The words you are searching are inside this book. To get more targeted content, please make full-text search by clicking here.
Discover the best professional documents and content resources in AnyFlip Document Base.
Search
Published by snullbug20, 2017-11-25 14:26:31

The expanse 02 - La guerra de Calibán - James SA Corey

personales y los empleados de la ONU estaban


quietos e intranquilos, como adolescentes tímidos en



un baile. Avasarala sacó un pistacho de su bolso, abrió


la cáscara con discreción y se metió en la boca el fruto


salado.



—Cualquier reunión con altos cargos de Marte va a



tener que esperar hasta que la situación de Ganímedes


esté controlada. Cualquier conversación diplomática


oficial que tenga lugar antes solo servirá para dar la


impresión de que hemos aceptado la nueva situación.



—El que hablaba era el almirante Nguyen, el más


joven de todos los presentes. Con determinación


militar. Regocijándose en sus palabras, como solían


hacer todos los hombres jóvenes que alcanzaban el


éxito.




El general Adiki‐Sandoval asintió con su cara ancha


como la de un toro.




—Estoy de acuerdo. Marte no es lo único que


tenemos que tener en cuenta. Si empezamos a


menospreciar a la Alianza de Planetas Exteriores, no


les quepa duda de que habrá un incremento de





10

actividades terroristas.




Mikel Agee, de los cuerpos diplomáticos, se reclinó


en la silla y se humedeció los labios con impaciencia.


Llevaba el pelo engominado y peinado hacia detrás, y


tenía la cara enjuta, rasgos que le daban el aspecto de


una rata con apariencia humana.




—Caballeros, debo expresar mi desacuerdo con…



—Claro, cómo no —dijo el general Nettleford en tono


seco. Agee lo ignoró.



—Reunirnos con Marte en este punto es un primer


paso muy necesario. Si empezamos a poner


prerrequisitos y obstáculos, el proceso durará más


tiempo y aumentarán las posibilidades de que se


retomen las hostilidades. Si conseguimos reducir un



poco la presión y cambiar de marcha…



El almirante Nguyen asintió con cara inexpresiva.


Luego habló con tono coloquial.




—¿Los diplomáticos no tienen metáforas más


recientes que el motor de combustión interna?



Avasarala rio entre dientes con los demás. Tampoco


tenía a Agee en muy alta estima.


10

—Marte ya ha dejado claro cuál es su prioridad —


dijo el general Nettleford—. Creo que lo mejor que



podemos hacer es retirar la Séptima de la estación


Ceres y embarcarla. Sentarnos a esperar y ver si los


marcianos se retiran de Ganímedes.



—¿Quiere enviarlos al sistema joviano? —preguntó



Nguyen—. ¿O se refiere a meterlos hacia Marte?



—Traerlos de vuelta hacia la Tierra se verá casi igual


que enviarlos a Marte — dijo Nettleford.




Avasarala carraspeó.



—¿Hay nueva información sobre quién atacó



primero? —preguntó.



—Los técnicos trabajan en ello —dijo Nettleford—.



Pero eso confirma lo que digo. Si Marte está usando


Ganímedes para probar nuevas tecnologías, no


podemos permitir que controlen los tiempos. Tenemos


que añadir una amenaza propia al tablero.




—¿Se sabe si era la protomolécula? —preguntó


Agee—. Quiero decir, ¿está relacionado con aquella


cosa que dio al traste con Eros?





10

—Trabajan en ello —repitió Nettleford, rumiando un


poco las palabras—. Hay algunas similitudes muy



obvias, pero también algunas diferencias. No se


reproducía igual que en Eros. Los habitantes de


Ganímedes no han cambiado como ocurrió en Eros.


Las imágenes de satélite que tenemos nos confirman



que se dirigió a territorio marciano y allí se


autodestruyó o se encargaron de ello sus tropas. Si es


algo relacionado con Eros, parece que se ha mejorado.



—Así que Marte tenía una muestra y ha conseguido



convertirla en un arma —dijo el almirante Souther.


No hablaba mucho. Avasarala siempre olvidaba lo


alta que sonaba su voz.



—Es una posibilidad —dijo Nettleford—. Una muy



probable.



—Miren —dijo Nguyen con una sonrisilla



autocomplaciente, como la de un niño que sabe que se


saldrá con la suya—, sé que somos los que hemos


recibido el primer golpe, pero tenemos que considerar


cuáles son los límites de nuestras represalias. Si se


trata de un ensayo para algo más grande, esperar





10

puede llegar a ser igual de suicida que tirarnos por


una esclusa de aire.




—Deberíamos reunirnos con Marte —dijo Avasarala.




La habitación quedó en silencio. La cara de Nguyen


se ensombreció.




—¿Se refiere…? —empezó a decir, pero no terminó la


frase.




Avasarala vio cómo los hombres se miraban unos a


otros. Cogió otro pistacho de su bolso, se comió el


fruto y guardó las cáscaras. Agee intentaba ocultar su


cara de satisfacción. Tenía que descubrir quién había


usado su influencia para ponerlo al frente de los



cuerpos diplomáticos. Era una elección horrible.



—La seguridad va a ser un problema —dijo


Nettleford—. No vamos a permitir que ninguna de


sus naves entre en nuestro perímetro efectivo de



defensa.



—Pues no podemos permitir que nos impongan sus


condiciones. Si esa reunión va a tener lugar, tiene que


ser aquí, donde podamos tener el control.





10

—¿Los estacionamos a una distancia de seguridad y


que los recojan nuestros transportes?




—Nunca aceptarán algo así.




—Pues preguntémosles a qué estarían dispuestos.



Avasarala se levantó en silencio y se dirigió hacia la



puerta. Su ayudante personal, un chico europeo


llamado Soren Cottwald, se alejó de la pared del


fondo y la siguió. Los generales hicieron como si no la


hubieran visto marchar, o quizás estuvieran tan


ensimismados con los nuevos problemas que acababa



de echarles encima, que ni se dieron cuenta. En todo


caso, Avasarala estaba segura de que se alegrarían de


su partida tanto como ella de marcharse de aquel


lugar.




Los pasillos del complejo de Naciones Unidas de La


Haya eran limpios y amplios, decorados con una


sencillez que hacía que todo pareciera un diorama de


las colonias portuguesas de 1940 expuesto en un



museo. Se detuvo delante de la unidad de reciclado


orgánico y empezó a rebuscar en su bolso para coger


las cáscaras.



10

—¿Qué me toca ahora? —preguntó.




—Reunión informativa con el señor Errinwright.




—¿Y después?




—Con Meeston Gravis a cuenta del problema de


Afganistán.




—Cancélala.



—¿Qué excusa le pongo?




Avasarala se sacudió las manos sobre la unidad,


luego se giró y se apresuró hacia las zonas comunes y



los ascensores.



—Que se joda —respondió—. Dile que los afganos


llevan resistiéndose a que los gobierne una fuerza


exterior desde antes de que mis ancestros echaran a



patadas a los británicos. Y que cuando descubra la


manera de hacer que eso cambie, se lo haré saber.



—Sí, señora.




—Además, necesitaré un resumen actualizado de la


situación en Venus. El más reciente. Y no tengo


tiempo de sacarme otro doctorado para leerlo, así que




10

si no está en un lenguaje claro y conciso, despide al


hijo de puta y contrata a alguien que sepa escribir.




—Sí, señora.




El ascensor que llevaba desde el vestíbulo de las


zonas comunes y las salas de reunión hasta los


despachos brillaba como un diamante pulido


engarzado en acero y tenía el tamaño suficiente para


acoger una cena para cuatro. Al entrar, el ascensor los



reconoció y empezó a ascender a los niveles


superiores poco a poco. A través de las ventanas de


las zonas comunes, daba la impresión de que el


Binnenhof se hundía entre el hormiguero gigante que



formaban el resto de edificios de La Haya bajo un


perfecto cielo azul. Era primavera, y la nieve que


había adornado la ciudad desde diciembre por fin


había desaparecido. Las palomas revoloteaban por las


calles mucho más abajo. El planeta estaba habitado



por unos treinta mil millones de personas, pero nunca


habría más humanos que palomas.



—Es que todos son hombres, joder —dijo Avasarala.




—¿Perdone? —preguntó Soren.



10

—Los generales. Todos son hombres, joder.




—Creo que Souther es el único que…



—Da igual que le guste follarse a otros hombres.


¿Cuánto hace que una mujer estuvo al mando de las


fuerzas armadas? Nunca en todo el tiempo que llevo



aquí. Y así estamos, otro ejemplo más de lo que ocurre


en política cuando hay demasiada testosterona en el


ambiente. Lo que me recuerda: ponte en contacto con


Annette Rabbir de infraestructuras. No confío en


Nguyen. Si empieza a haber contactos entre él y


cualquiera de los de la asamblea general, quiero



saberlo.



Soren carraspeó.




—Disculpe, señora. ¿Me acaba de dar la orden de


espiar al almirante Nguyen?




—No, acabo de pedirte una auditoría completa del


tráfico de la red, aunque todo lo que no venga del


despacho de Nguyen me va a importar un carajo.




—Claro. Perdone por no haberla entendido bien.



El ascensor dejó abajo las ventanas y las vistas de la




10

ciudad y entró en el hueco oscuro de los niveles de los


despachos privados. Avasarala se hizo estallar los



nudillos.



—Aunque, por si acaso —dijo—, que sea por


iniciativa tuya.




—Sí, señora. Eso pensaba también.




Para aquellos que solo conocían a Avasarala por su


reputación, su despacho era tan modesto que


decepcionaba. Se encontraba en el ala este del edificio,


donde solían empezar los oficiales de menos rango.



Tenía una ventana que daba a la ciudad, pero no hacía


esquina. Había una pantalla de vídeo apagada que


ocupaba la mayor parte de la pared sur y tenía un


color negro mate cuando estaba apagada. El resto de



paredes estaban cubiertas con paneles de bambú. La


moqueta era delgada y estampada para ocultar las


manchas. El único elemento decorativo era una


pequeña capilla con una escultura de arcilla del Buda


Gautama al lado de su escritorio y una vasija de vidrio



decorada con las flores que su marido, Arjun, le


enviaba cada jueves. El despacho olía a flores frescas y




11

a humo de pipa vieja, aunque Avasarala nunca


fumaba allí dentro y no tenía constancia de que otra



persona lo hiciera. A sus pies, la ciudad se extendía


entre hormigón y vetustas piedras.



En el cielo del atardecer, Venus refulgía.




En los doce años que llevaba trabajando en ese


escritorio, en ese despacho, todo había cambiado. La


alianza entre la Tierra y su hermano advenedizo había



llegado a parecer eterna e inquebrantable. El Cinturón


no había parecido más que una pequeña molestia y un


refugio para las pequeñas células de renegados y


alborotadores que tenían las mismas probabilidades



de morir por el mal funcionamiento de una nave que


de caer en manos de la justicia. La humanidad había


estado sola en el universo.




Pero luego llegó aquel descubrimiento secreto de que


Febe, la peculiar luna de Saturno, era en realidad un


arma alienígena que se había lanzado a la Tierra


cuando la vida allí era poco más que una idea



interesante envuelta en una bicapa lipídica. ¿Cómo no


iba a cambiar todo después de aquello?




11

Pero la verdad era que no había cambiado. Era cierto


que la Tierra y Marte no tenían muy claro si habían



pasado a ser enemigos mortales o seguían como


aliados permanentes. Y que la APE, la Hezbolá del


vacío, iba camino de convertirse en una fuerza política


real en los planetas exteriores. Y que aquella cosa que



pretendía transformar la biosfera primitiva de la


Tierra se había hecho con un asteroide para dirigirlo


hacia las nubes de Venus y ponerse a hacer algo que


todos desconocían.




Pero las estaciones seguían su curso. La política


seguía su curso. Y el lucero del alba no había dejado


de brillar en aquellos cielos añiles, más incluso que las


mayores ciudades de la Tierra.




Había días en que aquello la tranquilizaba.



—El señor Errinwright —dijo Soren.




Avasarala se giró hacia la pantalla apagada de la


pared mientras esta se encendía. Sadavir Errinwright



tenía la piel más oscura que ella y la cara redonda y


tersa. Nadie lo habría mirado dos veces en el Punyab,


pero tenía en su voz aquel tono irónico, frío y analítico



11

de los británicos. Llevaba un traje negro y una corbata


estrecha y elegante. Estaba en un lugar en el que



brillaba la luz del Sol. La conexión no dejaba de


titubear para equilibrar las diferencias de luz, lo que a


veces lo hacía parecer una sombra en un despacho


gubernamental y otras, un hombre dentro de un halo



de luz.



—Espero que la reunión haya ido bien.




—Ha ido bien —respondió Avasarala—. Hemos


decidido llevar a cabo la cumbre con Marte. Ya se


preparan las medidas de seguridad.



—¿Ese ha sido el consenso?




—Cuando les he dicho que lo era, sí. Los marcianos


van a enviar a sus hombres más importantes para



reunirse con los oficiales de la ONU, presentarles sus


disculpas en persona y llegar a un acuerdo para


normalizar las relaciones y devolver Ganímedes a su


blablablá. ¿Bien?




Errinwright se rascó la barbilla.



—No creo que nuestros análogos de Marte lo vean





11

así —dijo.



—Pues que protesten. Enviaremos notas de prensa


beligerantes y amenazaremos con cancelar la reunión



hasta el último minuto. El drama es algo maravilloso.


Más que maravilloso, es una buena distracción. Pero


no deje que ese cabeza de chorlito hable de Venus o de


Eros.




La crispación de Errinwright fue casi subliminal.



—Por favor, ¿podría no referirse al secretario general



como ese «cabeza de chorlito»?



—¿Por qué no? Sabe que lo llamo así. Se lo he dicho a


la cara y le da igual.




—Cree que es de broma.



—Porque es un puto cabeza de chorlito. No deje que



diga nada de Venus.



—¿Y los vídeos?




Era una buena pregunta. Fuera lo que fuese lo que


había atacado Ganímedes, el problema había



comenzado en la zona protegida por las Naciones


Unidas. Si los rumores interceptados eran de fiar, que


11

no lo eran, Marte solo tenía la cámara de la armadura


de un marine. Avasarala tenía siete minutos de vídeo



en alta definición de cuarenta cámaras diferentes en


los que aquella cosa acababa con la vida de la gente


que la Tierra tenía allí. Incluso si podían convencer a


los marcianos de enterrar el asunto, iba a ser una gesta



muy complicada.



—Déjeme hasta la reunión —dijo Avasarala—. Deje


que vea lo que dicen y cómo lo dicen. Después sabré


qué hacer. Si es un arma de Marte, se les notará en los



temas que pongan sobre la mesa.



—Entiendo —dijo Errinwright despacio. Por lo tanto,



no era así.



—Señor, con todos mis respetos —dijo ella—, por el



momento este tema debe quedar entre la Tierra y


Marte.



—Una situación dramática entre las dos mayores


potencias militares del sistema. ¿Es eso lo que



queremos? ¿Cómo puede estar de acuerdo con algo


así?



—Recibí un aviso de Michael‐Jon de Uturbé en el que


11

se me informaba de que la actividad de Venus había


aumentado justo en el momento en que comenzaron



los disparos en Ganímedes. No se trató de un pico


muy pronunciado, pero ocurrió. Y que haya actividad


en Venus justo en el momento en el que aparece en


Ganímedes algo muy parecido a la protomolécula sí



que es un problema.



Dejó que sus palabras calaran antes de continuar. Los


ojos de Errinwright se movían, como si leyera algo en


el aire. Era un gesto que hacía siempre que estaba



concentrado.


—No es la primera vez que hacemos sonar los


tambores de guerra —continuó—. Y hemos



sobrevivido. Sabemos cómo afrontarlo. Tengo una


carpeta con novecientas páginas de análisis y planes


de contingencia en caso de un conflicto con Marte, y


hasta catorce escenarios diferentes sobre qué hacer si



desarrollan una nueva tecnología inesperada. Pero la


carpeta que me dice qué hacer en caso de que


aparezca algo en Venus solo tiene tres páginas y la


primera de ellas empieza diciendo: «Primer paso:


Encontrar a Dios.»



11

Errinwright estaba serio. Detrás de ella oyó a Soren,


del que emanaba un silencio diferente y más inquieto



del que estaba acostumbrada. Avasarala había puesto


sus cartas sobre la mesa y expresado sus miedos.



—Hay tres opciones —dijo con suavidad—. La


primera es que sea cosa de Marte, lo que daría lugar a



una guerra. Podemos hacernos cargo de ello. La


segunda es que sea cosa de otros, lo que no deja de ser


desagradable y peligroso, pero resoluble. La tercera es


que la protomolécula actúe por cuenta propia. Ahí sí



que no tendríamos nada.



—¿Intentará añadir páginas a esa carpeta tan


delgada? —preguntó Errinwright.



Parecía que hablaba a la ligera, pero no era así.




—No, señor. Lo que haré será descubrir a cuál de


esos tres casos nos enfrentamos y, si es alguno de los


dos primeros, resolveré el problema.



—¿Y si es el tercero?




—Me jubilaré —respondió—. Dejaré que ponga a


cargo de esta misión a cualquier otro idiota.






11

Errinwright la conocía lo suficiente como para notar


el tono jocoso de su voz. Sonrió y se estiró la corbata



con gesto distraído. Era uno de sus gestos delatores.


Estaba tan nervioso como ella. Nadie que no lo


conociera podría haberlo sabido.



—Es muy arriesgado. No podemos permitir que el



conflicto de Ganímedes vaya a más.



—No dejaré que pase de ser una distracción —dijo


Avasarala—. Nadie va a empezar una guerra sin mi


consentimiento.




—Querrá decir a menos que el secretario general


expida la orden ejecutiva y la asamblea general vote a


favor.




—Y seré yo la que le diga cuándo es el momento de


hacerlo —respondió ella—. Pero si quiere, puede ser


usted quien le dé la noticia. Oír estas cosas de una


abuelita como yo le encoge la polla.




—Y no queremos que eso ocurra, claro. Infórmeme


de lo que descubra. Hablaré con los redactores de


discursos para que el texto del anuncio no se salga de


guion.



11

—Y si alguien filtra esos vídeos del ataque, tendrá


que vérselas conmigo — sentenció Avasarala.




—Si alguien los filtra, será culpable de traición, lo


juzgará un tribunal legítimo y lo condenará a cadena


perpetua en la Colonia Penal de la Luna.




—Suficiente.



—No se me aleje ahora, Chrisjen. Estamos en crisis.



Cuantas menos sorpresas haya, mejor.



—Sí, señor —respondió ella.




La conexión se cortó y la pantalla volvió a apagarse.


Avasarala vio su reflejo, una mancha naranja


coronada por el color gris de su pelo. Soren era un


borrón de color caqui y blanco.




—¿Quieres tener más trabajo?



—No, señora.




—Pues lárgate de aquí.




—Sí, señora.




Oyó sus pasos marchándose tras ella.




—¡Soren!

11

—¿Señora?




—Consígueme una lista de todas las personas que


testificaron en las audiencias del incidente de Eros. Y


somete sus declaraciones a un análisis neuropsíquico,



si es que no se ha hecho ya.



—¿Quiere las transcripciones?




—Sí, también.




—Se lo conseguiré lo más pronto posible.



La puerta se cerró detrás de él, y Avasarala se hundió



en la silla. Le dolían los pies, y el presentimiento de un


dolor de cabeza que tenía desde la mañana estaba


dando un paso adelante y carraspeando. El Buda le


sonrió con serenidad y ella rio entre dientes, como si


compartieran un chiste privado. Solo quería volver a



casa, sentarse en el porche y escuchar a Arjun


practicar con el piano.



Pero en lugar de eso…



Solía usar su terminal portátil y no los sistemas del


despacho para llamar a Arjun. Era un impulso


supersticioso el que hacía que quisiera mantenerlos




12

separados, hasta en las cosas más pequeñas como


aquella. Arjun aceptó la conexión al instante. Tenía la



cara angulosa y una barba corta que ya era blanca casi


del todo. Sus ojos siempre irradiaban alegría, incluso


cuando lloraba. El simple hecho de mirarlo provocaba


a Avasarala una sensación de bienestar en el pecho.




—Voy a llegar tarde a casa —dijo Avasarala,


arrepintiéndose al momento del tono inexpugnable


que había usado.



Arjun asintió con la cabeza.




—Caramba, no me lo esperaba para nada —dijo él.


Hasta siendo sarcástico, sonaba amable—. ¿Has tenido



que usar mucho la máscara hoy?



Él lo llamaba la máscara. Como si la Avasarala que se


enfrentara al mundo fuera mentira y la que hablaba


con él o la que jugaba a pintar con sus nietas fuera la



auténtica. Ella pensaba que se equivocaba, pero la


ficción era tan reconfortante que siempre le había


seguido el juego.



—Hoy, muchísimo. ¿Tú, qué haces, amor?




—Leo el borrador de la tesis de Kukurri. Todavía le

12

falta trabajo.




—¿Estás en tu despacho?




—Sí.




—Deberías salir al jardín —dijo ella.



—¿Porque es donde querrías estar tú? Podemos ir



juntos cuando vuelvas. Avasarala suspiró.


—Puede que llegue muy tarde —respondió.




—Despiértame e iremos.



Tocó la pantalla y él sonrió como si hubiera sentido



aquella caricia. Avasarala se desconectó. Tenían la


costumbre desde hacía mucho tiempo de no


despedirse. Era una de aquellas miles de costumbres


personales que eran resultado de décadas de


matrimonio.




Avasarala se giró hacia los sistemas de su escritorio y


abrió el análisis táctico de la batalla de Ganímedes, los


perfiles de los militares más destacados de Marte y el


programa principal de la reunión, del que los



generales ya habían rellenado la mitad desde que se


había marchado de la conferencia. Sacó un pistacho


12

del bolso, abrió la cáscara y se dispuso a empaparse


con toda aquella información para desgranarla poco a



poco. Por la ventana que tenía detrás, el resto de


estrellas se abrían paso a través de la contaminación


lumínica de La Haya, pero lo que brillaba con más


fuerza era Venus.








































































12

6






Holden










Holden soñaba con pasillos largos y enrevesados



llenos de monstruosidades casi humanas, pero un


zumbido muy alto lo despertó. Estaba a oscuras en un


camarote. Se revolvió durante unos instantes entre


unos amarres a los que no estaba acostumbrado y



luego los desabrochó y comenzó a flotar en


microgravedad. La consola de pared volvió a sonar.


Holden se impulsó en la cama para llegar a ella y


pulsó el botón para encender las luces del camarote.


Era pequeño. Tenía un asiento de colisión de unos





12

setenta años de antigüedad encima de una taquilla



para los enseres personales que estaba empotrada


contra el mamparo, un retrete y un lavabo en una


esquina y, enfrente del catre, una consola de pared


con el nombre Sonámbulo grabado encima.




La consola sonó por tercera vez. Holden pulsó el


botón de responder.




—¿Dónde estamos, Naomi? —dijo.



—Última frenada antes de llegar a órbita alta. No te



lo vas a creer, pero nos han puesto en cola.



—¿En cola? ¿Estamos en una fila?




—Eso mismo —respondió Naomi—. Creo que están


abordando todas las naves que van a atracar en


Ganímedes.



«Mierda.»




—Mierda. ¿Qué bando?




—¿Acaso importa?




—Bueno —respondió Holden—. La Tierra me busca


por el robo de varios miles de misiles nucleares y por



12

haberlos puesto en manos de la APE. Y Marte por



robar una de sus naves. Supongo que las condenas


serán diferentes en cada caso.




Naomi rio.



—En cualquiera de ellos te encerrarían por toda la



eternidad.



—Pues, entonces, era pura pedantería.




—El grupo con el que hacemos cola parece de naves


de la ONU, pero hay una fragata marciana parada a



su lado, observando los registros.



Holden rezó en silencio para agradecer haberle


pedido a Fred Johnson en Tycho usar la recién


reparada Sonámbulo para ir a Ganímedes en lugar de



intentar aterrizar con la Rocinante. Aquel carguero era


la nave menos sospechosa de la flota de la APE en


esos momentos. Llamaría mucho menos la atención


que su nave de guerra marciana robada. Habían


dejado la Roci aparcada a un millón de kilómetros de



Júpiter, en un lugar donde era muy improbable que


mirara nadie. Alex había apagado todos los sistemas




12

de la nave excepto el reciclado de aire y los sensores



pasivos, y seguro que estaba en su camarote con el


radiador encendido y debajo de una montaña de


mantas mientras esperaba recibir su llamada.



—Vale. Voy para arriba. Envía un mensaje láser a



Alex y dile cómo va la cosa. Si nos arrestan, que


vuelva a llevar la Roci a Tycho.



Holden abrió la taquilla de debajo del catre y sacó un


mono verde que le quedaba fatal; tenía la palabra



«Sonámbulo» en la espalda y el nombre «Philips» en el


bolsillo delantero. Según los registros de la nave,


proporcionados por la magia de los técnicos de Tycho,


Holden era el tripulante de cabina Walter Philips,


ingeniero y manitas del carguero de alimentos



Sonámbulo. También era el tercero de a bordo de una


tripulación de tres. Dada la reputación que Holden


tenía en el Sistema Solar, habían pensado que sería


mejor que no ocupara un puesto en la nave en el que



tuviera que hablar con alguien con autoridad.



Se lavó en el pequeño lavabo (que no tenía agua, sino


un sistema que dispensaba toallitas húmedas y




12

esponjas con jabón) y se rascó disgustado la barba



desaliñada que se había dejado crecer como parte de


aquel disfraz. Nunca antes había llevado barba y se


sintió un tanto decepcionado al ver que el vello facial


le crecía por partes de tamaño y densidad diferentes.


Amos también se había dejado barba para



solidarizarse, pero él tenía una buena mata de pelo y


se estaba planteando dejársela por lo bien que le


quedaba.



Holden tiró la toallita usada en el recipiente de



reciclado, se impulsó hacia la escotilla de la estancia y


subió por la escalerilla de la tripulación hacia la


cubierta de operaciones.



Tampoco es que se pareciera mucho a una cubierta



de operaciones. La Sonámbulo tenía casi cien años y


no cabía duda de que estaba en las últimas. Si no


hubieran necesitado una nave desechable para


aquella misión, era probable que los de Fred



hubieran convertido en chatarra aquel trasto viejo. Su


reciente aventura con los piratas la había dejado


medio destrozada, pero, además, se había pasado los


últimos veinte años transportando comida entre

12

Ganímedes y Ceres, una ruta gracias a la cual estaba



presente en los registros de la luna joviana y servía


para reforzar la tapadera. Fred pensó que, dado que


realizaba viajes regulares a Ganímedes, la dejarían


atravesar las aduanas o cualquier bloqueo sin


problema.




Pero al parecer había sido demasiado optimista.




Cuando Holden llegó, Naomi estaba amarrada a uno


de los puestos de operaciones. Llevaba un mono verde


parecido al suyo, aunque el nombre de su bolsillo


rezaba «Estancia». Le sonrió y luego le hizo un gesto


para que mirara a la pantalla.




—Ese es el grupo de naves que registran las demás


antes de aterrizar.




—Maldición —dijo Holden, ampliando la imagen


telescópica para ver con más detalle los cascos y


cualquier marca identificativa—. Son naves de la


ONU, sin duda. —Algo pequeño atravesó la imagen



desde una de las naves hasta el carguero pesado que


se encontraba en primera línea—. Y eso parece un


esquife de abordaje.


12

—Pues va a venir bien que lleves un mes sin



acicalarte —dijo Naomi mientras le tiraba de un


mechón de pelo—. Con esa melena y esa barba tan


terrible, no te reconocerían ni tus madres.



—Espero que no hayan reclutado a mis madres —



dijo Holden, intentando usar el mismo tono animado


de Naomi—. Avisaré a Amos de que ya vienen.




Holden, Naomi y Amos estaban en el pequeño


pasillo lleno de taquillas fuera de la puerta interior de


la esclusa de aire, esperando al grupo de abordaje y a


que terminara el ciclo de apertura. Naomi tenía una


apariencia adusta y prominente con su uniforme de



capitán recién lavado y las botas magnéticas. La


capitana Estancia había dirigido la Sonámbulo durante


diez años antes del ataque pirata en el que había


muerto. Holden pensaba que Naomi era una sustituta



más que decente.



Detrás de ella, Amos llevaba un mono con el parche


de ingeniero jefe, tenía el ceño fruncido y cara de


hastío. A pesar de la microgravedad a la que los



sometía la órbita alrededor de Ganímedes, estaba algo



13

encorvado. Holden hizo todo lo posible para imitar su



postura y su expresión un tanto enfadada.



Cuando terminó el ciclo de la esclusa, se abrieron las


puertas interiores. Llegaron seis marines con


armadura de combate y un subteniente con traje de



aislamiento y las botas magnéticas activadas. El


subteniente dio un vistazo rápido a la tripulación y


comprobó algo en su terminal portátil. Tenía la misma


expresión de hastío que Amos. Holden pensó que


aquel pobre suboficial no había dejado de abordar



naves en todo el día y tenía tanta prisa por terminar


aquello como ellos de que los dejaran marchar.



—Rowena Estancia, capitana y propietaria del


carguero registrado en Ceres



Sonámbulo Llorón.




No parecía una pregunta, pero Naomi respondió.




—Sí, señor.



—Me gusta el nombre —dijo el subteniente sin



levantar la mirada del terminal.



—¿Señor?



13

—El nombre de la nave. Es particular. Juro que si



abordo una nave más que se llame como un hijo o hija


gestado después de pasar un fin de semana mágico en


Titán, voy a empezar a multar a la gente por falta de


originalidad.




Holden sintió una presión que se originaba en la base


de su columna y le llegaba hasta el cuero cabelludo.


Tal vez aquel subteniente estuviera aburrido de su


trabajo, pero era listo y perspicaz y lo acababa de dejar


claro.




—Bueno, este lo puse por los tres meses llorosos que


pasé en Titán cuando me dejó mi pareja —dijo Naomi,


con una sonrisa—. Visto ahora, es posible que haya


sido mejor. Le iba a poner el nombre de mi pez.




El subteniente levantó la mirada, sorprendido, y


estalló en carcajadas.




—Gracias, capitana. Es la primera vez que me río


hoy. Todo el mundo se caga de miedo cuando nos ve,


y a estos seis cachos de carne —dijo mientras señalaba


a los marines que tenía detrás— les han extirpado el



sentido del humor.


13

Holden lanzó una mirada a Amos. «¿Está flirteando



con ella? Me ha dado la impresión de que flirtea con


ella.» El ceño fruncido de Amos podría haber


significado cualquier cosa.



El subteniente tocó algo en su terminal.




—Proteínas, suplementos, purificadores de agua y


antibióticos. ¿Puedo echar un vistazo rápido? —



preguntó.


—Sí, señor —dijo Naomi mientras hacía un gesto



hacia la escotilla—. Venga por aquí.



Se marchó con el oficial de la ONU y dos de los


marines a su espalda. Los otros cuatro se quedaron en


estado de alerta junto a la esclusa. Amos dio un



codazo a Holden para llamar su atención.



—¿Cómo va la cosa hoy, chicos? —les preguntó. Los


marines lo ignoraron.


—Estaba aquí de cháchara con mi compañero, le



decía: «Me apuesto lo que sea a que la armadura de


hojalata que llevan esos chavales está muy mal


pensada para la entrepierna.»






13

Holden cerró los ojos e intentó enviar mensajes



telepáticos a Amos para que cerrara la boca. No


funcionó.



—Me refiero a que ese equipo de alta tecnología tan


guapo lo cubre todo, y lo único que no te deja hacer es



rascarte las pelotas. Es que, tíos, no me quiero


imaginar lo que ocurre cuando uno crece en


horizontal y se necesita más espacio ahí abajo, ya


sabéis.




Holden abrió los ojos. Todos los marines estaban


mirando a Amos, pero no se habían movido ni dicho


nada. Holden se dirigió hacia la esquina más alejada


de la estancia y se apretó contra ella. Nadie miró


siquiera hacia allí.




—Pues —continuó Amos, con voz animada y


amistosa— tengo una teoría con la que esperaba que


me ayudarais.




El marine que se encontraba más cerca dio medio


paso hacia delante, pero nada más.



—La teoría es —explicó Amos— que, para evitar


todos estos problemas, lo que se hace es que os cortan


13

esas partes que pueden llegar a ser tan problemáticas



con las armaduras. Y de paso también reducen las


ganas de follaros unos a otros en esas noches largas y


frías que pasáis en la nave.



El marine dio otro paso, y al instante Amos dio otro



para acercarse. Quedó tan cerca de la protección del


casco del marine que su aliento empañó el cristal.



—Sé sincero conmigo, colega. La forma exterior de


las armaduras es anatómicamente correcta, ¿verdad?




Se hizo un silencio largo y tenso que se rompió


cuando alguien carraspeó en la escotilla y el


subteniente entró en el pasillo.



—¿Algún problema?



Amos sonrió y dio un paso atrás.




—Qué va. Solo intentaba charlar un poco con estos


buenos hombres y mujeres a los que mis impuestos les



pagan el sueldo.



—¿Sargento? —preguntó el subteniente. El marine


dio un paso atrás.


—No, señor, ningún problema.




13

El subteniente dio media vuelta y estrechó la mano a



Naomi.



—Capitana Estancia, ha sido un placer. Avisaremos



por radio cuando tengan permiso para aterrizar. No


me cabe duda de que los habitantes de Ganímedes


agradecerán mucho estos suministros.



—Encantados de ayudar —dijo Naomi mientras



dedicaba al joven oficial una amplia sonrisa.



Cuando terminó el ciclo de la esclusa y las tropas de


la ONU se hubieron marchado en su esquife, Naomi


soltó un largo suspiro y empezó a masajearse las



mejillas.



—Llego a tener que sonreír un segundo más y se me


rompe la cara. Holden tiró de la manga de Amos.


—¿Pero qué coño —dijo con los dientes apretados—



acabas de hacer?



—¿Cómo? —preguntó Naomi.




—Amos, que se ha puesto a hacer todo lo posible


para cabrear a los marines mientras no estabas. Me



extraña que no nos hayan disparado.



13

Amos bajó la vista hacia la mano de Holden, que



todavía lo asía por el brazo, pero no intentó zafarse.



—Capi, eres un buen tipo, pero no valdrías para


contrabandista.




—¿Cómo? —repitió Naomi.




—El capitán, aquí presente, estaba tan nervioso que


hasta yo he empezado a pensar que se traía algo entre


manos. Así que he llamado la atención de los marines


hasta que habéis vuelto —explicó Amos—. Y que



sepas que no pueden dispararte a no ser que los


toques o desenfundes un arma. Estuviste en la armada


de la ONU, deberías recordar las normas.



—Entonces… —dijo Holden.




—Entonces —lo interrumpió Amos—, si el


subteniente les pregunta por nosotros, le contarán la



historia del ingeniero gilipollas que les ha tocado las


narices y no la del tipo nervioso de barba desaliñada


que intentaba pasar desapercibido en una esquina.



—Mierda —dijo Holden.




—Eres buen capitán y confío en ti en cualquier pelea,


13

pero menudo criminal de mierda estás hecho. Lo de



interpretar un papel no se te da nada bien.



—¿Quieres volver a ser capitán? —preguntó


Naomi—. A mí me parece un trabajo de mierda.




—Torre de control de Ganímedes, aquí la Sonámbulo.


Volvemos a solicitar que se nos asigne un amarradero


—dijo Naomi—. Tenemos permiso de las patrullas de



la ONU y llevamos tres horas en órbita baja. —Apagó


el micrófono y añadió—: Gilipollas.



La voz que les respondió era diferente a la que


llevaban horas solicitando permiso para atracar.



Pertenecía a una persona mayor y menos irritada.



—Lo sentimos, Sonámbulo, haremos todo lo posible


para incorporaros. Llevamos diez horas de despegues


sin parar y todavía queda una docena de naves por



salir antes de que podamos empezar a dejar atracar.



Holden encendió el micro.




—¿Es usted el supervisor? —preguntó.



—Así es. Supervisor sénior Sam Snelling, por si



necesitan el nombre para poner una queja. «Snelling»


13

va con dos eles.




—No, no —respondió Holden—. No vamos a poner


una queja, es solo que hemos visto el tipo de naves


que salen del lugar. ¿Son de refugiados? Al ritmo que


hemos visto, parece que se ha evacuado a la mitad de



la población de la luna.



—Qué va. Tenemos algunos chárteres y líneas


comerciales evacuando personas, pero la mayoría de


las naves que se han marchado son cargueros de



comida.



—¿Cargueros de comida?




—Enviamos casi cien mil kilos de comida cada día y


la batalla bloqueó muchos de esos cargamentos en la


superficie. Ahora que el asedio empieza a permitir


que la gente se marche, se está empezando a recuperar



la normalidad con los envíos.



—Un momento —dijo Holden—. ¿Estamos aquí


esperando para atracar con un cargamento de


comida de emergencia para la gente que se muere de



hambre en Ganímedes y ustedes sacan de la luna


cientos de miles de kilos?

13

—Casi medio millón, si tenemos en cuenta las



reservas —dijo Sam—. Pero no es nuestra comida. La


mayor parte de la producción de Ganímedes es


propiedad de empresas que no tienen almacenes aquí.


Los cargamentos son muy valiosos. Cada día que


pasan aquí, esa gente pierde una fortuna.




—Pues… —empezó a decir Holden. Después de una


pausa añadió—: Sonámbulo, cambio y corto.



Holden se giró en la silla y miró cara a cara a Naomi,



que tenía el gesto taciturno que denotaba que estaba


tan enfadada como él.



Amos, que estaba relajado cerca de la consola de


ingeniería y comía una manzana que había robado de



los suministros de emergencia, dijo:



—¿Te sorprende, capitán?




Una hora después les dieron permiso para atracar.















Desde órbita baja y con su rumbo de descenso, la

14

superficie de Ganímedes no era muy diferente a la que



había tenido en otros tiempos. Hasta en sus mejores


momentos, la luna joviana era un erial de roca de


silicato gris y agua helada de un color no tan grisáceo,


todo ello adornado con cráteres y lagos congelados.


Ya parecía un campo de batalla mucho antes de que



los ancestros de la humanidad treparan a tierra seca


por primera vez.



Pero la enorme creatividad y dedicación de los


humanos en el oficio de la destrucción se había



encargado de dejar también su huella. Holden vio los


restos de la estructura de un destructor al final de una


marca negra y enorme. La onda expansiva del


impacto había arrasado las cúpulas pequeñas hasta



una distancia de diez kilómetros. Unas diminutas


naves de rescate revoloteaban alrededor de la


estructura y buscaban supervivientes, o más bien


restos de información o tecnología que hubieran


sobrevivido al impacto, para evitar que cayeran en



manos enemigas.



El peor estrago que se veía a simple vista era la


destrucción de una de las enormes cúpulas de

14

invernadero. Las cúpulas agriculturales eran



estructuras de acero y cristal gigantescas, con


hectáreas de terreno cultivadas con mucho cuidado y


cosechas plantadas y atendidas con mucho esmero en


su interior. Ver una de ellas destrozada bajo el metal


retorcido de lo que parecía ser una batería de espejos



era impactante y desmoralizador. Las cúpulas


abastecían a los planetas exteriores con sus cultivos


especiales. Dentro de ellas se había realizado la ciencia


agricultural más avanzada de la historia. Y aquellos



espejos orbitales eran maravillas de la ingeniería que


ayudaban a hacerlo realidad. Que ambos hubieran


colisionado y yacieran hechos una ruina pareció a


Holden una estupidez corta de miras tan enorme


como cagar en el suministro de agua para negarle un



trago a un enemigo.



Cuando el viejo fuselaje de la Sonámbulo pudo


descansar en la plataforma de aterrizaje que se le


había asignado, Holden ya había perdido toda la



paciencia respecto a la estupidez humana.



Así que, por supuesto, fue directo a darse de cara con


ella.

14

El inspector de aduanas los esperaba cuando salieron



de la esclusa de aire. Era un hombre delgado de


rasgos apuestos y calvo como un huevo. Lo


acompañaban otros dos hombres con uniformes de


seguridad inidentificables, que llevaban tásers en las


pistoleras del cinturón.




—Muy buenas. Soy el señor Vedas, inspector de


aduanas del embarcadero once, plataformas A14 hasta


A22. Papeles, por favor.




Naomi, que volvía a interpretar a la capitana, dio un


paso al frente y dijo:




—Enviamos los permisos a su oficina antes de


atracar. No…




Holden vio que Vedas no llevaba encima ningún


terminal oficial de inspección de cargamento, ni los


guardias, el uniforme de la Autoridad Portuaria de


Ganímedes. Aquello le olió a estafa de las cutres. Dio


un paso al frente y se colocó delante de Naomi.




—Capitana, yo me encargo.




Vedas, el inspector de aduanas, lo miró de arriba



14

abajo.




—¿Y tú, eres?




—Puedes llamarme señor No‐me‐trago‐tu‐mentira‐


de‐mierda.




Vedas frunció el ceño y los dos guardias de


seguridad se acercaron. Holden les dedicó una


sonrisa, metió la mano en su espalda debajo del abrigo



y sacó una pistola grande. La dejó colgando en la


mano al lado de una pierna, apuntando hacia el suelo,


pero, aun así, ellos dieron un paso atrás. Vedas se


puso pálido.




—Me conozco esta jugada —dijo Holden—. Nos


pedís echar un vistazo al manifiesto y nos indicáis los


artículos que hemos incluido «por error». Luego,


mientras enviamos a vuestras oficinas los cambios que


nos pedís, tus matones y tú os lleváis lo mejor de



nuestro cargamento y lo vendéis en lo que supongo


que será un mercado negro muy próspero de


alimentos y medicinas.



—Soy administrador legal de la estación de





14

Ganímedes —graznó Vedas—.



¿Crees que te las puedes dar de tipo duro con esa


arma? Puedo hacer que la seguridad portuaria os


arreste y os incaute la nave…




—No, no me las doy de nada —dijo Holden—, pero


estoy hasta la coronilla de merluzos que se


aprovechan de la miseria y estaré mucho más a gusto


cuando mi amigo Amos, ese de ahí detrás, os deje



inconscientes a golpes por robar comida y medicinas a


los refugiados.



—Me va a venir de perlas para liberar estrés —dijo


Amos con entusiasmo. Holden asintió a Amos.



—Amos, ¿te cabrea mucho que esta gente quiera


robar a los refugiados?




—Me cabrea de cojones, capitán.



Holden se dio unos golpecitos con el arma en el



muslo.



—El arma es solo para asegurarme de que la



«seguridad portuaria» no interfiere hasta que Amos se


haya desfogado.




14

El señor Vedas, inspector de aduanas del



embarcadero once, plataformas A14 hasta A22, dio


media vuelta y echó a correr como si su vida


dependiera de ello, con sus matones de tres al cuarto


detrás de él.




—Te lo has pasado en grande —dijo Naomi. Tenía en


la cara una expresión extraña y calculadora, y su voz


denotaba cierto tono acusador.



Holden enfundó el arma.




—Descubramos qué coño ha ocurrido aquí.


















































14

7






Prax










El centro de seguridad se encontraba a tres niveles de



profundidad desde la superficie. Las paredes


acabadas y los suministros de energía independientes


parecían lujos innecesarios en comparación con el


hielo que estaba al descubierto en otros lugares de la


estación, pero en realidad eran señales importantes. Al



igual que algunas plantas indican que son venenosas


con el color brillante de sus hojas, el centro de


seguridad advertía de que era inexpugnable. Daba


igual que fuera imposible cavar un túnel a través del



hielo para escapar de las celdas con un amigo o un

147

amante. Solo con mirarlo, tenía que quedar claro para


todo el mundo que era imposible, o, de lo contrario,



alguien lo intentaría.



Durante todos los años que había vivido en


Ganímedes, Prax solo había estado en aquel lugar en


una ocasión, y como testigo. Para ayudar a la ley, no



para recibir su ayuda. Las últimas semanas había


pasado por allí doce veces, había hecho largas colas,


inquieto y desesperado, mientras se enfrentaba a la


sensación sobrecogedora de que necesitaba estar en



algún otro lugar haciendo algo diferente, aunque no


supiera exactamente qué.



—Lo siento, doctor Meng —dijo la mujer del


mostrador de información, desde detrás de una



ventanilla con un cristal de casi tres centímetros de


grosor y protegida con alambres. Parecía cansada.


Más que cansada, fatigada. En estado de shock.


Muerta—. Hoy tampoco tengo nada para usted.




—¿Podría hablar con alguien? Tiene que haber una


forma de…




—Lo siento —respondió ella, con la mirada puesta en



148

la siguiente persona desesperada, asustada y


desaseada a la que no iba a poder ayudar.




Prax se marchó, apretando los dientes por la


impotencia. Aquella cola ya llegaba a las dos horas de


espera y había en ella hombres, mujeres y niños de


pie, apoyados o sentados. Algunos lloraban. Una



mujer con los ojos enrojecidos fumaba un cigarrillo de


marihuana y el olor de las hojas ardiendo se mezclaba


con el hedor de los cuerpos hacinados, en volutas de


humo que serpenteaban por encima del cartel de la



pared que rezaba «Prohibido fumar». Nadie protestó.


Todos tenían la apariencia atormentada de unos


refugiados, incluso aquellos que habían nacido allí.



Cuando se dio por terminada la batalla oficial, las



tropas de Marte y de la Tierra se habían replegado.


Aquella fuente de recursos de los planetas exteriores


había acabado reducida a un erial y la inteligencia


colectiva de la estación estaba dedicada a una sola


tarea: huir.




Al principio, las dos fuerzas militares habían


clausurado los embarcaderos, pero no tardaron





149

demasiado en abandonar la superficie y ponerse a


salvo en sus naves, y la oleada de pánico y terror que



asoló la estación pasó a ser insostenible. Las escasas


naves de pasajeros que obtuvieron permiso para partir


iban cargadas de gente que solo quería marcharse del


lugar. Las tarifas por pasaje podían dejar arruinadas a



personas que llevaban años trabajando en los puestos


científicos mejor pagados que había fuera de la Tierra.


Los pobres intentaban marcharse de polizones en


drones de mercancías, en pequeñas embarcaciones o


hasta en trajes espaciales enganchados a estructuras



modificadas y lanzadas hacia el espacio en dirección a


la luna Europa, con la esperanza de que alguien los


rescatara. El pánico había hecho que corrieran todo


tipo de riesgos para conseguir acabar en cualquier



otro lugar o en la tumba. Cerca de las estaciones de


seguridad, de los embarcaderos e incluso de las zonas


que habían sido acordonadas por los militares de


Marte y de la ONU, los pasillos estaban a rebosar de


personas que se arremolinaban para tratar de



encontrar algún lugar que los hiciera sentir más


seguros.




150


Click to View FlipBook Version