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Published by snullbug20, 2017-11-25 14:26:31

The expanse 02 - La guerra de Calibán - James SA Corey

Holden solo había conocido bien a un policía, y no


durante mucho tiempo. Durante la enorme y



desagradable serie de jodiendas que habían pasado a


englobarse bajo el apelativo de «el incidente de Eros»,


Holden había trabajado un tiempo con un hombre


delgado, anodino y depresivo llamado Miller. Cuando



se conocieron, Miller ya había abandonado su trabajo


en las autoridades para seguir investigando de forma


obsesiva el caso de una persona desaparecida.



No se podía decir que hubieran sido amigos, pero



habían conseguido evitar que la especie humana


acabara desapareciendo debido a unas maquinaciones


corporativas y un arma alienígena que, durante toda


la historia de la humanidad, se había confundido con


una luna de Saturno. Por esa parte, al menos, aquella



colaboración había sido útil.



Holden había sido oficial de la armada durante seis


años. Había visto morir a gente, pero solo desde la


comodidad de su pantalla de radar. En Eros, había



visto morir a miles de personas, de cerca y de manera


terrible. Él mismo se había visto obligado a matar a


algunas. La dosis de radiación que había recibido allí


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lo obligaba a tomar medicación de manera regular


para acabar con los tumores que no dejaban de aflorar



en su cuerpo. Aun así, había salido mejor parado que


Miller.



Gracias a Miller, aquella infección alienígena había


caído en Venus en lugar de la Tierra, pero el impacto



no había acabado con la amenaza. Fuera lo que fuera


lo que pretendiera hacer aquella confusa


programación alienígena que se apropiaba de todo,


era algo que seguía ocurriendo bajo el cielo



encapotado del planeta. Y nadie hasta el momento


había sido capaz de sacar una conclusión científica al


respecto más allá de un: «Vaya, qué raro».



Aquel viejo y fatigado inspector belter había



entregado su vida para salvar a la humanidad.



Y salvar a la humanidad había hecho que Holden


fuera contratado por la Alianza de Planetas Exteriores


para perseguir piratas. Hasta en los peores días, tenía



la certeza de que era el que había salido mejor parado


de todo aquello.



—Treinta segundos para interceptarlos —anunció




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Alex. Holden volvió a centrarse en el presente y


llamó a ingeniería.



—¿Estás bien amarrado ahí abajo, Amos?



—Hecho, capi. Estoy listo. Intentad que no acribillen



a mi niña.



—Hoy nadie va a acribillar a nadie —dijo Holden,



antes de desconectarse. Naomi arqueó una ceja


interrogativa al oírlo—. Naomi, activa las


comunicaciones. Quiero hablar con esos amigos que


tenemos ahí fuera.




Un segundo después, los controles de


comunicaciones aparecieron en su consola. Apuntó el


haz estrecho hacia la nave pirata y esperó a que el


indicador de conexión se pusiera de color verde.



Cuando lo hizo, dijo:



—Carguero ligero sin identificar, aquí el capitán


James Holden del torpedero



Rocinante de la Alianza de Planetas Exteriores.


Responda, por favor.




No oyó nada en los auriculares, a excepción del


ruido quedo y ambiental de la estática que se oía de

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fondo debido a la radiación.




—Mirad, chicos, esto no es un juego. Sabéis quién


soy. También sabéis que hace cinco días atacasteis el


carguero de alimentos Sonámbulo, desconectasteis sus


motores y robasteis seis mil kilos de proteínas y todo


el aire. Eso es todo lo que necesito saber sobre



vosotros.



El silencio y la estática no cesaron.




—Así que este es el trato. Estoy cansado de seguiros


y no voy a permitir que me retraséis hasta que os dé


tiempo de arreglar la nave y vuelva a empezar otra de


estas divertidas persecuciones. Si no nos enviáis



vuestra rendición incondicional en los próximos


sesenta segundos, voy a dispararos un par de


torpedos con cabezas de plasma de alto rendimiento y


convertir vuestra nave en un brillante amasijo de



chatarra. Luego volveré a casa y dormiré como un


bebé.


La estática cesó al fin cuando se oyó la voz de un



chico que parecía demasiado joven para alguien que


hubiera decidido vivir de la piratería.




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—No puedes hacer eso. La APE no es un gobierno de


verdad. No tienes respaldo legal para hacerme nada,



capullo, así que lárgate de aquí —dijo la voz, que no


dejaba de sonar como si estuviera a punto de tener un


berrinche adolescente.



—¿En serio? ¿Eso es lo único que se te ocurre? —



respondió Holden—. Mira, olvídate del debate legal y


de lo que es o no una autoridad gubernamental


durante un momento. Échale un vistazo al retorno de


las lecturas de mi nave en vuestro radar láser.



Vosotros viajáis en un carguero ligero cochambroso al


que alguien soldó un cañón Gauss de andar por casa,


mientras que nosotros estamos en un torpedero


marciano de tecnología punta con la potencia de fuego


suficiente para reducir a cenizas una luna pequeña.




La voz no respondió.




—Chicos, aunque no aceptéis que soy una autoridad


legal de verdad, ¿no creéis que si quisiéramos


podríamos haceros pedazos?



El canal de comunicaciones continuó en silencio.




Holden suspiró y se frotó el tabique. A pesar de la


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cafeína, todavía le seguía doliendo la cabeza. Dejó


abierto aquel canal con la nave pirata y abrió otro con



la cabina.



—Alex, dispara una ráfaga corta con los cañones de


defensa en punta delanteros hacia el carguero. Apunta


al centro de la nave.




—¡Un momento! —gritó el chico de la otra nave—.


¡Nos rendimos, joder!




Holden se estiró en la ingravidez, algo que disfrutó


mucho después de haber pasado varios días en


aceleración, y luego sonrió. «Hoy nadie va a acribillar


a nadie, sí, señor.»




—Naomi, diles a nuestros nuevos amigos cómo te


pueden ceder el control remoto de su nave y


llevémoslos a la estación Tycho para que los


tribunales de la APE se encarguen del resto. Alex,



cuando vuelvan a poner en marcha sus motores, traza


el rumbo adecuado para un cómodo viaje a medio g.


Yo estaré en la enfermería, buscando aspirinas.



Holden se desabrochó el arnés del asiento de colisión



y se empujó hacia la escalerilla de la cubierta. Su


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terminal portátil empezó a sonar por el camino. Era


Fred Johnson, el líder de la APE y su jefe particular en



la estación de fabricación Tycho, que ahora también


servía como cuartel general de la APE.



—¿Qué pasa, Fred? Hemos pillado a unos piratas


malvados y los llevamos ante la justicia.




La cara negra y estirada de Fred se arrugó para


formar una sonrisa.




—¿Y ese cambio? ¿Os habéis cansado de hacerlos


estallar?




—Qué va, pero por fin hemos encontrado a unos que


me han creído al decirles que lo haría.




Fred frunció el ceño.




—Mira, Jim, no te llamo para eso. Necesito que


vuelvas a Tycho lo más rápido posible. Está pasando


algo en Ganímedes…





















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3






Prax










Praxidike Meng estaba de pie, apoyado en el marco



de la entrada del granero de preparación y mirando


cómo se mecían en los campos unas hojas de un verde


tan fuerte que parecían de color negro, cuando entró


en pánico. El techo abovedado de la cúpula que tenía



encima estaba más oscuro de lo normal. La energía de


los LED para el crecimiento de las plantas se había


cortado y los espejos… en los espejos no quería ni


pensar.




Las luces parpadeantes de las naves que combatían



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en el cielo parecían errores de una pantalla barata,



colores y movimientos que no deberían haber estado


ahí. La señal de que algo iba rematadamente mal. Se


humedeció los labios. Tenía que haber una forma.


Tenía que haber una manera de salvarlos.




—Prax —dijo Doris—. Tenemos que irnos. Ahora


mismo.




La Glicina kenon, un tipo de brote de soja tan


modificado que parecía una nueva especie, se había


convertido en toda una innovación para la botánica


agrícola de bajo presupuesto y representaba los


últimos ocho años de su vida. Eran el motivo de que



sus padres todavía no hubieran visto en persona a su


nieta. Esas y otras pocas cosas habían destrozado su


matrimonio. Era capaz de distinguir las sutiles


diferencias de los ocho tipos de cepas de cloroplastos



de diseño que se podían otear en los campos y que se


enfrentaban para obtener la mayor cantidad de


proteínas por fotón. Le temblaban las manos. Tenía


náuseas.




—Quedan unos cinco minutos para el impacto —



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informó Doris—. Tenemos que evacuar.




—No veo nada —dijo Prax.



—Se acerca muy rápido. Cuando lo veas, será



demasiado tarde. Ya se han ido todos. Somos los


últimos. Sube al ascensor de una vez.



Los grandes espejos orbitales siempre habían sido


sus aliados, resplandeciendo hacia los campos como



cientos de soles mortecinos. No podía creer que lo


hubieran traicionado. Era una locura. El espejo que


apuntaba justo hacia la superficie de Ganímedes


(hacia su invernadero, sus brotes de soja, el trabajo



de su vida) no había tomado ninguna decisión en


absoluto. Era víctima de la causalidad, como todo lo


demás.



—Estoy a punto de marcharme —sentenció Doris—.



Si te quedas aquí cuatro minutos más, morirás.



—Espera —dijo Prax.




Entró corriendo en la cúpula, se arrodilló al borde del


campo más cercano y empezó a excavar en la tierra


oscura y fértil. Olía como a buen pachuli. Enterró los




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dedos lo más hondo que pudo y cogió un cepellón.



Sacó aquella planta pequeña y frágil.



Doris se encontraba en el ascensor industrial, lista


para descender hacia las cuevas y túneles de la


estación. Prax corrió hacia ella. Teniendo en las manos



una planta que salvar, de pronto la cúpula le pareció


de una peligrosidad terrible. Se lanzó para atravesar la


puerta y Doris pulsó la pantalla de control. La


espaciosa habitación de metal del ascensor se sacudió


y empezó a moverse hacia abajo. Solía usarse para



transportar equipamiento pesado: el arado, el tractor y


las toneladas de humus que salían de las plantas de


procesado de la estación. En ese momento, solo los


transportaba a los tres: a Prax, sentado en el suelo con



las piernas cruzadas, el plantón de brotes de soja que


tenía en su regazo y Doris, que no dejaba de morderse


el labio inferior mientras miraba su terminal portátil.


El ascensor parecía demasiado grande.




—El espejo podría fallar —dijo Prax.



—Podría. Pero no dejan de ser mil trescientas



toneladas de metal y cristal. La onda expansiva será



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muy grande.




—Puede que la cúpula aguante.



—No —dijo ella, y Prax dejó de hablarle.




El ascensor zumbó y rechinó a medida que descendía


a través de la capa de hielo de la superficie hacia la



red de túneles que formaba el grueso de la estación. El


aire olía a piezas sobrecalentadas y lubricante


industrial. Ni siquiera en aquellas circunstancias Prax


terminaba de creerse lo que ocurría. No podía creer



que aquellos militares gilipollas hubieran empezado a


dispararse. No creía que alguien pudiera ser tan corto


de miras, aunque parecía que se había equivocado.



En los meses posteriores a la ruptura de la alianza



Tierra‐Marte, Prax había pasado de tener un miedo


intenso y constante a albergar una esperanza


prudente, y luego había terminado por


despreocuparse. Cada día que pasaba sin que la


Organización de Naciones Unidas o los marcianos



actuaran no era sino una prueba más de que seguirían


así. Había llegado a pensar que todo estaba mucho


más estable de lo que parecía. Aunque las cosas se


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torcieran y estallara una guerra abierta, no tendría



lugar allí. Ganímedes era el lugar de donde salía la


comida. Gracias a su magnetosfera, era el lugar más


seguro para la gestación de las mujeres embarazadas y


se promocionaba como el lugar en el que se daban


menos casos de defectos de nacimiento o niños que



nacían fallecidos de todos los planetas exteriores. Era


el núcleo de todo lo que hacía posible la expansión de


la humanidad en el Sistema Solar. El trabajo que


hacían era valioso pero delicado al mismo tiempo, por



lo que los mandamases nunca dejarían que la guerra


llegara hasta allí.



Doris soltó una maldición. Prax la miró. La mujer se


pasó una mano por el pelo liso y canoso, se giró y



escupió.



—Hemos perdido la conexión —dijo mientras


sostenía el terminal portátil—. La red ha pasado a


modo seguro.




—¿Quién lo ha hecho?



—La seguridad de la estación. Naciones Unidas.



Marte. ¿Cómo quieres que lo sepa?


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—Pero si…




Sintió la conmoción como si el techo del ascensor


hubiera recibido el golpe de un puño inmenso. Los



frenos de emergencia se activaron con un tañido que


hizo que se le estremecieran los huesos. Se apagaron


las luces y los engulló la oscuridad durante dos latidos


hiperveloces. Cuatro LED de emergencia que


funcionaban con baterías se encendieron y al



momento se apagaron de nuevo, cuando volvió la


energía del ascensor. Empezaron a efectuarse


diagnósticos de errores críticos: los motores


zumbaban, los seguros hacían ruidos y en la interfaz



de seguimiento se acumulaban las sumas de


comprobación, como si un atleta estuviera haciendo


estiramientos antes de una carrera. Prax se levantó y


anduvo hacia el panel de control. Los sensores del


hueco del ascensor informaron de que la presión



atmosférica era mínima y empezaba a desaparecer.


Sintió un escalofrío cuando las puertas de contención


se cerraron en algún lugar encima de ellos y la presión


exterior empezó a aumentar. El aire del hueco había



escapado hacia el espacio antes de que los sistemas

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activaran el cierre de emergencia. La cúpula de Prax



corría peligro.



La cúpula de Prax ya no existía.




Se llevó una mano a la boca, sin darse cuenta de que


se embadurnaba de tierra la barbilla hasta que ya se


había manchado. Una parte de su mente pensaba en


las cosas que necesitaba hacer a partir de ese



momento para salvar el proyecto: contactar con el


jefe de proyecto de RMD‐Southern, volver a


presentar la solicitud de ayudas y recuperar las


copias de seguridad para reconstruir las muestras de


inserción vírica. La otra parte de su mente se había



quedado quieta e irradiaba una tranquilidad que


daba miedo. Aquella sensación de ser dos personas


diferentes, una que tomaba medidas desesperadas y


otra presa del estupor causado por sentir la muerte



tan de cerca, se parecía a las últimas semanas de su


matrimonio.



Doris se giró hacia él, con una mueca agotada pero


jovial en los labios. Extendió una mano.




—Ha sido un placer trabajar con usted, doctor Meng.


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El ascensor zozobró y los frenos de emergencia se



soltaron. Se oyó otro impacto a mucha más distancia.


Era un espejo o una nave que caía. Soldados que se


disparaban en la superficie. Quizás hasta luchaban a


más profundidad dentro de la estación. No había


manera de saberlo. Prax le estrechó la mano.




—Doctora Bourne —dijo—. Ha sido un honor.




Se tomaron un largo momento de silencio junto a las


tumbas de sus antiguas vidas. Doris suspiró.



—Bueno —dijo—, larguémonos de aquí.






La guardería donde se quedaba Mei estaba a mucha


profundidad en la luna, pero la estación de metro se


encontraba tan solo a unos cientos de metros del


muelle de carga del ascensor, y se podía llegar rápido


a ella en menos de diez minutos. O se habría podido,



si corrieran durante todo el recorrido. Prax vivía


desde hacía tres décadas en Ganímedes y ni siquiera


se había dado cuenta nunca de que las estaciones de


metro tuvieran puertas de seguridad.




Los cuatro soldados que estaban apostados delante


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de las puertas cerradas de la estación llevaban una



armadura de placas gruesas pintada del mismo color


beis y acero que las paredes del pasillo. Empuñaban


grandes e intimidatorios rifles de asalto y miraban con


el ceño fruncido a la docena o más de personas que los


rodeaban.




—Soy miembro de la junta de transporte —decía una


mujer alta, delgada y de piel oscura a uno de ellos,


clavando un dedo en la pechera de un soldado con


cada palabra—. Si no nos dejas pasar, vas a tener



problemas. Problemas gordos.



—¿Cuánto tiempo va a estar inoperativa? —preguntó


un hombre—. Tengo que volver a casa. ¿Cuánto


tiempo va a estar inoperativa?



—Señoras y señores —gritó la soldado de la



izquierda. Tenía una voz potente que se abrió paso a


través de los murmullos y susurros de la multitud,


como si fuera una profesora dirigiéndose a unos


alumnos inquietos—. Este asentamiento está


clausurado por seguridad. Hasta que cesen las


acciones militares, no puede haber movimiento entre





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niveles, a no ser que se trate de personal oficial.




—¿De parte de quién estáis? —gritó alguien—.


¿Acaso sois marcianos? ¿De parte de quién estáis?



—Mientras tanto —continuó la soldado, ignorando


aquella pregunta—, vamos a pedirles a todos que



tengan paciencia. Cuando el desplazamiento sea


seguro, se abrirá el transporte en metro. Hasta ese


momento, les rogamos que permanezcan en calma por


su propia seguridad.




Prax no sabía que iba a hablar hasta que oyó su


propia voz. Le sonó gimoteante.



—Mi hija está en el nivel ocho. Tiene la escuela allí


abajo.




—Todos los niveles están cerrados por seguridad,


señor —respondió la soldado



—. Estará bien. Tiene que tener paciencia.




La mujer de piel oscura de la junta de transporte se


cruzó de brazos. Prax vio que dos hombres dejaban de


empujar y volvían al pasillo estrecho y oscuro, donde



se pusieron a hablar entre ellos. Estaban cerca de la



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superficie, en los túneles más antiguos donde el aire



olía a recicladores, a plástico, calor y aromas


artificiales. Y en esos momentos, también a miedo.



—Señoras y señores —gritó la soldado—, tienen que


mantener la calma y quedarse donde están hasta que



se haya resuelto la situación militar, por su propia


seguridad.



—¿Y cuál es esa situación militar? —preguntó una


mujer al lado de Prax, con un tono que exigía



respuesta.



—Evoluciona con rapidez —respondió la soldado.


Prax notó un matiz peligroso en su voz. Aquella


soldado tenía tanto miedo como ellos. La única



diferencia era que iba armada, así que aquello no iba a


funcionar. Tenía que encontrar otra manera. Prax se


alejó de la estación de metro mientras sostenía en la


mano la única Glicina kenon que le quedaba.




Cuando trasladaron a su padre desde los centros más


poblados de la luna Europa para ayudar a construir


un laboratorio de investigación en Ganímedes,







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Prax tenía ocho años. La construcción había durado


diez años, en los que había pasado por una


adolescencia complicada. Cuando ya preparaban la



mudanza para viajar a un asteroide de órbita extraña


alrededor de Neptuno que su padre tenía como nuevo


destino, Prax no se marchó. Había conseguido un


puesto de botánico becario mediante el que pensaba


que podría plantar marihuana ilegal y sin impuestos,


pero descubrió que uno de cada tres becarios había



tenido la misma idea. Se pasó cuatro años buscando


un armario olvidado o un túnel abandonado que no


estuviera ocupado por un experimento hidropónico


ilegal, y aquello había hecho que se orientara muy



bien en los túneles.



Anduvo a través de los pasillos viejos y estrechos de


la primera época de la construcción. Había hombres y


mujeres sentados y apoyados contra las paredes o en



los bares y restaurantes, con las caras inexpresivas,


enfadadas o asustadas. Las pantallas mostraban viejos


programas de entretenimiento en bucle: música, teatro


o arte abstracto, en lugar de los canales de noticias que


solían verse. Ningún terminal portátil emitió el sonido



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de haber recibido un mensaje.




Cerca de los conductos de aire centrales, encontró lo


que buscaba. En las zonas de mantenimiento de


transporte siempre había unos viejos escúteres


eléctricos tirados. Ya no se usaban. Como Prax era


investigador sénior, su terminal portátil le permitió



atravesar la valla metálica oxidada. Encontró un


escúter con un sidecar y la mitad de la batería


cargada. Hacía siete años que no se subía en uno. Puso


la Glicina kenon en el sidecar, ejecutó la secuencia de



diagnóstico y luego salió del conducto.



En las primeras tres rampas había soldados como los


que se acababa de encontrar en la estación de metro.


Prax no se molestó en detenerse. La cuarta, un túnel



de suministros que llevaba desde los almacenes de la


superficie hacia los reactores, estaba vacía. Prax se


detuvo y la moto quedó en silencio. Había un aroma


fuerte y acre que no supo identificar. Poco a poco,


aparecieron otros detalles. Unas marcas de



quemaduras en la consola de pared y manchas de algo


oscuro por todo el suelo. Oyó sonidos en la distancia y


tardó un poco en darse cuenta de que se trataba de


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disparos.




«Evoluciona con rapidez», por lo visto, significaba


que estaban librándose combates en los túneles.


Apareció en su mente la imagen del aula de Mei


agujereada por los disparos y llena de la sangre de los


niños, con una lucidez que parecía un recuerdo en



lugar de su imaginación. Volvió a sentir el mismo


pánico que en la cúpula, pero amplificado cien veces.



—Estará bien —dijo a la planta que estaba a su


lado—. No permitirán que haya disparos en la



guardería. Allí hay niños.



Las hojas de color verde fuerte ya empezaban a


marchitarse. Seguro que no llevarían la guerra hasta


los niños. Ni a los suministros de comida. Ni a las



frágiles cúpulas agriculturales. Las manos volvieron


a temblarle, pero no tanto como para impedirle


conducir.




La primera explosión tuvo lugar mientras bajaba por


la rampa del séptimo al octavo nivel, junto a una de


las altas cavernas sin terminar donde el hielo de la



luna había empezado a gotear y a congelarse de



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nuevo, lo que le daba una apariencia a medio camino


entre una obra de arte y una gran zona verde. Hubo



un resplandor, sintió un golpetazo y la moto empezó a


derrapar. Un muro se acercaba a él a toda velocidad y


Prax estiró la pierna para evitar el impacto. Encima de


él oyó gritos. Tropas que irían ataviadas con



armaduras y se comunicarían por radio. Eso fue lo


que creyó, al menos. Aquellos gritos debían de


proferirlos la gente normal. Una segunda explosión


retumbó en la pared de la caverna, y un pedazo de


hielo cerúleo del tamaño de un tractor se desprendió



del techo, cayó lenta e inexorablemente hacia el suelo


y se hizo pedazos en él. Prax se esforzó para mantener


la moto en pie. Sintió que el corazón se le iba a salir


del pecho.




En la parte superior de la rampa curvada, vio unas


siluetas con armaduras. No sabía si eran marines de la


ONU o de Marte. Uno de ellos se giró hacia él y


levantó un rifle. Prax aceleró la moto y bajó por la



rampa a toda velocidad. Dejó a su paso el zumbido de


las armas automáticas y el olor a vapor y a humo.



Las puertas de la escuela estaban cerradas. Prax no


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habría sabido decir si era buena o mala señal. Detuvo


la moto tambaleante y bajó de ella. Sentía las piernas



débiles e inestables. Intentó llamar con tranquilidad a


las puertas cerradas de acero, pero con el primer


intentó se levantó la piel de los nudillos.



—¡Abrid! ¡Mi hija está ahí dentro! —Sonaba como un



loco, pero alguien de dentro lo oyó o lo vio por el


monitor de seguridad. Las placas articuladas de acero


de la puerta vibraron y empezaron a elevarse. Prax se


agachó y se escabulló dentro.




Solo había visto unas pocas veces a la nueva


profesora, la señorita Carrie, cuando iba a dejar o a


recoger a Mei. No pasaría de los veinte años y tenía la


complexión alta y delgada propia de los belters. No la



recordaba con aquella expresión tan sombría.



El aula estaba intacta, a pesar de todo. Los niños


formaban un círculo y cantaban una canción que


hablaba de viajar por el Sistema Solar, en la que se



rimaba con el nombre de la mayor parte de los


asteroides. No había sangre ni agujeros de bala, pero


el olor a plástico quemado empezaba a filtrarse por los


conductos de ventilación. Tenía que llevar a Mei a un

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lugar seguro. Pero no sabía con seguridad dónde.


Miró hacia el corro de niños y buscó la cara y el pelo



de su hija.



—Mei no está aquí, señor —dijo la señorita Carrie


entre susurros, con la voz tensa—. Su madre se la ha


llevado esta mañana.




—¿Esta mañana? —preguntó Prax, aunque lo que


más le llamó la atención fue lo de «su madre». ¿Qué


hacía Nicola en Ganímedes? Había recibido un


mensaje suyo sobre el juicio por la manutención dos



días antes, y era imposible que hubiera viajado de


Ceres a Ganímedes en dos días…



—Poco después del desayuno —explicó la profesora.




—O sea, que la han evacuado. Ha venido alguien y


ha evacuado a Mei.




Hubo otra explosión que hizo que el hielo se


estremeciera. Un niño soltó un aullido agudo y


cargado de miedo. La profesora paseó la mirada entre



el niño y él. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz


más baja.



—Su madre ha venido justo después del desayuno.

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Se ha llevado a Mei. No ha estado aquí en todo el día.




Prax sacó su terminal portátil. Seguía sin conexión,


pero su fondo de pantalla era una foto del primer


cumpleaños de Mei, cuando las cosas todavía iban


bien. Parecía que había transcurrido una eternidad.


Levantó la foto y señaló a Nicola, que reía mientras



sostenía aquella cosita rechoncha y adorable que había


sido Mei.



—¿Era ella? —preguntó Prax—. ¿Ha estado ella


aquí?




La confusión que vio en la cara de la profesora fue


respuesta suficiente. Había habido un error. Alguien,



que podría haber sido una nueva niñera, una


trabajadora social o algo parecido, había pasado por


allí para recoger a un niño y se había confundido.



—Estaba en los registros informáticos —dijo la



profesora—. Estaba en el sistema. Su foto estaba allí.



Las luces parpadearon. Cada vez olía más a humo, y


los recicladores de aire zumbaban más alto y


chisporroteaban para succionar todas las partículas



del aire. Un niño cuyo nombre Prax debería haber


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sabido lloriqueaba, y la profesora se intentó girar


hacia él por acto reflejo. Prax la agarró por el codo y



tiró con fuerza.



—No, ha cometido un error —dijo él—. ¿A quién ha


entregado a Mei?




—¡El sistema confirmaba que era su madre! Tenía


identificación. Todo parecía correcto.




Se oyó el sonido entrecortado y amortiguado de una


ráfaga de disparos que venía de los pasillos. Alguien


gritó fuera y los niños empezaron a chillar. La



profesora liberó su brazo. Algo golpeó la puerta


cerrada.



—Tendría unos treinta años. Pelo y ojos negros. La


acompañaba un doctor, estaba en el sistema y Mei no



ha protestado en absoluto.



—¿Se han llevado su medicina? —preguntó él—. ¿Se


han llevado su medicina?




—No. No lo sé. No lo creo.




Prax sacudió a la mujer sin querer. Solo una vez,


pero con fuerza. Si Mei no tenía su medicina, ya se



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habría saltado la dosis de mediodía. Puede que solo


consiguiera aguantar hasta la mañana siguiente antes



de que su sistema inmunológico comenzara a fallar.



—Enséñemela —dijo Prax—. Enséñeme la foto de la


mujer que se la ha llevado.




—¡No puedo! ¡El sistema está caído! —gritó la


profesora—. ¡Están matando a gente en los pasillos!




El corro de niños se disolvió entre gritos y más gritos.


La profesora se echó a llorar y se cubrió la cara con las


manos. Parecía que la tristeza emanaba de sus poros.


Prax podía sentir un pánico animal saltando por su


cerebro. La repentina calma no fue suficiente para



obviarlo.



—¿Hay algún túnel de evacuación? —preguntó Prax.




—Nos han dicho que nos quedemos aquí —


respondió la profesora.




—Y yo le digo que evacúe —replicó Prax, aunque no


dejaba de pensar que tenía que encontrar a Mei.













78

4






Bobbie










Cuando recuperó la conciencia, fue con dolor y un



zumbido recalcitrante. Bobbie parpadeó para intentar


despejarse y ver dónde se encontraba. Tenía la vista


muy desenfocada. Aquel zumbido resultó ser una


alarma de su armadura. Unas luces de colores


refulgieron en su cara cuando el visor táctico le mostró



unos datos que no era capaz de leer. Se encontraba a


mitad de un reinicio y las alarmas se sucedían una


detrás de otra. Intentó mover los brazos y llegó a la


conclusión de que, aunque se encontraba débil, no



estaba paralizada ni inmovilizada. El gel

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amortiguador de la armadura había vuelto a su estado


líquido.




A la luz tenue que era capaz de discernir a través de


la protección facial de su casco vio que algo se movía a


través del cristal. Una cabeza que oscilaba y no dejaba


de entrar y salir de su campo de visión. Luego oyó un



chasquido cuando alguien conectó un cable al puerto


externo de la armadura. Un médico militar que


descargaba los datos sobre su condición física.



Oyó por los altavoces de la armadura una voz



masculina y joven que dijo:



—Tranquila, artillera. La tenemos. Todo irá bien.



Todo va a ir bien. Aguante.



Todavía no había terminado de pronunciar la última



palabra cuando Bobbie se volvió a desmayar.



Despertó dando bandazos por un túnel blanco en



una camilla. Ya no llevaba puesta la armadura. Bobbie


tenía miedo de que los médicos de campaña no se


hubieran tomado el tiempo necesario para quitársela


bien y hubieran usado el dispositivo que rompía las



junturas y las zonas articuladas. Era una forma

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sencilla de sacar a un soldado herido de un


exoesqueleto acorazado de cuatrocientos kilos, pero el



proceso destruía la armadura. Bobbie sintió una


punzada de remordimiento ante la posibilidad de


perder su vieja y leal amiga.




Un momento después recordó que habían hecho


pedazos a los miembros de su pelotón delante de sus


narices, y la tristeza por haber perdido su armadura le



pareció trivial y ofensiva.



La camilla dio una sacudida y Bobbie sintió un


calambre en la espalda que hizo que se volviera a


desmayar.




—Sargenta Draper —dijo una voz.




Bobbie intentó abrir los ojos, pero se dio cuenta de


que no era capaz. Cada párpado le pesaba una


tonelada y el simple hecho de intentarlo la dejó



exhausta. Intentó responder a la voz, lo que la hizo


sentir sorpresa y vergüenza al mismo tiempo cuando


oyó los balbuceos etílicos que salieron de su boca.



—Apenas está consciente —dijo la voz. Era una voz



masculina, dulce y grave. Tenía un tono de

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preocupación, pero también cierta calidez. Bobbie


quiso que aquella voz no dejara de hablar hasta que



volviera a perder la consciencia.



—Déjala descansar. Intentar que recupere del todo la


conciencia en estos momentos puede ser peligroso —


advirtió otra voz, esta femenina y aguda.




—No me importa si muere, doctora. Necesito hablar


con la soldado y no puedo esperar, así que dele lo que


sea para conseguirlo —dijo la voz amable.




Bobbie sonrió para sus adentros, ya que no fue capaz


de analizar las palabras que decía aquella bonita voz,


solo escuchar su tono amable y educado. Le pareció


bonito que alguien así se preocupara por ella. Sintió


que iba a volver a desmayarse y saludó a la oscuridad



como si se tratara de una vieja amiga.



Un fuego abrasador recorrió la columna vertebral de



Bobbie, que se irguió en la cama de un salto, más


despierta que nunca en su vida. Era la misma


sensación que cuando le inyectaban el zumo, el cóctel


de productos químicos que suministraban a los



tripulantes de las naves para mantenerlos conscientes



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y alerta durante las maniobras a alta aceleración.


Bobbie abrió los ojos y los volvió a cerrar de



improviso cuando la luz blanca y brillante de la


habitación casi se los achicharra.



—Apagad las luces —farfulló, con un hilo de voz


salido de su garganta seca.



El resplandor rojo que se colaba a través de sus



párpados se hizo más débil, pero cuando intentó


volver a abrirlos todavía había demasiada luz.


Alguien le cogió la mano y se la sostuvo mientras


ponía en ella una taza.




—¿Puede sostenerla? —preguntó la voz amable.



Bobbie no respondió. Solo se llevó la taza a la boca y



bebió toda el agua de dos sorbos, con desesperación.



—Más —dijo, con una voz que ya se parecía más a la


suya.




Oyó el ruido de alguien que arrastraba una silla y


luego pasos que resonaban en las baldosas del suelo al


alejarse. El breve vistazo que había dado a la estancia


le confirmó que se encontraba en un hospital. Podía



oír el zumbido eléctrico de las máquinas médicas

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cerca de ella y oler la disputa que había entre el aroma


de los antisépticos y el de la orina. Oyó el sonido de



un grifo unos momentos y luego los pasos se


acercaron a ella. Le volvieron a poner la taza en la


mano y en esta ocasión dio pequeños sorbos y dejó


que el agua le recorriera la boca antes de tragarla. Era



fresca y deliciosa.



—¿Más? —preguntó aquella voz cuando Bobbie


terminó de beber. Bobbie negó con la cabeza.


—Quizá después —respondió. Y luego añadió—:



¿Estoy ciega?



—No. Se le ha administrado una combinación de



drogas de concentración y anfetaminas muy fuerte.


Por eso tiene las pupilas tan dilatadas. Perdone por no


acordarme de aflojar las luces antes de que despertara.



La voz seguía emanando amabilidad y cordialidad.



Bobbie quería ver la cara de aquella persona, por lo


que se arriesgó a escudriñar a través de un ojo. La luz


no la molestó como antes, pero seguía sintiéndose


incómoda. El propietario de aquella voz tan amable


resultó ser un hombre alto y delgado con un uniforme





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de los servicios de inteligencia de la armada. Tenía las


facciones muy marcadas, como si la calavera hiciera



fuerza para salirse de ella. Le dedicó una sonrisa


terrorífica que era poco más que un gesto en las


comisuras de sus labios.



—Sargenta de artillería Roberta W. Draper de la



Segunda Fuerza Expedicionaria de Infantería de


Marina —dijo el hombre. Su voz no encajaba para


nada con su apariencia, y Bobbie se sintió como si


estuviera viendo una película doblada a partir de otro



idioma.



Pasaron varios segundos sin que el hombre dijera


nada más, así que Roberta respondió.



—Sí, señor. —Luego miró sus condecoraciones y



añadió—: Capitán.



Consiguió abrir los dos ojos sin que le dolieran, pero


empezó a sentir un extraño hormigueo en las


extremidades que hizo que se le entumecieran y le


temblaran al mismo tiempo. Reprimió la necesidad de


moverlas.




—Sargenta Draper, soy el capitán Thorsson y estoy



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aquí para recibir su informe. Hemos perdido a todo su


pelotón. Ha tenido lugar una batalla campal de dos



días entre las fuerzas de las Naciones Unidas y la


República Congresual de Marte en Ganímedes. Los


cálculos más recientes estiman unas pérdidas de cinco


mil millones de dólares en daños estructurales para la



RCM y también la muerte de casi tres mil militares y


civiles.



Volvió a hacer una pausa, sin dejar de mirarla con


unos ojos entrecerrados que brillaban como los de una



serpiente. Bobbie no estaba segura de qué esperaba


que respondiera.



—Sí, señor —se limitó a decir.




—Sargenta Draper, ¿podría explicarme por qué su


pelotón disparó y destruyó el puesto de avanzada


militar de la ONU en la cúpula catorce?




La pregunta era tan ilógica para ella que Bobbie


dedicó varios segundos a tratar de averiguar qué


significado real tenía.



—¿Quién le dio la orden de empezar a disparar y por



qué?


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Era imposible que estuviera preguntando por qué los


soldados habían empezado la trifulca. ¿No sabía nada



del monstruo?



—¿No sabe nada del monstruo?




El capitán Thorsson no se movió, pero arrugó las


comisuras de sus labios y frunció tanto el ceño que le


aparecieron arrugas en la frente.




—Monstruo —repitió él, sin perder ni un ápice de


calidez en la voz.




—Señor, era una especie de monstruo… un


mutante… Atacó el puesto de avanzada de la ONU.


Las tropas de la ONU se replegaron hacia nuestra


posición. No les disparábamos a ellos. Esa… Esa cosa


fue la que los mató y luego nos mató a nosotros —dijo



Bobbie, entre náuseas y pausas para tragar el sabor


agrio de su boca—. A todos menos a mí, quiero decir.



Thorsson frunció el ceño unos instantes y luego


metió una mano en un bolsillo para sacar una



pequeña grabadora digital. La apagó y la puso en una


bandeja al lado de la cama de Bobbie.



—Sargenta, voy a darle una segunda oportunidad.

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Hasta ahora, su hoja de servicio ha sido ejemplar. Es


una buena marine. Una de las mejores que tenemos.



¿Le gustaría volver a empezar su declaración?



Cogió la grabadora y puso un dedo encima del botón


de borrar mientras le dedicaba una mirada cómplice.



—¿Cree que miento? —preguntó ella. El cosquilleo


de sus extremidades se convirtió en la necesidad de



estirar una mano y arrancar el brazo de aquel


gilipollas engreído de codo para abajo—. Todos le


disparamos. Tendrá las grabaciones de las armas de


todo el pelotón, en las que podrá ver cómo aquella


cosa mataba a los marines de la ONU para luego


atacarnos. Señor.




Thorsson negó con su cabeza alargada y entrecerró


los ojos hasta que casi desaparecieron.




—No hay transmisiones del pelotón durante todo el


combate. Y tampoco se subieron datos a la red…



—Algo las interfirió —lo interrumpió Bobbie—. Yo


también perdí la conexión de radio cuando me



acerqué al monstruo.



Thorsson continuó como si Bobbie no hubiera dicho


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nada.




—Y todos nuestros activos en la zona se perdieron


cuando la estructura de un espejo orbital cayó sobre la


cúpula. Usted se encontraba fuera de la zona de



impacto, pero la onda expansiva la desplazó un cuarto


de kilómetro, aproximadamente. Nos llevó tiempo


encontrarla.



«Todos nuestros activos en la zona se perdieron.»



Qué manera tan aséptica de describirlo. Los


integrantes del pelotón de Bobbie se convirtieron en


vapor y chatarra cuando varios miles de toneladas del


espejo cayeron hacia ellos desde la órbita. Uno de los



monitores comenzó a emitir un aviso constante a


volumen bajo, pero nadie pareció prestarle atención,


así que ella tampoco lo hizo.



—Mi armadura, señor. También grabé con ella. El



vídeo tiene que seguir ahí.



—Sí —respondió Thorsson—. Hemos examinado el



registro de vídeo de su armadura. Solo hay estática.



«Esto parece una película de miedo de las malas»,


pensó Bobbie. Se sentía como la heroína que ve al


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monstruo, pero nadie más la cree. Se imaginó cómo


sería el segundo acto, en el que sería juzgada en un



consejo de guerra y caería en desgracia, para luego


conseguir la redención en el tercer acto, cuando


apareciera de nuevo el monstruo y matara a todos


aquellos que no la creyeron…




—¡Un momento! —exclamó—. ¿Qué tipo de


descomprensión se ha usado? Mi armadura es un


modelo antiguo. Usa la versión 5.1 de compresión de


vídeo. Dígaselo a los técnicos para que vuelvan a



intentarlo.



Thorsson la miró durante unos instantes. Luego sacó


su terminal portátil y llamó



a alguien.




—Traiga la armadura de la sargenta Draper a su


habitación. Y mande venir también a un técnico con


las herramientas de vídeo.




Dejó a un lado el terminal y dedicó a Bobbie otra de


aquellas sonrisas terroríficas.



—Sargenta, admito que tengo muchísima curiosidad


por saber qué es lo que quiere que vea. Si esto sigue


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siendo alguna clase de estratagema, solo conseguirá


retrasar todo unos momentos.




Bobbie no respondió, pero su reacción a la actitud de


Thorsson había pasado del temor al enfado y la


irritación. Se incorporó en la estrecha cama del


hospital y se giró a un lado para sentarse en el borde,



mientras apartaba a un lado la manta. Debido a su


tamaño, cuando los hombres la tenían tan cerca o se


asustaban o se ponían cachondos, lo que en cualquier


caso los incomodaba. Se inclinó un poco hacia



Thorsson y se alegró al ver que él echaba atrás la silla


justo la misma distancia.



Bobbie vio en la expresión disgustada de su cara que


el capitán comprendió al instante lo que acababa de



ocurrir, y apartó la mirada mientras ella sonreía.



Se abrió la puerta de la habitación y entró una pareja


de técnicos de la armada que empujaban un estante


con ruedas en el que reposaba la armadura de Bobbie.



Estaba intacta. No la habían desmontado al quitársela.


Se le hizo un nudo en la garganta que tuvo que


tragarse. No pensaba mostrar ni el menor atisbo de


debilidad delante de aquel payaso de Thorsson.

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Aquel payaso señaló al técnico de mayor rango.




—Usted. ¿Cómo se llama? —preguntó.




El joven técnico realizó un saludo militar apresurado.




—Suboficial electricista Singh, señor.



—Señor Singh, la sargenta Draper dice que su



armadura utiliza una compresión diferente a la de las


nuevas y que por eso no hemos podido abrir sus


archivos de vídeo. ¿Es correcto?



Singh se dio un manotazo en la frente.




—Joder, claro —dijo—. No había pensado… Es la


vieja armadura Mark III Goliath. Cuando empezaron a



fabricar la Mark IV, reescribieron el firmware por


completo. Usa un sistema de almacenamiento de


vídeo completamente diferente. Vaya, menudo


estúpido estoy hecho…



—Sí —interrumpió Thorsson—. Haga lo que tenga


que hacer para que podamos ver el vídeo almacenado


en esa armadura. Cuanto antes lo haga, menos tiempo



tendré que pensar en el retraso provocado por su


incompetencia.



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Bobbie tuvo que reconocer a Singh el acierto de no


responder. El electricista conectó la armadura a un



monitor y empezó a trabajar al momento. Bobbie la


examinó. Tenía muchos arañazos y abolladuras, pero,


por lo demás, no parecía haber sufrido daños. Le


dieron muchas ganas de ponérsela y dejar bien claro a



Thorsson por dónde podía meterse aquella actitud.



Volvió a sentir unos temblores en los brazos y


piernas. Algo le palpitaba en el cuello, como latidos de


un animal pequeño. Extendió la mano y se lo tocó.



Eran sus pulsaciones. Justo cuando iba a decir algo, el


técnico levantó un puño en señal de victoria y chocó


los cinco con su ayudante.



—Hecho, señor —dijo Singh, y accionó la



reproducción.



Bobbie intentó mirar, pero la imagen aún se le hacía



borrosa. Acercó la mano al brazo de Thorsson para


llamar su atención, pero por algún motivo erró el tiro


y empezó a caer hacia delante.



«Allá vamos otra vez», pensó, y hubo unos instantes



de caída libre antes de la oscuridad.



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—Me cago en Dios —dijo la voz aguda—. Joder, es


que te dije que podría pasar algo así. Esta soldado



tiene heridas internas y una conmoción cerebral muy


fea. No puedes atiborrarla de anfetas y ponerte a


interrogarla. Es una irresponsabilidad. ¡Eso es


maltrato, coño!




Bobbie abrió los ojos. Volvía a estar echada en la


cama. Thorsson estaba sentado en una silla a su lado.


Una mujer rubia y fornida con ropa de hospital se


encontraba a los pies de la cama, enfadada y con la



cara roja. Cuando vio que Bobbie despertaba, se


acercó a un lado y la cogió de la mano.



—Sargenta Draper, no intente moverse. Se ha caído y


algunas de sus heridas se han agravado. Hemos



conseguido estabilizarla, pero necesita descansar.



La doctora miraba a Thorsson mientras decía


aquello, colocando signos de exclamación en todas las


frases con los gestos de su cara. Bobbie asintió, lo que



la hizo sentir como si su cabeza fuera un recipiente de


agua que diera bandazos a gravedad cambiante. Que


no le doliera sugería que le habían administrado todos


los analgésicos que tenían.

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—La ayuda de la sargenta Draper ha sido crucial —


dijo Thorsson, sin un atisbo de remordimiento en la



voz—. Gracias a ella es posible que hayamos


conseguido evitar una guerra abierta con la Tierra.


Arriesgar su vida para que otros no tengan que


hacerlo viene a ser la definición del trabajo de Roberta.




—No me llame Roberta —farfulló Bobbie.



—Artillera —dijo Thorsson—. Siento lo que le ha



ocurrido a su equipo, pero siento más no haberla


creído. Gracias por responder con profesionalidad.


Gracias a ello hemos evitado cometer un error


garrafal.




—Más que nada, es que pensaba que era un


gilipollas —respondió Bobbie.




—Ese es mi trabajo, soldado. —Thorsson se


levantó—. Descanse. La pondremos en una nave tan


pronto como se encuentre bien para realizar el viaje.



—¿Una nave? ¿De regreso a Marte?




Thorsson no respondió. Asintió a la doctora y luego


se marchó. La doctora pulsó un botón de una de las





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máquinas que estaban junto a la cama de Bobbie, que


sintió que le inyectaban algo frío en el brazo. Se



apagaron las luces.



«Gelatina. ¿Por qué siempre dan de comer gelatina



en los hospitales?»



Bobbie atacó de forma errática con el tenedor‐



cuchara aquel montículo tembloroso y verde que tenía


en el plato. Por fin tenía ganas de comer de verdad, y


la comida blanda y transparente que le servían cada


vez le gustaba menos. Hasta la bazofia alta en



proteínas y carbohidratos que servían en la mayor


parte de las naves de la armada le apetecía más. O un


grueso filete de setas recubierto de salsa y cuscús para


acompañar…




Se abrió la puerta de la habitación y entraron la


doctora, que ahora sabía que se llamaba Trisha Pichon


—aunque insistía en que todo el mundo la llamara


doctora Trish—, el capitán Thorsson y un hombre


nuevo que no conocía. Thorsson le dedicó aquella



sonrisa terrorífica suya, pero Bobbie ya había


aceptado que la cara de aquel hombre era así. Era




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como si le faltaran los músculos necesarios para


gesticular una sonrisa normal. El hombre nuevo



llevaba un uniforme de capellán militar de una


afiliación religiosa indeterminada.



La doctora Trish fue la primera en hablar.




—Buenas noticias, Bobbie. Mañana te daremos el


alta. ¿Qué tal te sientes?




—Bien. Tengo hambre —respondió Bobbie antes de


volver a apuñalar la



gelatina.




—Entonces vamos a intentar traerte algo de comida


de verdad —dijo la doctora Trish. Luego sonrió y se


marchó de la habitación.



Thorsson señaló al capellán.




—Este es el capitán Martens. Nos acompañará en


nuestro viaje. Los dejo solos para que se conozcan.




Thorsson se marchó antes de que Bobbie pudiera


responder, y Martens se dejó caer en la silla que había


junto a su cama. Extendió la mano y ella se la estrechó.




—Hola, sargenta —dijo—. He…

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—Cuando marqué la opción «ninguna» en el


formulario 2790 sobre creencias religiosas, no estaba



de broma —lo interrumpió Bobbie.



Martens sonrió; al parecer no se había ofendido por


la interrupción ni por el agnosticismo de Bobbie.




—No estoy aquí como hombre de fe, sargenta.


También tengo estudios de psicoterapia y, dado que


presenció la muerte de todos los integrantes de su


unidad y ha estado a punto de morir, el capitán


Thorsson y la doctora pensaron que quizá necesitara



mi ayuda.



Bobbie estuvo a punto de responder con desdén,


pero sintió un dolor en el pecho y no lo hizo. Bebió un


largo trago de agua para evitar quedar en evidencia.




—Estoy bien. Gracias por venir —dijo luego. Martens


se reclinó en la silla, sin dejar de sonreír.


—Si estuviera bien después de todo por lo que acaba


de pasar, sería un síntoma de que algo anda mal. Y



está a punto de experimentar una situación en la que


se enfrentará a mucha presión intelectual y emocional.


Cuando lleguemos a la Tierra, no podrá permitirse




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sufrir ataques emocionales ni síntomas derivados del


trastorno por estrés postraumático. Tenemos mucho



trabajo que…



—¿A la Tierra? —repitió Bobbie, sorprendida—. Un


momento. ¿Para qué voy a ir yo a la Tierra?











































































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Avasarala










Chrisjen Avasarala, ayudante de la subsecretaría de



administración ejecutiva, estaba sentada en un


extremo de la mesa. Llevaba un sari naranja, la única


salpicadura de color entre los tonos militares azul


grisáceo de la reunión. Los otros siete que se sentaban


a la mesa eran los líderes de sus respectivos



departamentos militares de la Organización de las


Naciones Unidas, y todos eran hombres. Avasarala


conocía sus nombres, currículos, perfiles psicológicos,


salarios, aliados políticos y hasta con quiénes se



acostaban. En la pared del fondo, los ayudantes

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