EL TRIBUNAL DE LOS MUERTOS
Dicen que quien está en permanente
contacto con la muerte, a través de la
destrucción de la vida, tarde o temprano la
provoca. Entonces, viene la Parca a reclamar
al que usurpa su lugar, o como esta leyenda
relata, el trabajo corre a cuenta de "El
tribunal de los muertos".
En plena época colonial, los vecinos de la
Nueva España dieron fe de la vida licenciosa
de Gelasio de Carabantes. Caballero de
carácter violento y caprichoso, pavoneaba
ante todos su hombría, al grado de afirmar
que él era el más fiero caballero de la Nueva
España. No tenía miedo a nada ni a nadie, a
vivos ni muertos, clamaba ante cualquiera,
siempre presto para desenvainar su espada.
Si creía que alguna persona lo había mirado
de mala manera, ya estaba ahí su espada, fiel
para clavarse en el pecho del desventurado. Si alguno lo encontraba, habría que aceptar sin
reservas que él era el mejor, con tal de salvar la vida; pero de cualquier manera, su espíritu
criminal continuaba buscando pretextos, provocando pelea, y al fin se saciaba.
No era el mejor espadachín de la Nueva España, pero sí el más astuto y traidor. Jóvenes osados y
ancianos indefensos caían lo mismo a los pies del asesino, a cualquier hora del día o de la noche,
en las calles céntricas de la vieja ciudad, o en cualquier barrio lejano.
La gente observaba los duelos, la jactancia inaudita del hombre, pero nadie se acercaba, y menos
se atrevía a encarar a Gelasio de Carabantes. En todos reinaba e! pesar por el abuso y la
impunidad de los crímenes, pues de sobra se conocía que el asesino gozaba de influencia y poder
ante la corte, ya que su padre era amigo del rey de España.
Así, amparado y a las sombras de la noche, también gustaba robarse doncellas y casadas. Lejos
llevaba a la presa y tras saciar su apetito, solía humillarlas dejándolas en sitios donde pudieran ser
vistas por la gente.
Un día, sin embargo, ocurrió algo que cambiaría el derrotero de los acontecimientos. Carabantes
abordó a una mujer que caminaba en la plaza cercana a una iglesia del centro de la ciudad. Con
inusual gentileza requirió sus amores, atraído por su presencia, pero ésta exclamó temerosa al
verlo:
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-¡Sois Gelasio de Carabantes!
-Sí, señora, y vuestro más rendido admirador. -Contestó haciendo una reverencia.
Recuperada de la sorpresa, la mujer respondió, serena:
-Dejadme el paso libre, caballero. Sabéis que soy casada.
-Sí, con un imbécil que no sabe apreciar vuestra belleza.
-¡Caballero! ¡Estáis hablando mal de mi marido!
-A ese bellaco pienso suplantar esta noche.
Con sus palabras vino la acción. La tomó por el brazo y la jaló, dispuesto a llevarla consigo, pero la
mujer se soltó, firme y decidida. Aún intentó hacerle entrar en razón en un tono comedido que,
pensó, le daría tiempo para buscar la forma de escapar, pero éste no cejó. Pasando su brazo por el
cuello de la mujer la sujetó, al tiempo que cubría su boca con la mano izquierda.
-Venid conmigo, señora. Y os aseguro que si gritáis, será de amor.
La mujer fue llevada a rastras hasta la calle donde esperaba el caballo de Carabantes, mas como
éste debía desanudar las riendas, no pudo hacerlo bien al tener que sujetarla; y en ese momento,
la señora logró zafarse, retrocedió unos pasos, sacó una daga y lo enfrentó en cuanto éste hizo
ademán de acercarse.
-Vamos... dejad ese puñal, señora. ¿Acaso pensáis medir vuestras fuerzas conmigo?
-¡No, señor! No atentaré contra vuestra despreciable persona, pero si dais un paso más y osáis
tocarme, os juro que me mato. ¡Muero antes de que me pongáis la mano encima!
La mujer empuñaba el arma en dirección a él, a la altura de su pecho; su semblante y su voz
también denotaban resolución, pero aún Carabantes le descreyó, irónico y presumido.
-No lo haréis, señora. ¡Dadme el puñal!
-¡No os acerquéis!
-No haréis nada, lo sé. -Dijo al tiempo que se aproximaba.
-¡Pues sabéis mal! -Le contestó, al momento que volvió el puñal hacia sí y lo alzó para clavarlo en
su pecho con certero golpe.
Varias personas miraron correr por primera vez al hombre ruin, testigos de una felonía cometida
en lugar tan céntrico y a la luz de la tarde. Y cuando vieron a la mujer yacer en el empedrado, con
los ojos abiertos ya sin luz que denotara vida posible, el estupor creció:
-¡Por Dios! ¡Es Doña Isabel García de Monjarráz!
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-¡La ha matado Carabantes!
-¡Yo vi cuando la obligó a matarse el canalla!
Ciertamente, la dama era una de las más respetadas de la colonia y su esposo era persona
influyente en la corte. De manera que, de inmediato, el viudo y un grupo de personajes
importantes de la colonia acudieron ante el virrey, Don Diego Fernández de Córdoba, Marqués de
Guadalcázar, para solicitar justicia por la muerte de la difunta Doña Isabel. El virrey escuchó con
atención, mas de inmediato alegó a la comitiva:
-He tenido noticias de tan infausto acontecimiento, señores. Mas ¿os dais cuenta de que se trata
de Gelasio de Carabantes?
El viudo, dominando apenas su coraje y su pesar, se adelantó al soberano y exclamó:
-Nos damos cuenta, su Excelencia, que se trata de una dama allegada a vuestra corte. ¡Mi esposa!,
que halló el único camino posible para salvar su honra.
-Hijo o no de un amigo del rey, ha cometido un Crimen, su Señoría, ¡una cobardía! Y Debe pagar
por ello. -Señaló otro de los acompañantes.
El virrey se hallaba acorralado ante los juicios legítimos de la comitiva, por lo que no tuvo más
remedio que disponer:
-Bien, señores, tenéis razón. Os aseguro que se investigará ¡Se hará justicia! Esta misma noche
entregaré a mi alguacil los nombres de los miembros del tribunal que habrá de juzgarlo, una vez
terminada la investigación.
-No esperábamos otra respuesta de vuestra Excelencia.
-Clamaron esperanzados los caballeros, que al acto se retiraron.
Un día después, el desencanto cubrió sus semblantes cuando se enteraron de la lista del tribunal,
lo que acusaba la parcialidad del virrey en el caso. Y es que dos de los miembros designados para
formar el tribunal se hallaban ausentes de la capital: el marqués de Torreblanca, en El Callao, y
Fray Tomás García de Zavaleta, en la expedición evangelizadora de las Californias. El tercero era
Don Lizardo de Zamudio, radicado en la capital.
Los caballeros se preguntaban, dudosos, si sería posible integrar el tribunal algún día, pues se
sabía que los ausentes demorarían mucho tiempo en regresar.
Gelasio de Carabantes continuó con su vida de siempre, con la seguridad de que el tribunal no
habría de reunirse, o al menos no en corto tiempo. Por las noches, solía relatar sus tropelías en la
taberna "El ciervo de oro", acompañado de rufianes y de amigos.
Mas una de esas veladas, acudió una persona para comunicarle la mala noticia.
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-Señor de Carabantes. ¡Se me ha informado que arribó esta noche el marqués de Torreblanca!
Pensad, señor, que viviendo aquí Don Lizardo de Zamudio, las cosas marcharán mal para vos.
-¡Voto a mil demonios! -exclamó, al tiempo que se levantó y golpeó el vaso de vino sobre la mesa.
-Siendo así podría integrarse el tribunal.
-¿Y qué haréis al respecto? -Preguntó, curioso el informante.
-Haré mucho... esta misma noche...
Esa noche, en efecto, Gelasio de Carabantes golpeó en la puerta de la casona del marqués de
Torreblanca. Un sirviente mestizo le abrió, y aquél pidió ver al marqués con urgencia,
presentándose como un enviado del virrey.
Tras una pausa, el sirviente lo hizo pasar al salón, pero Carabantes, viendo rápidamente la
estancia, ascendió las escaleras que con seguridad conducirían a las alcobas. Casi pasaba los
últimos peldaños cuando se encontró con el marqués, que a su vez había descendido unos
peldaños. El marqués se quedó de una pieza al verlo. Nada tardo le reclamó:
-¡Señor de Carabantes! Mi criado dijo que venís de parte del señor Virrey.
-¡Os engañaron, marqués! ¡Vengo de parte de la muerte!
-Sentenció, irónico. Y sin más escaló hacia él, lo empujó, el anciano cayó en los peldaños. Por un
instante forcejearon, y Carabantes, más fuerte al fin y ya situado en la parte alta de la escalera, le
dio un empellón, que hizo rodar al hombre, escaleras abajo.
Echado de bruces, sin poder moverse, el hombre logró sentenciar:
-¡Maldito de Dios seáis! ¡Matáis a un hombre justo y honrado!
-¡Y por eso morís! ¡Que os lleve el diablo! -Y le clavó el arma en la espalda.
Su villanía fue el primer bocado de un apetito insaciable de muerte. Hábil por naturaleza, halló la
forma de escalar la casona de Don Lizardo de Zamudio. Lo halló en su despacho, ocupado en
revisar unos documentos. Pero Don Lizardo, aunque sorprendido de verlo ahí, no se amedrentó
ante su presencia amenazante. Sin levantarse de su asiento exclamó:
-Mirad, Carabantes, si tratáis de venir a influenciar con respecto a vuestro juicio, perdéis el
tiempo.
-¿Lo creéis?
-Sí. Ha llegado el Marqués de Torreblanca, como seguramente estaréis enterado, y en cuanto
llegue Fray García de Zavaleta, os juzgaremos. Y ahora decidme ¿qué deseáis?
-Os traigo un mensaje del Marqués de Torreblanca.
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-Pues dádmelo, y os ruego retiréis ya, que tengo cosas que hacer esta noche.
Con la sorna en los ojos y la mano cerca de la empuñadura que sobresalía de su funda, siempre
atada a su cinturón, se acercó al anciano juez.
-Os lo daré, mas después no tendréis que hacer ya nada...
-No comprendo, ¡Por Dios! ¿Cuál es el recado? Apremió Don Lizardo con el presentimiento en la
boca reseca.
-¡Éste! -Clamó Carabantes al tiempo que clavó su puñal en el pecho del juez. A continuación,
registró los muebles del despacho, y dentro de un gran armario encontró un cofre con gran
cantidad de monedas de oro y algunas joyas. Las guardó en un paño e hizo un pequeño atadijo,
con las manos cubiertas por los guantes que jamás se quitaba.
Su intención al robarle fue hacer creer que la causa del crimen había sido el robo. Pero, muerto
también el Marqués de Torreblanca, nadie dudaba que Carabantes era el autor de ambos
crímenes.
Nada hicieron las autoridades al respecto, y así pasaron los meses. Finalizaba ya el mandato del
virrey de Guadalcázar cuando, refiere la leyenda, por la calzada de Ixtapalapa llegó el carruaje
donde venía Fray Tomás García de Zavaleta, junto con los misioneros que fueron a la baja y alta
California.
Su llegada creó expectación entre la gente. Y pronto el rumor entró en la taberna "El ciervo de
oro", donde se hallaba Carabantes esa noche. Dos amigos le acompañaban en la mesa; no eran
rufianes precisamente, pero le seguían siempre, quizá por interés o por temor, o por la admiración
morbosa que suele originar quien rebasa todos los límites.
Uno de ellos quiso saber qué haría Carabantes ante la llegada del fraile, y en vista del fin del
gobierno del virrey, su protector. El aludido bebió de su trago despacio, y al fin, encogiéndose de
hombros, respondió que nada haría; estaba enterado de que el fraile era viejo y se hallaba
enfermo, por lo que con seguridad moriría pronto. Sin embargo, su amigo insistió, entre serio y
sarcástico:
-Recordad una cosa, amigo mío: el edicto virreinal está vigente aunque el virrey se marche, de tal
suerte que fray Tomás puede nombrar a dos jurados más a su elección, según sé.
Carabantes no se inmutó, dio otro sorbo a su vaso y tranquilo afirmó:
-Descuidad, amigos míos. Os digo que ese fraile pronto morirá.
Tres días más tarde, Gelasio fue a buscar al fraile al convento y lo vio precisamente afuera de éste,
en la plaza rodeada de árboles que Fray Tomás escogía para su solaz a esa hora de la mañana, en
que más le aquejaban sus dolencias.
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Meditaba de pie sobre su muerte, que veía venir, y sobre la misión que mandaba el edicto del
virrey. Lejano, no se dio cuenta cuando ya tenía enfrente a Carabantes, hombre de rostro infantil,
de cuerpo delgado y aparente fragilidad, pero cuyo talante duro y mirada torva, denunciaba a un
alma podrida. Así lo percibió el fraile, y un escalofrío lo recorrió cuando sintió sus manos
enguantadas tocarle el brazo, al tiempo que le dijo:
-¿Sois Fray Tomás García de Zavaleta, verdad?
-El mismo, caballero. ¿Qué deseáis? -Contestó, retirando su brazo.
-Me han hablado tanto de vos, de vuestras virtudes, que deseo enviaros al cielo.
-¿Cómo? -Preguntó el fraile sin entender las enigmáticas palabras. Pero Carabantes lo sujetó del
hombro, al tiempo que levantó el puñal y lo asestó en el pecho del padre.
Tirado en la tierra, con las manos sobre su torso herido, el fraile habló:
-¿Quién... quién sois que así matáis a un anciano fraile...? ¡Nada os hacía!
-¡Pero ibais a hacerme! ¡Soy Gelasio de Carabantes, a quien no podréis juzgar ya!
-Sí... verdad es... Vengo desde lejos para juzgaros por vuestros crímenes. ¡Y os juzgaré!
El esfuerzo que hizo al levantarse y elevar la voz, le causaron mayor dolor, que lo obligó a
recargarse sobre su costado izquierdo, apoyado en su codo. Carabantes, inclinado hacia él, lanzó
una carcajada.
-¿Y cómo lo haréis? Tampoco viven ya Don Lizardo de Zamudio y el Marqués de Torreblanca. ¿Lo
sabéis, verdad? ¡Ya no podréis juzgarme, os lo aseguro! -Dijo blandiendo de nuevo su espada.
Entonces el padre, con un crucifijo en la mano, lo levantó hacia el cielo, para suplicar:
-¡A mi Dios pido licencia de juzgaros, Carabantes!
-¡No podréis juzgarme desde el otro mundo! -Y volvió a clavar el puñal en el pecho del herido.
Cuenta la leyenda que en ese momento, el fraile moribundo invocó a los poderes celestiales, con
la fuerza de su deseo y la voz debilitada. Así, clamó: "¡Dios mío... escuchadme! ¡Dadme permiso
para juzgar a este hombre por los crímenes horribles que ha cometido! ¡Dadme permiso, Dios
eterno, de integrar el tribunal que ha de juzgarle! ¡Ayudadme, Dios...!
Pasados los días, la ciudad comentaba la muerte de Fray García de Zavaleta, la que se sabía,
quedaría impune otra vez. Carabantes por su parte, continuó con su vida licenciosa. Ningún temor
lo atormentaba, pues muertos los tres integrantes del tribunal, y con un nuevo virrey en el
gobierno, se sentía a salvo.
La noche de un siete de mayo lo encontramos festejando alegremente en su casona, acompañado
de rufianes, amigos, y algunas mujeres de vida disipada. La velada avanzaba entre el chocar de
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copas, el relato de las innumerables hazañas del anfitrión y los brindis, siempre para lisonjear a
Carabantes por sus conquistas amorosas, y por ser el caballero de mayor hombría en la Nueva
España, "quien no teme a vivos ni a muertos", como el mismo Carabantes pregonaba.
Realmente se halla alegre el anfitrión, satisfecho de su vida, orgulloso de ser lo que es. Y aquella
velada se prolongó más allá de la medianoche, cuando al fin abandonaron su casa amigos y
mujeres, acompañados por Carabantes hasta la puerta. Mas, apunta la leyenda oral y escrita, que
no bien se alejaban las personas de su casa, cuando se acercaron a él dos soldados. Al acto lo
llamaron, imperativos:
-¡Daos preso, Gelasio de Carabantes!
-¿Qué? ¿Qué broma es ésta?
-¡Tenemos órdenes de llevaros ante el tribunal que ha de juzgaros!
El aludido suelta sonora carcajada en la calle, oscura y vacía.
-¿Tribunal decís? No me hagáis reír, señores. ¡Si todos están muertos!
La carcajada se vuelve una mueca de espanto en su boca, cuando uno de los soldados lo jala del
brazo. Siente entonces la frialdad, la dureza extraña de la mano, escucha con claridad la voz
cavernosa que grita a sus oídos:
-¡Acompañadnos!
El cielo oscuro descubre la luna en ese instante y la luz da de lleno en la faz de los soldados.
Carabantes queda mudo, inmóvil al verlos, pero ya los soldados lo empujan y arrastran.
-Venid. ¡El tribunal os aguarda!
-¡Muertos...! ¡Estáis... muertos!
Las pisadas de las osamentas resonaron en la calle empedrada hasta detenerse ante una casa.
Entraron, y escoltando al hombre aterrado lo llevaron a un salón, en presencia de un tribunal
formado por tres muertos. Tres esqueletos, vestidos con las mismas ropas que usaban el día que
Carabantes les asesinó.
-¡Ah...! ¡No puede ser! ¡Sois... Fray Tomás... el Marqués de Torreblanca... Don Lizardo de Zamudio!
-Los mismos, que habemos obtenido permiso del Altísimo para venir a juzgaros. -Señaló el cadáver
de Fray Tomás.
Carabantes retrocedió, su mente estaba en blanco, pero una ilusión lo animó.
-¡No, no puede ser! ¡Estoy soñando! ¡esta es una mala pesadilla! ¡Sí! -Se dijo mientras se cubría los
ojos- bebí demasiado...
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Pero descubrió su vista ante la voz de Don Lizardo de Zamudio.
-Bien despierto estáis, Gelasio de Carabantes, para escuchar la sentencia de este tribunal.
Los soldados levantaron a Carabantes, que había caído de rodillas ante el tribunal, con la luz de la
razón ya escapando de su mirada.
-¡Poneos de pie, que habéis de escuchar el veredicto! -Ordenó el Marqués de Torreblanca.
Carabantes quiso cubrir sus ojos, cuando el martillo del juez Fray Tomás García de Zavaleta golpeó
sobre la mesa. Sólo se escuchó decir, desear, implorar: ¡Estáis muertos! ¡Todos estáis muertos!
Nadie sabe cómo y de qué murió el célebre asesino. No le hallaron marca alguna en su cuerpo. De
bruces en el suelo, sus ojos salían de sus órbitas, las facciones se hallaban endurecidas, y las
manos se crispaban; todo evidenciaba el terror experimentado a la hora final. Mas sobre la mesa
descansaba un pergamino, que clavado con un puñal en la madera, decía: "Condenado a muerte".
Bajo las palabras, estaban las firmas de los tres integrantes del tribunal nombrado por el virrey: el
Marqués de Torreblanca, Fray Tomás García de Zavaleta, y Don Lizardo de Zamudio. Eran rúbricas
auténticas, y se hallaban frescas, como si se hubieran estampado recientemente. Esto lo afirmó el
oidor de Robles, encargado del caso, y curiosamente, uno de los personajes que atestiguaron el
encuentro entre el virrey de Guadalcázar y las personas que pidieron para Carabantes el
cumplimiento de la ley.
"Justicia divina" fue el veredicto final, asentado en las crónicas de la Colonia, y en la gente que
conoció de cerca o heredó esta leyenda.
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Un juramento macabro
(Sucedió en el callejón del Manco, hoy de la Igualdad)
Durante mucho tiempo se le llamó a la
calle de la Igualdad, “Callejón del Manco”.
El vulgo lo bautizó así debido a un
espantoso suceso ocurrido ahí, esta
leyenda conserva está la fecha, la
sabrosura y el misterio de aquel siglo.
Toda historia debe tener su principio y su
final, comencemos aquí en la iglesia de la
Profesa, que si no la conoces, podrás leerla
en publicaciones anteriores toda su
historia. Retrocedamos hasta el siglo XVIII,
época en que ocurrió este suceso. Cuentan
las viejas crónicas que en ese tiempo vivió
el capitán llamado Diego Ginés, cuya vida
licenciosa no respetaba santos, lugares, linajes; y esto uno vez más lo demuestra durante una misa
cuando una respetable mujer casada es requerida de amores por aquel caballero; la dama y la
azafata que la acompañaban se retiran del osado capitán muy indignadas por aquel atrevimiento,
pero el caballero aguarda hasta terminar la misa y entonces se le interpone sin recato ni respeto
alguno echándose a sus pies.
Del templo que no respetará, salió don Diego, y en la taberna, al igual que en las lides amorosas,
tenía gran suerte; sus contrincantes derrotados luego no le podían pagar con moneda pero si de
otra forma… si el capitán no tenía escrúpulos, los jugadores que se lo ofrecían, mucho menos;
como uno de ellos que al perder una apuesta le entregara al día siguiente a su bellísima hermana;
y así el carruaje en que iban partió velozmente hasta aquel nido de amor, en que la deuda sería
saldada.
Pero esto fue poco, comparado con la otra gran aventura que tuvo don Diego Gines, cuando fija
sus ojos en un convento; con su plan perfectamente trazado entra en acción tocando la puerta del
santo lugar y acto seguido una rugosa mano emerge de entre la puerta semicerrada, don Diego le
ofrece una bolsita de oro a cambio de que lo deje llevarse a una de las monjas por la que andaba
locamente enamorado. Con la ayuda de la monja vieja, tentada de pecado y de codicia, se lleva a
la novicia; y como el viejo drama del tenorio, que esta leyenda pudo inspirar, el capitán llevó a la
religiosa a un romántico lugar, pero para su sorpresa la mujer se quita la vida por amor a Cristo.
Aquel lance fue uno más de la vida licenciosa del capitán Diego Ginés, pues no habían pasado tres
días, cuando ya estaba de nuevo enamorando a doncellas viudas y damas casadas; una tras otra,
como si fuesen flores de un jardín privado, don Diego iba en pos de las mujeres… incluyendo las
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casadas, que lo maridos defiendo el honor de sus mujeres, se batían en duelo chocando prestos
sus aceros con aquel seductor empedernido.
Pero de repente algo cambia en el capitán, pues pasan varios meses y a la taberna “El Ciervo”,
entra cuitado, en un rincón alejado, se sienta y ante una mesa, queda en silencio, callado: mal de
amores, por extraño que parezca. Aquella dama que lo traía por la calle de la amargura llevaba por
nombre Inés, mujer de gran hermosura; y a todo caballero o plebeyo que pasara por la casa de la
dama, lo sometía a interrogatorio sobre su vínculo con ella, hasta que un día se topó con el que
habría de ser el futuro marido, y por más loco que parezca, le deja el camino libre al capitán.
Y como dice el dicho, cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía, don Diego fue a
cerciorarse de que aquel hombre no mentía indagando por toda la vecindad, pero entre más
averiguaba, aquella mujer más mentía, y sin saber de esta situación el antes seductor se
compromete en matrimonio con Inés.
Poco antes de la boda el capitán, loco de amor, recibió una nota con una llave que lo hizo ponerse
frenético de ira: el contenido de esta le decía que por la alcoba de Inés habían pasado ya varios
hombres. Acto seguido Ginés sale a la calle como una sombra que se desliza en la oscuridad.
Con esa llave va a la casa citada en la nota y abre la puerta, encontrando un salón sumido en la
penumbra, y con una vela lee las instrucciones siguiéndolas al pie de la letra, la cual le dice que se
queda agazapado el osado capitán, que se muerde de rabia la ver a su adorada entrando a la
alcoba en brazos de un apuesto mancebo, se besan y se acarician sin temores, sin recato, pues
Inés está segura de que no hay nadie en la habitación e impotente el capitán escucha como su
amada se refiere de manera despectiva hacia él.
Desistió de matar a la infiel y su amante, y entre besos y suspiros de la casa aquella se alejó;
furioso y ciego de celos pensando en la venganza don Diego llega a su casa y de pronto, sus ojos
negros miraron una espada, acto seguido toma la hoja cortante, fuerte en su mano siniestra
dispuesto a asestar un golpe, y de repente estalla un grito horroroso que nadie escucha en la
noche, afuera en la calle escueta, pincela de rojas notas el farol de la hornacina.
Tres días y noches después va a celebrarse la boda del capitán y María Inés; ella oculta su pecado
con la albura del tocado y el regio traje de novia, y llega el caballero elegante y ataviado con
terciopelo y brocado, ¡trae en la mano un regalo! Hay emoción y alegría, la boda va a comenzar,
pero de pronto el soldado con el talante muy fiero grita fuerte en el altar sobre su juramento de
ofrecerle su mano, y ante el terror del cura, Inés y la tía, su mano mutilada arroja a los pies; hay
gritos y desmayos, y ante el asombro de todos, el capitán sale del templo burlándose a carcajadas
y agitando el brazo sin mano, como despidiéndose de la gente.
El cura mando a la autoridad a enterrar la mano en un frasco con aguardiente en el atrio de la
iglesia de la Soledad. Diego Ginés vivió todavía muchos años en una casa de las calles de la
Igualdad, y por eso el vulgo le puso el nombre de “El Callejón del Manco”
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La novia de hierro
Frente a la Casa Chata son
abundantes de edificios
coloniales, en el atrio de la
iglesia del Santo Oficio a
mediados del siglo XVII el oidor
de la inquisición Don Pedro de
Almanza salía de misa, pero
desgraciadamente conoció a
Doña Manuela de Aldrete, una
de las mujeres más bellas del
virreinato, casada con el noble
caballero Don Gonzalo García y
Maldonado. Para conocerla Don Pedro urdió un plan para ser presentado a Don Gonzalo e invitado
a su casa, lo cuál logró gracias a sus mañas y conocidos. Así las cosas, conoció personalmente a
Doña Manuela a la cuál no le simpatizó el taimado sujeto, que al principio le hacía unas leves
insinuaciones a la bella dama, pero después esto se convirtió en acoso; todos los días y a todas
horas le requería de amores.
A parir de esa fecha sus visitas se hicieron frecuentes y cierta tarde aprovechando la ausencia del
marido le malvado Don Pedro hizo saber a Doña Manuela sus nada honestas pretensiones, a lo
cuál ella indignada lo corrió.
Pero la pobre mujer no podía hacer ningún tipo de denuncia de los que estaba viviendo ni a las
autoridades ni a marido; ya que Don Pedro al ser oidor ejecutor del Santo Oficio, solo bastaba una
orden de el para arrestar al marido.
El ejecutor hizo llamar al herrero del Santo Oficio, Gabriel Marotto, para mandarle elaborar un
instrumento de tortura diabólico, que el mismo Don Pedro había diseñado: un sarcófago de hierro
tachonado en su interior de afiladas puntas con un par de picos en los ojos uno en el corazón y
otros tres en las entrañas, para que a la hora de cerrar la macabra prisión, cada uno de esos picos
se enterraran en la víctima. Este instrumento iba a ser de “uso” exclusivo para mujeres, por lo que
se le llamó La Dama de Hierro.
Tramando un perverso plan encárgole la hechura de tal aparato al susodicho herrero. El intrigante
y perverso Don Pedro tramó un plan diabólico haciendo que las apariencias creadas por el hicieran
parecer a Doña Manuela como adúltera a los ojos de su crédulo y tonto marido. El caballero llegó
a urdir un plan perverso: contrató a un joven calavera para que se metiera a la alcoba de las
inocente dama y claro, el marido al descubrir la “traición” dio muerte al “amante” y mayúscula fue
su sorpresa al encontrar una nota que supuestamente escribió su esposa a aquel joven. Razón por
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la cuál la inocente mujer al verse acusada de un delito no cometido prefirió darse muerte, dejando
una nota en la que patentizaba su inocencia y la maldad de Don Pedro.
Don Gonzalo, analizando lo sucedido, tiempo después se dio cuenta los engaños de los que había
sido víctima, las venenosas palabras de Don Pedro, la bondad de Doña Manuela; el pobre hombre
nunca se pudo recuperar de tal cosa.
A partir de aquella terrible noche el perverso sujeto permanecía hasta muy avanzada la noche en
el edificio del Santo Oficio; en una ocasión visitando el sótano donde se hallaba La Dama de Hierro
sintió una corriente helada seguida de una figura fantasmal avanzando hacia el y unas manos
poderosas que lo arrojaban dentro del sarcófago de hierro. Así pasaron días, semanas y meses,
dándosele por desaparecido. Pero al llegar nuevos verdugos oidores e inquisidores hicieron que
fuese abierta La Dama de Hierro, encontrando dentro de ella el cuerpo de Don Pedro; del cuál su
espectro hay quién asegura verlo penando por la plaza de Santo Domingo, sin encontrar descaso a
su alma y pagando por la tremenda injusticia que cometió en vida.
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La novia del usurero
(Sucedió en el ex convento de la Merced)
Las tradiciones y leyendas mexicanas registran hechos insólitos, sucedidos escalofriantes y
aterradores que aún nos llenan de espanto. A la fecha, el convento de la Merced está limpio y
restaurado; y a veces cuando el silencio se anida entre sus muros, suelen escucharse y verse cosas
espantosas. Por aquellos carcomidos y ruinosos pasillos, se han visto figuras de ultratumba que
vagan quejumbrosas.
Retrocedamos ahora al año de 1673, cuando era virrey don Pedro Nuño de Colón, duque de
Veraguas; tiempo en el que también llega nuestro personaje principal a la Nueva España, don
Cosme Zepeda y Villagómez, y había sido adelantado en el Perú. Trajo grandes fortunas y
beneficios. Se instaló en la casa 8 de la calle de Balvanera (hoy Jesús María).
Pronto se dedicó a la usura, prestando con grandes ventajas a la clase media de la capital de la
Nueva España; nadie más se dedicaba a este tipo de negocios, por lo que la casa de don Cosme era
visitada con frecuencia. Estando cerca el mercado de indios, “El Volador” y el parián, algunos
naturales acudían al usurero cuando necesitaban dinero para sembrar, comprar animales y hacer
frente a enfermedades o casamientos, pero en ocasiones hacía los préstamos a cambio de tener a
las indias un tiempo en su casa; algunos naturales comprendían el fondo inmoral de los tratos y no
aceptaba, pero otros, si las vendían por miserables reales. Aquella conducta tan licenciosa del
usurero, alarmó a los decentes moradores de la colonia, hasta que los principales caballero de la
capital que decidieron dar parte al virrey, comisionando a don Manuel Zaínos para tal empresa; sin
embargo, aquella denuncia no resultó porque aquel hombre era un pariente muy cercano del
virrey.
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Don Cosme continuó comprando indias impúberes y prestando oro con elevados intereses,
entonces, cierto día, se presentó en su casa un caballero llamado don Juan Galván Mercadante,
primer importador de Nueva España, quien necesitaba dinero para construir unos navíos, y le
ofreció como garantía del préstamo su hermosa casa. Esa misma tarde se presentó el usurero en
casa de don Juan, ubicada en la calle de la Amargura (hoy Honduras), fue el mismo dueño quien
salió a recibirlo y los introdujo a la casona. Al ingresar recorrió con los ojos todo su lujoso interior,
y a pesar de todo dijo que no podía garantizar del todo el oro que le prestara; mientras
conversaban apareció Inés, la hermosa hija de don Juan, toda una joya de belleza, de gracia y
juventud, y como era de esperarse, los ojos del usurero se clavaron en ella, mientras la ansiedad y
el deseo se apoderaban de él. Entonces el inmoral propuso algo insultante: le prestaría al caballero
cuanto oro quisiera, si le daba su hija en matrimonio. La reacción del ofendido padre no se hizo
esperar y echó de su casa a don Cosme.
Transcurrieron varios días, durante los cuáles Inés vio como su padre se ponía cada vez más
desesperado, y tratando de salvarlo de la ruina, una noche la joven escribió una esquela; tan
pronto la recibiera el usurero, se apresuró a considerar la situación. Entonces, su mente perversa
ideo un plan siniestro, que consistía en casarse con Inés y al mismo tiempo cobrar el oro, y para
que todo le saliera a la perfección, redactaría un documento que hiciera alusión al préstamo y a la
promesa matrimonial, más la fecha de vencimiento la fijaría él a última hora. Don Cosme a su vez,
escribe una nota de contestación a la ingenua Inés, en donde le decía que fuera a su casa al día
siguiente para firmar el documento y hacer el juramento.
Al día siguiente, pretextando ir al rosario, la joven fue a la casa del usurero acompañada de la fiel
sirvienta y armada con un puñal, por si aquel hombre intentaba hacerle algo. Don Cosme ya la
esperaba para que firmara el documento, lo leyó detenidamente y lo firmó, después el usurero la
condujo ante un crucifijo para que jurara antes este, que se casaría con él si su padre no pagaba
tiempo, y doña Inés hizo un juramento que nadie iba a poder romper ni eludir; pero a don Cosme
no le pareció suficiente y exigió jurara también que pasara lo que pasara, ella se casaría. Después
el jubiloso usurero entregó a la joven los dineros, acto seguido se subió en su carruaje, mientras
don Cosme la fue a despedir a la calle con deseo. Al llegar a la casa de don Juan, la sirvienta
cumplió las instrucciones de Inés, mintiéndole a don Juan, diciéndole que un enviado había traído
mucho oro de parte del usurero, y que le pagaría a su debido tiempo.
Al día siguiente, muy de madrugada salió don Juan llevando el oro hasta el puerto de Veracruz, ya
que era urgente hacer zarpar los barcos hacia España, para que pronto estuviesen de regreso. Al
volver, se le veía feliz, iba a ir con don Cosme esa misma noche para firmar el documento del
préstamo; al ver que no podía callar más, triste y angustiada Inés cayó de rodillas llorando ante su
padre para confesarle el juramento de matrimonio y le plazo que tenía de tres meses.
Transcurrieron días de angustia y desesperación para don Juan, ¡sus naves no arribarían en tres
meses! Entonces, para salvar a su hija de aquella boda afrentosa, decidió enviarla a Puebla hasta
que se deshiciera el compromiso; pero a pesar de todo, sentía aquella angustia mordiéndole el
alma a medida que las semanas pasaban. Entonces un aciago día se presentó ante don Juan un
trágico emisario, para comunicarle que al salir sus barcos de la Habana, habían sido arrastrados
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por un furioso temporal a la Florida, fueron arrojados contra los cayos, resultando destruidos y
muerta toda la tripulación. Desesperado, bebió vino con exceso, y entonces se le ocurrió la
siniestra idea de suicidarse para evitarle el matrimonio a su hija.
Esa misma noche llevó a efecto su plan, el día lo ocupó arreglando todos sus asuntos, más cuando
ya colocaba la soga al cuello, escuchó la voz dulce y amorosa de su hija Inés, quien venía a impedir
que si padre cometiera tal locura, y también a decirle que ella sería el instrumento de Dios para
castigar las infamias cometidas por don Cosme; la joven entonces le pidió a don Juan le informara
al usurero que la boda iba a celebrarse en la fecha fijada, a las doce de la noche en la capilla del
convento de la Merced. Después de dar su mensaje, Inés pareció desaparecer entre las sombras
de la puerta y en vano su padre le gritó y siguió, pero ya no escuchó nada, solo el lejano toque del
convento de la Concepción llamando a maitines. El infeliz terminó por creer que su hija había
dejado Puebla, y que habíase ido a la iglesia, en vano esperó que la joven bajara de sus
habitaciones, ya que en esos momentos entro de manera abrupta una sirvienta a la habitación
para informarle que Inés había muerto en la noche a la hora de maitines.
Don Juan lloró su desgracia varios días, y después consultó al santo fraile don Sebastiano Hurtado,
el convento de la Merced, quien le aconsejo debía de dejar que el espíritu de su hija viniera a
cumplir su última voluntad. Finalmente se venció la fecha de la boda y don Cosme, que aceptó las
condiciones llegó a las doce de la noche; poco después arribó don Juan, quién descubrió con terror
que en el pequeño atrio esperaba un bulto vestido de novia, no acertó a decir nada, aquella figura
que sabía era su hija vuelta del más allá, como flotando, al templo entró. El fraile con tono
sombrío, dijo las palabras rituales, él y el padre de la muerta, ni palabra cruzaron, pues en la
capilla flotaba un olor ultraterreno. El lujurioso y pecador agiotista salió de la casa de Dios,
nervioso, junto a la novia; pero aún dijo al tribulado don Juan que ahora solo le faltaba pagar el
oro que le había prestado, pero el pobre hombre nada contestó, solo se limitaba a ver como el
fantasma de Inés se alejaba con el miserable aquel.
En esos momentos, don Cosme al tocar a la novia, sintió que un viento helado bañaba su cuerpo; y
cuenta la leyenda, que la recién casada se levantó el velo, dejando ver un rostro horrible y
descarnado, aquella aparición hizo que el viejo usurero lanzara un espantos grito. Impulsado por el
terror que dio alas a su ancianidad, corrió hacia don Juan y el fraile gritando que se había casado
con una muerta. Fray Hurtado y don Juan fueron a inspeccionar el carruaje, donde hallaron solo el
vacío vestido nupcial… y un olor a ultratumba, a misterio; a algo que nos impone pavura, porque
no había explicación alguna para ello.
Don Cosme cayó gravemente enfermo y dejó de dedicarse a la usura, decidió perdonar a sus
deudores y llamó a los frailes mercedarios para que se hicieran cargo de su fortuna, y la
repartieran entre los pobres. Un mes después murió arrepentido de sus culpas.
Y así llega a su fin esta escalofriante leyenda, que lleno de pavura los corazones de toda Nueva
España; pero si alguna duda les queda o desena saber alago más, vengan una des tas noches al
convento de la Merced, tal vez, cuando el silencio se unte en sus muros carcomidos, ustedes
puedan oír otros detalles de las bocas de los muertos. ¿Quién es el valiente?
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”La Planchada”
Es el nombre que se le ha dado a
la leyenda más famosa de la
enfermera fantasma en México,
se dice que esta mujer ronda
diversos hospitales de toda la
República Mexicana con el
objetivo de ayudar a sus colegas, a
los enfermos y hasta a los
familiares.
Las distintas versiones que narran
cómo es que el fantasma se les ha
aparecido, coinciden en que era
una mujer joven que siempre
porta su uniforme bien almidonado.
Las múltiples historias en torno a este fantasmal personaje surgieron con la leyenda de Eulalia, una
joven enfermera que entró a trabajar a un hospital, donde se ganó la simpatía y el afecto del
personal médico y administrativo.
Pero la desgracia de la enfermera vino cuando se enamoró de un doctor recién contratado en el
hospital, quien jugó con su amor y la engañó, pues él terminó casándose con otra mujer y se fue
de la ciudad.
No pudo con semejante dolor y cayó enferma, con el tiempo murió en el mismo hospital donde
trabajaba, y desde entonces comenzaron a suceder cosas muy extrañas…
Varios enfermos empezaron a mencionar que una enfermera muy bien arreglada los visitaba por
las noches para atenderlos… Fue así que esta leyenda se ha extendido no sólo en el Hospital
Juárez, sino en todo el país.
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La calle de la venenosa
(hoy calle de la Santa Veracruz)
Dicen que el amor es más fuerte que la
muerte, clara evidencia de tal aseveración
la podemos encontrar en esta leyenda
aterradora, ocurrida en el siglo XVII, donde
se unen ambas características, para tener
como resultado este verídico relato.
Durante aquella época vivió en la calle que
era a espaldas de la Santa Veracruz y
después callejón de los Gallos, el violento
capitán Juan de Ortega y Padilla, quien
fijara aquí su domicilio para estar cerca de
los cuarteles; se decía allá por 1667, siendo
virrey don Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera, que era un guerrero muy temido y
sanguinario. Estaba casado con Juana de Pedroza, cuyo carácter se había endurecido con el trato
del férreo militar, ambos solían tener constantes y fuertes disputas, pues cualquier incidente,
cualquier cosa pie a que se siguieran como punto de media, llegando a subir tanto de tono, que la
mayor parte de los casos terminaba en golpes, pero la mujer también le sabía devolver los
maltratos a su fiero marido, quien después salía hecho una fiera de su casa para refugiarse en una
taberna o en su cuartel, en donde decía estar mucho mejor que en su casa; y no bien salía su
esposo, entraba Gonzalo de Padilla, apuesto y joven hombre sobrino del capitán, parecía que
aquel caballero, que vivía cerca, en la calle de San Diego, escuchaba los gritos de la tía política,
pues siempre tenía el tino de hacer su aparición después de una felpa. Al momento que llegaba
Gonzalo, las facciones de doña Juana se suavizaban, y se acercaba más al sobrino buscando su
calor y apoyo.
Los extremos a que iba a llegar el capitán se manifestaron a la semana siguiente, cuando en el
cuartel le hicieron entrega de un instrumento para “domar” a su esposa: una correa de vaqueta.
Dispuesto a estrenarla en doña Juana, apenas llegó a su casa comenzó a buscar una disputa, y
agarrado del pretexto le metió una buena zurra a la pobre mujer, ya que según el cómo animal
que era, así la debía de tratar, le dio y le dio, hasta que la dejó tirada en el piso. Cuando Gonzalo
acudió ésta vez, la encontró llorando, descompuesta y adolorida por los golpes que le propinara su
esposo, y con gran amor, con sumo cuidado, el joven sobrino comenzó a curar con vinagre la
blanca espalda de doña Juana.
Las frecuentes visitas y consuelos que hacía el mancebo a su tía pronto dieron lugar a habladurías,
las que decían que ambos sostenían ilícitos amores a espaldas del temible tío, el cuál no tardó
mucho en enterarse de un modo vergonzoso cuando se encontró con dos tipos en calle, que le
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decían comentarios cargados de veneno. Con la cabeza bien caliente, entró a su casa como una
tromba, encontrando a su esposa y su sobrino en actitud más que comprometedora, entonces
como si de una fiera herida profundamente se tratase, el capitán se echó sobre doña Juana y
comenzó a golpearla despiadadamente; al principio Gonzalo no supo qué hacer ante tamaña felpa,
permaneciendo indeciso y petrificado, después lo único que pudo hacer es gritar para que dejara
de golpear a su amada, entonces el capitán sacó su espada y estuvo a punto de matar a su sobrino,
pero algo lo detuvo. Furioso el capitán llenó de baquetazos la anatomía del infeliz Gonzalo, que
nada hizo por defenderse, ahora fue doña Juana quien le vio inmóvil. Golpe tras golpe caía sobre
el pellejo del joven, que al fin vencido se desplomo en el piso bajo el furor del engañado.
Durante toda una semana no se escucharon las disputas entre doña Juana y don Juan, pues la
mujer se encontraba postrada en cama,
varios días permaneció inmóvil a causa de la
golpiza que le propinara su violento marido.
Al fin un día el capitán halló a su mujer
vestida, levantada y repuesta, acto seguido
le pide que le traiga una botella de vino, a lo
que Juana ceremoniosa y atenta, sirve la
bebida en el vaso de su marido, quién
ansiosamente toma tres rondas, hasta casi
vaciar el contenido de la botella, su esposa lo ve con profundo odio.
No había transcurrido un par de horas, cuando el capitán comenzó a experimentar agudos dolores
de estómago, se revolcó y gritó como un condenado, mientras su frente se bañaba en sudor no
dejaba de echarle maldiciones a su esposa por haberlo envenenado. Al amanecer del siguiente día,
el marido había fallecido finalmente, y el médico que lo revisó dijo que había muerto del corazón.
Después del entierro del difuntito, el joven Gonzalo llegaba a la casa con toda confianza para
consolar a su amada, y a partir de entonces vivieron tía y sobrino una borrascosa pasión que
alarmó a toda la Colonia, pues su idilio trascendió a toda Nueva España, asunto que llegó a
conocimiento de los padres del joven, quienes trataron llamarlo al orden y a la razón inútilmente,
pues él estaba decido a casarse con doña Juana; los progenitores pegaron el grito en el cielo y
decidieron mandarlo recluir en el convento franciscano.
Por varias horas Gonzalo estuvo pensando en su situación, pero sujeto al mandato y obediencia de
todo buen hijo, aceptó marcharse de religioso, pero antes quería ir a ver a su amada; al saber la
decisión de su señor padre, doña Juana creyó enloquecer de angustia y pasión, quien después le
dio a beber una copa de vino, mientras contemplaba al joven con los ojos anegados de lágrimas.
Gonzalo no bien hubo llegado a su casa, cayó frente a su padre quejándose de agudos dolores de
vientre; después postrado en su cama y sintiéndose morir, le escribió a su amada una desesperada
carta de amor y de promesas. Doña Juana leyó con avidez la carta del joven, y al terminar de leerla
la arrojó lejos de si y pegó un grito de angustia, había envenenado a Gonzalo como lo hizo con su
violento marido, pero también sabía preparar el antídoto.
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En alas de la ansiedad corrió hasta la casa del amado, llevando en sus manos temblorosas la cura,
al llegar llamó a la puerta de la casa, pero no la dejaron entrar porque el joven ya había muerto.
Corrió de inmediato por toda la Colonia la versión de que doña Juana había envenenado a
Gonzalo, así como también diera muerte al capitán y se ordena su captura, pero la mujer astuta
obra con rapidez, toma joyas y dinero para ir a pedir asilo al convento de Jesús María; y al amparo
del sitio religioso, sabe la mujer que no ha de alcanzarla la justicia, pidió entonces a la superiora
que la aceptara como religiosa, y finalmente después de una larga insistencia, logró quedarse solo
como penitente.
Nueve días soportó Juana de Pedroza en el oscuro recinto conventual, causándose dolores y
ayunos agobiantes, hasta que un día dos religiosas la descubrieron muerta, ahorcada en su misma
celda, y dejando una nota escrita diciendo que su amor no la dejaba en paz.
Transcurrieron varios meses y ya este drama de amor parecía irse olvidando, cuando una noche
apareció aterrador espectro por las calles de la capital de la Nueva España, y se dedicó a detener a
los hombres que caminaban por las oscuras calles de la ciudad, los pobres infelices presintiendo
un aventurilla, se dejaban alcanzar por la mujer y entonces veían aquella horrenda aparición a la
que muchos sucumbieron. Muchos fueron los que se toparon con la espectral mujer frente a
frente.
Ese mismo año de 1667, el virrey se dedicó por segunda vez a la Catedral dela capital, y de regreso
a Palacio trató varios asuntos, entre ellos, lo relativo al espanto que causaba en la Colonia la
aparición de una espectral mujer que había ya causado muertes y desmayos; entonces sin querer,
el virrey dio la solución a este misterio: exhumar sus restos y llevarlos al mismo cementerio donde
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yacía su amado. El cuerpo de la mujer fue llevado en macabra procesión, conduciéndola al
cementerio de la Santa Veracruz, en donde estaba enterrado Gonzalo de Padilla. No con toda la
voluntad de clero quedaron enterrados los amantes muy cerca uno del otro. Y quien iba a creerlo,
con la reinhumación de doña Juana, la capital vio transcurrir tranquilas sus noches, ya no se
escuchaban los ayes lastimeros del fantasma, ni los hombres eran detenidos para llamarles
Gonzalo y causarles espanto y muerte.
Transcurrió casi medio siglo, ahora nos encontramos en 1711, que fue un año inolvidable en el que
regía como virrey Fernando de Alencastre, duque de Linares; y el 6 de agosto se dejó sentir una
fortísimo temblor de tierra, que causó pánico en la Colonia, algunas casas se cuartearon y otras se
vinieron abajo, causando muerte y desolación entre los moradores. Fue tan intenso, que hasta las
campanas se tocaban solas, aumentando todavía más el terror entre la gente.
En ese trágico año se continuó la construcción del acueducto y arquería, que hoy conocemos
como Arcos de Belén, sobre ésta corrió el agua que trajo a la capital sedienta el remedio a su sed.
Aquel años sin duda alguna fue de desdichas, pues ocurrió un hecho insólito: cayó nieve
abundante en toda la cuidad, y los españoles acostumbrados al invierno hispano nada se
alarmaron, pero quienes nunca la habían visto, lo tomaron como castigo celestial. Fue en ese
mismo mes y año, cuando por urgencias de ampliación de la ciudad, se ordenó exhumar todo
resto sepultado en el cementerio de la Santa Veracruz, y llegó el turno de abrir la fosa de Gonzalo
para extraer la vieja osamenta, pero menuda sorpresa se llevaron los trabajadores al encontrar
vacío el ataúd; sin dar mucha importancia al descubrimiento continuaron con el trabajo, y
finalmente llegaron a la tumba de doña Juana de Pedroza. Cayeron las azadas sobre el féretro
apolillado y cedieron las maderas y el polvo de medio siglo, entonces quienes exhumaron los
despojos se hallaron ante un segundo y más impenetrable misterio: ¡la fosa de Juana contenía dos
esqueletos! Estos despojos mortales, horribles y macabros, estaban unidos en un estrecho abrazo,
sus descarnadas bocas vacías, mirándose con sus ojos huecos.
Los trabajadores sacaron las osamentas, pero fue inútil tratar de separar aquellos esqueletos que
parecían estar sólidamente unidos por algo que fuera más poderoso que muerte, entonces los
encargados del proyecto, determinaron que debían devolver los dos cuerpos a donde los habían
encontrado, y así los cubrieron con tierra y disimularon aquella fosa que contenía dos esqueletos,
sin que nadie pudiera explicarse tal misterio.
Nadie recordó los extraños acontecimientos ocurridos casi medio siglo atrás, entre quienes yacían
allí abrazados: Juana de Pedroza y Gonzalo de Padilla, pocos supieron también en que el origen del
nombre que se le dio a la calleja: Calle de la Venenosa, debido a este drama hecho leyenda.
Durante muchos años y siglos, eruditos investigadores e historiadores trataron de saber cómo fue
posible esa unión de los dos esqueletos. ¿Los enterraron juntos algunos amigos y familiares? ¿El
clero, el Santo Oficio?
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Los ojos del Nazareno.
Sucedió en Convento de las Capuchinas
En el altar de la iglesia del Convento de las Capuchinas, se encontraba una imagen de Jesús de
Nazareno. Era una bellísima imagen elaborada en Guatemala, que, originalmente, estaba
destinada para ser venerada en la capilla de la casa de los condes de Santiago Calimaya, situada en
la hoy Avenida Pino Suárez número 30. Después de permanecer en la capilla por un tiempo, uno
de los condes obsequió la escultura al convento. Se trataba de una majestuosa imagen del Ecce
Homo sangrienta y doliente como pocas, los fieles temblaban de dolor y pena al verla, tal era su
realismo. Los ojos del Nazareno, hechos de vidrio, expresaban una triste mirada plena de humildad
y dolor, eran el rasgo sobresaliente de la escultura.
La doliente imagen salía en procesión todos los viernes santos y recorría las calles de la ciudad,
seguida de penitentes que se flagelaban las espaldas hasta desfigurarlas y hacerlas sangrar. El
Nazareno era el patrón de la Cofradía, y cada año le celebraban efectuando un novenario. Para tal
ocasión, en el presbiterio (espacio en torno al altar mayor) de la iglesia de las capuchinas se
levantaba un altar especial, en el que se remplazaban las sencillas potencias de plata del
Nazareno, por otras elaboradas en oro, con los rayos cubiertos de esmeraldas, rubíes y diamantes,
y con las bases adornadas con una gran amatista y perlas. Las potencias eran hermosas, valiosas, y
sumamente costosas. Las telas que engalanaban el altar estaban bordadas por las manos de las
diestras monjas con hilos de oro. Había candeleros de plata maciza, tallados por artistas indígenas
y mestizos que eran un primor; en ellas se colocaban velas escamadas que las pacientes monjas
formaban para el efecto. No faltaban las flores en jarrones de fina porcelana china.
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Una tranquila tarde en que el silencio cubría el convento y las monjas dormían la siesta, la iglesia
se encontraba cerrada. Domitilo Alderete, el sacristán, no dormía; aprovechaba el tiempo y el
sosiego para arreglar los pliegues de una cortina de damasco carmesí que se resistía a sus
acomodos estéticos. Domitilo había sido un artista de la acrobacia, pero desgraciadamente un mal
día había sufrido un cruel accidente que lo alejó por completo de su peligrosa profesión, pero
conservaba su agilidad y su fuerza. No le quedó otro remedio que volverse sacristán, decisión de la
que no se arrepentía.
Absorto en el arreglo de la cortina, Domitilo Alderete escuchó de pronto que de la puerta que
daba acceso a la iglesia llegaban unos ruidos como si alguien quisiera forzarla por medio de una
ganzúa. Al poco rato, un hombre penetró al interior con mucho sigilo para no hacer ruido. Al verlo,
Domitilo se escondió detrás de la cortina y vio al hombre que de puntitas se acercaba al altar del
Nazareno. Subió hasta donde se encontraba la imagen y le arrancó de la cabeza una de las
suntuosas potencias, que guardó en un saco que traía para tal efecto. El ladronzuelo ya se
aprestaba a quitarle las otras dos potencias al Nazareno cuando el sacristán tomó uno de los
jarrones del altar y le dio tremendo golpe en la cabeza, quien cayó al suelo medio atarantado; con
esfuerzo consiguió abrir los ojos y su mirada chocó con la doliente y acuosa del Cristo, cuyos ojos
parecía que acaban de llorar de tristeza y desencanto. Al sentir la mirada, el caco lanzó un grito
desgarrador, su cuerpo empezó a temblar como el azogue, un frío mortal le recorría las venas del
cuerpo, su expresión acusaba miedo y hasta terror pánico. Su rostro mostraba la palidez de los
muertos y sus ojos parecían los de un demente. El criminal tenía por nombre Teodosio Liñán,
desde muy temprana edad se había dedicado al robo y a la estafa, era vicioso y cruel, y la edad le
había hecho refinar sus malas artes. Era un delincuente de la peor especie, que vivía en el pecado
del vicio y la lujuria.
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Al ver en el suelo al hombre, el sacristán levantó a Teodosio en brazos y se dirigió hacia el Palacio
Virreinal. Cuando llegó, a todos los alcaldes del virrey les comunicó que el hombre que llevaba era
un ladrón sacrílego que había querido desvalijar al santo Nazareno. Teodosio, por su parte, no
escuchaba nada de lo que se decía, se limitaba a decir cosas incoherentes que nadie entendía sin
dejar de temblar. Fue enviado a la Cárcel de la Corte. El preso gritaba furioso y sudaba de miedo
ante las cosas terribles que sólo él podía ver y oír y que le perseguían causándole tal terror. Las
autoridades se dieron cuenta que Teodosio había perdido la razón y decidieron trasladarlo al
Hospital de San Hipólito, que en aquel entonces albergaba a la gente pobre que se volvía loca de
atar. Teodosio se quedaba sentado en una esquina de la gran sala del hospital, muerto de miedo y
con las manos en los ojos tratando, en vano, de librarse de la mirada acusadora del Nazareno que
lo perseguía sin tregua.
Los sudores de miedo y los temblores de pánico no le dejaban vivir, su vida era un calvario. Entre
las incoherencias que pronunciaba había frases que los guardianes entendían. Teodosio decía: - ¡Él
me dio una bofetada aquí! Y se llevaba la mano a una de sus mejillas. El tiempo pasó; muchos años
habían transcurrido desde aquel sacrílego intento de robar el altar del Nazareno. Teodosio seguía
igual, si no es que peor, siempre viendo la mirada acusadora de aquellos ojos inmóviles, que a
veces lloraban de tristeza. El ladronzuelo ya nunca más recobró la razón, sólo le restaba esperar la
muerte y bajar a los tenebrosos y calientes infiernos. Moraleja: Nunca se debe robar un recinto
sagrado, so pena de sufrir los desvaríos de Teodosio Liñán.
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El Señor del Rebozo.
(Templo de Santo Domino de Guzmán, Plaza 23 de mayo, Calle Leandro Valle Centro Ciudad de
México)
Esta imagen de Jesús Nazareno que es venerado
actualmente en el Templo de Santo Domingo de
Guzmán, en la ciudad de México es famoso por
recibir a manera de ex votos en agradecimiento de
sus milagros multitud de rebozos, pero para poder
narrarles la leyenda que sobre él se cuenta primero
debemos aclarar que es un rebozo, es una pieza de
vestir de uso femenino aunque su origen es muy
debatido tal parece que comenzó a usarse durante
la época virreinal, debido a que para que las
mujeres pudieran ir a misa tenían que cubrirse la
cabeza con una mantilla o mantón pero estas al ser
traídos de España o de Oriente eran sumamente
costosas y solo las damas de la alta sociedad
particularmente las españolas venidas de la
península podían adquirirlas, por lo cual las criollas,
mestizas e indias tuvieron que buscar algo para
cubrirse la cabeza y fue como aparece el rebozo
como una versión más popular y menos costosa al
ser elaborada por las mismas mujeres para pr
cubrirse la cabeza o taparse del frio, esta pieza que es como la mantilla mexicana se ha vuelto
parte imprescindible del atuendo típico de la mujer en México.
Quedando ya aclarado el punto sobre el rebozo, entramos ahora a
hablar sobre esta advocación la cual en un principio fue venerado en
el templo de Santa Catalina de Siena fundado en el siglo XVI, se dice
que a la entrada de este templo se encontraba un Nazareno de
madera de escultor anónimo, la imagen mostraba toda la triste escena
de la pasión del Señor, se podían ver las innumerables llagas en la
imagen debido a que solo se cubría con una pequeña pieza de túnica
morada, este triste y pálido aspecto tal parece que fue lo que movió a
la novicia Severa de Gracida y Alvárez que posteriormente tomaría por
nombre el de Sor Severa de Santo Domingo a rezar antes esta imagen
cada vez que iba a misa al templo de Santa Catalina, se detenía a
musitar algunas oraciones ante la imagen y parecía que cada día veía
la imagen más agonizante y sangrante.
Pasaron treinta y dos años, años en que la religiosa nunca faltó a hacer sus oraciones ante el
Nazareno y su devoción por él aumentaba cada vez más, la religiosa se hizo anciana y enferma y al
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serle tan difícil el poder ir a ver a su querido Nazareno desde su habitación lo llamaba y le dirigía
sus oraciones. Una noche de tantas empezó una terrible tormenta con un aire que soplaba muy
fuerte al grado de calar en los huesos de aquella anciana religiosa, al ver esta que el agua azotaba
terriblemente, gritó llena de dolor “¡Jesús, Cristo mío! Dejadme que cubra vuestro enjuto y aterido
cuerpo. Venid a mi Señor, y mostraos ante esta pecadora que solo ha sabido amarte y adorarte en
religiosa reverencia”. Esa era su petición ante su imposibilidad de poder ir a cubrir su amada
imagen.
Poco tiempo después cuando enfureció aún más la tormenta, tocaron a la puerta de la monja y
esta con sumo trabajo se levantó y abrió la puerta, se encontró con un mendigo muerto de frio
que imploraba por pan y abrigo. La religiosa tomó una pieza de pan y lo mojo en aceite y un poco
de agua y sacó de su ropero un rebozo de lana con el cual cubrió el cuerpo de aquel mendigo.
Después de hacer esto el cuerpo de la religiosa se estremeció y dando un profundo suspiro cayó
muerta.
Al día siguiente encontraron su cuerpo inerte pero con un olor a rosas y con una hermosa sonrisa
en su rostro. Y en el templo de Santa Catalina, cubriendo el doloroso y sangrante cuerpo del
Nazareno, estaba el rebozo de la anciana mujer. Debido a este milagro que consideraron como un
hecho inexplicable es que esta imagen fue bautizada por las religiosas y los fieles como “El Señor
del Rebozo”, celebrándose su festividad hasta la actualidad el primer viernes de marzo, pero al ser
exclaustradas las monjas en el siglo XIX y ser convertido el templo de Santa Catalina en templo
protestante como aun hoy lo es, las religiosas decidieron que la imagen fuera llevada al templo de
Santo Domingo, donde actualmente se le venera y tiene su propia capilla.
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Un gran pecado
Cuenta una historia, que
en la Ciudad de México, a
mediados del siglo XVIII,
el virrey y su esposa se
encontraban
desconsolados, debido a
que su hija Berenice
estaba profundamente
triste; su rostro, antes
sonrosado, se había
vuelto pálido; su cabello
rubio ahora se confundía
con algunas canas, y sus
ojos expresaban
abatimiento.
Berenice rara vez sonreía; casi no comía; no salía a pasear como antes, y permanecía horas enteras
con la mirada detrás de la ventana de su alcoba, que daba al jardín del Palacio Real.
Los padres de Berenice llamaron al médico de la Cámara de los virreyes y a los doctores del Real
Protomedicato, pero ninguno de ellos hallaba la razón de la extraña enfermedad.
Su única distracción consistía en leer escondidas un libro que le había prestado una anciana y
pícara camarera española que se encontraba al servicio del Real Palacio. El libro se llamaba La
Dorotea, y Berenice se deleitaba con algunos pasajes, que llegó a aprender de memoria:
-¡Ay, infeliz de mí! ¿Para qué vivo? ¿Para qué solicito conservar la más triste vida que se ha dado a
esclava? ¿Cuál mujer de mis años la pasa con tantos sobresaltos y desdichas?… ¿Qué fin me
promete tan desigual locura?…
Transcurrían los días y Berenice no mejoraba. El médico de la cámara aumentó las visitas; casi
todos los días le tomaba el pulso, la hacía enseñar la lengua; auscultaba el estómago y el brazo; la
hacía abrir grandes los ojos. En una ocasión, la hija del virrey, no obstante los acertados exámenes
y consuelos del doctor, que le aseguraban mejoría, se encontraba más taciturna que en otras
ocasiones.
-¡Tengo delirios y mucha sed, sudo muchos por las noches!
El médico de Cámara de los virreyes y los doctores del Real Protomedicato discutían en vano.
Nadie sabía lo que le acontecía a Berenice. Hubo quien diagnosticó tiricia; otro, tuberculosis; unos
más, que locura mansa; pero todos coincidieron con que la muchacha moriría sin remedio.
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El virrey y la virreina hicieron llamar a un sacerdote para que su hija se confesara, pero la angustia
de todos creció, ya que la muchacha no quería hacerlo. Nada parecía convencerla; pasaron los
meses, y Berenice cada vez más seca y triste, fue vista, cierto día, por el capellán; quien de manera
persuasiva, obligó a la melancólica y afligida pecadora a confesarse; y el gran pecado, raíz y motivo
de la tristeza y melancolía de la señorita, salió por fin de la oscuridad, haciendo temblar al
capellán, al virrey, a la virreina, a las damas y pajes de la corte, y por último a las dueñas y beatas,
que persignándose salieron a toda prisa por los corredores del Real Palacio, y se dedicaron a
difundir la tremenda noticia: “La hija del excelentísimo señor virrey de la Nueva España estaba
poseída por Satanás”.
Al poco tiempo de confesarse, el color sonrosado de Berenice tiñó el blanco de su rostro; las canas
que tenía desaparecieron, y en sus ojos azules se reflejó un gran regocijo.
El capellán absolvió a Berenice del gran pecado. Meses después, Berenice contrajo nupcias con un
humilde joven jardinero del Real Palacio: Juanillo, un negro hijo de un esclavo .
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Los polvos del virrey
SUCEDIDO EN EL PORTAL DE MERCADERES Y ESQUINA DE PLATEROS
No refieren las crónicas callejeras, esas crónicas amenas que escuchamos en platicas sabrosas con
los viejos, ni el nombre verdadero del protagonista, ni la época cierta en que acaeció el sucedido
que hoy lanzamos a los vientos de la publicidad.
Pero el hecho fue tan cierto, como que todos los hombres son mortales, física, ya que no
intelectualmente, pues de los académicos se dice que no lo son. Y el que dude puede consultar las
citadas y verídicas crónicas, tan antiguas como sus autores.
Allá en el siglo XVII, como ahora, muchos no podían salir de perico-perros.
En la Secretaria de Cámara del Virreinato de Nueva españa, había un oficial escribiente, de
aquellos que se momifican en su empleo y que a su muerte no sirven ni de pasto a los gusanos.
El sueldo apenas le era suficiente para vivir en una casa de vecindad, mantener a una esposa,
obesa por hidrópica, y a una docena de escuálidos nenes, seis del sexo bello y los otros del
masculino; pero todos extenuados por los ayunos.
Sentado en un gigantesco banco de tres pies, inclinado sobre la papelera despintada de la oficina,
garabateando pliego tras pliego de minutas, nuestro hombre, a quien llamaremos D. Bonifacio
Tirado de la Calle, pasaba las mañanas, las tardes, ya un los días enteros, de mal humor, aburrido,
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esperando con ansia la hora de comer y en especial la noche en la que, con su cara mitad, se
consagraba al cultivo de jardines en el aire, tarea tan improductiva como inocente.
No había sorteo de la Real Lotería en que no jugara con afán, ¡y con qué ahinco desdoblaba el
billete para ver si su número aparecía en la lista, que con toda puntualidad publicaba la Gaceta de
D. Manuel Valdés!
Pero nada, la suerte siempre le era esquiva, y por centenar más y por unidad menos, el premio
gordo caía en números de otros más afortunados que el buen D. Bonifacio.
Desesperado de esta situación, resmas de memoriales había escrito pidiendo un ascenso en las
vacantes, y calvo se había quedado de arrancarse los cabellos en sus horas cotidianas de
tribulación.
Cierto día en que el destino parece que se empeñaba en mortificarle más, pues su mujer, su único
consuelo, y sus hijos, sus futuras esperanzas, se habían disgustado con él porque no los había
llevado a la feria de San Agustín de las Cuevas, D. Bonifacio, al entrar en la oficina, gruñó sólo un
saludo a sus colegas, se sentó en el tripié, se reclinó sobre el apolillado escritorio, la cabeza entre
las manos y la mirada fija en las vigas del cedro secular, que sostenía la techumbre de la sala del
Real Palacio en que se hallaba.
De repente el banco de tres pies rechinó por un movimiento brusco de D. Bonifacio, los ojos del
buen calvo brillaron iluminados por la musa que inspira las risueñas esperanzas; tomo la de ave, y
en papel sellado para el Bienio corriente, deslizó la pluma por espacio de veinte minutos, hasta
que el ruido especial que produce ésta cuando se firma, indicó qu había terminado. En efecto,
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puso rúbrica, echó arenilla, escribió la dirección, y después de tomar su sombrero, su bastón y de
dirigir un amabilisimo "¡buenas tardes, señores!" risueño y como unas pascuas encaminó sus
pasos hacia la sala en que se encontraba el Secretario de Su Excelencia.
¿Qué había escrito? Un nuevo memorial al Excelentísimo Señor Virrey, Capitán General y
Presidente de la Real Audiencia de Nueva España.
Y una tarde, D. Bonifacio Tirado de la Calle encontrábase en la esquina del Portal de Mercaderes y
Plateros, precisamente frente al lugar donde se colocaba desde aquellos remotos tiempos, el
cartel del Coliseo. Se conocía que esperaba algo con ansiedad, pues su vista no se desviaba un
ápice del Real Palacio.
Transcurrieron breves instantes. Los pífanos de la guardia de alabarderos anunciaron que el
Excelentísimo Señor Virrey salía a pasear. Nuestro D. Bonifacio se estremeció. Un sudor frío
recorrió todo su cuerpo; sintió como un hueco en el estómago y su corazón latía como si dentro le
repicaran; pero espero con ansia aunque resignado.
Ya se acercaba el Virrey seguido de lujoso acompañamiento. D. Bonifacio sentíase aturdido. Como
relámpagos cruzaron por su mente los desengaños de otros días, y una próxima esperanza le hacía
ver color de rosa el lejano horizonte en que se destacaban el Real Palacio y la comitiva que ya iba a
desfilar delante de su persona.
El Virrey, montado en magnífico caballo prieto, al llegar a la esquina del Portal, estiró las bridas del
noble bruto, que arrojando blanca espuma por entre el freno que tascaba, se detuvo, respiró con
fuerza y levantó las orejas de su primorosa cabecita, al encontrar sus ojos negros la pálida figura
de C. Bonifacio.
El Virrey, con amable sonrisa, saludó a nuestro hombre, sacó con pausa del bolsillo una rica caja de
rapé, de oro, con preciosas incrustaciones y ofreciéndosela, preguntó:
- Tirado de la Calle, ¿gusta vuesa señoría?
- Gracias, Excelentisimo Señor: que me place - Contestó el interrogado, acercándose hasta el
estribo y aceptando con actitud digna, como de quien recibe una distinción que merece.
Despidióse el Virrey con galantes cumplidos que fueron debidamente correspondidos: y esta
misma escena se repitió durante muchas tardes, en la esquina del Portal de Mercaderes y
Plateros. La fortuna de nuestro hombre cambió desde entonces. Por toda la ciudad circuló la voz
de que D. Bonifacio Tirado de la CAlle gozaba de gran influencia con el Virrey, y que éste tenía la
única, la excepcional deferencia de ofrecerle tarde con tarde un polvo en plena esquina del Portal
de Mercaderes y la calle de Plateros.
Muchos acudieron a la casa de D. Bonifacio en busca de recomendaciones, y muchos también le
colmaron de obsequios.
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D. Bonifacio Tirado de la Calle representaba su papel a las mil maravillas.
Se hacía a veces el hipocriton, diciendo que no valían nada sus recomendaciones, y otras se daba
más humos que el portero de Su Excelencia. Empero los regalos menudeaban, la fama vocinglera
daba más fuertes trompetazos cada día, y uno de ellos llegó a oídos del Virrey quien llamó a
nuestro hombre y le dijo:
- He comprendido todo. Merece vuesa merced un premio por su ingenio.
Inútil nos parece reproducir el contenido del Memorial de D. Bonifacio; el lector lo habrá
adivinado; y sólo añadiremos que el Virrey afirmaba que hubiera sido un mezquino el que no
accediera a esa solicitud; detenerse en la esquina, ofrecer un polvo y marcharse.
Cuentan que D. Bonifacio Tirado de la Calle aseguró el porvernir de su familia.
Y ya se ve que lo aseguró, pues agregan las citadas crónicas callejeras que labró una fortuna con
los polvos del Virrey.
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Leyenda del difunto ahorcado
El domingo 7 de marzo de. 1849, en la ciudad de México, por el Palacio del Arzobispado; los
habitantes vieron pasar una mula, en la que iba montado un indígena y este sostenia a un
caballero para que no se cayera.
Tal caballero era el cadáver de un portugués y haciéndoles compañía, iba a su lado el pregonero a
la usanza de la época, tocando la trompeta para hacer público el delito que dicho hombre había
cometido. Los habitantes de México se enteraron que hoy día domingo a las siete horas de la
mañana, mientras oían misa los presos en la cárcel de la norte, este hombre se hizo el enfermo, y
se quedó en la enfermería; el cuál estaba en la cárcel porque había asesinado al alguacil del penal
de Iztapalapa, y sin que nadie lo sospechara ni lo viera se ahorcó. Cuando terminó la misa, lo
buscaron los carceleros encontrándolo sin vida; informaron éstos a los alcaldes de la Corte, los
cuales hicieron las averiguaciones correspondientes para saber si había algún cómplice en este
delito, se pidió licencia al Arzobispado para que se ejecutará la pena capital, a la que habia sido
condenado por el crimen que había cometido. Pero ese dia se festejaba el Día del doctor Tomás de
Aquino y no se permitían las ejecuciones; pero por los delitos cometidos, concedió la comunidad
eclesiástica se realizara en la plaza Mayor como escarmiento para todos aquellos que cometieran
los mismos actos. Todo lo presenció el pueblo, pues bien sabían que la Inquisición ponía en manos
de la autoridad civil al reo, pues quemaban la imagen si se se encontraba ausente, o en su caso, se
desenterraba los huesos si ya estaba muerto. Después de pasear el cadáver por toda la ciudad, la
comitiva y el portugués hicieron alto en la Plaza Mayor, y el difunto fue ahorcado frente al Palacio
Real. Todo el procedimiento se ajustó al ajustamiento de los vivos, a excepción de no llevarles el
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Cristo de Misericordia, que era costumbre para ejecutar a los sentenciados, pero siempre y
cuando no fueran suicidas o impenitente como era el caso del portugués.
Después de realizada la ejecución, comenzó a soplar un viento tan fuerte que las campanas de la
iglesia se tocaban solas, las capas y los vestidos de las personas presentes, así como los sombreros
volaban con fuerza.
Era tal la superstición de la gente diciendo que ese aire tan fuerte era porque el portugués tenia
pacto con Satanás y que ese caballero era el mismísimo diablo. La gente curiosa, se acercaba
y le hacía cruces, los jóvenes lo apedrearon toda la tarde, hasta que los ministros dieron la orden
de llevarse al ahorcado a San Lázaro, donde fue arrojado a las aguas sucias y pestilentes del lago
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Satán, Luzbel y compañía
(Sucedió en Avenida Hidalgo)
Don Valerio Antuñano, don Indalecio Lares y don Federico Sánchez Osores, siempre
andaban juntos, no se separaban jamás; a donde iba uno de ellos, los otros dos lo
acompañaban contentos. Los tres eran jóvenes y adinerados, los tres alegres y viciosos. Sus
padres poseían juros, fincas, minas, haciendas, un grueso caudal; y se dolían mucho de
verlos solo derrochar sin ocuparse nada; únicamente andaban de gastadores de aceras y de
sostenedores de esquinas. Vida inútil de mancebos ricos. Lo que querían lo lograban, pues
eran muy francos de manos, de ellas nos faltaba jamás el oro, y con alegría lo
desperdiciaban como pródigos.
A las madres de estos mancebos no les quedaban en los ojos lágrimas que llorar al verlos
constantemente en tan disolutas disipaciones; los tres padres de los tres indignábanse, les
daban ora castigos, ora consejos, lo que era tanto como si con un estambre se quisiese
sujetar a un león; y los tres jóvenes no metían sus pasos por el sendero trillado por dónde
van contentos, tranquilos, los hombres de bien. Usaban mal de sus haciendas en vivir
perverso, a cualquier crecido caudal le dieran fin comparando contentos. Los tres se
echaron en la cama de la desenvoltura, derramáronse por todos los vicios y dormían muy a
su sabor en ellos.
Eran como aves nocherniegas; todo lo hacían de noche y con escándalo. Temor de Dios no
lo conocían, con Él jugaban y de herirle hacían entretenimiento; a nadie miraban con ojos
de respeto, y al que tenía nombre honroso se lo quitaban. A ninguno hablábanle con el
acato y reverencia debidos; de todo y de todos hacían mofa y escarnio. Ponían lengua
venenosa en toda la gente, afrentaban a cualquiera, dándole el rostro con lo malo que
sabían de él. Los tres eran sepulcros abiertos para enterrar la honra y fama que quizás
vivían. Las bondadosas palabras de consejo de las personas mayores, las recibían con
grandes risadas y les decían en dichas injuriosas, lástimas muchas y cantares afrentosos.
Los sucesos más nobles, los que debían infundirles mayor respeto y miramiento, los
pasquinaban continuamente. No vivían sino disparando crueles sátiras, chistes y malicias,
y multiplicaban oprobios e injurias. Con la desvergüenza diabólica tenían siempre
desplegada la lengua. Largos maitines cantaban en versos, uno diciendo injurias, los otros
dos respondiendo con blasfemias. Y así era como caían cada vez más y más hondo en el
pozo negro de la maldad los tres mancebos. Satán, Luzbel y compañía, llamaban en México
estos tres ricos y pervertidos jóvenes, malintencionados siempre, irritables, aviesos.
Como tenían abundante dinero que derrochar, no andaban solos nunca; una corte de
bellacos por donde quiera los seguía, y con sus interesadas adulaciones los alentaba,
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fomentándoles sus vilezas y les reía con gozo sus maldades inacabables. Eran una zote en
la paz de la ciudad. En muchas de sus calles, viejas, nobles, ya no se escuchaba el silencio,
sino la alocada algazara que venían derramando en aquel sosiego los tres amigos pérfidos.
La ciudad dormía en la noche profunda y callada. Su sueño, en el quieto nocturno, era la
prolongación más intensa del sueño del día, de todos los días, de su calma cotidiana.
Pero Satán, Luzbel y compañía, como los apodaban con justicia, rompían aquella
tranquilidad grata y dulce al esparcirse en sus ilícitos contentos. ¡Dios nos valga! ¡E el
Señor nos cuide!, Y otras pías exclamaciones daban llenas de congoja las pobres gentes al
verlos pasar, les temían de ellos cualquier espantoso desacato, porque de todo eran capaces
los desapoderados mancebo. La encantada tranquilidad de México hallábase alterada por
aquel loco vivir.
Una noche iban por el callejón de Santa Isabel (Avenida Hidalgo), rumbo a una de las
calles de Santa María la Redonda, por donde vivía una tal Jacobita, habilísima zurcidora de
gustos, que juntaba en su casa a tocadores de guitarra y a preciosas damas, de esas damas
de achaque, pecatrices, tuzonas de ocultís, comblezas de clérigos o barraganas de algunos
señores pudibundos, las que van allí no sólo a esparcir el ánimo, sino a mejorar sus
aumentos; y, además, poseía esa vieja, entre sus preciosidades, una magnífica colección de
botellas de vino de los más rancios viñedos españoles y, por descorcharlas, cobraba buenas
piezas de plata, porque cada gota bien valía un florín, pues apenas entraban en el cuerpo
dos copillas le ponían fino regocijo el corazón.
Unas casas bajas ocupaban la acera de enfrente a la espalda de la Iglesia del convento; sólo
puertas y ventanas tenían todas, pero puertas y ventanas alabeadas, carcomidas, que junto
con los muros derrubiados, llenos de grietas, denunciaban claramente el lamentable estado
de ruina en que estaría el interior, y por eso, por lo derruido, por su inminente derrumbe,
nadie las ocupaba; años hacía que estaban deshabitadas esas casas y hasta se ignoraba
quien fuese su dueño. Por algunas hendiduras de las paredes o por agujeros de las
apolilladas puertas o ventanas, se veían los techos desfondados o llenos de boquetes, por
dónde se metía la luz, y de los que colgaban los encajes largos, polvorientos, de las telas de
araña, y se divisaban en los muros los hondos surcos que abrieron las goteras constantes.
Iban los tres amigos por el callejón de Santa Isabel y les llamó la atención que de una de las
ventanas de esas casillas viejas saliera mucha luz que tendía su cuadrilátero amarillo en la
sucia calle, y aún ponía tembloroso reflejo en los altos muros del convento. Curiosos,
apresuraron el paso, creyendo que habría holgorio, y al llegar a donde brotaba aquella
claridad, vieron con asombro las hojas abiertas de par en par, y en medio de la habitación,
tendido en el suelo, un cadáver amortajado entre cuatro cirios, y echada sobre él lloraba
con desconsuelo una mujer vestida de negro; su cabellera se volcaba copiosa sobre el
blanco sudario; su cuerpo se veía conmovido todo por los sollozos.
-¡Desgraciada mujer!- Dijo don Valerio Antuñano.
-¡Pobre mujer!- Murmuró apenas don Indalecio Lares.
-¡Infeliz!- Exclamó con gran lástima don Federico Sánchez Osores.
Se alejaron silenciosos. Se les acabo el ruidoso contento que traían. Todavía en la esquina
de la calle del Mirador de la Alameda, ya para salir a la de la Mariscala de Castilla,
volvieron los rostros y contemplaron el fulgor que se tendía trémulo en la acera, que subía
por el alto paredón del convento. Una vaga piedad se les metió en el pecho por aquella
desdichada mujer que lloraba sola con su muerto. En la casa de la fina Jacobita estuvieron
los tres, tristes, sombríos; no les sacaban regocijadas palabras ni los dichos de las damas,
ni las gracias movibles de su cuerpo opulento, ni las copas del de lo caro que se echaron a
pechos y que antes, con una sola de ellas, estremecían el aire con sus felices carcajadas de
juerguistas. Como al amanecer, dijo don Indalecio:
-No se aparta de mi memoria la mujer que vimos, tan abandonada en aquel cuarto
miserable.
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-Yo no lo olvidó tampoco; se conoce que está en la pobreza más hostil- respondió don
Valerio.
-¿Y si la fuésemos a ver? ¿Y si le llevásemos algo de dinero? De paso miraremos si es bonita
y entonces la consolaremos con cuidado, le daré un socorro y al fin y al cabo caerá, qué
duda cabe, resignada en mis brazos amorosos- dijo don Federico.
Dejaron a la exquisita celestina con los apreciables y ajados encantos de que se rodeaba, y
se marcharon al callejón de Santa Isabel, pero ya no vieron pintado en la acera el amarillo
cuadrilátero de luz, y pensaron que, tal vez, la madrugada lo había disuelto, pero
quedáronse atónitos viendo cerradas, como siempre lo habían estado, las ventanas y
puertas de toda aquella serie de casillas derruidas. Señalaron los tres, casi el mismo
tiempo, la ventana ante la que se habían detenido; en el travesaño de la reja en que apoyó
los codos don Indalecio estaban aún impresas las huellas marcadas en el polvo acumulado
allí durante años, y don Federico miró en el alféizar un pañuelo, que reconoció por suyo y
que sin duda se le cayó allí cuando se detuvo ante esa ventana polvorienta.
Sin la menor dificultad rompieron la puerta, con sólo arrimar a las carcomidas tablas sus
hombros robustos. Quedo ante ellos una amplia estancia desmantelada y telarañosa, con
los muros llenos de descorchar duras y de grietas serpenteantes. Pasmado se vieron los tres
mancebos. Estaban muy turbados de semblante, la frente rociada de trasudores de miedo,
ellos que ante nada ni nadie lo habían tenido nunca. Se volvieron a sus casas, pensativos,
cabizbajos. Despidiéronse en silencio. Esa noche no salió ninguno de ellos a sus correrías;
tampoco salieron la siguiente. Los padres estaban llenos de asombro ante aquel cambio
súbito en las alocadas vidas de sus hijos. Eran otros. No hablaban, casi no comían; en sus
habitaciones encontrábanse encerrados de continuo. Se juraron al fin los tres una mañana.
Hablaron. En sus almas se habían abierto las suaves luces de un nuevo amanecer. Lleno de
alegría se fue don Valerio al convento de Nuestro Padre de Santo Domingo, don Indalecio
dirigió sus pasos al Real Monasterio de San Agustín y al de descalzos de San Diego entró
don Federico. Los tres más cebos comenzaron vida nueva. Tuvieron por maestros sus
mismos errores para hacer completa mudanza de lo antiguo y enderezar el ánimo antes tan
torcido. Recompensaron las ofensas con que enojaron a Dios y le ofrecieron una vida de
penitencia satisfacción convirtieron sus pecados en misericordia.
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Los Padres de la Buena Muerte
(5ª calle de San Jerónimo)
Se llamaba calle de la Buena Muerte, a la que
hoy conocemos como quinta de San Jerónimo;
y a esta calle daba la espalda del convento de
San Camilo, mirando hacia el sur, y cuya
fachada todavía podemos apreciar, ya que
ocupa buena parte de la acera. Salta a la vista
de entre las demás construcciones por su
inconfundible estilo colonial, su estructura de
tezontle con ventanas de altas jambas de
cantera y balcones de hierro forjado,
probablemente en Toledo.
Ahora vamos a utilizar la máquina del tiempo
para retroceder unos cuantos siglos, y
ubicarnos en la época colonial, tiempo en que
los padres caminos habitaban el convento,
suceso acontecido el 1 de mayo de 1746 y hasta han 1861, cuando le fue confiscado por el
Gobierno Liberal de don Benito Juárez. Además de la puerta principal que conducía la
calle del Sagrado Corazón de Jesús, había otra posterior en la calle de San jerónimo, por
donde entraban y salían los religiosos cuando eran llamados para ejercer su benéfica y
caritativa labor de auxiliar a los enfermos agonizantes.
Allí no sólo acudían los vecinos de la ciudad, sino también los pueblos aledaños para pedir
auxilio a los caritativos religiosos, que se prestaban con gusto a cualquier hora del día, para
dirigirse a las casas de los moribundos e impartirles sus auxilios, no sólo espirituales, sino
también materiales a los indigentes que carecían de recursos para curarse. En el cubo de la
portería los caminos diariamente repartían alimentos a los pobres, y a las familias que les
daba pena acudir, se les llevaba a su domicilio.
A las personas necesitadas se les proporcionaba habitación en alguna vivienda de las casas
que pertenecían a la Comunidad; y sólo era necesaria la firma de alguno de los religiosos
en una receta médica, para que en cualquier farmacia botica se le surtieran gratuitamente
los medicamentos, pero por cuenta de la Comunidad, sólo aquellos enfermos que carecen
de recursos para comprarlas, tenían derecho a este beneficio. A los estudiantes pobres se
les ofrecen el convento de San Camilo habitación y alimentos, y en ciertos días del año se
repartían limosnas en efectivo.
Al mencionar las cosas tan buenas hicieron los camilos por nuestros antepasados, no sería
justo que estos buenos religiosos quedaran en el olvido; son dignos de veneración y
gratitud porque siempre hicieron el bien en la Ciudad de México. Por desgracia, ni su
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bondad y buen corazón los pudo librar de las leyes de reforma, extinguiendo su benemérita
Comunidad, incautándose su casa, y expulsando sus miembros del país; el Gobierno
Liberal fraccionó las propiedades en lotes y las vendió al mejor postor, y no sustituyó de
ninguna manera la obra caritativa de los religiosos por una opción igual o mejor.
La principal misión de los caminos en su vida era la de auxiliar a los enfermos, obligándose
ellos mismos a un voto perpetuo, que eran los de obediencia, pobreza y castigar, agregando
en su confesión religiosa lo siguiente: «y como principal ministerio que es de nuestro
instituto, me obligó con voto a servir perpetuamente a los pobres enfermos, aunque sean
apestados, según la forma de vivir en las letras apostólicas de nuestra Religión de
Ministros de los Enfermos y en las constituciones ya hechas, y que en adelante se
hicieren».
Para cumplir esa promesa, los religiosos de verdad se lo tomaban muy en serio; salían de
día y de noche de su convento, y cuando la distancia que debían de recorrer en la larga
montaban en una mula, que siempre era de color negro, y si era de noche siempre salían
acompañados. Nunca aceptaba limosnas de los enfermos, ni de sus familias y los alimentos
siempre los tomaban en su convento; y debido a que su principal oficio era auxiliar a los
agonizantes para ayudarles a bien morir, la gente los bautizó como los «Padres de la Buena
Muerte», y la calle de San jerónimo en donde se encontraba la portería trasera del
convento de San Camilo, se le empezó a llamar como de la Buena Muerte.
Existe otra versión de porque a esta calle se le
empezó a conocer con dicho nombre. Eran tres
estudiantes que cierta noche en que andaban de
parranda vagando por las calles de México, y al
estar en una taberna, comenzaron a relatar
truculentos sucedidos; uno de los muchachos dijo
que le habían contado, que en las espaldas del
convento de San Camilo se aparecían espectros en
horas avanzadas de la noche, llenando de
pavura con su presencia a los transeúntes que
por allí osaban pasar. Entonces uno de ellos,
dando señales de valentía, propuso que hicieran
una apuesta, para ver quién de todos era el más
hombres para ir hasta aquella solitaria y
espantable calleja, a la que sólo acudían los
afligidos para pedir auxilio a los camilos en favor
de sus enfermos.
Todos estuvieron de acuerdo, y cómo todos estaban muy dispuestos a ir, acordando que
fueran de uno por uno; y para comprobar que había llegado hasta el sitio, debían fijar un
clavo en el muro del convento. El más aguerrido salió primero, se envolvió en su amplia
capa, se acomodó su sombrero y llevando consigo un clavo y el martillo, emprendió la
marcha. Sus compañeros hicieron intentos por espantarlo pero el no desistió; sin dar la
menor señal de miedo, se alejó con paso firme hasta perderse en las sombras de la noche.
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Al llegar al convento de San Camilo, con un poco de nervios, empuñó el clavo, asió el
martillo y decidid clavó en el muro, pero al realizar dicha operación no se fijó que su capa
se había quedado clavada en la pared. Así, que cuando dio la media vuelta parar
emprender el camino de regreso, sintió como una potente mano le jalaba la capa y no lo
dejaba caminar... Fue tan grande su susto, que cayó instantáneamente muerto en el suelo.
Sus compañeros en vano lo estuvieron esperando la noche entera en la taberna.
Al día siguiente, cuando los primeros rayos del sol comenzaban a salir, los muchachos
fueron a los muros de San Camilo para ver que había pasado con su camarada; y gran fue
su sorpresa al encontrarlo sin vida tendido en el suelo, y exclamaron diciendo: «Tuvo una
buena muerte», puesto que nadie se la había ocasionado, no tuvo sufrimiento alguno como
alguna enfermedad o tortura; pasó de este mundo al otro sin darse cuenta. Entonces
comenzó a llamársele a esta calle como de la Buena Muerte.
Ahora solo te queda a ti escoger amigo lector, cuál explicación te agrada más, a cerca del
nombre de esta misteriosa calle.
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La esposa que volvió de las Sombras
(Sucedió en la Calle Hidalgo)
El alma de los muertos no tendrá punto de reposo,
cuando alguna pasión insana la detenga en este
mundo. Sí, porque algunas almas han sido
perturbadas en sus siglos de reposo, gracias a
fuerzas diabólicas y perversas. Este relato verídico
traído para ustedes desde el siglo XVI, nos habla de
un acto de poder sobrenatural, que perturbó el
sueño eterno de una muerta.
Miremos por el carcomido hueco hacia el pasado,
para ver cómo era la hoy avenida Hidalgo, en el
último tercio del siglo XVI. Era en ese siglo virrey
en Nueva España, don Martín Enríquez de
Almanza, cuya administración fue trágica y
siniestra. Vivían en la casa marcada con el número
22 de la que entonces se llamó calle del Portillo de
San Diego, dos alegres personas; llamábase ella
doña Leonor de Azpeitia y el don Juan de Rivera y Villavicencio, amantes y fieles esposos
llegados de Castilla. Pocos meses tenían de casados y se amaban tan entrañablemente, que
no gustaban de separarse ni un momento. Venidos con la corte del virrey de Almanza,
todos temían que les contagiara de un trágico destino, más parecía que su amor intenso y
puro, los ponía a salvo de toda desdicha y calamidad que azotaba a Nueva España.
Cierto día fundían su amor y su pasión en un abrazo cuando fuertes ruidos vinieron a
turbarles el momento: se trataba de la criada, quien traía noticias nefastas diciendo que
había espíritus malignos en la calle, pero no era otra cosa más que la tan temida peste. La
peste que asoló en aquellos días la capital de la Nueva España, fue de 1576 a 1577. Nadie
conoce a fondo las causas de esta enfermedad que causaba inmensa mortandad entre los
naturales; era de presumirse que, los hispanos habían acaparado el agua limpia que
entraba la capital.
Entre tanto, los indios se veían obligados a beber agua de las atarjeas y canales navegables
contaminados; lo cierto era que los indios caían como moscas a lo largo y ancho de las
calles de la entonces capital de Nueva España, había ya en la capital varias órdenes
religiosas: franciscanos, dominicos, agustinos y acababan de llegar los jesuitas. Todos con
fervor piadoso ayudaban a los miserables apestados, ya tratando de curarlos, ya
impartiéndoles los últimos auxilios cristianos.
La campana fúnebre, de la carreta de los apestados, causaba escalofríos. Pronto resultó
insuficiente el servicio fúnebre y el virrey ordenó abrir cepas en cualquier calle, y en esas
cepas se arrojaban a los muertos apestados y a veces, a muchos que aún alentaban, pero
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que no vivirían más. Entre las medidas tomadas por algunos particulares, destacó la
tomada por el doctor don Juan de la Fuente; este galeno citó en una sala del Hospital Real,
a todos los médicos residentes en ese siglo, en la capital de Nueva España, en donde se
acordó que se llevaría a cabo una autopsia de los cuerpos para determinar la causa de la
enfermedad.
Algunos indios y mestizos que se dieron cuenta de aquellas autopsias comenzaron a
murmurar que aquellas personas eran quienes los envenenaban y les hacían todo mal. Así,
mientras el doctor de la Fuente y los demás galenos trataban inútilmente de averiguar la
causa de la peste, don Juan así otra cosa: lograba ser oído por el virrey de Almanza y por el
entonces Arzobispo Moya de Contreras, para saber si se estaba tomando alguna medida
para controlar la peste y para ofrecer su ayuda. Don Juan regreso a su casa, satisfecho de
sus gestiones y contar a su esposa Leonor todo cuanto había logrado, quien se ofreció a
llevar alimentos, ropas y alivio aquellos desdichados. Don Juan no tuvo otro remedio que
dejar ir a su esposa, a llevar ayuda para quien lo necesitaba tanto. Todos los jacales de
indios eran nido del mal y adentro había quejidos y muerte. Durante días y semanas, la
mano blanca y bondadosa de doña Leonor llevó auxilio y consuelo a los enfermos, su
presencia daba ánimos a los indios, que recibían comida y frases de aliento de aquella
hermosa y rica dama, y tanto trato con los apestados, que al fin ella también pareció
sucumbir al mal, y a su esposo no le quedó otro remedio que aguardar el triste desenlace.
La voluntad del creador fue que la hermosa, joven, rica y bondadosa dama, muriese de la
terrible peste. Horas y horas pasó junto a la tumba el atribulado esposo, que no se
resignaba a tan sensible pérdida, dos de sus criados que le acompañaban se acercaron a
suplicarle que debía irse a descansar a su casa, y fue necesario llamar a los caballeros
amigos de don Juan para poder sacarlo del cementerio. Durante muchos días, visitó la
tumba de su amada, sobre la cual dejó lágrimas y flores después se encerró en su casona, y
decidió que no saldría de allí, pues su esposa estaba muerta, esa estancia sería su tumba y
muerto estaría muy pronto. Transcurrieron los meses, las vigilias, la pena y su
desesperación, fueron perturbando su mente, hasta que enloquecido comenzó a rebelarse
contra la voluntad del cielo, maldiciendo a Dios.
Llamó entonces a la criada para preguntarle sobre aquel brujo muy poderoso que había
mencionado durante la peste, y le ordenó que lo llevara ante él. Obedeciendo las órdenes
de su amo, la india condujo a don Juan hasta una casucha por el entonces barrio de la
Candelaria de los Patos; ahí se encontraba a un hombre de avanzada edad con apariencia
un poco desagradable.
Don Juan sin rodeos le pidió al brujo que resucitará su esposa y que a cambio le pagaría
una muy buena cantidad de dinero; el anciano le advierte que su poder está limitado por
otro superior y que el acto que pide es un reto y puede vencerlo cuando menos lo espere.
Sin importarle, don Juan acepta cualquier riesgo, con tal de ver otra vez a su esposa viva;
entonces el brujo comienza a invocar a los seres de la oscuridad para qué devuelvan a la
vida a la mujer. Don Juan pensando que el brujo era un charlatán, se marcha furioso su
casa, pero al llegar encuentra la puerta de la casa abierta, y con no sería su sorpresa cuando
de pronto una grácil figura emergió del jardín: ¡era su esposa!
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Renacieron los días felices, doña Leonor estaba aún más bella y don Juan aún más
enamorado, de su enfermedad, su muerte y resurrección no se hablaba una palabra, pues
eso parecía haber sido sólo un horrible sueño. Todo parecía normal, sólo de vez en cuando
ocurrían cosas extrañas, como cuando las aves huían de su presencia, y como cuando el
minino al sentirla cerca, maullaba y erizaba los pelos. Pero eso nada les importaba, ni se
daban cuenta de ello, ocupados como estaban en dar rienda suelta a su amor y su pasión,
todavía pasado ya, ninguna nube de temor enturbiaba su vida y sus amores. Así pasaron
los meses, entregados al amor y a la pasión, sin preocuparse por los sucesos de la vida
exterior.
Mientras tanto, allá en el cubil, el viejo brujo leyendo antiguos manuscritos hace un
inesperado descubrimiento: el término de aquella vida se aproximaba, no podría vencer
nuevamente a la muerte; por una verdadera rareza, el brujo abandonó su cubil para
dirigirse a la ciudad y dar aviso al caballero. Con la rapidez que le permitían sus flácidas y
temblorosas piernas, se aventuró por las calles solitarias de la capital de la Nueva España,
pero quiso el destino que al cruzar la calle pasara una diligencia con los corceles
desbocados, y cuando menos se dio cuenta le pasaron encima, causándole una muerte
instantánea.
En esos momentos, allá en la casa de don Juan, doña Leonor sintió que algo extraño lo
ahogaba, y sin darle mucha importancia se fueron a dormir. Jamás pensaron los amantes
esposos, que ese iba a ser un sueño definitivo y cruel y que el despertar les aguardaba
pavoroso. Al día siguiente, tras de despertarse alegre y feliz, don Juan se acercó despertar a
su esposa, juguetón y alegre levantó la sábana y entonces se halló ante aquel cuadro
horroroso: el rostro antes bello de su esposa, era una máscara horrible, llena de gusanos y
carne putrefacta, levantó más las mantas y se halló con que todo el cuerpo era una llaga
purulenta cubierta de larvas asquerosas, y ante sus ojos tuvo lugar aquella transformación
de horror; los gusanos devoraban la carne de la muerta y poco a poco, quedaba el esqueleto
mondo y blanco. Don Juan de ribera y Villavicencio contempló anonadado, que de aquellos
lindos ojos sólo quedaban negras oquedades, y de aquellos dientes, de esa boca, una
abertura descarnada, que dibujaba una mueca sarcástica y siniestra.
Las sienes de don Juan parecían estallar, su corazón la que aceleradamente su cerebro
enloquecía, no podía creer que su esposa había vuelto a morir, gritaba desesperado una y
otra vez para que volviera a la vida.
Días más tarde encontraron muerto a don Juan Manuel de Rivera, abrazado al esqueleto
de su esposa. Nadie conoce la horrible historia, ni se supo entonces la verdad, creyeron que
loco de amor, don Juan había robado el esqueleto. Tal es la verídica historia ocurrida en
esta casona hoy en la avenida Hidalgo, que en aquel siglo fue del Portillo de San Diego.
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La poseída por Lucifer
(Sucedió en la calle de Palma)
En los oscuros tiempos del mito y las
supersticiones, se creía que la locura
era producida por artes del demonio;
hoy después de mucho tiempo se sigue
creyendo lo mismo…
Esta historia terrífica y diabólica, que
ha pasado a convertirse en otra página
más del libraco de leyendas de la Nueva
España; a no ser porque una triste y
lúgubre aparición tenía lugar a
cualquier hora del día, el vulgo la
habría confundido por la horrible
llorona, porque la figura de aquella desdichada mujer era idéntica a aquella remota
aparición y casi idéntico su grito de dolor. ¿Por qué vagaba esta infeliz lanzando al aire
ayes tan lastimeros? ¿Estaba loca como decía la gente o era un ánima en pena? Vamos
averiguarlo.
Viajaremos en el tiempo y no ubicaremos en el año de 1566, que estaba bajo la regencia del
virrey don Gastón de Peralta, marqués de Falces, a quien tocó juzgar a Martín Cortés y
conjurados; más si el famoso juicio contra el hijo del conquistador atraía la atención de
toda la colonia, esta también era en ese tiempo importante.
La casa que se encontraba ubicada en el número seis de la calle de Jerónimo López, hoy de
Palma, la ocupaba linajuda familia González de Gomara, formada por don Felipe Lope, su
esposa Francisca, y sus hijos Beatriz y Gil. Erase Beatriz joven y bellísima y allí radicaba la
importancia de la casa, pues la familia asistía a misa todos los días en la Perpetua, todos se
iban en el carruaje a excepción de la muchacha que siempre iba a pie, la larga travesía que
efectuaba era el mayor motivo de atención para muchos jóvenes galanes, que como era
costumbre siguieron a distancia y con gran respeto a la hermosa Beatriz que irradiaba
belleza y señorío. Muchos creían que la caminata de la muchacha era con el fin de exhibirse
y ser admirada por todos los galanes que se apostaban a su paso y para escuchar
encendidos piropos que en ese tiempo se estilaban, como por ejemplo: “Un ángel bajo del
cielo para causarme sonrojos, señora, dejadme veros, aunque se cierren mis ojos”.
Sin embargo, el diario peregrinar de Beatriz tenía el dulce motivo de dar limosna a los
mendigantes que hallaba a su paso, incluso sus manos blancas y finas llevaban alivio a los
enfermos dándoles algún remedio para aquello que los aquejaba.
Cuando Beatriz llegaba al templo, ya estaba aguardando para verla varios galanes que eran
flor y nata de la capital de Nueva España, sin embargo todo se les iba en ilusiones y
suspiros, pues la bellísima mujer tenía un algo de místico y extraño que no les dejaba
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acercarse; siempre aquellos galanes tenían la ilusión de que Beatriz posara su mirada en
alguno de ellos, pero en el fondo sabían que Dios era el único, y eso parecía lo más seguro
pues ella era la damita más religiosa de toda Nueva España. De corazón noble, generosa y
buena, dada a la fe y la caridad, sus padres y quienes la conocían creían que iba a ser
monja; pero el destino suele cambiar las cosas muchas veces, pues se dice que el demonio
mete su cola entre las personas buenas.
Beatriz se aprestaba para llevar comida y abrigo a dos enfermos, pero su madre le advirtió
que no fuera sola, sino en compañía de sus nana, a lo que la muchacha ignoró los consejos
maternales y salió de inmediato; sin embargo, esta vez la madre de Beatriz tenía razón,
pues aquel era un barrio humilde pero en extremo peligroso, era reducto de rufianes y
perversos individuos. Y dio la causalidad que ese mismo día dos de ellos la estaban
espiando, prestos esperando el momento ideal para entre en acción y así lo hicieron, como
fieras montaraces las dos rufianes aguardaron a su presa y la atacaron de inmediato
aventándole una piedra en la cabeza, y al ver que la inerme damita había quedado turbada,
se le echaron encima con el fin de despojarla de sus pertenencias. En esos momentos
críticos para Beatriz, apareció de improviso elegante y apuesto caballero, quien en un
santiamén emprendió de “pajuelazos” contra el par de malandrines, y mientras esto pasaba
la dama le suplicó que los perdonara, y ante tan noble petición el caballero quedó sin
palabras; como aún le durase el efecto del golpe de la piedra, Beatriz quedó estupefacta y
confusa ante el apuesto caballero, estaba embelesada, como si el nombre de aquel
caballero, que era Juan Manuel García de Monte Alegre, hubiese sido una dulce flecha que
se clavara en mitad del corazón, y sin saber cómo ni porque, con profunda emoción
interior pronunció su nombre.
Desde aquel día, Beatriz dejó de caminar sola por los barrios humildes de la Nueva España,
pues Juan Manuel se convirtió en su guía y guardián, y pronto, muy pronto, aquellos
recorridos para hacer obras benéficas se convirtieron en reuniones amorosas; la muchacha
había centrado su amor, tantos años dormido, en la apuesta figura del mancebo y este a su
vez estaba enamorado de ella, y ese amor, esa pasión arrebatadora y loca fue creciendo y
creciendo a medidas que pasaban los días y las horas.
La figura y el amor hacia Don Juan Manuel se hicieron una obsesión en la mente de
Beatriz, que despierta se soñaba en brazos del apuesto caballero. Aunque ahora repartido
su amor entre Dios y aquel hombre, la muchacha continuaba yendo a la iglesia y dando
limosna a mendigantes; pero fue precisamente uno de esos días cuando ocurrió aquello
que iba a ser su desdicha. Al salir del templo se topó de buenas a primeras con Don Juan
Manuel, que venía acompañado de una dama que sin duda era su esposa, a lo cual Beatriz
sintió un golpe peor que aquel que le dieran los rufianes y acallando sus gemidos echó a
correr, quería que la tierra se abriese, desaparecer, volar lejos, muy lejos de allí ¡Juan
Manuel era casado!
Durante varios días la destrozada Beatriz se encerró en su alcoba negándose a abrir y a
probar alimento. Por fin al cuarto día la muchacha abrió la puerta, pues había pensado en
su congoja y que ya que había estado tan apegada al cielo, el cielo podía ayudarla; y acto
seguido loca de pena y desesperación corrió ante el cristo al que le pediría, le exigiría un
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milagro, se dejó caer de rodillas y comenzó a implorar que a Don Juan Manuel se le
castigara con la muerte, pero en seguida se arrepintió y mejor pidió aquello para la esposa
del caballero.
Pero transcurrieron los días y las ansiada venganza divina no era consumada, Beatriz se
sentía enloquecida día con día, casi perdió el juicio por su penar amoroso, hasta que un día
decidió castigar a quien no le había escuchado, y sin medir el alcance de su sacrilegio
comenzó a golpear al cristo con una espada, arrancaba esquirlas de la escultura mientras
seguía echando en cara al señor crucificado el hecho de que no hubiese escuchado su
petición; en ese momento su nana, que le llevaba alimento la sorprendió en tan horrible
acto y acto seguido, la muchacha arrojó lejos de si la espada y se escondió en el regazo de
su nana buscando tan urgente refugio, quien le dijo que esa clase de milagros Dios no los
hacía, sino otra clase de seres malignos más poderosos…
Esa misma noche, cuando Beatriz trataba de encontrar la paz espiritual en el sueño,
escuchó un dulce silbido bajo su ventana, corrió a asomarse y miró hacia la calle, ahí
estaba un galán apuesto y enjoyado, pero no era Don Juan Manuel, sino un caballero más
hermoso, más apuesto, que hizo que el corazón de la muchacha diese vuelcos de emoción.
El galante caballero miró fijamente a Beatriz y ella sintió como una chispa que le recorría
todo su ser, entonces él le arrojó una rosa, y al impulso de rara sensación se llevó la flor a
su fresco rostro.
Esa noche, la muchacha creyó tener sueños espantosos, vio que tres brujas y un trasgo la
rodeaban en su lecho, y que la llamaban, tiraban de ella con sus dedos afilados como
garfios aprisionándola, sacándola del lecho sin que osara salir de su garganta un grito;
entre aquellas horribles brujas se encontraba su nana transfigurada por la maldad. Sin
voluntad para negarse, Beatriz montó sobre el repulsivo enano, entonces las brujas
entonaron siniestra letanía y no bien se había dejado escuchar aquel conjuro, la muchacha
se sintió transportada por los aires a lomos del enano y seguido de las brujas, se
remontaron alto, alto, ella sentía el aire frío de la noche azotándole las mejillas; no supo
cuánto tiempo duró el viaje, pero recordaba haber visto hacia abajo las luces de la capital
de la Nueva España; de pronto comenzaron a descender en el centro de una árida
montaña, donde enormes piedras formaban un extraño anfiteatro, pero Beatriz no podía
despertar del horrible sueño y así, se vio frente un tálamo rojo vigilado por brujas
horribles y seres monstruosos, las luces rojizas de las antorchas y las hogueras en torno a la
cual se reunían las brujas daba a aquel espectáculo tintes infernales. Entonces, sin que
tuviera tiempo de reaccionar, la muchacha se sintió sujeta por dos brujas horribles que la
conducían hacia el tálamo, y lo peor del caso era que ella no podía resistirse, solo al abrirse
las cortinas Beatriz estuvo a punto de gritar, pues allí en el lecho la aguardaba el ser más
horrible que jamás hayan visto ojos humanos, lo último que vio fueron unos belfos que se
pegaban a sus labios y garras peludas que la abrazaban.
Transcurrió mucho tiempo antes de que Beatriz pudiese gritar, abrir los ojos y darse cuenta
de donde estaba; entonces se vio en su propio lecho y a sus pies aquel galán hermoso y
varonil, que recién dejaba su cama aún caliente de su cuerpo, aquel desconocido la calmó
de su sobresalto y ella aún presa de aquel horrible sueño lo abrazó, quien por cierto llevaba
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por nombre Jabel; el galán se vistió y en un santiamén se salió por la ventana, acto seguido
Beatriz corrió a la ventana, pero solo vio la calle escueta, el misterioso caballero se había
evaporado sin que ella viera como había podido llegar a su alcoba.
Al día siguiente la muchacha se encontraba de buen humor, más algo se había operado en
su alma, algo que no reflejó el espejo, pero que salía al exterior con cualquier motivo, se
había tornado mala y perversa, un ejemplo de ello era cuando aquellos mendigos y
enfermos que ella socorría le pedían ayuda, lo único que ella les decía era que se
marcharan y se murieran, situación a la que su madre le asustaba, pues el rostro de su hija
se había vuelto afeado y sus ojos duros.
Dos días más tarde, Beatriz volvía a tener aquel sueño horrible donde las brujas la sacaban
de su lecho, y nuevamente en lomos del enano volaba por los aires hacia aquel tálamo
infernal en donde le aguardaba el rey de las tinieblas; y de nueva cuenta se vio empujada
hacia el tálamo rojo, lugar en que sabía que la aguardaba un ente horrible que iba a
poseerla, y al despertar esta vez, pudo darse cuenta que el apuesto y varonil galán Jabel
estaba a su lado en su mismo lecho, además estando cerca el alba era hora de que se
marchara, y en la forma audaz en que entraba, volvió a salir aquel galán de la alcoba de la
muchacha.
Al día siguiente, sus padres vieron a Beatriz muy desmejorada, pálida y ojerosa, además
había perdido el apetito. Transcurrieron los días y más días, y ella estaba cada día más
taciturna y pensativa, parecía extrañar al galán que hace mucho no veía, pero a medida que
transcurrieron los meses, el antes bello y sonrosado rostro de Beatriz se tornó pálido,
demacrado y falto de belleza, parecía como si extraña enfermedad minara su cuerpo y a
pesar de todo, ella nada decía a su madre acerca de ello, hasta que al fin cuando la
naturaleza finaliza su obra asombrosa, ocurrió cierta noche lo inevitable ¡¡Beatriz dio a luz
a un niño!!
Y su sorpresa fue grande al ver que sus parteras habían sido aquellas horribles brujas de
sus sueños, y entre ellas logró reconocer a su nana. La muchacha exigió se le devolviera a
su hijo, pero aquellas mujeres le aclararon que no era de ella, sino del Demonio, y ante los
mismos azorados ojos de Beatriz, las dos brujas y el enano desaparecieron esfumándose en
las sombras de la alcoba, la muchacha empezó a gritar como loca por si hijo y sin tener más
energías cayó desmayada.
Al día siguiente, su madre la encontró sin conocimiento, yaciente en el piso de su propia
alcoba, y cuando la muchacha pudo volver en si dijo palabras incoherentes, cosas que nadie
iba a creer; ante las cosas que dijo su hija, la mujer llamó a su marido, y ante los gritos
angustiosos de Doña Francisca acudió Don Lope, el padre de la infortunada chica.
Llamado con premura el doctor Illescas dio un asombroso veredicto sobre la enfermedad
que afligía a Beatriz: en efecto, había dado a luz un niño y debía de permanecer encerrada
hasta que se le pasara su enajenación. La muchacha fue encerrada los primeros días, pero
más tarde se ablandó el corazón maternal y se le dejó vagar libre por la casa; después la
vigilancia decayó y la chica se dio mañas para salir a la calle, su mente desquiciada la
impelía a buscar a su hijo. Su aparición por las calles no causaba miedo, pues vagaba
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durante el día preguntando a los transeúntes sobre el paradero de la nana y su hijo,
siempre argumentando que el demonio era su padre y era el príncipe al que el mundo
adoraría.
Aunque la leyenda nos oculta el fin de Beatriz, parece que murió muchos años después en
una celda para dementes; la conseja popular dijo entonces que un día su padre le había
dado muerte, de todos modos, aquel suceso aún nos aterra y sobrecoge
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La tenebrosa casa del Inquisidor
(Sucedió en la calle de Justo Sierra)
Allá por el año del señor de 1801, aún
levantábase en lo que fuera calle de
Chavarría, hoy Maestro Justo Sierra,
un ruinoso edificio de tenebroso
aspecto, que fue la casa del odioso y
cruel Inquisidor don Pedro Sarmiento
de Tagle, hombre ante quien temblara
de pavor toda la Nueva España. ¿Qué
sucesos espantosos y siniestros
ocurrieron en esta casona allá en
pasados siglos, cuando todo era
supersticiones y pavura? ¿Quieren
saber la historia de una campana, cuyo
tañido helaba la sangre en los cuerpos
de los habitantes de esta capital?
Allá por 1692, la casona marcada con el número dieciocho de la entonces calle de
Chavarría, estaba en pie y habitable, aunque con muchos años de abandono, en ese
entonces era conocida por el vulgo como “la tenebrosa casa del inquisidor” y por obvias
razones, todos temían acercarse a ella; sin embargo, cierto día del mes de noviembre del
año antes mencionado, llegó hasta la casa un hombre temerario llamado don Andrés
Camargo, era un joven médico que venía a establecerse en la capital de Nueva España con
el fin de ejercer su profesión, quien decide comprar la casona donde había vivido el
inquisidor setenta años atrás, a pesar de las advertencias del vendedor.
El joven entró a la casona, hallándose en medio de un ambiente de lujo siniestro y
abandono, sin el menor temor se arrellanó en un confortable sillón de una gran mesa de
trabajo, en ese momento un raro estremecimiento invadió todo su cuerpo, parecía como si
alguien estuviese a sus espaldas, se incorporó de un salto y quedó de pie mirando tras el
sillón; allí en el muro estaba un gran retrato de un hombre siniestro al que hizo caso
omiso, y pensando que aquel aire de abandono de su nueva morada lo hacía alucinar,
decide salir a la calle para pedir a una humilde pareja que pasaba casualmente, le limpie la
casa a cambio de una muy buena paga, a lo que le contestaron con un rotundo no, y sin
decir más al médico salieron corriendo asustados.
A pesar de mostrarse persuasivo y generoso, después de varias horas el joven no lograba
hallar a ningún osado, y al fin pasado el mediodía logró echar mano de dos plebeyos que
apestaban a sudor y a vino; poco después los dos tipos se encontraban entregados a la tarea
de limpieza y bebiendo vino, y a decir verdad hacían su trabajo de prisa y bien hecho, a
pesar de hallarse ya casi ebrios. Ya caída la tarde, la tarea estaba casi concluida, y uno de
aquellos hombres limpiaba el retrato de inquisidor, cuando vio que este movían los ojos,
asustado le dijo a su compañero, el cuál corroboró su historia; acto seguido los dos ebrios
huyeron despavoridos ya sin importarles cobrar la paga prometida, sino salir de la siniestra
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casona lo más rápido posible, en vano el dueño quiso detenerlos. Horas después, el médico
se disponía a entregarse al descanso, había sido un día de ardua tarea y emociones, de
pronto un infernal alarido resonó en toda la solitaria casona, pero el hombre pensó que
serían los ebrios que venían a asustarlo para sacarle dinero y vino.
Decidido a dar un escarmiento a quien lo importunaba, el doctor salió de la alcoba espada
en mano, entonces escuchó como si un ave siniestra volara por la casa, levantó la cabeza y
vio a un búho de apariencia extraña, emitiendo aquellos siniestros gritos, trepado en una
soga atada a una campana; en ese momento escuchó una voz que le decía que la campana
tocaría la hora de su muerte. Sin saber porque, como si alguien le mandara hacerlo, el
joven se volvió e iluminó el retrato del inquisidor, y se percató que eran sus ojos eran los
mismos del búho; creyendo que las sombras de la noche despertaban su imaginación,
decide volver a su alcoba para tomar un merecido descanso.
La luz del nuevo día disipó todos los temores del joven médico, quien de todos modos salió
a la calle con el fin de platicar con alguien en una taberna llamada “Taberna del Toro”, y
dado lo temprano de la hora no había parroquianos, pero el viejo tabernero los atendió; el
joven estaba decido a descubrir el misterio del antiguo propietario de la casona maldita
que había comprado, momentos después al tabernero se le soltaba la lengua ante la vista
de unos ducados de oro, y le relató que don Pedro Sarmiento de Tagle había sido uno de los
inquisidores más crueles y despiadados que había tenido Nueva España, se regocijaba
viendo sufrir a los reos en tormento y lanzaba carcajadas cuando ardían en la hoguera;
entre muchas más atrocidades le relató el tabernero. Todos le temían a la famosa campana
maldita, pues cuando la tocaba, era indicio de que su cerebro enfermo y demoníaco había
urdido otra forma de tortura y muerte, y siempre sin falta alguien moría de la manera más
cruel, “novedosa” y perversa que mente humana haya imaginado.
Satisfecha a medias su curiosidad, el médico se marchaba de la taberna, pero antes de
hacerlo preguntó que había sido del inquisidor, el tabernero le dijo que había sido un
misterio donde fue enterrado. El joven hizo algunas compras y después se dirigió a su casa
para entregarse al estudio de las enfermedades que diezmaban a la gente de la Nueva
España, así estuvo todo el día hasta que la noche los sorprendió; de pronto sintió de nuevo
esa sombra a sus espaldas, el ambiente se hizo tenso y parecía que algo flotaba
sobrenatural flotaba en la casona, y de pronto, como un latigazo que azotó las sombras,
sonó aquel alarido infernal, el joven se incorporó de un salto y vio la búho al que le lanzó
un libraco con toda su furia, tratándolo de matar; entonces el ave voló para posarse encima
del cuadro del inquisidor, el médico le aventó otro libro y el búho lanzó un graznido y voló
hacia lo alto del techo, sumergido en profundísimas tinieblas. El doctor entonces analizó
con detenimiento el cuadro y observó que tenía una gran similitud con el ave; pensando
que el cansancio avivaba su imaginación.
A partir de entonces el médico no iba a poder dormir el resto de su vida, porque la
tenebrosa casa del inquisidor estaba ya poblada de seres infernales, y de pronto en un
rincón de la habitación, apareció el búho con sus ojos siniestros fijos en él, pero parecía
tener una luz de burlona crueldad; el ave sale volando y el joven decide ir en su
persecución, armado de un garrote corrió rumbo al salón del retrato, bien sabía que en lo
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alto se ocultaba el plumífero, peor al llegar no había ni rastros de esta. Entonces al
iluminar con la luz de la vela el cuadro hizo un terrible descubrimiento: ¡el inquisidor no
estaba! En esos momentos el médico escuchó con claridad el roce de pesadas vestiduras y
volvió hacia atrás, y lo que vio lo llenó de terror, de un miedo invencible, ¡frente a él se
encontraba el mismo inquisidor!
Sin hablar, con el ceño fruncido y los ojos siniestros, el inquisidor señaló al joven un
banquillo en el centro del salón; anonadado y sin voluntad tomó asiento en el banquillo de
los acusados, entonces hizo su aparición otro siniestro y silencioso personaje, que traía un
candelabro para hacer luz, y en medio de aquel ambiente de pesadilla se vieron las tres
figuras de otros personajes.
Aquellos personajes cuchichearon algo ininteligible, parecían musitar algo espantoso, a
veces parecía que solo abrían la boca, una boca que era un pozo profundo de tinieblas;
fuera de sí, pero como impotente para levantarse del banquillo, el gritó que eran unos
asesinos, de pronto un ráfaga de viento helado apagó las velas y todo quedó en tinieblas,
solo un amarillento círculo de luz alumbraba la aterrorizada figura del doctor.
Cuando los ojos del joven se acostumbraron a la oscuridad, pudieron ver hacia el
inquisidor sacando un grueso libro, del hueco que quedó salieron una gran cantidad de
enormes ratas, y cuando la última hubo salido se dejó escuchar una risa perversa de
satisfacción. Como si obedecieran a diabólico mandato, las enormes ratas rodearon en una
horrible danza al petrificado médico, después se formaron cerca de sus pies haciendo un
círculo que causaba escalofríos, sus ojillos rojos tenían fulgores infernales, y a la orden de
una voz gutural como venida desde muy profundo, los roedores cerraban más el círculo,
arrancándole alaridos de dolor con sus mordiscos.
Pronto las voraces ratas comenzaron a destrozar el cuerpo del doctor. Cerca de la media
noche, rezagados bebedores de la taberna del Toro, escucharon alarmados el tañer de una
campana, pero como todos tenían miedo de ir a la casona maldita, decidieron ir al día
siguiente.
Cuando se asomaron los primeros rayos de sol matutinos, los cinco personajes de la
taberna se encaminaron decididos a la casa del inquisidor, llamaron a la puerta sin obtener
respuesta, entonces entraron todos con el tabernero a la cabeza, pero no tuvieron que
buscar mucho, pues al llegar al tenebroso pasillo, colgado de una soga de la campana,
estaban los despojos humanos, horriblemente mutilados y sangrientos de quien fuera el
médico; entonces al grupo de caballeros se les ocurre ir a ver el cuadro del inquisidor, y
cuál no fue su sorpresa al ver que entre sus manos tenía una rata con el hocico
ensangrentado , y el con una sonrisa diabólica, como si acabase de dar muerte cruel a una
de sus víctimas, llenos de miedo salieron de casa a toda prisa.
Aquella fue la última vez que la tenebrosa casa del inquisidor fue habitada, después
vinieron los siglos de olvido y demoliciones. Ahora no sabemos exactamente en donde
estaba aquella casa, ¿la conocieron ustedes?
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