Holden solo había conocido bien a un policía, y no
durante mucho tiempo. Durante la enorme y
desagradable serie de jodiendas que habían pasado a
englobarse bajo el apelativo de «el incidente de Eros»,
Holden había trabajado un tiempo con un hombre
delgado, anodino y depresivo llamado Miller. Cuando
se conocieron, Miller ya había abandonado su trabajo
en las autoridades para seguir investigando de forma
obsesiva el caso de una persona desaparecida.
No se podía decir que hubieran sido amigos, pero
habían conseguido evitar que la especie humana
acabara desapareciendo debido a unas maquinaciones
corporativas y un arma alienígena que, durante toda
la historia de la humanidad, se había confundido con
una luna de Saturno. Por esa parte, al menos, aquella
colaboración había sido útil.
Holden había sido oficial de la armada durante seis
años. Había visto morir a gente, pero solo desde la
comodidad de su pantalla de radar. En Eros, había
visto morir a miles de personas, de cerca y de manera
terrible. Él mismo se había visto obligado a matar a
algunas. La dosis de radiación que había recibido allí
51
lo obligaba a tomar medicación de manera regular
para acabar con los tumores que no dejaban de aflorar
en su cuerpo. Aun así, había salido mejor parado que
Miller.
Gracias a Miller, aquella infección alienígena había
caído en Venus en lugar de la Tierra, pero el impacto
no había acabado con la amenaza. Fuera lo que fuera
lo que pretendiera hacer aquella confusa
programación alienígena que se apropiaba de todo,
era algo que seguía ocurriendo bajo el cielo
encapotado del planeta. Y nadie hasta el momento
había sido capaz de sacar una conclusión científica al
respecto más allá de un: «Vaya, qué raro».
Aquel viejo y fatigado inspector belter había
entregado su vida para salvar a la humanidad.
Y salvar a la humanidad había hecho que Holden
fuera contratado por la Alianza de Planetas Exteriores
para perseguir piratas. Hasta en los peores días, tenía
la certeza de que era el que había salido mejor parado
de todo aquello.
—Treinta segundos para interceptarlos —anunció
52
Alex. Holden volvió a centrarse en el presente y
llamó a ingeniería.
—¿Estás bien amarrado ahí abajo, Amos?
—Hecho, capi. Estoy listo. Intentad que no acribillen
a mi niña.
—Hoy nadie va a acribillar a nadie —dijo Holden,
antes de desconectarse. Naomi arqueó una ceja
interrogativa al oírlo—. Naomi, activa las
comunicaciones. Quiero hablar con esos amigos que
tenemos ahí fuera.
Un segundo después, los controles de
comunicaciones aparecieron en su consola. Apuntó el
haz estrecho hacia la nave pirata y esperó a que el
indicador de conexión se pusiera de color verde.
Cuando lo hizo, dijo:
—Carguero ligero sin identificar, aquí el capitán
James Holden del torpedero
Rocinante de la Alianza de Planetas Exteriores.
Responda, por favor.
No oyó nada en los auriculares, a excepción del
ruido quedo y ambiental de la estática que se oía de
53
fondo debido a la radiación.
—Mirad, chicos, esto no es un juego. Sabéis quién
soy. También sabéis que hace cinco días atacasteis el
carguero de alimentos Sonámbulo, desconectasteis sus
motores y robasteis seis mil kilos de proteínas y todo
el aire. Eso es todo lo que necesito saber sobre
vosotros.
El silencio y la estática no cesaron.
—Así que este es el trato. Estoy cansado de seguiros
y no voy a permitir que me retraséis hasta que os dé
tiempo de arreglar la nave y vuelva a empezar otra de
estas divertidas persecuciones. Si no nos enviáis
vuestra rendición incondicional en los próximos
sesenta segundos, voy a dispararos un par de
torpedos con cabezas de plasma de alto rendimiento y
convertir vuestra nave en un brillante amasijo de
chatarra. Luego volveré a casa y dormiré como un
bebé.
La estática cesó al fin cuando se oyó la voz de un
chico que parecía demasiado joven para alguien que
hubiera decidido vivir de la piratería.
54
—No puedes hacer eso. La APE no es un gobierno de
verdad. No tienes respaldo legal para hacerme nada,
capullo, así que lárgate de aquí —dijo la voz, que no
dejaba de sonar como si estuviera a punto de tener un
berrinche adolescente.
—¿En serio? ¿Eso es lo único que se te ocurre? —
respondió Holden—. Mira, olvídate del debate legal y
de lo que es o no una autoridad gubernamental
durante un momento. Échale un vistazo al retorno de
las lecturas de mi nave en vuestro radar láser.
Vosotros viajáis en un carguero ligero cochambroso al
que alguien soldó un cañón Gauss de andar por casa,
mientras que nosotros estamos en un torpedero
marciano de tecnología punta con la potencia de fuego
suficiente para reducir a cenizas una luna pequeña.
La voz no respondió.
—Chicos, aunque no aceptéis que soy una autoridad
legal de verdad, ¿no creéis que si quisiéramos
podríamos haceros pedazos?
El canal de comunicaciones continuó en silencio.
Holden suspiró y se frotó el tabique. A pesar de la
55
cafeína, todavía le seguía doliendo la cabeza. Dejó
abierto aquel canal con la nave pirata y abrió otro con
la cabina.
—Alex, dispara una ráfaga corta con los cañones de
defensa en punta delanteros hacia el carguero. Apunta
al centro de la nave.
—¡Un momento! —gritó el chico de la otra nave—.
¡Nos rendimos, joder!
Holden se estiró en la ingravidez, algo que disfrutó
mucho después de haber pasado varios días en
aceleración, y luego sonrió. «Hoy nadie va a acribillar
a nadie, sí, señor.»
—Naomi, diles a nuestros nuevos amigos cómo te
pueden ceder el control remoto de su nave y
llevémoslos a la estación Tycho para que los
tribunales de la APE se encarguen del resto. Alex,
cuando vuelvan a poner en marcha sus motores, traza
el rumbo adecuado para un cómodo viaje a medio g.
Yo estaré en la enfermería, buscando aspirinas.
Holden se desabrochó el arnés del asiento de colisión
y se empujó hacia la escalerilla de la cubierta. Su
56
terminal portátil empezó a sonar por el camino. Era
Fred Johnson, el líder de la APE y su jefe particular en
la estación de fabricación Tycho, que ahora también
servía como cuartel general de la APE.
—¿Qué pasa, Fred? Hemos pillado a unos piratas
malvados y los llevamos ante la justicia.
La cara negra y estirada de Fred se arrugó para
formar una sonrisa.
—¿Y ese cambio? ¿Os habéis cansado de hacerlos
estallar?
—Qué va, pero por fin hemos encontrado a unos que
me han creído al decirles que lo haría.
Fred frunció el ceño.
—Mira, Jim, no te llamo para eso. Necesito que
vuelvas a Tycho lo más rápido posible. Está pasando
algo en Ganímedes…
57
3
Prax
Praxidike Meng estaba de pie, apoyado en el marco
de la entrada del granero de preparación y mirando
cómo se mecían en los campos unas hojas de un verde
tan fuerte que parecían de color negro, cuando entró
en pánico. El techo abovedado de la cúpula que tenía
encima estaba más oscuro de lo normal. La energía de
los LED para el crecimiento de las plantas se había
cortado y los espejos… en los espejos no quería ni
pensar.
Las luces parpadeantes de las naves que combatían
58
en el cielo parecían errores de una pantalla barata,
colores y movimientos que no deberían haber estado
ahí. La señal de que algo iba rematadamente mal. Se
humedeció los labios. Tenía que haber una forma.
Tenía que haber una manera de salvarlos.
—Prax —dijo Doris—. Tenemos que irnos. Ahora
mismo.
La Glicina kenon, un tipo de brote de soja tan
modificado que parecía una nueva especie, se había
convertido en toda una innovación para la botánica
agrícola de bajo presupuesto y representaba los
últimos ocho años de su vida. Eran el motivo de que
sus padres todavía no hubieran visto en persona a su
nieta. Esas y otras pocas cosas habían destrozado su
matrimonio. Era capaz de distinguir las sutiles
diferencias de los ocho tipos de cepas de cloroplastos
de diseño que se podían otear en los campos y que se
enfrentaban para obtener la mayor cantidad de
proteínas por fotón. Le temblaban las manos. Tenía
náuseas.
—Quedan unos cinco minutos para el impacto —
59
informó Doris—. Tenemos que evacuar.
—No veo nada —dijo Prax.
—Se acerca muy rápido. Cuando lo veas, será
demasiado tarde. Ya se han ido todos. Somos los
últimos. Sube al ascensor de una vez.
Los grandes espejos orbitales siempre habían sido
sus aliados, resplandeciendo hacia los campos como
cientos de soles mortecinos. No podía creer que lo
hubieran traicionado. Era una locura. El espejo que
apuntaba justo hacia la superficie de Ganímedes
(hacia su invernadero, sus brotes de soja, el trabajo
de su vida) no había tomado ninguna decisión en
absoluto. Era víctima de la causalidad, como todo lo
demás.
—Estoy a punto de marcharme —sentenció Doris—.
Si te quedas aquí cuatro minutos más, morirás.
—Espera —dijo Prax.
Entró corriendo en la cúpula, se arrodilló al borde del
campo más cercano y empezó a excavar en la tierra
oscura y fértil. Olía como a buen pachuli. Enterró los
60
dedos lo más hondo que pudo y cogió un cepellón.
Sacó aquella planta pequeña y frágil.
Doris se encontraba en el ascensor industrial, lista
para descender hacia las cuevas y túneles de la
estación. Prax corrió hacia ella. Teniendo en las manos
una planta que salvar, de pronto la cúpula le pareció
de una peligrosidad terrible. Se lanzó para atravesar la
puerta y Doris pulsó la pantalla de control. La
espaciosa habitación de metal del ascensor se sacudió
y empezó a moverse hacia abajo. Solía usarse para
transportar equipamiento pesado: el arado, el tractor y
las toneladas de humus que salían de las plantas de
procesado de la estación. En ese momento, solo los
transportaba a los tres: a Prax, sentado en el suelo con
las piernas cruzadas, el plantón de brotes de soja que
tenía en su regazo y Doris, que no dejaba de morderse
el labio inferior mientras miraba su terminal portátil.
El ascensor parecía demasiado grande.
—El espejo podría fallar —dijo Prax.
—Podría. Pero no dejan de ser mil trescientas
toneladas de metal y cristal. La onda expansiva será
61
muy grande.
—Puede que la cúpula aguante.
—No —dijo ella, y Prax dejó de hablarle.
El ascensor zumbó y rechinó a medida que descendía
a través de la capa de hielo de la superficie hacia la
red de túneles que formaba el grueso de la estación. El
aire olía a piezas sobrecalentadas y lubricante
industrial. Ni siquiera en aquellas circunstancias Prax
terminaba de creerse lo que ocurría. No podía creer
que aquellos militares gilipollas hubieran empezado a
dispararse. No creía que alguien pudiera ser tan corto
de miras, aunque parecía que se había equivocado.
En los meses posteriores a la ruptura de la alianza
Tierra‐Marte, Prax había pasado de tener un miedo
intenso y constante a albergar una esperanza
prudente, y luego había terminado por
despreocuparse. Cada día que pasaba sin que la
Organización de Naciones Unidas o los marcianos
actuaran no era sino una prueba más de que seguirían
así. Había llegado a pensar que todo estaba mucho
más estable de lo que parecía. Aunque las cosas se
62
torcieran y estallara una guerra abierta, no tendría
lugar allí. Ganímedes era el lugar de donde salía la
comida. Gracias a su magnetosfera, era el lugar más
seguro para la gestación de las mujeres embarazadas y
se promocionaba como el lugar en el que se daban
menos casos de defectos de nacimiento o niños que
nacían fallecidos de todos los planetas exteriores. Era
el núcleo de todo lo que hacía posible la expansión de
la humanidad en el Sistema Solar. El trabajo que
hacían era valioso pero delicado al mismo tiempo, por
lo que los mandamases nunca dejarían que la guerra
llegara hasta allí.
Doris soltó una maldición. Prax la miró. La mujer se
pasó una mano por el pelo liso y canoso, se giró y
escupió.
—Hemos perdido la conexión —dijo mientras
sostenía el terminal portátil—. La red ha pasado a
modo seguro.
—¿Quién lo ha hecho?
—La seguridad de la estación. Naciones Unidas.
Marte. ¿Cómo quieres que lo sepa?
63
—Pero si…
Sintió la conmoción como si el techo del ascensor
hubiera recibido el golpe de un puño inmenso. Los
frenos de emergencia se activaron con un tañido que
hizo que se le estremecieran los huesos. Se apagaron
las luces y los engulló la oscuridad durante dos latidos
hiperveloces. Cuatro LED de emergencia que
funcionaban con baterías se encendieron y al
momento se apagaron de nuevo, cuando volvió la
energía del ascensor. Empezaron a efectuarse
diagnósticos de errores críticos: los motores
zumbaban, los seguros hacían ruidos y en la interfaz
de seguimiento se acumulaban las sumas de
comprobación, como si un atleta estuviera haciendo
estiramientos antes de una carrera. Prax se levantó y
anduvo hacia el panel de control. Los sensores del
hueco del ascensor informaron de que la presión
atmosférica era mínima y empezaba a desaparecer.
Sintió un escalofrío cuando las puertas de contención
se cerraron en algún lugar encima de ellos y la presión
exterior empezó a aumentar. El aire del hueco había
escapado hacia el espacio antes de que los sistemas
64
activaran el cierre de emergencia. La cúpula de Prax
corría peligro.
La cúpula de Prax ya no existía.
Se llevó una mano a la boca, sin darse cuenta de que
se embadurnaba de tierra la barbilla hasta que ya se
había manchado. Una parte de su mente pensaba en
las cosas que necesitaba hacer a partir de ese
momento para salvar el proyecto: contactar con el
jefe de proyecto de RMD‐Southern, volver a
presentar la solicitud de ayudas y recuperar las
copias de seguridad para reconstruir las muestras de
inserción vírica. La otra parte de su mente se había
quedado quieta e irradiaba una tranquilidad que
daba miedo. Aquella sensación de ser dos personas
diferentes, una que tomaba medidas desesperadas y
otra presa del estupor causado por sentir la muerte
tan de cerca, se parecía a las últimas semanas de su
matrimonio.
Doris se giró hacia él, con una mueca agotada pero
jovial en los labios. Extendió una mano.
—Ha sido un placer trabajar con usted, doctor Meng.
65
El ascensor zozobró y los frenos de emergencia se
soltaron. Se oyó otro impacto a mucha más distancia.
Era un espejo o una nave que caía. Soldados que se
disparaban en la superficie. Quizás hasta luchaban a
más profundidad dentro de la estación. No había
manera de saberlo. Prax le estrechó la mano.
—Doctora Bourne —dijo—. Ha sido un honor.
Se tomaron un largo momento de silencio junto a las
tumbas de sus antiguas vidas. Doris suspiró.
—Bueno —dijo—, larguémonos de aquí.
La guardería donde se quedaba Mei estaba a mucha
profundidad en la luna, pero la estación de metro se
encontraba tan solo a unos cientos de metros del
muelle de carga del ascensor, y se podía llegar rápido
a ella en menos de diez minutos. O se habría podido,
si corrieran durante todo el recorrido. Prax vivía
desde hacía tres décadas en Ganímedes y ni siquiera
se había dado cuenta nunca de que las estaciones de
metro tuvieran puertas de seguridad.
Los cuatro soldados que estaban apostados delante
66
de las puertas cerradas de la estación llevaban una
armadura de placas gruesas pintada del mismo color
beis y acero que las paredes del pasillo. Empuñaban
grandes e intimidatorios rifles de asalto y miraban con
el ceño fruncido a la docena o más de personas que los
rodeaban.
—Soy miembro de la junta de transporte —decía una
mujer alta, delgada y de piel oscura a uno de ellos,
clavando un dedo en la pechera de un soldado con
cada palabra—. Si no nos dejas pasar, vas a tener
problemas. Problemas gordos.
—¿Cuánto tiempo va a estar inoperativa? —preguntó
un hombre—. Tengo que volver a casa. ¿Cuánto
tiempo va a estar inoperativa?
—Señoras y señores —gritó la soldado de la
izquierda. Tenía una voz potente que se abrió paso a
través de los murmullos y susurros de la multitud,
como si fuera una profesora dirigiéndose a unos
alumnos inquietos—. Este asentamiento está
clausurado por seguridad. Hasta que cesen las
acciones militares, no puede haber movimiento entre
67
niveles, a no ser que se trate de personal oficial.
—¿De parte de quién estáis? —gritó alguien—.
¿Acaso sois marcianos? ¿De parte de quién estáis?
—Mientras tanto —continuó la soldado, ignorando
aquella pregunta—, vamos a pedirles a todos que
tengan paciencia. Cuando el desplazamiento sea
seguro, se abrirá el transporte en metro. Hasta ese
momento, les rogamos que permanezcan en calma por
su propia seguridad.
Prax no sabía que iba a hablar hasta que oyó su
propia voz. Le sonó gimoteante.
—Mi hija está en el nivel ocho. Tiene la escuela allí
abajo.
—Todos los niveles están cerrados por seguridad,
señor —respondió la soldado
—. Estará bien. Tiene que tener paciencia.
La mujer de piel oscura de la junta de transporte se
cruzó de brazos. Prax vio que dos hombres dejaban de
empujar y volvían al pasillo estrecho y oscuro, donde
se pusieron a hablar entre ellos. Estaban cerca de la
68
superficie, en los túneles más antiguos donde el aire
olía a recicladores, a plástico, calor y aromas
artificiales. Y en esos momentos, también a miedo.
—Señoras y señores —gritó la soldado—, tienen que
mantener la calma y quedarse donde están hasta que
se haya resuelto la situación militar, por su propia
seguridad.
—¿Y cuál es esa situación militar? —preguntó una
mujer al lado de Prax, con un tono que exigía
respuesta.
—Evoluciona con rapidez —respondió la soldado.
Prax notó un matiz peligroso en su voz. Aquella
soldado tenía tanto miedo como ellos. La única
diferencia era que iba armada, así que aquello no iba a
funcionar. Tenía que encontrar otra manera. Prax se
alejó de la estación de metro mientras sostenía en la
mano la única Glicina kenon que le quedaba.
Cuando trasladaron a su padre desde los centros más
poblados de la luna Europa para ayudar a construir
un laboratorio de investigación en Ganímedes,
69
Prax tenía ocho años. La construcción había durado
diez años, en los que había pasado por una
adolescencia complicada. Cuando ya preparaban la
mudanza para viajar a un asteroide de órbita extraña
alrededor de Neptuno que su padre tenía como nuevo
destino, Prax no se marchó. Había conseguido un
puesto de botánico becario mediante el que pensaba
que podría plantar marihuana ilegal y sin impuestos,
pero descubrió que uno de cada tres becarios había
tenido la misma idea. Se pasó cuatro años buscando
un armario olvidado o un túnel abandonado que no
estuviera ocupado por un experimento hidropónico
ilegal, y aquello había hecho que se orientara muy
bien en los túneles.
Anduvo a través de los pasillos viejos y estrechos de
la primera época de la construcción. Había hombres y
mujeres sentados y apoyados contra las paredes o en
los bares y restaurantes, con las caras inexpresivas,
enfadadas o asustadas. Las pantallas mostraban viejos
programas de entretenimiento en bucle: música, teatro
o arte abstracto, en lugar de los canales de noticias que
solían verse. Ningún terminal portátil emitió el sonido
70
de haber recibido un mensaje.
Cerca de los conductos de aire centrales, encontró lo
que buscaba. En las zonas de mantenimiento de
transporte siempre había unos viejos escúteres
eléctricos tirados. Ya no se usaban. Como Prax era
investigador sénior, su terminal portátil le permitió
atravesar la valla metálica oxidada. Encontró un
escúter con un sidecar y la mitad de la batería
cargada. Hacía siete años que no se subía en uno. Puso
la Glicina kenon en el sidecar, ejecutó la secuencia de
diagnóstico y luego salió del conducto.
En las primeras tres rampas había soldados como los
que se acababa de encontrar en la estación de metro.
Prax no se molestó en detenerse. La cuarta, un túnel
de suministros que llevaba desde los almacenes de la
superficie hacia los reactores, estaba vacía. Prax se
detuvo y la moto quedó en silencio. Había un aroma
fuerte y acre que no supo identificar. Poco a poco,
aparecieron otros detalles. Unas marcas de
quemaduras en la consola de pared y manchas de algo
oscuro por todo el suelo. Oyó sonidos en la distancia y
tardó un poco en darse cuenta de que se trataba de
71
disparos.
«Evoluciona con rapidez», por lo visto, significaba
que estaban librándose combates en los túneles.
Apareció en su mente la imagen del aula de Mei
agujereada por los disparos y llena de la sangre de los
niños, con una lucidez que parecía un recuerdo en
lugar de su imaginación. Volvió a sentir el mismo
pánico que en la cúpula, pero amplificado cien veces.
—Estará bien —dijo a la planta que estaba a su
lado—. No permitirán que haya disparos en la
guardería. Allí hay niños.
Las hojas de color verde fuerte ya empezaban a
marchitarse. Seguro que no llevarían la guerra hasta
los niños. Ni a los suministros de comida. Ni a las
frágiles cúpulas agriculturales. Las manos volvieron
a temblarle, pero no tanto como para impedirle
conducir.
La primera explosión tuvo lugar mientras bajaba por
la rampa del séptimo al octavo nivel, junto a una de
las altas cavernas sin terminar donde el hielo de la
luna había empezado a gotear y a congelarse de
72
nuevo, lo que le daba una apariencia a medio camino
entre una obra de arte y una gran zona verde. Hubo
un resplandor, sintió un golpetazo y la moto empezó a
derrapar. Un muro se acercaba a él a toda velocidad y
Prax estiró la pierna para evitar el impacto. Encima de
él oyó gritos. Tropas que irían ataviadas con
armaduras y se comunicarían por radio. Eso fue lo
que creyó, al menos. Aquellos gritos debían de
proferirlos la gente normal. Una segunda explosión
retumbó en la pared de la caverna, y un pedazo de
hielo cerúleo del tamaño de un tractor se desprendió
del techo, cayó lenta e inexorablemente hacia el suelo
y se hizo pedazos en él. Prax se esforzó para mantener
la moto en pie. Sintió que el corazón se le iba a salir
del pecho.
En la parte superior de la rampa curvada, vio unas
siluetas con armaduras. No sabía si eran marines de la
ONU o de Marte. Uno de ellos se giró hacia él y
levantó un rifle. Prax aceleró la moto y bajó por la
rampa a toda velocidad. Dejó a su paso el zumbido de
las armas automáticas y el olor a vapor y a humo.
Las puertas de la escuela estaban cerradas. Prax no
73
habría sabido decir si era buena o mala señal. Detuvo
la moto tambaleante y bajó de ella. Sentía las piernas
débiles e inestables. Intentó llamar con tranquilidad a
las puertas cerradas de acero, pero con el primer
intentó se levantó la piel de los nudillos.
—¡Abrid! ¡Mi hija está ahí dentro! —Sonaba como un
loco, pero alguien de dentro lo oyó o lo vio por el
monitor de seguridad. Las placas articuladas de acero
de la puerta vibraron y empezaron a elevarse. Prax se
agachó y se escabulló dentro.
Solo había visto unas pocas veces a la nueva
profesora, la señorita Carrie, cuando iba a dejar o a
recoger a Mei. No pasaría de los veinte años y tenía la
complexión alta y delgada propia de los belters. No la
recordaba con aquella expresión tan sombría.
El aula estaba intacta, a pesar de todo. Los niños
formaban un círculo y cantaban una canción que
hablaba de viajar por el Sistema Solar, en la que se
rimaba con el nombre de la mayor parte de los
asteroides. No había sangre ni agujeros de bala, pero
el olor a plástico quemado empezaba a filtrarse por los
conductos de ventilación. Tenía que llevar a Mei a un
74
lugar seguro. Pero no sabía con seguridad dónde.
Miró hacia el corro de niños y buscó la cara y el pelo
de su hija.
—Mei no está aquí, señor —dijo la señorita Carrie
entre susurros, con la voz tensa—. Su madre se la ha
llevado esta mañana.
—¿Esta mañana? —preguntó Prax, aunque lo que
más le llamó la atención fue lo de «su madre». ¿Qué
hacía Nicola en Ganímedes? Había recibido un
mensaje suyo sobre el juicio por la manutención dos
días antes, y era imposible que hubiera viajado de
Ceres a Ganímedes en dos días…
—Poco después del desayuno —explicó la profesora.
—O sea, que la han evacuado. Ha venido alguien y
ha evacuado a Mei.
Hubo otra explosión que hizo que el hielo se
estremeciera. Un niño soltó un aullido agudo y
cargado de miedo. La profesora paseó la mirada entre
el niño y él. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz
más baja.
—Su madre ha venido justo después del desayuno.
75
Se ha llevado a Mei. No ha estado aquí en todo el día.
Prax sacó su terminal portátil. Seguía sin conexión,
pero su fondo de pantalla era una foto del primer
cumpleaños de Mei, cuando las cosas todavía iban
bien. Parecía que había transcurrido una eternidad.
Levantó la foto y señaló a Nicola, que reía mientras
sostenía aquella cosita rechoncha y adorable que había
sido Mei.
—¿Era ella? —preguntó Prax—. ¿Ha estado ella
aquí?
La confusión que vio en la cara de la profesora fue
respuesta suficiente. Había habido un error. Alguien,
que podría haber sido una nueva niñera, una
trabajadora social o algo parecido, había pasado por
allí para recoger a un niño y se había confundido.
—Estaba en los registros informáticos —dijo la
profesora—. Estaba en el sistema. Su foto estaba allí.
Las luces parpadearon. Cada vez olía más a humo, y
los recicladores de aire zumbaban más alto y
chisporroteaban para succionar todas las partículas
del aire. Un niño cuyo nombre Prax debería haber
76
sabido lloriqueaba, y la profesora se intentó girar
hacia él por acto reflejo. Prax la agarró por el codo y
tiró con fuerza.
—No, ha cometido un error —dijo él—. ¿A quién ha
entregado a Mei?
—¡El sistema confirmaba que era su madre! Tenía
identificación. Todo parecía correcto.
Se oyó el sonido entrecortado y amortiguado de una
ráfaga de disparos que venía de los pasillos. Alguien
gritó fuera y los niños empezaron a chillar. La
profesora liberó su brazo. Algo golpeó la puerta
cerrada.
—Tendría unos treinta años. Pelo y ojos negros. La
acompañaba un doctor, estaba en el sistema y Mei no
ha protestado en absoluto.
—¿Se han llevado su medicina? —preguntó él—. ¿Se
han llevado su medicina?
—No. No lo sé. No lo creo.
Prax sacudió a la mujer sin querer. Solo una vez,
pero con fuerza. Si Mei no tenía su medicina, ya se
77
habría saltado la dosis de mediodía. Puede que solo
consiguiera aguantar hasta la mañana siguiente antes
de que su sistema inmunológico comenzara a fallar.
—Enséñemela —dijo Prax—. Enséñeme la foto de la
mujer que se la ha llevado.
—¡No puedo! ¡El sistema está caído! —gritó la
profesora—. ¡Están matando a gente en los pasillos!
El corro de niños se disolvió entre gritos y más gritos.
La profesora se echó a llorar y se cubrió la cara con las
manos. Parecía que la tristeza emanaba de sus poros.
Prax podía sentir un pánico animal saltando por su
cerebro. La repentina calma no fue suficiente para
obviarlo.
—¿Hay algún túnel de evacuación? —preguntó Prax.
—Nos han dicho que nos quedemos aquí —
respondió la profesora.
—Y yo le digo que evacúe —replicó Prax, aunque no
dejaba de pensar que tenía que encontrar a Mei.
78
4
Bobbie
Cuando recuperó la conciencia, fue con dolor y un
zumbido recalcitrante. Bobbie parpadeó para intentar
despejarse y ver dónde se encontraba. Tenía la vista
muy desenfocada. Aquel zumbido resultó ser una
alarma de su armadura. Unas luces de colores
refulgieron en su cara cuando el visor táctico le mostró
unos datos que no era capaz de leer. Se encontraba a
mitad de un reinicio y las alarmas se sucedían una
detrás de otra. Intentó mover los brazos y llegó a la
conclusión de que, aunque se encontraba débil, no
estaba paralizada ni inmovilizada. El gel
79
amortiguador de la armadura había vuelto a su estado
líquido.
A la luz tenue que era capaz de discernir a través de
la protección facial de su casco vio que algo se movía a
través del cristal. Una cabeza que oscilaba y no dejaba
de entrar y salir de su campo de visión. Luego oyó un
chasquido cuando alguien conectó un cable al puerto
externo de la armadura. Un médico militar que
descargaba los datos sobre su condición física.
Oyó por los altavoces de la armadura una voz
masculina y joven que dijo:
—Tranquila, artillera. La tenemos. Todo irá bien.
Todo va a ir bien. Aguante.
Todavía no había terminado de pronunciar la última
palabra cuando Bobbie se volvió a desmayar.
Despertó dando bandazos por un túnel blanco en
una camilla. Ya no llevaba puesta la armadura. Bobbie
tenía miedo de que los médicos de campaña no se
hubieran tomado el tiempo necesario para quitársela
bien y hubieran usado el dispositivo que rompía las
junturas y las zonas articuladas. Era una forma
80
sencilla de sacar a un soldado herido de un
exoesqueleto acorazado de cuatrocientos kilos, pero el
proceso destruía la armadura. Bobbie sintió una
punzada de remordimiento ante la posibilidad de
perder su vieja y leal amiga.
Un momento después recordó que habían hecho
pedazos a los miembros de su pelotón delante de sus
narices, y la tristeza por haber perdido su armadura le
pareció trivial y ofensiva.
La camilla dio una sacudida y Bobbie sintió un
calambre en la espalda que hizo que se volviera a
desmayar.
—Sargenta Draper —dijo una voz.
Bobbie intentó abrir los ojos, pero se dio cuenta de
que no era capaz. Cada párpado le pesaba una
tonelada y el simple hecho de intentarlo la dejó
exhausta. Intentó responder a la voz, lo que la hizo
sentir sorpresa y vergüenza al mismo tiempo cuando
oyó los balbuceos etílicos que salieron de su boca.
—Apenas está consciente —dijo la voz. Era una voz
masculina, dulce y grave. Tenía un tono de
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preocupación, pero también cierta calidez. Bobbie
quiso que aquella voz no dejara de hablar hasta que
volviera a perder la consciencia.
—Déjala descansar. Intentar que recupere del todo la
conciencia en estos momentos puede ser peligroso —
advirtió otra voz, esta femenina y aguda.
—No me importa si muere, doctora. Necesito hablar
con la soldado y no puedo esperar, así que dele lo que
sea para conseguirlo —dijo la voz amable.
Bobbie sonrió para sus adentros, ya que no fue capaz
de analizar las palabras que decía aquella bonita voz,
solo escuchar su tono amable y educado. Le pareció
bonito que alguien así se preocupara por ella. Sintió
que iba a volver a desmayarse y saludó a la oscuridad
como si se tratara de una vieja amiga.
Un fuego abrasador recorrió la columna vertebral de
Bobbie, que se irguió en la cama de un salto, más
despierta que nunca en su vida. Era la misma
sensación que cuando le inyectaban el zumo, el cóctel
de productos químicos que suministraban a los
tripulantes de las naves para mantenerlos conscientes
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y alerta durante las maniobras a alta aceleración.
Bobbie abrió los ojos y los volvió a cerrar de
improviso cuando la luz blanca y brillante de la
habitación casi se los achicharra.
—Apagad las luces —farfulló, con un hilo de voz
salido de su garganta seca.
El resplandor rojo que se colaba a través de sus
párpados se hizo más débil, pero cuando intentó
volver a abrirlos todavía había demasiada luz.
Alguien le cogió la mano y se la sostuvo mientras
ponía en ella una taza.
—¿Puede sostenerla? —preguntó la voz amable.
Bobbie no respondió. Solo se llevó la taza a la boca y
bebió toda el agua de dos sorbos, con desesperación.
—Más —dijo, con una voz que ya se parecía más a la
suya.
Oyó el ruido de alguien que arrastraba una silla y
luego pasos que resonaban en las baldosas del suelo al
alejarse. El breve vistazo que había dado a la estancia
le confirmó que se encontraba en un hospital. Podía
oír el zumbido eléctrico de las máquinas médicas
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cerca de ella y oler la disputa que había entre el aroma
de los antisépticos y el de la orina. Oyó el sonido de
un grifo unos momentos y luego los pasos se
acercaron a ella. Le volvieron a poner la taza en la
mano y en esta ocasión dio pequeños sorbos y dejó
que el agua le recorriera la boca antes de tragarla. Era
fresca y deliciosa.
—¿Más? —preguntó aquella voz cuando Bobbie
terminó de beber. Bobbie negó con la cabeza.
—Quizá después —respondió. Y luego añadió—:
¿Estoy ciega?
—No. Se le ha administrado una combinación de
drogas de concentración y anfetaminas muy fuerte.
Por eso tiene las pupilas tan dilatadas. Perdone por no
acordarme de aflojar las luces antes de que despertara.
La voz seguía emanando amabilidad y cordialidad.
Bobbie quería ver la cara de aquella persona, por lo
que se arriesgó a escudriñar a través de un ojo. La luz
no la molestó como antes, pero seguía sintiéndose
incómoda. El propietario de aquella voz tan amable
resultó ser un hombre alto y delgado con un uniforme
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de los servicios de inteligencia de la armada. Tenía las
facciones muy marcadas, como si la calavera hiciera
fuerza para salirse de ella. Le dedicó una sonrisa
terrorífica que era poco más que un gesto en las
comisuras de sus labios.
—Sargenta de artillería Roberta W. Draper de la
Segunda Fuerza Expedicionaria de Infantería de
Marina —dijo el hombre. Su voz no encajaba para
nada con su apariencia, y Bobbie se sintió como si
estuviera viendo una película doblada a partir de otro
idioma.
Pasaron varios segundos sin que el hombre dijera
nada más, así que Roberta respondió.
—Sí, señor. —Luego miró sus condecoraciones y
añadió—: Capitán.
Consiguió abrir los dos ojos sin que le dolieran, pero
empezó a sentir un extraño hormigueo en las
extremidades que hizo que se le entumecieran y le
temblaran al mismo tiempo. Reprimió la necesidad de
moverlas.
—Sargenta Draper, soy el capitán Thorsson y estoy
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aquí para recibir su informe. Hemos perdido a todo su
pelotón. Ha tenido lugar una batalla campal de dos
días entre las fuerzas de las Naciones Unidas y la
República Congresual de Marte en Ganímedes. Los
cálculos más recientes estiman unas pérdidas de cinco
mil millones de dólares en daños estructurales para la
RCM y también la muerte de casi tres mil militares y
civiles.
Volvió a hacer una pausa, sin dejar de mirarla con
unos ojos entrecerrados que brillaban como los de una
serpiente. Bobbie no estaba segura de qué esperaba
que respondiera.
—Sí, señor —se limitó a decir.
—Sargenta Draper, ¿podría explicarme por qué su
pelotón disparó y destruyó el puesto de avanzada
militar de la ONU en la cúpula catorce?
La pregunta era tan ilógica para ella que Bobbie
dedicó varios segundos a tratar de averiguar qué
significado real tenía.
—¿Quién le dio la orden de empezar a disparar y por
qué?
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Era imposible que estuviera preguntando por qué los
soldados habían empezado la trifulca. ¿No sabía nada
del monstruo?
—¿No sabe nada del monstruo?
El capitán Thorsson no se movió, pero arrugó las
comisuras de sus labios y frunció tanto el ceño que le
aparecieron arrugas en la frente.
—Monstruo —repitió él, sin perder ni un ápice de
calidez en la voz.
—Señor, era una especie de monstruo… un
mutante… Atacó el puesto de avanzada de la ONU.
Las tropas de la ONU se replegaron hacia nuestra
posición. No les disparábamos a ellos. Esa… Esa cosa
fue la que los mató y luego nos mató a nosotros —dijo
Bobbie, entre náuseas y pausas para tragar el sabor
agrio de su boca—. A todos menos a mí, quiero decir.
Thorsson frunció el ceño unos instantes y luego
metió una mano en un bolsillo para sacar una
pequeña grabadora digital. La apagó y la puso en una
bandeja al lado de la cama de Bobbie.
—Sargenta, voy a darle una segunda oportunidad.
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Hasta ahora, su hoja de servicio ha sido ejemplar. Es
una buena marine. Una de las mejores que tenemos.
¿Le gustaría volver a empezar su declaración?
Cogió la grabadora y puso un dedo encima del botón
de borrar mientras le dedicaba una mirada cómplice.
—¿Cree que miento? —preguntó ella. El cosquilleo
de sus extremidades se convirtió en la necesidad de
estirar una mano y arrancar el brazo de aquel
gilipollas engreído de codo para abajo—. Todos le
disparamos. Tendrá las grabaciones de las armas de
todo el pelotón, en las que podrá ver cómo aquella
cosa mataba a los marines de la ONU para luego
atacarnos. Señor.
Thorsson negó con su cabeza alargada y entrecerró
los ojos hasta que casi desaparecieron.
—No hay transmisiones del pelotón durante todo el
combate. Y tampoco se subieron datos a la red…
—Algo las interfirió —lo interrumpió Bobbie—. Yo
también perdí la conexión de radio cuando me
acerqué al monstruo.
Thorsson continuó como si Bobbie no hubiera dicho
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nada.
—Y todos nuestros activos en la zona se perdieron
cuando la estructura de un espejo orbital cayó sobre la
cúpula. Usted se encontraba fuera de la zona de
impacto, pero la onda expansiva la desplazó un cuarto
de kilómetro, aproximadamente. Nos llevó tiempo
encontrarla.
«Todos nuestros activos en la zona se perdieron.»
Qué manera tan aséptica de describirlo. Los
integrantes del pelotón de Bobbie se convirtieron en
vapor y chatarra cuando varios miles de toneladas del
espejo cayeron hacia ellos desde la órbita. Uno de los
monitores comenzó a emitir un aviso constante a
volumen bajo, pero nadie pareció prestarle atención,
así que ella tampoco lo hizo.
—Mi armadura, señor. También grabé con ella. El
vídeo tiene que seguir ahí.
—Sí —respondió Thorsson—. Hemos examinado el
registro de vídeo de su armadura. Solo hay estática.
«Esto parece una película de miedo de las malas»,
pensó Bobbie. Se sentía como la heroína que ve al
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monstruo, pero nadie más la cree. Se imaginó cómo
sería el segundo acto, en el que sería juzgada en un
consejo de guerra y caería en desgracia, para luego
conseguir la redención en el tercer acto, cuando
apareciera de nuevo el monstruo y matara a todos
aquellos que no la creyeron…
—¡Un momento! —exclamó—. ¿Qué tipo de
descomprensión se ha usado? Mi armadura es un
modelo antiguo. Usa la versión 5.1 de compresión de
vídeo. Dígaselo a los técnicos para que vuelvan a
intentarlo.
Thorsson la miró durante unos instantes. Luego sacó
su terminal portátil y llamó
a alguien.
—Traiga la armadura de la sargenta Draper a su
habitación. Y mande venir también a un técnico con
las herramientas de vídeo.
Dejó a un lado el terminal y dedicó a Bobbie otra de
aquellas sonrisas terroríficas.
—Sargenta, admito que tengo muchísima curiosidad
por saber qué es lo que quiere que vea. Si esto sigue
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siendo alguna clase de estratagema, solo conseguirá
retrasar todo unos momentos.
Bobbie no respondió, pero su reacción a la actitud de
Thorsson había pasado del temor al enfado y la
irritación. Se incorporó en la estrecha cama del
hospital y se giró a un lado para sentarse en el borde,
mientras apartaba a un lado la manta. Debido a su
tamaño, cuando los hombres la tenían tan cerca o se
asustaban o se ponían cachondos, lo que en cualquier
caso los incomodaba. Se inclinó un poco hacia
Thorsson y se alegró al ver que él echaba atrás la silla
justo la misma distancia.
Bobbie vio en la expresión disgustada de su cara que
el capitán comprendió al instante lo que acababa de
ocurrir, y apartó la mirada mientras ella sonreía.
Se abrió la puerta de la habitación y entró una pareja
de técnicos de la armada que empujaban un estante
con ruedas en el que reposaba la armadura de Bobbie.
Estaba intacta. No la habían desmontado al quitársela.
Se le hizo un nudo en la garganta que tuvo que
tragarse. No pensaba mostrar ni el menor atisbo de
debilidad delante de aquel payaso de Thorsson.
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Aquel payaso señaló al técnico de mayor rango.
—Usted. ¿Cómo se llama? —preguntó.
El joven técnico realizó un saludo militar apresurado.
—Suboficial electricista Singh, señor.
—Señor Singh, la sargenta Draper dice que su
armadura utiliza una compresión diferente a la de las
nuevas y que por eso no hemos podido abrir sus
archivos de vídeo. ¿Es correcto?
Singh se dio un manotazo en la frente.
—Joder, claro —dijo—. No había pensado… Es la
vieja armadura Mark III Goliath. Cuando empezaron a
fabricar la Mark IV, reescribieron el firmware por
completo. Usa un sistema de almacenamiento de
vídeo completamente diferente. Vaya, menudo
estúpido estoy hecho…
—Sí —interrumpió Thorsson—. Haga lo que tenga
que hacer para que podamos ver el vídeo almacenado
en esa armadura. Cuanto antes lo haga, menos tiempo
tendré que pensar en el retraso provocado por su
incompetencia.
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Bobbie tuvo que reconocer a Singh el acierto de no
responder. El electricista conectó la armadura a un
monitor y empezó a trabajar al momento. Bobbie la
examinó. Tenía muchos arañazos y abolladuras, pero,
por lo demás, no parecía haber sufrido daños. Le
dieron muchas ganas de ponérsela y dejar bien claro a
Thorsson por dónde podía meterse aquella actitud.
Volvió a sentir unos temblores en los brazos y
piernas. Algo le palpitaba en el cuello, como latidos de
un animal pequeño. Extendió la mano y se lo tocó.
Eran sus pulsaciones. Justo cuando iba a decir algo, el
técnico levantó un puño en señal de victoria y chocó
los cinco con su ayudante.
—Hecho, señor —dijo Singh, y accionó la
reproducción.
Bobbie intentó mirar, pero la imagen aún se le hacía
borrosa. Acercó la mano al brazo de Thorsson para
llamar su atención, pero por algún motivo erró el tiro
y empezó a caer hacia delante.
«Allá vamos otra vez», pensó, y hubo unos instantes
de caída libre antes de la oscuridad.
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—Me cago en Dios —dijo la voz aguda—. Joder, es
que te dije que podría pasar algo así. Esta soldado
tiene heridas internas y una conmoción cerebral muy
fea. No puedes atiborrarla de anfetas y ponerte a
interrogarla. Es una irresponsabilidad. ¡Eso es
maltrato, coño!
Bobbie abrió los ojos. Volvía a estar echada en la
cama. Thorsson estaba sentado en una silla a su lado.
Una mujer rubia y fornida con ropa de hospital se
encontraba a los pies de la cama, enfadada y con la
cara roja. Cuando vio que Bobbie despertaba, se
acercó a un lado y la cogió de la mano.
—Sargenta Draper, no intente moverse. Se ha caído y
algunas de sus heridas se han agravado. Hemos
conseguido estabilizarla, pero necesita descansar.
La doctora miraba a Thorsson mientras decía
aquello, colocando signos de exclamación en todas las
frases con los gestos de su cara. Bobbie asintió, lo que
la hizo sentir como si su cabeza fuera un recipiente de
agua que diera bandazos a gravedad cambiante. Que
no le doliera sugería que le habían administrado todos
los analgésicos que tenían.
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—La ayuda de la sargenta Draper ha sido crucial —
dijo Thorsson, sin un atisbo de remordimiento en la
voz—. Gracias a ella es posible que hayamos
conseguido evitar una guerra abierta con la Tierra.
Arriesgar su vida para que otros no tengan que
hacerlo viene a ser la definición del trabajo de Roberta.
—No me llame Roberta —farfulló Bobbie.
—Artillera —dijo Thorsson—. Siento lo que le ha
ocurrido a su equipo, pero siento más no haberla
creído. Gracias por responder con profesionalidad.
Gracias a ello hemos evitado cometer un error
garrafal.
—Más que nada, es que pensaba que era un
gilipollas —respondió Bobbie.
—Ese es mi trabajo, soldado. —Thorsson se
levantó—. Descanse. La pondremos en una nave tan
pronto como se encuentre bien para realizar el viaje.
—¿Una nave? ¿De regreso a Marte?
Thorsson no respondió. Asintió a la doctora y luego
se marchó. La doctora pulsó un botón de una de las
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máquinas que estaban junto a la cama de Bobbie, que
sintió que le inyectaban algo frío en el brazo. Se
apagaron las luces.
«Gelatina. ¿Por qué siempre dan de comer gelatina
en los hospitales?»
Bobbie atacó de forma errática con el tenedor‐
cuchara aquel montículo tembloroso y verde que tenía
en el plato. Por fin tenía ganas de comer de verdad, y
la comida blanda y transparente que le servían cada
vez le gustaba menos. Hasta la bazofia alta en
proteínas y carbohidratos que servían en la mayor
parte de las naves de la armada le apetecía más. O un
grueso filete de setas recubierto de salsa y cuscús para
acompañar…
Se abrió la puerta de la habitación y entraron la
doctora, que ahora sabía que se llamaba Trisha Pichon
—aunque insistía en que todo el mundo la llamara
doctora Trish—, el capitán Thorsson y un hombre
nuevo que no conocía. Thorsson le dedicó aquella
sonrisa terrorífica suya, pero Bobbie ya había
aceptado que la cara de aquel hombre era así. Era
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como si le faltaran los músculos necesarios para
gesticular una sonrisa normal. El hombre nuevo
llevaba un uniforme de capellán militar de una
afiliación religiosa indeterminada.
La doctora Trish fue la primera en hablar.
—Buenas noticias, Bobbie. Mañana te daremos el
alta. ¿Qué tal te sientes?
—Bien. Tengo hambre —respondió Bobbie antes de
volver a apuñalar la
gelatina.
—Entonces vamos a intentar traerte algo de comida
de verdad —dijo la doctora Trish. Luego sonrió y se
marchó de la habitación.
Thorsson señaló al capellán.
—Este es el capitán Martens. Nos acompañará en
nuestro viaje. Los dejo solos para que se conozcan.
Thorsson se marchó antes de que Bobbie pudiera
responder, y Martens se dejó caer en la silla que había
junto a su cama. Extendió la mano y ella se la estrechó.
—Hola, sargenta —dijo—. He…
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—Cuando marqué la opción «ninguna» en el
formulario 2790 sobre creencias religiosas, no estaba
de broma —lo interrumpió Bobbie.
Martens sonrió; al parecer no se había ofendido por
la interrupción ni por el agnosticismo de Bobbie.
—No estoy aquí como hombre de fe, sargenta.
También tengo estudios de psicoterapia y, dado que
presenció la muerte de todos los integrantes de su
unidad y ha estado a punto de morir, el capitán
Thorsson y la doctora pensaron que quizá necesitara
mi ayuda.
Bobbie estuvo a punto de responder con desdén,
pero sintió un dolor en el pecho y no lo hizo. Bebió un
largo trago de agua para evitar quedar en evidencia.
—Estoy bien. Gracias por venir —dijo luego. Martens
se reclinó en la silla, sin dejar de sonreír.
—Si estuviera bien después de todo por lo que acaba
de pasar, sería un síntoma de que algo anda mal. Y
está a punto de experimentar una situación en la que
se enfrentará a mucha presión intelectual y emocional.
Cuando lleguemos a la Tierra, no podrá permitirse
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sufrir ataques emocionales ni síntomas derivados del
trastorno por estrés postraumático. Tenemos mucho
trabajo que…
—¿A la Tierra? —repitió Bobbie, sorprendida—. Un
momento. ¿Para qué voy a ir yo a la Tierra?
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Avasarala
Chrisjen Avasarala, ayudante de la subsecretaría de
administración ejecutiva, estaba sentada en un
extremo de la mesa. Llevaba un sari naranja, la única
salpicadura de color entre los tonos militares azul
grisáceo de la reunión. Los otros siete que se sentaban
a la mesa eran los líderes de sus respectivos
departamentos militares de la Organización de las
Naciones Unidas, y todos eran hombres. Avasarala
conocía sus nombres, currículos, perfiles psicológicos,
salarios, aliados políticos y hasta con quiénes se
acostaban. En la pared del fondo, los ayudantes
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