personales y los empleados de la ONU estaban
quietos e intranquilos, como adolescentes tímidos en
un baile. Avasarala sacó un pistacho de su bolso, abrió
la cáscara con discreción y se metió en la boca el fruto
salado.
—Cualquier reunión con altos cargos de Marte va a
tener que esperar hasta que la situación de Ganímedes
esté controlada. Cualquier conversación diplomática
oficial que tenga lugar antes solo servirá para dar la
impresión de que hemos aceptado la nueva situación.
—El que hablaba era el almirante Nguyen, el más
joven de todos los presentes. Con determinación
militar. Regocijándose en sus palabras, como solían
hacer todos los hombres jóvenes que alcanzaban el
éxito.
El general Adiki‐Sandoval asintió con su cara ancha
como la de un toro.
—Estoy de acuerdo. Marte no es lo único que
tenemos que tener en cuenta. Si empezamos a
menospreciar a la Alianza de Planetas Exteriores, no
les quepa duda de que habrá un incremento de
10
actividades terroristas.
Mikel Agee, de los cuerpos diplomáticos, se reclinó
en la silla y se humedeció los labios con impaciencia.
Llevaba el pelo engominado y peinado hacia detrás, y
tenía la cara enjuta, rasgos que le daban el aspecto de
una rata con apariencia humana.
—Caballeros, debo expresar mi desacuerdo con…
—Claro, cómo no —dijo el general Nettleford en tono
seco. Agee lo ignoró.
—Reunirnos con Marte en este punto es un primer
paso muy necesario. Si empezamos a poner
prerrequisitos y obstáculos, el proceso durará más
tiempo y aumentarán las posibilidades de que se
retomen las hostilidades. Si conseguimos reducir un
poco la presión y cambiar de marcha…
El almirante Nguyen asintió con cara inexpresiva.
Luego habló con tono coloquial.
—¿Los diplomáticos no tienen metáforas más
recientes que el motor de combustión interna?
Avasarala rio entre dientes con los demás. Tampoco
tenía a Agee en muy alta estima.
10
—Marte ya ha dejado claro cuál es su prioridad —
dijo el general Nettleford—. Creo que lo mejor que
podemos hacer es retirar la Séptima de la estación
Ceres y embarcarla. Sentarnos a esperar y ver si los
marcianos se retiran de Ganímedes.
—¿Quiere enviarlos al sistema joviano? —preguntó
Nguyen—. ¿O se refiere a meterlos hacia Marte?
—Traerlos de vuelta hacia la Tierra se verá casi igual
que enviarlos a Marte — dijo Nettleford.
Avasarala carraspeó.
—¿Hay nueva información sobre quién atacó
primero? —preguntó.
—Los técnicos trabajan en ello —dijo Nettleford—.
Pero eso confirma lo que digo. Si Marte está usando
Ganímedes para probar nuevas tecnologías, no
podemos permitir que controlen los tiempos. Tenemos
que añadir una amenaza propia al tablero.
—¿Se sabe si era la protomolécula? —preguntó
Agee—. Quiero decir, ¿está relacionado con aquella
cosa que dio al traste con Eros?
10
—Trabajan en ello —repitió Nettleford, rumiando un
poco las palabras—. Hay algunas similitudes muy
obvias, pero también algunas diferencias. No se
reproducía igual que en Eros. Los habitantes de
Ganímedes no han cambiado como ocurrió en Eros.
Las imágenes de satélite que tenemos nos confirman
que se dirigió a territorio marciano y allí se
autodestruyó o se encargaron de ello sus tropas. Si es
algo relacionado con Eros, parece que se ha mejorado.
—Así que Marte tenía una muestra y ha conseguido
convertirla en un arma —dijo el almirante Souther.
No hablaba mucho. Avasarala siempre olvidaba lo
alta que sonaba su voz.
—Es una posibilidad —dijo Nettleford—. Una muy
probable.
—Miren —dijo Nguyen con una sonrisilla
autocomplaciente, como la de un niño que sabe que se
saldrá con la suya—, sé que somos los que hemos
recibido el primer golpe, pero tenemos que considerar
cuáles son los límites de nuestras represalias. Si se
trata de un ensayo para algo más grande, esperar
10
puede llegar a ser igual de suicida que tirarnos por
una esclusa de aire.
—Deberíamos reunirnos con Marte —dijo Avasarala.
La habitación quedó en silencio. La cara de Nguyen
se ensombreció.
—¿Se refiere…? —empezó a decir, pero no terminó la
frase.
Avasarala vio cómo los hombres se miraban unos a
otros. Cogió otro pistacho de su bolso, se comió el
fruto y guardó las cáscaras. Agee intentaba ocultar su
cara de satisfacción. Tenía que descubrir quién había
usado su influencia para ponerlo al frente de los
cuerpos diplomáticos. Era una elección horrible.
—La seguridad va a ser un problema —dijo
Nettleford—. No vamos a permitir que ninguna de
sus naves entre en nuestro perímetro efectivo de
defensa.
—Pues no podemos permitir que nos impongan sus
condiciones. Si esa reunión va a tener lugar, tiene que
ser aquí, donde podamos tener el control.
10
—¿Los estacionamos a una distancia de seguridad y
que los recojan nuestros transportes?
—Nunca aceptarán algo así.
—Pues preguntémosles a qué estarían dispuestos.
Avasarala se levantó en silencio y se dirigió hacia la
puerta. Su ayudante personal, un chico europeo
llamado Soren Cottwald, se alejó de la pared del
fondo y la siguió. Los generales hicieron como si no la
hubieran visto marchar, o quizás estuvieran tan
ensimismados con los nuevos problemas que acababa
de echarles encima, que ni se dieron cuenta. En todo
caso, Avasarala estaba segura de que se alegrarían de
su partida tanto como ella de marcharse de aquel
lugar.
Los pasillos del complejo de Naciones Unidas de La
Haya eran limpios y amplios, decorados con una
sencillez que hacía que todo pareciera un diorama de
las colonias portuguesas de 1940 expuesto en un
museo. Se detuvo delante de la unidad de reciclado
orgánico y empezó a rebuscar en su bolso para coger
las cáscaras.
10
—¿Qué me toca ahora? —preguntó.
—Reunión informativa con el señor Errinwright.
—¿Y después?
—Con Meeston Gravis a cuenta del problema de
Afganistán.
—Cancélala.
—¿Qué excusa le pongo?
Avasarala se sacudió las manos sobre la unidad,
luego se giró y se apresuró hacia las zonas comunes y
los ascensores.
—Que se joda —respondió—. Dile que los afganos
llevan resistiéndose a que los gobierne una fuerza
exterior desde antes de que mis ancestros echaran a
patadas a los británicos. Y que cuando descubra la
manera de hacer que eso cambie, se lo haré saber.
—Sí, señora.
—Además, necesitaré un resumen actualizado de la
situación en Venus. El más reciente. Y no tengo
tiempo de sacarme otro doctorado para leerlo, así que
10
si no está en un lenguaje claro y conciso, despide al
hijo de puta y contrata a alguien que sepa escribir.
—Sí, señora.
El ascensor que llevaba desde el vestíbulo de las
zonas comunes y las salas de reunión hasta los
despachos brillaba como un diamante pulido
engarzado en acero y tenía el tamaño suficiente para
acoger una cena para cuatro. Al entrar, el ascensor los
reconoció y empezó a ascender a los niveles
superiores poco a poco. A través de las ventanas de
las zonas comunes, daba la impresión de que el
Binnenhof se hundía entre el hormiguero gigante que
formaban el resto de edificios de La Haya bajo un
perfecto cielo azul. Era primavera, y la nieve que
había adornado la ciudad desde diciembre por fin
había desaparecido. Las palomas revoloteaban por las
calles mucho más abajo. El planeta estaba habitado
por unos treinta mil millones de personas, pero nunca
habría más humanos que palomas.
—Es que todos son hombres, joder —dijo Avasarala.
—¿Perdone? —preguntó Soren.
10
—Los generales. Todos son hombres, joder.
—Creo que Souther es el único que…
—Da igual que le guste follarse a otros hombres.
¿Cuánto hace que una mujer estuvo al mando de las
fuerzas armadas? Nunca en todo el tiempo que llevo
aquí. Y así estamos, otro ejemplo más de lo que ocurre
en política cuando hay demasiada testosterona en el
ambiente. Lo que me recuerda: ponte en contacto con
Annette Rabbir de infraestructuras. No confío en
Nguyen. Si empieza a haber contactos entre él y
cualquiera de los de la asamblea general, quiero
saberlo.
Soren carraspeó.
—Disculpe, señora. ¿Me acaba de dar la orden de
espiar al almirante Nguyen?
—No, acabo de pedirte una auditoría completa del
tráfico de la red, aunque todo lo que no venga del
despacho de Nguyen me va a importar un carajo.
—Claro. Perdone por no haberla entendido bien.
El ascensor dejó abajo las ventanas y las vistas de la
10
ciudad y entró en el hueco oscuro de los niveles de los
despachos privados. Avasarala se hizo estallar los
nudillos.
—Aunque, por si acaso —dijo—, que sea por
iniciativa tuya.
—Sí, señora. Eso pensaba también.
Para aquellos que solo conocían a Avasarala por su
reputación, su despacho era tan modesto que
decepcionaba. Se encontraba en el ala este del edificio,
donde solían empezar los oficiales de menos rango.
Tenía una ventana que daba a la ciudad, pero no hacía
esquina. Había una pantalla de vídeo apagada que
ocupaba la mayor parte de la pared sur y tenía un
color negro mate cuando estaba apagada. El resto de
paredes estaban cubiertas con paneles de bambú. La
moqueta era delgada y estampada para ocultar las
manchas. El único elemento decorativo era una
pequeña capilla con una escultura de arcilla del Buda
Gautama al lado de su escritorio y una vasija de vidrio
decorada con las flores que su marido, Arjun, le
enviaba cada jueves. El despacho olía a flores frescas y
11
a humo de pipa vieja, aunque Avasarala nunca
fumaba allí dentro y no tenía constancia de que otra
persona lo hiciera. A sus pies, la ciudad se extendía
entre hormigón y vetustas piedras.
En el cielo del atardecer, Venus refulgía.
En los doce años que llevaba trabajando en ese
escritorio, en ese despacho, todo había cambiado. La
alianza entre la Tierra y su hermano advenedizo había
llegado a parecer eterna e inquebrantable. El Cinturón
no había parecido más que una pequeña molestia y un
refugio para las pequeñas células de renegados y
alborotadores que tenían las mismas probabilidades
de morir por el mal funcionamiento de una nave que
de caer en manos de la justicia. La humanidad había
estado sola en el universo.
Pero luego llegó aquel descubrimiento secreto de que
Febe, la peculiar luna de Saturno, era en realidad un
arma alienígena que se había lanzado a la Tierra
cuando la vida allí era poco más que una idea
interesante envuelta en una bicapa lipídica. ¿Cómo no
iba a cambiar todo después de aquello?
11
Pero la verdad era que no había cambiado. Era cierto
que la Tierra y Marte no tenían muy claro si habían
pasado a ser enemigos mortales o seguían como
aliados permanentes. Y que la APE, la Hezbolá del
vacío, iba camino de convertirse en una fuerza política
real en los planetas exteriores. Y que aquella cosa que
pretendía transformar la biosfera primitiva de la
Tierra se había hecho con un asteroide para dirigirlo
hacia las nubes de Venus y ponerse a hacer algo que
todos desconocían.
Pero las estaciones seguían su curso. La política
seguía su curso. Y el lucero del alba no había dejado
de brillar en aquellos cielos añiles, más incluso que las
mayores ciudades de la Tierra.
Había días en que aquello la tranquilizaba.
—El señor Errinwright —dijo Soren.
Avasarala se giró hacia la pantalla apagada de la
pared mientras esta se encendía. Sadavir Errinwright
tenía la piel más oscura que ella y la cara redonda y
tersa. Nadie lo habría mirado dos veces en el Punyab,
pero tenía en su voz aquel tono irónico, frío y analítico
11
de los británicos. Llevaba un traje negro y una corbata
estrecha y elegante. Estaba en un lugar en el que
brillaba la luz del Sol. La conexión no dejaba de
titubear para equilibrar las diferencias de luz, lo que a
veces lo hacía parecer una sombra en un despacho
gubernamental y otras, un hombre dentro de un halo
de luz.
—Espero que la reunión haya ido bien.
—Ha ido bien —respondió Avasarala—. Hemos
decidido llevar a cabo la cumbre con Marte. Ya se
preparan las medidas de seguridad.
—¿Ese ha sido el consenso?
—Cuando les he dicho que lo era, sí. Los marcianos
van a enviar a sus hombres más importantes para
reunirse con los oficiales de la ONU, presentarles sus
disculpas en persona y llegar a un acuerdo para
normalizar las relaciones y devolver Ganímedes a su
blablablá. ¿Bien?
Errinwright se rascó la barbilla.
—No creo que nuestros análogos de Marte lo vean
11
así —dijo.
—Pues que protesten. Enviaremos notas de prensa
beligerantes y amenazaremos con cancelar la reunión
hasta el último minuto. El drama es algo maravilloso.
Más que maravilloso, es una buena distracción. Pero
no deje que ese cabeza de chorlito hable de Venus o de
Eros.
La crispación de Errinwright fue casi subliminal.
—Por favor, ¿podría no referirse al secretario general
como ese «cabeza de chorlito»?
—¿Por qué no? Sabe que lo llamo así. Se lo he dicho a
la cara y le da igual.
—Cree que es de broma.
—Porque es un puto cabeza de chorlito. No deje que
diga nada de Venus.
—¿Y los vídeos?
Era una buena pregunta. Fuera lo que fuese lo que
había atacado Ganímedes, el problema había
comenzado en la zona protegida por las Naciones
Unidas. Si los rumores interceptados eran de fiar, que
11
no lo eran, Marte solo tenía la cámara de la armadura
de un marine. Avasarala tenía siete minutos de vídeo
en alta definición de cuarenta cámaras diferentes en
los que aquella cosa acababa con la vida de la gente
que la Tierra tenía allí. Incluso si podían convencer a
los marcianos de enterrar el asunto, iba a ser una gesta
muy complicada.
—Déjeme hasta la reunión —dijo Avasarala—. Deje
que vea lo que dicen y cómo lo dicen. Después sabré
qué hacer. Si es un arma de Marte, se les notará en los
temas que pongan sobre la mesa.
—Entiendo —dijo Errinwright despacio. Por lo tanto,
no era así.
—Señor, con todos mis respetos —dijo ella—, por el
momento este tema debe quedar entre la Tierra y
Marte.
—Una situación dramática entre las dos mayores
potencias militares del sistema. ¿Es eso lo que
queremos? ¿Cómo puede estar de acuerdo con algo
así?
—Recibí un aviso de Michael‐Jon de Uturbé en el que
11
se me informaba de que la actividad de Venus había
aumentado justo en el momento en que comenzaron
los disparos en Ganímedes. No se trató de un pico
muy pronunciado, pero ocurrió. Y que haya actividad
en Venus justo en el momento en el que aparece en
Ganímedes algo muy parecido a la protomolécula sí
que es un problema.
Dejó que sus palabras calaran antes de continuar. Los
ojos de Errinwright se movían, como si leyera algo en
el aire. Era un gesto que hacía siempre que estaba
concentrado.
—No es la primera vez que hacemos sonar los
tambores de guerra —continuó—. Y hemos
sobrevivido. Sabemos cómo afrontarlo. Tengo una
carpeta con novecientas páginas de análisis y planes
de contingencia en caso de un conflicto con Marte, y
hasta catorce escenarios diferentes sobre qué hacer si
desarrollan una nueva tecnología inesperada. Pero la
carpeta que me dice qué hacer en caso de que
aparezca algo en Venus solo tiene tres páginas y la
primera de ellas empieza diciendo: «Primer paso:
Encontrar a Dios.»
11
Errinwright estaba serio. Detrás de ella oyó a Soren,
del que emanaba un silencio diferente y más inquieto
del que estaba acostumbrada. Avasarala había puesto
sus cartas sobre la mesa y expresado sus miedos.
—Hay tres opciones —dijo con suavidad—. La
primera es que sea cosa de Marte, lo que daría lugar a
una guerra. Podemos hacernos cargo de ello. La
segunda es que sea cosa de otros, lo que no deja de ser
desagradable y peligroso, pero resoluble. La tercera es
que la protomolécula actúe por cuenta propia. Ahí sí
que no tendríamos nada.
—¿Intentará añadir páginas a esa carpeta tan
delgada? —preguntó Errinwright.
Parecía que hablaba a la ligera, pero no era así.
—No, señor. Lo que haré será descubrir a cuál de
esos tres casos nos enfrentamos y, si es alguno de los
dos primeros, resolveré el problema.
—¿Y si es el tercero?
—Me jubilaré —respondió—. Dejaré que ponga a
cargo de esta misión a cualquier otro idiota.
11
Errinwright la conocía lo suficiente como para notar
el tono jocoso de su voz. Sonrió y se estiró la corbata
con gesto distraído. Era uno de sus gestos delatores.
Estaba tan nervioso como ella. Nadie que no lo
conociera podría haberlo sabido.
—Es muy arriesgado. No podemos permitir que el
conflicto de Ganímedes vaya a más.
—No dejaré que pase de ser una distracción —dijo
Avasarala—. Nadie va a empezar una guerra sin mi
consentimiento.
—Querrá decir a menos que el secretario general
expida la orden ejecutiva y la asamblea general vote a
favor.
—Y seré yo la que le diga cuándo es el momento de
hacerlo —respondió ella—. Pero si quiere, puede ser
usted quien le dé la noticia. Oír estas cosas de una
abuelita como yo le encoge la polla.
—Y no queremos que eso ocurra, claro. Infórmeme
de lo que descubra. Hablaré con los redactores de
discursos para que el texto del anuncio no se salga de
guion.
11
—Y si alguien filtra esos vídeos del ataque, tendrá
que vérselas conmigo — sentenció Avasarala.
—Si alguien los filtra, será culpable de traición, lo
juzgará un tribunal legítimo y lo condenará a cadena
perpetua en la Colonia Penal de la Luna.
—Suficiente.
—No se me aleje ahora, Chrisjen. Estamos en crisis.
Cuantas menos sorpresas haya, mejor.
—Sí, señor —respondió ella.
La conexión se cortó y la pantalla volvió a apagarse.
Avasarala vio su reflejo, una mancha naranja
coronada por el color gris de su pelo. Soren era un
borrón de color caqui y blanco.
—¿Quieres tener más trabajo?
—No, señora.
—Pues lárgate de aquí.
—Sí, señora.
Oyó sus pasos marchándose tras ella.
—¡Soren!
11
—¿Señora?
—Consígueme una lista de todas las personas que
testificaron en las audiencias del incidente de Eros. Y
somete sus declaraciones a un análisis neuropsíquico,
si es que no se ha hecho ya.
—¿Quiere las transcripciones?
—Sí, también.
—Se lo conseguiré lo más pronto posible.
La puerta se cerró detrás de él, y Avasarala se hundió
en la silla. Le dolían los pies, y el presentimiento de un
dolor de cabeza que tenía desde la mañana estaba
dando un paso adelante y carraspeando. El Buda le
sonrió con serenidad y ella rio entre dientes, como si
compartieran un chiste privado. Solo quería volver a
casa, sentarse en el porche y escuchar a Arjun
practicar con el piano.
Pero en lugar de eso…
Solía usar su terminal portátil y no los sistemas del
despacho para llamar a Arjun. Era un impulso
supersticioso el que hacía que quisiera mantenerlos
12
separados, hasta en las cosas más pequeñas como
aquella. Arjun aceptó la conexión al instante. Tenía la
cara angulosa y una barba corta que ya era blanca casi
del todo. Sus ojos siempre irradiaban alegría, incluso
cuando lloraba. El simple hecho de mirarlo provocaba
a Avasarala una sensación de bienestar en el pecho.
—Voy a llegar tarde a casa —dijo Avasarala,
arrepintiéndose al momento del tono inexpugnable
que había usado.
Arjun asintió con la cabeza.
—Caramba, no me lo esperaba para nada —dijo él.
Hasta siendo sarcástico, sonaba amable—. ¿Has tenido
que usar mucho la máscara hoy?
Él lo llamaba la máscara. Como si la Avasarala que se
enfrentara al mundo fuera mentira y la que hablaba
con él o la que jugaba a pintar con sus nietas fuera la
auténtica. Ella pensaba que se equivocaba, pero la
ficción era tan reconfortante que siempre le había
seguido el juego.
—Hoy, muchísimo. ¿Tú, qué haces, amor?
—Leo el borrador de la tesis de Kukurri. Todavía le
12
falta trabajo.
—¿Estás en tu despacho?
—Sí.
—Deberías salir al jardín —dijo ella.
—¿Porque es donde querrías estar tú? Podemos ir
juntos cuando vuelvas. Avasarala suspiró.
—Puede que llegue muy tarde —respondió.
—Despiértame e iremos.
Tocó la pantalla y él sonrió como si hubiera sentido
aquella caricia. Avasarala se desconectó. Tenían la
costumbre desde hacía mucho tiempo de no
despedirse. Era una de aquellas miles de costumbres
personales que eran resultado de décadas de
matrimonio.
Avasarala se giró hacia los sistemas de su escritorio y
abrió el análisis táctico de la batalla de Ganímedes, los
perfiles de los militares más destacados de Marte y el
programa principal de la reunión, del que los
generales ya habían rellenado la mitad desde que se
había marchado de la conferencia. Sacó un pistacho
12
del bolso, abrió la cáscara y se dispuso a empaparse
con toda aquella información para desgranarla poco a
poco. Por la ventana que tenía detrás, el resto de
estrellas se abrían paso a través de la contaminación
lumínica de La Haya, pero lo que brillaba con más
fuerza era Venus.
12
6
Holden
Holden soñaba con pasillos largos y enrevesados
llenos de monstruosidades casi humanas, pero un
zumbido muy alto lo despertó. Estaba a oscuras en un
camarote. Se revolvió durante unos instantes entre
unos amarres a los que no estaba acostumbrado y
luego los desabrochó y comenzó a flotar en
microgravedad. La consola de pared volvió a sonar.
Holden se impulsó en la cama para llegar a ella y
pulsó el botón para encender las luces del camarote.
Era pequeño. Tenía un asiento de colisión de unos
12
setenta años de antigüedad encima de una taquilla
para los enseres personales que estaba empotrada
contra el mamparo, un retrete y un lavabo en una
esquina y, enfrente del catre, una consola de pared
con el nombre Sonámbulo grabado encima.
La consola sonó por tercera vez. Holden pulsó el
botón de responder.
—¿Dónde estamos, Naomi? —dijo.
—Última frenada antes de llegar a órbita alta. No te
lo vas a creer, pero nos han puesto en cola.
—¿En cola? ¿Estamos en una fila?
—Eso mismo —respondió Naomi—. Creo que están
abordando todas las naves que van a atracar en
Ganímedes.
«Mierda.»
—Mierda. ¿Qué bando?
—¿Acaso importa?
—Bueno —respondió Holden—. La Tierra me busca
por el robo de varios miles de misiles nucleares y por
12
haberlos puesto en manos de la APE. Y Marte por
robar una de sus naves. Supongo que las condenas
serán diferentes en cada caso.
Naomi rio.
—En cualquiera de ellos te encerrarían por toda la
eternidad.
—Pues, entonces, era pura pedantería.
—El grupo con el que hacemos cola parece de naves
de la ONU, pero hay una fragata marciana parada a
su lado, observando los registros.
Holden rezó en silencio para agradecer haberle
pedido a Fred Johnson en Tycho usar la recién
reparada Sonámbulo para ir a Ganímedes en lugar de
intentar aterrizar con la Rocinante. Aquel carguero era
la nave menos sospechosa de la flota de la APE en
esos momentos. Llamaría mucho menos la atención
que su nave de guerra marciana robada. Habían
dejado la Roci aparcada a un millón de kilómetros de
Júpiter, en un lugar donde era muy improbable que
mirara nadie. Alex había apagado todos los sistemas
12
de la nave excepto el reciclado de aire y los sensores
pasivos, y seguro que estaba en su camarote con el
radiador encendido y debajo de una montaña de
mantas mientras esperaba recibir su llamada.
—Vale. Voy para arriba. Envía un mensaje láser a
Alex y dile cómo va la cosa. Si nos arrestan, que
vuelva a llevar la Roci a Tycho.
Holden abrió la taquilla de debajo del catre y sacó un
mono verde que le quedaba fatal; tenía la palabra
«Sonámbulo» en la espalda y el nombre «Philips» en el
bolsillo delantero. Según los registros de la nave,
proporcionados por la magia de los técnicos de Tycho,
Holden era el tripulante de cabina Walter Philips,
ingeniero y manitas del carguero de alimentos
Sonámbulo. También era el tercero de a bordo de una
tripulación de tres. Dada la reputación que Holden
tenía en el Sistema Solar, habían pensado que sería
mejor que no ocupara un puesto en la nave en el que
tuviera que hablar con alguien con autoridad.
Se lavó en el pequeño lavabo (que no tenía agua, sino
un sistema que dispensaba toallitas húmedas y
12
esponjas con jabón) y se rascó disgustado la barba
desaliñada que se había dejado crecer como parte de
aquel disfraz. Nunca antes había llevado barba y se
sintió un tanto decepcionado al ver que el vello facial
le crecía por partes de tamaño y densidad diferentes.
Amos también se había dejado barba para
solidarizarse, pero él tenía una buena mata de pelo y
se estaba planteando dejársela por lo bien que le
quedaba.
Holden tiró la toallita usada en el recipiente de
reciclado, se impulsó hacia la escotilla de la estancia y
subió por la escalerilla de la tripulación hacia la
cubierta de operaciones.
Tampoco es que se pareciera mucho a una cubierta
de operaciones. La Sonámbulo tenía casi cien años y
no cabía duda de que estaba en las últimas. Si no
hubieran necesitado una nave desechable para
aquella misión, era probable que los de Fred
hubieran convertido en chatarra aquel trasto viejo. Su
reciente aventura con los piratas la había dejado
medio destrozada, pero, además, se había pasado los
últimos veinte años transportando comida entre
12
Ganímedes y Ceres, una ruta gracias a la cual estaba
presente en los registros de la luna joviana y servía
para reforzar la tapadera. Fred pensó que, dado que
realizaba viajes regulares a Ganímedes, la dejarían
atravesar las aduanas o cualquier bloqueo sin
problema.
Pero al parecer había sido demasiado optimista.
Cuando Holden llegó, Naomi estaba amarrada a uno
de los puestos de operaciones. Llevaba un mono verde
parecido al suyo, aunque el nombre de su bolsillo
rezaba «Estancia». Le sonrió y luego le hizo un gesto
para que mirara a la pantalla.
—Ese es el grupo de naves que registran las demás
antes de aterrizar.
—Maldición —dijo Holden, ampliando la imagen
telescópica para ver con más detalle los cascos y
cualquier marca identificativa—. Son naves de la
ONU, sin duda. —Algo pequeño atravesó la imagen
desde una de las naves hasta el carguero pesado que
se encontraba en primera línea—. Y eso parece un
esquife de abordaje.
12
—Pues va a venir bien que lleves un mes sin
acicalarte —dijo Naomi mientras le tiraba de un
mechón de pelo—. Con esa melena y esa barba tan
terrible, no te reconocerían ni tus madres.
—Espero que no hayan reclutado a mis madres —
dijo Holden, intentando usar el mismo tono animado
de Naomi—. Avisaré a Amos de que ya vienen.
Holden, Naomi y Amos estaban en el pequeño
pasillo lleno de taquillas fuera de la puerta interior de
la esclusa de aire, esperando al grupo de abordaje y a
que terminara el ciclo de apertura. Naomi tenía una
apariencia adusta y prominente con su uniforme de
capitán recién lavado y las botas magnéticas. La
capitana Estancia había dirigido la Sonámbulo durante
diez años antes del ataque pirata en el que había
muerto. Holden pensaba que Naomi era una sustituta
más que decente.
Detrás de ella, Amos llevaba un mono con el parche
de ingeniero jefe, tenía el ceño fruncido y cara de
hastío. A pesar de la microgravedad a la que los
sometía la órbita alrededor de Ganímedes, estaba algo
13
encorvado. Holden hizo todo lo posible para imitar su
postura y su expresión un tanto enfadada.
Cuando terminó el ciclo de la esclusa, se abrieron las
puertas interiores. Llegaron seis marines con
armadura de combate y un subteniente con traje de
aislamiento y las botas magnéticas activadas. El
subteniente dio un vistazo rápido a la tripulación y
comprobó algo en su terminal portátil. Tenía la misma
expresión de hastío que Amos. Holden pensó que
aquel pobre suboficial no había dejado de abordar
naves en todo el día y tenía tanta prisa por terminar
aquello como ellos de que los dejaran marchar.
—Rowena Estancia, capitana y propietaria del
carguero registrado en Ceres
Sonámbulo Llorón.
No parecía una pregunta, pero Naomi respondió.
—Sí, señor.
—Me gusta el nombre —dijo el subteniente sin
levantar la mirada del terminal.
—¿Señor?
13
—El nombre de la nave. Es particular. Juro que si
abordo una nave más que se llame como un hijo o hija
gestado después de pasar un fin de semana mágico en
Titán, voy a empezar a multar a la gente por falta de
originalidad.
Holden sintió una presión que se originaba en la base
de su columna y le llegaba hasta el cuero cabelludo.
Tal vez aquel subteniente estuviera aburrido de su
trabajo, pero era listo y perspicaz y lo acababa de dejar
claro.
—Bueno, este lo puse por los tres meses llorosos que
pasé en Titán cuando me dejó mi pareja —dijo Naomi,
con una sonrisa—. Visto ahora, es posible que haya
sido mejor. Le iba a poner el nombre de mi pez.
El subteniente levantó la mirada, sorprendido, y
estalló en carcajadas.
—Gracias, capitana. Es la primera vez que me río
hoy. Todo el mundo se caga de miedo cuando nos ve,
y a estos seis cachos de carne —dijo mientras señalaba
a los marines que tenía detrás— les han extirpado el
sentido del humor.
13
Holden lanzó una mirada a Amos. «¿Está flirteando
con ella? Me ha dado la impresión de que flirtea con
ella.» El ceño fruncido de Amos podría haber
significado cualquier cosa.
El subteniente tocó algo en su terminal.
—Proteínas, suplementos, purificadores de agua y
antibióticos. ¿Puedo echar un vistazo rápido? —
preguntó.
—Sí, señor —dijo Naomi mientras hacía un gesto
hacia la escotilla—. Venga por aquí.
Se marchó con el oficial de la ONU y dos de los
marines a su espalda. Los otros cuatro se quedaron en
estado de alerta junto a la esclusa. Amos dio un
codazo a Holden para llamar su atención.
—¿Cómo va la cosa hoy, chicos? —les preguntó. Los
marines lo ignoraron.
—Estaba aquí de cháchara con mi compañero, le
decía: «Me apuesto lo que sea a que la armadura de
hojalata que llevan esos chavales está muy mal
pensada para la entrepierna.»
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Holden cerró los ojos e intentó enviar mensajes
telepáticos a Amos para que cerrara la boca. No
funcionó.
—Me refiero a que ese equipo de alta tecnología tan
guapo lo cubre todo, y lo único que no te deja hacer es
rascarte las pelotas. Es que, tíos, no me quiero
imaginar lo que ocurre cuando uno crece en
horizontal y se necesita más espacio ahí abajo, ya
sabéis.
Holden abrió los ojos. Todos los marines estaban
mirando a Amos, pero no se habían movido ni dicho
nada. Holden se dirigió hacia la esquina más alejada
de la estancia y se apretó contra ella. Nadie miró
siquiera hacia allí.
—Pues —continuó Amos, con voz animada y
amistosa— tengo una teoría con la que esperaba que
me ayudarais.
El marine que se encontraba más cerca dio medio
paso hacia delante, pero nada más.
—La teoría es —explicó Amos— que, para evitar
todos estos problemas, lo que se hace es que os cortan
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esas partes que pueden llegar a ser tan problemáticas
con las armaduras. Y de paso también reducen las
ganas de follaros unos a otros en esas noches largas y
frías que pasáis en la nave.
El marine dio otro paso, y al instante Amos dio otro
para acercarse. Quedó tan cerca de la protección del
casco del marine que su aliento empañó el cristal.
—Sé sincero conmigo, colega. La forma exterior de
las armaduras es anatómicamente correcta, ¿verdad?
Se hizo un silencio largo y tenso que se rompió
cuando alguien carraspeó en la escotilla y el
subteniente entró en el pasillo.
—¿Algún problema?
Amos sonrió y dio un paso atrás.
—Qué va. Solo intentaba charlar un poco con estos
buenos hombres y mujeres a los que mis impuestos les
pagan el sueldo.
—¿Sargento? —preguntó el subteniente. El marine
dio un paso atrás.
—No, señor, ningún problema.
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El subteniente dio media vuelta y estrechó la mano a
Naomi.
—Capitana Estancia, ha sido un placer. Avisaremos
por radio cuando tengan permiso para aterrizar. No
me cabe duda de que los habitantes de Ganímedes
agradecerán mucho estos suministros.
—Encantados de ayudar —dijo Naomi mientras
dedicaba al joven oficial una amplia sonrisa.
Cuando terminó el ciclo de la esclusa y las tropas de
la ONU se hubieron marchado en su esquife, Naomi
soltó un largo suspiro y empezó a masajearse las
mejillas.
—Llego a tener que sonreír un segundo más y se me
rompe la cara. Holden tiró de la manga de Amos.
—¿Pero qué coño —dijo con los dientes apretados—
acabas de hacer?
—¿Cómo? —preguntó Naomi.
—Amos, que se ha puesto a hacer todo lo posible
para cabrear a los marines mientras no estabas. Me
extraña que no nos hayan disparado.
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Amos bajó la vista hacia la mano de Holden, que
todavía lo asía por el brazo, pero no intentó zafarse.
—Capi, eres un buen tipo, pero no valdrías para
contrabandista.
—¿Cómo? —repitió Naomi.
—El capitán, aquí presente, estaba tan nervioso que
hasta yo he empezado a pensar que se traía algo entre
manos. Así que he llamado la atención de los marines
hasta que habéis vuelto —explicó Amos—. Y que
sepas que no pueden dispararte a no ser que los
toques o desenfundes un arma. Estuviste en la armada
de la ONU, deberías recordar las normas.
—Entonces… —dijo Holden.
—Entonces —lo interrumpió Amos—, si el
subteniente les pregunta por nosotros, le contarán la
historia del ingeniero gilipollas que les ha tocado las
narices y no la del tipo nervioso de barba desaliñada
que intentaba pasar desapercibido en una esquina.
—Mierda —dijo Holden.
—Eres buen capitán y confío en ti en cualquier pelea,
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pero menudo criminal de mierda estás hecho. Lo de
interpretar un papel no se te da nada bien.
—¿Quieres volver a ser capitán? —preguntó
Naomi—. A mí me parece un trabajo de mierda.
—Torre de control de Ganímedes, aquí la Sonámbulo.
Volvemos a solicitar que se nos asigne un amarradero
—dijo Naomi—. Tenemos permiso de las patrullas de
la ONU y llevamos tres horas en órbita baja. —Apagó
el micrófono y añadió—: Gilipollas.
La voz que les respondió era diferente a la que
llevaban horas solicitando permiso para atracar.
Pertenecía a una persona mayor y menos irritada.
—Lo sentimos, Sonámbulo, haremos todo lo posible
para incorporaros. Llevamos diez horas de despegues
sin parar y todavía queda una docena de naves por
salir antes de que podamos empezar a dejar atracar.
Holden encendió el micro.
—¿Es usted el supervisor? —preguntó.
—Así es. Supervisor sénior Sam Snelling, por si
necesitan el nombre para poner una queja. «Snelling»
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va con dos eles.
—No, no —respondió Holden—. No vamos a poner
una queja, es solo que hemos visto el tipo de naves
que salen del lugar. ¿Son de refugiados? Al ritmo que
hemos visto, parece que se ha evacuado a la mitad de
la población de la luna.
—Qué va. Tenemos algunos chárteres y líneas
comerciales evacuando personas, pero la mayoría de
las naves que se han marchado son cargueros de
comida.
—¿Cargueros de comida?
—Enviamos casi cien mil kilos de comida cada día y
la batalla bloqueó muchos de esos cargamentos en la
superficie. Ahora que el asedio empieza a permitir
que la gente se marche, se está empezando a recuperar
la normalidad con los envíos.
—Un momento —dijo Holden—. ¿Estamos aquí
esperando para atracar con un cargamento de
comida de emergencia para la gente que se muere de
hambre en Ganímedes y ustedes sacan de la luna
cientos de miles de kilos?
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—Casi medio millón, si tenemos en cuenta las
reservas —dijo Sam—. Pero no es nuestra comida. La
mayor parte de la producción de Ganímedes es
propiedad de empresas que no tienen almacenes aquí.
Los cargamentos son muy valiosos. Cada día que
pasan aquí, esa gente pierde una fortuna.
—Pues… —empezó a decir Holden. Después de una
pausa añadió—: Sonámbulo, cambio y corto.
Holden se giró en la silla y miró cara a cara a Naomi,
que tenía el gesto taciturno que denotaba que estaba
tan enfadada como él.
Amos, que estaba relajado cerca de la consola de
ingeniería y comía una manzana que había robado de
los suministros de emergencia, dijo:
—¿Te sorprende, capitán?
Una hora después les dieron permiso para atracar.
Desde órbita baja y con su rumbo de descenso, la
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superficie de Ganímedes no era muy diferente a la que
había tenido en otros tiempos. Hasta en sus mejores
momentos, la luna joviana era un erial de roca de
silicato gris y agua helada de un color no tan grisáceo,
todo ello adornado con cráteres y lagos congelados.
Ya parecía un campo de batalla mucho antes de que
los ancestros de la humanidad treparan a tierra seca
por primera vez.
Pero la enorme creatividad y dedicación de los
humanos en el oficio de la destrucción se había
encargado de dejar también su huella. Holden vio los
restos de la estructura de un destructor al final de una
marca negra y enorme. La onda expansiva del
impacto había arrasado las cúpulas pequeñas hasta
una distancia de diez kilómetros. Unas diminutas
naves de rescate revoloteaban alrededor de la
estructura y buscaban supervivientes, o más bien
restos de información o tecnología que hubieran
sobrevivido al impacto, para evitar que cayeran en
manos enemigas.
El peor estrago que se veía a simple vista era la
destrucción de una de las enormes cúpulas de
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invernadero. Las cúpulas agriculturales eran
estructuras de acero y cristal gigantescas, con
hectáreas de terreno cultivadas con mucho cuidado y
cosechas plantadas y atendidas con mucho esmero en
su interior. Ver una de ellas destrozada bajo el metal
retorcido de lo que parecía ser una batería de espejos
era impactante y desmoralizador. Las cúpulas
abastecían a los planetas exteriores con sus cultivos
especiales. Dentro de ellas se había realizado la ciencia
agricultural más avanzada de la historia. Y aquellos
espejos orbitales eran maravillas de la ingeniería que
ayudaban a hacerlo realidad. Que ambos hubieran
colisionado y yacieran hechos una ruina pareció a
Holden una estupidez corta de miras tan enorme
como cagar en el suministro de agua para negarle un
trago a un enemigo.
Cuando el viejo fuselaje de la Sonámbulo pudo
descansar en la plataforma de aterrizaje que se le
había asignado, Holden ya había perdido toda la
paciencia respecto a la estupidez humana.
Así que, por supuesto, fue directo a darse de cara con
ella.
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El inspector de aduanas los esperaba cuando salieron
de la esclusa de aire. Era un hombre delgado de
rasgos apuestos y calvo como un huevo. Lo
acompañaban otros dos hombres con uniformes de
seguridad inidentificables, que llevaban tásers en las
pistoleras del cinturón.
—Muy buenas. Soy el señor Vedas, inspector de
aduanas del embarcadero once, plataformas A14 hasta
A22. Papeles, por favor.
Naomi, que volvía a interpretar a la capitana, dio un
paso al frente y dijo:
—Enviamos los permisos a su oficina antes de
atracar. No…
Holden vio que Vedas no llevaba encima ningún
terminal oficial de inspección de cargamento, ni los
guardias, el uniforme de la Autoridad Portuaria de
Ganímedes. Aquello le olió a estafa de las cutres. Dio
un paso al frente y se colocó delante de Naomi.
—Capitana, yo me encargo.
Vedas, el inspector de aduanas, lo miró de arriba
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abajo.
—¿Y tú, eres?
—Puedes llamarme señor No‐me‐trago‐tu‐mentira‐
de‐mierda.
Vedas frunció el ceño y los dos guardias de
seguridad se acercaron. Holden les dedicó una
sonrisa, metió la mano en su espalda debajo del abrigo
y sacó una pistola grande. La dejó colgando en la
mano al lado de una pierna, apuntando hacia el suelo,
pero, aun así, ellos dieron un paso atrás. Vedas se
puso pálido.
—Me conozco esta jugada —dijo Holden—. Nos
pedís echar un vistazo al manifiesto y nos indicáis los
artículos que hemos incluido «por error». Luego,
mientras enviamos a vuestras oficinas los cambios que
nos pedís, tus matones y tú os lleváis lo mejor de
nuestro cargamento y lo vendéis en lo que supongo
que será un mercado negro muy próspero de
alimentos y medicinas.
—Soy administrador legal de la estación de
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Ganímedes —graznó Vedas—.
¿Crees que te las puedes dar de tipo duro con esa
arma? Puedo hacer que la seguridad portuaria os
arreste y os incaute la nave…
—No, no me las doy de nada —dijo Holden—, pero
estoy hasta la coronilla de merluzos que se
aprovechan de la miseria y estaré mucho más a gusto
cuando mi amigo Amos, ese de ahí detrás, os deje
inconscientes a golpes por robar comida y medicinas a
los refugiados.
—Me va a venir de perlas para liberar estrés —dijo
Amos con entusiasmo. Holden asintió a Amos.
—Amos, ¿te cabrea mucho que esta gente quiera
robar a los refugiados?
—Me cabrea de cojones, capitán.
Holden se dio unos golpecitos con el arma en el
muslo.
—El arma es solo para asegurarme de que la
«seguridad portuaria» no interfiere hasta que Amos se
haya desfogado.
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El señor Vedas, inspector de aduanas del
embarcadero once, plataformas A14 hasta A22, dio
media vuelta y echó a correr como si su vida
dependiera de ello, con sus matones de tres al cuarto
detrás de él.
—Te lo has pasado en grande —dijo Naomi. Tenía en
la cara una expresión extraña y calculadora, y su voz
denotaba cierto tono acusador.
Holden enfundó el arma.
—Descubramos qué coño ha ocurrido aquí.
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7
Prax
El centro de seguridad se encontraba a tres niveles de
profundidad desde la superficie. Las paredes
acabadas y los suministros de energía independientes
parecían lujos innecesarios en comparación con el
hielo que estaba al descubierto en otros lugares de la
estación, pero en realidad eran señales importantes. Al
igual que algunas plantas indican que son venenosas
con el color brillante de sus hojas, el centro de
seguridad advertía de que era inexpugnable. Daba
igual que fuera imposible cavar un túnel a través del
hielo para escapar de las celdas con un amigo o un
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amante. Solo con mirarlo, tenía que quedar claro para
todo el mundo que era imposible, o, de lo contrario,
alguien lo intentaría.
Durante todos los años que había vivido en
Ganímedes, Prax solo había estado en aquel lugar en
una ocasión, y como testigo. Para ayudar a la ley, no
para recibir su ayuda. Las últimas semanas había
pasado por allí doce veces, había hecho largas colas,
inquieto y desesperado, mientras se enfrentaba a la
sensación sobrecogedora de que necesitaba estar en
algún otro lugar haciendo algo diferente, aunque no
supiera exactamente qué.
—Lo siento, doctor Meng —dijo la mujer del
mostrador de información, desde detrás de una
ventanilla con un cristal de casi tres centímetros de
grosor y protegida con alambres. Parecía cansada.
Más que cansada, fatigada. En estado de shock.
Muerta—. Hoy tampoco tengo nada para usted.
—¿Podría hablar con alguien? Tiene que haber una
forma de…
—Lo siento —respondió ella, con la mirada puesta en
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la siguiente persona desesperada, asustada y
desaseada a la que no iba a poder ayudar.
Prax se marchó, apretando los dientes por la
impotencia. Aquella cola ya llegaba a las dos horas de
espera y había en ella hombres, mujeres y niños de
pie, apoyados o sentados. Algunos lloraban. Una
mujer con los ojos enrojecidos fumaba un cigarrillo de
marihuana y el olor de las hojas ardiendo se mezclaba
con el hedor de los cuerpos hacinados, en volutas de
humo que serpenteaban por encima del cartel de la
pared que rezaba «Prohibido fumar». Nadie protestó.
Todos tenían la apariencia atormentada de unos
refugiados, incluso aquellos que habían nacido allí.
Cuando se dio por terminada la batalla oficial, las
tropas de Marte y de la Tierra se habían replegado.
Aquella fuente de recursos de los planetas exteriores
había acabado reducida a un erial y la inteligencia
colectiva de la estación estaba dedicada a una sola
tarea: huir.
Al principio, las dos fuerzas militares habían
clausurado los embarcaderos, pero no tardaron
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demasiado en abandonar la superficie y ponerse a
salvo en sus naves, y la oleada de pánico y terror que
asoló la estación pasó a ser insostenible. Las escasas
naves de pasajeros que obtuvieron permiso para partir
iban cargadas de gente que solo quería marcharse del
lugar. Las tarifas por pasaje podían dejar arruinadas a
personas que llevaban años trabajando en los puestos
científicos mejor pagados que había fuera de la Tierra.
Los pobres intentaban marcharse de polizones en
drones de mercancías, en pequeñas embarcaciones o
hasta en trajes espaciales enganchados a estructuras
modificadas y lanzadas hacia el espacio en dirección a
la luna Europa, con la esperanza de que alguien los
rescatara. El pánico había hecho que corrieran todo
tipo de riesgos para conseguir acabar en cualquier
otro lugar o en la tumba. Cerca de las estaciones de
seguridad, de los embarcaderos e incluso de las zonas
que habían sido acordonadas por los militares de
Marte y de la ONU, los pasillos estaban a rebosar de
personas que se arremolinaban para tratar de
encontrar algún lugar que los hiciera sentir más
seguros.
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