cascada y cloroplastos de alimentación invisible.
Pero en el centro, solos y aislados, Holden y su
tripulación estaban tan felices y tranquilos como si se
encontraran en la cocina de la nave, quemando a
través del vacío. Y Mei, que se había encariñado con
Amos pero todavía no podía separarse de Prax sin
echarse a gritar y llorar. Prax entendía exactamente
cómo se sentía la niña y no creía que fuera un
problema.
—Tú que has vivido en Ganímedes sabrás mucho
sobre maternidad en baja gravedad, ¿no? —preguntó
Holden—. Los belters no corren más peligro de lo
normal, ¿verdad?
Prax tragó un bocado de ensalada y negó con la
cabeza.
—No, no. Es muy complicado, eso sí. Sobre todo a
bordo de una nave, sin controles médicos exhaustivos.
Ten en cuenta que en los embarazos naturales hay
anormalidades de desarrollo o morfológicas cinco
veces de cada seis.
—Cinco… —repitió Holden.
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—Pero la mayoría las provocan problemas en la línea
germinal —continuó Prax
—. Casi todos los niños nacidos en Ganímedes fueron
fruto de un implante después de un análisis genético
completo. Si se descubre algún defecto letal, se
desecha el cigoto y se empieza de cero. Las
anormalidades que no son de línea germinal aparecen
solo con el doble de frecuencia que en la Tierra, que
no está tan mal.
—Ah —dijo Holden, con aspecto alicaído.
—¿Por qué preguntabas?
—Por nada —terció Naomi—. Holden solo quería
hablar de algo.
—Papi, quiero tofu —dijo Mei, tirando de la oreja de
Prax—. ¿Dónde está el tofu?
—A ver si encontramos algo de tofu —respondió
Prax mientras apartaba la silla de la mesa—. Vamos.
Mientras recorrían la estancia y buscaban entre el
gentío a alguien con un traje negro y formal de
camarero en lugar de con un traje negro y formal de
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diplomático, una joven de mejillas sonrosadas se
acercó con una bebida en la mano.
—Usted es Praxidike Meng —dijo—. Seguro que no
se acuerda de mí.
—Hum, no —respondió él.
—Me llamo Carol Kiesowski —anunció la mujer
mientras se tocaba la clavícula, como para dejar aún
más claro que se refería a ella misma—.
Intercambiamos mensajes alguna que otra vez justo
después de que publicara el vídeo de Mei.
—Ah, sí —dijo Prax mientras intentaba a la
desesperada recordar cualquier cosa sobre aquella
mujer o los comentarios que había dejado.
—Solo quería decirle que creo que ambos son muy
valientes —dijo la mujer, asintiendo con la cabeza. A
Prax se le ocurrió que quizá estuviera borracha.
—Hijo de la grandísima puta —exclamó Avasarala,
con voz tan alta que se oyó por encima del murmullo
de las conversaciones.
La multitud se giró hacia ella. La anciana estaba
700
mirando su terminal portátil.
—¿Qué es una puta, papi?
—Es un tipo de escarcha, cariño —dijo Prax—. ¿Qué
ocurre?
—El antiguo jefe de Holden se nos ha adelantado —
respondió Avasarala—. Supongo que ahora ya
sabemos qué ha hecho con todos esos putos misiles
que había robado.
Arjun tocó el hombro de su mujer y señaló a Prax. La
mujer pareció avergonzarse de verdad.
—Perdón por mi vocabulario —dijo—. Me había
olvidado de la niña. Holden apareció por detrás de
Prax.
—¿Mi jefe?
—Fred Johnson acaba de montar el espectáculo —
dijo Avasarala—. ¿Recuerdas los monstruos de
Nguyen? Esperábamos a que se acercaran más a
Marte antes de derribarlos. Las señales de
transpondedor sonaban altas y claras y los teníamos
bien agarrados por los cojo… Bueno, pues cuando han
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pasado por el Cinturón, Johnson los ha bombardeado.
A todos.
—Pero eso es bueno —dijo Prax—. Es bueno,
¿verdad?
—No si es él quien lo hace —respondió Avasarala—.
Es una demostración de fuerza para dejar claro que el
Cinturón tiene capacidad ofensiva.
Un hombre uniformado que estaba a la izquierda de
Avasarala empezó a hablar al mismo tiempo que lo
hacía una mujer detrás de ella. La necesidad de
comentar lo ocurrido se había esparcido por todo
aquel grupo. Prax se alejó. La mujer borracha señalaba
a un hombre mientras hablaba a toda prisa; se había
olvidado de Prax y Mei. El botánico encontró un
camarero al fondo del salón, consiguió hacerlo ir a por
tofu y volvió a su asiento. Nada más llegaron, Amos y
Mei se pusieron a jugar a ver quién podía sonarse la
nariz con más fuerza, y Prax se giró hacia Bobbie.
—Entonces, ¿vuelves a Marte? —preguntó. Era una
pregunta educada e inocua, pero Bobbie apretó los
labios con fuerza y asintió.
702
—Sí —respondió—. Resulta que mi hermano se va a
casar. Intentaré llegar a tiempo para chafarle la
despedida de soltero. ¿Y tú? ¿Vas a aceptar el trabajo
de la vieja?
—Sí, eso creo —dijo Prax, sorprendido porque
Bobbie supiera que Avasarala le había ofrecido
trabajo. Todavía no era algo público—. Ganímedes
conserva todas las ventajas básicas que tenía antes,
como la magnetosfera y el hielo. Si se consigue salvar,
aunque sea alguna que otra batería de espejos, ya será
mejor que volver a empezar todo de cero. Me refiero a
que, en Ganímedes, hay que tener en cuenta que…
Cuando empezaba a hablar del tema, le costaba
parar. En muchos aspectos, Ganímedes había sido el
centro de la civilización de los planetas exteriores.
Todas las innovaciones en botánica se habían
desarrollado en aquel lugar. Todos los avances en
ciencias biológicas. Pero no era solo por eso. Había
algo muy emocionante en el proceso de
reconstrucción, algo que a su manera resultaba incluso
más interesante que su crecimiento inicial. Hacer algo
por primera vez era un proceso de exploración. Volver
703
a crearlo significaba tener en cuenta todas las cosas
que se habían aprendido, refinarlas, mejorarlas y
perfeccionarlas. Aquello agobiaba un poco a Prax.
Bobbie lo escuchó con una sonrisa melancólica en la
cara.
Y no era solo Ganímedes. La humanidad siempre se
había levantado sobre las ruinas de civilizaciones
anteriores, como si la vida misma fuera una
improvisación química a gran escala que comenzara
con los replicadores más simples y creciera hasta
desplomarse para volver a crecer de nuevo. La
catástrofe era solo un paso más de aquel esquema
recurrente, un preludio a lo que vendría después.
—Haces que suene romántico —dijo Bobbie, de una
manera que casi parecía una acusación.
—No pretendía… —empezó a decir Prax, justo antes
de que algo raro y húmedo se le metiera en la oreja. El
susto lo hizo gritar y se giró para ver cómo Mei lo
miraba con unos ojos y una sonrisa resplandecientes.
Tenía el dedo índice lleno de saliva y, a su lado, Amos
reía sin parar, mientras con una mano se agarraba la
704
barriga y con la otra daba palmadas en la mesa y hacía
temblar todo lo que había encima.
—¿A qué ha venido eso?
—Hola, papi. Te quiero.
—Toma —dijo Alex, pasando a Prax una servilleta
limpia—. Te hará falta.
Lo sorprendió el silencio. No sabía desde hacía
cuánto estaba en marcha, pero la consciencia de él lo
inundó como una ola. La mitad política del salón
estaba quieta y callada. A través de aquella maraña de
cuerpos vio que Avasarala estaba inclinada hacia
delante y tenía los codos apoyados en las rodillas, con
el terminal portátil a escasos centímetros de la cara.
Cuando se levantó, todos se apartaron a su alrededor.
Era una mujer pequeña, pero capaz de dominar el
lugar con solo abandonarlo.
—Algo no va bien —dijo Holden mientras se ponía
en pie.
Sin mediar palabra, Prax, Naomi, Amos, Alex y
Bobbie también fueron tras ella.
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Los políticos y los científicos también,
entremezclándose por fin.
La sala de reuniones estaba al otro lado de un amplio
pasillo, dispuesta como un anfiteatro de la Antigua
Grecia. Detrás del podio del fondo había una pantalla
enorme de alta definición. Avasarala bajó hasta un
asiento, sin dejar de hablar rápido y en voz baja por el
terminal portátil. Los demás la siguieron. La sensación
de peligro se palpaba en el ambiente. La pantalla se
puso en negro y alguien bajó la intensidad de las
luces.
En la negrura de la pantalla apareció Venus, casi una
silueta contra la luz de Sol. Era una imagen que Prax
había visto antes cientos de veces. El vídeo podía
proceder de cualquiera de las docenas de estaciones
de monitorización. La marca temporal de la parte
inferior izquierda de la pantalla indicaba que aquello
había tenido lugar hacía cuarenta y siete minutos.
Debajo de los números estaba escrito el nombre de
una nave: la Celestina.
Cada vez que los soldados protomoleculares se
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habían encontrado en una situación violenta, Venus
había reaccionado. La APE acababa de destruir cientos
de aquellos soldados semihumanos. Prax sintió algo a
caballo entre la emoción y
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el terror.
La imagen se quebró y se recompuso, como si una
interferencia hubiera confundido los sensores.
Avasarala dijo algo cortante que bien podría haber
sido un «enséñamelo». Un instante después, la imagen
se detuvo y cambió. Se enfocó sobre una nave de color
gris verdoso. Un letrero en la pantalla la identificó
como la Tritón. El vídeo volvió a descomponerse y,
cuando se arregló, la Tritón se había movido unos
centímetros a la izquierda y empezado a rotar con
brusquedad. Avasarala habló de nuevo. Pasaron unos
segundos debido al retraso y la imagen volvió a
cambiar a la original. Como Prax ya sabía dónde
mirar, vio el pequeño punto que era la Tritón
moviéndose cerca de la penumbra. A su alrededor
había otras manchas minúsculas parecidas.
En la cara oculta de Venus comenzó a refulgir de
forma intermitente un resplandor a escala planetaria
debajo de la capa de nubes. Luego el brillo se volvió
permanente.
Unos enormes filamentos de miles de kilómetros de
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longitud, similares a los radios de una rueda, se
iluminaron de color blanco y luego desaparecieron.
Las nubes de Venus se movieron, como si algo las
agitara desde abajo. Aquello recordó a Prax la estela
que dejaba un pez en un tanque de agua cuando
pasaba muy cerca de la superficie. Algo enorme y
brillante salió de la capa de nubes. Aquellos hilos
iridiscentes en forma de radios se arquearon entre las
inmensas tormentas eléctricas y se aglutinaron como
los tentáculos de un pulpo, pero conectados a un
inflexible nódulo central. Cuando se hubo abierto
paso a través de la espesa capa de nubes de Venus, se
lanzó en dirección contraria al Sol, hacia la nave que
emitía las imágenes, pero pasó a su lado. Las demás
naves cercanas se apartaron y diseminaron a su paso.
La luz del Sol se reflejó contra un largo penacho de la
atmósfera de Venus que aquella cosa había
desplazado al salir y la hizo brillar como los copos de
nieve y las esquirlas de hielo. Prax intentó poner en
perspectiva el tamaño. Era tan grande como la
estación Ceres. Tan grande como Ganímedes. Más
grande. Replegó los brazos —los tentáculos— y
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aceleró sin que hubiera a la vista el escape de ningún
motor. Estaba nadando en el vacío. El corazón de Prax
latía a toda velocidad, pero tenía el cuerpo petrificado.
Mei le dio un leve bofetón en la mejilla y señaló hacia
la pantalla.
—¿Qué es eso? —preguntó.
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Epílogo Holden
Holden reprodujo de nuevo el vídeo. La pantalla de
pared de la cocina de la Rocinante en realidad era
demasiado pequeña para mostrar todos los detalles de
la grabación en alta definición de la Celestina, pero
Holden no podía dejar de verlo, independientemente
de la estancia en la que se encontrara. Un café al que
no estaba haciendo caso se enfriaba en la mesa delante
de él, junto a un bocadillo que no se había comido.
Un patrón intrincado de luces refulgió en Venus. La
espesa capa de nubes se movió como si tuviera lugar
una tormenta a escala planetaria. Y luego aquella cosa
surgió de la superficie, dejando a su paso una espesa
estela de la atmósfera de Venus.
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—Vamos a la cama —dijo Naomi, inclinándose hacia
delante en la silla para cogerle la mano—. Tienes que
dormir.
—Es enorme. Y mira cómo aparta de su camino todas
esas naves. Sin esfuerzo alguno, como una ballena
atravesando un banco de olominas.
—¿Hay algo que puedas hacer al respecto?
—Es el fin, Naomi —dijo Holden, arrancando los ojos
de la pantalla para mirarla a ella—. ¿Y si esto es el fin?
Esto ya no es un virus alienígena. Esa cosa es lo que
vino a hacer aquí la protomolécula. Es la razón por la
que querían apropiarse de la vida de la Tierra. Podría
ser cualquier cosa.
—¿Hay algo que puedas hacer al respecto? —repitió
ella. Las palabras sonaban duras, pero su voz era
amable y le apretaba los dedos con cariño.
Holden volvió a mirar la pantalla y reinició el vídeo.
Una docena de naves salieron disparadas de Venus,
como hojas que giraran y salieran volando a causa de
un vendaval. La superficie de la atmósfera empezó a
agitarse y retorcerse.
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—Vale —dijo Naomi, levantándose—. Yo me voy a la
cama. No me despiertes cuando vengas. Estoy hecha
polvo.
Holden asintió sin apartar los ojos del vídeo. Aquella
cosa enorme se plegó sobre sí misma para formar una
especie de dardo, como si un trapo húmedo se
pellizcara por el centro y saliera volando. El planeta
que dejó detrás parecía, de alguna manera,
deteriorado, como si lo hubieran despojado de algo
vital para construir aquel artefacto alienígena.
Y ahí lo tenían. Después de tantas batallas, de que la
civilización humana hubiera quedado patas arriba tan
solo por su presencia, la protomolécula había
terminado el trabajo que había ido a realizar hacía
miles de millones de años.
¿Podría sobrevivir la humanidad a algo así? ¿Sería la
protomolécula consciente siquiera de la presencia
humana, con su gran obra completada?
Lo que aterrorizaba a Holden no era que aquello
significara el fin de una era, sino la sensación de que
era el principio de algo a lo que la humanidad nunca
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se había enfrentado. Pasara lo que pasara a
continuación, nadie estaba preparado para ello.
Le daba muchísimo miedo.
Un hombre carraspeó a su espalda.
A Holden le costó apartar la mirada de la pantalla,
pero se volvió. El hombre estaba junto al frigorífico de
la cocina, como si siempre hubiera estado allí. Llevaba
un traje gris arrugado y un sobrero porkpie desgastado.
Una luciérnaga azul y reluciente salió volando de su
mejilla y flotó en el aire a su alrededor. El hombre la
espantó como a un mosquito. Tenía una expresión de
incomodidad y remordimiento.
—Hola —dijo el inspector Miller—. Tenemos que
hablar.
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Agradecimientos
El proceso de escritura de un libro nunca es tan
solitario como puede parecer. Esta novela y esta saga
no existirían sin el trabajo duro de Shawna McCarthy
y Danny Baror, y tampoco sin la ayuda y dedicación
de DongWon Song, Anne Clarke, Alex Lencicki, el
inimitable Jack Womack y el magnífico equipo de
Orbit. Nuestros agradecimientos también para Carrie,
Kat y Jayné, por su apoyo y sus observaciones, y
también para los chicos de Sakeriver. Muchas de las
cosas guais de la novela están ahí gracias a ellos.
Todos los errores, los desastres y la molesta verborrea
son culpa nuestra.
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Notas
[1] «Cualquier cosa que sepas hacer, yo la hago
mejor. Puedo hacer cualquier cosa mejor que tú.» La
canción es de la película de 1950 La reina del Oeste. (N.
del T.) «
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