndose en el asiento—.
Yo me llamo Amos, capi.
¿Te encuentras bien?
Nadie dijo nada más. Alex miraba la mesa que tenía
delante y su oscuro cuero cabelludo resplandecía a la
brillante luz de la cocina bajo el pelo ralo. Prax estaba
sentado en la encimera junto al fregadero y se miraba
las manos. Las abría y cerraba de vez en cuando, como
si intentara descubrir para qué servían.
La única que lo miraba era Naomi. Llevaba el pelo
recogido en una coleta muy tirante, y tenía clavados
en él sus ojos almendrados y negros. Era un poco
desconcertante.
405
—Hace poco he descubierto algo sobre mí —
continuó Holden, sin dejar que la mirada impertérrita
de Naomi lo distrajera—. Os he tratado a todos como
si me debierais algo. Y ninguno me debéis nada. Lo
que significa que os he tratado como a una mierda.
—No —objetó Alex sin levantar la mirada.
—Sí —insistió Holden, y no dijo nada más hasta que
Alex lo miró—. Sí. A ti incluso más que a los demás.
Porque he pasado muchísimo miedo y los cobardes
siempre buscamos un objetivo fácil. Y tú vienes a ser
la mejor persona que conozco, Alex. Así que te he
tratado mal porque sabía que no me ibas a replicar.
Espero que puedas perdonarme lo que he hecho,
porque de verdad que lo lamento muchísimo.
—Claro, te perdono, capi —dijo Alex con su acento
marcado y una sonrisa.
—Intentaré merecerlo —respondió Holden, un poco
molesto porque Alex se lo hubiera puesto tan fácil—.
Hace poco, Alex me dijo algo que me ha hecho
reflexionar mucho. Me recordó que aquí nadie es un
empleado. Que no estamos en la Canterbury. Que ya
406
no trabajamos para Pur & Limp. Y que no soy más
dueño de esta nave que ninguno de vosotros.
Aceptamos el contrato de la APE a cambio de una
paga y los gastos de la nave, pero nunca hemos
hablado de qué hacer en caso de que nos sobrara
dinero.
—Tú mismo abriste esa cuenta —dijo Alex.
—Sí, tenemos una cuenta bancaria con todo el dinero
restante. La última vez que lo miré, teníamos casi
ochenta de los grandes. Yo creo que deberíamos
dejarlo ahí para los gastos de la nave, pero mi opinión
cuenta lo mismo que la vuestra. No es mi dinero. Es
de todos. Nos lo hemos ganado.
—Pero el capitán eres tú —dijo Amos, y señaló la
cafetera. Mientras Holden le servía una taza, dijo:
—¿Lo soy? Era el segundo de a bordo de la
Canterbury. Lo normal era que pasara a ser capitán
después de que destruyeran la Cant. —Pasó el café a
Amos y se sentó a la mesa con el resto de la
tripulación—. Pero ya hace tiempo que no somos esas
personas. Lo que somos ahora es cuatro tipos que en
407
realidad no trabajan para nadie…
Prax carraspeó al oírlo, y Holden asintió a modo de
disculpa.
—Al menos no a largo plazo, por decirlo así. No hay
empresa ni gobierno que me conceda autoridad sobre
la tripulación. Somos solo cuatro personas que más o
menos son dueñas de una nave que Marte intentará
recuperar a la mínima que pueda.
—Fue un rescate legítimo —matizó Alex.
—Y espero que los marcianos estén de acuerdo
contigo cuando se lo expliques
—respondió Holden—. Pero eso no cambia mi
pregunta: ¿quiénes somos?
Naomi asintió con el puño.
—Sé adónde quieres llegar. Hemos dejado aparcadas
estas cosas porque no hemos podido parar ni un
momento desde que ocurrió lo de la Canterbury.
—Y creo —añadió Holden— que es el mejor
momento para aclararlas. Tenemos un contrato para
ayudar a Prax a encontrar a su hija y nos va a pagar
408
para mantener la nave. Cuando encontremos a Mei,
¿cómo vamos a encontrar el siguiente encargo?
¿Buscaremos otro siquiera? ¿Venderemos la Roci a la
APE y nos jubilaremos en Titán? Creo que deberíamos
tener claras esas cosas.
Nadie dijo nada. Prax bajó de la encimera y se puso a
rebuscar por los muebles. Un minuto o dos después,
sacó un paquete que por un lado rezaba PUDIN DE
CHOCOLATE y dijo:
—¿Puedo hacérmelo? Naomi rio. Alex dijo:
—Que lo disfrutes, doctor.
Prax sacó un bol y empezó a mezclar los
ingredientes. El botánico dejó de estar atento a ellos y,
por extraño que pareciera, aquello creó una sensación
de intimidad en la tripulación. El elemento externo se
había puesto a hacer otra cosa y podían hablar entre
ellos. Holden se preguntó si Prax lo sabía y lo estaba
haciendo a propósito.
Amos sorbió lo que le quedaba del café.
—Bueno, esta reunión la has convocado tú, capi —
dijo—. ¿Tenías algo en mente?
409
—Sí —dijo Holden, después de reflexionar un
instante—. Sí, más o menos. Naomi le puso una
mano en el brazo y sonrió.
—Te escuchamos.
—Creo que deberíamos casarnos —dijo, guiñando un
ojo a Naomi—. Vamos a quitarnos problemas y
legalizarlo.
—Un momento —dijo ella. La expresión que puso
fue más aterrorizada de lo que habría querido Holden.
—No, no, estaba medio de broma —dijo Holden—.
Pero solo medio. Mirad, he estado pensando en mis
padres. Al principio crearon la asociación colectiva
por la granja. Todos eran amigos y querían comprar
aquella propiedad en Montana, por lo que formaron
un grupo lo bastante grande como para poder
permitírselo. No era algo sexual. Padre Tom y padre
Caesar ya eran pareja sexual y monógamos. Madre
Tamara era soltera. Padre Joseph, padre Anton, madre
Elise y madre Sophie eran ya una unidad civil
poliamorosa. Padre Dimitri se unió un mes después,
cuando empezó a salir con Tamara. Crearon una
410
unión civil para ser todos propietarios de la granja. Si
hubieran pagado impuestos por niños por separado,
no se la habrían podido permitir, así que me tuvieron
a mí en grupo.
—La Tierra —anunció Alex— es un sitio raro de
cojones.
—Que un bebé tenga ocho padres tampoco es algo
normal allí —dijo Amos.
—Pero tiene sentido desde un punto de vista
económico si se tienen en cuenta los impuestos por
bebé —explicó Holden—. Tampoco es que sea algo
inaudito.
—¿Y qué pasa con la gente que hace bebés sin pagar
los impuestos? —preguntó Alex.
—Pasar desapercibido es más complicado de lo que
crees —dijo Holden—. A menos que nunca lo lleves al
médico o recurras solo a los mercados negros.
Amos y Naomi cruzaron una mirada fugaz que
Holden fingió no ver.
—Muy bien —continuó Holden—. Olvidaos de los
411
bebés un momento. Lo que intento decir es que
tenemos que constituirnos en sociedad. Si tenemos
intención de seguir juntos, tenemos que formalizarlo
legalmente. Podemos hacer un borrador de los
documentos en alguna estación independiente de los
planetas exteriores, como Ceres o Europa, y
establecernos como propietarios de la empresa.
—¿Y a qué se dedicaría nuestra pequeña empresa? —
preguntó Naomi.
—Eso mismo —dijo Holden, con tono triunfal.
—Esto… —volvió a decir Amos.
—No, me refiero a que eso es justo lo que os
preguntaba —continuó Holden—.
¿Quiénes somos? ¿A qué queremos dedicarnos?
Porque cuando venza el contrato que tenemos con
Prax, tendremos una cuenta bancaria bien surtida, una
nave de guerra de alta tecnología y seremos libres
para hacer lo que nos salga de las narices.
—Vaya, capi —exclamó Amos—. Se me acaba de
poner morcillona.
412
—¿A que sí? —respondió Holden con una sonrisa.
Prax dejó de mezclar cosas en el bol y lo metió en la
nevera. Se giró y los miró, con la cautela de alguien
que teme que lo echen si lo ven. Holden se acercó a él
y lo rodeó con un brazo por encima de los hombros.
—Es probable que nuestro amigo Prax no sea el
único que necesita contratar una nave como esta,
¿verdad?
—Somos lo más rápido y cañero que pueda
encontrar cualquier civilucho—dijo Alex, asintiendo
con la cabeza.
—Y cuando encontremos a Mei tendremos toda la
buena fama que necesitamos
—continuó Holden—. ¿Qué mejor publicidad que esa?
—Admítelo, capi —dijo Amos—. No te disgusta ser
famoso.
—Si nos da trabajo, no.
—Es mucho más probable que acabemos arruinados,
sin aire y a la deriva en el vacío —dijo Naomi.
—Siempre va a ser una posibilidad —admitió
413
Holden—, pero, tíos, ¿no os apetece ser vuestros
propios jefes para variar? Si vemos que no podemos
ganarnos la vida por nuestra cuenta, siempre
podemos vender la nave por un montón de pasta y
separarnos. Tenemos un plan de fuga.
—Sí —dijo Amos—. Está de puta madre. Hagámoslo.
¿Por dónde empezamos?
—Bueno —dijo Holden—, eso es otra cosa nueva que
deberíamos hacer. Creo que tenemos que votar.
Ninguno de nosotros es propietario de la nave, así que
yo digo que a partir de ahora votemos las cosas
importantes como esta.
—Todo el que esté a favor de constituirnos como
empresa y convertirnos en propietarios de la nave que
levante la mano —dijo Amos.
Para alivio de Holden, todos la levantaron. Hasta
Prax hizo el ademán de levantarla, se dio cuenta y la
bajó.
—Buscaré un abogado en Ceres y empezaremos a
preparar el papeleo —afirmó Holden—. Pero eso nos
lleva a otra cosa. Una empresa puede ser propietaria
414
de una nave, pero no su capitán registrado.
Tendremos que votar para ver quién ostenta ese título.
Amos empezó a reír.
—Es que me parto contigo, capi. Que levante la
mano el que no quiera que Holden sea el capitán.
Nadie levantó la mano.
—¿Lo ves? —dijo Amos.
Holden hizo un amago de decir algo, pero se detuvo
cuando sintió que se le cerraba la garganta y se le
encogía el estómago.
—Vaya —dijo Amos con una sonrisa en la cara—,
parece que te ha tocado.
Naomi asintió y sonrió a Holden, con lo que
consiguió que el dolor que sentía en el pecho
empeorara.
—Yo soy ingeniera —dijo—. No hay programa en
esta nave que no haya modificado o reescrito, y ha
llegado a un punto en el que me veo capaz de
desmontarla y volverla a unir pieza a pieza. Pero se
me da fatal echarme faroles. Y nunca voy a ser quien
415
se plante delante de las armadas de los planetas
interiores y les diga que ya se están quitando de en
medio.
—Lo mismo digo —convino Alex—. Yo lo único que
quiero es seguir pilotando a esta chica. Tan simple
como eso. No necesito más para ser feliz.
Holden hizo otro amago de hablar, pero para su
sorpresa y bochorno, los ojos se le llenaron de
lágrimas justo cuando abrió la boca. Amos lo salvó.
—Yo soy poco más que un chapuzas —dijo—.
Trasteo con las herramientas y me limito a esperar a
que Naomi me diga cuándo y dónde meterlas. No
quiero llevar nada más grande que el taller mecánico.
Tú eres al que le gusta hablar. Te he visto plantar cara
a Fred Johnson, a capitanes de la armada de la ONU, a
forajidos de la APE y a piratas espaciales hasta arriba
de droga. Hablas mejor con el culo que la mayoría de
la gente con la boca estando sobrios.
—Gracias —terminó por decir Holden—. Os quiero,
chicos. Lo sabéis, ¿verdad?
—Además —continuó Amos—, nadie de esta nave se
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esforzaría más que tú en recibir un tiro por mí. Es algo
que me gusta de un capitán.
—Gracias —repitió Holden.
—Pues yo diría que está decidido —afirmó Alex
mientras se levantaba y se dirigía a la escalerilla—.
Voy a confirmar que no vayamos directos hacia una
roca o algo así.
Holden vio cómo se marchaba y le gustó ver que se
enjugaba las lágrimas tan pronto como salía de la
cocina. No pasaba nada por ser un llorón si estabas
rodeado de otros llorones.
Prax le dio una palmadita incómoda en el hombro y
dijo:
—Vuelve a la cocina en una hora, que el pudin estará
listo. —Luego se marchó camino de su camarote. Ya
estaba leyendo mensajes en su terminal portátil antes
de cerrar la puerta.
—Vale —dijo Amos—. ¿Ahora qué?
—Amos —dijo Naomi mientras se levantaba
y se acercaba a Holden—.
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Encárgate un rato por mí del centro de mando.
—Recibido —dijo Amos, con una voz que parecía
contener una sonrisa. Subió por la escalerilla y se
perdió de vista. Luego se oyó el sonido de la escotilla
al abrirse y cerrarse detrás de él.
—Hola —dijo Holden—. ¿Lo he hecho bien? Naomi
asintió.
—Siento que vuelves a ser tú. Estaba preocupada por
no volverte a ver jamás.
—Si no hubieras tirado de mí para sacarme del
agujero que estaba excavando para mí mismo,
ninguno de los dos lo habría hecho.
Naomi se inclinó hacia delante para besarlo y él la
rodeó con los brazos para acercársela. Cuando
pararon para respirar, Holden dijo:
—¿No es muy pronto?
—Calla —dijo Naomi, y volvió a besarlo.
Sin quitarle los labios de la boca, Naomi separó su
cuerpo del suyo y empezó a intentar desabrocharse la
cremallera del mono. Uno de aquellos ridículos monos
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militares de Marte que venían con la nave y tenían
grabado en la espalda el nombre TACHI. Si iban a
fundar su propia empresa, necesitarían algo mejor.
Los monos tenían sentido para una vida en el espacio
llena de cambios de gravedad y partes mecánicas y
grasientas. Pero necesitarían algo hecho a medida, con
sus propios colores corporativos. Con el nombre
ROCINANTE en la espalda.
Naomi metió la mano dentro del mono de Holden,
por debajo de la camiseta, y él dejó de pensar en todos
aquellos temas estilísticos.
—¿En mi catre o en el tuyo? —preguntó Holden.
—¿Tienes tu propio catre?
«Ahora ya no.»
Hacer el amor con Naomi siempre había sido
diferente a hacerlo con cualquier otra persona. La
diferencia era física. Era la única cinturiana con la que
Holden se había acostado, lo que implicaba algunas
variaciones fisiológicas. Pero, para él, aquello no era lo
más notable. Lo que hacía diferente a Naomi era que
habían sido amigos durante cinco años antes de
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acostarse juntos.
No era una afirmación muy halagadora sobre el
carácter de Holden, y recordarlo hacía que se
avergonzara, pero en lo referente al sexo siempre
había sido bastante superficial. Tiraba los tejos a
potenciales compañeras sexuales minutos después de
haberlas conocido y, como era guapo y encantador,
solía llevarse a la cama a las que le interesaban.
Siempre se había permitido confundir enseguida el
encaprichamiento con el afecto genuino. Uno de los
peores recuerdos que tenía era el día en que Naomi
se lo había dicho. El día que sacó a relucir aquel
jueguecito de convencerse a sí mismo de que le
importaban todas las mujeres con las que se había
acostado para no sentir que las utilizaba.
Pero era lo que había hecho. Que algunas de aquellas
mujeres también lo hubieran utilizado a él no le hacía
sentir mejor al respecto.
Como Naomi era tan diferente en lo físico al ideal
que se había creado creciendo en la Tierra, Holden no
la había visto como posible compañera sexual cuando
los presentaron. Y el resultado era que había llegado a
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conocerla como persona, sin todo el bagaje sexual que
solía arrastrar. Cuando sus sentimientos por ella se
convirtieron en algo más que amistad, se sorprendió.
Y de alguna manera, aquello lo cambiaba todo en lo
relativo al sexo. Los movimientos eran los mismos,
pero el deseo de comunicar afecto en lugar del de
demostrar habilidad cambiaba lo que significaba todo.
Después de acostarse con ella por primera vez, se
había quedado tumbado en la cama durante horas
pensando que llevaba años haciéndolo mal y se
acababa de dar cuenta.
Le estaba volviendo a pasar.
Naomi dormía a su lado, con un brazo sobre el pecho
de Holden y las piernas entrelazadas con las de él, con
la tripa pegada a sus caderas y los pechos clavados en
sus costillas. Nunca había estado del mismo modo con
otra persona y supo que así era como tenía que ser. Se
sentía completamente a gusto y satisfecho. Alcanzaba
a imaginar un futuro en el que no había sido capaz de
demostrar que había cambiado, uno en el que ella no
había vuelto con él. Se vio a sí mismo compartiendo
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cama durante años, décadas, con varias compañeras
sexuales para intentar volver a sentir aquella
sensación y que no lo conseguía porque, por supuesto,
en realidad no era del todo cuestión de sexo.
Pensarlo hizo que le doliera el estómago.
Naomi hablaba en sueños. Susurró algo misterioso al
cuello de Holden, y el repentino cosquilleo lo sacó de
la duermevela en la que comenzaba a sumirse. Apretó
la cabeza de Naomi contra su pecho y la besó en la
coronilla. Luego se colocó de lado y se permitió
dormir.
La consola de pared que había sobre la cama empezó
a sonar.
—¿Quién es? —preguntó, de pronto más cansado
que nunca. Acababa de cerrar los ojos un segundo
antes y sabía que en aquel momento no podía volver
a abrirlos.
—Soy yo, capitán —dijo Alex. Holden quería gritarle,
pero no encontró fuerzas para hacerlo.
—Vale.
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—Tienes que ver esto. —Alex no dijo más, pero había
algo en su tono que despertó a Holden. Se incorporó
en la cama y apartó el brazo de Naomi. Ella dijo algo
en sueños, pero no se despertó.
—Vale —repitió Holden mientras encendía el
monitor.
Una anciana de pelo blanco con unas facciones muy
raras lo miraba desde el otro lado de la pantalla. El
desconcierto hizo que le costara un segundo darse
cuenta de que no estaba deformada, sino aplastada
por una aceleración enorme. Con una voz
distorsionada por la fuerza de gravedad que le
aplastaba la garganta, la mujer dijo:
—Me llamo Chrisjen Avasarala. Soy la ayudante de
la subsecretaría de administración ejecutiva de la
ONU. Un almirante de la ONU ha enviado seis
destructores clase Munroe desde el sistema joviano
para destruir su nave. Rastree este código de
transpondedor y venga a reunirse conmigo o tanto
usted como el resto de su tripulación morirá. Esto no
es una puta broma.
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Prax
La aceleración lo aplastó contra el asiento de colisión.
Solo era de cuatro g, pero hasta un único g era
suficiente para necesitar casi el cóctel completo de
medicamentos. Había vivido en un lugar que lo
mantenía débil. Era algo que ya sabía, claro, pero
sobre todo en términos de xilemas y floemas. Siempre
había tomado los medicamentos suplementarios para
estimular el crecimiento óseo en gravedad baja. Había
hecho la cantidad de ejercicio recomendada. Casi
siempre. Pero, en el fondo, también había pensado
que todo aquello era una idiotez. Prax era botánico.
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Viviría y moriría en los mismos túneles con esa
cómoda baja gravedad, menos de un quinto de la que
había en la Tierra. Nunca tendría razón alguna para
viajar a la Tierra. Y menos razón todavía tendría para
experimentar un acelerón a alta gravedad. Pero allí
estaba ahora, encajado en aquel gel como si se
encontrara en el fondo del océano. Tenía la visión
borrosa y cada respiración le exigía esfuerzo. Cuando
se le hiperextendió la rodilla, intentó gritar, pero no
pudo coger aire para hacerlo.
Al resto le iría mejor. Estaban acostumbrados a ese
tipo de cosas. Sabían que sobrevivirían. Pero el
rombencéfalo de Prax no estaba seguro. Unas agujas
se le clavaron en el muslo y le inyectaron otro cóctel
de hormonas y medicamentos paralizantes. Un frío
helado se extendió desde el lugar de las inyecciones y
lo asoló una sensación paradójica que combinaba
miedo y tranquilidad. Llegado a aquel punto, era un
acto de equilibrismo entre mantener los vasos
sanguíneos elásticos para que no se partieran y recios
para que no reventaran. Su mente perdió pie y dejó en
su lugar algo distante y calculador, como si su cuerpo
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se limitara a funcionar sin tener conciencia propia. Era
como una pura función ejecutiva sin sensación del yo.
Lo que antes era su mente sabía las mismas cosas que
él, recordaba las mismas cosas, pero no era él.
Se puso a hacer inventario en aquel estado alterado
de conciencia. ¿Pasaría algo si moría? ¿Quería vivir?
Y en caso afirmativo, ¿en qué términos? Pensó en la
pérdida de su hija como si fuera un objeto físico. La
pérdida era el rosa pastel de una concha aplastada
donde antes había estado el rojo de la sangre vieja y
costrosa. El rojo de un cordón umbilical que espera a
caer libre. Recordó a Mei, su aspecto. El encanto de su
risa. Seguro que ya no sería así. Eso en caso de que
estuviera viva, que no era lo más probable.
Con la mente doblegada por la gravedad, Prax
sonrió. Sus labios no se movieron, claro. Se había
equivocado. Siempre había estado equivocado. Creía
que todas las horas que había pasado sentado, solo y
pensando que Mei había muerto le habían servido
para hacerse más fuerte, lo habían preparado para lo
peor. Pero no había sido así en absoluto. Lo había
dicho en voz alta y había intentado creérselo porque la
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idea era reconfortante.
Si la niña estaba muerta, no la estarían torturando. Si
estaba muerta, no estaría asustada. Si estaba muerta,
él sería el único que sufriría el dolor, solo él, y ella
estaría a salvo. Reparó sin placer ni dolor en que su
estado mental era patológico. Pero le habían
arrebatado la vida y a su hija, había estado a punto de
morir de hambre mientras el efecto en cascada
acababa con los restos de Ganímedes, le habían
disparado, se había enfrentado a una máquina de
matar medio alienígena y, en aquel momento, todo el
Sistema Solar pensaba que era un pedófilo que había
pegado a su esposa. No tenía motivos para estar
cuerdo. Estarlo no iba a servirle de nada.
Y, para colmo, la rodilla le dolía horrores.
En algún lugar muy lejano, uno con luz y aire, algo
zumbó tres veces y la montaña salió de encima de su
esternón. Volvió en sí mismo como si saliera del fondo
de una piscina.
—Muy bien —dijo Alex por el canal de
comunicaciones de la nave—. La cena está lista.
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Tomaros un par de minutos para que el hígado se os
separe de la columna y nos reuniremos en la cocina.
Solo tenemos cincuenta minutos, así que
aprovechadlos.
Prax respiró hondo, soltó el aire entre los dientes y
luego se incorporó. Le dolía todo el cuerpo, como si lo
tuviera magullado. Su terminal portátil indicaba que
el impulso estaba a un tercio de g, pero le daba la
impresión de que era mucho menos. Sacó las piernas
por un lado del asiento y la rodilla le estalló con un
crujido húmedo. Tocó su terminal.
—No sé si puedo caminar —dijo—. Mi rodilla.
—Aguanta, doctor —oyó decir a Amos por el
altavoz—. Voy a echarle un ojo. Ahora mismo soy lo
más parecido a un médico que tenemos, a no ser que
quieras que se encargue la enfermería.
—Tú no uses el soldador y ya está —dijo Holden—.
No sirve con personas.
El canal quedó en silencio. Mientras esperaba, Prax
revisó los mensajes que le habían llegado. La lista no
cabía en la pantalla, pero había sido así desde que
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hicieron la transmisión. Lo que sí había cambiado eran
los títulos de los mensajes.
DEBERÍAN TORTURAR A LOS VIOLADORES
DE NIÑOS HASTA LA MUERTE NO HAGAS
CASO A LOS QUE TE ODIAN
TE CREO
MI PADRE ME HIZO LO MISMO
ENCUENTRA A DIOS ANTES DE QUE SEA
DEMASIADO TARDE
No los abrió. Buscó las noticias en las que figurara su
nombre y el de Mei y encontró unas siete mil en las
que aparecían esas palabras clave. Con el nombre de
Nicola solo había cincuenta.
Hubo un tiempo en el que había amado a Nicola, o al
menos creído que la amaba. En aquella época quería
hacerle el amor como si le fuera la vida en ello. Pensó
que había sido una buena época. Todas aquellas
noches que habían pasado juntos. Mei había salido del
cuerpo de Nicola. Era difícil creer que algo tan bello e
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importante hubiera formado parte de una mujer que,
visto lo visto, no había llegado a conocer bien. Ni
siquiera como padre de su hija había llegado a conocer
bien a la mujer que había sido capaz de protagonizar
aquel vídeo.
Abrió el campo de grabación del terminal portátil, se
colocó en el centro de la cámara y se humedeció los
labios.
—Nicola…
Veinte segundos después, lo cerró y borró la
grabación. No tenía nada que decir. «¿Quién eres y
quién te crees que soy yo?» era lo que más se acercaba
a lo que quería expresar, pero le daba igual la
respuesta a las dos preguntas.
Volvió a abrir los mensajes y estableció un filtro
negativo para los nombres de quienes habían ayudado
a que investigara. No había nada nuevo desde la
última vez.
—¿Qué tal, doctor? —preguntó Amos mientras
entraba en la pequeña estancia.
—Lo siento —dijo Prax, volviendo a dejar su
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terminal en el soporte que había junto al asiento de
colisión—. Es que durante este último acelerón…
Se señaló la rodilla. La tenía hinchada, pero no tan
mal como esperaba. Pensó que tendría el doble del
tamaño habitual, pero los antiinflamatorios que le
habían inyectado habían hecho su trabajo. Amos
asintió, puso una mano contra el esternón de Prax y lo
empujó contra el gel.
—A mí a veces se me disloca un dedo del pie —dijo
Amos—. Es una articulación muy pequeña pero, como
la tengas mal colocada en un quemado fuerte, duele
un cojón. Intenta relajarte, doctor.
Amos le dobló la rodilla dos veces para notar la
fricción al tacto.
—No está tan mal. Venga, estírala. Muy bien.
Amos rodeó el tobillo de Prax con una mano y con la
otra agarró el marco del asiento, para luego empezar a
tirar lenta pero inexorablemente. La rodilla de Prax
estalló de dolor, crujió de una manera estruendosa y
húmeda y le dio la nauseabunda sensación de que los
tendones rozaban el hueso.
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—Listo —dijo Amos—. Cuando volvamos a acelerar,
asegúrate de que la tienes bien colocada. Como se te
vuelva a hiperextender así, te saltará la rótula por los
aires. Cuidado, ¿vale?
—Vale —dijo Prax mientras se incorporaba en el
asiento.
—Siento mucho tener que hacer esto, doctor —dijo
Amos mientras le ponía una mano en el pecho y lo
empujaba de nuevo contra el respaldo—. Sé que tienes
un día de mierda y tal, pero ya sabes cómo va.
Prax frunció el ceño. Le dolían todos los músculos de
la cara.
—¿A qué te refieres?
—A todas las gilipolleces que están diciendo sobre la
niña y tú. Porque son gilipolleces, ¿verdad?
—Por supuesto —respondió Prax.
—Porque, ya sabes, hay veces que pasan cosas que
no querías que pasaran. Que tienes un mal día y
pierdes los nervios. Esas cosas. O joder, que te
emborrachas. La de cosas que he hecho yo yendo
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hasta las trancas. A veces me las tienen que contar
después. —Amos sonrió—. Solo te estoy diciendo que,
si hay algo de verdad en ello, algo que están inflando
y exagerando, es mejor que lo sepamos cuanto antes,
¿vale?
—Nunca he hecho nada de lo que dijo esa mujer.
—Puedes decirme la verdad y no pasará nada,
doctor. Lo entiendo. Los tíos a veces hacen cosas y eso
no los convierte en malas personas.
Prax apartó la mano de Amos y se incorporó en el
asiento. Tenía la rodilla mucho mejor.
—En realidad, sí —objetó Prax—. Sí que los convierte
en malas personas.
La expresión de Amos se relajó y la sonrisa le cambió
de una manera que Prax no fue capaz de entender del
todo.
—Muy bien, doctor. Como te decía, lo siento mucho,
pero de verdad tenía que preguntártelo.
—No pasa nada —dijo Prax, poniéndose en pie.
Durante un segundo, le dio la impresión de que la
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rodilla le iba a ceder, pero no lo hizo. Prax dio un paso
con cuidado, luego otro. Iba bien. Se giró hacia la
cocina, pero la conversación no había terminado—. Si
hubiera… Si hubiera hecho esas cosas, ¿te habría
parecido bien?
—Joder, ni de broma. Te habría roto el cuello y tirado
por la esclusa de aire — dijo Amos, dándole una
palmadita en el hombro.
—Ah —dijo Prax, con un leve alivio que se le
extendió por el pecho—. Gracias.
—Para eso estamos.
Cuando Amos y Prax llegaron a la cocina,
encontraron allí a los otros tres, pero el lugar seguía
dando la sensación de estar solo medio lleno. Naomi y
Alex estaban sentados uno frente a otro en la mesa.
Ninguno de los dos parecía tan hecho polvo como se
sentía Prax. Holden estaba cerca de la pared y se dio la
vuelta con un bol de espuma en cada mano. Dentro
había un lodo parduzco que olía a calor, tierra y hojas
cocinadas. Prax sintió un hambre atroz nada más
olerlo.
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—¿Quieres sopa de lentejas? —preguntó Holden
mientras Prax y Amos se sentaban a ambos lados de
Alex.
—Me encantaría —respondió Prax.
—Yo me tomaré un tubito de potingue —dijo
Amos—. Las lentejas me dan gases y no creo que os
guste mucho que me estalle el intestino la próxima vez
que aceleremos.
Holden puso delante de Prax un bol recién hecho y
alcanzó a Amos un tubo blanco con la boquilla negra.
Luego se sentó al lado de Naomi. No se tocaron, pero
la conexión que había entre ellos era inconfundible. Se
preguntó si Mei había deseado alguna vez que se
reconciliara con Nicola. Aquello ya era imposible.
—Muy bien, Alex —dijo Holden—. ¿Qué tenemos?
—Lo mismo que antes —respondió Alex—. Seis
destructores quemando a toda máquina hacia
nosotros. Otra fuerza igual de potente quema también
detrás de ellos y tenemos una pinaza de carreras que
nos enseña el culo por el otro lado.
—Espera —interrumpió Prax—. ¿Se aleja?
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